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La biblioteca de viaje por Europa en dos autores españoles del siglo XX: Ramón de Mesonero Romanos y Enrique Gil y Carrasco

Julio Peñate Rivero


Université de Fribourg - Suisse



Según la etimología del término, bibloqh/kh viene a ser un cajón, baúl o estante que contiene cierta cantidad de volúmenes e, inversamente, los libros incluidos en él1. De esa noción nos interesan aquí dos elementos, el primero, la dimensión espacial: la biblioteca no es necesariamente un recinto cerrado y estable, un gabinete o sala destinada a la lectura o conservación de los libros allí reunidos. La sala de lectura puede tener las más diversas formas y hallarse en los lugares más inesperados del planeta. Lo importante es que sea un marco favorable, que facilite e incluso que invite a la lectura.

En segundo lugar, nos importa, claro está, el libro. Puede darse un caso como el que en el terreno ficcional nos ofrece Maqroll el Gaviero, el célebre y atribulado personaje de Álvaro Mutis: viaja por casi todo el planeta llevando en su bolsa tres o cuatro libros escogidos, que relee periódicamente cada vez con un interés renovado. Su biblioteca no se identifica con una colección expansiva de libros sino más bien con una selección rigurosa de ellos (lo que importa no es la cantidad sino la calidad de la lectura) y consiste en un reencuentro gozoso con el texto: diríamos que se trata de una lectura de celebración. Pero Maqroll también está obligado a leer determinados textos para adquirir tal o cual conocimiento necesario, por ejemplo, por motivos alimenticios. Tendríamos aquí una lectura más bien utilitaria, forzada y única.

Por otro lado, ¿se ha de limitar la biblioteca a algo exclusivamente material, determinado físicamente, o puede tener también otra dimensión? Permítaseme recordar brevemente las tres distinciones de Pierre Bourdieu referidas al bagaje o «capital cultural» como diría él, aludiendo a la riqueza intelectual de una persona: el institucionalizado (títulos, diplomas, certificados académicos, etc.), el objetivado (bienes materiales como cuadros, instrumentos musicales, discos, libros, entre otros) y el incorporado (conocimientos, competencias, lecturas, etc.)2. Aplicado este conjunto a nuestro caso, tendríamos, en resumen, una biblioteca material (los libros, leídos o no, de que se dispone físicamente, los que Maqroll lleva en su bolsa) y una mental (los libros que, perteneciendo o no a la propia biblioteca material, han sido leídos e incorporados a la personalidad del lector y que ahora, en cierto modo, forman parte de ella y la configuran).

Elaborada con recuerdos y olvidos, la biblioteca mental es forzosamente selectiva. Por eso es necesario volver sobre ella, releyendo o recordando (cuando la memoria lo permita), es decir, reactivando la lectura. Y en este punto, interviene el viaje, el desplazamiento voluntario o forzoso a un lugar determinado: a veces se realiza para «ver», para «sentir» qué hay en la realidad de aquello que nos comunicó el libro antes leído, ya sea de ficción o de viaje real: con frecuencia viajamos para comprobar la posible realidad de la ficción; es el caso de Javier Reverte, remontando el río Congo tras las huellas del alucinante mundo descrito por Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas (1899)3.

En otras ocasiones, es el lugar el que invita a la lectura de una obra hasta entonces desconocida o a una lectura desconocida, innovadora, de un libro antes leído. La circunstancia de la lectura, el espacio-biblioteca, puede invitar a una nueva percepción del texto. El viaje actúa así como un formidable reactivador de la propia biblioteca, pero también puede suceder que las lecturas previas, las malas lecturas, los pre-juicios, lleguen a oscurecer e incluso a impedir una apreciación adecuada, una lectura «correcta» del lugar.

Y esto es lo que nos proponemos verificar en los escritores aquí comentados: Mesonero Romanos (1803-1882) y Gil y Carrasco (1815-1846), dos autores que realizan viajes en unas fechas aproximadas (1840-1841, Mesonero Romanos; 1844, Gil y Carrasco) y por zonas en parte comunes: Francia y Países Bajos en ambos casos. Ello nos puede dar idea de los diferentes puntos de interés de cada uno, de sus objetivos y de la sensibilidad con que trataron los lugares visitados)4.


Los recuerdos de Mesonero

En realidad, Mesonero Romanos realizó un viaje por Francia y Bélgica entre agosto de 1833 y mayo de 1834, cuyo contenido aparece en parte incorporado al libro objeto de nuestro interés: Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840-1841, publicado en 1862 [el viaje parece hecho entre junio de 1840 y finales del invierno de 1841] y ampliado en 18815. Mesonero no es, pues, un viajero ocasional y meteórico sino que toma su tiempo para visitar y se interesa realmente por lo que ve y relata. Ello va a determinar la orientación de nuestro ensayo: dada la amplitud de su experiencia viatica, nos centraremos en la figura de Mesonero Romanos y trataremos a Gil y Carrasco básicamente en relación con el autor madrileño.

Así pues, el que sería cronista oficial de Madrid desde 1864, estaba en posesión de un sólido bagaje para destacar las peculiaridades de la capital española en comparación con las ciudades europeas visitadas. En efecto, nuestro autor concentra su interés en las urbes y en las actividades que observa, mientras que Gil y Carrasco se detiene esencialmente en el impacto que la contemplación de la naturaleza deja en él. Por nuestra parte, vamos a referirnos a dos aspectos de interés entre los múltiples que ofrece este libro: cómo el autor lee la mirada de otros sobre España y qué lectura hace él de las cosas y gentes observadas en el exterior.




Las lecturas del Otro

En primer lugar, conviene precisar que Mesonero Romanos manifiesta ser un notable conocedor de la literatura francesa que valora repetidamente a través de la gran cantidad de autores y de textos que cita (y con los cuales parece tener cierta familiaridad), a través de los libros que posee y de los que adquiere durante sus viajes (alude en particular a la compra, nada más ponerse a la venta, de Le Retour de l'Empereur, serie de Víctor Hugo dedicada a Napoleón6), así como de sus lecturas históricas, sin olvidar las mismas guías urbanas. La solvencia de su capital cultural en materia gálica queda, pues, fuera de toda duda.

Ello no impide que Mesonero Romanos sea particularmente severo con los escritos extranjeros, sobre todo franceses, en torno a España. De sus numerosas referencias sólo se salva un texto: Itinéraire de l'Espagne et du Portugal, de Germond de Lavigne (París, 1860): «que es sin disputa el mejor o, más bien, el único de los extranjeros que han consignado una descripción completa y acabada de nuestro país en su estado actual»7. Vemos de paso que las exigencias de Mesonero Romanos no son pocas: un estudio completo de España centrado en la realidad presente. En este caso eso es posible: se trata de un gran conocedor de España y un excelente traductor de clásicos españoles al francés (desde Fernando de Rojas a Pérez Galdós), pero al que se le atribuye, con motivo o sin él, la sugerente frase de que «no se puede viajar a España sin antes hacer testamento».

Mesonero hace el dibujo o caricatura del escritor extranjero-tipo (sobre todo el francés) en su atrevida tarea de hablar de lo que ignora. Nada más atravesar las Vascongadas, traza cuadros «originales» traducidos de Walter Scott. Narra luego pretendidas aventuras con damas españolas de sangre caliente, incluyendo los celos colaterales del novio y ya casi esposo. Al llegar a Burgos relata la historia del Cid acaecida poco después de la conquista de Granada. Critica que no entiendan francés en las posadas de Castilla. Lamenta no haber encontrado ladrones por el camino (por aquello del colorido local) y acabará contando sabrosas anécdotas como la del bandolero andaluz que, enamorado de la princesa Guiomar, acabó de Virrey del Perú (donde está actualmente).

No pueden faltar las corridas de toros en la Puerta del Sol (con muerte de catorce hombres y cincuenta caballos) ni la olla podrida, la tertulia, el fandango, las señoras de navaja en liga, la siesta bajo palmas y limoneros...: todo será materia de unas pretendidas Impresiones de viaje, en varios tomos o en forma de folletín. Y El Curioso Parlante ofrece una amplia lista de autores y títulos que ilustran su enfado: entre ellos, Borrow, Gautier y, sobre todo, Alejandro Dumas (De Paris à Cadix)8, a quien se opone en su visión de España y de otros lugares visitados, por ejemplo en sus críticas sobre la ciudad de Lieja (comidas, hoteles, etc., pp. 258-259). En fin, la ligereza del viajero francés se resume en el diario de uno de ellos pasando en barco cerca del archipiélago canario: «Sábado 24, pasamos cinco leguas al Norte de Canarias, cuyos habitantes me han parecido en extremo amables y hospitalarios»9.

Así pues, Mesonero reacciona frente a una determinada lectura del Otro (especialmente la francesa de la época) y propone la suya, que podemos resumir en los cinco puntos siguientes: un capital cultural incorporado (sus propias lecturas sobre los lugares a visitar), la concentración del relato en torno a las cosas verdaderamente vistas, la relegación de lo personal a un segundo plano, el tratamiento del asunto con arreglo a la experiencia vivida10 y narrando con brevedad, sin inflar artificialmente con anecdotarios o historias remotas de los pueblos visitados (pp. 10 y 12911). Tal es el método de lectura y de relato que nuestro autor nos propone.

El resto del libro va a ser la puesta en práctica, con mayor o menor rigor (a veces él también acude a la anécdota o al recurso historicista más o menos justificado) del método expuesto. Nosotros nos centraremos aquí en el espacio que el autor privilegia con fruición y detenimiento: París. Y lo primero que notamos es que la capital gala, ya antes de ir, forma parte de la biblioteca mental del viajero (y está, a través de ella, incorporada a su capital cultural):

Todos los monumentos que le salen al paso, todos los sitios que pisa, le son ya conocidos de antemano por los cuadros del artista o por las relaciones del viajero; y sin necesidad de preguntar a nadie, adivina y reconoce que aquellos arcos monumentales que mira a su derecha son los del acueducto de Arcueill; que aquellos palacios y bosques que tiene a su izquierda son los de Meudum y de Saint-Cloud que aquel severo edificio que descubre en el fondo es el Hospicio y castillo de Bicêtre, que aquella inmensa cúpula que se destaca en la altura [...]12.



Por otro lado, uno de los momentos más emotivos de su estancia parisina es su visita el célebre cementerio del Père-Lachaise, en el que rinde tributo a La Fontaine, Molière, Beaumarchais, Jacques Delille, Benjamin Constant y otras personalidades al parecer familiares para el escritor, sin olvidar a algunos españoles como Leandro Fernández de Moratín, cuyos retratos presiden su gabinete de trabajo. Y algo semejante se podría decir, en el plano pictórico, sobre su visita al Louvre y su reencuentro allí con la escuela española (pp. 143-144). En resumen, Mesonero forma parte de los viajeros leídos que buscan alguna forma de correspondencia entre la realidad y lo que han percibido en los libros. Y es cierto que a veces siente la tentación de adaptar lo que ve a lo que ha leído:

Cuando uno llega a París, se figura que todos cuantos tropieza son hombres grandes [...]; así que no había calvo que luego no tomase [yo] por Béranger, ni rostro alegre que no calificase de Jouy, ni lánguido a quien no llamase Lamartine, ni facciones abultadas y espaciosa frente que no fueran las de Víctor Hugo, ni mirar penetrante que no me denunciase a Scribe13.



Ahora bien, según sugiere el mismo tono de la cita, nos parece que nuestro autor guarda cierto equilibrio, no adapta ciegamente lo visto a lo leído sino que enriquece su biblioteca mental con la percepción directa y distendida de la realidad. Ello se percibe muy bien con la actividad que Mesonero parece saborear más intensamente: realizar su propia lectura mediante el callejeo libre por la capital. Él da una de las primeras definiciones españolas de esa actividad y se hace eco de su novedad en términos lingüísticos:

Hay en el idioma francés un verbo y un nombre que se aplican especialmente a la vida parisiense, y son el verbo flâner y el adjetivo flâneur. No sé cómo traducir estas voces, porque no hallo equivalente en nuestra lengua ni significado propio en nuestras costumbres, pero usando de rodeos diré que en francés quiere decir: «andar curioseando de calle en calle y de tienda en tienda» y ya se ve que el que tratara de flanear largo

rato por la calle Mayor o la de la Montera, muy luego daría por satisfecha su curiosidad [porque no hay mucho que ver]14.



Y a continuación nuestro autor dedica diez páginas a la que es sin duda para él la actividad más atractiva de las que un español puede realizar en París: mirar joyerías, ópticas, peluquerías, sastrerías, todo tipo de almacenes con artículos primorosamente expuestos, capaces de despertar el consumismo más compulsivo en el viajero recién llegado a la capital de Francia.

Por otro lado, Mesonero Romanos no duda en oponer las lecturas de otros autores a su experiencia propia de los lugares visitados: a lo antes dicho sobre Dumas y Lieja podemos añadir sus críticas ante quienes defienden el pretendido tono o carácter español de los pueblos de Flandes y sobre todo de la ciudad de Brujas, «remedo de las ciudades españolas» (p. 246): la dominación española no resultó allí ni grata ni duradera; las tropas de Juan de Austria, de Alba o de Espínola no iban a construir sino a dominar Flandes por la fuerza de las armas.

Además, todo el que pasee por las calles de dicha ciudad belga verá un tipo físico repetido y propio del lugar (mejillas sonrosadas, tez transparente, ojos azules, labios bermejos, pelo rubio y ensortijado): exactamente los tipos populares que David Teniers puso como protagonistas de sus lienzos. Obsérvese, pues, cómo el cuadro, especie de libro gráfico, es tomado aquí como referencia: un individuo es de tipo indígena si corresponde al representado en la pintura; ésta se convierte así en un peculiar sistema de lectura de la realidad. Y nótese igualmente que Mesonero parece prestar más credibilidad a la pintura que a lo leído en algunos relatos de impresiones viajeras.

También hay ocasiones en que el libro desempeña un papel fundamental: ciertos lugares o edificios han cambiado tanto con los años que es difícil percibir en ellos lo que fueron en otro tiempo (todos hemos visitado alguna vez ruinas que apenas dejan intuir su grandeza pasada: castillos, iglesias, poblados, etc.). Así sucede cuando Mesonero se refiere a diversos lugares visitados en los Países Bajos. Puede que un espacio concreto apenas diga ya nada de su historia y el único elemento que justifica su interés se encuentre en las páginas del libro: aquí es la biblioteca material (propia del viajero o consultada para la ocasión) la que de algún modo reanima ese espacio reactualizando para el lector lo que allí realizaron sus protagonistas.

Pero aparte de esos momentos, Mesonero Romanos se afirma en el relato como un viajero con una consistente biblioteca que no duda en oponer a su experiencia concreta renovándola en cada momento: es un viajero que no se pliega a juicios externos sino que los somete a los hechos de su experiencia mediante una metodología que le es propia y a la que él jamás está dispuesto a renunciar: es así como el viaje le hace discreto como diría Cervantes, en el sentido de ser capaz de discernir y de afirmarse como sujeto de su propio viaje.




En relación con Gil y Carrasco

A pesar de la brevedad de su existencia y de su experiencia viática, Enrique Gil y Carrasco (1815-1845) nos dejó una notable serie de relatos viajeros, ya sea por la península (Artículos de costumbres y de viajes por España15 y Bosquejo de un viaje por una provincia del interior16) como por el exterior: dos artículos («Viaje a Francia» y «Rouen») y un Diario de viaje, inédito en vida del autor17. Sin olvidar los anteriores, es éste último el que más nos interesa ahora. Recordemos que vamos a considerar este autor brevemente y en relación con Mesonero Romanos: tanto los parecidos como las diferencias son altamente reveladores de la sensibilidad de ambos.

Gil y Carrasco critica igualmente la mirada de escritores extranjeros (a quienes considera como una de las «muchas plagas y desdichas que aquejan a España» (Bosquejo, p. 8118), que se contentan con un visita superficial y rápida y, llevados por meros prejuicios19, se empeñan en no ver a los españoles como tales sino como «unos árabes aún bravíos y feroces, apenas amansados por el cristianismo», pero también admite la culpa de los propios españoles, que no valoran las riquezas del país, sobre todo en lo que a historia y a tradiciones se refiere (82-83)20.

En cierto sentido, Gil y Carrasco compensa ese menosprecio refiriéndose, en sus textos de viaje por el extranjero, a la Castilla visitada y evocada por él, en sus escritos anteriores: relaciona, compara, destaca parecidos y diferencias... Tal vez lo importante no sea tanto lo que allí dice sino el hecho mismo de usar Castilla como punto de comparación: se puede interpretar como una forma de valorarla, de poner esas tierras a la altura de las visitadas, sin desmerecer de ellas. Por otra parte (y en relación con el objeto de nuestro ensayo), esa referencialidad es una manera de reactivar la propia biblioteca a partir de los lugares ahora descubiertos: su viaje por Europa (en particular por el Rhin alemán) se ve a través de sus periplos anteriores que, junto con sus numerosas lecturas, han educado la sensibilidad del viajero, organizado la jerarquía de sus intereses y fijado la perspectiva desde la que observa el mundo en el momento presente.

En efecto, la mirada europea de Gil y Carrasco parece estar mucho más intensamente supeditada a sus lecturas previas que la de Mesonero Romanos (éste acostumbra a subrayar sus diferencias con ellas, insistiendo en sus propios criterios). Sin detenernos en las previsibles alusiones a Espronceda21, las referencias a sus lecturas previas son continuas, tanto en sus viajes peninsulares como en los extranjeros. Destacan entre ellas, también previsibles, las de Lord Byron (en particular sus Peregrinaciones de Childe Harold, 1812-1818), auténtica figura tutelar de los escritos de nuestro autor22, con quien comparte su amor por la poesía, su gusto por la historia antigua, su pasión por las experiencias y relatos de viaje e incluso su interés por España (objeto del canto I del Childe Harold).

La mina de Orellán (León) evoca en Gil y Carrasco el ambiente del poema Tinieblas, los pastores montañeses le recuerdan al Lambro del canto III del Don Juan; contemplando las aguas del Rhin siente deseos acaso parecidos a los del caballero Harold (personaje trasunto de su autor23); visita el castillo de Rolandselk por interés paisajístico pero también por haber sido cantado por Byron («y esto bastaría a hacerlo célebre»: p. 232); recorre la fortaleza de Ehrenbreitstein siguiendo las huellas del poeta inglés; comprueba la exactitud de la descripción que Byron hace del Rhin y, antes de separarse del río, relee las estrofas de despedida de Harold (249)24.

Pero también hay referencias repetidas a otros poetas románticos como Schiller (pp. 193 y 231) y Southey (pp. 205 y 243), clásicos como Shakespeare (p. 193) y Dante (sobre todo éste último: pp. 11, 103, 103, 252, 254), españoles (los menos) como Fr. Luis de León (p. 228), etc. Todos estos escritores forman parte de la biblioteca personal, incorporada, a través de sus lecturas: Gil y Carrasco alude a partes de sus obras o cita breves fragmentos de ellas. No hablamos aquí de otros autores que se mencionan pero sin referencia a textos suyos (como Petrarca, Luis Vives, Erasmo o Goethe).

Interesa distinguir también dos tipos de lecturas previas: las que por su fuerza poética han llevado a Gil y Carrasco a visitar un lugar determinado y que es visto en buena medida a través de ellas (las de Byron fundamentalmente) y aquellas otras cuya lectura también ha impactado a nuestro autor pero que no se refieren al lugar visitado sino que surgen evocadas, como de forma espontánea, a partir de la visita a tal lugar. Estas últimas pueden tener origen en lecturas más o menos recientes, como las de Dante, Espronceda, Schiller o Fray Luis (en este caso a partir de la visión de un cuadro), pero también puede tratarse de textos leídos durante la adolescencia o incluso en la infancia del autor: así le sucede contemplando el Elba a su paso por Magdeburgo, que le hace recordar al barón de Trenck, «cuyo cautiverio y aventuras tan ansiosamente leía en mi primera edad»25. Esta asociación, no precisamente evidente, señala la presencia de dicha lectura, destaca la profundidad de su huella y el papel activador del lugar en que se evoca lo leído: nos desvela parte de la biblioteca mental del autor y su operatividad presente suministrándole códigos o referencias para la «lectura» del mundo actual.

Si bien no toda biblioteca material es una autobiografía de su propietario (al contrario de lo que sostiene Alberto Manguel26), sí podemos decir que la biblioteca espiritual conforma nuestra biografía y los medios para comprendernos y comprender el mundo. En otras palabras: somos, al menos en parte, la huella de nuestras lecturas y las circunstancias de la vida, el viaje entre ellas, facilitan la actualización de esa huella y su adaptación a cada momento de la existencia.

En todo lo anterior nos hemos concentrado en la biblioteca mental del autor y, más concretamente, aquella parte que él ha incorporado a su sensibilidad (y que le ha ayudado a configurarla), aquella que él no duda en revisitar con placer renovado o que se le impone involuntariamente como el emocionado recuerdo del barón de Trenck. No obstante, debemos señalar también que Gil y Carrasco hace gala, con mayor profusión que Mesonero Romanos, de una biblioteca utilitaria, aquella a la que ha debido acudir a la hora de preparar sus publicaciones: aparecen citados historiadores, ensayistas y críticos de arte como Francisco Trujillo, Atanasio de Lobera, el padre Risco (sobre el pasado de León), Baltasar Porreño (a propósito de la vida de Felipe II), el padre Flórez (en torno a la España medieval), Mariana, Salazar, Francisco Pachecho, Arias Montano, el Conde Beugnot, Josué Reinholds y Murray (referencias artísticas) y Antonio Ponz (junto con el anterior, uno de los raros estudiosos con los que muestra disconformidad27). La amplitud de la lista deja ver el cuidado de nuestro autor para documentarse y poder tomar posición ante opiniones, personas y lugares.




En resumen

Con Mesonero Romanos (a quien se refiere en la página 183) comparte rasgos tan notables como su crítica a los visitantes extranjeros que se permiten escribir sobre España de modo superficial (en otros términos, ello muestra la preocupación por España y por su imagen en el exterior), su deseo de ver por sus propios ojos lo que ha leído en otros viajeros, la visita en parte a los mismo lugares (París, Países Bajos), el rigor de la documentación, su interés por transmitir sus experiencias al lector, el mismo intenso atractivo por el viaje, etc.

En cambio les separa una sensibilidad que se manifiesta en diversas ocasiones: a Gil y Carrasco no le cautiva París ni le atrae para nada el cementerio del Père-Lachaise «tan profano en general y tan atildado, y tan lleno de inscripciones pomposas o recherchées» y en cambio, le apasiona Rubens, aunque a veces represente a sus personajes «con sobra de verdad»28. Sobre todo parece distinguirles una profunda diferencia de núcleos de interés, que tiene que ver con la visión del mundo de cada uno: en su recorrido por Europa, ambos admiran dos cosas: la acción humana y la de la Naturaleza. Para Mesonero Romanos, la actividad del hombre es central. Para Gil y Carrasco, por admirable que sea ésta, siempre será superior la de la Naturaleza29. No es casualidad que el centro del viaje en Mesonero sea París30 y que el río Rhin lo sea en el de Gil y Carrasco, como tampoco lo es que el escritor madrileño se oriente por una documentada guía de la ciudad y el leonés tome como guía fundamental el periplo de Childe Harold cantado por lord Byron, su mentor espiritual31.

Pero lo que, en definitiva, interesa es su coincidencia fundamental en la importancia del viaje como actividad y como materia de escritura. En efecto, según diría el excelente narrador y ensayista que es Ricardo Piglia, «se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?»32.








Bibliografía citada

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