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El lugar donde estuvo el Paraíso

Fragmento, primer capítulo

Carlos Franz



a mi padre,
in memoriam.




You most of all, silent and fierce old man.
Because the daily spectacle that stirred
my fancy, and set my boyish lips to say,
«Only the wasteful virtues earn the sun».


W. B. YEATS, Responsibilities                


O bien:


Más que todos, tú, viejo silencioso y feroz.
Causa del diario espectáculo que animó
mi fantasía, e hizo a mis labios infantiles decir,
«Sólo las virtudes gratuitas merecen el sol».







ArribaAbajoPrimera parte

-Véngase conmigo al Amazonas...

Le contesté que iría por unos meses.

-Oh, no -replicó-. Una vez que esté allí no querrá volver nunca a su casa, nunca más...

Y de ese modo concertamos una cita en Iquitos para dos años después; Kruger calculaba que eso era lo que se demoraría en volver al Paraíso.


GRAHAM GREENE, Caminos sin ley                



ArribaCapítulo 1


1

Es extraña la dicha que produce avistar una ciudad desde el aire. Como si venir del cielo nos convirtiera un poco en ángeles. Hemos sido mensajeros extraviados. Sobrevolamos ríos sin destino, que escurren en grandes lazos cobrizos hacia el horizonte redondo y salvaje... Y de pronto, a través de un agujero en la tormenta, ahí está. El puerto fluvial, su peladura blancuzca en la piel de lagarto de la jungla. La ciudad completamente aislada, a no ser por el aire. Y por el Amazonas que la corteja, lento y cabizbajo; el glaciar de barro, apartando a pulso las anchas piernas de la selva.

Iquitos está en los tres grados de latitud sur, bajo la línea ecuatorial. Rara vez aparece en las fotos de avión o de satélite. Permanece cubierto, en promedio, 320 días al año. Sólo observado por el ojo inmóvil del gran ciclón de nubes que gira sobre la cuenca amazónica...

Y allí, tres grados bajo aquella línea imaginaria que divide al mundo, estaba el Cónsul esperándome. Es fácil reconocerlo. Si lo vieran no se equivocarían: es ese hombre maduro y solitario que siempre encontramos fumando en los andenes. No sabríamos decir si acaba de llegar o se prepara para irse. Lo único cierto es que no pertenece a ese lugar, que va de paso, que no planea quedarse... Por mi parte, siempre lo recordaré así: haciendo hora en puertos o andenes, chequeando el tablero de aterrizajes, esperando que salga un tren, o despegue un avión, o leve anclas un navío. El profesional de las despedidas.

Lo sigo viendo la tarde de mi llegada a su última destinación. Caía un diluvio sobre el aeropuerto de Iquitos. El Cónsul me esperaba al pie del avioncito a hélice, domando un paraguas que tironeaba el huracán. Llevaba un traje blanco, arrugado. Y en la otra mano su maletín de diplomático, con esa cadenita a la que nunca lo vi esposarse.

-Has crecido... -tartamudeó, admirándome, atacado por una imprevista timidez ante el cuerpo de su hija crecida.

Me observó todavía unos momentos, sin saber qué hacer con las manos, mientras la lluvia me empapaba. Y finalmente se resolvió a abrazarme, amparándome bajo el paraguas. Susurró:

-Estás hecha toda una mujer...

De pronto me encontré oliendo el aroma a tabaco, a lavanda; besando la barba áspera que me raspaba los labios.

-Y yo, ¿cómo me veo? ¿Estoy en forma? -preguntó, cambiando de tono, recuperando su viejo aplomo de seductor. El vientre estaba perfectamente en línea dentro del cinturón, y se notaba el vanidoso esfuerzo que hacía para demostrármelo-. ¿Aceptarías ser mi novia, todavía?...

-Por ningún motivo. Has tenido demasiadas... -le contesté.

Lanzó una carcajada. Me besó en la frente. De pronto fingió entristecerse:

-¿O será que me encuentras envejecido?

Me sabía las respuestas de memoria. Habíamos practicado antes este juego de coquetería masculina. Él sabía que «la niña» comprendería perfectamente. Tenía cincuenta o cincuenta y un años, en esa época. Yo le diría que no se veía viejo en absoluto. Que se veía atractivo, maduro, interesante. Que las mujeres admiraban esas sienes canosas, esa gota de verde amargo en sus ojos, ese aire de antiguo vividor desengañado.

-Estás mejor. Tostado y más flaco...

Y lo vi soltar el aliento; aliviado y feliz...

-¿Tuvo buen viaje, mi Anita? -continuó preguntándome.

-Pésimo. Casi nos caímos...

-Lo importante es que ya estás en tierra... -me dijo, mientras entrábamos en la sala de llegadas-. Y ahora, discúlpame pero debo atender un asunto... Será sólo un momento y partiremos enseguida.

Lo vi acercarse a la oficina de Inmigraciones. El policía de guardia revisó su identificación. Un funcionario descamisado, con grandes manchas de sudor bajo las axilas, salió a la puerta y le franqueó el paso con un ambiguo saludo protocolar. La puerta se cerró y vi sus sombras tras los vidrios empavonados de la oficina. Otras dos siluetas se ponían de pie...

Por mi parte, sentía un nudo en la garganta. Hacía dos años que no nos reencontrábamos. Tal vez era cierto que ahora estaba hecha «toda una mujer». Tampoco yo me acostumbraba a mirarlo casi de su misma altura. Había intentado ponerme la mano sobre la nuca, como solía hacer antes, y lo había rehuido, no supe por qué. En realidad, parecía distinto. No sólo más en forma, sino tal vez menos ácido, menos cínico. Menos pareja de la esposa de cortos años que me había dejado jugar a ser en nuestros encuentros anteriores. No lo hallaba en ese libreto de amigote de su hija, que yo prefería al vigilante amor paterno. El aeropuerto húmedo, sin climatizar, me provocaba mareo de tierra. Y un hombre pateaba en el bajo vientre la máquina de Coca-Cola, que terminó soltándole una lata con un quejido casi animal...

Finalmente, el Cónsul reapareció. La mano del funcionario de Inmigraciones, con un grueso anillo de oro, se apoyaba en uno de sus hombros. Se despidieron. Las otras dos siluetas volvieron a sentare tras los vidrios empavonados. El Cónsul se quedó un momento pesando, cabizbajo. Como si en el curso de su trámite hubiera olvidado por qué había venido, en primer lugar, hasta el aeropuerto. Y me dedicó la misma sonrisa tímida del comienzo, cuando volvió a divisarme en la sala de llegadas.

Salimos repartiendo propinas a los maleteros. Un chofer indígena nos acercó un largo auto rojo hasta la rampa. El indio descalzo nos abría las portezuelas mientras sostenía un paraguas agujereado. Tampoco me cuadraba este nuevo auto del Cónsul: un Cadillac de seis plazas, sentado en su tren trasero como una lancha. Era demasiado lujoso y convencional comparado con los jeeps de batalla, todo terreno, que le había conocido en sus anteriores puestos.

Dejamos atrás el aeropuerto que se hundía en una depresión del paisaje cenagoso. Parecía un lagarto prehistórico con el letrero de neón erizado en el lomo. Y cuando me di vuelta a buscarlo ya había desaparecido... El cielo se venía abajo sobre el río convulso por el huracán. Lo que tal vez era un río, porque desde los bancos occidentales del Amazonas no se alcanzaba a divisar la otra orilla. Caíamos de trechos asfaltados a kilómetros de camino arcilloso abierto entre jirones de selva sentenciada por el desmonte. La tormenta arrollaba los campos de cultivo. Cada tanto, bultos de selva emergían de una ciénaga. Y los gallinazos empapados picoteaban un burro muerto que flotaba con las patas hacia arriba... El paisaje podría haber sido el primer día del mundo; o el siguiente a la expulsión del Paraíso. Y lo más extraño, lo único extraño, me pareció, es que lloviendo de ese modo brutal no hiciera frío, y que sin embargo yo, contra mi voluntad, temblaba.

-Ya tienes un novio, supongo -me dijo el Cónsul, sin quitar la vista del camino.

Tal vez sólo quería hacerme conversación, romper el hielo acumulado en esos dos años sin vernos. O quizá intentaba decirme algo más.

-Tuve. Pero terminamos... Creo que no estoy hecha para la vida de pareja -le declaré.

Nada que contar. El verano anterior. Un niño en un país de niños. Había durado tres meses y quería acostarse conmigo. Estuve de acuerdo, pero bajo mis condiciones. Le escribí una carta de amor, explícita: nos fugaríamos en tren al Norte; viviríamos desnudos en una playa del desierto alimentándonos de mariscos crudos hasta purificarnos; celebraríamos un matrimonio ritual consagrándonos a la Luna, y haríamos el amor por primera vez en el agua. Tendríamos dos hijos de inmediato. Nunca más supe de él. Habría querido llorarlo pero no logré exprimirme ni una lágrima.

-No pareces muy triste -me dijo el Cónsul.

-Lo habré aprendido de ti -le dije yo.

Al entrar en la ciudad nos cerró el paso un control policial. El Cónsul bajó el vidrio y exhibió su identificación. Otros dos paramilitares empapados fisgonearon por mi lado. Bajo esa catarata parecían unos curiosos buzos, con sus chatos rostros de indios pegados a las ventanillas y los snorkels de sus rifles enarbolados. Mientras el Cónsul descendía para abrir el portamaletas, le eché una mirada al suburbio mohoso que nos rodeaba. Había un templo evangélico con su cruz caída; un salón de pool con piso de tierra; niños patipelados observando la pesquisa bajo los aleros de cinc. Todo fotografiado, de pronto, por un tremendo relámpago.

-No te extrañes -me dijo el Cónsul, sacudiendo el paraguas y entrando al auto-. Creen que tienen una guerra triangular en esta zona: las guerrillas, la droga y el gobierno, todos contra todos. Pero es mayormente paranoia policíaca. Delirio de seguridad...

-No me extraño... -le contesté-. No te olvides que en casa también tenemos nuestros delirios de seguridad.

Y era verdad. Calculé que él no había vuelto a pasar por el país desde hacía tres o cuatro años. Tal vez no se imaginaba lo segura que era su patria bajo el nuevo régimen: la calma eterna en Las Condes, la disciplina escolar, las pardas amigas de Leyla que ya me hacían programas de matrimonio con sus hijos rugbystas, y hasta las manos largas de mi padrastro, Lamarca, tecleando en su nueva alarma traída de Miami. Mejor una buena «guerra triangular», creía yo, fuese ésta lo que fuese, a la oscura queda del país que acababa de dejar atrás...

El Cónsul me quedó mirando. Volvíamos a ponernos en marcha, atravesando el control. Quizá lo sorprendía que no sólo el cuerpo de su hija hubiera crecido.

-Bueno, por acá yo también tengo mi pequeña crisis de seguridad... -me declaró.

-¿Sigues con problemas en el Consulado?

El auto desaceleró un poco, como si una sombra hubiera atravesado la carretera. De pronto sólo se oía el silbido del aire acondicionado en el interior del Cadillac. Era tan amplio que daba para sentirse solos en él.

-¿De qué problemas me hablas?

-Tú mismo me lo escribiste, hace dos años... ¿No te acuerdas? Apenas habías llegado acá. Dijiste que el nuevo gobierno planeaba cerrar este puesto, que harían reducciones en el Servicio Exterior...

Y había agregado que no me extrañara si tal vez aprovechaba la ocasión para renunciar de una vez por todas. Ya estaba harto, después de tres décadas en los caminos... Que no me extrañara si de repente lo veía aparecer de vuelta, retirado. Definitivamente de vuelta...

-Ah, te refieres a eso... -el Cónsul se echó un poco para atrás. Sentí el cambio automático engranando en una velocidad superior-. No, aquello fueron sólo falsas alarmas. Finalmente, los militares no son muy distintos a otros gobiernos. Todos llegan con una gran escoba, diciendo que van a barrer con la basura acumulada. Y al final terminan levantando un poco de polvo y barriendo el resto bajo la alfombra...

-No más problemas con el nuevo ministro, entonces...

-Todo bajo control. Y ya ves -dijo, palmeando el volante forrado en cuero-, la vida es barata. Puedo ahorrar y hasta darme algunos lujos. En ciertos aspectos es el mejor Consulado que he tenido.

-¿Planeas quedarte un tiempo más largo que en los anteriores...?

-Probablemente. Hay bastante que hacer en este puesto.

-Creí que esas eran las destinaciones que tratabas de evitar -le comenté.

El Cónsul me dedicó una mirada de reojo, serio. Definitivamente el libreto de compinche de su hija ya no parecía vigente.

-Lo que he buscado evitar son los destinos formales -me corrigió-. Pero esto es un puerto fluvial, cerca de tres fronteras, en la cuenca del río más rico del mundo... Un lugar excitante para un diplomático. Hasta tengo mi propio refugiado, como en una embajada grande. Un piloto de aviación que desertó el día del golpe. A él me refería con lo de la crisis: hace tres días desapareció en la frontera, o lo secuestraron, no sabemos todavía...

En su voz había esa engreída reticencia del hombre envuelto en asuntos importantes.

El auto derrapó un poco en una encrucijada. El poste de caminos manoteaba en el huracán como un espantapájaros, indicándonos direcciones contradictorias. Calle Eldorado, leí en uno de sus brazos. Y nos internamos en un arcilloso camino vecinal flanqueado por quintas enrejadas. En lo alto de un sendero de gravilla vi aparecer la casa blanca, que se alzaba en un claro recortado a la selva. Era un largo bungalow de un piso, rodeado de terrazas. Verdaderas cortinas de agua desbordaban de las canaletas, incapaces de contener este diluvio. Una empleada me disputó mi mochila que viajaba en el asiento trasero. Se la gané y subí con las zapatillas embarradas, desconfiando de los pisos lustrosos, las esterillas, los muebles de junco...

-Bienvenida a tu casa -dijo el Cónsul, observando mi reacción-. ¿Qué te parece?

-Distinta... -fue todo lo que se me ocurrió decir.

Entonces, así vivía ahora el Cónsul... Ya no más en un hotel, en las habitaciones numeradas, en los departamentos amoblados que habíamos compartido en nuestras correrías anteriores de padre e hija solos en tierras extranjeras. Así, en una casa grande, con empleada y manillas de bronce frotado. ¿Desde cuándo, me preguntaba, se había ablandado, le había cedido espacio a la permanencia y permitido que su alma portátil echara raíces? Aquí había gato encerrado...

Y la gata apareció tras la mampara de malla mosquitera. Iba descalza. La pesada trenza de pelo negro le humedecía el hombro a una de esas viejas batas del Cónsul, con el bolsillo monogramado.

-Te presento a Julia... -me dijo él.

Me pasaba siempre. Cada mujer hermosa que me presentaba me parecía que lo era mucho, mucho más que yo. Juzgándonos por el cuerpo nadie habría dicho cuál era la mayor. Pero aun sin zapatos ella era más alta, larga, felina y aceitada. Y en los serenos ojos oscuros, en la manera de sonreír con seriedad, sólo si le daban motivo, me sacaba toda la ventaja de su edad; la edad que tengo ahora, cerca de treinta.

-Qué vergüenza mi facha, no alcancé a terminar de arreglarme. Disculpa -me dijo, y miró con un matiz de reproche al Cónsul-. Llegaron antes...

-Debe ser la primera vez en su historia que el Faucett llega a tiempo -se excusó él.

Yo no me pude mover. Fue Julia la que terminó de cuadrarme en la fotografía que le habrían mostrado. Se acercó y me besó en ambas mejillas. Sentí su olor. Era como nada que hubiera olido antes: era el olor del Cónsul, el de su bata, mezclado con el perfume de esta mujer.

-Qué gusto de conocerte. Tu padre me había hablado tanto de ti... -suspiró, hinchando el busto que a simple vista era dos copas más grande que el mío.

-Yo las dejo para que se conozcan. Voy a buscar unos papeles en el escritorio, y tendré que volver al Consulado. Surgieron algunos imprevistos en el aeropuerto, que tengo que atender... -le explicaba el Cónsul a Julia.

Lo miré desesperada, pero ya estaba fuera de alcance. Era típico de él: retirarse, salir, irse al extranjero.

-Pasa, pasa, te mostraré tu habitación. ¿Esto es todo lo que traes...? -me preguntaba Julia.

-Lo demás viene atrás -le contesté indicando la aparatosa valija Vuitton de Leyla, que el Cónsul sacaba del portamaletas. Lo «demás» era mi par de vestidos formales, para esos inevitables cócteles de rotarios donde a veces me pedía acompañarlo; y el traje de noche que había soñado lucir en el banquete cívico con los notables de la provincia, que nos tocaba en cada destinación suya...

Para el caso, ahora, me habría bastado con el par de jeans y las zapatillas de repuesto, mis poleras desteñidas a propósito y el volumen descuadernado de Huidobro, que viajaban en mi mochila.




2

Y en verdad era distinto sentirse en una casa del Cónsul. Por dentro ésta parecía una sucursal de la mansión Addams. Muebles victorianos, en su versión para colonias de ultramar, cohabitaban con artesanías regionales. Mejor no mirar, en cualquier momento el viejo sofá con garras, atacado de satiriasis, se abalanzaría para violar a la mesita ratona. Aunque en esa época yo no sabía nada de gustos, seguía pensando que esta no podía ser la casa del Cónsul. La habitación del Cónsul siempre había sido un pedazo de tierra de nadie, un lugar de paso para un hombre en tránsito, amparado por su inmunidad. La extraterritorial morada del Cónsul, lo más a menudo, había consistido en ese par de cuartos rentados que compartíamos durante mis vacaciones, con las pilas de libros en una esquina, las fotos en el marco del espejo, y nuestra ropa de «solteros» arrumbada sobre las sillas. Y así nos gustaba a los dos, creía yo.

Julia me guió hasta mi cuarto. La planta del caserón tenía forma de U. Pasamos por demasiadas habitaciones vacías, con ventanas protegidas por rejillas mosquiteras, a través de las cuales acezaba el asmático aliento de la tormenta.

-Una casa grande... -le dije a Julia, por hablar de algo.

-Ocupamos sólo un ala -me explicó-. Como mujer, te imaginarás lo difícil que es mantener una casa así, apenas para nosotros dos...

Me contó que había sido propiedad de un colono inglés, a comienzos de siglo. Trajo río arriba el piano, los muebles con garras, la cama de bronce verdecido con dosel, y hasta los retratos de la improbable familia escocesa para la cual había armado esta réplica de un hogar. Examiné las oleografías de cinco niños de ojos transparentes, una dama severa de grandes faldas, y hasta un perro de aguas. La familia nunca había llegado a reunirse con él. Los sorprendió la Gran Guerra; después la crisis del caucho. El inglés había intentado sin éxito aclimatar algodón en estas latitudes. Y terminó suicidándose... No pude evitar imaginarlo colgando del mismo impresionante dosel mosquitero bajo el cual había esperado inútilmente a su esposa. El inglés colgando sobre la cama que ahora Julia ocupaba junto al Cónsul.

-Disculpa si sientes un olor -me dijo-. Ayer fumigamos contra las termitas. Aquí no puedes descuidarte, hay que mantener a raya el monte...

Indicaba más allá de los confines del jardín. Hacia aquello informe y vivo que nos rodeaba. Observé una piscina desolada bajo la lluvia, una cabaña en el fondo. Y más allá, el bosque verde y brumoso. Ni flores, ni frutos, sólo esa sobredosis de clorofila y agua.

-No estoy de acuerdo con matar los bichos -declaré.

Casi era verdad. Había sido schoentatiana en las Ursulinas, siloísta en el Liceo Uno y, últimamente, ya que no había otra cosa, oyente en unos grupos de filosofía oriental donde nos vestíamos de hindúes, nos sentábamos en la posición del loto, y pasábamos los sábados tratando de abrir el tercer ojo y diciendo «om». Según Leyla, mi pieza apestaba a gitana...

De pronto, algo verde y veloz reptó por la pared a mi lado. Di un grito. Involuntariamente me encontré en los brazos de Julia, temblando.

-Lo siento -me dijo ella, riendo-. No te asustes. Es Godzila, la iguana de la casa. Trae buena suerte. Y se come los insectos...

Y miró al monstruo con la ternura que habría empleado para una hija fea.

En mi cuarto había flores de papel sobre el velador de mimbre, una colcha bordada, y en la pared el póster de un cantante famoso, que yo detestaba. Tal vez había sido idea de ella: la decoración apropiada para alegrar la habitación de una adolescente. Julia encendió un cigarrillo y se sentó en la cama. Evidentemente esperaba entrar en una «charla de mujeres» conmigo. No podía haber escogido peor interlocutora. «Lo femenino» me atacaba, y yo le devolvía golpe por golpe.

-¿Te fue bien en tus exámenes finales? -me preguntó, inocentemente, sosteniendo en vilo la conversación.

-Me suspendieron en tres ramos...

-Lo siento -se cortó-. Pero aquí puedes prepararlos. Tu padre dice que eres muy inteligente. Los aprobarás... Podríamos estudiar juntas -se entusiasmó-. Yo también voy a clases: inglés, en la Escuela de Turismo. Voy a sacar este año mi licencia...

Tal vez pensaba que los idiomas eran necesarios para la mujer de un diplomático...

Por ocuparme en algo me puse a deshacer la maleta. Julia me miraba. Desembalé y me probé mis botas de expedicionaria. Al atar los cordones dejé una buena huella sobre la colcha blanca. Las había conseguido en un almacén de desechos del ejército. Cuando supe que vendría a ver al Cónsul, pensé que las necesitaría para hacer expediciones al fondo de la jungla. Estaba orgullosa de sus hebillas, su olor a saliva rancia y la cómoda pata del soldado impresa en el fondo.

Y lo mejor: Leyla había chillado de espanto cuando me vio llegar con ellas: «¡Esto es lo último! ¡Tú ya no eres mi hija; pareces un recluta!».

Tenía razón, prefería cualquier cosa con tal de no vestirme ni parecerme a la mujer que ella habría querido que fuera. Mis jeans rotosos antes que sus faldas escocesas, tableadas. Mis poleras sin forma antes que los cuellitos de encaje, los mocasines planos y los calzones de algodón blanco, virgen, donde cualquier mancha parecía una denuncia. Hasta hacía poco la propia Leyla me compraba de esos con el ridículo estampado del día de la semana. Al final en esto, como en lo de las botas, se había rendido...

Por su parte, acá, Julia también parecía darse por vencida conmigo:

-Estarás muy cansada, supongo.

-Muerta -le aseguré, sin dejar de desempacar.

-Te dejo, entonces. Te avisaré cuando esté servido. Quisiera que lo pases bien aquí. Entiendo que en tu país no lo han tenido fácil últimamente. Ojalá que seamos amigas...

Y ya desde la puerta, con ese melodioso acento de la región, que en ella era bajo y fuerte, agregó:

-Ah, y si me permites un consejo...

-El que quieras -le contesté, muy educada.

-Esas botas no se usan en la selva. Si te llegara a picar algo, demorarías demasiado en sacártelas. Se han visto gringos con el pie podrido por eso...

De pronto vi pasar la capota roja del auto del Cónsul que daba la vuelta saliendo de la casa. No supe exactamente qué paso por mi cabeza. Me iba a quedar sola con esta desconocida descalza y su iguana. Sola en esta casa abierta, aislada en la tormenta que aislaba aún más la ciudad aislada en la selva... Un postigo suelto se azotaba en alguna parte. Sentí pánico.

-Tengo que decirle algo importante... -le expliqué a Julia, y salí a escape.

Patiné en los pisos encerados y corrí por la galería. Bajé de un salto la escalinata, justo a tiempo para ver la cola cromada del Cadillac sumergiéndose en la calle Eldorado. Quedé parada en la rotonda de gravilla, bajo la lluvia espesa y tibia como aceite...

-Regresará a comer... -me dijo Julia, apoyada tranquilamente en un pilar, desde la protección de la galería.

Volví sola a mi cuarto. Me tendí en la cama observando las punteras de mis botas «de gringa». Esas botas que no servirían en la verdadera jungla, como me lo había advertido Julia... No terminaba de ubicar a esta mujer junto al Cónsul. No era una de esas señoras separadas para siempre, que traían el escepticismo y el horror del matrimonio en su nuevo ajuar. Ni era de esas «tías» que aparecían en horarios raros, con abrigos de piel, y antes de cenar llamaban a su casa, a sus maridos, diciendo que el té canasta se alargaba, que no las esperaran. Ni se la veía aburrida, glamorosa y chascona, como esas pernilargas amiguitas que alguna vez nos habían acompañado en un crucero en veranos anteriores, con sus vocecitas de pito y sus pechugas de Playboy. No la veía pintándose las uñas de los pies en un cuarto de motel.

En fin, no parecía una de esas mujeres suyas, tomadas del mismo calendario erótico. Modelitos que pasaban una temporada desplegadas en el dormitorio, hasta que caía la hoja del próximo mes y las reemplazaba una nueva, y en la siguiente estación ya no conseguías acordarte de ninguna.

Era, Julia... ¿Pero cómo recordarla ahora? ¿Cómo recordarla con esa mezcla de timidez y fortaleza a toda prueba que no supe ver sino hasta el final de ese verano?

De vez en cuando velaban mi ventana las sábanas de unos relámpagos. La lluvia tibia y espesa que me había empapado en la rotonda no terminaba de secarse. La polera y los jeans parecían de cuero. El aire no se sentía, pesaba; con la misma temperatura y consistencia de la piel humana. Unas gotas gruesas se me caían del rabillo del ojo y rodaban por las sienes hasta inundarme las orejas. El Cónsul había partido. Y yo no sabía qué cosa era aquello tan importante que no había alcanzado a decirle; que nunca alcanzaba a decirle.









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