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Cocinando con John Lanchester

Carlos Franz





En deuda con el placer, de John Lanchester, nos propone una intersección posmoderna -una más- de artes y oficios. Ahora es entre cocina y literatura. Estaba cantado desde que Levi-Strauss declarara a la cocina como el punto donde la naturaleza se cruza con la cultura. Lo que extraña es que el cruce con la literatura haya demorado un poco más. Quizás fuera porque es peligroso: toda cocina literaria es antropófaga. El canibalismo es una práctica inveterada en la tribu de los literatti. No hay quien no monde sus dientes con el huesito de algún antiguo colega. (Tal vez por eso resultan tan peligrosos los cócteles de la tribu). El delirio de esta dieta, al mismo tiempo que su placer más elevado, consiste en devorar a los maestros. En deuda con el placer -novela envuelta en libro de cocina- no es la excepción, sino el último paradigma en esta tradición literaria.

Receta. Tómese una libra de carne de ternerita nabokoviana. La carne de Nabokov debe cortarse invocando al chef supremo -Shakespeare, of course- sin derramar ni una gota de sangre. Luego adóbese este filete en una salsa ácida de humor negro. Sólo el cultivado en las islas británicas nos sirve; fórmula: una onza de sarcasmo, otra de condolencia, y una cucharada sopera de autoironía. A continuación, rocíese generosamente con un Henry James añejado en roble de biblioteca, y marínese la carne en esta mezcla durante unos seis meses (los que ha tardado el libro en traducirse a otros tantos idiomas, algunos para su mal, como la versión española de este guiso)... Voilà: ¡ya estamos listos para el horno editorial! El plato se sirve -prodigio de la nouvelle cuisine literaria- acompañado de una vistosa salsa posmoderna en la que se han batido, sin ligarlos, plumas de El loro de Flaubert y pétalos de El nombre de la rosa.

El cocinero es John Lanchester, inglés, actual subdirector de la London Review of Books. Y ésta es su primera receta novelística. Lanchester nació en Hamburgo y ha vivido extensamente overseas, en lugares donde no es difícil contraer un paladar ecléctico en gustos no sólo literarios: Calcuta, Rangún, Brunei, Hong Kong. Esto lo emparienta -de lejos- con otros chefs de la actual narrativa inglesa, como Kazuo Ishiguro, Salman Rushdie, Timothy Mo, o Hanif Kureishi. Todos han instalado en la prosaica Albión concurridos restaurantes étnicos de tres tenedores literarios cuya fama ya es mundial. Un estimulante picor a curry, cuando no un afrodisíaco aroma a sushi, han venido a sazonar la monotonía de los «aghatachristeanos» corderos ahogados en salsa de menta. Hasta en los establecimientos no étnicos, como los de Ian MacEwan o Julian Barnes, la dieta mediterránea que preparan abre las imaginaciones combatiendo el endurecimiento arterial en una narrativa tan antigua, y a veces gotosa, como la inglesa.

Así las cosas, instalarse con un nuevo merendero no debe ser asunto fácil en el Londres de estos días. Sobre todo para un novelista diez años menor que los otros chefs, como Lanchester. El joven cocinero, si quiere hacerse una fama y una clientela, arriesga el vicio de practicar una cocina todavía más elaborada que la de sus competidores. En deuda con el placer tiene ese defecto. El menú ha sido preparado con extrema erudición, ordenado por una inteligencia aguda y deslumbrante. A ratos parece una de esas exhibiciones gastronómicas donde alcanzamos a probar una cucharada de veinte cosas ricas... Pero salimos del restaurante con hambre.

El protagonista y narrador es Tarquin Winot. Desde el prólogo nos anuncia que el libro será una recopilación de sus recetas favoritas. Tal como si estuviéramos invitados al repostero de su casa en Norfolk, Winot habla mientras cocina. Y así sabemos algo -pero sólo algo- de su biografía y de su familia. Familia en la que una serie de desgracias más o menos culinarias han eliminado parientes y sirvientes. Entre receta y receta, Winot nos habla de su hermano Bartholomew. El famoso escultor, el amado de las mujeres, el envidiado Bartholomew. Hay además un amor platónico: Laura, la estudiante de arte empecinada en escribir la biografía del hermano artista, a la cual Winot se empecina en contarle su propia biografía de artista frustrado.

Con estos elementos, ese tema, ¡y esos nombres!, la filiación nabokoviana resulta inocultable. (Aquí es donde llegamos a la antropofagia literaria, la masticación del maestro). Pero Nabokov tiene fuego suficiente para cocinar a fondo la envidia de sus epígonos. En el libro cuyo tema es el evidente modelo de este: La verdadera vida de Sebastian Knight, Nabokov cuece hasta la médula el misterio del creador que sólo existe en su obra. El único hermano del artista es el propio artista, cuando no está creando; ese ser anónimo que come solitario en un restaurante, leyendo un libro en cuya tapa figura su nombre. En tanto que a Lanchester se le pasa el tiempo y las 220 páginas en batir las salsas.

Puede que esto sea lo que distingue a los grandes chefs de los pinches de cocina. Los grandes no sólo gustan, también alimentan. Los pinches dejan con hambre. John Lanchester -muy posmodernamente- se luce con las guarniciones y elude el plato de fondo. Nos abruma con salsas y acompañamientos, mientras sirve crudos los ingredientes centrales: la carne de su historia. Cuando por fin nos trae el plato principal, ya el lector se ha comido toda la panera, se hartó y se fue al boliche de al lado. A uno que quizá sea menos elegante, pero atendido por su propio dueño.

(1997)





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