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El lugar donde estuvo el Paraíso, según Carlos Franz

Julio Ortega





Carlos Franz (1959) nació en Ginebra, hijo de un diplomático chileno y de una actriz de teatro; y ese doble signo, el extranjero y la diplomacia, se harán novelescos (de por sí intrigantes) en su El lugar donde estuvo el paraíso (Santiago, Planeta, 1996), su segunda novela (la primera se llama Santiago Cero, 1990). Franz ha escrito una novela de inteligencia formal y de indagación persuasiva. El lugar donde estuvo el paraíso es una novela donde la melancolía de la nacionalidad chilena aparece íntimamente dramatizada en una alegoría familiar del sacrificio.

El crítico y cuentista Carlos Olivarez, desde el importante suplemento literario «Literatura & Libros» del diario La Época, promovió la presencia de una narrativa joven que a comienzos de los años 90 era capaz de demostrar calidad literaria y capacidad de irradiación. Rodrigo Cánovas en su Novela chilena, nuevas generaciones (1997) hace el primer balance comprehensivo de esta narrativa. Y puede concluirse que al final de la década, y luego de las polémicas, las aguas se decantan y los perfiles se definen. Por lo pronto, el fervor por una nueva narrativa me parece no sólo legítimo sino necesario; negarle a los más jóvenes el entusiasmo (incluido el parricida) sería un contrasentido. Es verdad que en la literatura chilena periódicamente recurre un desánimo oposicional y hasta adversarial, que tiende a dividir y sancionar lo nuevo en un ejercicio sintomático de descreimiento: la duda sobre el otro ensombrece al sujeto. Ocurrió incluso a poco de 1973 con algunos escritores exiliados que prefirieron descreer de la aparición y calidad de una literatura de resistencia, hecha en el interior de la dictadura. Y ocurre hoy a propósito de la novela reciente, que suele ser vista con cierta desconfianza por su éxito (relativo, después de todo) de prensa y de público. Stephanie Decante, de la Sorbona, ha llegado en su estudio de esta narrativa a una primera conclusión, que comparto: no todas las novelas de éxito se deben a las meras expectativas del «mercado» y hasta implican nuevas versiones críticas de esta «sociedad de mercado».

Pues bien, una de las versiones más agudas de la actual sociedad chilena es esta arqueología de un no-lugar que además se designa como ya desplazado. La perífrasis, en primer término, pertenece a la lengua regional («el lugar donde estuvo el paraíso» alude a Iquitos, el principal puerto peruano en el Amazonas); en segundo término, la mitología de la selva americana exuberante abre un espacio contrario, el de la sociedad chilena autoritaria; y, en tercer término, lo que reemplaza al «paraíso» natural es el «infierno» social. Sobre ese eje de polaridades se construye la tensión interna de la novela, que se va revelando impecablemente, con vigor narrativo y sutileza argumental. Y esta es la otra polaridad, la decisiva: todo lo dicho no es sino la parte del «discurso» (relato) que constituye el nivel cotidiano de las evidencias; pero todo lo no dicho es la parte de la «historia» (los hechos) que se ignora y sólo se revela disruptivamente, como sí la verdad siempre fuese secreta y decirla, una feroz violencia. Esta novela es una alegoría sobre el precio de la verdad.

No es casual, entonces, que algo que no se menciona nunca es el nombre del país. Todo remite a Chile, a sus lugares, historia y presente político, pero su nombre es el más costoso: cobraría el precio de la vida. Innombrable, el país original se ha vuelto también inhabitable. A nivel del relato, el Cónsul chileno después de deambular por los «destinos menores» de puestos remotos, trata de quedarse en Iquitos, animado por la ilusión de sentar cabeza sin tener que retirarse a su país entre los saldos de su sociedad. Acaba de ocurrir el episodio de setiembre de 1973, y prefiere no entender el cambio radical que sobreviene: no hablar equivale a no saber. Pero el Cónsul (que ha leído Bajo el volcán y ha dejado la bebida) es perseguido por su implacable nacionalidad: un compatriota, piloto y al parecer perseguido político, le da a su consulado importancia imprevista; además, un estrambótico enviado de la cancillería, antiguo colega suyo, llega en pos del supuesto desertor. A la vez, su hija de 19 años lo visita creyendo que esta vez puede quedarse con él, liberada también de su sociedad y de la banalidad de su madre. Pero el Cónsul (que ha leído a Graham Greene y cree en el destino) está tratando de reescribir su vida y darse la libertad que cree merecer, olvidando que las familias felices no pertenecen a la novela y mucho menos al paraíso. La «familia chilena» ha terminado en este grupo desacordado, pero tiene que culminar su ciclo: la hija, el piloto y el colega traen hasta la casa del Cónsul el infierno nacional, pero sólo ella podrá perpetuar el sacrificio del padre.

Si el paraíso es el lugar del Patriarca, la hija levanta el dedo acusador y lo somete al juicio entero de su vida: ella es la prueba del desacato, y el amor no basta para redimirlos. Padre e hija no comparten ya el relato de una familia, y no sólo porque la suya se rompió hace mucho, sino porque el Cónsul ha hecho de sus viajes un arte de la fuga, y «partir» es su mejor lema. En un país que todo lo mide por su rasero local, que todo lo nacionaliza a sus propios términos, él quiere ser el extranjero permanente, sobrevivir en el ilimitado extranjero, y hasta, si vuelve, pasar por otro extranjero. Esa extrañeza, sin embargo, es la lucha con su fantasma, su nacionalidad, lo que le torna fantasmático: no representa, dice, a un gobierno sino a la nación o al Estado. Pero son los gobiernos los que deciden el azar de la diplomacia y el errar de los diplomáticos. El suyo es un lugar desfundado: un margen semiborrado por la historia social patria tanto como por la naturaleza fragorosa de la selva. En la frontera amazónica, entre la violencia de la droga, la redundancia de su consulado postrero, y un amor que promete afincamiento, el Cónsul cree dar fin a su errancia y se prepara a ser feliz; esto es, a desaparecer. Pero los tres emblemas nativos (la familia, la política, el Estado) llegan a disputarle el discurso y a robarle la historia.

Si todo ello es de por sí una intriga dramática en un laberinto primario (toda la nueva novela chilena sale a respirar su propia asfixia local en este paisaje amazónico); lo decisivo es también lo más fascinante: la narración misma, o sea, el relato en primera persona a cargo de Ana, la hija. Ese relato es de por sí otro laberinto, más incierto que la selva, y la seducción a que nos somete es un recorrido peligroso: está hecho para persuadirnos con su recuento de revelaciones. A veces, ese recuento resulta incluso demasiado novelesco: cortes y recortes, suspensos y acertijos, retardos y resoluciones, reprocesan la información. (Son estrategias de narradora acabada de salir de un taller sobre la prolija carpintería cinemascópica de Mario Vargas Llosa). Pero si a los hijos del naturalismo se los tragó la vorágine de Eustasio Rivera, y a los hijos del catastrofismo la lepra de Vargas Llosa; a los nietos sudamericanos de Conrad, Maugham y Greene, fugitivos de una nacionalidad inscrita como destino, la selva no los libra de la letra herida de la patria chica, de su inculcado discurso jurídico, ese archivo que sanciona las leyes del Estado y de la familia. Nueva York, en cambio, es una selva no menos primaria y donde un fugitivo sólo puede ser hallado muerto.

De modo que esta Narradora no es sólo «unreliable» por oposición a otro «reliable». No se trata aquí de veracidad o fidelidades a la historia, al discurso, y mucho menos al lector. Se trata de la íntima desazón de una competencia por la lectura: la hija, en verdad, rememora los hechos veinte años después, cuando ya todo ha concluido (o recomienza, en su turno), pero lo hace no para exculparse o redimirse sino para competir con la otra lectura de los hechos, la de su padre. Esta es la sutil dimensión política del conflicto: la experiencia política chilena (el golpe de 1973) ha vuelto a toda lectura sospechosa. Cada sujeto no sólo reescribe su historia sino que urde una nueva para hacerse, en ella, no un discurso sino un silencio. El lenguaje se levanta no para decir la verdad sino para callarla: los hijos de la dictadura son aquellos que no dicen lo que piensan.

Si estos temas cruciales de la nacionalidad como relato político ya estaban en las grandes novelas de José Donoso y Jorge Edwards (en el drama de las construcciones aparenciales y laberínticas, en la ambigüedad de los hechos ilegibles, del uno; en la comedia política de la decepción, en el delirio de los exilios y retornos, del otro); lo nuevo en la novela de Franz está en la intensidad de la culpa en la estrategia de la hija. Esto es, el relato de la vengadora está urdido por el amor al padre pero también por la necesidad de sacrificarlo. Es, tal vez, un relato canibalístico: la hija requiere devorar la vida del padre, hacerla parte suya, para lo cual debe hacerlo abandonar su pequeño paraíso anónimo, separarlo de su gozosa amazona tardía; y, en fin, descubrirlo como el gran narrador frustrado, como el patriarca cuya patria no llegó a cuajar como relato. En este debate sobre la paradójica validación ética de la verdad, la hija utiliza su descubrimiento de la verdad secreta (los informes fantasiosos del padre) no para abrir un espacio nuevo, sino para clausurar el espacio paterno. La verdad revelada es la mentira del padre. El país le ha robado la letra, ese pretexto suyo para divagar; y lo desampara ahora, convertido en fantasma sin nombre.

Cuando el padre, sin reproche, la descubre como la lectora de sus informes «confidenciales», con los que él planeaba ganar el derecho a ser un extranjero, la hija no puede mentir. Su conspiración ha sido descubierta. Por eso, su reacción es vomitar. Se ve que el canibalismo requiere una digestión más reposada, un relato a nombre del amor filial. ¿Quién es esta hija rebelde, que quiere huir del Santiago materno y burgués y darle una casa al padre fugitivo? No hay, claro, que confundirla con el autor por más que una reseña diga que «resulta difícil para un autor varón ponerse en la piel femenina». Y aun si la novela está dedicada a la memoria del padre del autor, un diplomático de carrera. Pero más que máscara o voz femenina, la muchacha desprejuiciada y emprendedora parecería representar una figura de esta época, cuya naturaleza descarnada se revela en su capacidad de lectura: ella es la mejor lectora, y aunque compite con otros lectores de los hechos (sobre todo con la amante del padre, la selvática), ella descifra para desanudar la verdad y atar con ella la historia; esto es, su lectura es denodada y encarnizada. Lo cual no la libera de la ambigüedad de una verdad revelada entre las manos: no hay un lugar para la verdad, nos sugiere su acto, porque su naturaleza misma se ha hecho conflictiva. La amante del padre es también una lectora formidable, que penetra con su mirada en la ambigüedad de los hechos, pero busca, con la verdad, un acuerdo mayor, una alianza amorosa o piadosa. Por su lado, el padre interpreta defensivamente, urdiendo su último margen de sobrevivencia, habiéndolo perdido todo, incluso la salud, apostándolo todo a su último relato en un lugar del olvido. Su verdad final requiere la estrategia de la ficción, pero su historia, al ser revelada por la hija, se convierte en mera mentira. Pero el colega enviado por el Estado a investigar el caso del joven piloto refugiado y descubrir su verdadera identidad, representa la lectura política, la vieja alianza del poder dictatorial y el Estado policial. Otro acucioso lector, el jefe de la policía de investigaciones local, parece descifrarlo todo pero su simpatía (de lector de novelas inglesas) le impide condenar la estratagema del Cónsul. Y, en fin, el joven piloto, rebelde y patriota o contrabandista y chulo es el inmoralista del grupo: resulta ilegible, y tiene la identidad que le atribuye cada lector. De modo que son los dos jóvenes, hijos disímiles del más oscuro período de la historia chilena, los lectores con mayor poder: el de controlar la verdad como un arma mortal. La hermenéutica se ha vuelto una economía de la información.

Haber contaminado nuestra lectura es la última estratagema de esta novela, donde los hijos (abandonados al infierno social) entierran a los padres (fugitivos de la ley que, sin embargo, perpetúan). En su libro sobre la nueva novela, Rodrigo Cánovas comenta Santiago Cero de Franz, y escribe: «El relato está concebido como una confesión de alguien que trabajó como informante de la policía secreta chilena durante sus últimos años de universidad. La historia está marcada por el signo de la desesperanza. Un grupo de jóvenes se forja un mundo sustitutorio, para simular su falta de fe en la vida. El traidor del grupo es la figura hiperbólica de un sino generacional: el de ser expósitos, el haber sido abandonados en paraje público y condenados a la nostalgia y al desamor. Quien nos habla oculta su nombre propio y se prohíbe usar a sí mismo la primera persona. Es, además, huérfano de padre, se casará con Raquel (que sufre la ausencia de su madre) y ambos serán incapaces de procrear un hijo» (73-74). Este resumen es una anatomía nacional: los huérfanos disputan el lenguaje del padre, y se inscriben en su autoridad para sustituirlo con la violencia de la denuncia, de la verdad (o la mentira) que mata.

También habría que leer El lugar donde estuvo el paraíso frente a La ingratitud (Buenos Aires, Ada Korn Editora, 1990) de la argentina Matilde Sánchez (1958), una extraordinaria novela sobre la comunicación de una hija y su padre. Sólo que esta vez ella ha emigrado de su ciudad latinoamericana (cuyo nombre no se menciona) a Berlín, donde había vivido el padre, quien agoniza en la ciudad lejana y finalmente muere. La hija intenta comunicarse con él, obsesivamente, por todos los medios, en un sistema de zozobra y desentendimiento. Pero esta sustitución del padre, hecha a costa de la palabra debida, es también un aprendizaje del valor del habla, y se desplazan a la figura del Filósofo y su padre, enloquecido aquel por los sermones de éste. Y ante la tumba de Nietzche, el gestor de un habla de hipérbole interpretativa, ella entiende que «todo el tiempo, mi padre y yo hemos estado viviendo en un mismo lugar».

Ese no-lugar ya no es sólo el paraíso patriarcal perdido. Tampoco sólo la sociedad infernal materna. Podría forjarse, en cambio, desde estos márgenes de «ingratitud» (Sánchez) y de «virtudes gratuitas» (Franz), donde la economía simbólica (decir menos, decir más) del lenguaje de los hijos es una pregunta por el lugar más sospechoso de todos, el del lector.





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