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ArribaAbajoIII. El salvaje en los dramaturgos de la generación de Lope de Vega


ArribaAbajoIII. 1. El «hombre salvaje»: el modelo temático en el teatro de Guillén de Castro

En el teatro de Guillén de Castro, el personaje del salvaje se encuentra repetidas veces protagonizando una macrosecuencia con caracteres específicos. Por tanto, la presencia del salvaje llega también -como en Lope- a configurarse como tema. Un tema que, en el dramaturgo valenciano, tiene una configuración (teatral y diegética) y una orientación ideológica muy peculiares.

Probablemente, la primera comedia de Guillén de Castro en la que aparecen algunas secuencias del tema es El nacimiento de Montesinos, fechable, según Bruerton, entre 1595 y 1602.222 La comedia, que se inspira en romances del ciclo carolingio, dramatiza en el primer acto la historia de los padres de Montesinos, la Infanta de Francia y su marido el conde Grimaltos, que han sido echados de la Corte por culpa de las falsas acusaciones de Isabela, esposa del Rey, y de su hermano Tomillas. Uno de los hijos de la pareja injustamente acusada crece en Palacio, creyéndose hijo del Rey; el otro, Montesinos, crece junto a sus padres en la selva y, después de aprender su verdadera identidad, va a Palacio para reivindicar el honor de su familia y vengar la traición de Tomillas e Isabela.

La historia de Montesinos (evidentemente la historia de un héroe buscador, que sale victorioso de todas sus andanzas) es materia del tercer acto: para llevar a la escena la trayectoria del joven protagonista, Guillén de Castro utiliza muchos motivos tradicionalmente conectados con el tema del salvaje. En primer lugar, el aspecto: Montesinos viste de pieles (incluso cuando va a Palacio para vengar a sus padres), y suele llevar como arma un «nudoso bastón».223 Por esto, todos los personajes, la primera vez que se encuentran con él, lo llaman «salvaje».224 En segundo lugar, la fuerza extraordinaria, de la que el mismo Montesinos se jacta en apertura del tercer acto.225

Esta fuerza se manifiesta también contra los hombres, cuando la recta intuición del joven entiende que es necesaria. En III, 3 Montesinos asiste a la agresión que algunos vasallos traidores intentan contra Francelina, nieta del Rey de Francia (y, por lo tanto, prima del joven protagonista), y sale enseguida a defenderla, alejando y asustando a los cortesanos cobardes. Sigue una secuencia que ya conocemos de sobra: el descubrimiento del amor, que obra en el joven protagonista un súbito cambio interior. Admirado por la belleza de Francelina, Montesinos declara: «No [soy] lo que he sido; / un hombre soy que ha nacido / desde que ha que te miré» (p. 442b). Este cambio no implica sin embargo un pasaje de la animalidad a la humanidad, porque nunca en la comedia se había manifestado una duda acerca de la humanidad de Montesinos, como pasa en cambio en las tres comedias de Lope protagonizadas por un salvaje. Aunque rudo y fuerte en exceso, Montesinos no es un ser instintivo, que desconoce las bases de la educación noble. Vive, es verdad, en la selva, pero con sus padres, y ellos le enseñan todo lo que debe saber un perfecto caballero, y en primer lugar las leyes del honor.

Secuencias típicas del tema del salvaje aparecen también en El Conde Alarcos, comedia fechable, según Bruerton, en los años entre 1600 y 1602.226 En su reelaboración del famoso romance, Guillén de Castro construye un final feliz a la trágica historia del conde Alarcos, obligado por el rey a matar a su mujer para poder casarse con la Infanta. En la comedia de Guillén, la condesa se salva milagrosamente,227 y se queda a vivir escondida en la selva, como salvaje, en compañía de uno de sus hijos, Carlos. La otra hija, Elena, se ha refugiado en cambio en una aldea, y vive como campesina: en III, 3 se encuentra con la madre, cuya apariencia salvaje la asusta; pocas escenas más adelante se encuentra con el hermano, que enseguida se siente atraído por su belleza, y entabla con ella un diálogo sobre el amor. El amor entre el salvaje y la villana -prueba, entre otras cosas, de la fuerza de la sangre- no se desarrolla por cierto hasta el incesto, ya por la edad muy joven de Carlos, ya porque la anagnórisis final llega a tiempo para transformarlo en amor fraterno.

Para dar forma a este apéndice novelesco de la historia del Conde Alarcos, Guillén utiliza dos temas ya conocidos. El primero, es el del personaje que se vuelve salvaje a causa de algún grave trauma que le ha desposeído de su ser originario: la condesa desdichada sufre -como la Elvira de El príncipe despeñado o la Teodosia de El animal de Hungría de Lope- por los crímenes de un poder tiránico e injusto, que la obliga a alejarse de la Corte y a abandonar su identidad. El segundo, es el del joven que crece en estado salvaje: hay que decir, sin embargo, que el Carlos de El conde Alarcos -como ya el Montesinos de El nacimiento de Montesinos- no se parece en mucho al Ursón o al Leonido de las comedias de Lope de Vega. Exceptuado el vestido y la apariencia, Carlos es todo un aprendiz de noble: la madre se preocupa de enseñarle el abecé de la nobleza, y el amor se encarga de completar la obra, despertando al niño para las sutilezas y gentilezas del sentimiento. Además, Carlos (así como Elena, su «doble» aldeano), no es -ni mucho menos- el protagonista de la comedia: su historia y la de Elena constituyen más bien una intriga secundaria, que inserta algunos caracteres propios de la comedia palatina en la intriga principal, de tono más bien trágico, centrada en la historia del Conde, de la Condesa, y de la Infanta traidora.

Lo mismo puede decirse para la historia de Driante y Arminda en el tercer acto de Progne y Filomena, escrita probablemente entre 1608 y 1612.228 También en esta comedia, Guillén inventa un final feliz a la tragedia de Progne y Filomena, tal como la contaba el mito griego: Tereo y Progne acaban por reconciliarse, mientras Filomena -que ha conservado su honor y la capacidad de hablar, a pesar de haberle cortado Tereo la lengua- vuelve a encontrarse con su amado Teosindo; la hija de Tereo y Progne, Arminda, se casa con Driante, hijo de Filomena y Teosindo. El amor entre los dos jóvenes -que posibilita la reconciliación entre sus respectivos padres- se desarrolla todo en el tercer acto, y aparece con mucha claridad como un apéndice (una especie de pequeña comedia palatina en pocas escenas) a la tragedia que se desarrollaba en los dos primeros actos y que parecía concluirse, al final del segundo acto, con un tiranicidio. El esquema de esta mini-comedia es el mismo que ya encontramos en El Conde Alarcos: Driante, salvaje, encuentra en la selva a Arminda, aparentemente hija de unos villanos, y los dos se enamoran. Esta vez, los rasgos salvajes que caracterizan a Driante son mucho más pronunciados: aparte los ya tópicos vestido de pieles y bastón, el joven es extraordinariamente fuerte y salvaje incluso en el carácter, según lo describe su madre:229


Imita en la condición
destos montes la aspereza,
al gamo en la ligereza
y en la braveza al león.
[...]
No hay fieras de cuantas son
a quien no mate o no venza,
pues con la daga comienza
y acaba con el bastón.


Driante, además, habiéndose criado al lado de una madre muda, no ha aprendido a hablar. Por lo tanto, en su primer encuentro con Arminda, es ella quien traduce -para el espectador- la mímica de Driante, que expresa la admiración y el respeto hacia la belleza femenina.230 La introducción del motivo del salvaje mudo es una absoluta novedad y -a lo que parece- una invención original de Guillén de Castro, que responde a exigencias de verosimilitud y al mismo tiempo de efectismo teatral (a los versos citados sigue un largo diálogo en eco, en el que Driante repite las últimas palabras de Arminda). La incapacidad de hablar no quiere decir por lo demás que Driante no sepa manejar las armas: cuando un grupo de soldados quiere molestar a Arminda, Driante interviene y los aleja a golpes de bastón, lo que le vale la admiración y la gratitud de la mujer.

Pasa un año (mientras tanto los espectadores asisten a algunas escenas ambientadas en la ciudad, que dramatizan la guerra entre Tereo por un lado, Progne y Teosindo por otro): Driante ha aprendido a hablar con la ayuda de Arminda, y ya no queda en sus palabras ningún rasgo de la torpeza inicial. Es el amor, una vez más, el gran maestro que enseña al joven una complejidad retórica antes inimaginable:



Dr.:

Y eran en tus ojos mil
las lenguas; desgracia fuera
si este extremo no me hiciera
del más rudo el más sutil.
¿Dices que el aire en la boca
forma la voz?

Ar.:

Y es así.

Dr.:

Yo, quedando al verte a ti
el alma abrasada y loca,
con aquel desasosiego
que te oí, no la formé
con aire solo, que fue
aire convertido en fuego.
Y como creció en mí amor
y te hablaba siempre así,
tanto más presto aprendí
cuanto es la causa mayor.
Y así, al decir lo que siento,
pues el fuego que en mí labras
forma todas mis palabras,
no dirás que son de viento.


(p. 158a)                


Juegos de palabras, antítesis, silogismos: justamente Arminda contesta a esta demostración de sabiduría retórica y de galanteo amoroso «tanto supiste aprender / que ya puedes enseñar». Hay que subrayar que la transformación del salvaje se nos muestra exclusivamente en este aspecto lingüístico, y sin mayores transiciones (se concentra toda en dos escenas); de Driante -como ya de Carlos y de Montesinos- el dramaturgo no nos muestra los cambios en el carácter, las dudas acerca de su identidad, y los rasgos instintivos que caracterizan el salvaje lopesco.

La última actuación significativa de Driante en escena debe demostrar juntamente los sentimientos honrados que lo animan y la fuerza de la sangre, poniendo las premisas para la anagnórisis: Driante, llevado por la piedad y la caballerosidad, defiende a Teosindo que se ha retirado en el monte perseguido por sus enemigos (mientras, paralelamente, Arminda defiende a Tereo); después, reacciona violentamente al ver al mismo Teosindo junto con su madre Filomena. Para evitar un desafío entre padre e hijo, ésta tiene entonces que romper su voto de silencio y revelar a los dos su parentesco. La reacción de Driante nos recuerda reacciones parecidas de Valentín (en Ursón y Valentín) y de Leonido (en El hijo de los leones): por lo demás no es infrecuente en el teatro de la época (y hemos visto otros ejemplos en el teatro de Lope) la secuencia que ve al joven de orígenes inciertos defender su honor y el honor de su madre, enfrentándose por esto con un hombre que puede ser su padre o su abuelo.

Tampoco es una novedad el recurso dramático que consiste en desdoblar el personaje del joven que crece lejos de su ambiente originario en dos figuras: el «salvaje», y su doble «villano», que puede ser su hermano/a o su pareja amorosa. El ejemplo lo dio por cierto Lope con su Ursón y Valentín, volviendo a utilizar el recurso (con matices distintos) en El animal de Hungría; pero el mismo Guillén lo aprovecha en fecha temprana con El conde Alarcos, volviendo a utilizarlo en Progne y Filomena, cuya fecha probable es además la misma que Morley y Bruerton proponen para El animal de Hungría de Lope. La distribución de los papeles según el sexo, en los personajes jóvenes, se invierte en la comedia de Guillén con respecto a la de Lope: en Progne y Filomena, el salvaje es un joven, en El animal de Hungría, una mujer. También hay que subrayar una notable diferencia por lo que hace a la posición de fuerza de los personajes jóvenes y adultos en el final de la comedia. En El animal de Hungría, Felipe y Rosaura van a Palacio en situación de inferioridad, presos, amenazados por la condena del rey; en Progne y Filomena, son los personajes de Palacio (Tereo, Teosindo, Progne) que se refugian en la selva en condiciones difíciles, perseguidos, amenazados por la muerte. Los personajes jóvenes (en este sentido el papel de Driante es exactamente análogo al de Arminda) juegan para con ellos una función activa, ayudándolos y salvándolos del peligro. Ya no son los hijos quienes deben a los padres la liberación y la gracia, sino los padres los que deben a los hijos la vida.

Esta función activa es lo que diferencia al salvaje de Guillén del salvaje lopesco, y lo que por otro lado hace difícil diferenciar, en el teatro del valenciano, entre las distintas realizaciones del personaje del joven que ha crecido lejos de su ambiente de origen. No hay, como en el teatro de Lope, un joven héroe buscador, que se ha criado entre villanos ignorando su identidad y aspirando a ser más, y por otro lado un joven héroe víctima, que se ha criado en la selva. En el teatro de Guillén de Castro todos los jóvenes (varones) que se han criado lejos de la Corte, no importa si en la selva o en el campo, comparten las mismas características y protagonizan idénticas secuencias: crecimiento en la selva debido a la persecución de la que han sido víctimas sus padres, cambio interior debido al amor, superación de pruebas de valor cuya premisa es la fuerza extraordinaria, triunfo final.

Por lo tanto, no es nada extraño que las secuencias características que ya hemos señalado en El nacimiento de Montesinos, El conde Alarcos y Progne y Filomena, se encuentren también en una comedia, como El amor constante (¿1596-1599?), cuyo protagonista no es en absoluto un salvaje, sino un joven que se ha criado entre los campesinos.231 Leonido -hijo de Nísida, dama de Corte, y de Celauro, hermano del rey- ha sido criado por un pastor, porque el rey, enamorado de Nísida, persigue a sus padres, hasta llegar a matarlos cuando se da cuenta de que nunca llegará a lograr sus pretensiones. Leonido, al descubrir su verdadera identidad, vengará a sus padres matando al rey tirano, y será a su vez rey, por su casamiento con la Infanta.

También en esta obra una intriga trágica (la historia de los padres de Leonido y del castigo del rey tirano) se enlaza con una intriga de comedia (la historia de Leonido), que sirve para dar un final feliz a la pieza.232 El núcleo de esta segunda intriga está en el descubrimiento del amor que Leonido experimenta cuando encuentra a Leonora, la hija del rey tirano. Contemporáneamente, como ya Montesinos y Driante, Leonido manifiesta un valor y una fuerza excepcionales, que revelan sus calidades: ofendido por los cortesanos que acompañan a la Infanta en la caza, Leonido sabe reaccionar victoriosamente; después, cuando aparece en escena un león, sólo Leonido sabe defender a la Infanta matando la fiera, mientras todos los cortesanos se han escapado por el miedo.233 Así, mientras Leonora queda prendada por el valor del joven, éste puede declarar que el amor ha obrado el milagro: «ya en otro ser me conviertes».234 Secuencias muy parecidas son las que se encuentran en El caballero bobo (fecha probable: 1595-1605), para caracterizar la historia del protagonista Anteo. Éste es hijo de un noble, pero se ha retirado voluntariamente a vivir en el campo porque rechaza el amor de las mujeres y quiere evitar cualquier tentación, viviendo en total libertad. En la descripción que su padre hace de él, se mezclan las definiciones y las características del «salvaje» con las del «villano»:235


[...] ha nacido
tan rústico, que al miralle,
verás un hombre en el talle
y un salvaje en el vestido.
Su simple naturaleza
desde niño le inclinó
al monte, de quien tomó
la condición y aspereza.
Es salvaje el triste dél,
y quien es no considera;
pedazos hace una fiera
y vístese de su piel.
Y no hay ponerle en razón
que deje el rústico trato;
es de Hércules un retrato,
y en las fuerzas un Sansón.
Y así vive en esta aldea
y como a cosa perdida
le dejo hacer una vida
que espantara a quien le vea.
Por los montes y los llanos
es tan ligero y gallardo,
que alcanza por pies un pardo
y abre un león con sus manos.
Es en fuerza otro Sansón
tan fuerte, valiente y fiero,
que arranca un árbol entero
y le sirve de bastón.
Pero en lo que es policía
tan tosco y grosero es,
que ni sabe ser cortés
ni admite la cortesía.


Entre «villano» y «salvaje» no hay contradicción, como demuestran las palabras de la Infanta Aurora («Sólo el vestido y el traje / es de villano y salvaje», p. 57a). Frente a Aurora, Anteo siente desvanecerse sus convicciones misóginas, y -una vez más- asistimos a un cambio radical en el personaje, propiciado por el encuentro con la mujer.236

Al descubrimiento del amor, sigue inmediatamente, como en el caso de Montesinos, Driante y Leonido, la «prueba de valor»: Anteo lucha victoriosamente contra cuatro soldados que querían capturarlo, cautivando en el acto el corazón de Aurora. Lo que sigue, ya no tiene ninguna relación con el tema del salvaje: la comedia desarrolla una intriga palaciega de mucho enredo, centrada en un conflicto de amor y honra entre personajes nobles, en la que Anteo y Aurora juegan su papel de galán y dama co-protagonistas. No falta tampoco en esta comedia uno de los motivos típicos de la tragedia (la ofensa de un príncipe con ribetes de tirano al vasallo honrado), como secuencia que contribuye a poner en marcha la intriga: pero aquí el dramaturgo no desarrolla las implicaciones trágicas, optando por la dilución del motivo de la honra y del enfrentamiento con el poder injusto en una dinámica de amores y equívocos típica de la comedia.

A la luz de lo dicho, me parece que se puede llegar a la conclusión de la inexistencia en el teatro de Guillén de Castro de cualquier distinción entre macrosecuencia protagonizada por un héroe-salvaje o por un héroe-villano, como la que podía rastrearse en el teatro de Lope. Las mismas secuencias-clave, los mismos motivos caracterizan a ambos personajes, dando vida a un modelo temático homogéneo cuya articulación fundamental podría resumirse como sigue: crecimiento en un espacio periférico aislado de la Corte (debido la mayoría de las veces a las injusticias de un poder tiránico), manifestaciones de fuerza, descubrimiento del amor y pruebas de valor, consecución final de los objetivos del personaje.

Se trata de un modelo algo distinto y menos complejo del que propone Lope en sus comedias protagonizadas por un salvaje, y que se parece más al modelo según el cual Lope construye las macrosecuencias protagonizadas por un héroe-villano. Con respecto a la macrosecuencia lopesca protagonizada por el salvaje, faltan en las comedias de Guillén todas las dinámicas conflictivas: la agresividad del salvaje y su oscilación entre animalidad y humanidad, el conflicto entre el salvaje y su educador, el duro enfrentamiento entre el salvaje y los hombres, especialmente los campesinos (éstos, en las comedias de Guillén, nunca manifiestan miedo cómico o crueles prejuicios, y revisten invariablemente la función de auxiliares de los protagonistas). Además, el salvaje-villano de Guillén siempre aparece caracterizado por una positividad sin sombras: nunca presenta comportamientos agresivos, o torpe o cómicamente instintivos, como Ursón y Rosaura, los dos salvajes lopescos contemporáneos a las comedias de Guillén que hemos examinado.

Quizás esto se deba a la mayor importancia que cobra el sector «trágico» de la intriga, en estas obras de Guillén de Castro (exceptuado El caballero bobo), con respecto a las comedias de Lope: el tono dominante de la tragedia (que no admite ambigüedades, ni esos resortes de comicidad que pueden ser irreverentes) repercutiría incluso en el sector de la obra que más se caracteriza como comedia. No sólo el modelo temático, por tanto, sino también la fórmula teatral, se diferencian en aspectos importantes de la propuesta de Lope tal como se desprende de Ursón y Valentín, El animal de Hungría y El hijo de los leones.




ArribaAbajoIII. 2. La configuración del tema del salvaje en El nieto de su padre, comedia atribuida a Guillén de Castro

Examinando las comedias que han sido objeto del párrafo anterior, destaca cierta estabilidad en el tratamiento que Guillén da al personaje del salvaje-villano, a lo largo del período que va desde finales del siglo XVI hasta más o menos 1608. Después, el dramaturgo abandona el personaje, a menos que no queramos considerar significativa la breve aparición de un «salvaje» (en realidad Cesarino, cortesano caído en desgracia) en el III acto de Los enemigos hermanos (¿1615-1620?).237 La misma tipología de salvaje (el vestido de pieles como emblema de una situación anímica turbada por una desgracia) se encontraba ya, también muy fugazmente, al comienzo del III acto de El Conde Dirlos (1605-1608):238 el conde, habiendo recibido la falsa nueva de la muerte de su amada, «vase... muy furioso, corriendo por entre los montes», y poco después «sale... vestido de salvaje, con barba larga y bastón».239 Por lo demás, se trata de una transformación momentánea, sólo subrayada por las acotaciones, que no tiene consecuencias en la actuación escénica sucesiva del conde.

Al cabo de más de diez años, aproximadamente, sale en cambio una comedia, titulada El nieto de su padre, que vuelve a llevar a las tablas el personaje del salvaje, y esta vez con todos los caracteres del protagonista. En la única edición impresa que nos ha quedado (Nuevo teatro de comedias de diferentes autores, Madrid, 1658) la comedia se atribuye a Guillén de Castro, y -a pesar de las dudas que han sido expresadas acerca de la efectiva autoría del dramaturgo valenciano- creo que no faltan los elementos (temáticos y estilísticos) para concluir en favor de la paternidad guilleniana de El nieto de su padre.240

Como en las comedias de Guillén de Castro que ya hemos analizado, también en El nieto de su padre se funden dos macrosecuencias de tipo distinto. Una, de raigambre evidentemente trágica, pero que aparece ahora más cercana al modelo tipológico de la comedia palaciega,241 en la que algunos vasallos ambiciosos se rebelan a un rey injusto y tirano, Boemundo; otra que se centra en cambio en la trayectoria evolutiva de un joven salvaje, llamado Avido. Avido se cría en la selva debido, una vez más, a los crímenes del poder injusto: el joven salvaje es hijo de Boemundo y de la hija de éste, Teosinda, y ha sido abandonado en la selva donde lo ha amamantado una cierva. Una vez más, el momento clave en la trayectoria de Avido es el descubrimiento del amor: primero el amor pasional hacia la joven Armesinda, luego un amor más tranquilo (así se lo dicta su capacidad de entender correctamente la voz de la sangre) hacia Teosinda, que vive escondida en la misma selva donde se ha criado Avido. El elemento amoroso funciona también en el primer sector de la intriga, pero como una expresión más de la lucha por el poder que se ha abierto entre los dos vasallos rebeldes Ataúlfo y Alarico, que pretenden respectivamente el amor de Armesinda y Teosinda, para legitimarse en sus pretensiones al reino. En el segundo sector de la intriga, en cambio, funciona como revelador, para Avido, del amplio mundo de los sentimientos, y pone en marcha su actuación en el ámbito de la lucha por el poder: por amor de Armesinda, que sólo quiere casarse con quien va a ser rey, Avido también participa en la guerra contra Boemundo.

Existen sin embargo amplias secuencias, en el sector de la intriga protagonizado por Avido, que no tienen nada que ver con la dinámica amorosa, sino que más bien nos muestran, primero, la ignorancia del joven salvaje, luego, su sabiduría y su perfección moral. Interlocutores preferentes del salvaje en estas secuencias son los villanos: a un momento inicial de miedo y desconfianza (parecido en esto a tantas secuencias que encontramos en las comedias de Lope protagonizadas por el salvaje) sigue una actitud de diálogo y de respeto, que lleva a los villanos hasta a elegir a Avido como su rey. Como en las demás comedias de Guillén de Castro, por lo tanto, entre el salvaje y el mundo de los villanos no se abre el conflicto irreductible que dibuja en cambio Lope.

Por lo demás, en la comedia no queda margen de duda acerca de los caracteres salvajes de Avido, sobre todo en el primer acto. Aparte el ya tópico «vestido de pieles» que le atribuye la acotación a su primera salida242, y el «nudoso bastón» con el que aparece en muchas escenas, Avido se nos muestra en el primer acto totalmente ignorante de muchas e importantes realidades de la vida humana, e incierto en su capacidad expresiva (aunque en realidad esta incertidumbre que él mismo denuncia,243 no se comprueba en lo bien trabado de sus réplicas).

Esta ignorancia inicial de Avido da lugar a una escena muy cómica, en la que los interlocutores del joven son dos «pastores rústicos», como reza la acotación. Desconociendo los múltiples registros del lenguaje, y especialmente las fórmulas de cortesía, Avido no sabe cómo se pide de comer: ve a dos pastores que se insultan y desafían burlonamente antes de beber y comer, y cree que para conseguir un bocado hay que repetir sus mismas palabras agresivas, lo que hace con gran espanto de los dos rústicos. Cuando se aclara el equívoco, los pastores se tranquilizan y empiezan a hablar con el joven: cuando, como al descuido, nombran a la mujer, Avido revela que no sabe de qué se trata. La explicación de los villanos, que con su malicia eligen los aspectos más groseros y sensuales de la relación entre los sexos, desencadena la curiosidad de Avido. Los pastores le dicen que «es la mujer al compás / del hombre formada en sueños / diferentes; tiene menos / unas cosas y otras más» (p. 205a), y Avido obviamente quiere saber qué es lo que tiene menos («baldías / barbas, y otras niñerías / de buen gusto y de mal nombre», ibi.) y qué más; los pastores le dicen que el hombre y la mujer tienen que juntarse para ser de provecho al mundo, y para que la mujer pueda «herse preñada y parir», y Avido quiere saber cómo se hace preñada la mujer y cómo pare. La escena, de por sí muy divertida por la combinación de la malicia de los villanos y la ignorancia de Avido, se remata con esta deducción desconcertadora del joven salvaje: «¿Así viendo un hombre yo / sin barbas, tratarle puedo / como mujer?». A lo que los campesinos contestan muy escandalizados «Quedo, quedo; / pesia mi vida, eso no...» (p. 205b).

Los villanos acaban por escaparse, no por la agresividad de Avido, que no existe, sino por sustraerse a sus preguntas; y entonces aparece en escena Armesinda, para que Avido pueda experimentar de visu qué es la mujer y qué sentimientos desencadena en su pecho. Tampoco Armesinda escapa a las preguntas del joven, ya que éste, turbado por un súbito amor, le describe sus sensaciones para saber de ella cómo podrá llamarlas («¿Qué es esto, qué fuerza tal / tiene en el pecho del hombre?», p. 207b).

Sigue otra escena en la que continúa el aprendizaje del protagonista: aparece Teosinda junto a Alarico, y Avido puede así experimentar la fuerza de la sangre, que lo lleva a inclinarse hacia Teosinda, aunque sin el deseo que caracterizaba su amor por Armesinda. En las manos de Alarico, Avido ve un extraño objeto reluciente que lo atrae, y quiere mirarlo más de cerca y tocarlo: no habiendo visto nunca una espada, se corta en sus filos, que él llama «dientes». El primitivismo ignorante del joven salvaje aquí es cómico sólo a medias: en esta escena, en efecto, lo que el dramaturgo nos está queriendo decir es que la fuerza de la sangre noble suple la falta de conocimientos, permitiendo el interés de Avido hacia el arma noble por antonomasia, aun después de haberse herido con ella .244

Cuando Avido se queda solo con Teosinda, los sentimientos vuelven a ser materia del aprendizaje. Primero, Avido aprende algo que ignoraba del todo: la existencia de los celos como corolario necesario del amor, que se le prueban en el enfado de Armesinda al verlo solo con Teosinda.245 Después, cuando ingenuamente Avido pregunta si no puede un hombre amar a dos mujeres al mismo tiempo («¿no tiene un hombre dos ojos, / dos brazos, y no reparte / en dos manos y en dos pies / del cuerpo cuatro mitades?»), aprende de Armesinda que «tiene sólo un corazón / el que es verdadero amante, / y a una mujer, si le obliga, / solamente debe dalle» (p. 211b).

La ingenuidad de Avido es sincera, aunque seguramente habrá despertado la risa en los oyentes, así como la despierta todavía hoy en los lectores: la malicia, sin embargo, está en el receptor, no en el locutor. En efecto, Avido (y de esto el lector o espectador se da inmediatamente cuenta) siente rectamente y percibe sus sentimientos con exactitud: sabe que el amor que experimenta hacia Teosinda es «más cuerdo, / por ser menos palpitante» (p. 211a); reconoce el amor; se siente impulsado al manejo de la espada; intuye oscuramente la existencia de las leyes del honor, cuando se enfada viendo solos a Teosinda y a Alarico. Lo que pasa es que no sabe dar un nombre y una colocación exacta a estos sentimientos, porque le falta la experiencia del código de las relaciones humanas. Lo dice la misma Teosinda: «Admirable / cosa es ver sin la experiencia / qué poco los hombres saben» (p. 211a).

En realidad, la experiencia a la que puede apelar Avido es de tipo distinto: no ha nacido de la observación del mundo de los hombres, sino de la observación del mundo de la naturaleza. Él mismo lo declara: «...en la tierra y en los cielos / milagros he conocido; / de las aves y animales / me ha mostrado la experiencia / natural y cierta ciencia» (p. 217a). Así, Avido, que en el primer acto se nos aparecía como un primitivo ignorante, en el segundo acto muestra más bien sus calidades de sabio, que puede explicar al pastor Turbo el movimiento de los planetas, el ciclo de las estaciones, la formación de las nubes, y los conocimientos médicos que pueden derivarse de la observación de los animales (II, 7). Frente a este despliegue de sabiduría, el pastor -que al comienzo de la escena quería pegar al salvaje- se queda boquiabierto y lleno de respeto, hasta que se declara amigo del joven y le pregunta su nombre:



Turbo:

Enficionado le estoy;
diga, ¿qué nombre ha tenido?

Avido:

No sé de quién soy habido.

Turbo:

Pues ese nombre le doy;
señor Avido.


(p. 219b)                


Antes de ahora, ningún personaje se había dirigido al salvaje llamándolo con un nombre preciso: la imposición del nombre -que coincide con el reconocimiento de su sabiduría- aparece entonces algo así como un bautizo, simbolizando la acogida del joven en el consorcio de los hombres y el reconocimiento de su plena humanidad.

Mientras tanto, Avido mejora también sus capacidades interpretativas en el ámbito de las relaciones humanas y de los sentimientos: reconoce en sí mismo la existencia de los celos, cuando ve a Armesinda junto con su pretendiente Ataúlfo; sabe que es el honor lo que lo obliga a alejarse de Armesinda, cuando ésta le afea su nacimiento oscuro.246

La ocasión de ser Rey se le depara a Avido inmediatamente después de esta escena: los villanos, cansados de los robos y destrucciones que los bandos de Ataúlfo y Alarico cometen, deciden elegir un rey que los ayude a reaccionar contra los soldados enemigos; y deciden también que el cargo le toca sin duda a Avido, por su valor y su sabiduría. El tercer acto se abre por tanto con la elección del joven como Rey de los villanos, y nos revela un Avido político, rey, hombre, vasallo e hijo ejemplar, que ya no tiene nada de ingenuo y, aún menos, de salvaje. Antes de aceptar la corona, Avido quiere saber si en efecto Boemundo es «Rey tirano» y no «Rey natural, / ni legítimo» (p. 225a). El joven sabe que un vasallo sólo puede destronar legítimamente al rey tirano, es decir, usurpador, y cuando se encuentra con el vencido Boemundo, y aprende de él que es rey legítimo porque «hereda España a veinte y tres reyes» (p. 230a), restituye la corona y lo ayuda a desbaratar a sus enemigos.

Así como conoce los deberes del vasallo leal, Avido conoce también los deberes del monarca, que Boemundo había ignorado. Antes de su elección, el joven declara a sus futuros súbditos cómo piensa reinar: y para explicarles cómo debe ser en su opinión una sociedad jerárquica armoniosa y bien ordenada, se vale del ejemplo tópico de las abejas. No está dispuesto, Avido, a pactar condiciones:


Esto de ellas [las abejas] aprendí;
si os agrada su gobierno,
vuestro Rey seré, seguro
de que os mando y no os ofendo.
Y de no ser esto ansí,
dejadme, y vosotros mesmos
os gobernad o os perded,
que esto será lo más cierto;
porque yo, poco ambicioso
de ser vuestro Rey, más quiero
-pues se hace de vasallos
mal regidos un mal reino,
y de un mal reino un mal Rey,
y de todo un mal suceso-
volviendo a mis soledades
en un espacio pequeño,
ya que no opulenta mesa,
ocupar seguro lecho,
y por los campos después
y los montes, ir sabiendo
de la gran naturaleza
los más guardados secretos.


(pp. 226b-227a)                


En esta conclusión de un larguísimo parlamento (197 versos), Avido muestra otros rasgos ejemplares: no quiere reinar por ambición sino por realizar un ideal de buen gobierno, y -como el sabio estoico- prefiere la soledad y la sencillez de la vida en el campo a una eventual «opulenta mesa», condimentada de angustias. En esto vemos un eco de la desconfianza del sabio hacia la Corte, rasgo tópico que Lope utiliza por ejemplo en El Animal de Hungría y El hijo de los leones, para poner de relieve la innata sabiduría y la falta de torpe ambición en sus «salvajes». Este rechazo de los aspectos negativos de la civilización urbana y cortesana deriva en los salvajes de Lope de su ser «natural»: una medalla que -sobre todo en las comedias más tempranas- tiene también la otra cara, negativa o cuanto menos «baja», de la agresividad, la impulsividad, la sujeción a los instintos. En cambio, la naturalidad de Avido se nos propone en El nieto de su padre como enteramente positiva: todos sus impulsos son rectos e irreprochables, desde su casta inclinación hacia la madre Teosinda, a su afecto y piedad para el padre Boemundo, a su amor por Armesinda, que no le impide renunciar a ella para cumplir con los deberes del honor.

Es notable además el constante apelar de Avido al mundo de la naturaleza como fuente de toda sabiduría, incluso política: si las abejas le proporcionan el ejemplo del buen gobierno, el joven acude después a la unión de los elementos (específicamente agua y tierra) para convencer a los villanos de la necesidad de la unión entre el rey y sus vasallos.247 La naturaleza ofrece al hombre no tanto un modelo, como el modelo: gran libro de Dios, es también el espejo en que el hombre debe mirarse para aprender cómo tiene que vivir, ya solo, ya junto a sus semejantes. La insistencia del dramaturgo en proponernos motivos que refuerzan esta visión de la naturaleza como guía y modelo del hombre nos prueba que éste es uno de los ejes ideológicos de la comedia. Avido declara por ejemplo que «Es de los animales / señor y rey el hombre / y aun ellos con ser brutos / tienen sabias acciones» (p. 218a); o que «un animal, que apenas tiene nombre, / hace tal vez irracional al hombre» (p. 228a). Y Arquelao, el vasallo que ha salvado de la muerte a Teosinda y a su hijo, cuenta a Boemundo, en la penúltima escena de la comedia, cómo toda la naturaleza se mostrara más piadosa que él en querer salvar a toda costa al niño inocente.248

De todos los personajes que forman parte del grupo de los protagonistas nobles, Avido es el único que sabe aprovechar las enseñanzas de la naturaleza, el único que se comporta rectamente. Ataúlfo no vacila en traicionar a su Rey natural por conquistar el amor de Armesinda; Alarico en cambio no quiere a Teosinda sino porque casándose con ella piensa heredar el reino; Armesinda no es ningún ejemplo de lealtad y firmeza amorosa, pues como dice eficazmente Avido «por ser Reina, / quiere a quien debe querer» (p. 231a); Teosinda no es sino una frágil víctima; y Boemundo, en fin, es todo lo contrario del rey perfecto, porque se ha dejado dominar por sus apetitos, y con sus desenfrenos no sólo desencadena una guerra civil, sino que ni siquiera sabe escuchar la voz de la sangre, primero cometiendo incesto con su hija, después condenándola a muerte junto con su inocente hijo y nieto. En todo, Avido es el exacto contrario de sus tres rivales coprotagonistas masculinos: sabe renunciar al amor por ser vasallo fiel, ama por inclinación y no por ansia de poder o razón de Estado, le interesa el buen gobierno y no la realización de sus ambiciones, que no existen, o de sus deseos, que sabe controlar.

Su estatura de personaje ejemplar se confirma por dos alusiones de raigambre clásica y bíblica, que se encuentran en el final del tercer acto. En la octava escena (el número total de escenas por cada acto es muy bajo), Avido se nos aparece «con el rey en hombros», como reza la acotación: el hijo pone a salvo a su padre, como el pío Eneas había salvado del incendio de Troya a su padre Anquises. Al final de la escena diez, la penúltima de la comedia, Boemundo y Arquelao interrumpen su diálogo porque escuchan ruido de tambores de guerra y -lo que es más insólito como recurso fónico para evocar escenas de batalla- el estallido de una honda, «seña de Avido», como aclara Arquelao. El joven salvaje, armado sólo de su valor y su pureza, ha vencido a los guerreros nobles y poderosos, pero traidores, como el pastor David venciera al gigante filisteo Goliat.

Esta ejemplaridad insistida y sin manchas de Avido, es lo que caracteriza El nieto de su padre con respecto a las comedias de Lope que también llevan a la escena el personaje del salvaje. El vestido de pieles con el que Avido aparece por primera vez en el primer acto de la comedia, ya no simboliza una animalidad todavía no domada, como en Lope, sino que garantiza la fidelidad del joven héroe al mundo de la naturaleza todavía no corrompida por las pasiones humanas. Por otro lado, hay que subrayarlo, nada más lejos del «buen salvaje» que nuestro personaje teatral: Avido no representa otra cultura, otra visión del mundo en choque con la de los personajes nobles, ni su limitado primitivismo sirve para hacer estallar las contradicciones de la cultura y la civilización cortesana. Todo lo contrario: Avido es la realización perfecta del modelo al que esta misma cultura y civilización noble y cortesana aspira; y su naturalidad es la justificación más alta de este modelo, que se percibe como natural, creado por el mismo Dios que ha creado toda la naturaleza, y no por la falibilidad de los hombres.

No extraña entonces el que Avido no necesite ningún tipo de educación «artificial» para mejorarse y superar los límites de una naturalidad que en Lope todavía era una medalla de dos caras: Avido no debe leer ningún libro, ni aprender griego y latín como el Leonido de El hijo de los leones, ya que su libro es simplemente la naturaleza. Lógicamente, se trata de una naturaleza por así decirlo «depurada»: ¿cómo no recordar, por ejemplo, que Ursón y Rosaura habían aprendido las realidades más elementales del amor entre hombre y mujer observando los animales, mientras Avido, que tanto observa los animales para saber cómo hay que curarse y cómo hay que gobernar, tiene que esperar la torpe explicación de un villano malicioso para vislumbrar qué es la mujer y cuáles pueden ser sus relaciones con el hombre?

Nada hay ya de intrínsecamente cómico, de heterodoxo, de impulsivo y transgresor en Avido: incluso Leonido, el salvaje lopesco que más se le parece, no sabe conciliar de manera tan perfecta amor, honor y deber, y comete -aunque con las mejores intenciones- un acto de lesa majestad y de lesa paternidad. Por esto no nos extraña el ver que Avido no debe experimentar ningún tipo de humillación antes de recobrar su verdadera identidad y su colocación en la jerarquía social: el modelo narrativo del héroe víctima no funciona en la organización ideológica de esta comedia. Son los nobles cortesanos, traidores al modelo óptimo de nobleza, que salen de la Corte para encontrarse todos en el campo y verse derrotados por Avido; y Avido no va a Corte prisionero o humillado o en condiciones de inferioridad, como pasa con los salvajes de Lope, sino como triunfador, ya seguro de su identidad y de la feliz acogida que sus súbditos le preparan. Como dice él mismo en los últimos versos de la comedia, con gran seguridad: «Toca, y entremos triunfando / en la ciudad que me aguarda».

El espacio periférico adquiere entonces un valor enteramente positivo: como en las demás comedias de Guillén de Castro, es allí donde se prepara la renovación de la Corte, es de allí de donde sale el joven héroe victorioso que acabará con los errores del poder tiránico, sustituyendo a una figura paterna culpable e indigna de su misión de gobierno, porque se ha demostrado incapaz de gobernar sus mismas pasiones.




ArribaAbajoIII. 3. Rastros del tema del salvaje en dos comedias de Tirso de Molina: El Aquiles, Todo es dar en una cosa

La utilización de algunos motivos conectados con el tema del salvaje, para dibujar las fases iniciales de la trayectoria de un héroe protagonista de comedia, es un recurso muy frecuente en el teatro de la época de Lope, como ya hemos observado en el mismo Lope y en Guillén de Castro. También echa mano de algunos de estos motivos Tirso de Molina, en dos comedias suyas que se centran en una figura de joven héroe, en la fase crucial de su adolescencia. El Aquiles, probablemente la primera en orden cronológico de estas dos obras (compuesta entre 1611 y 1612),249 lleva a la escena la primera parte de la vida del héroe griego, hasta el asedio de Troya; en el final, el dramaturgo nos anuncia una segunda parte, que -de haberse realmente escrito- no nos ha llegado.250 Los motivos que derivan del modelo temático del salvaje se concentran todos en el primer acto de la comedia: aquí se nos muestra a Aquiles, joven fuerte y agresivo, «vestido de pieles», que vive en la selva en pelea constante con su madre Tetis y su ayo el centauro Quirón, que así lo reconviene:


Ya no te pueden sufrir,
Aquiles, estas montañas,
a nadie dejas vivir;
de tus costumbres extrañas
todos procuran huir;
¿qué pastor por ti no está
señalado? ¿Qué pastora,
cuando a su cabaña va,
de ti no se queja y llora,
y mil querellas me da?


(p. 1809b)                


Muchos hermanos (sobre todo en el teatro de Lope) tiene este joven desenfrenado en el uso de su fuerza, que se justifica aduciendo la peculiaridad de su crianza:


Tú tienes la culpa de eso;
desde niño me criaste,
Quiron, robusto y travieso;
con leche me alimentaste
de una onza, así profeso
el natural heredado
de la leche que mamé.
Carnes de fieras me has dado
a comer...


(p. 1810a)                


Pero toda esta soberbia y altivez no son sino un preludio, para resaltar debidamente la fuerza de los efectos de amor, que saben suavizar y cambiar incluso un carácter como el de Aquiles. Utilizando otra situación ya muy tópica, Tirso nos muestra a Aquiles encontrándose en el bosque con la princesa Deidamia, quien junto con su séquito se dedicaba a los placeres de la caza. El amor obra del mismo modo en Aquiles que en sus hermanos teatrales salvajes, aunque la elocuencia del personaje tirsiano es mucho más rebosante. La transformación es tan profunda, que el recio y agresivo Aquiles, para conquistar el amor de Deidamia, acepta ir a su palacio vestido de mujer,251 y sufre todas las humillaciones que le derivan de esta posición falsa: como cuando el novio de Deidamia, celoso, hace irrupción en la sala donde todas las criadas de la princesa (y Aquiles con ellas) están trabajando en sus bordados. El joven héroe tiene que soportar entonces sin reaccionar la vista de la espada desenvainada de su rival, arma viril por excelencia, mientras que él sólo puede manejar la aguja, instrumento femenino que lo humilla, si bien le permite llevar adelante su engaño amoroso.

Sin embargo, traicionero en sus amores o cuanto menos inconstante como muchos héroes de la tradición clásica, Aquiles no resiste largo tiempo en esta posición: no bien logra seducir a Deidamia, cuando las instancias del honor se hacen sentir con mucha más vehemencia en su espíritu. No resulta entonces muy difícil a Ulises provocar su orgullo masculino para que descubra su verdadera identidad y no pueda negarse a participar en la guerra de Troya.

La trayectoria dramática de Aquiles, del estado semisalvaje de su vida en la selva, pasando por su permanencia en el palacio de Deidamia bajo el disfraz mujeril, y llegando al momento en que se hace cargo de sus obligaciones de hombre y de guerrero, ha sido leída como la historia simbólica y ejemplar de una evolución interior. La evolución de una etapa en la que dominan los instintos y el egoísmo, y el amor como «apetito», a una etapa de madurez, en la que priva el honor (sentimiento social por excelencia), y en la que el hombre reconoce sus deberes hacia la comunidad.252 A su vez, por lo que a nuestro tema respecta, esta trayectoria correspondería, en su valor simbólico de evolución del ser humano, a la trayectoria del salvaje como la hemos conocido sobre todo en las comedias de Lope de Vega.253 El texto de la comedia de Tirso sin duda ofrece algunas justificaciones a esta interpretación, sobre todo por la presencia de motivos típicos del tema del salvaje en la primera etapa de la vida de Aquiles, y por la oposición altamente significativa (pero ya prefigurada en el mito) entre identidad femenina -y el consiguiente rechazo de las obligaciones bélicas- e identidad masculina, con sus corolarios de honor y valor. Sin embargo, creo que hay que matizar con algunos claroscuros esta interpretación que ve en la historia tirsiana de Aquiles una trayectoria ascendente y sin sombras hacia un ideal humano y varonil heroico. En realidad, Aquiles logra sentir la presión del honor y de sus deberes de hombre, sólo cuando ya ha logrado seducir a Deidamia: no podemos hablar por lo tanto de renuncia heroica al amor en nombre del honor, como en el caso de Leonido en El hijo de los leones de Lope, o de Avido en El nieto de su padre (comedias, por otro lado, más tardías que El Aquiles, y que reflejan otro estadio en la elaboración de la figura del héroe). Amante desleal e inconstante como lo son muchos personajes tirsianos,254 Aquiles no vacila en abandonar a Deidamia y, ya en el campamento griego, en volverse a enamorar de la troyana Policena. Por lo tanto no se puede hablar de una derrota de Venus, o del «amor apetito», como quisiera quien lee en la historia de Aquiles una trayectoria demasiado lineal. Tampoco puede decirse, en apoyo a esta interpretación, que las últimas escenas de la comedia (precisamente las que nos muestran un Aquiles nuevamente enamoradizo) sean «una falla» de Tirso, porque cuestionan la coherencia de los dos primeros actos.255 Simplemente, estas escenas nos dicen que Tirso está respetando todos los datos del mito, porque evidentemente no le importa «moralizar» a su héroe.

Porque Aquiles es un héroe -a pesar de sus debilidades e inconsecuencias amorosas- en la conciencia de cualquier conocedor de la tradición literaria clásica, y debe serlo en la reelaboración que el dramaturgo hace de esta tradición. En este sentido, comprobamos una vez más que el vestido de pieles, y todos los motivos más exteriores del tema del salvaje (crianza en la selva, posiblemente con leche de alguna fiera; soberbia, agresividad y fuerza extremadas; encuentro con la mujer como etapa determinante en la vida del joven) son unas marcas icónicas y situacionales que sirven para que el espectador pueda reconocer de inmediato que se encuentra frente a la historia de un héroe, de cualquier héroe. No se trata de una elaboración compleja y original del tema, sino de una simple recurrencia de motivos que se basa en su redundancia en el teatro de la época, y por lo tanto en su carácter reconocible. Es un fenómeno parecido al que hemos notado en el teatro de Guillén de Castro, donde la macrosecuencia dramática protagonizada por el joven héroe casi siempre se sirve de motivos que pertenecen al tema del salvaje. Pero en Guillén la utilización de estos motivos todavía se inscribe en una dialéctica más compleja, en la que se agitan problemas como el de la relación entre Corte y espacios periféricos, el de la justa reacción al ejercicio injusto del poder regio y, sobre todo, el de la elaboración de una figura ejemplar de príncipe y de joven noble. Ninguna de estas problemáticas puede rastrearse en El Aquiles, comedia mitológica, al fin y al cabo, que no conserva ningún recuerdo de los temas y los tonos de la tragedia, ni se compromete con las metáforas político-sociales ensayadas a menudo por la comedia palatina.

La utilización de motivos que pertenecen a la macrosecuencia temática del salvaje, pero desgajados de cualquier intento que no sea el de subrayar de manera inequívoca las calidades heroicas del protagonista, se encuentra en otra comedia de Tirso, la primera de la trilogía dedicada por él a la exaltación de la familia Pizarro: Todo es dar en una cosa, escrita probablemente entre 1626 y 1629-30.256 También aquí Tirso de Molina tiene que crear una figura de héroe, esta vez un héroe histórico, Francisco Pizarro, el conquistador del Perú. Y el retrato del héroe -ya lo hemos observado en muchas ocasiones- es más acabado si se nos muestran no sólo sus hazañas juveniles, sino también las circunstancias de su nacimiento y su infancia y adolescencia, circundadas de un halo mítico. Por lo tanto, no basta el dato histórico, el que Francisco Pizarro fuera hijo bastardo de Beatriz Cabezas y Gonzalo Pizarro, criado en la casa de su abuelo materno. Hay que inventarse que Beatriz, habiendo dado a luz al fruto de sus amores irregulares, lo dejara en el hueco de una encina, donde una cabra le diera su leche, hasta que el abuelo lo recobrara para criarlo en su casa (primer acto). Hay que subrayar, en múltiples escenas, la impaciencia insolente del joven Francisco frente a las enseñanzas de su maestro y a las reconvenciones de su abuelo; su agresividad cruel hacia los villanos de la aldea; su fuerza increíble para un joven de quince años, que prefiere mil veces las armas a las letras (segundo acto).257

Si exceptuamos el motivo de la crianza con leche animal, típico del tema del salvaje, se trata de secuencias que caracterizan por igual el tipo teatral del héroe-villano. En especial, la trayectoria de Francisco Pizarro comparte, con la macrosecuencia protagonizada por este personaje, la línea ascensional de triunfos y victorias, así como la ausencia de cualquier castigo por su comportamiento desmedido y arrogante hacia todos los que representan para él un obstáculo, y, más específicamente, hacia las figuras de la autoridad: el maestro, el abuelo y el mismo padre.258

Todo es dar en una cosa, comedia encomiástica escrita por encargo de la familia Pizarro, debe por lo visto construir un héroe, así como debe construirlo la comedia mitológica que es El Aquiles. Pero se trata en ambos casos de un héroe que -más allá de la pauta mítica que modela sus comienzos- conserva fuertes rasgos individuales, y se niega a la ejemplaridad. Por esto, la utilización de algunas secuencias del tema queda fuera de esa dialéctica típica de Lope y de Guillén, en la que el joven héroe con rasgos salvajes se propone como modelo (cuando más, cuando menos perfecto) de un ideal aristocrático.




ArribaAbajoIII. 4. Virtudes vencen señales, de Luis Vélez de Guevara: la ejemplaridad del «monstruo» y su relación con el «salvaje» de El hijo de los leones, de Lope, y de El nieto de su padre, atribuida a Guillén de Castro

En el título de Virtudes vencen señales, de Luis Vélez de Guevara, no encontramos ya una alusión al nombre o a las calidades del protagonista, sino a una oposición binaria que hemos encontrado otras veces en nuestro recorrido explorativo del tema teatral del salvaje: el dualismo apariencia / realidad. La dialéctica entre los dos términos de esta pareja constituye en efecto una de las claves de lectura de la trayectoria del protagonista de la comedia: Filipo, hijo del rey de Albania Lisardo, debe luchar contra las «señales» desfavorables que lleva impresas en su persona para que se le reconozcan sus «virtudes». Estas señales no son el vestido de pieles de los salvajes de Lope y Guillén de Castro, sino algo mucho más definitivo: una piel negra, un rostro «monstruoso», que causan miedo y desprecio en los personajes «normales». No sólo las apariencias exteriores de Filipo difieren del tópico vestido de pieles; ni siquiera la historia de su infancia pertenece al modelo típico de la macrosecuencia protagonizada por el salvaje. Filipo no ha sido abandonado en la selva, sino que ha sido encerrado por su padre en una torre-cárcel, para que el mundo ignorara su existencia.259 Lo que el rey Lisardo teme es que el pueblo malicioso, al ver las monstruosas «señales» de su hijo, ponga en entredicho su honor y el de su esposa; sin embargo, la piel negra de Filipo sólo se debe a que Lisardo había mirado una imagen de la reina de Sabá mientras engendraba a su hijo. En la torre, Filipo recibe una educación esmerada, pero por lo visto le falta cualquier conocimiento del mundo, y en especial del mundo de la naturaleza: todo lo contrario de lo que pasaba con los salvajes de Lope y de Guillén de Castro.

A pesar de estas diferencias, en la macrosecuencia protagonizada por Filipo se rastrean muchas analogías con el modelo temático del salvaje, sobre todo por la presencia de algunos motivos ya tópicos. El dramaturgo nos muestra primero al joven protagonista -que, sediento de libertad, ha decidido escaparse de su cárcel- en éxtasis frente a las bellezas de la naturaleza. Un momento después, este éxtasis se dobla y adquiere matices de mayor complejidad sentimental, cuando Filipo encuentra a la primera mujer que ve en su vida. Las reacciones de los dos protagonistas de esta escena siguen un guión ya conocido: la mujer tiene miedo al ver al monstruoso joven, éste le garantiza su naturaleza humana y se queda maravillado y absorto frente a la realidad nueva y deslumbrante de la mujer; surgen en él un respeto extraño y un sentimiento desconocido.

La mujer que ha hechizado a Filipo es en realidad (aunque ninguno de los dos, obviamente, lo sabe) su hermana Leda; se prepara así para el joven protagonista un conflicto doloroso entre amor y honor, entre amor y respeto de los lazos de la sangre, que nos recuerda la situación análoga de Leonido en El hijo de los leones, que se enamoraba de su madre. Hecho ya el aprendizaje del amor, primera etapa de la experiencia humana no sólo en esta comedia, sino en general en todo el ancho mundo de la Comedia, Filipo puede enfrentarse con otras realidades para él desconocidas, como el complejo y resbaladizo campo de las relaciones humanas, y los distintos estamentos de la sociedad.

Después de Leda, el segundo personaje con el que Filipo entra en contacto en su nueva vida libre pertenece también a la nobleza: se trata del Almirante de Albania, pretendiente de Leda. En esta escena, Filipo puede percibir la existencia de los celos, y del honor, ofendido por las estúpidas chanzas del Almirante. La reacción es inmediata: como es de esperar en un noble, Filipo desafía al Almirante, pero no con la espada, que no posee, sino con un bastón, arma -como ya sabemos- típica del salvaje, emblema de fuerza rústica todavía no encauzada en los moldes de la cortesanía. También se pone de relieve, en esta escena, la ignorancia de Filipo por todo lo que son realidades y convenciones del mundo cortesano: no sabe dar un nombre al animal desconocido que es para él el caballo del Almirante,260 no entiende el significado del título de «Alteza» otorgado por el Almirante a la princesa, y piensa que es otro nombre propio de Leda. Esta ignorancia -no sólo de algunos datos de la realidad, sino incluso de algunos matices del lenguaje- no se refleja sin embargo para nada en los discursos de Filipo: como el Leonido de El hijo de los leones, y más todavía, como el Aquiles de Tirso de Molina, Filipo en su exaltación de la naturaleza y en sus requiebros a la mujer utiliza un lenguaje rico de tropos y figuras retóricas que desmiente su simplicidad.

Cuando Leda y el Almirante se van, ha llegado para Filipo la hora de entrar en contacto con otro sector de la sociedad: el de los campesinos. Para esta etapa del aprendizaje social de su personaje, que empieza en el segundo acto, Vélez utiliza un motivo que pertenecía a la macrosecuencia teatral del salvaje, en la formulación que le da Lope en Ursón y Valentín: el encuentro del protagonista con una joven villana. Todo ha cambiado sin embargo en la formulación de Vélez: Filipo ya no se deja atraer por la belleza de Tirrena (es un noble al fin y al cabo, y sólo podía enamorarse de una dama); sólo le pide algo para comer, pero se lo pide cortésmente (nada de bruscas apariciones que espantan a los villanos, como en Ursón y Valentín, o El hijo de los leones, o El nieto de su padre); no pide vino (que tanto les gustaba a Ursón y a Avido),261 y rechaza las cebollas que la villana quiere añadir al pan que le ofrece. Todo un noble, entonces, como comenta la joven («Quien con hambre hace desprecio / de las cebollas, no tiene / mala sangre»);262 todo un noble no sólo porque rechaza vino y cebollas, sino también porque para él comer ya no es uno de los placeres elementales de la vida, sino una necesidad casi vergonzosa, ya que recuerda al hombre los inevitables lazos que lo unen a su naturaleza «baja», corporal. Así Filipo se queja cuando percibe el estímulo del hambre: «¡O, humana flaqueza, al fin / a las pensiones del cuerpo / sujeta!» (p. 102) .

Su nobleza sigue revelándose en una larga serie de escenas, que no sirven tanto para hacer progresar la acción, como para mostrar la naturaleza noble del protagonista. Unos salteadores amenazan la región, maltratando a quien no sabe defenderse, y entre otros a Clarín, el gracioso de la comedia, criado de Leda, que en la escena del encuentro entre Filipo, Leda y el Almirante había sido insolente con el joven «monstruo». Filipo sin embargo acoge y defiende a Clarín, perdonándolo, así como defiende a Tirrena de la violencia de los salteadores, y perdona a éstos cuando se le rinden, derrotados por su valor. No sólo, en cuanto noble, Filipo ampara y protege a los más débiles y necesitados, sino que además sabe perdonar.263 Esta generosidad del vencedor, que no se ensaña en quien ya se le ha rendido, es una calidad que ya encontramos en los salvajes de Lope, y es propia del rey, en cuanto se la consideraba característica del rey de los animales, el león.264

También propio del noble es el desprecio del dinero, que Filipo expresa en un diálogo ejemplar con el gracioso Clarín, apegado -como todos los personajes «bajos»- a las aficiones más groseras y materiales. Filipo ignoraba la existencia del dinero, pero percibe enseguida que es injusta y «de ánimos viles» la adoración que profesa en cambio Clarín para los «ídolos de plata hechos» (p. 118).

En realidad, las aspiraciones de Filipo son mucho más altas: como los jóvenes héroes villanos pero en realidad nobles de muchas comedias de Lope, Filipo ambiciona un destino más elevado que el que aparentemente le depara su aspecto monstruoso. Así es que cuando los salteadores, deslumbrados por su valor, deciden elegirlo como su capitán, Filipo no sólo acepta, sino que exige más todavía:


Yo he nacido,
aunque de origen confuso,
de pensamientos tan altos
que, aunque de fortuna faltos,
tanto en ellos de honor puso
el cielo heroyca ambición
que el título he de acetar,
porque me inclina a mandar
mi bizarro corazón.
[...]
...no quiero que me llaméis
capitán: por Rey juradme
destos campos y llamadme
Rey, que en mi valor veréis
que este título merezco,
y que assienta en mi valor
el de Rey mucho mejor
que otro alguno; aunque parezco,
por las muestras naturales
del negro color del rostro,
fiero y prodigioso monstro,
virtudes vencen señales.


(pp. 124-125)                


El valor, las virtudes (es decir, la verdadera naturaleza del personaje) vencen las apariencias; estamos otra vez ante el motivo del «Rey de burlas» que es en realidad un «Rey de veras». Las posibles implicaciones de rebeldía y cuestionamiento de la autoridad regia -aquí como en El nieto de su padre, que utiliza una secuencia análoga- se soslayan, gracias al motivo de la fuerza de la sangre. En un primer momento Filipo reacciona de manera agresiva a la llegada del ejército del rey de Albania que busca al heredero, y reafirma su derecho a reinar, proponiendo algo así como una repartición del reinado.265 Pero cuando sabe que el rey de Albania es su padre, toda veleidad de rebeldía se borra: conmovido, Filipo baja de su reducto para abrazar a Lisardo y someterse a su autoridad. Ningún enfrentamiento, por lo tanto, con el rey-padre, a diferencia de lo que le tocaba a Leonido en El hijo de los leones; sin embargo, como Leonido, a Filipo le espera una prueba igualmente difícil, la renuncia a la mujer amada. Y que ésta sea otra prueba en el camino hacia la perfección como hombre y como príncipe, lo demuestra la repetición del leit-motiv del título:


Hermosa Leda,
tuyo fui, tu hermano soy,
loco adoré tu belleza,
cuerdo miro tu peligro.
[...]
Libre huyo, preso buelvo,
mas en tanta competencia
de temores y osadías,
de dudas y de ternezas,
virtudes vencen señales,
tanta raçón, tanta fuerça,
al apetito la sangre,
y al amor el valor vença.


(p. 146)                


Ésta también es una victoria, importante en la trayectoria del joven héroe tanto o más que un hecho de armas. Pero las pruebas no han acabado todavía: Filipo todavía tiene que convencer a un sector de personajes de que a su apariencia monstruosa corresponde un alma noble y digna de reinar. Los personajes del sector social «bajo» (el gracioso, los bandidos, la villana Tirrena) ya lo saben: «No he visto en cuerpo tan negro / alma tan blanca jamás» (p. 107), dice Tirrena; y los bandidos, después de su victoria, ya no lo llaman «monstro» sino «hombre prodigioso» (?). En cambio, los nobles, afectados en sus ambiciones por la imprevista aparición de Filipo como príncipe heredero, todavía no quieren reconocer su valor.266 Así es como el tercer acto -que se desarrolla todo en Palacio- se centra en una complicada intriga palaciega: el rey Lisardo ha muerto, Filipo ya es rey de Albania, pero Leda y el Almirante, y los príncipes de Sicilia Enrique y Alfreda, conspiran para deshacerse de Filipo. Éste, con mucha habilidad, sabe sortear el peligro, desenmascarar a sus adversarios y convencerlos definitivamente de su valor y de su legítimo derecho al reino. Se trata de secuencias ajenas sin duda al tema del salvaje, pero coherentes con la construcción de la trayectoria del protagonista, en cuanto funcionan como la prueba decisiva en su ascenso del cautiverio y la monstruosidad, a la reintegración en su condición estamental y al reino.

No puede dejarse de notar que nada queda, en Filipo, de las marcas específicas del salvaje lopesco: no sólo -como en Guillén de Castro- faltan las características diegéticas del héroe-víctima (pasividad, pruebas involuntarias, momento de crisis antes del reconocimiento final, sumisión dolorosa a la autoridad paterna); sino que ni siquiera hay rastros de la apariencia emblemática (el vestido de pieles).

Sin embargo, no nos extraña el que Filipo no se nos presente vestido «de pieles», sino, como reza la acotación, «de color». El protagonista de Virtudes vencen señales no tiene nada de la naturalidad y la animalidad que connotan a los salvajes lopescos; ni siquiera de esa naturalidad perfecta y depurada de cualquier rasgo instintivo que caracteriza al Avido de El nieto de su padre. Filipo es un personaje que pertenece por completo al mundo de la Cultura: ha sido criado y educado en una torre de Palacio, y, al revés de Avido, no sabe nada del mundo natural. Y no estará de más añadir que sólo una vez, en los tres actos de la comedia, un personaje se refiere a Filipo llamándolo «salvaje».267

Sin embargo, la macrosecuencia protagonizada por Filipo tiene muchos puntos de contacto con la macrosecuencia modélica protagonizada por el salvaje, sea en la realización de Lope de Vega, sea en la de Guillén de Castro. En primer lugar, porque no se trata tanto de un personaje que quiere salvar la distancia geográfica y social que lo separa de la Corte (como es el caso de los villanos-nobles), sino de un personaje cuya marginación es mucho más radical. Esta marginación se pone de manifiesto con algunos recursos ya muy codificados en las comedias que llevaban a la escena la macrosecuencia protagonizada por un salvaje: sobre todo, la ignorancia (aunque relativa) del personaje, y el miedo que éste despierta en los demás personajes, que le niegan -en un comienzo al menos- el mero estatuto de «humano». Otro punto de contacto con la macrosecuencia protagonizada por el salvaje reside -desde el punto de vista de la articulación de la intriga- en el hecho de que la trayectoria dramática de Filipo no se construye solamente con acciones heroicas, escenas de galanteo y complicaciones del enredo, sino también con una gran abundancia de secuencias cuya función no es la de hacer progresar la acción del enredo, sino la de ilustrarnos y revelarnos la nobleza ejemplar del protagonista. Y, como ya podía comprobarse en el análisis de las comedias de Lope de Vega y de Guillén de Castro, estas secuencias con funciones catalíticas son especialmente abundantes en las comedias protagonizadas por un joven salvaje, más que en las comedias protagonizadas por el joven villano-noble, héroe buscador metido de lleno en una intriga de acción y de amores.

A este respecto, en un análisis comparado de Virtudes vencen señales, choca sobre todo la semejanza con El nieto de su padre. Ni Avido ni Filipo están connotados por la agresividad que caracteriza a los salvajes lopescos; ninguno de los dos tiene relaciones conflictivas con un ayo o con una figura sustitutiva de los padres, ya que no se llevan a la escena las relaciones de esta figura con el protagonista, ni hay conflicto entre el protagonista y su verdadero padre. Ni Avido ni Filipo tienen dudas acerca de su humanidad, como las tienen los salvajes de Lope; ambos están muy seguros de su valor, y no tienen el menor reparo en aceptar una fingida elección que los hace reyes, aunque reyes de una sola clase de súbditos.

En fin, en ambas comedias todos los personajes cortesanos aparecen bajo una luz sombría: ambiciosos y desleales, y sobre todo fácilmente dispuestos a traicionar a su rey natural. El joven protagonista destaca por lo tanto sobre este fondo oscuro, con la luz de su comportamiento ejemplar. Lo mismo puede decirse, con las debidas matizaciones, para El hijo de los leones: aquí también el personaje de Leonido se construía como dechado de nobleza frente a su padre el príncipe Lisardo. Sin embargo en la comedia de Lope se nota una importante diferencia: las connotaciones negativas no afectan a todos los personajes cortesanos sino sólo a Lisardo, mientras la ejemplaridad de Leonido no carece de alguna sombra.

Por cierto, si se compara a Leonido con ese primer esbozo del personaje del salvaje que es Ursón, no pueden dejarse de notar las «mejoras», por decirlo así, que Lope ha introducido en la macrosecuencia protagonizada por el salvaje: «mejoras», obviamente, desde el punto de vista de una ética e ideología aristocráticas, es decir que Lope va quitando a su personaje casi todas las características «bajas» y groseras. Pero Guillén de Castro (si El nieto de su padre es suya) y Vélez, adelantan mucho más en este camino, y sus protagonistas son ya del todo ejemplares, príncipes y hombres perfectos sin sombra alguna.

A la luz de lo dicho, no deja de ser sorprendente la cercanía cronológica que las fechas de composición propuestas para El hijo de los leones, El nieto de su padre, y Virtudes vencen señales, suponen entre las tres comedias. Su génesis tendría que colocarse en un lapso relativamente bien definido: el bienio 1620-1622. Ahora bien, 1621 es el año de la muerte de Felipe III y de la subida al trono de Felipe IV; no sería extraño hipotizar que estas tres comedias se hubieran escrito todas, si no para celebrar la coronación de Felipe IV, al menos bajo el influjo de una temperie especial, propiciada por el cambio en el vértice de la monarquía. El joven protagonista, «salvaje» o «monstro» que fuese, sería una «figura» del joven rey; su trayectoria ejemplar sería al mismo tiempo una invención laudatoria y un auspicio, en un momento en que se esperaban del nuevo monarca una renovación en la gestión del poder y un saneamiento de la situación nacional.268

Muchas pequeñas señales refuerzan esta hipótesis: las pieles de león de Leonido (nomen omen, ya que el león es rey de los animales),269 la insistencia en la generosidad hacia los rendidos de Leonido y de Filipo (calidad que se consideraba propia del león, y por lo tanto también de un rey humano), la misma elección del nombre de Filipo en la comedia de Vélez... Lo que es indudable es que en estas tres comedias la macrosecuencia protagonizada por el salvaje, o por su homólogo el negro «monstruoso», cobra una importancia que nunca había tenido antes, vertebrando el desarrollo de la intriga a partir del primer acto. Y no se trata sólo de una importancia «cuantitativa», sino también «cualitativa» y funcional: la trayectoria teatral del protagonista sirve no sólo para integrar una intriga amorosa de carácter ora palaciego ora palatino, dándole algún toque exótico, sino también para dramatizar problemáticas de alcance más amplio, centradas en la presentación modélica de un ideal humano aristocrático.

Y son precisamente estas problemáticas las que faltan en las comedias de los demás contemporáneos de Lope que utilizan alguna que otra secuencia del modelo temático del salvaje, pero dejando de lado la vertebración ideológica que Lope, por primera vez, había empezado a esbozar. Si esto es cierto para las comedias de Tirso con protagonistas masculinos, también es cierto para las comedias que vuelven a llevar al tablado el personaje de la mujer salvaje.




ArribaAbajoIII. 5. La «mujer salvaje» en tres comedias de autoría incierta: El satisfacer callando y princesa de los montes, Amor es naturaleza, La Lindona de Galicia

De la comedia titulada El satisfacer callando y princesa de los montes, desconocemos el autor (ha sido atribuida a Moreto o a Lope de Vega, pero sin razones ciertas) y la probable fecha (anterior de todas formas a 1627, año en que se sabe que fue representada).270 En la intriga de esta comedia se cruzan dos componentes de tipo distinto: una, palaciega, que se desarrolla en la corte; otra, que nos recuerda más bien las comedias palatinas, que se desarrolla entre selva y corte. En la primera, dos mellizos (Carlos y Fadrique) pelean por su derecho al trono de Nápoles y por el amor de Aurora, princesa de Francia. En la segunda, Nereida, mujer salvaje, encuentra a Carlos herido, lo cuida y se enamora de él; después lo sigue a Palacio, cuando Carlos deja la selva para volver a Nápoles.

Una vez más, el motivo que determina la condición marginal del personaje salvaje es el amor irregular de sus padres: la madre de Nereida, princesa de Sicilia, ha sido encarcelada, y su amante el duque de Montalto se ha ido a vivir en la selva llevando consigo a la hija recién nacida. El personaje del Duque de Montalto, cuando aparece en escena (I, 2), nos recuerda a los salvajes que se han vuelto tales por algún gran sufrimiento de amor: como él mismo dice, «dichoso amante he sido, / y un hombre soy en fiera convertido».271 Pero la connotación salvaje no es indispensable para él, ya que la acotación nos dice que es indiferente que salga «vestido de pieles o de villano», eso sí, «con barbas», debido al rol de padre que reviste en la comedia con respecto a la protagonista Nereida. Nereida en cambio sale con el vestido que ya es señal inequívoca del estado salvaje: «vestida de pieles», pero con un arma que nunca habían utilizado los salvajes lopescos, «con arco y flechas», lo que más bien nos recuerda las amazonas del mito clásico. Como las amazonas, Nereida es extremadamente fuerte e impermeable a las lisonjas del amor. Ella misma se jacta de esto describiéndose al villano Nicolín, que será a partir de ahora el criado gracioso de la dama salvaje.272

Aunque la escena empieza con el conocido motivo de la huida del villano a la llegada de la «fiera», ahora esta secuencia ya no tiene justificación en la dinámica de los conflictos dramatizados en la comedia: no hay enfrentamiento entre el salvaje y el mundo de los campesinos; el polo espacial de la aldea no existe, ni existen personajes villanos, si se exceptúa a Nicolín, que sólo existe para cumplir el rol de gracioso.

Una novedad de esta comedia es la inserción del motivo de la mujer que rechaza el amor, muy frecuentado en el teatro del Siglo de Oro, pero ausente en la constelación temática del salvaje tal como se ha formado en la producción dramática hasta ahora examinada. Como todas las Dianas soberbias y misántropas de las comedias de la época, Nereida es muy pronto castigada con la ley del contrappasso: se enamora perdidamente del príncipe Carlos, y es abandonada por él después de haber cedido a su amor. Hay que subrayar que este cambio interior de la protagonista no es nada problemático: no asistimos al nacimiento y al desarrollo de los sentimientos de Nereida, como veíamos por ejemplo la evolución interior y las dudas de Rosaura después de haber conocido a Felipe.273

Al verse abandonada por Carlos, Nereida no elige la reacción destructiva de la Serrana de la Vera (personaje con el que presenta no pocos parecidos),274 sino que parte a la búsqueda de su amante, dejando la selva y yendo a Palacio. Sólo su entrada en la Corte delata su agresividad y sus costumbres salvajes: con un bastón quiere convencer a la guarda de Palacio de que la dejen entrar, y -herida a su vez- aparece ante los príncipes y Aurora para reivindicar su derecho al amor de Carlos, sin ningún reparo de respeto o de pudor. Sus revelaciones desencadenan en Nápoles la guerra civil; Nereida parte entonces para pedir ayuda a los reyes de Sicilia, que son en realidad sus mismos padres, y llega otra vez a Nápoles con funciones de mediadora entre los hermanos rivales. Todo se soluciona muy rápidamente, olvidándose en el acto todos los personajes de los conflictos que los habían separado, cuando Aurora acepta casarse con Fadrique y Carlos se casa con Nereida.

En la intriga, bastante descosida y disparatada, resulta predominante la componente palaciega y amorosa: quizás por esto no encuentran ningún lugar en la obra los problemas (típicos en cambio de la comedia palatina) que hubieran podido conllevar el estado salvaje de la protagonista, el desconocimiento de su verdadera identidad, la diferencia social que aparentemente la separa de su amante. Nereida nunca se muestra preocupada por conocer algo acerca de sus orígenes, ni aspira a ser más de lo que es, ni se hace preguntas acerca de su estado, ni evoluciona de su condición salvaje pasando por determinadas etapas como los salvajes lopescos. Al dramaturgo sólo le interesa la trayectoria con la que su heroína va a recobrar su amor y honor perdidos; las -escasas- caracterizaciones salvajes parecen más recursos de «color» (que añaden exotismo al personaje) que elementos funcionales en la construcción de un carácter teatral dotado de cierta complejidad como lo es la Rosaura de Lope.

Caracteres muy parecidos a los de El satisfacer callando y princesa de los montes, presenta Amor es naturaleza, comedia atribuida en todas las ediciones antiguas a Juan Pérez de Montalbán, pero que según muchos estudiosos sería más bien de Luis Vélez de Guevara.275 Ambientada en Italia, como Satisfacer callando, pero esta vez en las cercanías de Milán, también Amor es naturaleza mezcla motivos palaciegos y palatinos en su intriga. Alfreda, hija del legítimo duque de Milán que ha sido desposeído por un usurpador, vive con un anciano al que cree su padre en la selva: ha sido amamantada por una loba, y vive en estado salvaje, persiguiendo a los hombres y aterrorizando a los campesinos, que tratan de ablandarla con ofrendas alimenticias y con la música, que ejerce sobre ella un efecto suavizante y calmante. Alfreda es enemiga del amor y de los hombres de manera mucho más radical que Nereida: mata al primer hombre que se había atrevido a declararle su amor, y desde entonces mata cualquier hombre que se le cruce en el camino. Pero ya la némesis se cierne sobre ella: cuando encuentra a Carlos, duque de Milán, que había venido a cazar en la selva donde ella vive, se enamora perdidamente de él y lo sigue a Corte.

Otra vez entran en juego los celos y las tramas palaciegas: Carlos debía casarse con Leda, la hermana del duque de Mantua, y Alfreda teme haber sido engañada. Celosa y desesperada, decide volver a la selva, donde da rienda suelta a su agresividad, volviendo a matar a todos los hombres, incluso los inocentes campesinos: nada la aplaca ya, ni siquiera la música. A su vez Carlos cree que la mujer amada lo ha abandonado, y se va a la selva a buscarla, en estado de locura amorosa. El final feliz prevé el encuentro de los enamorados, su inmediato retorno a la salud mental, y el descubrimiento de la verdadera identidad de Alfreda: con mil perdones al padre de Alfreda, injustamente desterrado, Carlos se casa con la legítima heredera del ducado, reintegrándola en lo que le pertenecía de derecho.

Como siempre, la condición salvaje de la protagonista se señala, exteriormente, con el vestido de pieles y el cabello suelto y «tendido sobre la cara», como dicen los campesinos que se la describen al duque Carlos;276 en el comportamiento, con la enorme agresividad hacia los seres humanos. Alfreda, mucho más cumplidamente que la Nereida de El satisfacer callando, dirige esta agresividad contra los hombres: su rechazo del amor, y después su despecho por el aparente engaño de Carlos, se traducen en una secuela de homicidios. Este motivo desciende de una larga tradición peninsular, que -desde las serranas del Arcipreste de Hita a la Serrana de la Vera de Lope y de Vélez- aúna en figuras excepcionales de mujeres todas las desviaciones de la «norma» cultural de lo femenino: fuerza extraordinaria, carácter varonil, agresividad hacia los hombres, rechazo del amor en cuanto sumisión.

Una mujer «salvaje», para el dramaturgo que concibe Amor es naturaleza, es sobre todo una mujer que rechaza a los hombres, y que niega -absurda y monstruosamente- el postulado del título de la comedia. Por eso el comportamiento de Alfreda se nos presenta con las características -diría- de un caso de locura: nunca Alfreda reflexiona sobre su situación, como lo hacen los salvajes de Lope, y es significativo el que su «furia» se aplaque con la música, que aplaca -según una larga tradición cultural- las fieras y los locos.

Y locura es también la de Carlos en el tercer acto, cuando, nuevo Roldán, se desespera, en los bosques de las cercanías de Milán, por haber perdido a su Alfreda. En realidad, en la comedia obra profundamente la tradición literaria elaborada alrededor del tipo del salvaje, que se vuelve tal por algún trauma emocional, preferentemente de tipo amoroso; el estado salvaje es en este caso el emblema de una situación anímica, por lo tanto no puede dar lugar a evolución interior, sino sólo -eventualmente- a un pronto abandono del disfraz emblemático si la herida sentimental se sana.277 Y esto es precisamente lo que pasa con Carlos y Alfreda, que -a diferencia de la Serrana de la Vera- no debe pagar ningún precio por las vidas que ha cortado. Ésta -junto con las imágenes inquietantes de la «mujer fuerte»- es la tradición que sigue Amor es naturaleza, no la que ha creado Lope en sus comedias protagonizadas por un salvaje. Faltan en esta comedia -como en El satisfacer callando- no tanto los motivos meramente exteriores que caracterizan al personaje (fuerza, vestido de pieles), como la armazón ideológica (dialéctica Corte / espacios periféricos, ejemplaridad del protagonista) que caracterizaba la elaboración del tema en Lope y en Guillén de Castro, y más que nada la tríada El hijo de los leones, El nieto de su padre, Virtudes vencen señales.

Lo mismo puede decirse de La Lindona de Galicia, comedia probablemente de Juan Pérez de Montalbán, cuya fecha es difícil de precisar.278 Linda -como Nereida de El satisfacer callando- es hija de un amor irregular entre la Lindona del título y el rey de Galicia don García: éste, que por sus ambiciones dinásticas no ha querido casarse con Lindona, se ve castigado enseguida porque el hermano le quita el reino y lo condena a prisión perpetua. Mientras tanto, la despechada Lindona ha abandonado a la hija recién nacida, que ha sido raptada por una osa. Como en Ursón y Valentín y El animal de Hungría, el personaje salvaje aparece en escena sólo en el segundo acto, cuando ya han pasado muchos años de los hechos teatralizados en el primer acto.

No se encuentra en esta comedia la secuencia del enfrentamiento entre el salvaje y los campesinos, que como grupo de personajes faltan del todo en la comedia: la mujer salvaje se encuentra en la selva (como Nereida en Satisfacer callando y Alfreda en Amor es naturaleza) con el protagonista galán y cortesano, y entre los dos personajes nace un amor cuya dinámica vertebra el segundo y el tercer acto de la comedia. Linda aparece en escena con el ya tópico vestido de pieles, y -como Alfreda- casi en estado de trance al escuchar una música que suena, fuera, mientras en el tablado está recostado, durmiendo, el Infante de Galicia don Ramiro, hijo del hermano usurpador de Don García. Ya sabemos que Linda -como todas las mujeres salvajes del teatro- es de una extraordinaria hermosura, y que es muy fuerte y valiente, porque así nos la había descrito algunas escenas antes un cortesano que acompañaba a don Ramiro en su expedición de caza:279


un monstruo (que la hermosura
es también monstruosidad)
tan monstruo por la beldad
divina, inmortal criatura,
como por el traje, opuesto
con un nudoso bastón,
al lisonjero escuadrón
nos hizo dejar el puesto
con tal presteza, que fue
rayo de pieles cubierto.


Pero -a diferencia de sus hermanas teatrales- Linda no sabe hablar: el dramaturgo lleva la representación del estado salvaje de su personaje a las últimas (y realistas) consecuencias, explotando un motivo inaugurado por Guillén de Castro: así la escena del primer encuentro entre Linda y Ramiro es fundamentalmente mímica, comentada a beneficio del público por el gracioso. A lo que apunta esta escena es a una representación cumplida del primitivismo de la salvaje, que se admira -como los indios americanos en los relatos de las crónicas- de todos los elementos civilizados del vestuario de Ramiro, pero con una predilección instintiva hacia la espada, como se debe suponer en quien es en realidad una princesa de sangre real.280

Cuando Ramiro se despierta y, admirado a su vez por la belleza de Linda, le habla, ella sólo sabe responder repitiendo las últimas sílabas de sus frases (lo que el dramaturgo aprovecha para hacer alarde de una composición «en eco»). Pero no se niega a seguir a Ramiro en Palacio, donde -y esto es ya materia del tercer acto- el gracioso y las damas de corte se encargan de civilizarla.

El aprendizaje cortesano de Linda se representa por una serie de pequeñas anécdotas: Linda se mira en el espejo y después mira por detrás para ver de dónde sale el rostro que ve, Linda aprende del gracioso cómo se hace la señal de la Cruz, Linda pregunta para qué sirve la barba en los hombres, y aprende además una serie de nociones fundamentales acerca del amor. Primero -como la Rosaura de El animal de Hungría- que no hay que dejar rienda suelta a los instintos, porque existen las leyes del honor: llega Ramiro y Linda se abalanza para abrazarlo, pero una dama la reprende, «no llegues / a abrazar los hombres [...] / que no es amor decente». Segundo, que existen los celos, medida del amor según teorías ya tópicas: para enseñarle a Linda esta noción, la misma dama que la había reprochado se llega a abrazar a Ramiro. La reacción de Linda es desordenada y furiosa, como la de Rosaura cuando había temido, en el segundo acto de El animal de Hungría, la rivalidad de la villana Silvana. Pero precisamente gracias a estos celos, como creía la dama educadora, Linda toma conciencia de su amor por Ramiro, y -cuando ya se ha descubierto su verdadera identidad- rechaza otro pretendiente para casarse con el Infante:


[...] Pues yo,
por los celos, amor tengo
al Infante; y este amor
en él ilustrarlo quiero;
por él dejé de ser fiera,
por él de ser monstruo dejo,
a él le debo esta razón,
y a su amor mi entendimiento.


(p. 28)                


Este discurso conclusivo de Linda vuelve a proponer el motivo tópico del amor como fuerza civilizadora, que ya encontramos en El animal de Hungría, comedia también protagonizada por una mujer salvaje. Las diferencias con el tratamiento ofrecido por Lope son muchas sin embargo. El amor entre los protagonistas resulta ser, fundamentalmente, no un agente de evolución interior sino un medio providencial para solucionar los conflictos de poder que se esbozan en la comedia: la/el heredero desposeída/o recobra un reino gracias a su casamiento. Linda en realidad -a pesar de sus palabras finales- no evoluciona durante la comedia: no sabemos si su comportamiento ha cambiado desde los días de su vida en la selva, porque ésta es una fase a la que la comedia dedica muy poco espacio, ni vemos en ella cambios sensibles durante su estancia en Palacio; en cuanto a su capacidad de habla, baste pensar que el discurso final citado es el primer discurso algo largo y articulado que ella pronuncia.

Por lo tanto, tampoco manifiesta los dilemas de una personalidad oscilante entre la rudeza y el comportamiento que debe a su sangre noble, como hacía Rosaura en los monólogos o en los diálogos. Linda, en realidad, como ya hemos dicho, nunca reflexiona ni dialoga, porque su capacidad de habla es demasiado escasa. Así es, sin duda, una salvaje muy verosímil, pero muy poco «simbólica». Las secuencias anecdóticas con las que se construye su trayectoria teatral no sirven para hacer progresar la acción, pero tampoco tienen la función de revelar nada de la nobleza (es decir, de la verdadera identidad) de la protagonista. Sirven -esto sí- para dar un toque de color exótico (y de comicidad) a la intriga amorosa, pero no para darle la complejidad que ésta tenía en las comedias de Lope. No hay ningún conflicto entre la salvaje Linda y el mundo de los campesinos, o el mundo de Palacio, o entre la misma Linda y figuras como el rey, o un ayo, o uno de los padres -por lo demás inexistentes en la comedia- que pueden representar las instancias del mundo de los adultos y sus leyes que el joven tiene que aprender a respetar.

Lo mismo puede decirse para El satisfacer callando y Amor es naturaleza. Tampoco puede hablarse de tonalidad trágica para ese sector de la intriga que dramatiza conflictos de poder y usurpaciones tiránicas; estamos ya de lleno en la modalidad de la comedia palaciega, centrada en disputas dinásticas y rivalidades amorosas. La importancia (ideológica y dramática) del motivo de la identidad oculta que debe revelarse, central en el subgénero de la comedia palatina, no es sino un pálido recuerdo: el problema del conflicto entre la identidad aparente y la identidad verdadera del protagonista ni siquiera existe en estas comedias, en las que privan las exigencias del enredo y el deseo de maravillar al auditorio con fáciles pinceladas exóticas.





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