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ArribaAbajo De menos hizo Dios a Cañete

He aquí otra tradición ajena, sin la que tampoco puede pasarse mi libro, y que, en mi pluma, no es sino rapidísimo extracto de la que, con mucha galanura de forma y abundancia de pormenores, publicó en El Perú Ilustrado mi carísimo compinche Perpetuo Antañón. Quiero sí añadir que la verdadera fuente de la historieta se encuentra en los Viajes o Memorias de Stevenson, secretario de Lord Cochrane, obra a la que remito, en consulta, a los que pretendan hacer más amplio conocimiento con los dos protagonistas de la tradición.


I

Concluía el segundo tercio del pasado siglo, y eran muy populares en Lima dos mercachifles o buhoneros ambulantes, mozos que frisaban en los veinte eneros. Hijo de la verde Erín era el uno, rubio como unas candelas, de ojos azules y vigoroso de formas, y bautizádolo había el pueblo con el nombre de Ambrosio el Inglés. Era el otro un mancebo, natural de Santander, en España, moreno de color y agraciado de figura, a quien los vecinos de esta noble ciudad de los Reyes conocían por Juanito el Montañés.

Los dos mercachifles habían principiado por hacerse cruda guerra, arrebatándose uno a otro la marchantería, lo que nos autoriza para asegurar que no podían alcanzar mucho medro. Por fin, después de dos años de mutua enemiga, entraron en razón y convinieron en asociarse, lo que fue acertadísimo; pues desde ese día empezaron a prosperar que era una maravilla.

Los dos eran mozos extremados en todo, y tanto como se habían odiado así se intimaron en la amistad. Ambrosio el Inglés y Juanito el Montañés durmieron bajo el mismo techo, partieron de un pan y comieron en un plato, sin que hubiese entre ellos ni mío ni tuyo.

¡Beneficios de la paz! Mientras existió entre los dos mercachifles rivalidad abierta, apenas si ganaban para mantenerse; pero al año de estar en armonía dieron balance, y halláronse con que eran dueños de cien peluconas, de esas que hoy no se ven ni en monetario.

Al montañés se le despertó la codicia, y pensó ya en cosas mayores:   —107→   poner tienda y dejarse de andar corriendo calles. El inglés, más sesudo y flemático, le combatió el pensamiento; pero aferrado Juan con su idea, tuvo Ambrosio que ceder. Los mercachifles se habían jurado, al asociarse, estar en punto a negocios siempre tan unidos como los dedos de la mano.

Don Juan Domingo González de la Reguera

Don Juan Domingo González de la Reguera
decimosexto arzobispo del Perú

Alquilaron en la esquina de Judíos una covachuela casi fronteriza al portal de Botoneros, la habilitaron con el pequeño capitalito adquirido y con mil pesos más que en zarazas, bayeta de Castilla y otros lienzos les fiaron unos comerciantes, y... ¡a la mar, madera!

Pero fue el caso que con la nueva posición brotaron ciertos humillos en nuestros ex mercachifles; cambiaron de traje y método de vida y, digámoslo de una vez, hasta Cupido, para cuyas flechas el gringo y el montañés habían tenido sobre el pericardio del corazón doce pulgadas de blindaje, se adueñó de ellos.

Dicho está con esto que tanto y tanto resbalaron, que cayeron al fin de bruces, y se encontraron en quiebra y endrogados en dos mil duretes.

-¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Juanito a su socio.

-¿Qué hemos de hacer? Entregar las llaves al Consulado -contestó el irlandés.

-¡Qué Consulado ni qué niño muerto! -exclamó el santanderino. Cerremos la tienda, tiremos las llaves al río y echémonos a volar, que ¡quién sabe la suerte que Dios nos tiene deparada!

-Sí, cuando menos la mitra de arzobispo para ti y el bastón de virrey para mí -replicó con aire de zumba el flemático Ambrosio.

-¿Y por qué no? De menos hizo Dios a Cañete -concluyó el compañero.

Y desde ese día nadie volvió a ver en Lima ni a Ambrosio el Inglés ni a Juanito el Montañés.



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II

El 6 de junio de 1796 fue día de fiesta solemnísima en Lima, como que en él se realizó la entrada del excelentísimo señor don Ambrosio O'Higgins, marqués de Osorno y virrey del Perú, conocido en la historia patria con el mote de El virrey inglés. Quien pormenores biográficos conocer quiera sobre este personaje y su rápido encumbramiento, búsquelos en nuestra tradición titulada ¡A la cárcel todo Cristo!

Dice Perpetuo Antañón (y mucho de esto también cuenta en su libro el viajero Stevenson) que tan luego como las campanas de la catedral anunciaron que el nuevo virrey entraba en el palacio de Pizarro, salió del de Toribio de Mogrovejo una magnífica carroza arrastrada por seis robustas mulas piuranas, negras retintas, conduciendo al ilustrísimo señor don Juan Domingo González de la Reguera, caballero gran cruz de Carlos III y decimosexto arzobispo de Lima, a hacer la visita de etiqueta al representante del monarca. Cuando el venerable prelado se adelantaba a saludarle, descendió el virrey del solio, avanzó a su encuentro y le tendió los brazos, en los que se arrojó el arzobispo, quedándose largo rato tiernamente estrechados con gran asombro de los circunstantes. Mientras así se tenían, un oidor que estaba cercano diz que oyó, a fuer de buen oidor, que se cambiaron en voz bajísima estas palabras:

-¡Juanito! ¡Quién nos dijera!...

-¡Ambrosio! Te lo dije... De menos hizo Dios a Cañete.






ArribaAbajoEl pleito de los pulperos

Algo a que no di por entonces importancia contome cuando era estudiante (porque han de saber ustedes que, aunque lo disimule mucho, yo he estudiado) un viejo grandísimo cuentero, sobre un ruidoso litigio que tuvieron los pulperos de Lima con el Cabildo de la ciudad por los años de 1791 a 1797. Pero registrando ayer uno de los tomos de manuscritos de la Biblioteca Nacional, heme encontrado con el expediente auténtico, que aunque falto de páginas, conserva las precisas para justificar mi relato.

En septiembre de 1791 se presentó por escrito ante el Cabildo Juan Carabajal, natural de los reinos de España, solicitando que para beneficiar   —109→   a la República (sic), y beneficiarse él, agrego yo, se le permitiese poner en la plaza Mayor una barraca o recoba de madera, de seis varas en cuadro y montada sobre ruedas, para vender en la noche licores y comestibles, obligándose a no tolerar desórdenes y a cuidar del aseo de la pila, a la vez que de mantener en ella dos faroles encendidos desde las seis de la tarde hasta el despuntar del alba. El memorialito pasó por más aduanas que en nuestros días un proyecto para canalizar acequias, adoquinar calles o establecer alumbrado eléctrico; que el Municipio blasonó siempre de hilar delgadito.

El alcalde marqués de Salinas pidió informe al síndico y al mayordomo de propios; se emplearon tres sesiones en discutir calurosamente el asunto; y al cabo, con acuerdo de la mayoría de regidores, se otorgó la licencia, obligando al postulante a depositar en arcas doscientos pesos para responder por las multas en que pudiera incurrir. Carabajal propuso exhibir fianzas en vez de plata; pero el conde de la Vega del Ren y el marqués de Casa Calderón, cabildantes ambos, dijeron que nones y que no estaban para vuelve luego y rebujinas con fiadores el día en que se ofreciese hacer efectivo el pago de una multa. Manos que non dades, ¿qué buscades?, era el argumento de sus señorías.

Carabajal no tuvo más que inclinar el cogote y exhibir la mosca.

Plantaba ya los primeros maderos de la barraca, cuando don Juan Freyre, recaudador de alcabalas del gremio de los pulperos, dijo: «¡Alto ahí, mi amigo! Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina». Y se fue al Cabildo alegando que la concesión hecha a Carabajal arruinaba a los bodegueros establecidos en las esquinas de las Mantas, Santo Domingo, Arzobispo y esquina de Judíos o del Jamón. Carabajal contestó que estaba llano a pagar la alcabala que Freyre quisiera imponerle. Éste dijo: «¡Vaya en gracia! Aliquid chupatur», y el Cabildo confirmó su primer decreto; que, como dijo Barbarán el de Sevilla, «quien no mata puerco no come morcilla».

Los pulperos so arremolinaron contra el alcabalero. Lo menos que contra él dijeron fue que se había dejado untar la mano por Carbajal, y presentaron al marqués de Salinas un recurso manufacturado por un jurisperito de nota, con profusión de latinajos y pobreza de razones. Pero el Cabildo erre que erre, inflexible, y la barraca se estableció en la plaza.

Eso de que la barraca fue cloaca donde pescaban sin caña anchoas y tiburones las sacerdotisas de Venus, zahúrda donde los escolares de Baco estudiaban a sus anchas y zaquizamí donde rodaban de lo lindo las muelas de Santa Apolonina, téngolo por chismografía y calumnia de pulperos. ¿No te parece, lector? Aquí se puede decir con el refrán: «araña, ¿quién te arañó? Otra araña como yo».

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Yo creo que la barraca fue un positivo beneficio para todo limeño que a media noche sintiera la necesidad de gustar un buen trago, forrar el estómago, tirar de la oreja a Jorge o dar un mordisco a la manzana vedada. Ya sabía dónde encontrarlo bueno, barato, bien despachado y con agrado. La barraca de la plaza fue, pues, refugio de necesitados y necesitadas, gente toda de buen vivir y virtuosa hasta la punta de los pelos.

Y pasaban los meses y los años, y cada día era mayor la guerra sorda de los pulperos al afortunado chinganero de la plaza. Éste, que era mozo que sumía crecer la hierba, comprendió que a la larga había de ser vencido; y para dejar el campo sin perder laureles, resolviose a vender barraca y privilegio por dos mil cincuenta duros a un su paisano llamado Blasco Marín. Por noviembre de 1794 realizose la magna transacción mercantil, y Carabajal se largó a España con el riñón cubierto, y apto para entregarse a la vita bona y echarla de gran señor en su terruño.

Los pulperos vieron en la transferencia motivo para renovar las hostilidades en papel sellado. El Cabildo encontró lógico seguir dispensando su apoyo al sucesor de Carabajal; mas los pulperos supieron propiciarse la protección del virrey, que lo era don Ambrosio O'Higgins. Éste rompió abiertamente con el Cabildo, se abocó con la Real Audiencia la resolución del litigio, y por decreto de 27 de octubre declaró que la barraca de la plaza era un centro de vicios y por ende debía el dueño irse con la música a otra parte.

El bodeguero de la esquina del Jamón solemnizó la victoria de los del gobierno poniendo en la calle botija abierta, para regalo de los borrachines de la parroquia, que se desgañotaron gritando «¡Viva el virrey inglés!».

De fijo que Blasco Marín empezó a declamar, desde ese instante, la copla que dice:


   Cuentan de un hombre aburrido,
y de genio furibundo,
que exclamaba enfurecido:
«si es como éste el otro mundo,
en llegando... me suicido».



porque, si no miente una apostilla que hay en el proceso, Blasco Marín se sacó el clavo..., tirándose del puente abajo.



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ArribaAbajoLos pacayares

En el camino real que corre entre Chorrillos y Lima, y en la parte intermedia entre las poblaciones de Miraflores y el Barranco, se ven aún tres casas de campo, más o menos arruinadas: una sobre la derecha del viajero que va hacia Chorrillos, y dos sobre su izquierda. Estas casas se conocen con el nombre de los Pacayares, seguramente por estar construidas sobre terrenos donde existiría, en lo antiguo, alguna plantación de pacaes.

Tales quintas o casas de campo se distinguían entre sí por el nombre o título de su primer propietario o constructor.

La primera de la derecha llamábase el Pacayar de Premio Real, por haber sido construida por el brigadier don José Antonio de Lavalle y Cortés, conde de Premio-Real y caballero de la orden de Santiago.

La primera de la izquierda, fronteriza a ésta, conocíase por el Pacayar de Monte-Blanco.

Fue edificada, algunos años antes que la anterior, por don Agustín de Salazar y Muñatones, conde de Monte-Blanco.

Casi vecina a ésta se halla la quinta conocida por el Pacayar de Larrión, cuyo primer dueño y fundador fue el deán de esta iglesia catedral don Domingo Antonio de Larrión, que gustaba de pasar allí semanas de solaz en unión de sus amigos del coro de canónigos.

Hubo también, vecina a la ermita del Barranco, otra quinta, de menor importancia que las tres anteriores, bautizada con el nombre de Pacayar de San Antonio por haberla edificado don Pedro Pascual Vázquez de Velazco, conde de San Antonio, casado con una hermana de la condesa de Premio-Real.

Esta quinta ha desaparecido, donde hace más de un cuarto de siglo, y en el terreno que ella ocupara se han levantado preciosas casas modernas, o sea ranchos para familias veraniegas.

Dejando en paz a los dos últimos Pacayares, refiramos el porqué se edificó el de Premio-Real en competencia con el de Monte-Blanco. La historia es curiosa, por cuanto ella pinta la manera de ser de la fastuosa   —112→   aristocracia colonial, que hacía punto de honrilla de cosas que para nosotros, los demócratas pobretes de hoy, nada significan.

El conde de Premio-Real era, allá por los años de 1780, casado con doña Mariana Zugasti Ortiz de Foronda, contemporánea y muy amiga de doña Rosa Salazar y Muñatones, hija única de don Agustín y, como tal, condesa de Monte-Blanco, esposa de don Fernando Carrillo de Albornoz y Bravo de Lagunas, de la orden y caballería de Montesa y hermano del conde de Montemar, cuyo título heredó más tarde. Doña Rosa poseía, en la época a que me refiero, el Pacayar de Monte-Blanco.

Por consecuencia de un alumbramiento, que dio por fruto a don Mariano de Lavalle y Zugasti, que corriendo los tiempos llegó a ser oidor de Guadalajara, quedó doña Mariana achacosilla, y los galenos la prescribieron por todo récipe que tomase aires de campo.

En ese entonces, Chorrillos no estaba a la moda ni era más que una ranchería de pescadores; Ancón y el Barranco dormían aún en el limbo; Miraflores y la Magdalena eran dos miserables aldehuelas, sin casas de alquiler para el necesitado, e injuria grande habría sido proponer pago de arrendamiento a los pocos señorones que en los pueblecitos vecinos a Lima poseían alguna propiedad para su recreo y el de sus familias.

Doña Mariana estimó lo más sencillo pedir a su camarada Rosita que le prestase su Pacayar para pasar en él una temporada de convalecencia. Así lo hizo; pero con gran asombro e indignación suya, se lo negó doña Rosa con éste o aquel pretexto y con palabras de buena crianza.

Instruido el conde de lo ocurrido, le dijo a su mujer:

-No te preocupes, Mariana: ¡que no me llame yo José Antonio de Lavalle si para el año entrante no veraneas en pacayar mejor que el de Rosita!

En efecto, al día siguiente, muy con el alba, hizo el de Premio-Real poner su coche con cuatro mulas, y enderezó caminito de Surco. Allí reunió a la comunidad de indios, presidida por su alcalde, y compró a censo perpetuo irredimible una suerte o lote de terreno entre el camino real y el mar, frente por frente del pacayar de Monte-Blanco.

De regreso a Lima hizo aprobar la venta por el oidor protector de naturales, despachó un buque a Guayaquil por maderas, y escribió por el primer galeón a su primogénito, residente en España a la sazón, para que le enviase el menaje de la quinta que se proponía fabricar.

A poco andar, frente por frente y tapando la vista del mar al pacayar de Monte-Blanco, se elevó un elegante edificio, que se llamó el Pacayar de Premio-Real, que costó 19889 pesos y uno y medio reales, y sobre cuya   —113→   puerta de entrada se puso esta inscripción, que, aunque con trabajo, puede leerse hoy mismo:


      Dominus
custodiat introitum tuum
   et exitum tuum



Al fallecimiento del conde de Premio-Real, en 1815, se adjudicó el pacayar a su quinto hijo, el entonces capitán y después brigadier don Juan Bautista de Lavalle, caballero de Alcántara, en la cantidad de diez mil pesos, a censo perpetuo al tres por ciento y con la obligación de pagar cuarenta pesos al año por el terreno. En 1836 o 37 pasó una temporada en el pacayar el Supremo Protector de la Confederación Peruboliviana don Andrés Santa Cruz, y dio allí un magnífico sarao. Un año después el presidente Orbegoso, que era primo del ducho de la casa-quinta, la habitó también durante los calores del verano.

El pacayar, para su nuevo propietario, era una especie de elefante blanco que, en vez de dar algún provecho, traía el gasto ineludible de trescientos cuarenta duros al año. Así lo heredó el hijo de don Juan Bautista, nuestro camarada de infancia y compañero de labor literaria José Antonio de Lavalle. Y aquí va a ver el lector lo que es el sino o destino.

En 1858 concibió José Antonio el proyecto de restauración del pacayar para pasar en él los veranos. Ocupábase con el arquitecto Chalón en la discusión del plano, cuando aconteció el asesinato de don Joaquín Villanueva, en la hacienda de Santa Beatriz, fundo situado a pocas cuadras de distancia de Lima, como quien dice en un arrabal de la ciudad. La vida en el campo se hacía insegura por la plaga de bandidos; y Lavalle, procediendo juiciosamente, desistió del propósito y se resignó a dejar el pacayar como se estaba y conservarlo como lo que era: -un recuerdo de familia, y recuerdo improductivo.

Pero en 1861, don Juan Terry, que, como Lavalle, era diputado a Congreso, le dijo un día:

-Compañero, usted no se ocupa del pacayar. Véndamelo... ¿Cuánto quiere usted por él?

-Hombre, nada; porque no me produce sino gastos y molestias. Lléveselo usted, se lo regalo y me hace un servicio con aceptarlo.

-Por ese precio no lo acepto, compañero.

-Pues dé usted lo que quiera. El pacayar es suyo y haga extender las escrituras del caso.

Terry pagó en el acto a Lavalle cuatro mil pesos; y contentísimo, después de hacer ligeras reparaciones en el pacayar, se fue a habitarlo en compañía de una linda joven, con la que acababa de casarse.

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El pacayar tenía que ser delicioso para un matrimonio en plena luna de miel.

Dos o tres meses después, estando Terry tomando té con su esposa en el salón de la quinta, fue asesinado por una partida de bandoleros.

El pacayar sigue perteneciendo a la infortunada viuda. Ella no ha querido restaurarlo, y el edificio amenaza ruina.

Aunque aún se mantienen en pie, no están menos ruinosos los pacayares de Monte-Blanco y de Larrión. Ambos han pasado (ignoramos el cómo) a ser propiedad de la Congregación de la Virgen de la O.



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ArribaAbajoEl conde de la Topada

(A Eladio Caballero)

Cancha de gallos

Cancha de gallos

Ni Rezabal, en sus Lanzas y medias anatas, ni autor alguno de los que sobre títulos nobiliarios del Perú escribieron, hablan del conde de la Topada. Y sin embargo título fue éste que existió en Lima, acordado, no por el rey, si no por la voluntad omnipotente del soberano llamado pueblo.

Fue el caso que habiendo el monarca expedido título de conde al obispo del Cuzco don Juan de Castañeda Velázquez y Salazar en compensación de cuarenta mil duros que éste oblara generosamente para reedificar la casa y cárcel del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, destruidas casi por el terremoto de 1746, el obispo transmitió la regia gracia a su sobrina doña Francisca Javiera de Castañeda, esposa del alcalde de Lima don Joaquín de Lamo y Castañeda.

Muerta la condesa, pasó el título a su primogénito don Joaquín de Lamo y Castañeda, natural de Huaura, grefier del Toisón de Oro y vecino de Madrid, donde entregó el alma a Dios a fines de 1818. Este segundo conde de Castañeda de los Lamos debió ser un muy notable literato; y dígolo, no porque haya leído libros suyos, que la verdad, ninguno ha caído bajo mi jurisdicción, sino porque el 32 de septiembre de 1818 la Real Academia Española le nombró académico de número, para ocupar el sillón   —116→   H, vacante por muerte de García de la Huerta. Desgraciadamente nuestro compatriota no llegó a tomar posesión, porque falleció un mes más tarde. Lo reemplazó el historiador don José Antonio Conde, tan admirado por Moratín. En nuestros días el sillón H ha sido ocupado, entre otras eminencias de la literatura española, por don Salustiano Olózaga.

Sin embargo de que no he tenido entre mis manos libros de su señoría el conde, uno de sus biógrafos dice que escribió y publicó los tres siguientes: Idea general del Perú, Elogio del virrey Amat, Descripción de Carabaya.

Muerto el conde-académico sin sucesión legítima, legó el condado a su primo el limeño don Manuel Díez de Requejo, criollo a las derechas, parrandista, jugador y mujeriego; en una palabra, mozo cunda, cumbianguero y de mucha cuerda. De a legua trascendía a protóxido de tunante.

Y aquí empieza la tradición.


I

Gran concurso había el 8 de septiembre de 1819 en la plazuela de Cocharcas: como que se trataba nada menos que de festejar a la Virgen patrona de ese arrabal, con fiestas que hoy mismo no carecen de animación.

Después de la misa solemne, a que concurría el Cabildo eclesiástico, y del panegírico pronunciado por canónigo de campanillas, venía la suntuosa mesa de once en el conventillo, sentándose a ella todo lo que Lima poseía de empingorotado por pergaminos, riqueza o posición social. Aun virreyes hubo que no desdeñaron honrar la fiesta con su presencia.

Antes de la corrida de toros, que principiaba a las tres de la tarde, era costumbre hacer una jugada de gallos de siete topadas. Sin pirotécnica nocturna, farolillos y buñoleras, y sin toros, gallos y danzas no había fiesta posible entre nosotros.

En la jugada de gallos había además cierta rivalidad social.

De un lado la aristocracia de los pergaminos, y del otro la aristocracia del dinero, cruzaban sumas fabulosas en las apuestas. Aquel año, el flamante condesito de Castañeda de los Lamos era el jefe del partido nobiliario, y había reunido siete gallos, cada uno de los que era un Fierabrás con cresta y espolones.

Jefe del bando contrario o popular era don Pío García, deudo del condesito, acaudalado minero del Cerro de Pasco y que gozaba de inmenso prestigio en el alto y bajo comercio.

A las dos de la tarde, el juez de la cancha, que lo era el regidor del Cabildo marqués de Corpa, tocó la campanilla, y don Manuel Díez de Requejo   —117→   se presentó en el circo con un cazilí, jamón y de mucha cuartilla. Su antagonista el minero exhibió un barbitas malatobo, golilla anaranjada, barrillón y de alcance.

Empezaron las apuestas, y con ellas los cortes de manga, que son la pantomima usual entre los aficionados a la lid de gallos.

Careados éstos, el barrillón después de una cita prolongada, partió en vuelo; mas superitándolo el cazilí por ser de más ala, y zafando el anaranjado con malicia, contestó con un tiro de suelo, de esos de campanilla eléctrica. El barbitas lo desparramó en un segundo.

Cinco parejas más salieron al circo, y cinco veces más los gallos de Castañeda de los Lamos besaron a su madre, digo, besaron la tierra, con gran palmoteo del pueblo, que simpatizaba poco o nada con el círculo de la nobleza.




II

Don Manuel Díez de Requejo y Castañeda estaba como para volarse la tapa de los sesos. Las seis peleas por él perdidas afectaban a su ya mermadísima fortuna en más de veinte mil duros. Quedaba completamente arruinado y casi reducido a vivir de limosna.

Si también perdía la última jugada, es decir, si el partido demócrata lograba dar capote, ¿qué iba a ser del infeliz?

Para la séptima pelea, que era de a pico y no de a naranja como las anteriores, había reservado el condesito un gallo que contaba más victorias que Napoleón. Era un carmelo-tostado o ajiseco, cabeza rota, cola blanca, remontador alegre y de más estampa que un San Miguel.

El minero sacó un lechuza, machetón, pata amarilla, hijo de chusco y gallina terranova, mal laminado, aunque recio de cuadriles, y que en el careo, casi cacarea y sale llorando a buscar piedra. Esto animó infinito al partido perdidoso, y se triplicaron las apuestas.

Iba a darse la gran batalla de Waterloo, y aunque el pueblo y los comerciantes no las tenían todas consigo en favor del lechuza, un puntillo de amor propio hizo que no rechazasen apuestas.


   ¡Ande usted, ande,
que la misericordia de Dios es grande!



Cualquiera, hasta yo, habría dado ocho a siete en favor del colablanca.

Un rayo de esperanza cruzó por el espíritu de don Manuel, y dirigiéndose al minero, dijo:

-Amigo, ¿es usted hombre para aceptarme un envite?

-Como en ello se contiene, y amén, padre, para que parezca oración -contestó con toda cachaza el interpelado-. Eche por esa boca.

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-Apuesto mi titulo de conde contra todo lo que llevo perdido en la tarde.

-Topo -contestó el minero- y enganche, pariente.

Y los adversarios se dieron una empuñada coram pópulo.

Los dos animalejos rivales quedaron libres en el circo. Retrecheros, mirándose de soslayo como quien quiere y no quiere, y midiéndose el uno al otro, ganando el ajiseco un paso de terreno y ladeándose el machetón, así estuvieron sin querer definir por un minuto largo, minuto de profundo silencio y de indescriptible ansiedad para los espectadores.

El cabeza rota parecía decirle al lechuza:


   No me mires de lado,
      que es de traidores;
mírame cara a cara,
      que es de señores.



Y a su turno, el pata amarilla parecía contestarle:


   No me mires con ojos
      atravesados;
mírame con los ojos
      que Dios te ha dado.



De pronto el Napoleón se encumbró sobre su adversario, y éste, aparragándose, pasó sorteando bajo la cola, y en el descenso del rival se le prendió a la mecha con substancia y prontitud, a la vez que con la pata derecha le escobillaba el ojo izquierdo.

Tres minutos después Wellington cantaba el quiquiriquí de la victoria.




III

Al otro día y por ante el escribano de Cabildo don José María la Rosa, formalizose escritura en virtud de la cual el título de conde de Castañeda de los Lamos era transferido a don Pío García, quien al enviar a España el documento, para su ratificación por Fernando VII, cuidó de acompañarlo con buen lastre de onzas en oro.

No se olvidó, por supuesto, de remitir también el expediente sobre limpieza de sangre, expediente tanto más fácil de organizar cuanto que el postulante era asturiano, es decir, hidalgo por derecho de nacimiento. Los nacidos en esas privilegiadas merindades salen del limbo materno con un Don tamañazo en mitad de la frente.

La confirmación llegó tarde; esto es, cuando ya San Martín y los insurgentes   —119→   ocupaban el palacio de los virreyes. Parece que la real cédula confirmatoria cayó en manos de Monteagudo, y que el ministro la aproximó a la bujía para encender con ella un cigarro.

Los envidiosos, que nunca faltan, bautizaron al minero (que con la patria y los cupos y las rebujinas había venido a menos) con el título de conde de la Topada.

Y conde de la Topada fue hasta 1833, en que San Pedro, que se pone como un ají cuando le hablan de gallos, le dio en el cielo con las puertas en las narices, como diciendo: en mi portería no calientan silla los galleros y...


      ¡Ea!, ¡ea!, ¡ea!
Perejil y culantro
   y alcarabea.



Ilustración





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