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Círculo

Carlos Franz



Para Lastenia Oliva,
que me contó esta historia.





Cualquier nombre habría sido arbitrario para llamar a lo que encontró en el cuarto de su abuela. Pero ella tenía seis años y no necesitaba nombres. Ahora que la eternidad ha pasado sólo recuerda que parecía niebla. Niebla congelada en una aséptica escarcha de éter, sondas y amenazantes jeringas sobre el velador. O menos que «niebla». Pero de todos modos algo tan impalpable... Ella tenía seis años y con su vestido de organdí almidonado, sintiendo chirriar la goma de sus zapatos en el parqué lustroso, levantó la mano hasta colgarse del picaporte y la puerta se abrió. La vida de la abuela colgaba en las paredes de su cuarto. Había un retrato al óleo del abuelo en traje de montar, tal como iba el día del accidente; fotos de sus hijas en la primera comunión; de cada una con un vestido vaporoso el día de su estreno en sociedad; navegando en tules a la salida de una iglesia, del brazo de hombres serios y bigotudos, tan arreboladas que se advertía incluso en el sepia de la fotografía. Y también miniaturas de su madre, de remotas bisabuelas, de hijos efímeros que murieron de enfermedades inofensivas. Pero la niña, entonces, no reconocía a nadie. Y más que esas desvanecidas imágenes del pasado, lo que la atemorizaba eran las sombrereras en lo alto de los armarios y el Jesús de Praga que con la mano extendida le ofrecía una esfera desde arriba de la cómoda. Tal vez -porque «tal vez» es la máxima certidumbre con que puede hablar respecto a la somnolencia que envuelve a su infancia- lo que la asustaba más, diminuta junto al enrejado de la cama, era el olor a polvos «D'Oriza», a cuarenta años de «Flor de Amor» en las enaguas de seda acumuladas casi sin uso, napa sobre napa en los cajones. Tal vez lo que temía era el olor caduco de la hoja de jazmín del cabo prensada en el misal, el aroma a lavanda de los pañuelitos de encaje que reptaba desde los armarios y se difuminaba en las cortinas. Quizá esos olores unidos a las franjas de sol resplandeciente que caían sobre la jaula de bronce de la cama y a las expresiones ceñudas de los retratos, eran esa niebla que inflaba la habitación. Y tal vez eso la hacía tan profunda. Como un pozo de tiempo al que se precipitaba...

*  *  *

Algunas veces pasa mucho tiempo de no sentir la nuca y la parte posterior de la cabeza. Entonces imagina, considerando que su ángulo de visión limita a cada lado con una redondeada colina alba, que lo que sucede no es que haya perdido la sensibilidad en la nuca, sino que el almohadón debe ser tan blando que su cabeza se hunde en él suavemente moldeando una profunda cavidad. Lo que significa que las albas colinas que alcanza a ver a cada lado son, seguramente, el mismo almohadón u otros que hubiese alrededor. «Si he podido pensar esto -concluye- quiere decir que no estoy dormida. Hace un rato lo estaba o quizás hace mucho que desperté. Es difícil saberlo sin un reloj». Se ilusiona pensando que si su cama se compone, como es usual, de una baranda baja a los pies y otra más alta en la cabecera, sería posible colocar una estructura como un pequeño mástil metálico del que colgara un reloj justo en el centro de su campo visual. «Para que colgara sería necesario que el reloj tuviera una cadena. Una cadena de oro como la que usaba Arturo». De pronto veía claramente el reloj y, sin esfuerzo, las colinas blancas podían ser dunas. Y ahora, entre esos lomos de arena la gasa de dos siluetas vagamente humanas avanza sin mayor peso que si fueran dos sombras. Una de ellas se detiene mientras la otra continúa hacia la mancha verde del mar y la que se ha detenido tiene en la mano el reloj de Arturo. La tapita de oro marca una nota metálica al abrirse. «Así que este debió ser Arturo -piensa-. A menos que me haya dormido».

Otras veces, bajando la mirada lo más posible, alcanza a ver la parte superior de una puerta. Luego, alzando la vista puede seguir las molduras de yeso que hacen esquina entre la pared y el cielorraso. Hasta donde logra verla, la moldura es una interminable sucesión de vides y racimos blancuzcos allá en lo alto. Después de abrir los ojos es lo primero donde fija la mirada. Así puede notar si estando dormida la han cambiado de posición. Además, esto le permite establecer una diferencia entre sueño y vigilia. Pues, al despertar, siempre la acomete ese vértigo angustioso: abrir los párpados y caer de bruces en la inmensa planicie salina del cielorraso sobre la cual la han dejado suspendida. Pero esta angustia no se le presenta nunca al volver de un recuerdo.

Otras veces sabe como están pasando todas las cosas. Aunque olvide los nombres, y la vaguedad de ciertos rostros la confunda, siente que tiembla de cariño. Al menos a eso se parece, así era el cariño. Aunque, ahora, tal vez sea el frío de algunos atardeceres en los cuales el sol gira su horario amarillo tan oblicuo que apenas alcanza a verlo. Entonces, una estación ha sucedido a otra y esta es más fría que la anterior. Su cuerpo escueto de mueble de desván se tuerce en esos atardeceres y le duelen las caderas como en otros tiempos de mujer. Tiembla. Tiembla hasta que alguien entra en la mañana y a través del velo turbio de las cataratas se aproxima un espejo y la acomodan y le limpian las lágrimas secas de la noche interminable de soñar despierta y no saber quién se llamaba Arturo.

Otras veces distrae sus horas muertas con la antigua vanidad de recorrerse el cuerpo. Y como no puede moverse, solo recuerda lo que era recoger la mano o, concentrándose, siente el roce de las sábanas en las rodillas huesudas. Después de haber jugado mucho rato ya no puede saber si se ha dormido otra vez y por eso sueña que toca realmente la trama de arrugas de su vientre seco. Entonces, a medio camino, entre el salar del cielorraso y el agua luminosa de su persistente siesta, todo se confunde. Un enorme letrero de latón aúlla el membrete de un hotel: «Hotel Plaza». Entremezclado cree sentir su ombligo mustio. Y ese que debe ser Arturo repite incontables veces el acto de abrir su reloj con una notita metálica de xilofón, mientras baila con ella entre un aleteo de colas de frac, de botones de madreperla en las pecheras almidonadas, de señoritas que derraman la muselina de sus vestidos por la escalera de mármol. Y sí, al fin es Arturo, sí, quien la aprieta cuando los mozos revientan las botellas de champagne y alguien grita: ¡Año Nuevo! Como si dijeran ¡siglo nuevo!, ¡eternidad nueva! Una eternidad para vivirla de nuevo... Y Arturo la aprieta y la confunde. La confunde tanto que ya no sabe si son sus pechos fláccidos de madre pretérita e innecesaria los que se yerguen y endurecen un siglo después, o son los de la otra, en la fugitiva región de la memoria, los que casi desbordan por el escote de raso y pieldeleón, mientras baila y ensaya toda la gama de arreboles cuando Arturo habla a su oído. Si bien no puede escuchar lo que dice. No puede porque explotan las estrellas efímeras de los fuegos artificiales y una andanada de fogonazos la devuelve al sarmiento retorcido de su cuerpo, arrastrada por una cascada de desilusiones, mientras la otra, la irrecuperable, se queda danzando con los pechos erguidos en el balcón del Plaza: bailarina en la tapa de una caja de música que canta el adiós al año viejo, al siglo, a la eternidad, con las corcheas metálicas del reloj de Arturo.

Otras veces se dibujan en el salar del cielorraso nubes y perfiles que provienen de la empavonadura de los vidrios, de que hayan dejado más o menos entornados los postigos. Tímidos entrecruzamientos de sombras en el techo le anuncian las horas, hasta que todo está oscuro y sigue con los ojos abiertos en la angustiosa vigilancia del chirrido de sus articulaciones, de los esfínteres incontrolables que se relajan. Y luego el horrible grito de esa extraña de cofia blanca: ¡se hizo, se cagó de nuevo! Una vaharada agria que la retorna a la ignominia de los pañales, a la brusca alarma de las diarreas infantiles, a la grave vergüenza del olor que despide su cuerpo cada mañana.

Otras veces entra mucha gente a su cuarto. La rodean e incorporan poniendo almohadones en su espalda. Un rictus instintivo en los labios le recuerda que debe sonreír. Sonreír que es casi tan difícil como saber quienes son los que gritan saludos a su oído y se acercan a la claraboya estática de sus ojos y mueven la cabeza, diciendo como si ella nos lo oyera: «para allá vamos todos». Y pronto se van, dejándola en su posición anterior, sin que pueda decirles que le gustaría que abrieran el armario y le pasaran el rosario indio de su tío abuelo, «que era obispo», y el peine de plata para ordenar los cabellos ralos «porque hace tanto que no lo cepillo y antes me pasaba el peine cien veces cada noche». Se van, sin que puede preguntarles: ¿quién era Arturo?, ¿quiénes son ellos?, ¿quién es ella misma? Que le den una respuesta, una pista, antes que venga otra vez la noche. La noche con sus atroces puzzles de nombres, sus adivinanzas imposibles: cómo fue, qué fecha, qué lugar. ¿Fue mi hijo o tal vez mi padre? ¿Hombre o mujer? ¿Noche o día? ¿Vivió o no existió nunca y lo he inventado?

Otras veces delira. Desafiando la pálida certeza de la geometría se encuentra en una llanura que no tiene fondo. El zig-zag sigiloso de una serpiente le advierte que ese es el dominio de la fiebre. Y dentro de la fiebre es su marido, Arturo -ahora sabe que es él-, galopando a la cabeza de una cabalgata, como en esa mañana de invierno en el fundo de la costa, cuando murió. Cazan un zorro inalcanzable, perdido en el tumulto del tiempo, multiplicado por la innumerable variedad de zorros soñados desde entonces. El zorro se aproxima seguido por Arturo y viene por fin, jadeante, a esconderse detrás de la pared huesuda de su frente. Arturo y el grupo de cazadores se acercan a ella y de nada sirve que les advierta que está ahí, viéndolos cabalgar por esa llanura hacia sus ojos, como si se asomara al borde de una mesa. De nada sirve, porque siguen acercándose detrás del ladrar carnívoro de los perros y saltan al galope sobre su cabeza, pasan sobre ella las ancas sudorosas y las fustas. Y entonces el caballo de Arturo tropieza, rueda sobre él, lo aplasta con un crujido a palo y le deja estampada en la sien la brillante U de uno de sus cascos. Después silencio, silencio, sólo se oye el siseo de la serpiente.

*  *  *

Pero habrá esa otra mañana. Habrá ese irrepetible amanecer cuando creerá oír unas pisadas que chirrían sobre el lustre del parqué. Alguien que merodeará su habitación como si buscara una entrada hacia el nudo ciego de su cuerpo. Alguien que abrirá la puerta -por la que no entrará nadie, o quien vendrá será tan pequeño que no alcanzará a entrar en su campo visual. Y ese alguien, invisible o pequeño, se aproximará a los pies de su cama y luego más hasta el borde del lecho, hasta asomarse a la claraboya de sus ojos y hasta que en el fondo ella -que nunca duerme- despierte del todo y vea en lo alto unas pupilas grises -como fueron las suyas- que la observarán desde un rostro absorto.

Entonces, la máscara de yeso que es su rostro sobre la almohada se torcerá, sonreirá. Y por un vertiginoso segundo creerá que los tantos siglos han sido una ilusión, que las arenas del tiempo refluyen sobre ella, que se ve en ese rostro pequeño, enmarcado de rizos, devuelta a la época de los caracoles y la tiza en los dedos. Devuelta a su antes: antes de Arturo y los hijos, antes de las fotos en sepia a la salida de la iglesia, antes de estar desmoronada en esa cama -antes del amnésico futuro- estuvo allí -está- de pie junto al lecho y tiene seis años y mira con curiosidad a su abuela.

Aunque esta visión sólo dure un segundo y luego la niñita que tiene prohibido entrar a ese cuarto se vaya corriendo, asustada, alejándose para jugar y vivir -para jugar a vivir-, a ella le bastará para la eternidad. Le bastará para sonreír a solas, detrás de la claraboya estática de sus ojos grises.





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