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Santiago Cero

Carlos Franz






I

Tú no siempre fuiste tú. Tú no siempre habitaste una isla. Tú fuiste una vez inocente. Lo eras antes de que llegara aquella primera carta.

Fue un lunes, a mediados de mayo, durante el último curso de la Carrera. Eran cinco o seis hojas grandes, delgadas y traslúcidas, escritas a máquina. Venían en un sobre aéreo celeste, orillado de pequeños jets; el borde corto, junto a las estampillas, bruscamente desgarrado.

Sebastián la leyó en voz alta en la mesa que presidía el afiche del Neuschwanstein, al fondo de la cafetería. Se había sentado en tu antiguo puesto. Precisamente allí donde lo encontraste suplantándote junto a Raquel y el resto de tus amigos, a comienzos del curso, un par de meses antes.

Desde entonces habías tratado de evitar la cafetería. Pero esa mañana hacía tanto frío en el patio... Los ventanales estaban empañados. No podías estar seguro de que estuvieran en la mesa del fondo. Fueron tus malas excusas.

Entraste y te dijiste que ya era tarde para echarse atrás, cuando te vieron haciendo la fila de la caja. Posando -siempre posando- de indiferente, fuiste a sentarte con tu café en la única mesa vacía, a dos de distancia de la burbuja de silencio que los aislaba del rumor de la cafetería formando un mundo aparte. Wilson tenía la vista perdida en los ventanales; América fumaba, absorta en sus volutas; Rubén apoyó el mentón en el puño de su muleta; Raquel se habían inclinado sobre el hombro de Sebastián que les leía esa carta.

Pasaron los quince minutos de recreo y el rebaño de estudiantes salió en estampida acatando los timbres. Ustedes no se movieron. Ellos escuchando la carta, tú revolviendo el café frío en la taza. Sebastián terminó de leerla y la plegó con impaciencia. No prestó atención a nadie más. Se concentró en Raquel que levantó la vista y sus miradas se confundieron. Los ojos de ella brillaban tanto que comprendiste que había llorado. Se frotó los pómulos con el dorso de una mano y luego la deslizó bajo la mesa hasta encontrar la de Sebastián. Imaginaste sus manos estrechándose en secreto hasta el blanco de los nudillos. Sentiste como si entre ambas estuvieran estrangulándote.

Te faltó el aire. Fuiste apartando sillas hacia la salida, metiendo ruido a propósito. No te hicieron caso. Ninguno hablaba. Sobre todo Raquel y Sebastián estaban ausentes, habían «partido». Quedaban sus cuerpos, pero te parecieron maniquíes representando una existencia falsa: la de acá. Falsa, porque ellos, al menos en ese momento, habían conseguido evadirse. Viajaban por otro territorio, el de afuera, el del lado de allá; aquel de donde había venido la carta.

Saliste al patio arrancando, con la vista torcida. Ahora estabas seguro; tenías la prueba que habías buscado durante los dos meses anteriores. Aunque no pescaste ni una sola frase de la lectura, sabías que esa carta también traía un mensaje para ti. Te decía, en cada página, que Raquel y Sebastián estaban irremediablemente enamorados.

Afuera la bruma se había levantado. Un sol blanco brillaba oblicuamente secando los muros de granito de la Escuela. El impenetrable granito de esa verdad a la cual ya no podrías escapar. Quedaste varado en la orilla de la fuente, como al borde de la nada, pateando para entrar en calor.

En el centro de su pileta, semidesnuda, la Dama Verde sonreía indiferente a tu desgracia y al frío. Nada la alteraría jamás. De generación en generación seguiría ofreciendo su cuerno de la abundancia del que manaba un chorro de profesiones exitosas, lucro, poder... a aquellos que supieran tomar sus pechos de hierro.

Siempre te sentiste inseguro frente a esa estatua. El cinismo de sus invitaciones te producía un efecto inverso: de impotencia. Ahora estabas a su merced en el vasto desierto embaldosado del patio. Todo el mundo había entrado a clases. Sólo te acompañaban, aquí y allá, los añosos arbolitos podados con sadismo que alzaban sus muñones al cielo excusándose: no tenemos la culpa.

Nadie más que tú tenía la culpa. Habías perdido a Raquel para siempre, creíste. Para siempre te quedarías ahí afuera, del lado de acá. En tanto que tras los ventanales empañados de la cafetería, junto a los que fueron tus amigos, al calor de la mesa del Neuschwanstein, ellos soñaban, se amaban y «partían»...

Supiste que harías cualquier cosa por recuperarla. Y algo dentro de ti cambió en ese instante; algo se hizo de hierro, de un hierro verde y frío como el de la estatua que sonreía en medio de su fuente.

Volverías a sentarte a su lado en la mesa del Neuschwanstein, lo juraste. En esa misma mesa donde antes, recién entrado a la Escuela, conociste a Raquel.





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