«¡Buenos días, Budapest!»
Carlos Franz
Hace pocos
años Michael
Jackson estuvo de visita en Bucarest, capital de
Rumania. Lo llevaron a ver ese templo del kitsch socialista, la colosal Casa del
Pueblo. Después de recorrer kilómetros de pasillos de
mármol, el desteñido ídolo se asomó al
balcón principal. En lugar de los proletarios que hasta el
89 aclamaron al dictador comunista, Ceausescu, ahora miles de fans
aullaban reverenciando al pedófilo capitalista. El zombi
agitó su sombrero negro y saludó al pueblo de
Bucarest de esta memorable manera: «¡Good morning,
Budapest!»
(para el zombi, Rumania y
Hungría deben ser tan indistinguibles como Chile y
Perú; en Santiago habría dicho: «Buenos
días, Lima»). Tuvieron que sacarlo en
helicóptero.
La anécdota de este desencuentro de un pueblo pos-socialista con uno de los mayores ídolos de la aldea global, me ronda durante esta breve visita a Rumania. Me han invitado a un Congreso de Escritores, en Constantza, a orillas del Mar Negro. Constantza fue el lugar donde hace 2000 años el poeta romano Ovidio -el del Arte de Amar- fue desterrado por haber disgustado al emperador Augusto. Estos eran los confines del Imperio, es decir del mundo; donde empezaba la barbarie (pronto, estos serán los confines de la Unión Europea). Ovidio, que había sido un voluptuoso cortesano, escribió acá sus Tristia (Tristezas), y murió de morbus melancholicus, depresión. ¡Qué lugar para reunir escritores! Viajamos 350 kilómetros por carretera, desde Bucarest, para llegar al sitio del exilio ovidiano. El automóvil avanza con cuidado sorteando las carretelas («carrozas», las llaman en rumano), que abundan en la autopista. Y a todo lo largo de ella, nuevas, brillantes y mayormente vacías, advierto decenas de gasolineras. Carrozas y gasolineras, toda una ironía histórica. A 13 años de la caída del régimen comunista de Ceausescu, esas carrozas emergen de la Rumania profunda, agraria -la que sobrevivió a su urbanización forzada-, cargadas de hermosos choclos amarillos, y gigantescas sandías, y se lanzan a la autopista donde los distribuidores de diesel del nuevo capitalismo salvaje esperan, de brazos cruzados, que los granjeros se compren una camioneta. Pienso en esto -con cierto morbus melancholicus-, mientras cruzamos el Danubio.
Al sur de
Constantza, en las orillas del Mar Negro, los escritores se hallan
reunidos en una ex-colonia de vacaciones socialista, en trance de
convertirse en «resort» (el resultado es algo así
como el club deportivo de una refinería de aceros). El tema
es «yo, el otro»
(ayúdame, Rimbaud;
clarito el tema). Tratándose de escritores -con nuestra
proverbial modestia-, era previsible que todos quisieran ser
diferentes, o sea «el otro». Hay excepciones: el
novelista israelí Amos Oz tiene la valentía de decir
que él sí dijo que los palestinos no son los otros.
Ismail Kadaré, dice que los albanos son como nosotros
(¿como los chilenos o los españoles?). Al final, el
Premio Ovidio se lo lleva otro: Antonio Lobo Antunes. Por mi parte,
el morbus
melancholicus avanza. Siento una fatiga -el madrugón,
la autopista llena de carrozas- y creo que estoy en la Feria del
Libro de la Estación Mapocho, en Santiago de Chile. Hasta el
idioma me suena melancólicamente similar: los escritores
chilenos, cuando divagamos, también lo hacemos en una
especie de rumano (que es tan parecido al castellano, pero no se
entiende nada).
De vuelta en Bucarest -cientos de carrozas y gasolineras más tarde-, me llevan a visitar la «Casa del Pueblo», tal como hicieron con Michael Jackson. El colosal edificio de mármol, donde actualmente funciona el Parlamento, domina Bucarest desde una colina. 330.000 metros cuadrados construidos; es el segundo edificio más grande del mundo, después del Pentágono. Veinte mil obreros trabajaron en tres turnos durantes seis años, para erigir este delirio. Ceausescu apenas alcanzó a usarlo; el pueblo se le rebeló durante un discurso, el 89, y lo fusilaron junto con su mujer. La mole pasó de la megalomanía socialista a la codicia capitalista. Ahora se arrienda para desfiles de moda, para filmar películas (los posters de Amen, el filme de Costa Gavras, aun ultrajan los pasillos).
Paseando por los infinitos corredores, pienso en esos obreros de la utopía comunista, trabajando de noche, en medio del invierno (bajo la ventisca que viene de Ucrania), acarreando mármol congelado colina arriba. ¡Y todo para que ahora un zombi estadounidense venga a confundir Bucarest con Budapest!