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ArribaAbajoLas brujas de Shulcahuanga

(A Abelardo Gamarra)


I

En la cadena que forma la cordillera de Otuzco a Huamachuco se ve un cerro elevado y de forma cónica, el cual desde los tiempos incásicos se conoce con el nombre de Shulcahuanga.

Terminaba el año de 1818 cuando entre los ochenta mil indígenas que componían la subdelegación de Huamachuco tomó creces el rumor de que la cumbre del Shulcahuanga era habitada por brujos y brujas.

En efecto, donde la parte llana veíanse bultos que iban y venían, y aun en algunas noches llamaradas y luces de cohetes voladores.

Con la aparición de los brujos en Shulcahuanga coincidió la de proclamas y pasquines manuscritos en Huamachuco, Uzquil, Cajabamba, Otuzco, Chota y otros pueblos. En grosero lenguaje se ponía de oro y azul a Fernando VII, y en una caricatura se le representaba de hinojos ante Tupac-Amaru. En esos anónimos se disertaba largo y menudo sobre la tiranía de los conquistadores, sobre el yugo a que vivía sujeta la raza indígena, sobre lo abusivo del tributo de la mita, de las socaliñas parroquiales y demás temas obligados, terminando por excitar a los pueblos a rebelarse contra el rey de España y sus sicarios en el Perú. En las proclamas   —141→   hablábase de los triunfos que en Chile y en Colombia alcanzaban los insurgentes, y una de ellas terminaba con estos versos:


       Al fin, al fin,
va a llegarle a los godos
      su San Martín.



También los particulares eran victimados en los pasquines. Al vicario de Huamachuco, doctor don Pedro José Soto y Velarle, que los domingos después de misa mayor sermoneaba a los indios amenazando con excomunión a los que entrasen en inteligencias con los patriotas, le clavaron en la puerta de su casa un cartelón que así decía:


«No se meta en honduras,
   padre vicario,
y ocúpese tan sólo
   de su breviario.
      ¡Soto! ¡Sotito!
ya te desollaremos
   como a cabrito».



Con pasquines más o menos parecidos a éste eran agasajados los principales realistas, y más que todos don Ramón Noriega, rico hacendado y hombre de influencia social y política, al que, entre otras lindezas, le escribieron:


   «Antes de hacerte difunto,
godo, regodo, archigodo,
te haremos bailar por junto
y atado codo con codo
el punto y el contrapunto».



Las proclamas, en las que no escaseaban latinajos mal traídos y peor zurcidos, llevaban este encabezamiento: José Luz de la Verdad, sellador del Real Tupac-Amaru, a los pueblos del Perú.

Pasquines y proclamas empezaron a poner en ebullición a los indios, y alarmándose el subdelegado don Manuel Fernández Llaguno y el alcalde don Pedro Luperdi, mandaron promulgar a usanza de guerra, con banderas desplegadas y tambor batiente, bando para armar y regimentar a los blancos, o sea españoles americanos. Como medida precautoria se hizo un registro en la morada del cacique Peña y Gamboa y en el domicilio de otros indios principales, dando minuciosa cuenta de todo al señor Gil y Lemus, intendente de Trujillo. Pero éste y su asesor don Teodoro Fernández   —142→   de Córdova dieron poca importancia a la cosa, calificando los subversivos documentos por obra disparatada de cerebros enfermos, y se limitaron a prevenir al subdelegado que siguiese adoptando las medidas cautelosas que bien le parecieren.

El vicario Soto y Velarde se desazonó ante la flema con que el intendente acogía las alarmadoras nuevas, y escribió al obispo Marfil asegurándole que los indios de la circunscripción territorial de Huamachuco estaban poco menos que alzados, en lo que indudablemente andaría metido algún emisario de los insurgentes del Río de la Plata. Añadía el vicario que si bien las proclamas eran en la forma disparatadas, en el fondo tenían mucho de conceptuoso y de apropiado a la ruda inteligencia de los indios.

El obispo Marfil vio las cosas por prisma distinto al del señor intendente, y escribió con minuciosidad al virrey y a los oidores. Su excelencia contestó aplaudiendo el celo del mitrado, echando una mónita al apático intendente, y previniendo al subdelegado Llaguno que procediese virga ferrea. Con tal autorización éste se paso de acuerdo con los hacendados y vecinos realistas, armó gente, echó guante a todo títere sospechoso de simpatizar con la insurgencia, y puso sitio al cerro de Shulcahuanga, donde la voz pública afirmaba que los conspiradores celebraban conciliábulos.

Apareció entonces sobre la cima del Shulcahuanga un hombre que arengó a los sitiadores en estos términos:

-Yo soy José Luz de la Verdad, y os requiero para que matéis a los patrones tiranos y a los curas esquilmadores de las ovejas. Esta tierra es nuestra, muy nuestra, de los peruanos y no de los españoles. No toleremos más tiempo amos que vienen de fuera a gobernar en nuestra casa, cargándonos de cadenas y tributos, y convirtiendo en oro las gotas del sudor de nuestra frente. ¡Abajo la tiranía! ¡Viva la libertad!

Parece increíble; pero entre los sitiadores, que eran doscientos españoles americanos y más de quinientos indios, peones de las haciendas, hubo algo como una oleada de simpatía por las toscas frases del orador.

-¡A escalar el cerro! ¡Matar a ese insurgente! -gritó el subdelegado. Pero los indios, que estaban armados con palos y hondas, permanecieron impasibles. Sólo una mayoría de blancos y mestizos emprendió la ascensión.

En la cumbre, y rodeando al caudillo, se presentó un grupo como de cincuenta indios, hombres, mujeres y niños, que empezó a lanzar galgas sobre los asaltantes.

Se iniciaba la lucha, y bajo malos auspicios para los últimos. Los peones de las haciendas se inclinaban a hacer causa común con los indios del   —143→   Shulcahuanga; mas los españoles, armados de escopetas, carabinas y pistolas, los mantenían a raya.

Sonaron algunos disparos de fusil, y un hombre vino rodando desde la altura.

Era el cadáver de José Luz de la Verdad.

La gente que lo acompañaba puso bandera blanca y se rindió a la autoridad.

Don Bartolomé Mariano de las Heras

Don Bartolomé Mariano de las Heras
decimoséptimo arzobispo de Lima




II

El proceso seguido a los prisioneros de Shulcahuanga y que constaba de ciento veinte fojas, se conservó hasta 1885 en poder de un caballero de Trujillo. Desgraciadamente desapareció en uno de los saqueos sufridos en esa ciudad durante nuestra última guerra civil.

No obstante, haremos un extracto de la causa, ateniéndonos a nuestra memoria y a las apuntaciones que nos ha transmitido el amigo que poseyó el proceso.

José Salinas, mestizo y de 30 años de edad, era en 1818 peón en la hacienda de Noriega, quien lo ocupaba de preferencia en su servicio doméstico. Había sido también pongo y sacristán del cura de Chota, el cual lo enseñó a leer y aun lo inició en la lengua de Nebrija. El mestizo era, pues, lo que se llama leído y escribido.

Por quisquillas y malos tratamientos de su patrón Noriega fugose Salinas con todos sus deudos y amigos, en número de sesenta personas, y buscó albergue en la inaccesible altura de Shulcahuanga, desde donde, bajo el nombre de José Luz de la Verdad, desparramaba por los pueblos vecinos incendiarias proclamas, excitando a los indios a rebelarse contra el rey.

De las declaraciones de los presos resultó que José Salinas mantenía correspondencia con personajes cuyos nombres ignoraban los declarantes; que a veces desaparecía del Shulcahuanga por cuarenta o cincuenta horas, sin participar a nadie a qué lugar se encaminaba; que un caballero   —144→   de barba rubia estuvo una noche en el cerro en animada plática con Luz de la Verdad, y que de repente el caballero empezó a echar chispas y a arder, como si fuese el demonio, lo que aterrorizó infinito a los compañeros de Salinas. Éste los tranquilizó prometiéndoles que en breve les daría mucho oro de una mina que, según él, se encontraba en el cerro, y que este caballero no era el diablo, sino el dueño de la mina. Esto acaeció en marzo de 1819, tres o cuatro días antes del desastroso fin de Luz de la Verdad.

Del proceso se desprenden vagas presunciones contra don Luis José de Orbegozo, hacendado a la sazón de Choquisongo y más tarde general y presidente de la república, y contra el doctor Sánchez Carrión, que después fue ministro de Bolívar y que entonces se encontraba, por orden del virrey, confinado en Huamachuco. El hecho es que Luz de la Verdad no era sino el agente de estos u otros partidarios de la independencia americana.

Pasando tres meses, y no sacando el subdelegado nada en limpio, se decretó la libertad de los presos.

Para el pueblo, los de Shulcahuanga quedaron, no en concepto de conspiradores, sino en el de brujos, puesto que declaraban haber estado en tratos y contratos con el diablo patriota.

El general San Martín y el Congreso de 1823, teniendo en cuenta la tentativa revolucionaria de 1819, dieron a Huamachuco, que hasta entonces era pueblo cabeza de provincia, el dictado de muy noble y fiel ciudad.






ArribaAbajo La apología del pichón palomino

(Tradición bibliográfica)


Don José Pastor de Larrinaga, protocirujano y examinador conjuez del real protomedicato del Perú, cirujano mayor del regimiento provincial de dragones de Carabaillo y cirujano titular del convento grande de San Francisco, del real y militar orden de la Merced y del hospital de San Bartolomé, ha legado a la posteridad un extravagante a la vez que divertidísimo libro, publicado en Lima en 1812 por la imprenta de los Huérfanos, que administraba el poeta don Bernardino Ruiz. Y tan convencido debió estar el autor, que frisaba por entonces en los setenta diciembres, de   —145→   que había escrito un libro de inmortal mérito, que lo dedicó nada menos que al excelentísimo señor don José Baquijano y Carrillo, conde de Vista Florida y oidor de esta Audiencia, limeño que por su riqueza, pergaminos, ilustración, importancia política y aun por sus vicios y virtudes gozaba en el país de mayor prestigio que el mismísimo virrey Abascal.

Ojeando más que hojeando los tomos de Papeles varios de la Biblioteca Nacional, encontreme en uno de ellos un cuaderno de 250 páginas en cuarto, tipo ceñido; que de tanto necesitó el cacumen del escritor, que empieza asegurando al lector en unas coplas infelices (pues de todo tiene el librejo, como el botiquín de campaña)


que mientras tanto empeño satisfaga
es su amigo Pastor de Larrinaga.



En el número 13 de la Gaceta de Lima, correspondiente al 18 de abril de 1804, apareció la noticia de que el día 6 en la chacra del Pino propiedad del marqués de Fuente Hermosa, a media legua de la ciudad, una negra terranova, llamada Asunción, había parido un pichón de paloma.

Aquello produjo indescriptible sensación en Lima, y todos se empeñaron por ver el fenómeno, que dentro de un frasco de cristal lleno de alcohol mostraba a sus amigos el comadrón Larrinaga.

En un anónimo, que el autor del libro atribuye a don Hipólito Unanue, se dijo que el pichón palomino era un trampantojo, frase que bastó para sacar de quicio al bueno de don José Pastor, quien alquiló un cuarto en la casa de la Pila, calle del Arzobispo, y allí puso en pública exhibición el fenómeno.

Tomó con este motivo creces la novelería popular, el pichón palomino fue tema de todas las conversaciones y los hombres de ciencia se vieron comprometidos a dar una opinión.

No carecía el Perú de eminencias científicas. Teníamos un Unanue, un Dávalos, un Valdez, un Tafur, un Pezet y un Chacaltana, médicos cuyo renombre ha llegado hasta nuestros días.

Dávalos, el laureado en la universidad de Montpellier, y Valdez, el admirable traductor de los Salmos, se encargaron de hacer la disección anatómica del avechucho, en cuya molleja encontraron algunos granos de trigo. Larrinaga dijo que esto era superchería de Dávalos, y protestó del examen anatómico. Mas a pesar de la protesta, la opinión de los seis facultativos fue unánime: «Que había hecho muy mal Larrinaga en alborotar al público por un pedazo de carne que así era pichón como ellos arzobispos».

Entonces se echó Larrinaga a escribir el libro que ocho años después   —146→   salió impreso. Insiste en su creencia de que aquel era palomino hecho y derecho; y cuenta que, en la calle de San Ildefonso, del huevo de una gallina se extrajo un feto con figura humana; que una mujer parió cinco ratones, a los que un gato que había en la casa se manducó sin ceremonia, y que hubo otra prójima, a quien llamaban la hija de vaca, porque realmente lo era. ¡Candoroso debió ser don Pastor Larrinaga, mi paisano!

Don José Pastor de Larrinaga es autor de la Oración gratulatoria que en 1781 dirigió la Real y Pontificia Universidad de San Marcos al virrey Jáuregui, pieza literaria de escasísimo mérito, y publicó también en el Mercurio Peruano en 1792 unos pobres versos, con pretensiones históricas, sobre los Incas y los virreyes del Perú.

De dos disertaciones profesionales que hizo imprimir, sólo conocemos el título. La una trata de un aneurisma en el labio inferior, curado con la operación del pico de liebre, y la otra es sobre si las mujeres pueden o no convertirse en hombres.

En la época en que ya nos invadía la fiebre de independencia, el viejo Larrinaga se jactaba de ser godo intransigente, y en prueba de su amor por Fernando VII, hizo colocar en el salón de su casa un retrato al óleo del monarca, con esta quintilla de caprichosa estructura:


   «Si a la Europa el egoísmo
de los pueblos y los reyes
la ha postrado en un abismo,
le dará América leyes
      de patriotismo».



Larrinaga murió en Lima en 1823, habiendo sido el médico favorito del egregio Morales y Duárez, limeño que presidió las Cortes españolas del año 12, y de las casas de los condes de Velayos, Torre-Velarde y otras no menos aristocráticas de esta ciudad de los Reyes.

Pero como no exista obra tan mala en la que no se encuentre siquiera un dato que interese, hay en el libro de nuestro compatriota Larrinaga curiosas noticias sobre la resistencia de ciertos médicos devotos para recetar la quina, porque ese específico tenía, según ellos, virtudes que únicamente el diablo podría haberle comunicado. «Lo mismo -añade don José Pastor- ha pasado con la vacuna; pues sacerdotes llegaron a predicar en el púlpito que el demonio había dado a Job las viruelas por medio de la inoculación».

Quien haya leído el Diente del Parnaso, de Juan de Caviedes, recordará   —147→   que el único cirujano romancista del siglo XVII a quien no maltrata la cáustica musa del Quevedo limeño, es don José Rivilla, del cual sólo habla en el memorial en que aconseja al duque de la Palata que en vez de enviar buques contra los corsarios ingleses mande médicos.


   José Rivilla es ligero
bajel de corso tirano,
aunque por tanta obra muerta
bien pudiera ser pesado.



Larrinaga elogia con entusiasmo a Rivilla, y sostiene que fue éste, y no don Pedro de Peralta, el autor del libro Desvíos de la naturaleza, generalmente atribuido al poeta de «Lima fundada».

El que tenga flema para enfrascarse en la lectura de las 150 primeras páginas de la Apología del pichón palomino, pensará que el autor se propuso sólo escribir un libro de controversia científica, y acusar de ignorantes a sus compañeros Unanue, Valdez, Dávalos, Pezet, Tafur y Chacaltana. Tenga paciencia y apure las últimas páginas. En ellas verá que el librejo es también un batiborrillo político.

Partiendo del principio popular de que los cometas y fenómenos auguran pestes, guerras y demás calamidades públicas, saca en limpio Larrinaga, después de encomiar mucho a su rey Fernando y de poner como estropajo al príncipe de la Paz don Manuel Godoy, que el pichón palomino nacido en Lima fue..., (adivinen ustedes)..., nada menos que Pepe Botellas, como llamaban los españoles al hermano de Napoleón.



  —148→  

ArribaAbajo No se pega a la mujer

Cuentan de un zapatero, que por un quítame allá esas pajas sacudía las costillas a su conjunta, y no porque ella diera motivo para que de su señor y dueño dijeran lo que reza esta copla popular:


   «Encontré a tu marido
      manos a boca;
fui corriendo y le dije:
      «¡Carnero, topa!».



En una de las peloteras entre los cónyuges, acudió a poner paz un su compadre, pulpero catalán y hombre de peso, nada parecido al que dijo:


   «Compadre, yo he visto un toro
en la plaza de Jerez.
¡Compadre, si usted lo viera!
¡Todo parecido a usted!».



-¿Cómo es eso? -gritó-. ¿Se olvida usted, compadre, de que lleva pantalones, y desciende hasta la indignidad de pegarle a una débil mujer?

-¡Así, compadre! -dijo gimoteando la zapatera-. Ríñalo usted duro a ver si tiene vergüenza y no vuelve a maltratarme.

Alentado el catalán continuó la reprimenda:

-A la mujer, compadre, nunca se le pega..., nunca..., ¿lo entiende usted? Nunca... más que una sola vez, y eso hasta dejarla en el sitio patitiesa para que no llegue a contar el caso a las vecinas y ande en lenguas el nombre del marido. O se pega en regla o no se pega.

Doctrina completamente opuesta a la del pulpero profesaba el gran mariscal de Ayacucho Antonio José Sucre; pues al no están mojados mis papeles, ni miente mi amigo Luis Capella Toledo, presentósele un día al Mariscal una rabona con el cuerpo magullado y la cara ensangrentada, quejándose de que así la había puesto su marido, sargento primero del batallón Rifles.

  —149→  

Sucre, el impecable, como lo llamaba Bolívar aludiendo a su pureza de costumbres y a sus delicadezas para con las hijas de Eva por humilde que fuera la condición de éstas, le preguntó colérico:

-¿Y por qué te ha pegado?

-Por nada, taitay..., de malo, taitay.

-Ayudante, tráigame usted al sargento Uribe.

Don Antonio José de Sucre

El gran mariscal don Antonio José de Sucre

Y Sucre paseaba la habitación, murmurando:

-¡Cobarde! ¡Indigno de haber combatido en Pichincha!

Llegado el sargento le preguntó Sucre:

-¿Por qué has cometido la vileza de maltratar a esta infeliz?

-Mi general -contestó el sargento-, es mi mujer, la he sorprendido infraganti con un oficial, y me ha faltado valor para matarla.

Sucre se volvió hacia su jefe de Estado Mayor, y le dijo al oído:

-Coronel, indague usted el nombre de ese oficial, y delo de baja en el ejército.

Acercose luego a la mujer, y la preguntó:

-¿Es cierto lo que dice tu marido?

-Celoso, taitay..., oficial abrazando..., yo no consintiendo...

Sucre no pudo dejar de sonreírse; mas recobrando en breve su seriedad, dijo:

-Desde hoy te está prohibida la entrada en el cuartel, y dentro de tres días te haré proporcionar bagajes parva que regreses a tu pueblo. El sargento Uribe ha muerto para ti, no lo olvides. Y usted, sargento, vaya arrestado por un mes, y sepa que un proverbio árabe dice que a la mujer no se le pega ni con una flor.

El heroico Sucre murió asesinado en la montaña de Berruecos.

La voz pública señaló como autor del crimen al coronel José María Obando, más tarde general y presidente de Colombia.

  —150→  

Obando escribió artículo tras artículo y publicó libro tras libro rechazando toda responsabilidad. Tarea estéril. La opinión proseguía acusándolo. A los veinte años ésta empezó a callar fatigada; pero la Providencia se hizo acusadora. ¿Cómo? Lean ustedes.

En 1860 Obando cayó gravemente herido en el combate de la Cruz Verde; y como si la Providencia hubiera querido tomar también parte en el proceso histórico, el único sacerdote que la casualidad proporcionó en el campo de batalla para confesar y absolver al moribundo, se llamaba Antonio José de Sucre, como su tío el Gran Mariscal de Ayacucho.

Otra fatal y curiosa coincidencia. De las letras de que se compone el apellido Obando y de Cruz Verde, sitio donde aquél murió, la malicia humana sacó un anagrama terriblemente acusador.

De Obando y de Cruz Verde, con dos ligeras incorrecciones ortográficas, resulta Bandido de Berruecos.

¡Oh, Providencia!



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