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La bella caligrafía

Margo Glantz





No es cierto que las mujeres hayan accedido a la escritura hace muy poco tiempo. Las mujeres sabían escribir. Eso sí, tenían que escribir notitas encantadoras, cartas o libros de cuentas, no relatos. Pero su entrada a la escritura es quizá más perfecta que la de los hombres. Sobre todo cuando éstos tenían que dedicarse a las labores propias de su sexo. ¿No es verdad que Lencho Cabello, el personaje que le da nombre a la novela mexicana Astucia, tiene que abandonar a su novia querida por el simple pero aparatoso hecho de que ésta aprende a escribir? ¿No es cierto que Lencho se somete a las leyes del destino al entender que una buena caligrafía está en contra de un buen trabajo de campo? La señorita de ciudad se diferencia de la señorita rural en su caligrafía, o simplemente en que la primera, también simplemente, no escribe y la segunda traza primores con la mano. Recuerden ustedes los antiguos manuales de caligrafía, con las enrevesadas figuras que había que trazar y las violencias por las que uno pasaba para poner las letras en claro. Yo sí me acuerdo, las generaciones actuales no y se nota a las leguas, salta a la vista su falta de escritura. Ahora las señoritas aprenden mecanografía, quizá, pero su escritura adolece de defectos graves, en primer lunar es horrible o con caracteres de imprenta, y, en segundo lugar, carecen de ortografía. Pero analicemos algunos tratos con la escritura.

No vayamos lejos: recordemos a la encantadora y retraída Jan Austen, señorita quedada, protegida, siempre encerrada entre los límites de una casa solariega, escribiendo sin cesar, junto a la chimenea y escondiendo bajo su secante (los añoro, ahora ya no existen) su letra precisa y bien formada. Por eso no es extraño que sus heroínas escriban con perfección, no sólo gramatical sino con belleza. La vida de Jan Austen fue tranquila, sin sobresaltos, serena, pero sus obras revelan una mente de enorme vitalidad y ambición y una magnífica comprensión del ser humano. Nació en 1775, en un pueblecito inglés donde su padre era sacerdote, ella escribía sin parar en los momentos de ocio, en el seno de una familia de grandes lectores, sobre todo de novelas. Su paisaje fue campesino y sus modelos personajes pertenecientes a la nobleza menor radicada en el campo, asistida en sus problemas, casi intrascendentes (en apariencia) por eclesiásticos, algunos de los cuales eran tan frágiles y banales como el señor Elton, el vicario de Hartfïeld.

Una de las primeras menciones de la escritura permite destacar el hecho de que una carta bien redactada y con caracteres hermosos bastaba para escandalizar a cualquiera. Quien escribiese bien, no en el sentido moderno de composición de un texto, sino en el más modesto de composición de una carta, era considerado como un dechado de virtudes. Emma se decide a vivir como a ella le da la gana, pensando que su clarividencia y sus buenos modales la harán pasar por la vida como una grácil y perfecta deidad, pero la verdad es que Emma se engaña y que su penetración es torpe y siempre equivocada. Los más grandes enredos se suscitan por esta pasión ególatra que la hace sentirse superior a los demás y, lo que es peor, capaz de decidir sobre los destinos de los otros, especialmente los de una joven huérfana, o por lo menos adulterina, que con 17 años, el pelo claro, ojos azules, regordeta y chaparrita (el tipo que ahora detestamos) queda bajo su protección. Emma decide casarla con el vicario, el pomposo y superficial vicario. Harriet, la jovencita, está enamorada de un personaje, el señor Martin, a quien Emma desprecia por considerarlo muy por debajo de lo que Harriet merece, olvidando que en esa sociedad una marca de ilegitimidad es demasiado y que el vicario es ambicioso y sólo busca a una joven que tenga una buena cantidad de libras como renta anual, y esa joven es, naturalmente, Emma, quien no lo advierte en absoluto, segura de que su protegida es «el objeto» del vicario. En el intervalo, es decir, mientras se llevan a cabo los cortejos dirigidos a Emma que ella a su vez dirige hacia Harriet, sin que ninguna advierta que todos se equivocan -repito, en el intervalo- el señor Martin se declara y elige como medio para declararse la escritura de una carta. Emma es maestra en este oficio y la carta la desconcierta: es una carta tan bien escrita como las de ella, y con tan hermosa aunque varonil caligrafía que su seguridad se sobresalta. Una carta basta para definir a quien la escribe, pero Emma es caprichosa, casi hija única, niña rica, y ha decidido gobernar a su amiga, situada en un grado más abajo de la escala social, o quizá dos grados más abajo, porque ella no se considera digna de casarse con el vicario y desea que su amiga lo haga. Por tanto, está quizá muy por debajo. Para Emma, Harriet debe ascender y cualquier ascenso está marcado por un casamiento por encima de la propia situación. El señor Martin es, para ella, un advenedizo, un campesino vulgar, aunque su caligrafía lo coloque entre los señores. La pobre Harriet cae en las trampas que le tiende Emma y pierde la oportunidad de casarse bien porque el fatuo vicario se ofende terriblemente cuando Emma le confiesa (antes se ha confesado él y ha declarado su amor por Emma) que ella pensaba en un amor dirigido a otra persona. El vicario deja el pueblo, se va a tomar los baños, y regresa casado con una señorita tan fatua y tan banal como él, pero con 10.000 libras de renta anuales. Harriet se ha quedado como el perro de las dos tortas, la escritura no ha sido suficientemente fuerte para decidir el caso, pero hay que confesar que hay un momento de gran perplejidad.

La vida ligera y frívola de la pequeña comunidad continúa en medio de cosas pequeñas, aparentemente inútiles; Jane Austen sentada en su escritorio escribe y escribe con su pequeña letra bien formada y firme. De su escritura se des prende su mirada, una mirada insidiosa y profunda que revela con violencia lo que la tranquilidad habitual de las casas campesinas no deja transparentar. Su maldad está oculta entre los caracteres bien trazados de su caligrafía, su maldad no es la de Emily Brontë en Cumbres borrascosas, su maldad es callada, subrepticia, sin alardes, y esa maldad se conforma con suavidad y perfidia en una narración sinuosa en la que los personajes se describen, se sienten, actúan sin que la narradora parezca intervenir en su conducta. La novela se llama Emma y el punto de vista narrativo recae en ella, aunque la llamada objetividad del relato nos pueda hacer creer que es Jan Austen la que narra. No es así, Jane Austen ha observado, ha callado, ha comido, bebido, paseado, bailado con las gentes que luego van a ser narradas, y su observación es tan perspicaz, tan intensa que en cuanto ella se sienta junto al fuego, en el hermoso escritorio de madera de cerezo, y toma la pluma y la moja en el tintero de plata labrada, son los propios personajes los que se ponen a narrar, y sólo al final cuando el happy ending nos hace trastabillar por su malicia, advertimos que Austen es la dueña del relato y Emma advierte su engaño, su torpeza, su orgullo y sus errores. Jane Austen gobierna al mundo desde un rinconcito ignorado del campo inglés, acurrucada en otro rinconcito de la sala, garrapateando sus novelas, terminándolas con cuidado, enviándolas a los editores y publicándolas anónimamente. La escritura ha triunfado. Es la única arma de esas jóvenes situadas entre los huecos de la vida. Hundidas en provincia, encorsetadas por la vida familiar y por las pocas oportunidades que le son brindadas a la mujer, ni tan ricas para vivir en la brillante sociedad londinense, ni tan pobres para ocuparse de las labores de la casa. Todas tienen un buen pasar (y cuando éste se rompe se ven obligadas a trabajar como gobernantes, como institutrices en casas más alegres porque tienen más dinero) y ese buen pasar se constriñe a los paseos, a los bailes ocasionales, a las visitas a la vicaría, al bordado, a jugar el backgammon para entretener a los viejitos, y sobre todo (en el caso de Jan Austen y de las Brontë) a la escritura. La admiración que Jane Austen deja transparentar en las palabras de Emma y de quienes la rodean cuando se refiere a una buena caligrafía y a la buena composición escrituraria de una carta, nos permite declarar con redondez y definitividad que el campo de la escritura no ha sido un campo vedado a las mujeres.





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