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El Romanticismo europeo del joven Juan Donoso Cortés (1809-1853)1

Joaquín Álvarez Barrientos





En 1829, con veinte años, Donoso Cortés se hacía cargo de la cátedra de Estética y Literatura del recién fundado Colegio de Cáceres. Entre otras cosas que le preocupaban, estaba la posibilidad de ofrecer una educación sólida en Humanidades que pudiera tener aplicación en la vida cotidiana y en la profesional. No quería, como en principio se había pensado, que la suya fuera una enseñanza de adorno. El Colegio se creaba en plena Década Ominosa y se ofrecía la cátedra a dos liberales: primero, a Quintana, que la rechazó, como se sabe; después, al joven Donoso. El curso lo inició con dos alumnos únicamente y a mediados del mismo solo le quedaba uno, Gabino Tejado, que escribió una «Noticia biográfica» de su profesor, por la que sabemos que acudía puntual a la clase de hora y media que tenía con su estudiante de diez años (Tejado 1903, XXVI).

La fundación del Colegio se veía como un modo de mejorar las condiciones educativas de la región y como la forma de incorporar Extremadura a los nuevos tiempos de progreso; al menos, eso de deduce del discurso que el catedrático de Estética dictó en su inauguración. Donoso lo presenta como un ejemplo del cambio que se daba en España, ya que treinta años antes, en 1791, Meléndez Valdés, en situación similar al inaugurar la Real Audiencia de Cáceres, había mostrado el estado de miseria en que se encontraba la región2. Donoso explica a sus oyentes la importancia progresista del nuevo colegio y cómo es símbolo de modernidad, pues «nace en el siglo que debe serlo de las luces», en él se «puede aprender, en este siglo de la observación y la experiencia, a juzgar y decidir» (Donoso Cortés 1970, 203). Es decir, el colegio es el medio para alcanzar la emancipación ilustrada que permita pensar por uno mismo y mejorar el entorno en que se vive, y él, en su discurso, se esfuerza para que los oyentes entiendan de qué modo es una palanca para que mejore la región gracias a la preparación de los alumnos y cómo sitúa a Extremadura en el flujo de la modernidad del pensamiento. Para ello traza la historia cultural de la humanidad occidental, que, siguiendo a August Wilhelm Schlegel, parte en dos edades que compara para hacer ver a los contemporáneos la superioridad de la última sobre la primera. En el debate entre antiguos y modernos, que actualiza en su pieza oratoria, se pone del lado de los modernos, que saben y conocen más y mejor que los antiguos, a los que sin embargo no desprecia, porque son, como él mismo, como quienes le escuchan, hijos de su tiempo, con sus valores y limitaciones. Ya desde este primer testimonio literario, Donoso hace gala de lo que se ha llamado eclecticismo doctrinario e intenta ver lo que de positivo hay en fuerzas aparentemente contrarias3.

Pero además, con sutileza, presenta la tierra extremeña como territorio esencial español, gracias a sus conquistadores, y como espacio liberal, gracias a las figuras que cita: Meléndez y Quintana4. También aparece Agustín Durán, amigo de Donoso por la mediación de Quintana, cuyo discurso debe mucho al del recopilador de comedias y romances; de hecho en ocasiones parece estar en diálogo -ya asertivo, ya discrepante- con él: una respuesta liberal a las propuestas conservadoras del de Durán5. Donoso, que había conocido a Quintana en 1823 durante su destierro en Badajoz, fue a Madrid en 1828, recomendado a Durán por el viejo liberal. Ellos se habían conocido en su tertulia madrileña6.

En las páginas del discurso que dedica a estos amigos, como en otras en las que exalta el valor de Extremadura, se percibe el nacionalismo de Donoso, un nacionalismo típico del pensamiento liberal.

Este discurso de juventud suele tenerse por una de las primeras formulaciones del debate entre clasicismo y romanticismo que se mantuvo en la época. Si bien es cierto que en ningún momento su autor utiliza esos términos, sí es consciente de las dos épocas culturales en que en esos momentos se ha organizado la historia de la estética y de la civilización. Dos épocas marcadas, una, por la presencia del clasicismo; otra, por el valor de las sensaciones, y esta diferencia implica pasar de lo rígido e inmutable a lo relativo y complejo; en otro plano, de las verdades abstractas y objetivas a las nociones vagas y al imperio de la duda, al relativismo y a la pluralidad, lo que significa, a su vez, tener dos nociones totalmente distintas del ser humano y de su representación artística. Muestra la quiebra que desde la Ilustración se había dado en la consideración del mundo y de los individuos sujetos a las circunstancias espacio temporales; algo que se ha señalado numerosas veces al tratar sobre Mariano José de Larra y sus declaraciones acerca de qué ha de retratar la literatura del momento: no al hombre abstracto, sino al hombre sujeto al aquí y ahora de su tiempo.

Rechaza Donoso el arte clásico porque no es subjetivo, ni singular ni individual, y apuesta por la nueva estética como forma de renovación cultural y moral, que permite dar cuenta más ajustada del hombre -del nuevo hombre-, pues tanto el arte como la filosofía como la ciencia tienen sentido si sirven para explicar el yo moral de los individuos, lo que otras veces llamó el satánico yo (Mesonero Romanos 1994, 89). Como se sabe, en esa nueva concepción que sobrepasa al clasicismo tiene un papel central el cristianismo. Ahora bien, se trata todavía de un cristianismo entendido como artefacto cultural, en el que la religión no tiene la dimensión de fe que en él llegó a poseer después. En su explicación, es un punto de vista y una cosmovisión que cambia al hombre y sirve para explicar las sensaciones, cuya expresión y representación, es decir, cuya historia, es el objeto de las artes. Posibles ecos de La Cristiandad o Europa, de Novalis, aparecida en 1826 aunque escrita en 1799, se pueden percibir en estos momentos del texto, además del reconocido Genio del Cristianismo de Chateaubriand, de 1802.

Su discurso es un tratado histórico sobre el hecho de percibir, sobre las percepciones y sobre cómo se exponen artísticamente para explicar al hombre y su entorno. Se manifiesta historicista -es decir, consciente del cambio y de la mutabilidad humana- y sensista, aunque con esta filosofía tiene algunos problemas, pues acaba llevando al escepticismo. No es que contradiga manifestaciones anteriores de apoyo a la «filosofía de las sensaciones», es que no acepta, en su actitud positiva y constructiva, de progreso, que se llegue al desengaño. En ese momento se está asomando a la contradicción de muchos románticos, que comprenden que al final está la nada, como él mismo señala al comentar las obras de Byron: «Todo en él nos recuerda nuestra nada; todo es terrible y misterioso como el hombre» (Donoso Cortés 1970, 203). La filosofía de las sensaciones no le parece válida si se convierte en un sistema «fijo, cuando todo en el hombre es vago [...]; es insuficiente para explicar la genealogía de todas nuestras ideas porque, siendo las sensaciones que analiza fijas y determinadas, no pueden explicarse por ellas las ideas, que tienen un carácter de indecisión y vaguedad» (198-199). Su crítica de esta filosofía es por las mismas razones que rechaza la representación del hombre hecha por el clasicismo: porque es monolítica, sin perfiles ni matices y, por tanto, equivocada7. Porque no es moderna.

Razón y sentimiento. Valora las sensaciones y cuestiona el racionalismo, que, sin embargo, es su instrumento de análisis para explicar el mundo. Su formación ilustrada (la que también tiene el Romanticismo) se percibe en su argumentación y en cómo pone al día el lenguaje político de la Ilustración desde el liberalismo, un liberalismo que está en deuda con las formas de Jovellanos y Quintana. El mundo clásico basa su representación del individuo y de la percepción de la realidad en el raciocinio, por eso deja fuera del retrato muchos aspectos del hombre y prefiere la abstracción o la concentración; la totalidad de la representación a la que aspira el artista, y que se consigue con madurez histórica y de conocimientos, se alcanza solo desde el sentimiento, por eso prefiere los resultados de Ossian a los de Homero -al que por otro lado elogia-, porque su percepción de los sentimientos es más amplia:

«El sentimiento precede al raciocinio; por eso todos los pueblos han sido antes poetas que filósofos; pero el hombre solo siente lo que necesita sentir, como solo conoce lo que necesita conocer. Si echamos una ojeada por todo lo que nos rodea, observaremos que la esencia de las cosas está cubierta con un velo impenetrable que el hombre intenta en vano desgarrar. Las relaciones que los objetos exteriores tienen entre sí, las relaciones que tienen con nosotros y las formas de que los revestimos, son los materiales de todos los conocimientos humanos; y si consideráis que su progreso está íntimamente unido con el de nuestras necesidades, no será difícil concebir que, siendo el conocimiento de las relaciones de los cuerpos exteriores con nosotros el más necesario para nuestra existencia y nuestra conservación, ha debido ser el primero en desenvolverse y en perfeccionarse».


(Donoso Cortés 1970, 187)                


Evidentemente, el joven profesor está tratando del problema de la percepción de la realidad, es decir, de cómo conceptualizamos el entorno y de cómo reflexionamos sobre lo que nos rodea, sobre cómo está el hombre en el mundo, pero también, a la hora de hacer la representación artística, se está refiriendo a cómo cambia el concepto de imitación que subyace en las poéticas clasicista y romántica o naturalista, para explicar que prefiere la variedad de la imitación natural al rigor esquemático del clasicismo, lo que le lleva a no valorar las unidades de acción y tiempo, en beneficio de la «unidad de carácter». Este cambio supone un giro fundamental en la consideración y en el sentido de la literatura como obra de arte8. La literatura griega, al no mostrar la vacilación «ni la irregularidad que siempre se encuentran en los caracteres de los hombres», lo que pone en pie «son pasiones personificadas». Aun así, «el hombre de la Grecia era el hombre de la felicidad», que pasó a ser el del infortunio cuando llegaron el feudalismo y la barbarie a Europa9.

Es precisamente en ese tiempo cuando el hombre descubre su yo moral, que es un caos, al reconcentrarse en sí mismo y convertirse en el objeto de todas sus producciones. De esta forma, si en el hombre todo es caos, indecisión y vacilación, sus manifestaciones artísticas necesariamente han de mostrar esta condición, «que tanto nos agrada porque es conforme al misterio de nuestro corazón y de nuestra sensibilidad». A la Fatalidad griega le sucedió la incertidumbre y la duda, que son rasgos de la modernidad. Estas características modernas son propias del hombre cristiano, que lucha solo contra el infortunio «y presenta a la contemplación del hombre sensible el espectáculo grande y majestuoso del combate que sostiene, apoyado en sus virtudes, contra las tentaciones que le cercan y las pasiones que le agitan» (Donoso Cortés 1970, 190-191). Por eso, la unidad de carácter es la que debe sustituir a las otras en la imitación literaria, porque no se pueden limitar las acciones necesarias para mostrar un personaje.

Es entonces cuando Donoso se refiere a sí mismo y a los que representan la realidad como «profundos observadores», en lo que establece una línea de continuidad entre los literatos del XVIII y los que llegan después, en tanto que conocedores del corazón humano y curiosos del entorno que van a reflejar. Desde este momento, su paleta de conceptos y el tipo de lenguaje que emplea se amplía al de la pintura, como en los historiadores de la literatura y como en los costumbristas del momento y aun después. Donoso, que se manifiesta radicalmente individualista y amante de la libertad10, insiste de nuevo en que se construye la realidad mediante la expresión de su percepción, una percepción que es personal y sensorial porque «solo conocemos nuestras sensaciones [...], ellas son para nosotros la Naturaleza», que es el campo de acción del artista. Este relativismo moderno, que también es cruel y conlleva el desengaño11, desemboca en esta afirmación, que es símbolo de la diferencia entre los tiempos, pero a su vez testimonio de la continuidad que caracteriza su visión de la historia de la civilización:

«Sienten de distinto modo el hombre de la Grecia, que se embriaga con aromas, y el hombre de la barbarie, que se baña con su llanto. Y si sienten de distinto modo y nuestras sensaciones son para nosotros la Naturaleza, ¿por qué extravío de vuestra razón delirante la Naturaleza siempre es una misma? ¿Por qué extravío, más inconcebible aún, si solo pintamos lo que sentimos y solo sentimos nuestras sensaciones, la poesía será para vosotros un arte de imitación? ¿Se imita acaso lo que se siente? No, señores; vosotros sabéis que lo que se siente se expresa, y que la poesía no es otra cosa que la expresión enérgica de las sensaciones».


(Donoso Cortés 1970, 191-192)                


Dejando a un lado el oxímoron la «razón delirante» y la discutible afirmación de que no se imita lo que se siente, el joven Donoso señala que todo es historia del conocimiento, es decir, de las sensaciones que nos producen las distintas experiencias. Esta historia de nuestras sensaciones que es la poesía solo cambiará si se da alguna alteración en la forma de sentir -como ocurre con la irrupción del Cristianismo-, porque se revolucionará entonces la «facultad de pintar».

Donoso ha puesto al día el lenguaje conceptual ilustrado -de hecho, durante su primera época, su vinculación liberal trabaja para actualizar la Tradición- para dar cuenta de la marcha de la historia y para marcar las diferencias que hay entre la antigua y la moderna civilización, causadas por una «revolución moral» que situó al hombre en el centro y dentro de la representación de la realidad, que él llama la Naturaleza, tal vez siguiendo a Rousseau. Su punto de vista muestra que, a pesar de haber una fractura, lo que se da es la continuidad en la historia de la percepción, que cambia a medida que el Hombre madura y aprende. Uno de los resultados de este proceso es la autoconciencia individual y la asunción del desengaño y la duda como características de la existencia, de ese «velo impenetrable» al que alude tantas veces, que es sinónimo de falta de conocimiento e incapacidad para comprender la existencia humana. Otra de las consecuencias del proceso es que su tiempo presente, el siglo XIX, resulta de asumir las épocas anteriores. Por tanto, Donoso habla aquí de las experiencias individuales del hombre moderno y, por añadidura, de cómo, junto a esa autoconciencia, se desarrollan también los procesos colectivos nacionales vinculados a las experiencias de la cultura.

La «revolución moral» se debe en gran parte al influjo continuado, como fuerza civilizadora, de la religión cristiana, que no solo motivó un nuevo tipo de individuo, sino que también dio unidad política a Europa y la orientó en una dirección común, contribuyendo a crear el sentimiento identitario europeo, en lo que también coadyuvaron las guerras de Cruzada y las mantenidas entre los diferentes reinos:

«La Europa no tenía un interés político común, porque no tenía ni relaciones políticas ni necesidades comunes; pero su religión era una, uno el jefe de la Iglesia, uno el interés de la religión y uno el interés de los cristianos.

Las guerras de Italia y las pretensiones sobre ella de Francia, de España y del Imperio estrecharán los lazos de estas naciones; y en el seno de unas guerras que durarán largo tiempo, se formará ese equilibrio de la Europa, por el cual está asegurada la existencia política de cada una de las naciones que la constituyen, sucediendo la voz de la razón a la voz del entusiasmo, y el espíritu de comercio y transacciones diplomáticas al espíritu de destrucción y conquista».


(Donoso Cortés 1970, 194 y 195)                


La guerra, por tanto, como elemento que no separa, sino que une en el conocimiento y en la comunidad de intereses, lo mismo que las relaciones diplomáticas y económicas. La guerra, también, como instrumento cultural que se puede poner al mismo nivel que las producciones «del pincel de Dante», de Petrarca, de Ariosto y de Tasso, porque son ejemplos de la evolución de los tiempos, los gustos y de la percepción de la realidad; testimonios y columnas del «edificio de la moderna civilización», que no imita, sino que es original, gracias a «la revolución moral producida en nuestra facultad de sentir» (Donoso Cortés 1970, 198). La guerra y la religión (la guerra de religión) como formas de unidad identitaria. Se ha señalado la influencia de Chateaubriand sobre este punto del discurso, en lo que se refiere al papel del cristianismo, pero Donoso le da un perfil singular al vincularlo con el papel de los conflictos bélicos, en lo que después le secundó Menéndez Pelayo.

El nacionalismo del autor se manifiesta ahora de forma crítica, ya que, tras haber reconocido la originalidad de los cuatro genios italianos, valora la producción propia, de Garcilaso, Herrera y Fray Luis, como menor, en tanto que simple imitadora de aquellos, aunque luego llegaron Góngora, Lope y «un gigante que todo lo ocupa, Calderón», verdaderamente originales y capaces de competir con los héroes literarios europeos, mientras Shakespeare, «que durará tanto como su nombre y como el tiempo», construía el mundo y al hombre con sus obras, llenas de sentimientos y sensaciones12.

A diferencia de la antigua, la civilización moderna es contradictoria, y así lo ha mostrado en su discurso, «bosquejo del cuadro que presenta la Europa». Pero si hubo un punto, otro, de inflexión fue durante el siglo XVIII, «siglo de las revoluciones», que juzgó al tiempo viejo. Rousseau, Chateaubriand, Madame Staël acuden entonces con sus armas para que sepamos cuáles son sus fuentes, pero, aunque no los haya citado, es posible detectar también al ya aludido August W. Schlegel, a través o no de Böhl de Faber, a Voltaire, Locke, Condillac, y los planteamientos de Herder, así como de Vico, en su condición organicista de la historia y de la creación13.

Este conocimiento de la obra de Vico, por parte de Donoso, junto a las de De Maistre y otros, le sitúa en los terrenos de la Contrailustración, estudiados por Isaiah Berlin (2000), y en los de la Antimodernidad, tratados por Compagnon (2007), en los que el peso de la Tradición como elemento unificador de la nación y de las estéticas propias es decisivo, así como también lo es el relativismo de las modernas propuestas filosóficas, que engrana con la conciencia de que el progreso solo lleva a la decadencia espiritual.

La valoración de la nueva sensibilidad era algo que compartía con otros como los redactores del temprano El Europeo (Caldera 1962). Sin embargo, ya en su discurso se percibe el rechazo o el distanciamiento -más evidente unos años después- de aquellos postulados revolucionarios, extremistas e inmorales, que también conformaban el Romanticismo, como se evidencia en su reseña del Alfredo (1835) de su amigo Joaquín Francisco Pacheco, en La Abeja14. Es decir, Donoso, como tantos, rechazó lo que veía en el movimiento de peligroso moral y políticamente, pero aceptó lo demás, como lo muestra que nunca abandonara los criterios historicistas, propios del romanticismo de Schlegel, que le habían hecho aceptar las dos civilizaciones, antigua y moderna, y sus dos representaciones literarias: la clásica y la romántica. Este rechazo, también, es ejemplo de su educación ilustrada y del peso que el «buen gusto», asimilado al «justo medio», tenía en el grueso de los intelectuales de la primera mitad del siglo XIX. Su Romanticismo, como el de otros contemporáneos, fue el resultado de unir a la Ilustración un catolicismo conservador. Todo ello se percibe en los artículos, aparecidos en 1838, sobre «El clasicismo y el romanticismo»15, que en parte son una repetición y ampliación de lo expuesto en 1829 y en parte incluyen significativas matizaciones a su discurso. Por ejemplo, enfatiza la condición interna y espiritual del Romanticismo, frente a la superficialidad o exterioridad de la literatura clásica. Por otro lado, explícitamente habla de clasicismo y de romanticismo, mientras que en el discurso se había referido a Grecia, a Europa, a la civilización antigua y a la moderna. Y es pertinente reparar en que no habló de nueva civilización, sino de moderna. También en los artículos de El Correo Nacional insiste más en el papel regenerador del cristianismo, aunque aún vacilando. Son estos aspectos, centrados en la espiritualidad y su relación con la Tradición, los que valora y acepta del Romanticismo, no su negatividad, su carácter demoníaco y crítico, ni su inmoralidad.

Por otro lado, si en el discurso, aunque sin rechazar absolutamente las producciones clásicas, como se ha visto, había preferido las modernas, en los artículos de 1838, llevado de su eclecticismo crítico, aprecia de forma más clara y militante las obras de clásicos y románticos, en un intento de recuperar lo que de bueno pueda haber en todas. Esta postura intermedia, siempre conflictiva, le colocaba en un punto que hacía peculiares su tradicionalismo y su liberalismo, pues comprendía que, tanto en uno como en otro, había dosis de progreso y de decadencia, igual que en las obras clásicas y en las románticas. Si en el discurso se puede apreciar su perspectiva de continuidad, más explícita es esta interpretación historicista cuando en los artículos insiste en que lo clásico y lo romántico no se oponen, sino que se completan:

«El romanticismo, considerado filosóficamente, lejos de ser incompatible con el clasicismo, es su legítimo, su necesario complemento, así como las sociedades modernas son el complemento de las sociedades antiguas y así como son el complemento necesario de unas civilizaciones otras civilizaciones, de unos siglos otros siglos».


(Donoso Cortés 1946, 408)                


A su enfoque histórico continuista se suma una perspectiva compresiva; desea incluir, no excluir, en su intento por entender la marcha de la civilización, por eso prefiere conciliar, no enfrentar posturas; por lo mismo ve las revoluciones como procesos de progreso (Díez Álvarez 2003, 85-86). En los siete artículos que conforman «El clasicismo y el romanticismo» tiene ese mismo esquema conciliador, que no ambiguo, aunque no siempre funcione, y una doble consideración de los conceptos, pues los emplea, ya para designar dos civilizaciones desarrolladas en distintas épocas de la historia, ya para aludir a escuelas estéticas contemporáneas y rivales, que intenta armonizar. De hecho, termina haciendo gala de esa perspectiva totalizadora para mostrar lo absurdo de las concepciones reduccionistas y excluyentes de escuela:

«Diré que si por clasicismo se entiende la imitación exclusiva de los poetas antiguos y por romanticismo la emancipación completa de las leyes artísticas que los antiguos encontraron, el romanticismo y el clasicismo son dos escuelas absurdas. Pero si el clasicismo aconseja el estudio de las formas en los poetas antiguos y romanticismo aconseja el estudio de las ideas y de los sentimientos en los poetas modernos, el clasicismo y el romanticismo son dos escuelas razonables. Entonces la perfección consiste en ser clásico y romántico a un mismo tiempo, en estudiar a los modernos y en estudiar a los antiguos. Porque ¿en qué consiste la perfección si no consiste en expresar un bello pensamiento con una bella forma?».


(Donoso Cortés 1946, 409)                


Pero si la perfección es ser a la vez clásico y romántico, no hay que olvidar que lo que se debe aprender del clasicismo es la forma de los poetas antiguos, mientras que de los románticos hay que tomar sus ideas y sensaciones. Ha vuelto sobre el discurso de 1829, para aceptar la variedad y la duda del tiempo presente, desconocidas por los clásicos, que, sin embargo, tenían la mejor forma expresiva, el mejor modo de exponer las vicisitudes del hombre. Pero, ¿de qué manera es compatible una forma que nace para exponer unos contenidos, con otros que aparecen en coordenadas diferentes? Ahora bien, una forma clásica puede ser el mejor instrumento para transmitir sin estridencias ideas novedosas y críticas.

Su pensamiento en este momento está en deuda con la filosofía de la historia de Vico, como se percibe en el relieve que da a la variedad de los productos culturales y a su relación con las circunstancias históricas, y muestra el estado de cambio en que se encontraba sumido que le llevó al Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo; el aquí y el ahora como instrumentos que explican el carácter de las obras artísticas y la condición de los individuos. A pesar de su interés, la importancia de estos artículos pasó inadvertida para casi todos, salvo para el padre Blanco García, que destaca:

«Pocos escritos se publicaron en España o fuera de España más racionales y contundentes sobre el pavoroso litigio [entre clásicos y románticos], aunque por lo amargo de sus verdades, o por la efímera vida de los trabajos periodísticos, no obtuvieran estos artículos la fama y el éxito a que eran acreedores. Donoso no se preciaba de entendido en materias de crítica literaria, y tuvo de ella, no obstante, más alto y filosófico concepto que algunos de los que la ejercían como profesión o magisterio de inapelable autoridad».


(Blanco García 1899, 88)                


Si en 1829 había valorado positivamente el papel jugado por el siglo XVIII, ahora lo matiza y ve en él el triunfo del racionalismo y de los «filósofos», interpretación que tomó cuerpo en Gabino Tejado y recogió a final de siglo Menéndez Pelayo en sus Heterodoxos españoles. Estas ideas se fueron articulando hasta llegar al Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo de 1850, en que un Donoso que ha abjurado de sus principios primeros se asienta en el Romanticismo como forma herderiana de mantener la Tradición16. El monolitismo del texto se basaba en el tradicionalismo historicista que practicó en los primeros años, derivado de Edmund Burke, y en el ultramontano de Joseph de Maestre y de Bonald. Si el primero servía para afirmar la identidad nacional española y la relación de la monarquía con el catolicismo -relación que andando el tiempo dejaría de tener validez-, el segundo se volvía pesimista e integrista, algo que muchos le criticaron. Había abandonado el pacto que en el discurso se da entre el papel e influjo de las revoluciones y el de la Tradición, que era un pilar del pensamiento doctrinario liberal, del que Donoso fue un exponente destacado, como ya se dijo, al igual que Pacheco y Alcalá Galiano, que divulgaron ese liberalismo doctrinario y discutieron su adaptación a la circunstancia española en las clases impartidas en 1836 en el apenas recién reabierto Ateneo17.

Es su peculiar liberalismo, que transmite su atípico tradicionalismo, el que configura su visión histórica de la civilización y el que le lleva también a entender la identidad nacional española desde una perspectiva romántica y continuista, de pacto entre lo antiguo y lo moderno, que implicaba o podía entenderse como una puesta al día de la Tradición. Esta B visión desapareció más tarde, cuando en lugar de continuidad entendió la realidad histórica y política como una ruptura con el pasado. Donoso se encontró entonces ante la crisis de la modernidad (Koselleck 2007), lo que implicaba romper con la Tradición y el catolicismo que conformaban su cosmovisión histórica y política, cosa que no hizo.






Referencias bibliográficas

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