Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Extranjero en Berlín

Carlos Franz





Como toda ciudad cosmopolita Berlín es amable e implacable, a la vez, con los extranjeros. Acostumbrada a lo largo de su historia a recibir emigrantes transitorios la ciudad parece acogerlos con esa indiferencia de las urbes grandes y diversas: he visto otros más extraños que ustedes, antes, y veré todavía otros más distintos en el futuro, nos dice. A esa indiferencia los extranjeros respondemos inventándonos poco a poco una ciudad propia, haciéndonos una urbe habitable a fuerza de transitar sus calles, de darnos cabeza contra los muros de lo prohibido, de traspasar sin darnos cuenta en lo que es ajeno. Dotado de esa mirada oblicua, desplazada y de ese íntimo dolor a veces no reconocido que deja todo destierro, el extranjero que pasa un tiempo en lugar ajeno es distinto al turista. Vive la ciudad en lugar de simplemente pasearla, sabe que será un capítulo y no una nota al pie en su biografía, y a la vez lo (des)anima esa contradicción secreta: sabe que cuando empiece a pertenecer ya le tocará irse.

Como buen extranjero tengo también mi ciudad personal en Berlín. Hecha de hallazgos casuales, de largas caminatas bajo los tilos de la Unter den Linden, de extravíos en las calles del antiguo barrio judío alrededor de Oranienburgerstrasse, de perplejidades y nostalgias sobreimpuestas a la indiferencia de la urbe.

Está ese callejón, ese traspatio más bien, en el dédalo de callejuelas cerca de la Rosenthalerstrasse, en el sector oriental de Berlín. Hay que internarse por una sucesión de patios interiores, negros de hollín, hasta una pequeña y derruida escalinata que conduce a un sótano. Monsterkabinett -el gabinete de los monstruos-, dice un pringoso letrero. Hay que golpear la puerta y esperar a que se abra con un característico crujido. Una de estas punks de Berlín, con el pelo rojo tijereteado, aros hasta en la lengua y ojeras de vampira, nos deja pasar luego de cobrar 5 marcos. Y allí están los monstruos, diez o doce esculturas-máquinas delirantes, abriendo sus fauces, dilatando sus intestinos de cables, emitiendo extrañas chispas. Activado por la presencia del único visitante el sótano se llena de ruido y humo como en una feria de diversiones de pesadilla. Algunos de los monstruos tienen el aspecto de esas caricaturas del expresionismo alemán, gordos burgueses dentados con las tripas a la vista, tratando de devorarse entre ellos. Y es inevitable pensar que de algún modo este espectáculo alucinante y ridículo expresa el espíritu subterráneo y transgresor de Berlín, mejor que las nuevas construcciones oficiales, tan asépticas tras sus cortinas de vidrio, en la superficie.

Mi ciudad personal en Berlín esta hecha también de esos pequeños hallazgos que a los escritores nos ayudan a sentirnos menos solos, uniéndonos a la familia extensa de la literatura.

Están esas canchas de tenis en la calle Ciceros escondidas tras un complejo de edificios de estilo Bauhaus. Llevaba dos meses frecuentándolas cuando por casualidad me entero de que en esas mismas pistas se ganaba la vida enseñando tenis, durante su exilio en el Berlín de los años 20, Vladimir Nabokov. Miro las cálidas canchas arcillosas, las hileras de viejos álamos recortados contra el cielo azulísimo de una tarde de primavera berlinesa, (¡el azul de Prusia!), imagino al hombre delgado, de largos pantalones blancos, con su raqueta de madera corriendo tras la pelota... No estoy exento del fetichismo de los escritores, se me disculpará quizá si confieso que a partir de entonces sentí que me mejoraba el servicio y hasta el estilo.

Y está el hotel Askanischenhof donde se quedaba Kafka -extranjero en Berlín-, cuando venía a ver a Felice Bauer. Desde este hotel le envió a su hermana Ottla una mariposa de papel, con un mecanismo de elástico que la hacía volar. La mariposa sobrevivió a la guerra y al campo de exterminio de Auschwitz donde Ottla fue asesinada. Un frágil objeto de papel despachado por el correo berlinés, que sigue volando hasta hoy.

Una de las experiencias a través de las cuales Berlín mejor se abre a sus extranjeros, es la música. Con sus óperas y sus salas de concierto duplicadas desde la reunificación, es difícil imaginar una ciudad más musical que esta. En el delicado edificio de la Staatsoper en la Unter den Linden veo una noche, mientras nieva sobre la ciudad, una puesta en escena posmoderna de Aida, dirigida por Daniel Barenboim. Durante la obertura los personajes van saliendo de las vitrinas de un museo de antigüedades egipcias, Radamés, Amneris, vuelven a la vida y cantan. Imposible no cerrar los ojos por un momento y dejar que la imaginación vuele más allá. Al costado de este edificio -inmejorablemente restaurado por los comunistas- está la Bebelplatz, el lugar donde Goebbels dirigió otra escena famosa: la quema de los libros de autores prohibidos por el Tercer Reich, el 10 de mayo de 1933. Una gran hoguera conmemorada hoy día por un monumento subterráneo, discretísimo, donde sólo unas estanterías vacías evocan los libros que se hicieron humo.

Así es Berlín: mezcla, contradicción, perplejidad. La cultura al lado de la barbarie. Como memoria viva del siglo XX es bastante seguro que no hay otra ciudad como esta. Donde conviven los restos de las dos grandes tiranías que produjo la centuria pasada: la nazi y la comunista.

Y quizá no haya mejor símbolo de esa convivencia contradictoria y a la vez natural que la «herida abierta» que forman las excavaciones en los antiguos eriazos donde una vez estuvo el cuartel central de la Gestapo, en la calle Niederkirchner. Por una de esas contradicciones históricas en las cuales se especializa Berlín, las excavaciones han hallado que algunas de las celdas y los lugares de tortura centrales del estado nacionalsocialista están precisamente al pie de donde décadas más tarde pasaría el muro de Berlín, construido por el estado comunista. Puro siglo XX: el nazismo confundido indisolublemente, en las raíces, en las fundaciones, del comunismo. Prueba de ello es que uno de los que pasaron por estas celdas, en diciembre de 1935, fue nada menos que nuestro conocido Erich Honecker, el futuro premier de la RDA, y que en 1961 tuvo a su cargo la construcción de la muralla en tiempo récord. El mismo que habitó y sufrió las celdas de la Gestapo, construyó sobre ellas el muro de una prisión para todo su país. Muestra patente de esas contradicciones que hacen a Berlín la ciudad más ejemplar del contradictorio siglo XX.

El Berlín de un extranjero puede ser como esos revoltillos de postales en un puesto del mercado de las pulgas. De ese conjunto barajado por el azar surge de pronto una ciudad: la aérea belleza de la Neue Nationalgalerie diseñada por Mies van der Rohe, con el cuadro «Los Pilares de la Sociedad» de George Grosz, en el nivel bajo tierra; contemplar al fragilísimo Gunther Wand dirigiendo a sus 91 años la poderosísima 8ª sinfonía de Bruckner, en la Philarmonie; la vista del bosque de grúas iluminadas trabajando de noche en la tierra de nadie de lo que fue el muro, desde los rieles del tren elevado entre las estaciones de Mendelssohn-Bart holdy y la de Potsdamer Platz; cruzar el Wannsee en barco durante una tibia tarde de otoño con los bosques ya dorados o cobrizos, y ver a lo lejos la villa donde se celebró la conferencia para la «Solución Final del Problema Judío», e imaginar a los burócratas nazis haciendo una pausa en sus meticulosas sesiones de planificación del exterminio para asomarse a las terrazas de la villa -esa figura en ropa color caqui que saluda desde lejos...; la feria de las pulgas de los domingos en el Tiergarten: la insignias del reciente pasado comunista convertidas en mercadería de anticuarios, las gorras de la policía de fronteras de la DDR, las medallas que daba la Stasi a los informantes del régimen, revueltas en un puñado herrumbrado con las cintas rotas. Eso es Berlín. Y también estos lugares privados, exclusivos del extranjero que pasea solitario por las calles irregulares, con esas fachadas donde se baraja lo nuevísimo y lo antiguo. El extranjero empieza a añorar la ciudad que tendrá que dejar y donde cada día se detiene a contemplar lo mismo: el mendigo de pantalones rotos que pasa los días bajo la lluvia o la nieve sentado en los bancos de una placita de juegos para niños cerca de la Savigny Platz. Sin pedir limosna, sin hablar a solas, simplemente atareado en estar ahí, en vivir la ciudad. Quizá, como en el mundo de Tlön imaginado por Borges, esa placita y Berlín desaparecerían, si el mendigo dejara de concentrarse en habitarlos. Quizá la existencia de las ciudades depende de esos pocos seres que como los extranjeros y los mendigos, al no pertenecerles, realmente las habitan.





Indice