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ArribaAbajoSabio como Chavarría

(A Juan de los Heros)

Ilustración


I

Que trata de cómo una de las Pantojas me hizo tomar el rábano por las hojas


¡Cómo! ¡Qué cosa! ¿No conoció usted a las Pantojas? ¡Chimbambolo! ¡Pues hombre, si las Pantojas han sido en Lima más conocidas que los agujeros de los oídos!

Las Pantojas que yo alcancé eran tres hermanas como las tres Marías, las tres Gracias y las tres hijas de Elena, salvo que aquí marra la segunda parte del refrán, porque las tres eran buenas como una bendición.

En cuanto a belleza no eran de ¡Jesús! ni de ¡Caramba!; lo que, en buen romance, quiere decir que ni asustaban como el coco, ni embelesaban como Venus. Las Pantojas eran unas cotorritas enclenques, siempre emperejiladitas, limpias como el agua de Dios, hacendosas como las hormigas, trabajadoras como una colmena, llanas como camino real o sin encrucijada, y cristianas rancias y cuidadosas de la salud del alma.

Hasta hace quince o veinte años tenían un tenducho de baratijas y juguetes en la calle de Valladolid, y el más caro de sus artículos de comercio se pagaba en un real, y la venta cundía y las Pantojas pelechaban. Ellas tuvieron por parroquianos a los que eran niños cuando entró la Patria, y a los convalecientes del sarampión y la alfombrilla cuando Castilla y Echenique gobernaban el país por el sistema antiguo (teóricamente);   —124→   y ¡qué diablos!, parece que con la teoría no le iba del todo mal a la patria.

Las Pantojas no quisieron alcanzar los días de progreso, en que las muñequitas de trapo serían reemplazadas por poupées de marfil, y en que el lujo para vestir una de éstas haría subir su valor a un centenar de duros. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Cuánto atraso y miseria! Hoy papás, mamás y padrinos derrochan por pascua de diciembre un dineral en juguetes para los nenes, que así duran en sus manos como mendrugo en boca de hambriento. La vanidad ha penetrado hasta en los pasatiempos de la infancia.

Había el que esto escribe salido de la edad del babador y el mameluco y entrado en la del cuartillo de barragán y la mataperrada, cuando una tarde, caminito de la escuela, ocurriole llegar a la tienda de las Pantojas y gastar la peseta dominguera en un trompo, un balero y un piporro.

Sobre cuartillo más, cuartillo menos, disputamos hasta tente bonete, y entablé con ellas una de interpeladuras o interpelaciones, yo que en los días de mi vida he vuelto a tener entrañas para interpelar ni a un ministro en el Congreso; porque eso de andar con preguntas y respuestas, como en el catecismo del padre Astete, maldito si me hace pizca de gracia. Tal sería lo contundente de mi argumentación, que doña Martinita Pantoja, declarando terminado el debate, me dio un suave tironcito de orejas, me regaló un par de nueces y otro de cocos, y me dijo:

-¡Anda con Dios, angelito! Tú sabes tanto como Chavarría.

Contentísimo salí con el piropo. De fijo que Chavarría sería un prójimo superior a Séneca y demás sabios de la cristiandad y judería de que hacen mención las historias.

Mi dómine se llamaba don Pascual Guerrero (algunos de mis lectores guardarán reminiscencia de su chicote encintado) y, cascabeleándome la curiosidad, fuime a él y contele lo que una de las Pantojas me había dicho: «que yo era tan sabio como Chavarría».

-¡Ah! ¡El gran Chavarría! ¡Hombre, si tú hubieras conocido al gran Chavarría! ¡Famoso Chavarría!

Y el hombre de la palmeta con sus exclamaciones y aspavientos me dio menos luz que un fósforo de cerilla, influyendo así para que el diablillo de la presunción se entrase, como Pedro por su casa, en el alma de un trastuelo del codo a la mano. Ello es que di en la flor de mirar por encima del hombro a los demás escolares que, según mis barruntos, no podían ser sino animalitos de orejas largas y puntiagudas, comparados conmigo, que sabía tanto como Chavarría.

¡Ah! Si don Pascual Guerrero me hubiera dicho entonces lo que después he sabido sobre Chavarría, habrían tenido las Pantojas (que de eterna gloria   —125→   gocen) sarna que rascar con el por aquellos días futuro ciudadano. ¡Qué inquina, tirria o mala voluntad la que les habría tomado a las pobrecitas! ¡Pues no faltaba más que tratarme de igual a igual con Chavarría!




II

De cómo a fines del siglo pasado todo era en Lima Chavarría por activa y Chavarría por pasiva


El segando día de Navidad del año de gracia 1790, grandes y chicos, encopetados y plebeyos, no hablaban en Lima sino del mismo asunto. Desde el virrey bailío hasta el más desarrapado pelafustán, era idéntico el tema de conversación entre los cincuenta mil y pico de habitantes que, según el censo, vivían de murallas adentro en la capital del virreinato.

No habría producido más grande sensación la llegada del cajón de España, nombre que daba el pueblo a la valija de correspondencia de la metrópoli, y que era recibida de seis en seis meses con general repique de campanas, siempre que nuestro amo el rey continuaba sin novedad mayor en su importante salud, o que la reina nuestra señora había salido con bien del último embuchado, regalando a sus súbditos de allende y de aquende con un nuevo lagartijo.

Bueno será que, dejando marañas y parlerías, entremos en el café de Francisquín y alquilemos orejas para ponernos al corriente de la novedad del día. Y nota, lector, que singularizo el café, porque..., pero esto merece que eche a lucir mi erudición. A ver si hay guapo que me contradiga sobre la autenticidad de los datos que voy a sacar a plaza.

Desde Pizarro hasta 1771, toda persona con apariencias de decente, que aspiraba a tomar un refresco fuera del domicilio, sólo podía hacerlo en los establecimientos destinados para el juego de pelota y bochas. Estos sitios fueron poco a poco democratizándose, y la gente de copete dejó de concurrir a ellos, hasta que en 1773, y favorecido por el rumboso virrey Amat, un italiano o francés, llamado Francisquín, estableció en la calle de la Merced un café (el primero que tuvimos en Lima) que podía hacer competencia al mejorcito de Madrid. Cuatro años después, un español, don Francisco Serio, fundó el famoso café de Bodegones que hasta hace poco disfrutó de gran nombradía. Y aquí pongo punto, pues me parece que he dicho algo y que me he lucido en este ramo de historia cafetuna.

Entremos, pues, en el café de Francisquín y oigamos lo que se charlaba en una mesa donde saboreaban jícaras del sabroso chocolate de Yungas, con canela y vainilla, un reverendo de la orden de predicadores, un depositario de la fe pública, un estudiante de prima de leyes, que así cursaba leyes como aleluyas, y un empleado del real estanco de salitres, digo, de   —126→   tabacos. ¡Vaya un lapsus plumae condenado! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Escupe, Guadalupe, escupe! ¡Bonitos están los tiempos para andarse con equivoquillos!

-Pues, señor -decía el notario-, el tal Chavarría es el demonio. ¡Y lo que sabe el maldito!

-Pues si sabe tanto como de él cuentan, no puede ser sino en virtud de malas artes -añadía el estanquero-. ¿No cree su paternidad que sea caso de Inquisición?

-Puede... -contestó con gravedad el dominico, echándose al gollete el último sorbo del canjilón.

-Yo me pirro por conocer a Chavarría; pero no lo haré sin consultarlo con mi confesor.

-Y acertará, hermano -añadió el reverendo-. La salvación es antes que Chavarría. Consulte, que así librará de caer en algún lazo que le tienda el maligno.

-¡Qué lazo ni qué garambaina! -terció el estudiante-. Los talentos de Chavarría son notorios desde los tiempos de Plinio; y a la paz de Dios, caballeros, que son ya las siete dadas y me espera Chavarría.




III

Donde a la postre salimos con una pata de gallo


-Pero hasta aquí -dirá el lector- no sabemos quién es Chavarría. Vamos, presénteme usted a Chavarría.

-Pues con venia de usted. Chavarría es... Chavarría.

-¡Buen achaquito, compadre Cantarranas! Quedo enterado.

-¡Vaya! Si no sé cómo decirlo. En fin, Chavarría es..., que lo diga por mí el Diario de Lima, en su número correspondiente al 25 de diciembre de 1790 y en los sucesivos. ¡Cataplún! Trátase de un perro pericotero que se exhibió en el teatro de esta ciudad de los reyes.

«Chavarría salió vestido de mujer, bailando el fandango, el villano y la mariangola», dice un bombo.

«Chavarría salió con capa colorada, bien empelucado y con sombrero de picos, bailando el don Mateo», cuenta un suelto.

«Chavarría hizo el papel de muerto, y resucitó oyendo pronunciar el nombre de nuestro muy amado rey y señor don Carlos IV», prosigue el humbug periodístico.

«Chavarría salió de capa y con espada en mano y tuvo un desafío con un inglés, al cual estiró sin más ni menos». ¡Cáscaras con Chavarría!

«Chavarría cantó el mambrú a dúo con un niño». ¡Demonche!

«Chavarría, con los ojos vendados, sacó el peso doble e hizo pruebas con un pañuelo y con las cuarenta cartas de un naipe». ¡Maravilloso!

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«Chavarría hizo ejercicio militar con fusil y bayoneta calada, y estando de centinela quiso sorprenderlo un inglés. Chavarría le arrimó un balazo y lo envió a pudrir tierra».

Y basta con lo apuntado, que la lista de habilidades es larga y el bombo del Diario de Lima estrepitoso.

Lástima y grande es que por aquel año no hubiera existido en Lima otro periódico, que de fijo no se habría quedado corto en poner por las nubes las gracias de Chavarría. Quede sentado que el Bombo gacetillero no es invención de nuestro siglo.

Lo cierto es que nuestros abuelos se quedaban con tamaña boca abierta y creyendo en lo portentoso con las bufonadas de Chavarría. ¡Ya se ve! Ellos no podían soñar que en el siglo XIX tendría las mismas y mayores habilidades cualquier mastín de casta cruzada, y que hasta los ratones y las pulgas serían susceptibles de recibir una educación artística. ¡Qué sencillez tan patriarcal la de nuestros progenitores!

La prueba de lo mucho que con Chavarría se impresionaron, es el refrán que se les caía de la boca cuando querían ponderar la travesura o ingenio de un muchacho: ¡Sabe más que Chavarría! ¡Sabio como Chavarría!

Hoy son pocos los que dicen estas palabras. El refrán esta sentenciado a morir junto con el último octogenario.




IV

Donde concluye el autor formulando una cuestión que otros se encargarán de resolver


Y ahora diganme ustedes en conciencia, ¿no les parece que las Pantojas me hicieron un insulto mayúsculo comparando mi talento con el de un perro y que me sobra justicia para entablar contra ellas querella de agravio?

Ilustración





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ArribaAbajoLa niña del antojo

Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres encintas debía complacerse aun en sus más extravagantes caprichos. Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de Papeles varios de la Biblioteca Nacional.

Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos. No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas en la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero:

-¡Ave María purísima!

-Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?

-Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha antojado pasear el convento y que nosotras venimos acompañándola por si le sucede un trabajo.

-¡Pero tantas!... -murmuraba el lego entre dientes.

-Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra chicharrona, es la mama que la crió; ésta es su...

-Basta, basta con la parentela, que es larguita -interrumpía el lego sonriendo.

Aquí la niña del antojo lanzaba un suspirito, y las que la acompañaban decían en coro:

-¡Jesús, hijita! ¿Sientes algo? Vaya usted prontito, hermano, a sacar la licencia. ¡No se embrome y tengamos aquí un trabajo! ¡Virgen de la Candelaria! ¡Corra usted, hombre, corra usted!

Y el portero se encaminaba paso entre paso a la celda del guardián;   —129→   y cinco minutos después regresaba con la superior licencia, que su paternidad no tenía entrañas de ogro para contrariar deseo de embarazada.

-Puede pasar la niña del antojo con toda la sacra familia.

Y otro lego asumía las funciones de guía o cicerone.

Por supuesto que en muchas ocasiones la barriga era de pega, es decir, rollo de trapos; pero ni guardián ni portero podían meterse a averiguarlo. Para ellos vientre abovedado era pasaporte en regla.

Y de los conventos de frailes pasaban a los monasterios de monjas; y de cada visita regresaba a casa la niña del antojo provista de ramos de flores, cerezas y albaricoques, escapularios y pastillas. Las camaradas participaban también del pan bendito.

Y la romería en Lima duraba un mes por lo menos.

Un arzobispo, para poner algún coto al abuso y sin atreverse a romper abiertamente con la costumbre, dispuso que las antojadizas limeñas recabasen la licencia, no de la autoridad conventual, sino de la curia; pero como había que gastar en una hoja de papel sellado y firmar solicitud y volver al siguiente día por el decreto, empezaron a disminuir los antojos.

Su sucesor, el señor La Reguera, cortó de raíz el mal, contestando un no rotundo a la primera prójima que le fue con el empeño.

-¿Y si malparo, ilustrísimo señor? -insistió la postulante.

-De eso no entiendo yo, hijita, que no soy comadrón, sino arzobispo.

Y lo positivo es que no hay tradición de que limeña alguna haya abortado por no pasear claustros.

Entre los manuscritos que en la Real Academia de la Historia, en Madrid, forman la colección de Matalinares, archivo de curiosos documentos relativos a la América, hay un (cuaderno 3.º del tomo LXXVII) códice que no es sino el extracto de un proceso a que en el Perú dio motivo la niña del antojo.

Guardián de la Recoleta de Cajamarca era por los años de 1806 fray Fernando Jesús de Arce, quien, contrariando la arzobispal y disciplinaria disposición, dio en permitir el paseíto por su claustro a las cristianas que lo solicitaban alegando el delicado achaque. La autoridad civil tuvo o no tuvo sus razones para pretender hacerlo entrar en vereda, y se armó proceso, y gordo.

El padre comisario general apoyó al padre Arce, presentando, entre otros argumentos, el siguiente que a su juicio era capital y decisivo: «La conservación del teto es de derecho natural y el precepto de la clausura es de derecho positivo, y por consideración al último no sería caritativo exponer una mujer al aborto».

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El padre Arce decía que para él era caso de conciencia consentir en el capricho femenino; pues una vez que se negó a conceder tal licencia aconteciole que, a los tres días, se le presentó la niña del antojo llevando el feto en un frasco y culpándolo de su desventura. Añadía el padre Arce que por él no había de ir otra almita al limbo y que no se sentía con hígados para hacer un feo a antojos de mujer encinta.

El vicario foráneo se vio de los hombres más apurados para dar su fallo, y solicitó el dictamen de Matalinares, que era a la sazón fiscal de la Audiencia de Lima. Matalinares sostuvo que no por el peligro del feto, sino por corruptelas y consideraciones de conveniencia o por privilegios apostólicos para determinadas personas de distinción, se había tolerado la entrada de mujeres en clausura de regulares, y que eso de los antojos era grilla y preocupación. En resumen: terminaba opinando que se previniese al padre comisario general ordenase al guardián de la Recoleta que por ningún pretexto consintiese en lo sucesivo visitas de faldas, bajo las penas designadas por la Bula de Benedicto XV, expedida en 3 de enero de 1742.

El vicario, apoyándose en tan autorizado dictamen, falló contra el guardián; pero éste no se dio por derrotado y apeló ante el obispo, quien confirmó la resolución.

Fray Fernando Jesús de Arce era testarudo, y dijo en el primer momento que no acataba el mandato mientras no viniese del mismo Papa; pero su amigo, el comisario general, consiguió apaciguarlo, diciéndole:

-Padre reverendo, más vale maña que fuerza. Pues la cuestión ante todo es de amor propio, éste quedará a salvo acatando y no cumpliendo.

El padre Arce quedó un minuto pensativo; y luego, pegándose una palmada en la frente, como quien ha dado en el quid de intrincado asunto, exclamó:

-¡Cabalito! ¡Eso es!

Y en el acto hizo formal renuncia de la guardianía para que otro y no él cargase con el mochuelo de enviar almitas al limbo.