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ArribaAbajo La dimensión autobiográfica del Viaje del Parnaso

Jean Canavaggio



Université de Caen

The most recent studies of the Viaje del Parnaso (E. L. Rivers, V. Gaos) emphasize that it is «the most autobiographical work» of all of Cervantes' production. This essay attempts to show the function of the autobiographical elements in the work. Although our interest in the autobiographical dimension of the Viaje is in part a product of a mode of reading, characteristic of our time, which tends to attribute a dominant function to one particular feature of the work, this aspect cannot be separated from the author-narrator relationship. Cervantes has altered the code of emission of the poem, that of the burlesque trip, by means of a captious use of its conventions, providing for the encounter between this code and our code of reception for the first person narrative.


Considerado como obra menor frente al Quijote a las Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso no por eso ha dejado de despertar el interés de los cervantistas, como puede comprobarse en las muchas ediciones, traducciones e interpretaciones que ha suscitado desde el Romanticismo.28 Pero se trata de un interés orientado. Más que la estructura y el significado del poema en conjunto, lo que ha preocupado a gran parte de los comentaristas ha sido el nexo del Viaje con sus fuentes y, en particular, con el precedente en el cual el propio Cervantes nos dice haberse inspirado, el Viaggio in Parnaso, de Cesare Caporali.29 Otros eruditos se han dedicado más bien a identificar a los poetas encomiados o satirizados por el narrador durante su periplo, aclarando las indicaciones que nos aporta, mediante este recurso, acerca de la vida   —30→   literaria en la España de Felipe III.30 Tributaria de los convencionalismos de la épica burlesca, así como de las trabas inherentes al empleo sistemático de la terza rima, la celebración, un tanto árida, de más de un centenar de escritores de toda laya, amigos o conocidos del manco de Lepanto, ha sido generalmente entendida, o bien como un mero ejercicio académico, o bien, a lo sumo, como un intento frustrado de crítica literaria.31

Si semejante displicencia no ha condenado al poema al olvido, ello se debe, probablemente, a que su argumento, pese a todo, no se deja reducir a una sarta de nombres, ilustres o desconocidos, puesto que por boca del protagonista de una aventura henchida de referencias culturales habla un escritor cuyo ser y existir ha fascinado desde siempre a sus lectores. De ahí la atención que se ha dedicado a los versos que, en términos velados, recuerdan la promesa no cumplida por los Argensola de llamarle a Nápoles, a la corte del conde de Lemos;32 de ahí también la valoración que se ha hecho de lo que nos dice de su quehacer poético, sus ideas estéticas o sus preferencias literarias.33

Así se comprende por qué los últimos comentaristas del Viaje, ya exentos de los prejuicios de una crítica de tipo positivista, han concedido a estas confidencias mayor interés que el puramente anecdótico, y por qué las han relacionado con un auténtico propósito creador: ya destacando lo que E. L. Rivers llama «the autobiographical aspect» del poema, ya, con Vicente Caos, interpretando su finalidad inmediata como la de una «autobiografía reivindicadora» legada por Cervantes a la posteridad.34 Este enfoque nuevo no sólo supone una verdadera rehabilitación; también corresponde a una perspectiva según la cual el   —31→   lector, en vez de perderse entre los datos que le proporciona el texto, los abarca al contrario con una sola mirada: ya no como los elementos dispersos de un contenido objetivo, sino como las apariciones del yo que los va introduciendo en el transcurso de la narración.

Queda sin embargo por concretar la dimensión autobiográfica que se suele reconocer al Viaje: decir, con E. L. Rivers, que tenemos aquí «the most autobiographical work» de toda la producción cervantina,35 es dar a entender que, si bien tiene puntos comunes con una autobiografía, no obstante se separa de ella en aspectos que importa aclarar. Establecer los criterios del autobiografismo del Viaje del Parnaso, determinar la función que desempeña en el poema, deslindar el espacio textual, en el cual se sitúa, ésta es, por lo tanto, la tarea que quisiéramos esbozar aquí.

Al preguntarnos por qué el Viaje el Parnaso no es, stricto sensu, una autobiografía, planteamos un problema un tanto delicado, ya que no hay, en rigor, modelo canónico de lo que suele denominarse «autobiografía»: según han mostrado, cada cual a su modo, Jean Starobinski, Georges Gusdorf o Georges May, hablar de «género», de «forma» o de «estilo» autobiográfico supone recurrir a conceptos inadecuados o, por lo menos, imprecisos.36 Sin embargo, queda asentado, desde las investigaciones de Philippe Lejeune, que la práctica autobiográfica, tal como se ha establecido y desarrollado desde el siglo XVIII, tiende a ejercerse, preferentemente, mediante «el relato retrospectivo en prosa que un ser histórico [«une personne réelle»] hace de su propia existencia».37 A la luz de esta definición -operatoria con tal de no incurrir en anacronismos- ¿puede considerarse el Viaje del Parnaso como una autobiografía? A primera vista, no, ya que, además de ser poema, éste tiene por tema un viaje de pura convención: un recorrido cuya autenticidad no se admite ni un solo momento, ni puede en cualquier caso interpretarse como un episodio de la vida del escritor que dice haberlo realizado.

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Ahora bien, reconociendo que ni la sinceridad del autor, ni la veracidad del testimonio que aduce figuran entre los discriminantes de la autobiografía, no es menos cierto que estos rasgos resultan de poca monta frente a los dos requisitos esenciales que ha de satisfacer cualquier autobiografía merecedora de tal nombre: la identidad entre autor y narrador; la identidad entre narrador y protagonista.38 Pues bien: el Viaje del Parnaso cumple perfectamente con ambos requisitos. Por un lado, el movimiento del poema y de la Adjunta en prosa que le sirve de epílogo viene a ser el de una narración autodiegética en la cual el constante recurso a la primera persona marca sin equívoco alguno la identidad del narrador con el protagonista. Por otro lado, este narrador-personaje se identifica de modo explícito con el autor: en efecto, el nombre de Cervantes no se limita a figurar en la portada del libro; dos interlocutores lo insertan en el transcurso del mismo relato, en el momento en que llegan a reconocer e interpelar al poeta;39 más aun: en la Adjunta al Parnaso, al acercarse Pancracio de Roncesvalles al protagonista, éste admite ser Miguel de Cervantes, asumiendo el nombre del autor:

Digo, pues, que el tal mancebo se llegó a mí, y con voz grave y reposada me dijo:

¿Es, por ventura, vuesa merced el señor Miguel de Cervantes Saavedra, el que ha pocos días que vino del Parnaso?

A esta pregunta creo, sin duda, que perdí la color del rostro, porque en un instante imaginé y dije entre mí:

«¿Si es éste alguno de los poetas que puse o dejé de poner en mi Viaje, y viene ahora a darme el pago que él se imagina me debe?» Pero, sacando fuerzas de flaqueza, le respondí:

«Yo, señor, soy el mesmo que vuesa merced dice; ¿qué es lo que se me manda?»


(pp. 179-180).                


Cabe observar que, a este respecto, el Viaje del Parnaso se sitúa en la línea del Viaggio de Caporali.40 Pero, en el poema italiano, la identidad entre autor, narrador y personaje no es más que un artificio de estilo mediante el cual se remozan, en cierta medida, las andanzas, un tanto trilladas, del poetastro que sube al Parnaso, montado en mula, para   —33→   comparecer ante Apolo y el coro de las musas. Codificadas desde Dante como lugar común de la poesía encomiástica,41 pero desviadas por el autor del Viaggio hacia una estilización burlesca, estas andanzas pueden leerse hasta cierto punto desde un enfoque autobiográfico; pero el espacio en el que se insertan se nos aparece falto de relieve: a lo sumo, una selva de tópicos, demasiado densa para que el narrador-protagonista pueda aventurarse en ella en busca de su propio yo. En cambio, el Viaje cervantino no se limita a postular esa doble identidad. Reivindicando sin rodeos la paternidad del autodiscurso, el autor-narrador, si bien no llega a deshacer el esquema heredado de Caporali, va alterando, de manera sistemática, el código elaborado por su inspirador, recurriendo a procedimientos que, para mayor claridad, importa especificar:

Ante todo, situando el espacio mítico del viaje -al menos inicialmente- en un lugar real y verdadero, Madrid, mediante las reiteradas alusiones del narrador cuando evoca su salida de la corte: alusiones al Prado y sus fuentes, a los corrales de comedias, a las gradas de San Felipe.42 A este primer bosquejo hace eco, en la Adjunta, la mención del convento de Atocha, junto al cual se verifica el encuentro de Pancracio con nuestro poeta (p. 179), así como la del paradero de «Miguel de Cervantes Saavedra, en la calle de las Huertas, frontero de las casas donde. solía vivir el príncipe de Marruecos..». (p. 185). En otras palabras, una topografía selectiva que, fuera de cualquier preocupación de tipo documental, tiende a colocar al autor-narrador-personaje en el marco de su existencia cotidiana, y a recordar sus sitios predilectos.43

Luego, configurando este espacio -procedente de una tradición culta y de un saber mitológico- en torno a una serie de indicaciones que, no sólo permiten su exacta localización, sino que llegan a ordenar, el transcurso de la odisea del protagonista, una concatenación de paisajes marítimos referibles a una geografía concreta: costas de Levante, entre el puerto de Cartagena (I, 133-135) y «la escombrada   —34→   playa de Valencia» (III, 44); golfo de Narbona -«que de ningunos vientos se defiende» (III, 105)- y de Génova (III, 131-132); bocas del Tíber, junto a la «ancha romana y peligrosa playa» (III, 230-231); riberas de Epiro (III, 281); inmediaciones de Corfú, «la isla inexpugnable» (III, 295); al final, costas de Grecia, «adonde el cielo su hermosura muestra» (III, 299).

Por último -y sobre todo- comprometiéndose directamente, no sólo como protagonista, sino como autor-narrador, en esta odisea. En efecto, en dicha toponimia aflora constantemente el recuerdo de sus pasadas andanzas; reúne los lugares que más impresionaron su mente y su sensibilidad, en circunstancias que dejaron huella en su existencia: descubrimiento de Roma y Nápoles, batalla de Lepanto, recordada fugazmente (I, 139-147), convalecencia en Sicilia, captura por piratas argelinos en el golfo de León, desembarco en Valencia al volver del cautiverio.44 Además, estas impresiones y emociones van entremezclándose con el deseo frustrado de aquella estancia prometida por los Argensola, deseo que se trasluce en la nostálgica descripción de Nápoles y de sus fiestas (VIII, 307-375). En cuanto a la aparición de Apolo en la cumbre del Parnaso, no remite desde luego a ningún momento del vivir histórico del autor; pero, al insertarse entre dos descansos del poeta dormido (VI, 10-48; VIII, 220-243), tiende a superar los convencionalismos de lo burlesco mitológico para situarse en el ámbito del ensueño y de la fantasía cervantina.

Dentro de este espacio así deslindado, se va perfilando poco a poco un personaje cuyas andanzas, encuentros y ocurrencias llegan a componer, si no un retrato, al menos un bosquejo en el que cada toque cobra valor propio. Unos sugieren el rostro de un hombre ya entrado en años -«cisne en las canas» (I, 103); otros se compaginan con el irónico recuerdo de la falta de cultura que se le achaca (VI, 174), la comprobación discreta de sus virtudes y méritos: su valor en la batalla naval (I, 139-147), su sentido del honor (IV, 523), también su paciente y «apacible condición» (Adjunta, p. 180); otros, por fin, aclaran estas confidencias, señalando, a modo de contrapunto, las hazañas de mocedad, las desventuras pasadas, los desengaños presentes, las dichas y desdichas de una existencia menesterosa en la que siempre ha conllevado el hambre y la miseria.45

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Lo que valora estas indicaciones dispersas, no es tanto el testimonio que representan como tales, sino, más bien, la manera como se van insertando en la trama del relato. No como las piezas de un rompecabezas que cabría combinar para reconstruir la trayectoria vital del autor, sino como los elementos mismos de la textura del poema: a veces, al compás de la narración; otras veces, a raíz del diálogo que sostiene el protagonista, sea consigo mismo -«dije entre mí» (I, 43), «dije a mí mismo» (VIII, 244)- sea con sus diversos interlocutores, reales o míticos, sea con un lector al que hace partícipe de su discurso. Estas técnicas de desdoblamiento permiten variar los ritos de aparición de un personaje que el narrador cuida de mantener constantemente a distancia, sea mediante la mirada reflexiva que echa sobre sí mismo, sea porque lo estamos contemplando con los ojos de Mercurio (I, 202), Apolo (IV, 79) o Pancracio (Adjunta). Se establece de esta suerte un contraste de perspectivas dentro del cual el «Adán de los poetas» celebrado por Mercurio (I, 202) se opone al «ingenio lego» vilipendiado por un rival anónimo (VI, 174), en tanto que el convite de Apolo al poeta sin asiento -«dobla tu capa y siéntate sobre ella»- suscita la desengañada respuesta del escritor:


«Bien parece, señor, que no se advierte»,
le respondí, «que yo no tengo capa».


(IV, 84-90)                


Así queda asentada la presentación de un individuo que, en vez de proceder de una esencia predeterminada, se ofrece ante nosotros desde los ángulos más diversos.

Este perspectivismo que no deja de recordar al Quijote, hubiera podido originar una fragmentación del yo de Cervantes entre sus imágenes contradictorias. Nada de eso. La coherencia de este yo no resulta meramente de la suma de sus múltiples apariciones: se afirma poco a poco, conforme se va perfilando, dentro de la lógica del autodiscurso cervantino, el doble movimiento que la determina. Por un lado, aquel proceso mediante el cual el narrador hace el balance de su pasado de escritor, marcado por el recuerdo de sus desventuras y fracasos,46 expuesto a los desaires de aquellos mismos cuya aprobación   —36→   solicitaba,47 pero con todo, consciente de su condición de «raro inventor y del valor de sus innovaciones».48 Por otro lado, un impulso vital que le lleva a superar su propio desengaño para comunicar a sus lectores sus proyectos inmediatos, señalar las obras que tiene en el telar -Persiles, comedias, entremeses (IV, 46-48; Adjunta, p. 183)- despreciar mentirosas alabanzas e «hipócritos melindres» (IV 340-341), hacer frente a los azares de un porvenir incierto, con la resolución de quien sabe que sólo consigo puede contar.49 Estos procedimientos confieren al yo del Viaje una plenitud y un relieve de que carece por completo el yo del Viaggio de Caporali, el cual, a semejanza del yo retórico descrito por Benveniste, sólo se refiere, las más veces, al acto de discurso individual en que se pronuncia, y cuyo locutor queda señalado por este mismo yo.50

Así se comprueba la constancia con la cual el autodiscurso cervantino, negándose a amoldarse a un esquema predefinido, se separa de esta esquema para elaborar un yo que va forjando entre realidad y fantasía: no tanto en la intersección de los juicios contradictorios emitidos acerca de él, sino, más bien, más allá de esa misma contradicción. Esta búsqueda y conquista por el narrador de su propia identidad, irreductible al perfil ya poco grato, ya demasiado halagüeño que la vox populi le ofrece de sí mismo, confiere su plena coherencia a lo que E. L. Rivers llama con acierto «l'image de marque» que Cervantes se propone imponer a su público;51 y es el mito personal instaurado por esa voluntad de que, sin esperar el fallo de la posteridad, se reconozca su valor, es ese mito, decimos, el que da al autodiscurso cervantino su carácter de autobiografía «reivindicadora».

En estas condiciones, ¿conservan algún sentido las diferencias que   —37→   separan el Viaje del Parnaso de una autobiografía «ortodoxa»? Creemos que sí. Si rehusamos dar el último paso y definirlo sencillamente como poema autobiográfico, no es para jugar con las palabras, sino medir la exacta distancia entre este tipo de narración y el relato retrospectivo que una persona real hace de su propia existencia. Esta distancia es la que conviene ahora concretar.

A decir verdad, no radica en el hecho de que el periplo que se nos cuenta es, a primera vista, viaje de pura imaginación. En realidad, la forma con que se relata convierte esa subida al Parnaso en un modo de iniciación, interiorizada por un autor cuya aspiración se cifra en la consagración simbólica que esta experiencia supone. Prueba de ello son los dos polos entre los cuales va oscilando constantemente la narración: por un lado, una contaminación sistemática del espacio textual por el vivir cervantino; por otro lado, una trama mitológica y una estilización burlesca que interponen, entre este vivir y su traducción poética, un filtro, como sí el autor quisiera no dejarse engañar por sus propios ensueños, previniéndose contra cualquier desencanto mediante la ironía y el humor.

Sin embargo, dichas trama y estilización, aunque desempeñen una función específica dentro del relato, forman parte de una herencia tradicional que, como tal, mantiene con el autodiscurso cervantino una relación ambigua, cuando no contradictoria. En cierto sentido, procede de esta herencia la convivencia del protagonista con una serie de interlocutores, alegóricos o históricos, que concurren a la valoración de un yo enfocado desde los ángulos más insólitos; a la inversa, esa misma proliferación determina una polifonía dentro de la cual no siempre consigue hacerse oír la voz del narrador-personaje. Además, esta obliteración episódica del autodiscurso resulta tanto más insidiosa cuanto que el yo que asume existencialmente el vivir cervantino no es, hablando con propiedad, el sujeto exclusivo del discurso; va alternando con el yo retórico que, en la línea del Viaje de Sannio, de Juan de la Cueva, y del Viaggio in Parnaso, de Caporali, se limita a enunciar los tópicos de lo burlesco mitológico, provocando inevitablemente una fragmentación del espacio autobiográfico ordenado en torno al yo cervantino.52 Por último, este mismo yo existencial se revela constantemente desdoblado entre un autor-narrador que, en el modo del deseo, se proyecta hacia una odisea mítica, y un narrador-personaje que trasmuta esa proyección en un relato retrospectivo. Por consiguiente, la   —38→   trayectoria temporal del Viaje va oscilando entre la supuesta rememoración de un periplo fantástico y la efectiva reconstrucción de un auténtico pasado de escritor. Si es verdad que el autobiógrafo suele ser un hombre que tiende a valorar su vida individual y, más especialmente, la historia de su personalidad,53 esa fractura en el orden del relato nos coloca irremediablemente más allá de la misma historia.

Estamos ahora en condiciones de deslindar mejor la dimensión autobiográfica del Viaje del Parnaso. A decir verdad, esta dimensión no puede ni reducirse a una norma, ni referirse a un improbable arquetipo. Corresponde más bien a un enfoque determinado que, en vez de situar al yo cervantino dentro de un espacio cargado de referencias mitológicas, destaca el proceso según el cual este yo va adueñándose de este espacio, poniendo de realce el acto de escritura con el que elabora su propia afirmación. De suerte que este enfoque evidencia una perspectiva de lectura que confiere, como ha demostrado atinadamente Philippe Lejeune, una función dominante a aquello que, anteriormente, no era más que un rasgo peculiar de la obra considerada;54 de ahí, entre otros efectos, el que la crítica contemporánea tienda a interpretar la trama mitológica que emparenta el poema con sus modelos, como la máscara tras la cual el autor-narrador se oculta para mejor revelarse.55

¿No será esta visión un tanto anacrónica? En el caso presente, opinamos que no. Conviene, es cierto, precaverse contra la ilusión retrospectiva originada por la aparición, en el siglo XVIII, de una literatura autobiográfica en busca de estatuto propio, ilusión por la que suelen calificarse de «autobiográficos» textos íntimos de índole muy diversa.56 Pero tratándose de la obra que nos ocupa, esta perspectiva procede en parte apreciable de la situación del autor a la par que de la postura del narrador. Lejos de imputarse a un prejuicio exclusivo del lector, el tipo de lectura que supone ha sido preparado por el mismo Cervantes, mediante un empleo capcioso de los tópicos del viaje burlesco; y ha   —39→   sido este empleo el que ha desviado el código de emisión del poema, facilitando el encuentro de este código con nuestro código de recepción del relato personal.

Puede medirse el pleno alcance de esta alteración comparando el Viaje del Parnaso con los fragmentos de El Trato de Argel, de La Galatea o del Cautivo, cuyo «sabor» autobiográfico suele relacionarse con el hecho de que relatan la toma de un navío cristiano en circunstancias análogas a las de la captura de Cervantes por corsarios berberiscos.57 A decir verdad, este sabor resulta más bien difuso para nosotros, no tanto por las inevitables discrepancias entre poesía e historia, sino porque los tres narradores-protagonistas -Aurelio, Timbrio y Ruy Pérez de Viedma- son entes idiomáticos cuyo estatuto no se puede disociar de la función que desempeñan en el texto, y cuya identidad no se confunde nunca con la del autor que les ha prestado momentáneamente su voz. Puesto que éste afirma su propia identidad en el texto, se excluye ab initio la mera posibilidad de lo que Philippe Lejeune ha llamado «el pacto autobiográfico».58 En cambio, el Viaje del Parnaso manifiesta de modo indiscutible el respeto de las condiciones mínimas de tal pacto; muestra cómo ha podido sellarse éste entre autor y lector a lo largo del relato aun cuando el contrato que supone no se cumpla con perfecto rigor.

Así pues, Cervantes, al final de su vida, saca la lección del contraste de pareceres que, diez años antes, oponía a Don Quijote y a Ginés de Pasamonte. Atento a las distintas modalidades según las cuales el yo protesta ante los demás de su existencia y su coherencia, coincide con Ginés para condenar el artificio inaugurado por el Lazarillo y sistematizado por el Guzmán: aquella ficción autobiográfica que, al asentar que Mateo Alemán no es Guzmán ni tampoco Guzmanillo, ni encaja en lo verosímil, ni remite a lo verdadero, desacreditando «todos cuantos [libros] de aquel género se han escrito o escribieren».59 Pero,   —40→   a la vez, quien pretende trascender aquella negativa y componer, al estilo del galeote, un libro «que trata... verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen»,60 quien proyecta, dicho de otro modo, proporcionar a sus lectores una auténtica autobiografía, ha de afrontar un reparo difícilmente superable:

«Y ¿está acabado?» preguntó don Quijote.

«¿Cómo puede estar acabado», respondió él, «si aun no está acabada mi vida?»61


En otros términos: puesto que enfoque retrospectivo no lo hay en rigor sino a la hora de la muerte, dando ésta sola su pleno significado a una vida ya cumplida, el relato autobiográfico en tanto que obra literaria, o sea consagración que el autor-narrador solicita de un público, es, por antonomasia, empresa inadmisible.

Entre ambos escollos intenta, pues, Cervantes abrirse camino, en el momento de un balance que, a pesar de todo, le induce a volverse hacia su pasado, plasmando en un acto de estilo este examen retrospectivo. Este camino no pasa por la indebida valoración de un discurso autobiográfico ilustrado en el Siglo de Oro por memoriales, confesiones o testamentos, discurso confidencial no literario, y que no se desvía nunca de su finalidad genuina; lleva más bien al autor a imprimir una marca autobiográfica a una narración que se hace tributaria del pacto que sella con su lector.62 Semejante marca se comprueba en los prólogos al Quijote, a las Novelas ejemplares, a las Comedias y entremeses, al Persiles, donde, mediante procedimientos complementarios, esa escritura del yo altera la topología del exordio canónico;63 también se evidencia en el Viaje del Parnaso, liberándolo del peso del panegírico   —41→   burlesco para preparar, en los albores del siglo XVII, un nuevo horizonte de expectativas: ése mismo sobre el cual se recorta, en nuestros días, el autodiscurso prolífero y proteiforme en que nuestro tiempo pone lo mejor y lo peor de sí mismo.64