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Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America

Volume IV, Number 1, Spring 1984

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THE CERVANTES SOCIETY OF AMERICA

President

BRUCE W. WARDROPPER (1985)

Vice President

ALAN S. TRUEBLOOD (1985)

Secretary-Treasurer

HOWARD MANCING (1985)

Acting Secretary-Treasurer

CATHERINE SWIETLICKI

Executive Council

DANIEL EISENBERGFRANCISCO MÁRQUEZ VILLANUEVA
RUTH EL SAFFARLUIS A. MURILLO
LEO J. HOAR, JR.HELENA PERCAS DE PONSETI
HAROLD G. JONESELIAS L. RIVERS
MICHAEL D. McGAHAALAN S. TRUEBLOOD

Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America

Editor: JOHN J. ALLEN

Assistant to the Editor: THOMAS A. LATHROP

Editor's Advisory Council

JUAN BAUTISTA AVALLE-ARCEEDWARD C. RILEY
JEAN CANAVAGGIOALBERTO SÁNCHEZ

Associate Editors

DANA B. DRAKEFRANCISCO MÁRQUEZ VILLANUEVA
PETER DUNNLOWRY NELSON, JR.
RUTH EL SAFFARHELENA PERCAS DE PONSETI
ROBERT M. FLORESGEOFFREY L. STAGG
CARROLL B. JOHNSONBRUCE W. WARDROPPER

Cervantes, official organ of the Cervantes Society of America, publishes scholarly articles in English and Spanish on Cervantes' life and works, reviews, and notes of interest to cervantistas. Twice yearly. Subscription to Cervantes is a part of membership in the Cervantes Society of America, which also publishes a Newsletter. $15.00 a year for individuals and institutions, $25.00 for husband and wife, and $8.00 for students. Membership is open to all persons interested in Cervantes. For membership and subscription, send check in dollars to Professor HOWARD MANCING, Secretary-Treasurer, The Cervantes Society of America, Department of Romance Languages, University of Missouri, Columbia, Missouri 65211. Manuscripts (submitted in accordance with Cervantes, 2 [1982], 107) and books for review should be sent to Professor JOHN J. ALLEN, Editor, Cervantes, Department of Spanish and Italian, University of Kentucky, Lexington, Kentucky 40506.

Copyright © 1984 by the Cervantes Society of America.






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ArribaAbajo La risa en el Quijote y la risa de don Quijote

Alan S. Trueblood


The focus is on those instances in Don Quijote in which Cervantes' comic outlook crystallizes in the form of laughter. Burlesque laughter, however raucous, sometimes serves to foreground laughter of more spontaneous effect, provoked by the unexpected. Laughter interacts with various non-laughable moods and states of mind. Laughter may be expressive of sheer happiness and high spirits. The laughter most characteristic of Cervantes communicates human warmth and understanding. Observable primarily in Don Quixote, it helps to delineate his feeling for Sancho. To his dying day, Cervantes sees himself as the «joyous writer», taking seriously the implications of that calling. He knows the therapeutic value of laughter, the importance of the relaxation playfulness provides. The recent tendency to see his comic intentions primarily in terms of the burlesque and the satirical overlooks the ludic limits which Cervantes places about the comic in a serious world. It fails to consider the more subtle and benevolent strains of humor in the Quixote, increasingly evident as the work progresses.


Si Cervantes no hubiera poseído más que aquel caudal de «paciencia en las adversidades» que le permitió atravesar inerme los muchos años de adversa fortuna que le hundieron en el desamparo y la miseria, es poco probable que en aquellos mismos años se hubiera liberado el genio que llevaba dentro, permitiéndole regalar su Don Quijote al mundo. No sólo sabía Cervantes salir a flote; poseía un don algo más raro: el de trascender sus circunstancias, burlando, por decirlo así, el tirón de la gravedad y la pesantez, y elevándose lo que bastaba -sólo esto- para abarcar con la vista la totalidad de aquellas circunstancias y sacar del espectáculo de la humanidad así lograda, con sus posibilidades y sus limitaciones, con qué alimentar su genio.

Tal visión corresponde, por lo visto, a la perspectiva del artista cómico; si insisto en cosa tan evidente, es que por eso mismo pasa inadvertida a veces. Es mediante, no tanto la compasión como la simpatía, que Cervantes ajusta cuentas con el mundo. Su terreno preferido es el de lo cotidiano, no el de lo extraordinario, los «imposibles». Su vía de acceso a un equilibrio de seriedad no es lo grave, sino lo leve. Plenamente característico es el recurso de que echa mano en su Prólogo de 1605 para salir del trance de justificar un libro tan inusitado: inventa un interlocutor y entra en discusión con él, ventilando   —4→   sus aparentes dudas. La respuesta inicial del interlocutor a tales dudas es «disparar una gran carga de risa».1

En el umbral mismo del libro se nota, pues, con cuánta facilidad, en el ámbito de la risa cervantina queda incluida la propia persona del autor. La premisa inicial de la famosa discreción cervantina es el no tomarse enteramente en serio. Al repercutir esa primera risotada a través del libro, seguirá suscitando ecos de aquella convicción, ecos igualmente del juego irónico en el que se entrecruzan las voces de este diálogo preliminar. Subyace a ambas -a la postura de humildad de la primera, como al acento algo mundano de la otra- una serena autosuficiencia cervantina.

He aquí, pues, en la tonalidad de la risa cervantina, las notas de discreción y de ironía. Señalar tales ingredientes de lo cómico cervantino no es ninguna novedad; por otra parte, no da cuenta de su amplitud, de las irradiaciones suyas por tantas zonas de vivencia mental, moral, y afectiva. A modo de hilo conductor por terreno tan extenso, quisiera enfocar casos en que lo cómico se cristaliza en la forma tangible de la risa.2 Como prevención contra lo arbitrario que podría resultar tal procedimiento, tendré en cuenta contextos y tonos, cuanto más que la risa raras veces constituye un fenómeno aislado y que para captar su significación cabal, hay que atender a lo que le rodea y subyace. Me ceñiré a los aspectos más característicos del manejo cervantino de lo risible para poder destacar mejor la holgura y la esencial humanidad de la risa más suya.

En primer lugar se examinará la risa burlesca, la risotada que acompaña a la «burla pensada», la de blanco predeterminado, la cual se convierte fácilmente en carcajada, pero que también puede dar origen a una risa menos cruda, la de lo imprevisto, que, puesto así de relieve, adquiere naturalidad, un efecto de espontaneidad.

Otro aspecto del fenómeno risa en el Quijote que se tendrá en cuenta es el entretejimiento suyo con diversos estados anímicos o mentales no risibles. Puede tratarse de sentimientos que compiten o que contienden en forma antitética con la risa. O bien puede destacarse   —5→   mediante ésta un estado anímico determinado dentro de un desenvolvimiento calidoscópico de sentimientos, en cuyo caso puede ceñirse la risa a un solo individuo o bien puede cebarse en su interacción con otros.

Tampoco se revelará ajeno Cervantes a la risa de pura felicidad y alegría, risa robusta, sana, desinteresada, exenta totalmente de intencionalidad. Por último me fijaré en lo más característico de todo -la risa motivada por simpatía y por calor humano, especialmente en cuanto atañe a la caracterización de la figura de don Quijote frente a Sancho. Tampoco podrá soslayarse la cuestión de las posibles valoraciones que merecen a Cervantes las distintas variedades de risa mencionadas.

Es bien sabido que Cervantes es muy parco en sus observaciones sobre el arte cómico. Al contrario de lo que sucedía con la tragedia, faltaba un cuerpo de doctrina antigua que lo orientara.3 La observación más conocida, que pone en boca de don Quijote, es sin duda fruto de meditación personal: «Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del bobo porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple» (II, 3; p. 584).

Estos renglones reclaman para el autor cómico el mismo lugar privilegiado que se otorgaba al épico o al trágico. En concreto, constituyen una justificación del propio Quijote y nos autorizan a creer que el tono regocijado que predomina en el libro no surge al azar, sino que refleja un talento disciplinado y consciente de sí. En las palabras citadas, no se detiene Cervantes a distinguir entre el bobo y el gracioso, el enunciador de bobadas y el de gracias, donaires, o discreciones.

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Pero es claro que ha fundido los dos tipos en la figura de Sancho Panza, en quien, en el transcurso de la novela, el bobo va cediendo el puesto paulatinamente al gracioso, sin nunca abandonárselo por completo. La risa que suscita Sancho irá cambiando igualmente de carácter.

Aunque la duquesa pretende convertir a Sancho en bufón, en un tonto listo, con plena anuencia suya, y se muestra tantas veces muerta de risa ante sus donaires, no cabe duda de que ve en él igualmente al puro bobo. Con todo, lo que descuella en una observación suya a don Quijote es el ingenio de Sancho: «De que Sancho el bueno sea gracioso, lo estimo yo en mucho, porque es señal que es discreto; que las gracias y los donaires, señor don Quijote, como vuestra merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes..». (II, 30; p. 791). Este último inciso -«como vuestra merced bien sabe»- nos permite deducir, me parece, que en la mente del propio Cervantes se enlazaba la observación de la duquesa con la ya citada de don Quijote, que no podía conocer naturalmente la duquesa. Al reforzarla, deja traslucir un orgullo legítimo de creador que ha sabido sacar del personaje tan simple del comienzo un ser de comicidad -y humanidad- tan sorprendentemente polifacéticas.

Es claro que en la risa que Cervantes se proponía suscitar en el lector, apuntaba él a algo más que la bronquedad de la carcajada. No quiero decir, por supuesto, que quedaba ésta fuera de cuenta; en seguida se verá que no es así. Pero después de aconsejar el interlocutor del primer prólogo a su amigo que «en leyendo vuestro libro, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente» (p. 25), pasa a enumerar una serie de lectores, entre los cuales hay algunos que no se hubieran contentado con una risa puramente de burlas: «El simple», dice, «no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».

Ahora bien, si es de presumir que el gusto del lector discreto, grave, o prudente no había de quedar satisfecho con lo burlesco sólo, sería erróneo suponer que rechazaría la chanza grosera, burda, y hasta -para el concepto moderno- cruel. Como casi todos sus contemporáneos, Cervantes ha debido de gustar no poco de los efectos cómicos que surtían puñetazos, peloteras, y palizas. No perdía de vista al lector «jovial», cuyas preferencias recordaba Sansón Carrasco: «Algunos que son más joviales que saturninos dicen: Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza y sea lo que fuera; que con eso nos contentamos» (II, 4; p. 589). Pero con esto no se contentaba Cervantes -es el punto crucial y sobre él volveremos;   —7→   llega a decirnos cuando don Antonio Moreno se propone poner en ridículo público a don Quijote en Barcelona, que «no son burlas las que duelen» (II, 62; p. 1027). Con todo, ¿quién no recuerda que hace llover sobre don Quijote, antes y después, infinitos rasguños gatescos, atropellamientos por pies cerdunos y bovinos, y quién sabe cuántas cosas más?

Como se ha notado muchas veces, la locura se consideraba algo cómico de por sí, respaldándose tal actitud con la autoridad de Cicerón, quien había declarado que la turpitudo -lo feo, lo disforme- era cosa ridícula y risible.4 Cervantes suele suscitar en sus lectores una reacción parecida, al indicar que don Quijote y Sancho son el hazmerreír de un público interno: «¿Quién no había de reír de los circunstantes viendo la locura del amo y la simplicidad del criado...?» (I, 30; p. 311). La gente con que se cruza don Quijote explota su locura repetidas veces «siguiéndole el humor», eso es, aprovechando para reírse el desequilibrio temperamental que ha dado origen a una conducta poco corriente. Maritornes y la hija del ventero se retiran «muertas de risa» después de atarlo por la muñeca al pajar de la venta (I, 43). El mismo barbero y cura de su lugar, amigos suyos de toda la vida, no dudan en explotarle el humor alguna vez. Quien provoca la riña violenta por el baciyelmo, no es sino el mismo Maese Nicolás, el barbero: «como tenía tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla para que todos riesen..». (I, 45; p. 474).

El episodio pone de relieve la habilidad cervantina en sentar las burlas en premisas verosímiles de sicología de grupo o individual, para que resulten algo más que puramente caricaturales. En este caso el factor clave es la divergencia de pareceres entre los que estaban al tanto de lo que pasaba y los que no lo estaban. «Para aquellos que tenían noticia del humor de don Quijote era todo esto materia de grandísima risa; pero para los que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mundo» (I, 45; p. 476). Cervantes sabía perfectamente que la sospecha de que a uno le están tomando el pelo, sobretodo si median diferencias de inteligencia o educación, irrita la susceptibilidad y genera hostilidad.

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Al asaltar don Quijote al cabrero Eugenio, la reacción del cura y el canónigo de Toledo, quienes han estado hasta ahí envueltos en una discusión literaria de las más serias, es altamente instructiva, ya que demuestra a las claras que discreción, gravedad, y prudencia no impedían en nada gozar de una burla: «Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados..». (I, 52; p. 532).

En las burlas que venimos considerando, hay evidencia ya de las tensiones que entrelazan la risa con emociones de otro tipo. Resaltan más éstas en situaciones menos burlescas, y principalmente en las relaciones de la pareja don Quijote y Sancho. Se vale Cervantes de la dialéctica entre la risa y otros estados de ánimo para circunscribirla artísticamente, manteniéndola dentro de los límites que le imponía su total empeño creador.

De las emociones con que se enfrenta la risa, la más frecuente es, sin duda, la cólera. Acierta Cervantes notablemente en mostrar con cuán poca presión se inclinaba la balanza afectiva de un lado o de otro -hacia el desánimo, el miedo, la cólera, o bien, hacia la alegría y el bienestar. Es más, sabía perfectamente que reacciones en el fondo contrastivas coexistían a veces en un equilibrio casi perfecto, circunstancia que aprovecha en la presentación de ciertos personajes, incluyendo a don Quijote y Sancho Panza. Quedan así dotados caballero y escudero de unos como destellos de la amplitud y agilidad mental que caracterizan a la vis comica de su creador. Llega don Quijote en el libro de 1615 a gozarse plenamente en la compañía de Sancho Panza, no ya por cumplirle éste un papel indispensable de escudero, sino por lo entretenida que encuentra esa compañía: «Habláis hoy de perlas», le comenta muy al principio (II, 7; p. 607). Pero ya en el primer Quijote, en un plano más elemental, veía don Quijote, a pesar suyo, cuán cómico resultaba el espectáculo de Sancho manteado. «Viole bajar y subir por el aire con tanta gracia y presteza, que, si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera», nos confía la voz del narrador, hablando en persona propia (I, 17; p. 158).

Otro ejemplo de cómo en don Quijote la risa se abre paso a veces a pesar de lo temible de sus circunstancias, lo encontramos en el Capítulo 69 del segundo Quijote; tal vez sea significativo que don Quijote está en vísperas de recuperar el seso. Se trata de la última burla elaborada por los duques, con gran aparato de misterio y de llamas inquisitoriales. El ya aguerrido escudero ve perfectamente que todo va de burlas, sin que por ello deje de prestarse con todo gusto al juego. No   —9→   así don Quijote, quien, en su estado de desmoralización, siente algo próximo al pánico. Pero ante el extraordinario atuendo de Sancho, se nos cuenta que: «Mirábale don Quijote y aunque el temor le tenía suspensos los sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho» (II, 69; p. 1076).

En el tono del episodio el autor pone una buena dosis de exageración, sin duda. A pesar de ello, en esa irrupción de risa, se hace conciencia en don Quijote algo que ve la aventura por lo que es -una burla ridícula. Por paradójico que parezca, la risa de don Quijote es algo así como una declaración anticipada de su «finita la commedia» definitiva. Ya no habrá de ser víctima de burlas en lo que queda de la novela.

El vacilar entre la inclinación a la risa y otra tendencia diversa afecta a veces a figuras muy menores. Buen ejemplo nos proporciona Andrés, el pastorcico en cuyo pro interviene don Quijote, obligando a su amo, Juan Haldudo, a que deje de azotarlo. Al encontrarse Andrés otra vez con don Quijote, relata cómo, al perderse de vista su supuesto libertador, recrudecieron los azotes de su amo: «... a cada azote que me daba, me decía un donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía» (I, 31; p. 324). A pesar suyo, le cae casi en gracia a Andrés, la burla que hace de don Quijote, Juan Haldudo. Es que de repente le ha hecho ver la ridiculez de la acción y la figura de don Quijote. Por otra parte, la tentación a la risa que se atribuye a sí mismo es un sarcasmo vengativo velado para poner a don Quijote en ridículo ante los ojos de quienes le acompañan. Hay algo en ella también de censura propia por su credulidad inicial. De demorarse más en esta figura mínima, Cervantes hubiera sido capaz de hacer de él otro Rinconete o Cortadillo, muchachos cuya listeza precoz se debe a la necesidad de valerse por sí en un mundo nada benigno. Comprende ya perfectamente Andrés la dinámica de la cólera despertada por don Quijote en Juan Haldudo: «Mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado..». (I, 31; p. 324). He aquí un caso muy excepcional en el Quijote de risa amarga.

Otros casos de un dilema entre risa y cólera, los proporcionan las burlas armadas del castillo ducal. Veamos uno característico, de menos sutileza sicológica, por cierto, que la aventura que acaba de verse, pero que ejemplifica bien el control autorial que en toda la novela mantiene Cervantes al manejar los recursos cómicos y graduar   —10→   sus efectos. En el castillo, las doncellas de servicio han ido más allá de lo programado por los duques en materia de burlas a costa de don Quijote. Han ideado una lavadura de barbas en la mesa después de la cena. El espectáculo que presenta don Quijote, invisible la cara bajo una espuma de jabonaduras, provoca las reacciones siguientes: «... fué gran maravilla y mucha discreción poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos sin osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían a qué acudir: o a castigar el atrevimiento de las muchachas, o a darles premio por el gusto que recibían de ver a don Quijote de aquella suerte» (II, 32; p. 804).

Los duques vacilan entre su obligación de dignidad señorial y su inclinación irresistible y egoísta a la diversión a costa ajena. Las doncellas participan de esta última inclinación mas se hallan libres de toda obligación de carácter social. Su único propósito ha sido divertirse a expensas de don Quijote. En una contingencia parecida, cuando Tosilos, lacayo del duque, renuncia de repente al papel señaládole por su amo, negándose a entrar en batalla con don Quijote, se pone el duque muy colérico. Pero ante la tranquila explicación que hace don Quijote de la mudanza, «el duque... estuvo por romper en risa toda su cólera» (II, 56; p. 984).

Más frecuentes que estos enfrentamientos como de empate entre la risa y sentimientos de otra índole, son las ocasiones en que la risa se ve eclipsada por éstos. En los casos más sencillos, este fenómeno se reduce al conocido recurso del burlador burlado, cuyo prototipo es el bachiller Sansón Carrasco, «socarrón» por excelencia, como nos confía Cervantes al ponerlo en escena por primera vez (II, 3; p. 579). Otro caso es el de la duquesa cuando, con Altisidora, propone divertirse escuchando, a la puerta de don Quijote, la ingenua consulta que le hace doña Rodríguez, pidiéndole su intervención en pro de su hija engañada. La risa de la duquesa se convierte pronto en furia cuando la dueña se pone a revelar secretos íntimos de su señora (II, 48), y no se acuerda ésta ni de dignidad ni de nada al asaltar a don Quijote y la infeliz Rodríguez.

Episodios de este tipo patentizan el hecho, seguramente producto en Cervantes de experiencia propia y no sólo de tradición cómica, de que la burla, una vez armada, suele cobrar vida propia y volverse contra sus iniciadores. Así sucede con Altisidora cuando no puede más con su papel de doncella muerta de amores por don Quijote. Ante el desaire terco de éste, «... Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo: 'Vive el Señor, don bacallao... que no soy yo mujer que por   —11→   semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña...'» (II, 70; p. 1085).

En cuanto a la interacción de la risa con sentimientos de otra índole por parte de varias personas, es claramente recurso básico de la comicidad cervantina, sobretodo en el primer Quijote, en que la risa franca que provocan la figura y las declaraciones de don Quijote le enfurecen, por parecerle desacato flagrante. En el segundo Quijote es más frecuente que se disimule la risa por parte de los que se encuentran con el caballero, quienes, más calculadores ya, con miras a prolongar las burlas para divertirse más, evitan la provocación demasiado incendiaria.

Las variaciones son inagotables, pero, en lo que se refiere al primer Quijote, donde tal vez mejor se resume el fenómeno es al final, en la aventura de los disciplinantes (I, 52). En esta aventura, lo mismo que en otras, la risa no es ni instantánea ni automática. En una primera fase, contiende con la admiración, o sea la sorpresa y desconcierto. (Recuérdese que Cervantes observa en una ocasión [II, 44; p. 885] que: «Los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración, o con risa»). Apunta Cervantes que uno de los clérigos, aunque veía «la estraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa», no se ríe, sino que contesta con cortesía a una amonestación o insinuación no muy afable de don Quijote (p. 533). Pero, al exigir éste que abandonen una imagen de mater dolorosa que llevan, la cual para don Quijote es una señora cautiva, «cayeron todos... que don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomaronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera de don Quijote..». Ya se ve el efecto catalítico de la risa burlona, por un lado, y el júbilo que provoca la locura, por otro.

En cuanto a la disimulación de la risa en el segundo Quijote -y no sin antecedentes en el de 1605- quien primero se ve obligado a ello es el mismo Sancho Panza, después de la superchería del encuentro con la falsa Dulcinea: «Harto tenía el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado» (II, 10; p. 633). En esta risa que no llega a cuajarse hay prudencia, y tal vez una pizca de alivio por parte de Sancho, al salir de su aprieto. Hasta se le podrían hallar circunstancias atenuantes. Nada de esto, por lo visto, puede decirse de las burlas del castillo ducal. A los pocos momentos de su encuentro fortuito con don Quijote, ya resuelven los duques «seguirle el humor» (II, 30; p. 789). Ello requerirá un dominio constante de la risa. Ante el espectáculo de don Quijote desarmado, a poco de su recibimiento en el castillo, la contraseña se da: «A no tener   —12→   cuenta las doncellas que le servían con disimular la risa -que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado- reventaran riendo» (II, 31, p. 795).

Más elocuentes que estas risas disimuladas, o que las risas abiertas mas todavía «programadas», son aquellas no previstas que surgen al margen de las burlas preparadas. Un ejemplo muy vivo, lo proporciona el encuentro de don Quijote con el eclesiástico de la casa ducal. La solemnidad de éste se destaca desde el primer momento. A las razones que se suelen dar, por la excepcional antipatía que manifiesta su propio creador a su respecto, habrá que sumar una carencia total de humor, y, con ello, de humanidad.

Al sentarse a la mesa con don Quijote y los duques, reacciona ya con displicencia ante el malicioso cuento de Sancho sobre precedencia de asientos. El disgusto del eclesiástico aumenta el gusto que reciben los duques, nos dice Cervantes (II, 31; p. 799). Poco a poco, el mal humor del clérigo se va convirtiendo en cólera, al paso que la ironía que inyecta el autor en la narración del episodio, va haciéndose más rica de matices. Resulta que el eclesiástico ha reprehendido muchas veces al duque su lectura de la historia de don Quijote, «diciéndole que era disparate leer tales disparates». Denuncia ahora su conducta provocadora para con el protagonista. Luego se vuelve a éste con verdadera saña, reconviniéndole por «dar que reír a cuantos os conocen y no conocen». Sin embargo, el colmo es la ínsula que a Sancho promete el duque, como quien no da importancia a la cosa. Ante esto, se marcha el eclesiástico, «sin que fuesen parte a detenerle los ruegos de los duques; aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cólera le había causado». El regocijo del duque ha ido en aumento pari passu con la cólera del clérigo, y la irrupción de la risa de aquél corresponde a la exasperación culminante de éste -orquestación muy eficaz de los dos estados de ánimo. Dicho sea de paso que Cervantes, al tildar de «impertinente» la cólera -lo mismo que la curiosidad de Anselmo, el curioso impertinente- ofrece una primera premisa en donde asentar un análisis de la ironía crítica y cómica en que envuelve la escena. Y es que, como el mismo don Quijote se encarga de señalar a su reprehensor, la asperidad de éste, tan desprovista de caridad, desvirtúa cualquiera razón que le pudiera asistir. Y alguna habría, puesto que, entre las demás críticas que hace al duque está la de dar a don Quijote «ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades».

Pero volvamos a la risa del duque: si con ella no gana nada en estatura moral, sí resulta su figura más humana, mejor dicho, menos   —13→   inverosímil como personaje literario, precisamente por ser su risa tan espontánea, tan inesperada. Es de suponer que el duque tomaría en serio muy pocas cosas bajo el sol. Siendo así, su liviandad irreverente resulta ser el remedio más indicado para la «impertinente cólera» del eclesiástico.

Otro matiz de la risa del duque que también contribuye a dar verosimilitud a su figura es la persistencia de ella. Se apodera de él en tal forma que queda impedido de hablar hasta que, ido ya el clérigo, al fin «acabó de reír», como lo expresa Cervantes.

La vida propia, por decirlo así, que cobra esta risa, nos va alejando de lo puramente burlesco e irrisorio. En adelante será cuestión de una risa más desinteresada.

Con frecuencia se dan en el libro risas como la del duque, que van prolongándose con ímpetu propio. Así es la de Sancho en una de las pocas ocasiones en que se le ve reír: «Y disparaba con una risa que le duraba un hora», comenta Cervantes (II, 54; p. 968) con motivo de la reunión inesperada con Ricote, cuya ocasión celebran los dos vaciando bota tras bota de vino. No es cómica esta risa; es una expresión de goce vital puro, de aquel fondo de sana animalidad que subsiste en todo hombre. Recuérdese que Sancho acaba de renunciar al gobierno de su ínsula, acción que marca una cima moral en la evolución de su carácter, un avance hacia el conocimiento de sí mismo. No puede sostenerse permanentemente Sancho en aquellas alturas. Ya venía de vuelta hacia su sano equilibrio habitual, «entre alegre y triste» en frase de Cervantes (II, 54; p. 965), cuando topa a Ricote. La risa compartida con éste no es sino señal de su desahogo definitivo al recuperar aquel equilibrio.5

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Por extraño que parezca, el mismo don Quijote no es ajeno a la risa de alivio y alegría. Lo comprueba, en particular, la aventura de los batanes, de gran interés para el tema que proseguimos. Ofrece esta aventura un ejemplo cabal del papel de la risa en desencadenar, en rápida sucesión, toda una serie de emociones, al paso que demuestra cuánta matización sicológica sabe poner Cervantes en la presentación de este fenómeno.

Recordemos cómo, a la luz de la madrugada, se desvanece el miedo de Sancho -del que no ha sido exento el mismo don Quijote- al ver que lo que le había producido tan profundo terror durante la noche, no eran sino unos mazos de batán. Pero dejemos hablar a Cervantes:

Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía tanto con él que a la vista de Sancho pudiese dejar de reírse; y como vio Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero...


(I, 20; p. 189)                


No puede concebirse caso más elocuente de risa ocasionada por una disminución de tensiones, por una détente; o, si se prefiere, por una frustración de expectativas. Pocas veces se habrá dado a la risa tanta corporeidad, tanto volumen y presión -hasta el punto de deshacer, casi, lo que de hiperbólico tiene el clisé «reventar de risa». (Recuérdense, a este respecto, las «dos fanegas de risa» que en otra ocasión [II, 44; p. 885] Cervantes promete al lector). En comparación, la figura de «Laughter, holding both his sides» de «L'Allegro» de Milton, parece puro topos iconográfico. Pero la sutileza sicológica de la aventura proviene de otro factor: el ritmo pausado del ciclo emocional de Sancho frente al rápido del de don Quijote -especie de décalage afectivo. Sólo en parte se explicaría esto diciendo que, por haber sido mucho más grande el miedo de Sancho, tiene que abultar y prolongarse más la risa consiguiente. De todos modos, la alegría de Sancho ha dejado ya de contagiar a don Quijote, y la paciencia de éste se está agotando, cuando Sancho, arrastrado por lo que llama Cervantes el «ímpetu» de su risa, se pone a remedar las baladronadas pronunciadas anteriormente por don Quijote. El caballero se enfurece, y asesta al escudero dos fuertes golpes con la lanza; al instante se transforma la risa de éste en humilde temor. Pero la ira de su amo todavía necesita desahogarse   —15→   en duros vituperios antes de aplacarse. Los aguanta el escudero, confiesa haber «andado algo risueño en demasía», con lo cual se ablanda don Quijote y, en forma conmovedora, le pide perdón a su vez. En harmonía los ánimos de los dos, finalmente, y vuelto ya Sancho a su euforia habitual, observa: «¿... no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido...?» «No niego yo», responde don Quijote, «que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digno de contarse; que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas». La ironía es muy fina: por más que el caballero sepa ver bajo una luz cómica sus propias acciones, o reacciones, el «poner en su punto las cosas», lo entiende él a su propia manera, que, desde luego, no es la de su creador. El reír a costa propia, ¿querrá decir que ha podido salirse del encierro en que lo tiene su locura? Es claro que Cervantes le presta aquí algo de su propia conciencia de cuán diversos son los fenómenos que se cobijan bajo el concepto «risa». Si don Quijote quiere que la aventura permanezca secreta, es por saber que la risa del mundo sería risa de escarnio y no de simpatía. Por primera vez, me parece, la convivencia con Sancho le ha llevado a reconocer el efecto que producen sus acciones en los demás. La actitud prudente que adopta con respecto a su locura constituye una primera grieta en su armadura monomaniática. Al irse extendiendo la grieta, terminará, forzosamente, mucho más tarde, por acabar con la locura, ya que el verse uno a sí mismo desde la perspectiva de los demás equivale a la destrucción de toda idea fija.

La risa de Sancho repercute momentáneamente en la próxima aventura: «Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la cólera de su amo y calló en la mitad della» (I, 21; p. 195). No recuerdo otra risa cortada así en pleno vuelo. Pero sí hay otro caso notable de risa que sirve de trampolín a toda una sucesión de emociones. La provoca el regateo que hace Sancho respecto al sueldo atrasado que, según él, le debe su amo por el tiempo que le ha servido.

«Si yo mal no recuerdo», respondió Sancho, «debe de haber más de veinte años tres días más o menos».

Diose don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a reír muy de gana.


(II, 28; p. 778)                


Se trata aquí lisa y llanamente de un absurdo, y por lo mismo que es tan gratuito e inesperado, se le hace a don Quijote muy cómico. Pero esa reacción no dura mucho: cede pronto a reproches y expresiones de agravio, luego a la cólera y los vituperios. Con esto se   —16→   derrumba la petulancia de Sancho, lo cual provoca en don Quijote remordimiento y petición de perdón. El diálogo de los dos constituye una reductio ad absurdum triunfante y definitivo por parte de un ex-comisario de víveres a quien el estado anárquico de sus cuentas tantas veces le había producido sinsabores sin fin.

Hemos llegado ya a la risa provocada en don Quijote por Sancho. Con la discutible excepción del caso que acabamos de ver, es ésta siempre una risa de simpatía, que lleva una carga de indulgencia, buena voluntad, ironía benévola. Característicamente cervantina, es también muy característica de don Quijote, quien nunca se ríe burlonamente ni con sorna a costa de su escudero. Los teóricos de la risa se han fijado poco en esa especie de ella; ven preferentemente en la risa una reacción frente al automatismo (Bergson), el indicio de una convicción de la propia superioridad (Hobbes), o un modo de soltar represiones (Freud). Pero, ¿quién no conoce por propia experiencia la risa de simpatía? En Cervantes surge a modo de gracia, de algo supererogatorio, un suplemento de humanidad, nueva señal de la generosidad de su arte.

Se hace oír esta risa por primera vez en la primera aventura de los dos, la de los molinos de viento (I, 8; p. 84). Al aseverar Sancho que piensa quejarse «del más pequeño dolor que tenga», siempre que esto no contravenga las reglas de caballería, leemos que «No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero». ¿Es indicio esta risa de aquella «sudden glory» muy próxima a la vanagloria de que nos habla Thomas Hobbes?6 Por cierto que no: ni se engrandece don Quijote, ni empequeñece a su escudero. La actitud de Sancho lo divierte de momento, luego se pone seriamente a comprobar si hay algún caso de escudero quejoso en sus libros. Y le complace ver que Sancho toma la caballería andante tan en serio como él.

Un caso aún más evidente de risa de simpatía, lo topamos en la aventura de los encamisados al hallar Sancho para su amo el «nombre apelativo» de «Caballero de la Triste Figura». Anuncia don Quijote su propósito de «hacer pintar» en el escudo «una muy triste figura». No hará falta, asegura Sancho, «porque le prometo a vuestra merced, señor, y esto sea dicho en burlas, que le hace tan mala cara la hambre   —17→   y la falta de las muelas que... se podrá muy bien escusar la triste pintura» (I, 19; p. 177).

Y sigue Cervantes: «Riose don Quijote del donaire de Sancho, pero con todo propuso llamarse de aquel nombre..». Se trata aquí de una broma que comparten los dos. Aunque es él mismo el objeto del «donaire», don Quijote no lo toma a mal, y esto no sólo por la prudencia de Sancho al anunciarlo como tal. Puede reírse a costa propia porque está convencido de que quien ha inspirado el apodo a Sancho es el sabio encargado de escribir su historia. La chanza no hace mella en él porque tiene la seguridad íntima de que se le toma en serio donde más importa.

No se ofrecen más ocasiones para tales risas íntimas en lo que queda del primer Quijote. No así en el de 1615, donde la risa provocada por Sancho acabará siendo paliativo para la honda melancolía que se va apoderando del espíritu de su amo. Pero lo que primero llama la atención es una risa que expresa la satisfacción de don Quijote por la manera en que Sancho está desempeñando su papel de escudero -más como gracioso ahora que como bobo.

Lo que hace reír a don Quijote la primera vez es la exposición por Sancho, a la vez inédita y apta, de lo que hoy se llamaría la dinámica de su relación. Deseando responder con cortesía a la observación admirativa de don Quijote -«Cada día, Sancho... te vas haciendo menos simple y más discreto»- dice Sancho: «Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced..». Luego va desarrollando con toda deliberación y con abundancia de pormenores la larga comparación cuyo meollo es la afirmación de que «la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído». Continúa Cervantes: «Riose don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y pareciole ser verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de manera que le admiraba..». (II, 12; p. 642). Algo parecido podría decirse de la reacción de don Quijote a la muy hinchada apreciación por Sancho de la belleza de Quiteria, la novia de las bodas de Camacho: «Riose don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza» (II, 21; p. 716). La retórica en este caso escapa aún más al control de Sancho, pero tampoco se burla de ello don Quijote. Aunque el humor que saborea en los dos casos es, ante todo, verbal, descansa en un aprecio total de la persona de su escudero. Lo mismo puede decirse de los equívocos algo maliciosos que saca Sancho, en la aventura del barco encantado, a la incomprensible terminología técnica de su amo. Ante ellos, dice Cervantes: «Riose don Quijote de la interpretación que Sancho había   —18→   dado al nombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo» (II, 29; p. 782).7 Mucho más tarde, causa risa a don Quijote la rectificación, a la vez muy ingeniosa y muy suya, que hace Sancho a la explicación dada por su amo, ante una imagen de San Martín, de la acción del santo al compartir su capa con el mendigo: «... se debió de atener al refrán que dicen: que para dar y tener seso es menester» (II, 58; p. 992).

No se puede decir que Sancho, en las situaciones que acabarnos de ver, incite adrede a su amo a la risa. Pero sí es verdad que a medida que se hacen sentir en don Quijote las consecuencias adversas del encantamiento de Dulcinea, una creciente melancolía sobre todo, le carga la conciencia a Sancho su responsabilidad por aquel lance. Señal de ello, entre otras cosas, es la agitación y sobresalto con que Sancho recibe el relato por don Quijote de su encuentro con una Dulcinea grotescamente transformada, en la Cueva de Montesinos. «Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o morirse de risa..». (II, 23; p. 738). No son éstas las alternativas corrientes, es decir, risa o admiración. En esta ocasión están contrapuestas, en potencia, risa y locura: conllevan ambas una nota de nerviosismo. A esta luz, una predisposición al menos a hacer reír a su amo sería en Sancho una manera de descargar la conciencia.

Sea como sea, la función de la risa como antídoto -aún cuando no definitivo- a la melancolía de don Quijote, se demuestra a las claras en el encuentro con el Caballero del Verde Gabán. Al dar éste cuenta de sí y de su modo de vida, plena de piedad, caridad, y moderación, queda tan conmovido Sancho que se arroja del rucio y le besa repetidas veces los pies:

«... porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida».

«No soy santo», respondió el hidalgo, «sino gran pecador; vos, sí, hermano, que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra».

Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la profunda melancolía de su amo...


(II, 16; p. 673)                


  —19→  

No hay ironía en esta celebración de la simpleza de Sancho. Recuerda más que nada el «necio por Cristo» de San Pablo y el «cristiano necio» de Erasmo. Pero a diferencia de la risa que ocasionan éstos, en la de don Quijote no hay pizca de irrisión ni zumba. Con delicadeza y sin insistencia, nos hace sentir Cervantes cuán hondas han llegado a ser, a la vez la melancolía de don Quijote y el afecto que siente por Sancho. Es ésta la risa más profunda del libro; se hace casi palpable en ella el desahogo que siente don Quijote al proferirla.

Más fugaz es el desahogo que se percibe en la última risa de don Quijote, en vísperas ya de la muerte. No se dirige a Sancho, quien no está presente; la provoca Sansón Carrasco, al sugerir a don Quijote que en la vida pastoril que tienen en vista, Sancho podría «celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina» (II, 73; p. 1103). Cervantes especifica que es «la aplicación del nombre» lo que provoca la risa de don Quijote. Sigue éste tan preocupado por la propiedad de los nombres como al iniciar su carrera. Sólo a Sancho Panza le había dejado entonces nombre propio, aunque en conversación posterior acerca de una posible vida pastoril, don Quijote había propuesto para Sancho «el pastor Pancino», sin reaccionar, empero, cuando Sancho sugería para Teresa «Teresona -nombre que», según Sancho, «le vendrá bien con su gordura..». (II, 67; p. 1066). Por cierto que ese nombre no tenía nada de pastoril -todo lo contrario. En cambio, el de Teresaina propuesto ahora por la imaginación más culta de Sansón Carrasco, concuerda bien con las convenciones del género, ya que evoca la dulzaina, delicado y clásico instrumento pastoril; mas no conviene a la persona. Han de ser incongruencias de este tipo -que no supo ver don Quijote al comienzo de su carrera- las que ahora le parecen cómicas. Nueva señal, tal vez, de que está en vísperas de recuperar el seso.

Hasta sus últimos días había de seguir viéndose Cervantes ante todo como «el escritor alegre, el regocijo de las musas». Son las palabras con que -según cuenta en el Prólogo, escrito pocos días antes de morir, de su obra póstuma, Persiles y Sigismunda- se dirige a él un estudiante que ha cruzado acaso en el camino. Todo aquel Prólogo rezuma la misma levedad espiritual; la despedida del mundo con que se cierra -«Adiós, gracias, adiós, donaires..».- es, en verdad, un adiós a Talía, su musa cómica.

Ser «escritor alegre», ya se sabe, es algo que Cervantes tomó en serio. De acuerdo con su época, veía en el novelar un deleitar aprovechando,   —20→   una forma de «honestísimo entretenimiento».8 Estaba convencido de que el arte cómico, y la risa que despertaba, tenía eficacia terapéutica, al disipar los humores melancólicos y restablecer un buen equilibrio temperamental. Esta convicción tiene su parte en aquellas risas de don Quijote que se abren paso por su melancolía, como también en el deseo de Cervantes de que, al leer su libro, «el melancólico se mueva a risa». Uno de los aprobadores del Quijote de 1615 recuerda que «aún en la severa [república] de los lacedemonios levantaron estatua a la risa... alentando ánimos marchitos y espíritus melancólicos» (p. 548). Con toda probabilidad se trata de una estatua a Baco, a quien el mismo don Quijote se refiere como «el alegre dios de la risa» (I, 15). En el Prólogo a las Novelas ejemplares (1613), después de compararlas a «una mesa de trucos donde cada uno puede llegar a entretenerse», recordaba Cervantes que «no siempre se asiste a los negocios... Horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse». Un crítico reciente ha apuntado certeramente que, al justificar así el poder restaurativo inherente al arte cómico, se está respaldando Cervantes con la autoridad de Santo Tomás.9 Este a su vez, notemos, se apoya en Aristóteles: «... en el tráfico de esta vida hay una suerte de descanso que se asocia con el juego... El que no sabe regocijarse, no sólo carece en sus palabras de toda juguetonería, sino que se hace pesado a los demás, quedando sordo ante la alegría templada de ellos». No podemos menos de pensar en el eclesiástico del castillo ducal.

En años recientes, ante la cantidad de interpretaciones idiosincrásicas, solemnes, y exageradas del Quijote que se había acumulado, la reacción surgida ha sido sana, sí, mas algo extremada también, ya que tiende a limitar el propósito de Cervantes y la evidencia de él en la obra, esencialmente, a lo burlesco y paródico.10 Se desatiende así, a mi   —21→   juicio, el empeño cervantino en marcar los límites -llamémoslos lúdicos- de lo cómico, en señalar el lugar que le cabe dentro de la seriedad del mundo. Como dice don Quijote en una ocasión a Sancho: «Tiempos hay de burlas y tiempos donde caen y parecen mal las burlas» (II, 9; p. 622). La tendencia en cuestión se fija más bien en una comicidad elemental, física, bulliciosa; queda marginado lo sutil, lo leve, la risa que revela simpatía y calor humano. Se me hace difícil creer que Cervantes no hubiera tenido en cuenta aquellos lectores que, como él dice, por boca de Sansón Carrasco, «se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote» (II, 3; p. 581). ¿No ponía límites a la farsa el conocido comentario a los burladores mayores, los duques: «Y dice más Cide Hamete que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos» (II, 70; p. 1083)?

Se dirá que no quedan muy bien parados en este comentario don Quijote y Sancho. Y es cierto que, al mirar Cervantes el mundo sub specie ludi, sin partidarismos, no se escapa nadie a la ironía de su visión, ni siquiera el armador de toda la máquina -él mismo, «algún ignorante hablador», en palabras de don Quijote (II, 3; p. 583). Pero, por muchos destellos que despida aquella ironía, queda perceptible a través de sus varias capas, una luminosidad interna que revela las hondas orientaciones del arte cervantino. Una de éstas es la envergadura creciente que Cervantes va dando a su innata facultad de simpatía al avanzar por la redacción del primero, y aún más, del segundo Quijote. Se nota esto no sólo en la tonalidad de la risa con que don Quijote acoge los hechos y los dichos de Sancho, sino también en la actitud de las personas con que tropiezan los dos -excluyendo naturalmente a las del castillo ducal. La risa de ellos -si es que se ríen- ya no es corrosiva. Al dar don Quijote cuenta de sí, por ejemplo, a cierto grupo de estudiantes y labradores, leemos: «Todo esto para los labradores era hablarles en griego o jerigonza; pero no para los estudiantes, que luego entendieron la flaqueza de celebro de don Quijote; pero con todo eso, le miraron con admiración y con respecto..». (II, 19; p. 698). La locura no suscita burla ni risa -excepcionalmente para la época,   —22→   habremos de suponer. Algo parecido podrá decirse de la actitud del Caballero del Verde Gabán y de su hijo: perplejidad, pero atención y simpatía. En cuanto a Basilio y sus compañeros de las bodas de Camacho, no dudan en hacerse amigos de don Quijote sin parar mientes en su locura. Si reaccionan con risa lo mismo el joven lacayo de los duques (II, 66; p. 1064) que Roque Guinart (II, 60; p. 1021), el gozo que hay en la de ambos no conlleva irrisión alguna.

No es mi intento atribuir a Cervantes una actitud unívoca, y menos aún, moralizadora; por lo visto siguen las carcajadas hasta el fin, Diría sólo que la humanidad suya se va apegando cada vez más a la risa de simpatía. Llama la atención una observación del autor en el Persiles; no se habrá escrito aquélla a gran distancia de tiempo del Quijote de 1615. Dice sucintamente que, «por la mucha risa se descubre el poco entendimiento».11

En resumen, me parece que, puesto Cervantes a escribir el Quijote, sucedió que se le fueron ofreciendo ocasiones a la mano para facilitar al lector «discreto» y refinado una risa contenida y hasta reflexiva -y esto con creces en el libro de 1615. En qué momento se percataría de esa tendencia, sería aventurado decirlo. Que ella existía en potencia desde el principio del primer Quijote -y con ella una sugestión del carisma que iría adquiriendo el protagonista- lo veo confirmado en la primerísima aventura del hidalgo: el hacerse armar caballero (I, 3). Lo notable en ella -y esto, lo vio con claridad Unamuno- es la actitud de las dos mozas de partido encargadas de ceñirle la espada y tenerle el estribo.12 Al principio, «no pudieron tener la risa» al oír que las llamaba doncellas, y menos todavía, ante la reconvención de él: «Es mucha sandez... la risa que de leve causa procede» (I, 3; pp. 44-45). (A pesar de su entonación solemne, las palabras de don Quijote se anticipan curiosamente a lo que afirmaría el autor del Persiles unos diez años más tarde.) Durante la cena de don Quijote, la risa de las «doncellas» cede el lugar a un silencio atónito; se ponen ellas buenamente a ayudarle a desarmar, y a facilitarle la cena por entre las rendijas de la celada. En la ceremonia de armarle caballero se ven tentadas de la risa, pero la contienen y se desempeñan «con mucha desenvoltura y discreción». Al final, les pregunta sus nombres. Ya no se les ocurre desempeñar papeles ni suprimir risas. Al contrario, la impresión se crea de que algo en él les ha de veras conmovido. Contesta la primera   —23→   «con mucha humildad que se llamaba la Tolosa... y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor». Con la segunda sucede lo mismo. Todo es aquí ridículo salvo la anulación de la incredulidad de las dos mujeres. Su actitud es como un pronóstico de la comprensiva y respetuosa con que don Quijote será acogido mucho más tarde.

Pero con ello se disipa la risa y el tema queda agotado.



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