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El Marqués de Bradomín. Coloquios románticos1

Ramón del Valle-Inclán



Los Comtemporaneos Nº EXTRAORDINARIO 1P



EL MARQUES DE BRADOMIN COLOQUIOS ROMANTICOS POR DON RAMON DEL VALLE INCLAN



[1]

Los Contemporáneos AÑO XVIII.- NÚM. 897 1º ABRIL 1926

DIRECTOR: FELIX HERCE



EL MARQUES DE BRADOMIN

COLOQUIOS ROMANTICOS






PRIMERA JORNADA

 

(En jardín y en el fondo un palacio: El jardín y el palacio tienen esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y del amor. Sentado en la escalinata, donde verdea el musgo, un zagal de pocos años amaestra con los sones de su flauta una nidada de mirlos prisionera en rústica jaula de cañas. Aquel niño de fabla casi visigótica y ojos de cabra triscadora, con su sayo de estameña y sus guedejas trasquiladas sobre la frente por tonsura casi monacal, parece el hijo de un antiguo siervo de la gleba. La dama pálida y triste, que vive retirada en el palacio, le llama con lánguido capricho Florisel. Por la húmeda avenida de cipreses aparece una vieja de aldea. Tiene los cabellos blancos, los ojos conqueridores y la color bermeja. El manteo, de paño sedán, que sólo luce en las fiestas, lo trae doblado con primor y puesto como una birreta sobre la cofia blanca: Se llama Madre Cruces.)

 

LA MADRE CRUCES.-  ¿Estás adeprendiéndole la lección a los mirlos?

FLORISEL.-  Ya la tienen adeprendida.

[2]

FLORISEL.-  Agora son tres. La señora mi ama echó a volar el que mejor cantaba. Gusto que tiene de verlos libres por los aires.

LA MADRE CRUCES.-  ¡Para eso es la señora! ¿Y cómo está de sus males?

FLORISEL.-  ¡Siempre suspirando! ¡Agora la he visto pasar por aquella vereda cogiendo rosas!

LA MADRE CRUCES.-  Solamente por saludar a esa reina he venido al palacio. A encontrarla voy. ¿Por dónde dices que la has visto pasar?

FLORISEL.-  Por allí abajo.

 

(La Madre Cruces se aleja en busca de la señora, y torna a requerir su flauta Florisel. El sol otoñal y matinal deja un reflejo dorado entre el verde sombrío, casi negro, de los árboles venerables. Los castaños y los cipreses que cuentan la edad del palacio. La Quemada y Minguiña, dos mujerucas mendigas, asoman en la puerta del jardín, una puerta de arco que tiene, labrados en la piedra, sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas de cuatro linajes diferentes. Los linajes del fundador, noble por todos sus abuelos. Las dos mendigas asoman medrosas.)

 

LA QUEMADA.-  ¡A la santa paz de Dios Nuestro Señor!

MINGUIÑA.-  ¡Ave María Purísima!

LA QUEMADA.-  ¡Todas las veces que vine a esta puerta, todas, me han socorrido!

MINGUIÑA.-  ¡Dicen que es casa de mucha caridad!

LA QUEMADA.-  No se ve a nadie...

MINGUIÑA.-  ¿Por qué no entramos?

LA QUEMADA.-  ¡Y si están sueltos los perros!

[3]

MINGUIÑA.-  ¿Tienen perros?

LA QUEMADA.-  Tienen dos, y un lobicán muy fiero...

FLORISEL.-  ¡Santos y buenos días! ¿Qué deseaban?

LA QUEMADA.-  Venimos a la limosna. ¿Tú agora sirves aquí? Buena casa has encontrado. En los palacios del Rey no estarías mejor.

FLORISEL.-  ¡Eso dícenme todos!

LA QUEMADA.-  Pues no te engañan.

FLORISEL.-  ¡Por sabido que no!

MINGUIÑA.-  ¡Tal acomodo quisiera yo para un nieto que tengo!

FLORISEL.-  No todos sirven para esta casa. Lo primero que hace falta es muy bien saludar.

MINGUIÑA.-  Mi nieto es pobre, pero como enseñado lo está.

FLORISEL.-  Y hace falta lavarse la cara casi que todos los días.

MINGUIÑA.-  En un caso también sabría dar gusto.

FLORISEL.-  Y dentro del palacio tener siempre la montera quitada, aun cuando la señora no se halle presente, y no meter ruido con las madreñas ni silbar por divertimiento, salvo que no sea a los mirlos.

LA QUEMADA.-  ¿Tú aquí sirves por el vestido?

FLORISEL.-  Por el vestido y por la soldada. Gano media onza cada año, y a [4] cuenta ya tengo recibido los dineros para mercar esta flauta. ¿Vostedes es la primera vez que vienen a la limosna?

LA QUEMADA.-  ¡Yo hace muchos años!

MINGUIÑA.-  Yo es la primera vez. Nunca creí verme en tanta necesidad. Fui criada con el regalo de una reina, y agora no me queda otro triste remedio que andar por las puertas. Un hijo tenía, luz de mis tristes ojos, amparo de mis años, y murió en el servicio del Rey, adonde fué por un rico.

FLORISEL.-  ¿Y vienen de muy lejos?

MINGUIÑA.-  De San Clemente de Bradomín.

LA QUEMADA.-  ¡Todo por monte!

FLORISEL.-  Ya sé dónde queda. Allí tiene un palacio el más grande caballero de estos contornos.

MINGUIÑA.-  ¡También es puerta aquélla de mucha caridad! Agora poco hace, llegó el señor mi Marqués, al cabo de muchos años. Dicen que viene para hacer una nueva guerra por el Rey Don Carlos, a quien le robaron la corona cuando los franceses.

LA QUEMADA.-  Aquél murió. El de agora es un hijo.

MINGUIÑA.-  Hijo o nieto, es de aquella sangre real.

 

(En la puerta del jardín asoma una hueste de mendigos. Patriarcas haraposos, mujeres escuálidas, mozos lisiados. Racimo de gusanos que se arrastra por el polvo de los caminos y se desgrana en los mercados y feriales de las villas salmodiando cuitas y padrenuestros, caravana que descansa al pie de los cruceros, y recuenta la limosna de mazorcas y mendrugos de borona, a la sombra de los valladares floridos donde cantan los pájaros del cielo a quienes da nido y pan Dios Nuestro Señor. En todos los casales los conocen, y ellos conocen todas las puertas de caridad. Son siempre los mismos: El Manco de Gondar; el Tullido de Céltigos; Paula la Reina, que da de mamar a un niño; la Inocente de Brandeso; Dominga de Gómez; el señor Amaro, el señor Cidrán el Morcego y la mujer del Morcego. Llegan por el camino aldeano, fragante y riente bajo el sol matinal.)

 

[5]

EL MANCO DE GONDAR.-  Rapaz, avisa en la cocina que está aquí el manco de Gondar, que viene por la limosna.

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.-  Y el tullido de Céltigos.

FLORISEL.-  Tiene dicho Doña Malvina, el ama de llaves, que esperen a reunirse todos.

EL MANCO DE GONDAR.-  Dile que tenemos de recorrer otras puertas.

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.-  No basta una sola para llenar las alforjas.

EL MORCEGO.-  Los ricos, como no pasan trabajos...

LA MUJER DEL MORCEGO.-  Padre nuestro, que estáis en los cielos...

 

(Por un sendero del jardín aparece la Señora del palacio, que viene cogiendo rosas. A su lado, la Madre Cruces habla conqueridora, y la dama suspira con desmayo. Es una figura pálida y blanca, con aquel encanto de melancolía que los amores muertos ponen en los ojos y en la sonrisa de algunas mujeres.)

 

LA MADRE CRUCES.-  Y cómo me place ver a mi señora con las colores De una rosa!

LA DAMA.-  De una rosa sin color, Madre Cruces.

LA MADRE CRUCES.-  Y todavía no la dije, algo que habrá de alegrarla. ¡Esperando que me preguntase!

LA DAMA.-  ¡Sin preguntarte lo sé!

LA MADRE CRUCES.-  ¿Que lo sabe?

LA DAMA.-  ¡Ojalá pudiera equivocarme!

[6]

LA MADRE CRUCES.-  No es cosa para que suspire. Son nuevas de un caballero muy galán.

 

(Viendo llegar a la Señora, la hueste de mendigos, que derramada por la escalinata espera la limosna, se incorpora y junta con murmullo de bendiciones. En el sendero la dama se detiene para oir *oír* a la vieja conqueridora, y torna a suspirar. Sus ojos tienen esa dulzura sentimental que dejan los recuerdos cuando son removidos, una vaga nostalgia de lágrimas y sonrisas, algo como el aroma de esas flores marchitas que guardan los enamorados.)

 

LA QUEMADA.-  Aquí está la señora.

MINGUIÑA.-  ¡Bendígala Dios!

PAULA.-  Y le dé la recompensa de tanto bien como hace a los pobres.

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.-  ¡Parece una reina!

LA QUEMADA.-  ¡Parece una santa del cielo!

MINGUIÑA.-  ¡Es la misma Nuestra Señora de los Ojos Grandes que está en Céltigos!

LA DAMA.-  ¿Cómo sigue tu marido, Liberata?

LA QUEMADA.-  ¡Siempre lo mismo, mi señora! ¡Siempre lo mismo!

LA DAMA.-  ¿Es tuyo ese niño, Paula?

PAULA.-  No, mi señora. Era de una curmana que se ha muerto. Tres ha dejado la pobre: éste es el más pequeño.

LA DAMA.-  ¿Y tú lo has recogido?

PAULA.-  La madre me lo recomendó al morir.

[7]

LA DAMA.-  ¿Y qué es de los otros dos?

PAULA.-  Por esos caminos andan. El uno tiene siete años, el otro nueve... Pena da mirarlos desnudos como ángeles del cielo.

LA DAMA.-  Vuelve mañana, y pregunta por Doña Malvina.

PAULA.-  ¡Gracias, mi señora! ¡Mi gran señora! ¡La pobre madre se lo agradecerá en el cielo!

LA DAMA.-  Y a los otros pequeños tráelos también contigo.

PAULA.-  Los otros, mañana no sé dónde poder hallarlos.

EL SEÑOR CIDRÁN.-  Los otros, aunque cativo, también tienen amparo. Los ha recogido Bárbara la Prisca, una viuda lavandera que también a mí me tiene recogido.

LA DAMA.-  ¡Pobre mujer!

LA MADRE CRUCES.-  Bárbara la Prisca casó con un sobrino de mi difunto. ¡Es una santa de Dios!

LA DAMA.-  La conozco, Madre Cruces.

 

(Seguida de la vieja conqueridora, la Señora del palacio se aleja lentamente, y a los pocos pasos, suspirando con fatiga, se sienta a la sombra de los rosales, en un banco de piedra cubierto de hojas secas. En frente se abre la puerta del laberinto misterioso y verde. Sobre la clave del arco se alzan dos quimeras manchadas de musgo y un sendero sombrío, un solo sendero, ondula entre los mirtos. Muy lejano, se oye el canto de los mirlos guiados por la flauta que tañe Florisel.)

 

LA MADRE CRUCES.-  Y tornando al cuento pasado. ¿Dice que sabe la nueva?

[8]

LA DAMA.-  ¡Ojalá me equivocase! Tú traes una carta para mí, Madre Cruces.

LA MADRE CRUCES.-  ¿Cómo lo sabe?

LA DAMA.-  ¡No me preguntes cómo lo sé! ¡Lo sé!

LA MADRE CRUCES.-  ¿Quién ha podido decírselo? ¡Si fué una misma cosa entregarme la carta el señor mi Marqués y ponerme en camino!

LA DAMA.-  No me lo ha dicho nadie. Yo lo sentí dentro del corazón, como una gran angustia, cuando te vi llegar. ¡Y no me atrevía a preguntarte!

LA MADRE CRUCES.-  ¡Como una gran angustia! Yo presumo que el señor mi Marqués viene de tan lejanas tierras solamente por ver a mi señora.

LA DAMA.-  Viene porque yo le llamé, y ahora me arrepiento. A mí me basta con saber que me quiere. Temía que me hubiese olvidado y le escribí, y ahora que estoy segura de su cariño temo verle.

 

(La Señora del palacio queda un momento con la carta entre sus manos cruzadas contemplando el jardín. En la rosa pálida de su boca tiembla una sonrisa, y los ojos brillan con dos lágrimas rotas en el fondo. Las flores esparcidas sobre su falda aroman aquellas manos blancas y transparentes. ¡Divinas manos de enferma! Suspirando abre la carta. Mientras lee asoma en la puerta del jardín una niña desgreñada, con ojos de poseída, que clama llena de un terror profético, al mismo tiempo que se estremece bajo sus harapos: Es Adega la Inocente.)

 

ADEGA LA INOCENTE.-  ¡Ay de la gente que no tiene caridad! Los canes y los rapaces córrenme a lo largo de los senderos. Mozos y viejos asoman tras de las cercas y de los valladares para decirme denuestos. ¡Ay de la gente que no tiene caridad! ¡Cómo ha de castigarla Dios Nuestro Señor!

MINGUIÑA.-  Ya la castiga. Mira cómo secan los castañares, mira cómo perecen las vides. Esas plagas vienen de muy alto.

[9]

ADEGA LA INOCENTE.-  Otras peores tienen que venir. Se morirán los rebaños sin quedar una triste oveja, ¡y su carne se volverá ponzoña! ¡Tanta ponzoña que habrá para envenenar siete reinos!

EL SEÑOR CIDRÁN.-  ¡La cuitada es inocente! No tiene sentido.

MINGUIÑA.-  Entra, rapaza, que aquí nadie te hará mal. Dame dolor de corazón el verla.

 

(Adega la Inocente responde levantando los brazos, como si evocase un lejano pensamiento profético, y los vuelve a dejar caer. Después, cubierta la cabeza con el manteo, entra en el jardín lenta y llena de misterio. Así, arrebujada, parece una sombra milenaria. Tiembla su carne y los ojos fulguran calenturientos bajo el capuz del manteo. En la mano trae un manojo de yerbas que esconde en el seno con vago gesto de hechicería. Estremeciéndose va a sentarse entre las dos abuelas mendigas Minguiña y la Quemada. En tanto, la Señora del palacio, allá en el fondo del jardín, sentada en el banco que tiene florido espaldar de rosales, termina de leer la carta.)

 

LA DAMA.-  ¡Qué tortura!

LA MADRE CRUCES.-  Bien se me alcanza lo que a mi señora le acontece. Como no puede retenerle largo tiempo, teme el dolor de la ausencia.

LA DAMA.-  ¡Lo que yo temo es ofender a Dios! ¡Sólo de pensar que puede aparecer ahora mismo tiemblo y desfallezco! ¡Y la idea de no verle me horroriza! Cuéntame qué te dijo. ¿Cómo fué el darte esta carta?

LA MADRE CRUCES.-  Esta mañana llegó al molino como de cacería. Yo, al pronto, le desconocí. Tiene todos los cabellos blancos, que parecen de plata. Quedóse parado en la puerta mirándome muy fijo. Ante un caballero tan lleno de majestad, me puse de pie, y ha sido cuando me habló y le reconocí.

LA DAMA.-  ¿Y qué te dijo?

LA MADRE CRUCES.-  Pues, dijome estas mismas palabras: Madre Cruces, ¿hace mucho que [10] has visto a mi pobre Concha? Toda asombrada quedéme sin acertar a responderle. Entonces sacó del bolsillo la carta y me la entregó.

LA DAMA.-  ¿No te habló más?

LA MADRE CRUCES.-  Nada más, mi reina.

LA DAMA.-  ¿No te dijo que yo le esperaba?

LA MADRE CRUCES.-  Nada me dijo.

LA DAMA.-  ¿Ni de dónde venía?

LA MADRE CRUCES.-  Nada.

LA DAMA.-  ¿Y tú no le preguntaste?

LA MADRE CRUCES.-  No me atreví. El verle aparecer de aquella manera habíame impuesto. Eso sí, parecióme más triste.

LA DAMA.-  ¡Dos años hace que no le veo! Fué aquí, en este mismo jardín, donde nos dijimos adiós. Yo creí morir, pero no es cierto que maten las penas.

LA MADRE CRUCES.-  No mata ningún mal de este mundo. Es que Dios elige a los suyos.

LA DAMA.-  Di, Madre Cruces, ¿por qué te ha parecido triste?

LA MADRE CRUCES.-  Yo no sé si será aquella cabellera toda blanca. Y agora recuerdo otras palabras del señor mi Marqués. ¡Fueron tan pocas!

LA DAMA.-  ¡Tan pocas y aun las olvidas! Repíteme todo lo que él dijo.

LA MADRE CRUCES.-  Pues díjome: ¿Mi pobre Concha sigue siempre triste? ¿Conserva aquella mirada de criatura enferma que estuviese pensando en la otra vida?

[11]

LA DAMA.-  ¡Sigue llamándome su pobre Concha!

LA MADRE CRUCES.-  Siempre que habla de mi señora la nombra así.

LA DAMA.-  ¡Su pobre Concha!... Y bien pobre, y bien digna de lástima. Le quise desde niña, y crecí, y fui mujer y me casaron con otro hombre, sin que él hubiese sospechado nada. ¡Aquellos ojos eran a la vez ciegos y crueles!... Después, cuando se fijaron en mí, ya sólo podían hacerme más desgraciada.

 

(Hay un silencio largo donde se oye el zumbar de un tábano entre los rosales. La Señora del palacio, con la carta entre las manos, ha quedado como abstraída: sus ojos, sus hermosos ojos de enferma, miran a lo lejos y miran sin ver. El tábano revolotea mareante y soñoliento. La vieja conqueridora le sigue con la mirada. Muchas veces deja de verle, pero el zumbido constante de sus alas le anuncia. La Madre Cruces, un momento persigue con la mano el vuelo que pasa ante sus ojos y sonríe.)

 

LA MADRE CRUCES.-  Este tábano rojo algo bueno anuncia.

LA DAMA.-  Yo creía que era mal agüero, Madre Cruces.

LA MADRE CRUCES.-  No, mi reina. Mal agüero si fuese negro. Ese mismo lo vide antes.

LA DAMA.-  ¿Y qué puede anunciarme?

LA MADRE CRUCES.-  Que presto llegará el galán que consuele ese corazón.

LA DAMA.-  ¡Consuelo! Yo no sé qué es mayor angustia, si saber que está cerca, si llorarle lejos. ¿Por dónde viene?

LA MADRE CRUCES.-  Por seguro que caminando adonde le esperan.

[12]

LA DAMA.-  Si cierro los ojos, le veo en medio de un camino, pero su cara no la distingo. ¿Dices que está triste?

LA MADRE CRUCES.-  ¡Menos lo estaría si tanto no recordase a quien le quiere!

LA DAMA.-  ¿Tú crees que me haya recordado siempre?

LA MADRE CRUCES.-  Claramente. ¿Pues no ha venido apenas fué llamado? ¡Y cómo suspiró al darme la carta!

LA DAMA.-  ¡No suspirará más tristemente que suspiro yo!

LA MADRE CRUCES.-  Pues hace mal mi señora cuando sabe que es tan bien querida. Y siempre vale mejor que pene uno solo. Viendo triste al buen caballero decíame entre mí: Suspira, enamorado galán, suspira, que todo lo merece aquella paloma blanca.

LA DAMA.-  ¡Cuánto tarda! ¿Cómo el corazón no le dice todo mi afán?

LA MADRE CRUCES.-  El corazón es por veces tan traidor.

LA DAMA.-  ¡El mío es tan leal!

LA MADRE CRUCES.-  ¡Cuitado pajarillo! ¿Mas qué tiene mi reina que tiembla toda?

LA DAMA.-  No es nada, Madre Cruces.

LA MADRE CRUCES.-  Vamos al palacio.

LA DAMA.-  Quería esperarle aquí, en el jardín donde nos separamos.

LA MADRE CRUCES.-  Antaño, cuando niños, algunas veces los he visto jugar bajo estas sombras. Apenas si recordará.

[13]

LA DAMA.-  ¡Me acuerdo tanto! No jugaba conmigo, jugaba con mis hermanas mayores, que tenían su edad. Solía traerlo mi abuelo en su yegua, cuando volvía de Viana del Prior, donde estaba con su tío. El viejo Marqués era tu padrino, ¿verdad, Madre Cruces?

LA MADRE CRUCES.-  Sí, mi reina. Padrino como cumple, de bautizo y de boda. Un caballero de aquellos cual no quedan, un gran caballero, como lo era su primo, el señor de este palacio.

LA DAMA.-  ¡Pobre abuelo!

LA MADRE CRUCES.-  Mejor está que nosotros, allá en el mundo de la verdad.

LA DAMA.-  Si viviese no sería yo tan desgraciada.

LA MADRE CRUCES.-  Nuestras tribulaciones son obra de Dios, y nadie en este mundo tiene poder para hacerlas cesar.

LA DAMA.-  Porque nosotros somos cobardes, porque tememos la muerte.

LA MADRE CRUCES.-  Yo, mi señora, no la temo. Tengo ya tantos años que la espero todos los días, porque mi corazón sabe que no puede tardar.

LA DAMA.-  Yo también la llamo, Madre Cruces.

LA MADRE CRUCES.-  Mi señora, yo llamarla, jamás. Podría llegar cuando mi alma estuviese negra de pecados.

LA DAMA.-  Yo la llamo, pero le tengo miedo. Si no le tuviese miedo, la buscaría.

LA MADRE CRUCES.-  ¡No diga tal, mi señora, no diga tal!

 

(En la escalinata, donde verdean yerbajos desmedrados que las palomas picotean, asoma una vieja ama de llaves vestida con hábito del Carmelo. Se llama Doña [14] Malvina. Aventa un puñado de maíz, y las palomas acuden a ella. Doña Malvina ríe con gritos de damisela, y llevando una paloma en cada hombro, baja al jardín, alzada muy pulcramente la falda para caminar por los senderos, y llega adonde está la Señora.)

 

DOÑA MALVINA.-  ¡Que la humedad de esos árboles no puede serle buena!

LA DAMA.-  ¡Dentro de un momento acaso llegue aquel a quien espero hace tanto tiempo!...

DOÑA MALVINA.-  ¡El señor Marqués!

LA DAMA.-  Tú nunca dudaste que viniese.

DOÑA MALVINAS.-  ¡Nunca!

LA DAMA.-  Yo lo dudé, e hice mal.

DOÑA MALVINA.-  ¿Cuándo ha tenido usted noticia de su llegada?

LA DAMA.-  Ahora.

LA MADRE CRUCES.-  Yo la truje, Doña Malvina.

LA DAMA.-  Quería esperarle aquí. Me mata la impaciencia.

DOÑA MALVINA.-  ¡Tiene las manos heladas!

 

(La dama calla y parece soñar. En medio de aquel silencio leve y romántico, resuena en el jardín festivo ladrar de perros y música de cascabeles, al mismo tiempo que una voz grave y eclesiástica se eleva desde el fondo de mirtos como un canto gregoriano. Es la voz del Abad de Brandeso. El tonsurado solía recaer por el palacio, terminada la misa, para tomar chocolate con la Señora. Sus dos galgos le precedían siempre.)

 

[15]

EL ABAD.-  Excelentísima señora doña María de la Concepción Montenegro y Bendaña, Gayoso y Ponte de Andrade.

LA DAMA.-  ¡Señor Abad, qué olvidado tiene usted el camino de esta casa!

EL ABAD.-  No crea eso, mi buena amiga, pero estuve de viaje. Una consulta a Su Ilustrísima. Por cierto que el señor Provisor me ha dicho que estaba de vuelta nuestro gran Marqués. El señor Provisor, que le ha saludado en Roma cuando fué con la peregrinación, me contó que el pelo le ha blanqueado completamente. ¡Pues no tiene años para eso!

LA DAMA.-  ¡Oh, no!

EL ABAD.-  Es un muchacho. ¿Y qué magna empresa le habrá traído?

LA DAMA.-  ¡Señor Abad!

EL ABAD.-  Yo me la figuro. Nuestro ilustre Marqués trae una misión secreta del Rey.

LA DAMA.-  No creo...

EL ABAD.-  A mí no me extrañaría que volviese a estallar una nueva guerra. Yo confieso que la espero hace mucho tiempo. ¡Quieto, Carabel! ¡Quieto, Capitán!

LA DAMA.-  Usted tomará chocolate, señor Abad. Ya lo sabes, Malvina.

DOÑA MALVINA.-  ¿Prefiere bollos de Viana, o bizcochos de las monjas de Velvis?

EL ABAD.-  Hay que pensarlo, Doña Malvina: ¡Es un caso de conciencia!

LA DAMA.-  Las dos cosas.

DOÑA MALVINA.-  ¿Y cabello de ángel o dulce de guindas?

[16]

EL ABAD.-  También le haré honor a los dos. No le dije que he tenido el gusto de ver a las niñas. Ya sé que la visitarán muy pronto.

 

(Después de cambiar una mirada, se alejan discretas, hacia el palacio, la dueña y la Madre Cruces. Van comentando en voz baja, y de tiempo en tiempo se detienen en el sendero de mirtos, para arrancar una brizna de yerba o enderezar un rosal que se deshoja al paso. Los mendigos que esperan sentados en la escalinata se incorporan lentamente y tienen una salutación de salmodia al verlas llegar. Doña Malvina, con movimientos de cabeza, esos movimientos graves y pausados de las dueñas gobernadoras, les recomienda paciencia, paciencia, paciencia.)

 

LA DAMA.-  ¿Vió usted a mis hijas, señor Abad?

EL ABAD.-  Usted no sabe que yo tengo una hermana monja en el Convento de la Enseñanza. Precisamente al entrar en el locutorio lo primero que descubrí tras de las rejas fué a las dos pequeñas. No sabía que se educasen allí. Su padre estaba visitándolas. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán! Le hallé muy viejo, y sobre todo desmemoriado. No creí que hubiese quedado tan mal de este último ataque. Hemos hablado de usted.

LA DAMA.-  ¿Sabía la aparición del Marqués?

EL ABAD.-  Si lo sabía, nada me ha dicho, y yo nada he podido colegir. Si algo me hubiese dicho, le habría contestado, como era mi deber, que el señor Marqués de Bradomín es un leal defensor del Rey, y que sólo ha venido aquí por la causa de la Religión y de la Patria.

LA DAMA.-  Señor Abad, ¿cree usted que haya venido por eso?

EL ABAD.-  Yo, ciertamente.

LA DAMA.-  Pero usted no ignora...

EL ABAD.-  No, no ignoro.

LA DAMA.-  Y usted, ¿qué me aconseja?

[17]

EL ABAD.-  Es tan grave el caso...

LA DAMA.-  Sólo le veré para suplicarle que vuelva a su destierro, lejos, muy lejos de mí.

EL ABAD.-  ¿Y tiene usted derecho para hacerlo? Si, como yo creo, le trae el interés supremo de una causa santa...

LA DAMA.-  ¿Otra guerra?

EL ABAD.-  Sí, otra guerra. Eso que algunos juzgan imposible, eso que hasta a los mismos Gobiernos liberales hace sonreír, y que, a despecho de la incredulidad de unos y de las burlas de otros, será.

LA DAMA.-  Y yo, ¿qué debo hacer?

EL ABAD.-  Rezar. Prescindir de cualquier interés mundano. Busque usted ejemplo en la vida de los santos. María Egipciaca, mirando al piadoso objeto de llegar a Jerusalén, no teniendo al pasar un río moneda que dar al barquero, le ofreció el don de su cuerpo. ¡Quieto, Carabel! ¡Quieto, Capitán!

LA DAMA.-  ¡Qué gran consuelo me da usted, señor Abad!

EL ABAD.-  ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!

 

(Los perros van y vienen con carreras locas, persiguiendo sobre la yerba la sombra de un largo bando de palomas que vuela en torno de la torre señorial. La dama y el clérigo conversan en un banco de piedra, sostenidos por dos grifantes toscamente labrados, a los cuales da un encanto de arte el musgo que los cubre. La Señora escucha con los ojos bajos, entretenida en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas quedan deshojadas en su falda, y las remueve lentamente, hundiendo en ellas sus manos de enferma, que parecen más pálidas entre la sangre de las rosas. La dama solía buscar aquel paraje del jardín para llorar sus penas. Le placía aquel retiro donde mirtos seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador en torno de una fuente abandonada. Con lánguido desmayo se incorpora, y por la húmeda avenida de castaños se retorna al palacio, seguida del Abad. En la puerta del jardín asoma un ciego sin lazariillo *lazarillo*, y los mendigos, al verle, hacen comentos.)

 

[18]

MINGUIÑA.-  Ahí está Electus, el ciego de Gondar.

LA QUEMADA.-  ¡Famoso prosero!

ELECTUS.-  ¡Santa Lucía bendita vos conserve la amable vista y salud en el mundo para ganarlo! Dios vos otorgue que dar y que tener. Salud y suerte en el mundo para ganarlo. ¡Buenas almas del Señor, haced al pobre ciego un bien de caridad!

EL MORCEGO.-  Somos otros pobres, Electus.

ELECTUS.-  ¡Mía fe que os tuve por indianos!

LA QUEMADA.-  ¡Qué gran raposo!

EL MANCO DE GONDAR.-  ¿Cómo vienes sin criado?

ELECTUS.-  Muy poco a poco. Como tengo de irme para no tropezar.

MINGUIÑA.-  Oye una fabla, Electus.

ELECTUS.-  Considera que bajo este peso me doblo. Deja tú que llegue adonde pueda reposarme.

 

(El ciego sacude las alforjas escuetas, y algún mendigo, escondida la mano entre los harapos, se rasca y ríe. El ciego pone una atención sagaz, procurando reconocer las voces y las risas. Tanteando con el bordón, busca sitio en el corro. Es un viejo jocundo y ladino, que arrastra luenga capa, y cubre su cabeza con parda y puntiaguda montera.)

 

LA QUEMADA.-  Aquí estamos esperándote con un dosel.

ELECTUS.-  Pues agora voy a sentarme debajo.

[19]

MINGUINA *MINGUIÑA*.-  Tú que andas por los caminos y tienes conocimiento en todas las aldeas, para un nieto mío, ¿no podrás darme razón de una casa donde me lo miren con blandura, pues nunca ha servido?

ELECTUS.-  ¿Qué tiempo tiene?

MINGUIÑA.-  El tiempo de ganarlo. Nueve años hizo por el mes de Santiago.

ELECTUS.-  Como él sea despierto, amo que le mire bien no faltará.

MINGUIÑA.-  Dios te oiga.

ELECTUS.-  Sí que me oirá. Aun cuando es muy viejo no está sordo.

MINGUIÑA.-  Deja las burlerías, Electus.

 

(Aquel mendicante prosero, tiene un grave perfil monástico, pero el pico de su montera parda, y su boca rasurada y aldeana, semejante a una gran sandía abierta, guardan todavía más malicia en sus decires, esos añejos decires de los jocundos arciprestes aficionados al vino, y a las vaqueras, y a rimar las coplas. Sucede un momento de silencio, y el ciego, que está sentado a par de la vieja mendiga, alarga el brazo hacia el lado opuesto, y palpa, queriendo alcanzar a la Inocente.)

 

ADEGA LA INOCENTE.-  Esté quedo, señor Electus.

ELECTUS.-  ¿Quién es?

MINGUIÑA.-  ¡Buen cazallo estás! Ya has venteado que es una rapaza.

ELECTUS.-  Y la rapaza, ¿qué hace?

MINGUIÑA.-  ¿Esta rapaza? Esta rapaza no es sangre mía.

ELECTUS.-  ¿No tienes padres, rapaza?

[20]

ADEGA LA INOCENTE.-  No, señor.

ELECTUS.-  ¿Y qué haces?

ADEGA LA INOCENTE.-  Ando a pedir.

ELECTUS.-  ¿Por qué no buscas un amo?

ADEGA LA INOCENTE.-  Ya lo busco, mas no le atopo.

LA QUEMADA.-  Los amos no se atopan andando por los caminos. Así atópanse solamente moras en los zarzales.

ELECTUS.-  Válate Dios. Pues hay que sacarse de andar por las puertas. Eso es bueno para nosotros los viejos, que al cabo de haber trabajado toda la vida no tenemos otro triste remedio. Los mozos débense al trabajo.

LA QUEMADA.-  Y no deben sacar la limosna a los verdaderos pobres.

ADEGA LA INOCENTE.-  ¡Pobres! Pronto lo serán todos los nacidos. Las tierras cansaránse de dar pan.

MINGUIÑA.-  Electus, no eches en olvido a mi rapaz.

ELECTUS.-  El rapaz, como sea despierto, acomodo habrá de tener, y buen acomodo. Al criado que tenía enantes abriéronle la cabeza en la romería de Santa Baya, y está que loquea. Aunque yo conozco los caminos mejor que muchos que tienen vista, un criado siempre es menester. ¡Y ser criado de ciego es acomodo que muchos quisieran!

LA QUEMADA.-  Y ser ciego con vista mejor acomodo.

ELECTUS.-  ¿Quién habla por ahí?

LA QUEMADA.-  Una buena moza.

[21]

ELECTUS.-  Para el señor Abade.

LA QUEMADA.-  Para folgar contigo. El señor Abade ya está muy acabado.

EL MANCO DE GONDAR.-  ¿Y para mí no sabes de ningún acomodo?

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.-  ¿Y para mí?

ELECTUS.-  Tal que pueda conveniros, solamente sé de uno.

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.-  ¿Dónde?

ELECTUS.-  En la villa. Las dos nietas del señor mi Conde. Dos rosas frescas y galanas. Para cada uno de vosotros la suya.

 

(Se alboroza la hueste y el ciego permanece atento y malicioso, gustando el rumor de las risas como los ecos de un culto, con los ojos abiertos, inmóviles, semejante a un dios primitivo, aldeano y jovial. En este tiempo baja la escalinata y cruza por entre los mendigos el señor Abad de Brandeso.)

 

EL ABAD.-  ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!

MINGUIÑA.-  ¡Nuestro Señor le acompañe!

EL ABAD.-  ¡Adiós!

LA QUEMADA.-  ¡Vaya muy dichoso!

EL ABAD.-  ¡Adiós!

EL MANCO DE GONDAR.-  ¡Páselo muy bien!

EL ABAD.-  ¡Adiós!

[22]

ELECTUS.-  ¡Vaya muy dichoso el señor Abade y la su compaña!

LA QUEMADA.-  No lleva compaña.

ELECTUS.-  ¿Cómo no lleva compaña?

MINGUIÑA.-  No la lleva.

ELECTUS.-  Vos queréis burlar del ciego. ¿Pues no lleva los canes?

LA QUEMADA.-  ¡Válate un diaño!

EL MANCO DE GONDAR.-  ¿Pues no dice?...

 

(Florisel sale del palacio acompañando a la dueña de los cabellos blancos, cargado con una cesta, de donde desbordan las espigas del maíz. Aquella es la limosna que habrá de repartirse entre la hueste de mendicantes, y todos se atropellan por acudir a cobrarla. Doña Malvina alza los brazos con un susto pueril.)

 

DOÑA MALVINA.-  ¡Despacio! ¡Despacio!

ELECTUS.-  Primero deberíais rezar por todos los difuntos de la señora.

EL MANCO DE GONDAR.-  Eso dices porque te dejemos ir delantero.

LA QUEMADA.-  ¡Condenado raposo, cuántas mañas sabe!

ELECTUS.-  ¿Quién habla que parece el canto de un pájaro del cielo?

LA QUEMADA.-  Ya te dije enantes que una buena moza.

ELECTUS.-  Y yo te dije que fueses adonde el señor Abade.

[23]

LA QUEMADA.-  Déjame reposar primero.

ELECTUS.-  Vas a perder las colores.

 

(Nuevamente ríen los mendigos. El ciego recibe la limosna antes que ninguno, y entona su prosa de benditas gracias, con la montera colgada en el bordón. De aquella salmodia sólo se percibe un grave murmullo que tiene algo de eclesiástico. La Inocente, olvidada de la limosna, vaga por el jardín cogiendo rosas. Doña Malvina alza los brazos y la voz.)

 

DOÑA MALVINA.-  ¡Eh!... Tú, rapaza, no arranques las flores.

ADEGA LA INOCENTE.-  ¡No! ¡No!

DOÑA MALVINA.-  Luego se enoja la señora.

ADEGA LA INOCENTE.-  Sí... sí... La señora las cuida con las sus manos blancas, y solamente ella puédelas coger.

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.-  ¡Pobre rapaza! A la cuitada acúdela por veces un ramo cativo, y mete dolor de corazón verla correr por los caminos, cubierta de polvo, con los pies sangrando.

 

(Doña Malvina, desde lo alto de la escalinata, vigila el reparto de la limosna. Los mendigos, después de recibirla, salmodian un rezo. Florisel va de uno en otro llenando las alforjas. Las dos viejas, Minguiña y la Quemada, la reciben juntas y besan las espigas.)

 

MINGUIÑA.-  Sé buen cristiano, hijo mío; que en buena casa estás.

FLORISEL.-  A mí paréceme que la conozco. ¿Vostede no me dijo que era de San Clemente?

MINGUIÑA.-  De allí soy, y allí tengo todos mis difuntos.

[24]

FLORISEL.-  Yo soy poco desviado.

MINGUIÑA.-  ¿Y cómo has venido a servir en el palacio?

FLORISEL.-  La señora es mi madrina. Yo me llamo Florisel.

ADEGA LA INOCENTE.-  ¡Florisel! ¡Qué lindo pudo ser el santo que tuvo ese nombre, que mismo parece cogido en los jardines del cielo.

 

(El Marqués de Bradomín llega a caballo, y se detiene en la puerta bajo el arco que tiene cimeros cuatro blasones de piedra. Piafa el potro que monta, y sobre la losa del umbral, que parece una sepultura, los herrados cascos resuenan fanfarrones, valientes y marciales, con el noble estrépito de las espadas y de los broqueles. La hidalga figura del jinete desaparece bajo un capote de cazador y una boina de terciopelo cubre su guedeja romántica, que comienza a ser de plata.)

 

DOÑA MALVINA.-  ¡El señor Marqués! Tenle el estribo, Florisel.

ADEGA LA INOCENTE.-  ¡Quiera Dios que encuentre a la señora con los colores de una rosa! ¡Así la encuentre como una rosa en su rosal!

DOÑA MALVINA.-  ¡Páguele Dios el haber venido! Ahora verá a la señorita. ¡Cuánto tiempo la pobre suspirando por verle! No quería escribirle. Pensaba que ya la tendría olvidada. Yo he sido quien la convenció de que no. ¿Verdad que no, señor Marqués?

EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.-  No... Pero, ¿dónde está?

DOÑA MALVINA.-  Quiso esperarle en el jardín. Es como los niños, ya el señor lo sabe. Con la impaciencia temblaba hasta batir los dientes, y tuvo que echarse.

EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.-  ¿Tan enferma está?

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DOÑA MALVINA.-  Muy enferma, señor. No se la conoce.

ADEGA LA INOCENTE.-  Cuando se halle con la señora mi Condesa, póngale, sin que ella lo vea, estas hierbas bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas son como los ruiseñores: todas quieren volar. Los ruiseñores cantan en los jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco.

DOÑA MALVINA.-  ¡No haga caso, señor! ¡La pobre es inocente!

ELECTUS.-  Rapaces, que tocan las doce, y es cuando Nuestro Señor se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.

 

(Bajo los viejos árboles, que cuentan la edad del palacio, los mendigos se arrodillan y rezan a coro. Las campanas de la aldea tocan a lo lejos, y pasa su anuncio sobre la fronda del jardín como un vuelo de tórtolas. Una sombra blanca aparece en lo alto de la escalinata.)

 

LA DAMA.-  ¡Ya llegas! ¡Ya llegas, mi vida! ¡Temí que no vinieses, y no verte más!

EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.-  ¿Y ahora?

LA DAMA.-  ¡Ahora soy feliz!

ASI TERMINA LA PRIMERA JORNADA

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