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Protección a los débiles

Todas las acciones de los hombres han de ser conformes a justicia, y cuando a ella se falta, debe haber una ley que la restablezca y un poder que haga cumplir la ley.

En los pueblos muy atrasados el número de leyes es corto, ya porque son menos y más sencillas las relaciones entre los hombres, ya porque tienen una idea imperfecta de la justicia: la ley es muy general, poco analítica; no entra en los detalles de la vida, no profundiza en lo íntimo de la conciencia; acude a la necesidad más apremiante; aspira tan sólo a que la sociedad no perezca, y es grosera como el albergue y la estatua y el templo de los hombres que la promulgan.

La sociedad avanza; las relaciones entre los individuos se multiplican y se complican; se exige mayor perfección en las leyes, cuyo número aumenta y cuya tendencia, cada vez mayor, es a concretarse y aplicar al caso particular los principios generales de derecho: ya se comprende que si pudiera haber una ley para cada hombre; si la teoría general pudiera modificarse según las particularidades de cada individuo, éste sería mejor juzgado, auxiliado y protegido. Algo se ha hecho en este sentido, mucho más podría hacerse y de seguro se hará.

La tendencia positivista de la época es causa de que los progresos materiales precedan con mucho a los morales, y que el derecho no penetre suficientemente en las nuevas relaciones, consecuencia de los nuevos inventos. No es nuestro ánimo, por hoy al menos, tratar este punto, sino hacer algunas reflexiones sobre lo que hace y debía hacer la ley con los seres débiles, y especialmente con los niños.

La ley, copia o reflejo de tiempos rudos y de principios injustos, ampara a los menores, más como propietarios que como criaturas racionales y sensibles, teniendo mucha cuenta con que la hacienda no se menoscabe, y cuidando poco de que el cuerpo se torture y se deprave el alma: la legislación sobre menores, cuyas omisiones serían muy de notar en pueblos muy atrasados, es casi incomprensible en las sociedades modernas.

Las naciones más civilizadas han reglamentado el trabajo de los niños, estableciendo que no pueda pasar de cierto número de horas; y como si con esto hubieran cumplido cual debían su solicitud, no han ido más allá. A esta ley protectora de la infancia se le ha dado una aplicación muy limitada por la imperfección de la letra, por desconocer el espíritu o porque no esté en las ideas ni en las costumbres lo que se debe a la infancia. Se habla mucho de los derechos del hombre, poco o nada de los del niño, mil veces más sagrados, porque es débil, porque es inocente y porque la injusticia con que se le trata le pone en camino de ser injusto.

Las leyes que reglamentan el trabajo de los niños se limitan al de las fábricas y se extiende cuando más a los talleres, como si en-los campos y en los caminos y en las calles y en las plazas no pudiera sujetarse a los niños a fatigas superiores a su fuerza. Pero hay una especie de trabajo para el cual la ley es muda, el que más necesitaba su intervención, y del cual no podemos hablar sin horror o indignación: hablamos del trabajo de las infelices criaturas que un titiritero, un acróbata o un gimnasta martiriza, para enseñarles habilidades con que admirar al público y sacar dinero. Esto es cada vez más difícil. Diversiones que no hablan ni al corazón ni a la inteligencia, cansan pronto y necesitan el continuo estimulante de la novedad, que en breve ya no basta, y se emplea como un aguijón el peligro en que ponen su vida los actores de la cruel farsa.

Si hubiera recto juicio y moralidad, no se consentiría que un hombre, para divertir a los otros, pusiera en riesgo su vida. Él que tal diversión procura, los que en ella se complacen, la sociedad que la autoriza, todos son culpables, dan prueba de estar pervertidos, y así aparecerían si se arreglaran a justicia los preceptos del honor. Y si esto es cierto tratándose de hombres, ¿qué diremos cuando son niños los forzados actores de aquel drama cruel? ¡Qué de torturas no habrán sufrido aquellos desventurados inocentes para aprender las habilidades que admiran! ¡Qué trabajo tan ímprobo, tan constante, no supone la más fácil de las cosas que hacen! ¡Qué violencia material y moral no se habrá necesitado para llegar a que aquel cuerpo y aquellos miembros ejecuten movimientos y tomen posturas tan fuera de su naturaleza y destino? ¡Cuántos y qué crueles castigos no se habrán empleado para que aquellas criaturas hagan tan constantes y prodigiosos esfuerzos! ¡Qué terror no se necesitó inspirarles para vencer el que sentirán ante el peligro en que se las pone! ¡Cuántos enfermarán o perecerán víctimas del trabajo excesivo, del castigo cruel o del terror que agitará su organismo débil e impresionable! ¡Qué pocos, si tienen resistencia física, tendrán fuerza moral para sustraerse a la influencia de aquella escuela infernal, para ser justos habiendo respirado en aquella atmósfera de injusticia, y humanos habiendo sido tratados con crueldad!

Y la ley nada dice; este horrible trabajo no se reglamenta; ningún límite se pone a la codicia cruel que puede torturar y tortura a los pobres niños cuando no saben hablar ni pueden tenerse en pie. ¿Qué decimos de la ley? No debía ser necesaria. Debiera bastar que hubiera padres, que hubiera madres sobre todo, para que esos espectáculos fueran imposibles. Cuando así no sucede; cuando los inocentes torturados sirven de diversión; cuando se paga por verlos en vez de dar dinero por rescatarlos; cuando se aplaude en vez de dar un grito de indignación, prueba es de que la sociedad tiene poca luz en su conciencia y poca sensibilidad en sus entrañas.

Hay otro horrible cautiverio en que gimen los pobres niños, sin que la opinión haga nada, sin que la ley haga lo que debía hacer para rescatarlos: la mendicidad. No somos nosotros de los que en todos tiempos, en todos lugares y a todas las personas prohibiríamos la mendicidad; hay sobre esto mucho que decir, y nos proponemos decir algo otro día. No somos de los que aprueban la especie de persecución intermitente, arbitraria e inútil que de vez en cuando sufren los mendigos; pero hay un caso en que en absoluto debe prohibirse la mendicidad: cuando el mendigo es un niño; hay un caso en que debe castigarse: cuando con un niño se pide; hay un caso en que la ley debía ser severa, inexorable: cuando un niño se alquila y se mortifica y se le produce una enfermedad artificial que llega a ser crónica e imposible de curar.

Algunos de los niños que tienen en sus brazos o a su lado los mendigos no son suyos; se los dejan o alquilan padres desnaturalizados que, por no cuidarlos o por una pequeña ganancia, los dejan a merced de especuladores infames, que suelen cautelosamente mortificarlos para que inspiren lástima, y que, cuando menos, los exponen medio desnudos a la intemperie y rigor de todas las estaciones.

Entre los incluseros hay también víctimas de la especulación infame y del completo olvido del deber de parte de las autoridades a quienes está encomendada su tutela. Una persona se presenta diciendo que quiere prohijar a un expósito, y a veces, sin investigar sus antecedentes ni si su fortuna es bastante para mantenerle, se le concede la petición, se lleva el niño y le dedica a la mendicidad. Otros, sin prohijarlos, sacan niños de la inclusa, reciben del establecimiento la cantidad señalada a los que fuera de él se crían, y además sacan lo que la mendicidad produce al niño. Cuando éste pide solo, se lo impone un mínimum de ganancia, y si no le lleva se le castiga duramente. La infeliz criatura procura sustraerse al castigo por todos los medios, entre los que a veces está el hurto.

Una señora que nos merece entero crédito nos ha referido lo siguiente. No hace muchos días, paseando por el Retiro, vio un niño pidiendo limosna y con los ojos muy malos; movida a compasión, empezó a pedirle detalles acerca de su padecimiento, y, por último, le ofreció darle medios para ponerse en cura. «Eso no puede ser, replicó el enfermo, porque mi madre me cría para ciego.» Atónita quedó la señora al oír semejante respuesta, y antes de que volviera de su asombro, un hombre mal trazado salió de entre los árboles y se llevó al niño sin decir palabra: las nuestras serían inútil comentario de semejante hecho.

En la memoria de las personas experimentadas, en algunos libros, y a veces en los archivos de los tribunales de justicia, se hallan pruebas de estos horribles atentados, y de que un mísero inocente es víctima de la especulación más criminal e infame. Recordamos haber visto en nuestra juventud una familia de mendigos, que acaso alguno de nuestros lectores recuerde también. Se ponía en la calle de Atocha, cerca de la iglesia de San Sebastián, y pedía diciendo: «Padre, madre y niños ciegos»; y lo eran, en efecto, un hombre, una mujer y varias criaturas de diferentes edades que a su lado estaban. En nuestra inexperiencia de entonces nos inspiraba compasión aquella desgracia; cuando después hemos vivido y conocido el mundo, nos ha causado horror aquel crimen. No cabe duda de que allí le había: o aquellos niños eran alquilados, o si eran hijos fueron privados de la vista por los autores de sus días, lo cual desgraciadamente no es difícil. En la culpable incuria con que la opinión y la ley miran hechos semejantes, se repiten, quedando impunes sus abominables autores. La prohibición absoluta de pedir con niños, ni de que ellos pidan limosna, pondría fin a todas estas maldades: no es necesario esforzarse mucho para probar hasta la evidencia que esta prohibición no es sólo un derecho, sino un deber de la sociedad.

Los padres deben a sus hijos alimento, vestido y educación; medios de sustentar el cuerpo de modo que no perezca, y de ilustrar el espíritu de modo que no se deprave el alma. El padre que pudiendo no cumple estos deberes, es un criminal merecedor de castigo o indigno de tener autoridad sobre sus hijos; el padre que se halla en la imposibilidad de cumplir con las obligaciones de tal, es un desgraciado a quien hay que auxiliar haciendo aquello que él no puede hacer, porque la sociedad es madre y tutora de todos los huérfanos, sea que los haga la muerte, la miseria o el crimen.

El padre que mendiga con su hijo, por este hecho dice, no sólo que no puede mantenerle, no sólo que no puede darle educación, sino que quiere enseñarle mal y pervertirle de modo que ya no sea nunca un hombre digno y honrado. El que desde niño mendiga se acostumbra a vivir en el ocio, en la ignorancia, en la mentira, en la abyección; se deprava irremisiblemente, y es justiciable ante la sociedad el padre que le pone en tal situación, y culpable ante Dios la sociedad que lo consiente.

¿Qué haría el Gobierno si le dijeran que se había establecido una escuela de ignorancia, de ociosidad, de abyección preparatoria para el crimen? Inmediatamente mandaría cerrarla, entregando al maestro a la justa severidad de las leyes. Pues una de estas escuelas hay en cada camino, en cada plaza, en cada calle, en cada templo, donde quiera que se ven niños mendigando o con padres que mendigan. El acto de hacer mendigar o hacer que mendigue un niño es inhumano, atentatorio; es como una mutilación de su alma, hecha traidoramente, porque le priva, cuando no le es dado defenderlas, de aquellas cualidades que pueden sostener su virtud y su dignidad.

La ley debía salir al paso y atajar todos estos males que se escalonan y gradúan, desde la grave falta hasta el crimen horrendo. ¡Cuántas víctimas hará entre los débiles abandonados inocentes! Pero la ley, cuyo espíritu no está en la opinión, es imposible e impotente; por eso sobre la opinión quisiéramos influir y a ella acudimos. Hay países en que se han formado asociaciones en favor de los animales; y ¿no los habrá en que las personas justas y compasivas se asocien en favor de los niños? Algunos reúnen sus esfuerzos con determinado objeto, como proporcionar a cierto número enseñanza, vestido o alimento: buena y santa es la empresa, pero no basta; es menester acción más poderosa, tendencia más general, protectorado más alto; se necesita influir en la opinión, modificar la ley, y dar, más bien que limosna, razones y ejemplos, y no sólo allegar fondos, sino reunir simpatías, esfuerzos y hasta la indignación honrada, poderoso impulso siempre para iniciar las obras difíciles.

Proponemos, pues, que se forme una asociación Protectora de la infancia. El momento, se nos dirá, no puede ser más inoportuno; responderemos que las semillas cuando caen en buena tierra no dejan de fructificar por haber sido llevadas por el huracán, y que sólo Dios, que lee en los corazones, sabe cuándo es la hora en que un sentimiento de amor puede convertirse en una obra de caridad.

1.º de Agosto de 1873.




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El último esfuerzo

Hay ausentes de la patria que la llevan en su corazón y que no deben ser confundidos con esa masa egoísta que la olvida o la desdeña, y, prescindiendo de sus dolores, goza tranquilamente en tierra extranjera. A los primeros pertenece el caritativo Director de Los Fondos Públicos, periódico que se publica en París, y que ha secundado tan eficazmente el proyecto de la Constructora Benéfica, abriendo una suscripción con el buen resultado que recordarán nuestros lectores. Hoy, al saber que La Voz de la Caridad estaba amenazada de muerte por falta de recursos, acude celoso en nuestro auxilio, abre en su periódico una suscripción en favor del nuestro y la encabeza abonándose por doce números. Como esto no puede ser efecto de ninguna personal deferencia, porque no conoce a ninguno de los Redactores de nuestra Revista; como no nos hemos dirigido a él particularmente pidiéndole apoyo, el que tan espontáneamente nos ofrece no puede ser inspirado más que por su corazón, y consuela el nuestro; que es dulce ver que a través de las fronteras y más arriba de los altos montes se unen los espíritus que impulsa el mismo deseo del bien, y que en medio del estruendo de la artillería y de la explosión aún más terrible de las malas pasiones, aquí y allá encuentra eco la voz que pide socorro para los desvalidos y para los encarcelados. Reciba la sincera expresión de nuestra gratitud, y la que en nombre de los pobres enviamos al que no quiere que cese el único periódico que de ellos se ocupa, y Dios aparte de su cabeza el castigo que tememos para los que en esta hora terrible, lejos de España, nada piensan, ni sienten, ni hacen por ella.

También en España hallamos apoyo y caritativa cooperación. No sólo vienen suscripciones nuevas a llenar las bajas ocurridas en estos últimos meses, sino que hay personas que se distinguen por su laudable deseo de que continúe nuestra modesta publicación. Entre ellas hay una, anónima para nosotros, pues sólo firma Una amiga de los pobres, que en pocos días ha recogido doce nuevas suscripciones y nos ha ofrecido toda clase de cooperación, revelándose en sus escritos una caridad ardiente, tanto más apreciable cuanto que se oculta bajo un seudónimo.

Pedimos a Dios en nombre de los pobres que derrame bendiciones sobre tan buenas almas.




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El culto en las prisiones y el clero castrense

Recordarán nuestros lectores que en el número 81 de nuestra Revista nos hemos ocupado de la supresión de capellanes del ejército de los presidios; al propio tiempo excitábamos el celo de las personas religiosas para que cooperasen a evitar los males que de aquella medida resultarían necesariamente. El éxito que hasta ahora hemos alcanzado no es muy propio para animarnos a continuar pidiendo auxilios espirituales para los reclusos y los soldados moribundos en los hospitales o en los campos de batalla; pero sobre que el éxito de las obras buenas no suelo ser pronto ni fácil, obligados estamos a prescindir de él, porque la consideración de que otros hagan más o menos de lo que pueden no nos releva de la obligación de hacer todo lo que debemos.

Suprimido el culto en las prisiones, la necesidad más apremiante era, sin duda, la de Alcalá de Henares, donde hay un presidio y una prisión de mujeres donde se reúnen todas las de España. Por lo que hemos leído, y por lo que hemos podido observar, el sexo piadoso no deja de serlo aunque se pervierta hasta el punto de cometer acciones penadas por la ley, y la religión ofrece más consuelos y da más medios de corregir a la mujer criminal que al hombre. Sucedió, pues, lo que debía suceder, que en la prisión de mujeres se tuvo por una gran desgracia la supresión del culto, y las reclusas pedían por Dios que no se las privase de los medios de volver a él. Un sacerdote, no del establecimiento, pero que le había frecuentado, impulsado por su caridad, no la ha desmentido en esta ocasión. Acudió para que las penadas no se quedaran sin misa, y hasta tuvo el día de la Virgen del Carmen, patrona de aquella desdichada casa, misa solemne y sermón, comulgando algunas corrigendas. Pero este digno sacerdote es pobre, muy pobre, y La Voz de la Caridad, a pesar de la escasez de sus fondos, ha enviado una limosna para acudir a los indispensables gastos del culto. El Sr. Vicario de Alcalá ha pedido a Toledo autorización para que un mismo sacerdote celebre las dos misas de las prisiones de hombres y mujeres, autorización que suponen que a esta fecha estará concedida.

Esto que hemos hecho hasta ahora es bien poco, pero en nuestra pobreza no hemos podido hacer más. Hay en España 14 presidios; para sostener en ellos el culto y retribuir aunque sea mezquinamente al clero, no es preciso disponer de grandes cantidades, pero se necesitan más fondos de los que tiene La Voz de la Caridad, que por otra parte no puede dedicar a este único objeto su escaso sobrante, abandonando a los pobres que socorre, aumentados con los de las decenas disueltas. Debe tenerse presente que el clero, en su inmensa mayoría, se halla muy necesitado, y por regla general no podrá asistir a los presidios si no se le retribuye de algún modo. Por todos estos motivos nos hemos decidido a abrir una suscripción para sostener el culto en las prisiones.

Con respeto al clero castrense no hemos podido adquirir todavía las noticias que necesitábamos; sólo nuestro muy apreciado amigo don Nicasio Landa, médico militar, socio de la Cruz Roja y hombre de sentimientos piadosos, nos ha contestado inmediatamente; de su carta transcribimos los siguientes párrafos:

«...¡Qué mayor necesidad que consolar y fortalecer el ánimo de los moribundos! Cuando después de explorar a un herido adquiero la triste certidumbre de que mi ciencia es inútil para él, de que ni aliviar puedo sus dolores físicos, todavía hago mucho, muchísimo, al avisar al ministro de Dios, y decirle: Este hombre es para usted. ¿Se nos ha de privar de este postrer remedio? Si así fuera, llegaríamos al horrible extremo que con la mejor buena fe, pero sin la luz de la fe, nos propuso en Ginebra un gran filántropo inglés, a pensar en los medios no dolorosos para terminar la muerte en los heridos incurables.

»Los médicos han estudiado la Eutanasia, que así llamamos a los medios de suavizar la agonía, pero ninguno hay que valga lo que el bálsamo de la religión en una alma creyente, en un pecador arrepentido: yo veo con frecuencia quedar en sueño tranquilo a los enfermos después de sacramentados. Yo he visto en un anciano general calmarse los horribles dolores del mal de piedra con rezar un rosario. Esto parecerá a muchos efecto de alucinación, pero yo digo que bendita sea cuando tales efectos produce.

»Hasta ahora, no se echa de menos la asistencia religiosa en los hospitales; en el que yo sirvo continúa el Padre capellán que teníamos. En los combates, como siempre son cerca de algún pueblo, el párroco suele asistir. En Valtierra, el Vicario salió, cuando aún se cruzaban balas, a sacramentar a los que estaban tendidos en la calle. El otro día, en Lecumberri, al mismo tiempo que hacíamos la visita de los heridos, sacramentaba el señor Abad del pueblo: por cierto que no olvidaré el cuadro de un herido carlista, cuya hermana llegó allí, y viéndole acostado en el suelo sobre paja, le tomó en su falda; allí recibió la Unción y dio su último suspiro, regada su cabeza con las lágrimas de su pobre hermana.

»Hasta ahora, las ambulancias de la Cruz Roja que salen de esta ciudad (Pamplona) no llevan capellanes, porque cuentan con los muchos sacerdotes que hay en los pueblos y son casi todos afiliados a nuestra Asociación. Para los que caen mortalmente heridos en el campo es para los que faltará el socorro de los capellanes del ejército; para eso convendría que una sección de hospitalarios con capellán marchara con las columnas, pero no es fácil hacerlo en esta pequeña guerra.

»Las ambulancias del comité de Francia llevaban capellanes; monseñor Bauer, el capellán de S. M. la Emperatriz, iba en una de ellas; también iba algún ministro protestante. En el ejército alemán había, además de los pastores luteranos, clero católico, y de este se sacó especialmente la sección de Caballeros de devoción de San Juan en Westphalia y en el Rhin.

»Leeré con mucho interés lo que sobre este asunto escriba La Voz de la Caridad, y cuente usted con que cooperaré en la medida de mis fuerzas al logro de tan buen propósito.»

Como se ve por los párrafos de nuestro ilustrado y piadoso amigo, en Navarra, de resultas de la supresión de los capellanes del ejército, la única necesidad espiritual apremiante por ahora es la de los que caen mortalmente heridos en el campo de batalla. ¿Sucede lo mismo en todas partes? Todavía no hemos podido averiguarlo. Además, hemos leído en un periódico que el Sr. Ministro de la Guerra ha mandado que el clero castrense pase revista el mes de Agosto, y esto nos da esperanza de que se revoque el decreto sobra los capellanes del ejército; por todo lo cual nos limitamos por de pronto a procurar que sean sustituídos solamente los de las prisiones, a cuyo fin abrimos una suscripción en nuestra Revista.

15 de Agosto de 1873.




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Instrucción y Reglamentos de la Beneficencia General

En el núm. 83 de La Voz de la Caridad, nuestro apreciable suscritor el Sr. D. Miguel Rodríguez Ferrer se hizo cargo de la Instrucción y Reglamentos de Beneficencia general, en cuanto se refieren a las hermanas de la Caridad; hoy añadiremos algunas observaciones breves, porque, según la vertiginosa celeridad con que hora todo se mueve y cambia, no debe la crítica detenerse mucho en juzgar cosas que probablemente durarán muy poco.

Aplaudimos muy sinceramente la idea de reglamentar el servicio de los establecimientos benéficos, y es lástima que no se haya realizado con un poco más de estudio, de conocimiento de causa y de espíritu reformador. Las disposiciones que examinamos están firmadas por el Sr. Pi y Margall, y se nos figura que no las ha leído: nuestra sospecha se funda en que una simple lectura le hubiera bastado para corregir faltas de lenguaje de tanto bulto, que no pueden consentirse en un documento oficial.

Dos cargos pueden dirigirse principalmente a la Instrucción y Reglamentos: el haber dado al Gobierno facultades que en razón y justicia no debe tener, y el no haber hecho uso de ellas para introducir ninguna reforma que este nombre merezca. Como prueba de lo primero basta copiar un artículo de la Instrucción, que dice así:

«Art. 17. Corresponde asimismo al Gobierno la creación de nuevos hospicios y hospitales; la unión, división o supresión de los actuales, y la traslación de fondos de cada uno a los establecimientos restantes.»

Esto puede hacerse sin condición ninguna, sin consultar con nadie, sin cortapisa de ningún género: la beneficencia general no tiene más ley que la voluntad del Gobierno. El Ministro, o en su nombre el Oficial jefe del ramo, manda, prohíbe y dispone. Ni junta auxiliadora, ni cuerpo consultivo, ni asociación benéfica, ni patronato; nada, en fin, que pueda servir de coto a la arbitrariedad, de ilustración a la ignorancia, de auxiliar a los trabajos de la beneficencia, que no se desempeñan bien de oficio y cuando no están inspirados por la caridad. Esta falta es capital.

Supongamos que el Sr. Pi y Margall tiene grandes conocimientos de las casas de beneficencia y que acontece lo propio a todas las personas que en ella han de intervenir oficialmente. Pero es sabida la rapidez con que se suceden los ministros en el poder y los empleados en los ministerios y en las oficinas; es sabida la falta de conocimientos especiales, que en muchos casos no les impido hacerse cargo de los diferentes ramos; y no siempre se reconoce en todos aquella probidad inquebrantable que, limitada por la severa conciencia, no necesita límites de la ley. En los continuos cambios de nuestra azarosa política, a ministros y empleados probos y entendidos pueden suceder otros incompetentes y de problemática moralidad, en manos de los cuales el artículo que dejamos citado pudiera dar lugar a graves abusos y a perjuicios no menores para los desvalidos que buscan amparo en la beneficencia general. La beneficencia necesita llamar a sí la caridad para que la vivifique; necesita, en España sobre todo, buscar en alguna corporación medio de ilustrarse, y contrapeso y freno a las pasiones y veleidades que hace cruzar la política por las regiones del poder. Lejos de esto, los nuevos reglamentos dan al Gobierno facultades excesivas y le aíslan de toda intervención caritativa, moral o intelectual. Se quiere organizar la beneficencia como otro ramo cualquiera, con empleados arriba, abajo y en medio que se ajusten a tales disposiciones y formen sus estados conforme al modelo letra R, y den sus cuentas según el modelo letra H. Bien está la regla y que cada uno sepa cuál es su deber y atribuciones; pero el orden no es solamente cuestión de estados y casillas, y un reglamento, el mejor, no puede ser más que el esqueleto de la caridad, cuyo intérprete debe aspirar a ser la beneficencia.

Las juntas suprimidas después de la Revolución del año 68 prestaron en algunas poblaciones grandes servicios; en otras fueron inútiles, pudiendo asegurarse que la principal causa de que no todas correspondiesen a lo que de ellas debía esperarse fue su defectuosa organización. A perfeccionarla deberían dirigirse los esfuerzos del Gobierno, y mientras no hay ley de beneficencia, los reglamentos para la general habían de procurar enlazarla con la caridad: aislándola como lo han hecho, dejándola reducida a trámites de oficina y servicio de empleados, dan un paso atrás en vez de realizar un progreso.

No se ha hecho más que reglamentar la rutina, por secciones, capítulos y artículos; en vano hemos buscado reformas que tal nombre merezcan, como no quieran calificarse de tales el llamar sirvientas contratadas a las hermanas de la Caridad, y directores morales a los capellanes: esto podrá ser oficial, pero seguramente no es serio.

Si la beneficencia general tuviera alguna razón de ser, sería la de servir de modelo a la provincial y municipal; de presentarse como avanzada en el camino del bien, y de prueba de que son hacederas y útiles muchas cosas que la perezosa ignorancia califica de perjudiciales o imposibles; pero, con lo dejamos apuntado, esas facultades dictatoriales que el Sr. Pi y Margall ha concedido al Gobierno en el ramo de beneficencia general no se han utilizado para reformarla, ni se ve otra cosa que una estéril arbitrariedad.

Es muy de notar una inconsecuencia que no sabemos cómo explicarnos. El Sr. Pi y Margall, que suprime los capellanes en las prisiones, los conserva en las casas de beneficencia. ¿Qué razón puede haber para sostener el culto en un manicomio y suprimirle en un presidio?

Por los motivos que indicamos al empezar este artículo, le terminamos sin entrar en examen más detallado sobre unas disposiciones que no es probable rijan mucho tiempo, ya porque en los actuales todo dura poco, ya porque serán probablemente modificadas por la ley de beneficencia.




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El fin no justifica los medios

Una persona que no conocemos, pero de cuya bondad no podemos dudar vistas ciertas pruebas, entre otras la de ocultar cuidadosamente su nombre para hacer bien, nos ha enviado un billete de la lotería para que, en caso de ser premiado, apliquemos su producto a los pobres. No es la primera vez que por nuestro conducto se intenta socorrerlos de este modo, lo cual nos mueve a hacer algunas consideraciones sobre el caso, porque el mal de peores consecuencias y más triste es el que hacen las personas buenas sin notarlo.

La lotería es un juego de azar. ¿Qué dice la moral respecto de todo juego?

Dice: que admite el juego cuando sirve de distracción y descanso al ánimo, que después del reposo y honesto solaz puede volver al trabajo con mayores fuerzas; pero reprueba absolutamente el juego cuando se convierte en OCUPACIÓN o en MEDIO DE LUCRO. Perder tiempo o ganar dinero jugando es cosa altamente inmoral y reprobable. ¿Y no se puede jugar algún interés sin incurrir en la nota de inmoralidad? Ciertamente, pero con dos condiciones:

Primera. Que sea sólo con el fin de que en el juego haya lo que suele llamarse formalidad, aunque semejante idea choque aplicada a semejante cosa.

Segunda. Que aun esa pequeña cantidad que se atraviesa no se gane constantemente ni con frecuencia, sino que las ganancias y las pérdidas estén compensadas de modo que no se obtenga ninguna ventaja pecuniaria.

Y no hablamos del juego en las casas que llevan su nombre y que deberían llamarse casas de vicio, de crimen y de desventura; no queremos recordar los lúgubres datos de la estadística, que revelan la existencia de la prostitución en los garitos, y cómo la estafa entra cautelosa por sus puertas, y sale feroz el homicida y el suicida desesperado. No nos dirigimos a criminales ni viciosos, sino a personas buenas, de sana conciencia, y que, sólo por no haber pensado bien lo que hacen, juegan a la lotería.

La lotería no es tan mala como otros juegos, principalmente por tres razones:

1.ª No se pierde tiempo.

2.ª No hay agrupación de jugadores y foco de infección moral que de ella resulta.

3.ª No se exalta el ánimo, y el jugador no es arrastrado a perder grandes cantidades: hay algún caso, pero muy raro, de ruina, consecuencia de este juego.

Decir, pues, que la lotería es un juego como los otros y tan malo como ellos, es una exageración; pero sostener que no hay en él inmoralidad, es no haberse fijado bien en lo que es moral o en lo que es lotería.

No se puede adquirir en conciencia valor alguno sino por medio del trabajo o por donación de alguno que trabajando honradamente lo había adquirido. Los demás medios serán posibles, fáciles, y, para vergüenza y desgracia del mundo, podrán ser hasta legales, pero no son muy honrados. Esto es claro, sencillo, incuestionable, elemental; y siendo cierto que el dinero cobrado en virtud de un billete de lotería ni es producto de nuestro trabajo ni de el de nadie, no podemos percibirlo, y apropiárnoslo y usar de él sin cierta infracción de la ley moral. La cantidad que cobramos está allí en virtud de una serie de acciones inmorales, tantas como individuos han contribuido a formarla; y, en lugar de ser fruto del trabajo, es consecuencia de la culpa, que siempre la hay en pedir ganancias a la suerte sin consultar a la conciencia, y en no reparar en el desdichado conducto por donde viene aquel dinero que nos trae la fortuna. El acto, pues, de cobrar un billete agraciado de la lotería es percibir indebidamente un valor que no ha podido ponerse a nuestra disposición sin que un cierto número de jugadores falten a su deber. ¡Y personas buenas cobran este dinero con gran satisfacción! ¡Qué aturdimiento!

Y al tomar un billete de la lotería, ¿qué hacemos? Para comprenderlo bien, fijémonos en algunos puntos esenciales de moralidad y buena economía social:

1.º La tendencia de la riqueza es a acumularse; las instituciones, directa y si no es posible indirectamente, deben evitarlo, porque esa acumulación tiene inconvenientes graves en el orden económico, moral y político. La lotería acumula la riqueza.

2.º Toda riqueza cuyo origen no es honrado, lleva en sí un pecado original, una especie de virus que contamina al que de ella usa, depravándole más o menos, pero siempre mucho. La riqueza de la lotería es de inmoral procedencia.

3.º Una causa segura de desmoralización son los cambios repentinos de posición social; el ánimo no está preparado a ellos; el infortunio o la prosperidad venida inesperadamente son huéspedes que de seguro se reciben mal; y el hombre en su imperfección halla aún más dificultad para hacer frente a la fortuna repentina que a la desgracia. Tal vez choque la frase hacer frente a la fortuna. ¿No viene a favorecernos? ¿Es por ventura algún enemigo contra el cual debamos ponernos en guardia? El bien ¿no es oportuno siempre? El bien seguramente que debe ser recibido a cualquier hora con los brazos abiertos; pero una cantidad de dinero puede ser un bien o un mal, según el uso que hagamos de ella; y cuando llega sin esperarla ni haberla ganado honradamente, puede asegurarse que es un mal: se necesita una grande, una inmensa superioridad, para que la riqueza en estas condiciones no deprave: no recordamos un solo ejemplo que nos haga modificar este juicio; y estamos seguros que si nuestros lectores observan y recuerdan lo que han visto, serán de la misma opinión. La riqueza repentina o inesperada produce primero un grande aturdimiento; todas las cualidades buenas y malas giran en derredor do ella como disputándosela; parece un momento indecisa, da esperanza de ser poderoso auxiliar de los sentimientos generosos; pero en breve triunfan y se apoderan de ella la vanidad y el egoísmo, bajo las mil formas que entrambos tienen, y el favorecido revela mil vicios y defectos que antes estaban ocultos, como gérmenes de animales inmundos a quienes ciertas condiciones atmosféricas dan vida repentinamente. Que los ricos improvisados son vanos y suelen hacerse viciosos y holgazanes, cosa es que todos saben, y aun hay frases que revelan ser esta verdad del dominio común.

La prueba de la experiencia está confirmada por el raciocinio. Los hombres no suelen tener ni gran profundidad de pensamiento, ni gran fijeza de principios, ni grande elevación de miras; por manera que ni abarcan un gran horizonte, ni tienen fuertes amarras, ni brújula muy segura y norte fijo en los mares de la vida. Para una situación dada a la cual han venido con preparación formando en ella hábitos, tienen ciertas reglas de razón y de equidad a las cuales se ajustan; además, la falta de recursos, la imposibilidad material de satisfacerlas, tiene a raya muchas inclinaciones viciosas: cuando la prosperidad llega inesperada y falta a la vez la regla segura del raciocinio y el freno de la pobreza o de la medianía, natural es que el espíritu incierto quede a merced del oleaje de las pasiones y que la virtud naufrague muchas veces.

Es un desatino pensar que todos son capaces de ser honrados en todas las situaciones: como si la virtud tuviera una fuerza elástica instantánea o infinita, que no poseo ninguna de las facultades del hombre. Si un comparsa no puede hacerse en un día primer actor, ni un albañil arquitecto, ni un tambor director de orquesta, ni un soldado general, ¿por qué ha de pretenderse que el pobre sepa ser rico sin haber tenido tiempo de aprender a serlo? ¿Es, por ventura, más fácil armonizar los sentimientos que los sonidos, y se necesita más energía y más inteligencia para mandar soldados que para hacerse obedecer de las pasiones agitadas por la prosperidad? El papel de rico es mucho más complicado y difícil que el de pobre para desempeñarle bien; además de disposición, se necesita tiempo para ensayarle. En física se hace un experimento. Un imán sostiene un gran peso sobre el hierro que atrae, con tal que se vaya cargando paulatinamente; si se lo pone de una vez todo, viene al suelo. Lo propio sucede al hombre con la prosperidad. Si la recibe despacio, va armonizando su moralidad con ella; sus ideas van poniéndose acordes, y sus instintos groseros, a medida que disponen de más medios de satisfacerse, van teniendo también más razones de enfrenarse; pero si la fortuna llega de repente, la virtud viene al suelo. Esta es la regla general; no negamos que pueda haber alguna excepción, pero afirmamos que no hay papel tan difícil de desempeñar a conciencia como el de rico improvisado. La lotería improvisa ricos.

4.º No hay medio más seguro de desmoralizar a un hombre que darle muchos medios cuando tiene poca educación. Reducido el número de sus ideas, grande el de sus errores, grosero en sus inclinaciones y apetitos, desde el momento en que la necesidad no le sirve de aguijón y la imposibilidad de enfreno, se deprava indefectiblemente en la holganza y en el vicio. La lotería enriquece ciegamente, lo mismo al hombre ilustrado y culto, que al grosero que carece de educación.

Reflexionando un poco sobre estas verdades, no podemos dejar de convencernos de que ese dinero que damos por un billete de lotería es una cantidad que ha de contribuir a una obra mala, pésima, como lo es aumentar los medios de corromper a los hombres. Si se tuviera la historia verídica de la inversión y resultados de los premios de la lotería, las personas honradas se afligirían de ver los males a que por falta de reflexión habían contribuido. Nosotros sabemos de verdaderos desastres económicos, efecto de grandes premios de la lotería: los agraciados sabían manejar su modesta fortuna, pero no la grande improvisada, y las perdieron entrambas en mal calculadas especulaciones: sabemos de algún drama horrible que no tuvo más causa determinante que el premio mayor de la lotería. Pero dejando estos casos, no tan raros como tal vez se supone, pero que podrían parecer rebuscados con el propósito de confirmar nuestra opinión, es lo cierto que, por regla general, los premios de la lotería, si son pequeños, se despilfarran en caprichos y fruslerías, se dan sin saber cómo; si son grandes, depravan y desmoralizan, y sean grandes o pequeños, no son valores bien adquiridos. El dinero empleado en la lotería sería muchísimo mejor tirarlo; no era entonces más que un valor perdido, y sosteniendo aquel juego, es una cantidad que contribuye a un mal y fomenta precisamente todo lo que en una sociedad moral y bien organizada debe perseguirse.

Así, pues, si alguna alma caritativa vuelve a tener el pensamiento de enviarnos un billete de lotería para nuestros pobres, le rogamos que nos dé su importe, único medio seguro de que la limosna llegue a su destino y de que pueda ser distribuida por nuestro conducto.

Si las personas honradas dijeran: voy a dar a los pobres o emplear en alguna obra buena el dinero que juego a la lotería, ¡qué de infelices no podrían socorrerse! ¡Qué de empresas caritativas llevarse a cabo con fondos tan cuantiosos! Entonces sí que los desvalidos, sin cometer la falta de echar, podían decir que les había caído la lotería.

15 de Septiembre de 1893.




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Carta al Sr. D. H.

Muy señor mío: Un año hará próximamente que me dirigí al Sr. D. N., y o no existe este caballero, o no recibió mi epístola: me inclino a esta segunda suposición, porque La Voz de la Caridad circula poco, y sería mucha fortuna que en un corto número de lectores habido uno que tuviese disponibles 10.000 reales y los destinase a premiar al inventor de un abrigo impermeable y muy barato.

Será muy posible y aun muy probable que usted no exista, Sr. D. H., o si existe, que no lea esta carta; pero, en fin, por si realmente vive en este mundo y doy con usted, sepa lo que creo de usted y lo que de usted quiero.

Es usted, Sr. D. H., amigo del Sr. Ministro de la Gobernación y amigo de la justicia (cosa que, después de todo, no es imposible), y en pro de ella está usted dispuesto a emplear su valimiento con S. E. Se encamina usted a su casa a hora en que pueda hallarle solo, y le dice usted, poco más o menos, lo siguiente:

«Hace pocos meses, en el de Junio de este año, publicó un artículo con el epígrafe de ¡Pobre Martín! La Voz de la Caridad. Hace un gesto que quiere decir que no conoce esta Revista, cosa muy natural, porque se ocupa de pobres y presos. Martín era un individuo del Cuerpo de Orden público que, cumpliendo con su deber, cayó muerto en la calle del Lobo; hombre excelente, de olvidada memoria, y cuyos ancianos y amantes padres y enferma esposa quedaban en la miseria. El periódico citado pedía que por una ley se concediera una pensión a la familia de todo el que muriese en servicio de la sociedad: la petición no podía ser más justa, ni tampoco pudo ser más inútil. Hízose además otra a las Cortes; ya comprendo que estaban muy ocupadas para tener tiempo de hacer justicia, y no la hicieron. La mujer de Martín no recibió más socorro que el que le dieron los compañeros de su desventurado esposo el día que cobraron: dolor y vergüenza causaba vez a la enlutada y llorosa viuda tender la mano, que nunca se había alargado a la limosna, para recibir la que querían o podían darle los que no recibieron en aquel espectáculo un grande estímulo para cumplir con su deber. ¿Quién ha de servir bien a una sociedad que tan mal paga a los que la sirven?

»En la horrible catástrofe del Puente de Viana, una de las víctimas ha muerto sirviendo al Estado, Baeza, el infeliz Baeza, ambulante de Correos, que deja seis hijos, esposa infeliz y madre anciana. Estos ocho seres débiles quedan sumidos en la miseria. ¡Desventurada familia, que, al dolor de haber perdido a su honrado jefe, tiene que añadir los horrores del hambre o la vergüenza de la mendicidad! Se ha abierto una suscripción; se sacarán algunos duros con que vestir de negro y dar pan unos días a los desdichados, y después, olvido para el muerto, y para los vivos miseria y abandono. Verdaderamente, amigo mío, cuando veo tales corrientes de injusticia por los cimientos sociales, no extraño que los edificios se desplomen unos tras otros. Vienen nuevos arquitectos y traen nuevos planos y se emplean diferentes materiales; pero no se cortan en su origen aquellos manantiales de iniquidad que todo lo socavan.

»Has dicho que sois un Gobierno de combate: comprendo que la época es militante, y la política tiene que serlo también; pero el Gobierno necesita gobernar en todo tiempo, y por muy batallador que sea, como necesita dirección un barco por mucha agua que haga, con la gente de las bombas no se puede suplir el timonel. Gobernar es hacer justicia y prepararla. Prepara, preparad todos una ley en favor de los que se inutilizan y de las familias de los que mueren en servicio de la sociedad, desde el peón al ingeniero, desde el general al soldado, desde el ministro de la Gobernación al ambulante de Correos como el infeliz Baeza. Te digo francamente que no comprendo eso que llamáis cuarto estado; pero sé muy bien el estado del que no tiene un cuarto, y cómo desalienta y desmoraliza ver pidiendo limosna a los hijos de los que en servicio de la sociedad han dado la vida. A mi ver, todas las leyes justas son de orden público, y todas aquellas en que no hay justicia incitan a la rebelión, que tendrá un instigador menos el día que el Estado no deje a merced de la caridad aquellos que de él deben recibir auxilio.

»Mientras preparáis la ley que te dejo indicada, ¿no podrías tú hacer algo en favor de la viuda y los huérfanos del infeliz que dependía de tu Ministerio? Del material de imprevistos; dejando sin proveer alguna plaza que no fuese indispensable; de los fondos de Beneficencia general, ¡qué sé yo! Con tantas facultades como tenéis, aunque te extralimites un poco, nadie lo llevaría a mal, ni se escandalizarían las Cortes porque tomaras la iniciativa en una obra de justicia.

»Y ya que de catástrofes en las vías férreas se trata, sin hablarte hoy (porque es cosa para más despacio) de lo que debe ordenarse para hacer efectiva la responsabilidad a que haya lugar, llamo tu atención sobre el inhumano y criminal descuido que hay para llevar socorros a los desventurados viajeros de un tren que descarrila o con otro choca; pasan cuatro, seis, ocho horas, sin que sean socorridos, y cuando llega el tardío socorro, es insuficiente. Imagínate, si puedes, una escena como la del puente de Viana. A las altas horas de la noche, figúrate el despertar horrendo de centenares de hombres, mujeres y niños, que, moribundos, heridos o contusos, se ven sepultados debajo de las astillas, los ejes, las ruedas, los restos, en fin, de lo que fueron catorce coches, ¡Qué terror! ¡Qué ayes! ¡Qué lamentos! ¡Qué dolores! ¡Qué desamparo horrible! ¡Qué tenebrosa obscuridad! ¡Qué torturas! Ni una palabra de consuelo, ni una venda para restañar la sangre, ni una mano que saque el miembro fracturado de aquella sepultura inmensa de donde salen gemidos. Y luego los que se aman ignoran la suerte que les ha cabido. Se llaman y no responden, o lo hacen con acento lastimero; y en aquella confusión de voces y quejidos nadie se entiende, todos creen haber perdido a los objetos de su amor, y asombra que pueda sentirse dolor tan acerbo sin perder el juicio. ¡Cuántas horas tendrá para aquellos desdichados cada minuto que pasa!

»Ahora trasládate a los lugares de donde debe partir el socorro, y asómbrate y aflíjete e indígnate de la lentitud con que el tren de socorro se organiza. Confusión, calma, torpeza, indiferencia, aturdimiento, inhumanidad, desorden, de todo hallarás en estos momentos de agonía para los que esperan. Dos meses antes de la catástrofe del puente de Viana hubo un descarrilamiento cerca de Arévalo; un amigo mío pasó la noche en la estación de Valladolid, de donde podían haberse enviado prontos y eficaces socorros. Allí acudió el Gobernador con Guardia civil; pero averiguado que el descarrilamiento había sido en el kilómetro tantos, fuera ya de su provincia, se fue a la cama. Con referencia a viajeros he oído decir que el socorro, muy imperfecto, tardó siete horas en llegar. Ya comprendes que todo esto pide reforma, orden, regla, responsabilidad y castigo severo al que con lo mandado no cumpla. Los progresos materiales necesitan los de la legislación, que tiene que multiplicar sus mandatos a medida que se multiplican y se complican las relaciones de los hombres, de modo que el derecho las penetre todas y que la justicia se halle presente en todas partes.»

He aquí, en resumen, Sr. D. H., lo que desearía que dijera usted a su amigo el Sr. Ministro, aunque abrigara usted el temor de que el tiempo gastado en esta relación fuera tiempo perdido, como dice la gente; que, por lo demás, usted bien sabe que no se pierde el tiempo que se emplea en procurar hacer bien. Yo deseo el de usted, y me ofrezco atenta servidora Q. B. S. B.

1.º de Octubre de 1878.




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En nombre de los pobres, a...

D. F. J.- Recibidos los 40 reales. Dios le pague a usted su caridad. Mientras se puede hacer bien, se vive.




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¡Cómo se merman las filas!

Nuestros habituales lectores recordarán el proyecto de hacer aunque no fuera más que una tentativa para proporcionar a los pobres vivienda más higiénica y decente de la que hoy tienen, y de una asociación con el título de Constructora Benéfica. El temor de que el pensamiento naufragara en la tempestad política que corremos, ha hecho que se aplazase el proyecto para tiempos, si no buenos, menos revueltos, en que no hubiera tantas personas ausentes de la patria, o en ella retraídas y medrosas y desconfiadas. La asociación no se ha instalado; los individuos que se habían prestado a formar parte de ella no se han reunido siquiera; y, lo que es más triste, a muchos no los veremos ya, sino en otra vida mejor. El primer vacío lo dejó la señora Condesa de Mina. Siguiéronla D. José Díaz Laguardia, D. Lucas Aguirre, D. Vicente Asuero, y, por último, don Salustiano de Olózaga. En poco más de un año, ¡cinco asociados perdidos para la buena obra, y cuatro amigos inolvidables para el corazón! Triste condición de la ancianidad, ir viendo cómo la vida se convierte en un desierto poblado sólo de tumbas! La que acaba de abrirse, encierra al más activo y entusiasta asociado para la construcción de casas para pobres: don Salustiano de Olózaga, de cuyas manos recibimos el donativo de la señora Condesa de Krasinski, acogió con verdadero entusiasmo el pensamiento de aplicarlo a la Constructora Benéfica; él promovió en París la suscripción, y fue el primer suscriptor; él de continuo clamaba para que, a pesar de todo, no se aplazase la realización del pensamiento; él tenía para contribuir eficazmente a ella mil proyectos que ha destruido la muerte. El amigo de que nos ha privado es una pena, nuestra sola; pero la justicia es de todos. Si alguna vez la Constructora Benéfica puede hacer algo por los pobres; si levanta alguna casa para ellos, como probablemente la que escribe estas líneas ya no vivirá, le ruega que, al instalar las primeras familias favorecidas en la cómoda vivienda, consagre un recuerdo de merecida gratitud a D. Salustiano de Olózaga.




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La caridad en las poblaciones pequeñas

No acertamos a comprender cómo se ha formado la opinión de que todos los vicios están en las ciudades y todas las virtudes en las aldeas. Parece que el juicio general se ha inspirado en las églogas de los poetas, más atentos por lo común a engalanar con la riqueza de su fantasía las dulces impresiones que les produce el espectáculo de la Naturaleza, que a observar las costumbres y modo de ser de los habitantes de los campos. Cualquiera que sea la causa, es evidente para el observador que los hombres de las aldeas no son mejores que los de las ciudades.

Hay vicios y crímenes que no son posibles sino en las grandes ciudades. En una aldea de 30 o 40 vecinos, no habrá casas de juego, ni de prostitución, ni se robarán los bolsillos que nadie lleva, ni se falsificarán billetes de banco.

En las aldeas hay imposibilidad material para cometer ciertos delitos; pero esto no supone superioridad moral, porque la virtud de los hombres no ha de medirse por la ausencia del mal que no pueden hacer, sino por aquel de que se abstienen y por el bien que voluntariamente realizan. Aplicando esta medida, que es, a nuestro parecer, exacta, el nivel de la moralidad y de la virtud no se eleva más en las aldeas que en las ciudades.

No hace a nuestro propósito investigar el número y clase de crímenes que se cometen en los campos; y en cuanto a las virtudes que se practican, nos limitaremos a decir algunas palabras sobre la Caridad, más rara allí que en las grandes ciudades: éste es nuestro íntimo convencimiento después de haber vivido bastante tiempo en aldeas y villas de corto vecindario.

La envidia, la murmuración, la maledicencia y sus compañeras la difamación y la calumnia, cosas tan opuestas, tan hostiles a la caridad, tienen principalmente su asiento en los pueblos pequeños, como sabe todo el que los conoce.

En los pueblos pequeños y en los campos es donde se han visto en tiempos de epidemia los más tristes ejemplos de desamparo cruel y dureza horrible: en ellos se han dado casos, no sólo de abandonar a los enfermos en despoblado y de prohibirles toda comunicación, sino de perseguir y amenazar de muerte a los parientes y amigos que querían buscar algún auxilio en las poblaciones. Todavía nos estremecemos al recordar, durante la primera invasión del cólera, aquel padre expirante en unas ruinas, a quien sus hijos con el paraguas no podían guarecer de la incesante lluvia, y aquel marido que tuvo que dar sepultura a su mujer para que no fuera pasto de los lobos o de las aves de rapiña.

Con las enfermedades endémicas contagiosas suceden con frecuencia cosas parecidas: un virolento y un tifoideo, que no tienen familia, y a veces, aunque la tengan, se ven expuestos a morir en el mayor abandono; hemos podido notar la especie de horror que tienen las personas rudas a comunicar con todo enfermo que pueda pegarlos algo. Suelen llamar a esto tener escrúpulo, y seguramente no es de conciencia.

Con los ancianos se nota también la falta de consideración y amor, aun de parte de sus hijos. Cierto que en las ciudades deja mucho que desear la piedad filial, y que el anciano que no puede trabajar es una carga que se lleva de mala gana y en ocasiones se arroja; pero los ejemplos más frecuentes y crueles de padres abandonados por sus hijos se ven en los campos; hay comarcas en que este horrible pecado es la regla.

Podríamos citar numerosos ejemplos de la falta de caridad en los campos y poblaciones pequeñas; nos limitaremos a dos, ya por ser muy notables, ya por constarnos y poder responder de la completa exactitud de lo que vamos a referir.

En una aldea de Asturias, cerca de la capital, un hombre hirió gravemente en la cabeza a una hermana suya; a los quejidos de ésta acudieron varias personas, entre otras una que le cortó el pelo, restañó la sangre, e hizo, en fin, una primera cura muy imperfecta. Urgía por momentos la asistencia de un facultativo; había uno muy inmediato, pero no se pudo conseguir que le avisaran, aun ofreciendo pagar bien el servicio; nadie se prestó a hacerlo; fueron inútiles ruegos y promesas. Una de las personas a quienes se rogó en vano fue la madre de la herida. La explicación de esta horrible circunstancia es que como el criminal era su hijo, si la justicia entendía en el asunto le comería lo que tenía en casa; con tal que la hacienda no se menoscabase, importaba poco que la hija sucumbiera por falta de auxilio. En la imposibilidad de darle el que necesitaba, la persona que le había prestado los primeros buscó un carro para que la llevasen al hospital de Oviedo; nadie quiso ir con el suyo, aun ofreciendo una buena gratificación. ¿Qué hacer? La carretera estaba cerca, la herida fue conducida a ella, y allí esperó a que pasara un carretero, que después de varios que se negaron, quiso recibirla en su carro, que por cierto llevaba carbón de piedra, cama harto dura para la desdichada, que fue conducida al hospital, donde después de estar a las puertas de la muerte, se curó. Añadiremos, porque es un buen rasgo, que la madre, al verla partir, le pidió el dedal que ella llevaba en el bolsillo.

Salió del hospital de Santander un joven militar que había venido enfermo de la Habana; quería a todo trance ir a un pueblo de Asturias, de donde era natural, y el médico tuvo la condescendencia, que no calificamos, de dejarlo salir en un estado muy grave. En un carro hizo con gran dificultad las dos primeras jornadas, con dolores crueles y sin curar las llagas, efecto de una caries vertebral, de donde le chorreaba literalmente pus. En tal situación llegó a un pueblo de cuyo nombre no queremos acordarnos, no tan pequeño que no tuviera médico, botica y bastantes personas acomodadas. Allí pasó la noche el enfermo, y a la mañana siguiente de madrugada le volvieron al carro para continuar su viaje. La tortura que le producía el movimiento era tan horrible, que el mísero repetía con voz doliente: ¡Que me dejen morir aquí! ¡Yo tengo algún dinero para pagar los gastos que haga! ¡Que no me muevan! ¡Que no me atormenten más! ¡Que me dejen morir aquí, por Dios! Era para partir el corazón de cualquiera que le tuviese. Muchos pasaron que no le tenían. No sabemos si entre ellos estaría el médico y el alcalde. En la villa no había hospital; la enfermedad era asquerosa; el enfermo grave. ¿Adónde se le metía? Lo mejor era que continuase su camino aunque torturado muriera en él. El carro seguía rodando, y el enfermo, el moribundo, puede decirse, dando voces lastimeras, Dios, a quien invocaba, llevó por allí a un joven, ¡el Todopoderoso le bendiga!, que movido a piedad detuvo el carro fatal. Buscó la casa de una piadosa mujer, donde fue recibido el desdichado; le proporcionó, parte de su bolsillo, parte de limosna, cama y ropas, alimentos y medicinas; le limpió la podredumbre de sus llagas; lo consoló y recibió sus confidencias y encargos, y aquel mísero murió a los dos días como cristiano y como hombre, bajo el amparo de la caridad, en vez de sucumbir desesperado, peor que un animal a quien se deja expirar quieto donde cae, y tal vez como un réprobo con la desesperación de su tortura. Si tal hubiera sucedido, ante el tribunal de Dios ¿quién hubiera sido responsable de su última blasfemia?

Sabemos que hay excepciones; pero, por regla general, confiar los enfermos desvalidos de los campos y pequeñas poblaciones a la caridad, es dejarlos en el más desdichado abandono. Donde hay unas cuantas personas, una sola que despierta los buenos sentimientos, que hace comprender el deber, que afea la dureza, que da, en fin, ejemplo de compasión, la caridad se practica; pero donde esto no sucede, el egoísmo despiadado cierra los oídos a los ayes del dolor.

De todo esto se deduce que la ley debía hacer obligatorio, como hemos dicho en otras ocasiones, el establecimiento de enfermerías en los pueblos de cierto número de vecinos, y penar las infracciones de la ley de fraternidad que debe de existir entre todos los hombres. Hay muchas conciencias, muchas, que necesitan estar sostenidas y ser justificadas por la conciencia general, por la humanidad y la justicia que debe representar la ley, y por aquella ilustrada opinión que no ha menester registrar el número de los votos cuando tiene de su parte el de las razones y elevados sentimientos. Ningún hombre que merezca llamarse tal puede contar entre sus derechos el de ser cruel o inhumano. Los fueros del egoísmo son padrones de infamia, y el que los presenta y el que los respeta faltan igualmente a la gran ley, a la ley de redención, a la ley de amor.

Queremos beneficencia descentralizada, pero no anárquica; queremos libertad en la forma y modo de ejercer la caridad, pero no dar a la dureza derechos sin límites; queremos autonomía dentro del bien, pero no en la esfera del mal.

No hay ley de Beneficencia; claro está que conviene que la haya, y que sea todo lo perfecta posible y que se cumpla; pero no bastaría. Es necesario que la opinión se preocupe de la rudeza que, por punto general, tienen los habitantes de los campos. Que las personas caritativas se ocupen de sus miserias, porque ¿cómo han de compadecer si no son compadecidos? De un hombre corrompido no se puede hacer un hombre de caridad; de un hombre rudo, sí. Las instituciones benéficas hacen algo por los ciudadanos; por los aldeanos, sobre todo en España, nada. ¿Por ventura los sentimientos del corazón no necesitan cultivarse como las facultades del entendimiento? Se enseña a sentir como a leer, por otros métodos, pero se enseña. Volvamos, pues, nuestros ojos a los habitantes de los campos, y al lado de la estadística que toma acta de los que saben leer, formemos otra de los que saben amar.




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El cartero

Si la caridad, como debiera, tomase parte en todas las relaciones de la vida; si los hijos de Dios fueran hermanos de corazón y no de palabra solamente; si los servicios tuvieran alguna fase más que la utilidad que proporcionan, o el dinero que valen o que cuestan; si el hombre, cuando comunica con sus semejantes, fuera siempre un ser moral, y no prescindiera nunca de su corazón ni de su conciencia; si empleara su razón en reflexionar sobre cosas que hoy mira con ligereza culpable, y el egoísmo no se encastillase tras de parapetos que levanta la opinión extraviada, no veríamos con tan cruel indiferencia al obrero cuyo oficio destruye su salud, ni disfrutaríamos tan alegremente de los productos de un trabajo que mata.

Los adelantos de las ciencias, las artes y la industria son pasmosos; la obra del amor y de la justicia está bien atrasada; y al ver tanta magnificencia y tanta miseria, tanto resplandor y tanta obscuridad, recordamos una anécdota que brevemente referiremos. Un rico, muy pobre de alma y ruin de cuerpo, enseñaba envanecido su palacio, donde no se veía más que seda, terciopelo, mármol, porcelana, cristal, plata, oro y, en fin, todas las pompas de la riqueza y el lujo. El que todo esto veía era un general, a quien la victoria daba mucho prestigio y bastante insolencia, y habiéndole ocurrido escupir, miró en torno de sí por una y otra parte, vaciló un momento, y por fin escupió encima del amo de la casa. Sorprendido e irritado éste, pidió la explicación de aquella ofensa, y el visitante se la dio en estos términos: «Teniendo necesidad de escupir en habitación tan magnífica, me pareció que debía manchar la cosa de menos valor que en ella hubiese, que indudablemente es usted.» Del propio modo, cuando la civilización muestra sus magnificencias y portentos, en caso de escupir hay que hacerlo ¡cosa triste! sobre su corazón, porque es el que menos vale. La ciencia de ser bueno y de ser justo es, de todas, la más atrasada. Algo adelanta; ¡pero es tan poco, tan despacio! Nuestros cuerpos devoran las distancias por las vías férreas, y nuestros espíritus se arrastran penosamente por el camino del deber, y a veces se paran, y a veces retroceden.

De esta dolorosa verdad hallamos por todas partes numerosas pruebas; pero tal vez no hay ninguna más evidente que la horrible indiferencia con que recibimos los servicios que se prestan con peligro de la salud y de la vida, sin hacer nada, absolutamente nada, para remediarlos disminuirlos siquiera. Nos escandalizamos mucho de las carnicerías del Circo romano, sin ver que el mundo todo es una arena donde, sin saludar al César, caen numerosas víctimas bajo el carro triunfante de la civilización.

Los gobiernos y las leyes han mirado estas víctimas con indisculpable indiferencia: algunos individuos y sociedades, fuera de España, han trabajado algo, aunque poco, para hacer menos perjudicial a la salud la práctica de algunos oficios. El soldado del trabajo cae en la batalla, pero no tiene nombre, ni número siquiera, y la estadística que no se había hecho cargo de su vida, no toma acta de su muerte. Bendito será el día en que despertemos de ese letargo de la conciencia, y rescatemos, en cuanto sea posible, las víctimas de los trabajos insalubres y peligrosos.

Para contribuir a esta buena obra, aunque sólo en una parte mínima, tan mínima que tal vez no sea perceptible más que para el que lee en los corazones, vamos a llamar la atención de nuestros lectores sobre algunos trabajos que ponen en peligro la salud o la vida del trabajador, y empezaremos por el cartero.

¿Quién es el cartero? Un hombre que lleva levita abierta con botón dorado, vuelta encarnada en la manga, gorra con vivo y visera, una bolsa de cuero y un paquete de papeles; que anda de prisa, que llama fuerte; al que aguardamos con impaciencia cuando esperamos una carta de interés y al que damos una propina por Navidad. ¿Nada más? No.

El cartero, además de todo esto, es un hombre enfermo o que enfermará por su género de trabajo, imposible de resistir con salud, por regla general; un hombre predestinado al catarro pulmonar, a la tisis, a otras muchísimas dolencias, pero en particular las que tienen su asiento en el aparato respiratorio. El continuo ejercicio de subir precipitadamente mucha y largas escaleras, mata, y al tomar una carta descuidadamente, estamos lejos de hacer esta reflexión: representa el sacrificio de la salud o de la vida de un hombre.

Y este sacrificio podía y debía evitarse sin más que quererlo. Hace algún tiempo, la Dirección de Correos, pena da decirlo, no por humanidad, sino por economía, trató de que las cartas se dejaran en las porterías, pudiendo disminuir así el número de carteros. La medida se recibió muy mal por la opinión, por la poca confianza que en general inspiran los porteros, y las cosas volvieron al ser y estado que antes tenían. No pretendemos ir contra el torrente de la opinión, ni sostener que en todos los casos son injustas las sospechas que inspiran los porteros, aunque muchos conocemos exactos y honradísimos; pero sin su intervención podría evitarse a los carteros el mortal ejercicio de la escalera. No vamos a proponer una novedad que alarme a los enemigos de ellas; en Santander, por ejemplo, el cartero llama de una manera especial a la puerta de la casa, y todos los vecinos bajan a recoger sus cartas. El que tenga confianza en el portero puede confiárselas, y estamos seguros que habrá muchos que la tengan. Se dirá tal vez que los criados tardarían en bajar; responderemos que los amos deben cuidar de que así no sea, y cuidarán, porque es rara la persona que no tiene interés en recibir su correspondencia. Aunque hubiera un poco de pereza de parte de los sirvientes, no ocasionaría una pérdida de tiempo mayor ni tan grande como la suma del que espera el cartero en cada habitación a que le abran, busquen dinero para pagarle, etc. No se necesita, pues, más que querer para arrancar a la enfermedad y a la muerte un número de víctimas que hace periódicamente, más que por nuestra crueldad, por nuestra irreflexión y por nuestro descuido. Bastaba que hubiera un director de comunicaciones que mandase lo que proponemos, y que motivara la orden en las razones de humanidad que dejamos indicadas, para que la orden se llevara a efecto sin oposición. Como no se manda, no se obedecerá. ¡Cosa bien triste que los que pueden no quieran y los que queremos no podamos!




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Los pobres van a tener mucho frío

Hace dos años, un buen amigo nuestro y de los pobres, y que sentía mucho su frío, nos hablaba de ellos con calor, y al ver que la hoja caía y el termómetro bajaba, revolvía en su pensamiento mil medios para abrigar al desvalido que tirita. Hoy, lo mismo que hace veinticuatro meses, la temperatura decrece, los árboles van quedándose desnudos, los pobres también lo están; pero el amigo que los compadecía tanto ya no vive, ya no deplora su desnudez, ya no siente su frío, ya no trae su cuantiosa limosna para abrigarlos. Aquellas iniciales, D. L., que entre los bienhechores de los pobres iban siempre acompañadas del donativo más cuantioso para mantas, eran las de un hombre honrado, de un espíritu recto, de un buen patricio, y, en fin, de un favorecedor de los desvalidos, que los compadecía mucho siempre, y más cuando tiritaban. Ya no subirá penosamente nuestra escalera y dejará sobre nuestra mesa sus seis monedas de oro para mantas; viendo que los donativos con este objeto eran pocos, ya no repetirá la visita y la limosna diciendo: puesto que los demás no VIENEN, YO VUELVO. Don Lucas Aguirre (hoy podemos decir su nombre) partió para siempre, y habrá recibido el premio que promete Dios a los que han amado mucho a los hombres.

¡Misterios del corazón! Al cabo de muchos meses transcurridos desde la pérdida de nuestro anciano amigo, hoy se nos representa con más viveza que nunca y le lloramos con más abundantes lágrimas, como sí no hubiéramos creído enteramente su muerte, ni apreciado el vacío que nos dejaba, hasta que notarnos que no viene, al caer de la hoja, a dolerse con nosotros del frío de los pobres.

Y, en verdad, ningún año hubiera sido más consoladora su visita ni es más triste su ausencia. Si, como se cree, al exceso de calor en el verano corresponde el frío del invierno, éste debe hacer mucho; y hágalo o no, la ruina del crédito, y los estragos de la guerra, y la emigración de la gente acaudalada, y la carestía creciente, tantas causas de empobrecimiento, y el egoísmo, que temiendo por sí está sordo a los ayes del dolor ajeno, todo hará que, aunque el termómetro baje lo mismo que siempre, los pobres tengan más frío que nunca. Apenas hay una persona de las que contribuyen a abrigarlos que no vea reducidos sus recursos; muchos que daban pedirían si su dignidad se lo permitiera, y en la general penuria, la caridad, más que nunca, tiene que ser abnegación. Que los que son de ella capaces la aumenten en la medida de la necesidad; que no hagan los cálculos mezquinos del que no cuenta con la Providencia; que en vez de la miserable provisión del egoísmo, tengan la santa confianza de que Dios no abandona al que hace bien a sus criaturas; que no cuenten el reducido número de compañeros para desalentarse, sino para comprender que la labor toca a más cuando son menos los obreros; y, en fin, que en medio de tantas penas sean un consuelo, y de tantos escándalos un buen ejemplo.

1.º de Noviembre de 1873.




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Trabajos insalubres y peligrosos

El marinero


El mar puede decirse que es altamente civilizador; facilita prodigiosamente la comunicación de los hombres, y con ella la propagación de las ideas y el cambio de los productos de la tierra, de la industria y de las artes. A primera vista, el buque mercante no contiene más que un cargamento de tal o cual cosa, y el de guerra tantos cañones y tantos hombres para servirlos; pero las elevadas ideas, los grandes principios, los altos ejemplos, cruzan también los mares al lado de los fardos del interés y de las armas homicidas; la humanidad de todos los continentes pone en común sus buenos hechos y nobles propósitos, se perfecciona comunicándose, y aproxima el día en que todos los altares del mundo tendrán una cruz.

Para llevar a cabo la obra de perfección a que tan poderosamente contribuye el mar, se necesita el marinero y el hombre frugal que sufre mil privaciones, el hombre fuerte que soporta una vida durísima, el hombre valeroso que arrastra las tempestades, y que tantas veces sucumbe en ellas. El café, el té, el azúcar, la canela, el tabaco, el algodón, el cacao, la quina, los productos todos de climas remotos, nos proporcionan medicinas, comodidades, regalo, y al disfrutarle, lejos está del pensamiento la idea de los hombres que han arriesgado su vida para embellecer la nuestra, y del corazón un sentimiento de lástima para el pobre marinero, que ha muerto o morirá para que vivamos más regaladamente.

Quitar todos los riesgos y penalidades a la vida del marinero es imposible; pero había posibilidad de quitarle muchos, y hay el deber de hacerlo. Ya se sabe la desproporción que existe entre los buques mercantes y los de guerra que naufragan, atendido el número de unos y otros: es muy raro el buque de guerra que se pierde ¿Por qué? Porque está bien construido, bien tripulado, y no se apura. Los mercantes se construyen como el armador quiere, se tripulan poco y se apuran mucho. El pobre marinero necesitaba la intervención de la ley para que la fatiga y el riesgo no fuera tanto: es mucho lo que podía disminuirse, según afirman, con la estadística en la mano, los que entienden de estas cosas, y es horrible que no se disminuya. Otro peligro para el marinero es aquel a que se expone él mismo, por no conocerlo, por temeridad, o acaso por escuchar el mal consejo del hambre. Cuando es pescador, pesca como y cuando le parece; inexperto o experimentado, fuerte o débil, en buena o mala lancha, se lanza al mar, donde tantas veces sucumbe. La manía individualista, y la libertad sin límites, y el aislamiento desdichado, tan perjudiciales en todos los oficios, son fatales al marinero pescador, a quien falta muchas veces circunspección y experiencia. En Castro-Urdiales la gente de mar forma una especie de gremio, de cuya organización notabilísima nos ocuparemos otro día, y de la cual sólo citamos hoy la prohibición de salir al mar sin autorización de los ancianos experimentados, y la obligación de retirarse cuando lo indica el que para ello está competentemente autorizado. ¡Cuántas mujeres no están viudas, cuántos niños no están huérfanos, cuántas madres tienen hijos por esta prudente y justísima disposición! Los habitantes de aquel pueblo, próspero y dichoso tanto como puede serlo un pueblo de España, se encuentran muy bien con las reglas allí establecidas, y no quieren contar entre sus libertades la de ahogarse. ¡Lástima que no tomen ejemplo de él otras poblaciones y los gobiernos, para procurar a los gobernados instituciones protectoras de la vida de los hombres, como reclama la humanidad y manda la justicia! A todo se parece menos a ella ese dejar al individuo reducido a sus débiles fuerzas, a sus limitados conocimientos, a las obcecaciones del interés, dando el nombre de libertad a lo que debería llamarse abandono.

El bañero es otra desdichada variedad del marinero. La gente que sale de las ciudades para solazarse orillas del mar, mira con indiferencia el peligro a que se expone el pobre que está la mayor parte del día metido en el agua, o fuera de ella mojado, al aire frío de las orillas del mar. Aquel hombre es un medio de seguridad, como una ancla, una maroma o una amarra, que, como ellas, se renueva cuando se inutiliza. ¿Quién piensa en que el baño, que vuelve la salud al bañista, puede hacérsela perder al bañero? ¿Quién repara en que tirita, en que fuma para calentarse?

Cuando hay mucha mar y un buque se aproxima al puerto y pide práctico, da miedo ver salir en una mala lancha diez o doce hombres, que algunas veces no vuelven, y que asombra cómo no perecen siempre luchando con las olas en tan frágil barco. ¡Con qué angustia le siguen los ojos y le pierden de vista, lo vuelven a ver para que se sepulte de nuevo, y aparezca otra vez como el desdichado juguete de un monstruo irritado! ¡Qué consuelo cuando llega a la embarcación que le reclama, y venciendo el peligro y la dificultad de abordarla deja en ella su gente! ¡Qué desconsuelo horrible cuando desaparece y no se sabe cuál ha sido su suerte, hasta que vienen a decirla los cadáveres de los tripulantes que arroja el mar!11.

Después que pasan estas horas de angustia, hemos reflexionado muchas veces en que el auxilio que el práctico y sus compañeros dan al que los reclama entraña una cuestión de derecho, y hasta dónde le deben aquel auxilio, y cómo, y cuándo, y quién ha de marcar sus límites. Pero sea lo que quiera de estas dudas, lo que no la tiene es que las lanchas de los prácticos debieran ser siempre insumergibles, con lo cual el peligro disminuía hasta el punto de desaparecer casi por completo. Los hombres, amarrados a esos barcos que flotan siempre, tienen tanta seguridad como peligro en las lanchas que hoy se usan todavía en muchos puertos de España, y que un golpe de mar llena de agua, yéndose a pique irremisiblemente. Aflige, asombra o indigna que ni particulares, ni corporaciones, ni gobiernos, hayan hecho el pequeño gasto que exigía dotar a todos los puertos de una lancha insumergible como hay en algunos.

En Inglaterra, donde la iniciativa individual es tan poderosa y tan generalizado el espíritu de asociación, son muchas las que hay con el objeto de evitar los naufragios y socorrer a los náufragos. La que tiene por objeto generalizar los botes salvavidas ha salvado muchísimas; es una institución altamente humanitaria y que honra al país en cuyo seno se ha formado. En vez de acusar a los ingleses de egoísmo, como para justificar el nuestro, sería mejor que tomásemos ejemplo de los muchos de abnegación que nos dan. Esta imitación de los vicios y olvido de las virtudes de otros pueblos, es una cosa así como dejar en lejanas tierras las producciones útiles y traer las naves cargadas de plantas venenosas.

Repetimos que el oficio de marinero no puede estar exento de peligros, pero podrían disminuirse mucho los que tiene, ya para la salud, ya para la vida, si los individuos, las corporaciones y los gobiernos hicieran lo que manda la humanidad, la justicia y hasta la utilidad, aun en el mezquino y equivocado sentido de interés, porque al cabo, y de un modo o de otro, la sociedad tiene que mantener a esos hijos que quedan sin padre en los naufragios que podían evitarse; la sociedad recoge en vicios y crímenes las consecuencias de la miseria y abandono de los huérfanos; la sociedad no puede arrojar de sí al marinero enfermo, valetudinario o que precozmente envejece por no haber tenido aquellos auxilios y condiciones que su estado reclamaba.

De lo dicho se infiere que la sociedad debe:

1.º Examinar cuidadosamente si los buques que se hacen a la mar están en buen estado, habida consideración de lo largo del viaje, mares por donde tienen que navegar, etc.

2.º Si llevan la gente necesaria para que tenga la tripulación el preciso descanso, y sea suficiente para la maniobra en caso de tempestad.

3.º Examinar cuidadosamente si la calidad de los alimentos es buena, y la cantidad suficiente y proporcionada a la duración del viaje.

4.º Organización de los pescadores; que elijan entre ellos mismos peritos, sin el permiso de los cuales no puedan salir al mar.

5.º Higiene en lo posible para los que están mucho tiempo metidos en el agua o mojados fuera de ella.

6.º Lanchas insumergibles para los prácticos en todos los puertos, y generalizar los botes salvavidas para auxiliar a los náufragos.




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Proyecto de ley de beneficencia

La necesidad de una nueva ley de Beneficencia se ha comprendido hace tiempo por los que en ella piensan, y especialmente desde el año 1868, después de la supresión de las juntas y la diferente organización de ayuntamientos y diputaciones provinciales.

Hemos ocupado algún tiempo un puesto oficial en la Dirección de Beneficencia y Establecimientos penales, y entonces se nos dio la orden de redactar un proyecto de ley de Beneficencia, orden que nos apresuramos a cumplir del mejor modo que nos fue posible. Los continuos cambios que hay en aquella dependencia, como en otras, y las situaciones políticas, en que los Gobiernos administran poco y mal han sido causa de que el citado proyecto no se presentase a las Cortes. Tenemos motivos para creer que se ha extraviado y no existe en la Dirección del ramo; y aunque estamos lejos de pensar que sea una obra perfecta, creemos que alguna cosa podrá tener acertada y aprovechable para el Ministro, si alguna vez hay alguno, que piense en organizar la beneficencia: ésta es la razón que tenemos para publicar este trabajo. No hemos introducido en él cambios esenciales, pero tampoco es idéntico al presentado en la Dirección.


Preámbulo

Toda ley debe ser la expresión de la justicia reconocida en el pueblo donde se promulga, y que comprende su conveniencia o su necesidad.

La necesidad de establecer orden y justicia en la gestión de la cosa pública, y de señalar la parte que cada ciudadano ha de tomar en ella, da origen a las leyes políticas.

La necesidad de dar a la propiedad garantías, de consolidar los contratos, de poner límites a la voluntad caprichosa, al interés ciego, de robustecer los lazos y moralizar las relaciones de familia, ha dado origen a las leyes civiles.

La necesidad de hacer obligatorio lo que es justo y de grande trascendencia, y de evitar la trasgresión cuando de ella resultan males gravas, ha dado origen a las leyes penales; y, en fin, la necesidad de justicia en todas las esferas, es la base y la razón de todas las leyes.

Si las transacciones mercantiles nos hacen pensar en el Código de comercio; si el deslinde de una finca o la duda sobre una herencia nos hacen apelar al Código civil; si al ver un delito pedimos la aplicación del Código criminal, ¿cómo entre miles de desvalidos que sucumbirían si no se los socorriera, y miles de compasivos que deben, quieren y pueden socorrerlos, no ha de haber alguna relación necesaria que resulte de la naturaleza de las cosas, que es lo que un hombre de genio ha llamado ley?

Se concede ¿y cómo no concederlo? que esta ley existe; pero se dice por algunos, en ocasiones por muchos, que esta ley de simpatía, de fraternidad, de amor, no necesita escribirse en ningún Código, porque está escrita en la conciencia. ¿Por ventura no acontece lo mismo con las leyes todas? ¿De dónde parten sino de la conciencia humana? Si un sentimiento innato, íntimo, no nos dijera que es culpable el asesino, ¿habría leyes que le castigaran?

Si los hombres vieran siempre con claridad lo verdadero y practicaran lo justo, los movimientos espontáneos serían armónicos para el bien; el derecho se realizaría sin ley; nadie atentaría contra la vida, la hacienda ni la honra de otro; ninguno dejaría de hacer cuanto pudiera por el desvalido, ni éste lo sería por culpa suya, ni pediría sin absoluta necesidad, ni más de lo necesario, y las leyes penales serían tan excusadas como las de beneficencia. Pero como no sucede así, como, dada la imperfección humana, no puede suceder, preciso es prever el caso (que con más o menos frecuencia ha de darse siempre) de que la coacción sea necesaria para que el derecho se realice. Y, ciertamente, este caso no se repite más cuando es cuestión de respetar la propiedad, que cuando se trata de socorrer al desvalido: el hombre es tan naturalmente justo como compasivo, por regla general; pero las excepciones son bastante numerosas para trastornar el orden social si no tuvieran freno.

Dicho sea en honor de la humanidad, no ha habido pueblo civilizado alguno que prescinda enteramente de los miserables. La tiranía los encomienda a los tiranos; el despotismo a los déspotas; la teocracia a los sacerdotes; la fe a los creyentes; la aristocracia a los magnates; la democracia a los pueblos; pero, más débiles o más poderosas, se han levantado siempre voces pidiendo amparo para los que sin él perecían. Las leyes, escritas o no, que tienen por objeto auxiliar a los desvalidos, son numerosísimas.

Los hombres de todos los países que han legislado sobre beneficencia, ¿han satisfecho una necesidad social, o fueron extraviados por un error como los autores de las leyes suntuarias? ¿La limosna no debe ser voluntaria? ¿No pierde con la espontaneidad el mérito? ¿No deja de ser moral desde el momento en que es efecto de la coacción? Cuando el fisco representa al pobre y se convierte en tributo el don, ¿no inspira el deseo de cercenarlo y predispone más bien a la hostilidad que a la simpatía? ¿No es tan absurdo que la ley obligue a un hombre a ser caritativo, como que le prohíba usar ciertos trajes o ciertos muebles? A estas preguntas responden afirmativamente los que niegan al Estado el legislar sobre la beneficencia. La cuestión es grave, muy grave siempre, y más en una hora en que el conceder ciertos derechos puede parecer como estímulo para realizar ciertos extravíos; pero en los momentos más solemnes se necesitan las más resueltas afirmaciones, y el mejor medio de combatir los sueños del error son las realidades de la justicia.

Al que como un medio de contribuir al acierto para lo presente estudia lo pasado, tres cosas lo llaman principalmente la atención en las leyes de la beneficencia.

1.ª La diferencia, a veces la oposición de unas con otras leyes.

2.ª La ineficacia de la ley.

3.ª La facilidad con que dejan de cumplirse sus mandatos.

El legislador es a veces resuelto en demasía, otras aparece tímido; ya se deja conmover por la compasión que siente al ver los padecimientos del desvalido y es blando con exceso; ya le inspiran repugnancia los vicios, temor su número, y es cruel; ora da al pobre derechos que no tiene, ora le quita los que todo hombre debe tener; aquí manda la limosna, allá la prohíbe; todo por no haber penetrado en la esencia de la cuestión, porque cuando se forma idea clara de la razón de una ley se tienen marcados sus límites.

Las causas de las contradicciones de la ley, de su ineficacia y de la frecuencia con que se ha eludido, han de ser muchas; pero una de las más poderosas es el haber confundido el socorro con la limosna, el deber moral con el deber legal.

Un hombre yace aterido; con un poco de calor vuelve a la vida; pero sucumbe porque otro hombre que podía no quiso socorrerle.

Un enfermo está postrado y solo; hay quien puede llevarle eficaz remedio, pero nadie acude y sucumbe.

Un niño recién nacido llora en la vía pública; ninguno de los que le oyen se mueve a piedad y expira.

El que deja morir a una criatura humana por falta de auxilio que puede prestarle, reo es de homicidio, y al Código penal que no le castiga le falta un artículo muy importante.

La conciencia pública lo comprende así, y se sublevaría si viera abandonados y expirantes en las plazas a los enfermos de los hospitales y los niños de las inclusas. Siempre que hay seguridad de que una persona sucumbe por falta de auxilio, la conciencia pública dice que hay deber de auxiliarla. En una plaza sitiada, en un buque donde faltan víveres, se da a todos igualmente la ración, la media o el cuarto, según los casos, y prescindiendo de la calidad de las personas; la más acaudalada no puede comprar el derecho de ración doble, porque no podría concedérselo sin infringir otro derecho, el que tiene a la vida todo hombre; la gran mayoría de ellos lo comprende, lo siente así, como comprende y siente que es un crimen el homicidio; y las leyes de beneficencia tienen su origen en la conciencia, como las penales, y son igualmente justas y obligatorias. Los hombres, en general, respetan las propiedades y quieren auxiliar al que sin auxilio muere; si hay individuos que lo contrario pretenden, la ley debe coartar aquella libertad de que hacen mal uso, y obligarlos a que respeten la propiedad, y contribuyan al socorro de los que de él han menester.

Este socorro, por ser obligatorio, no pierde de ningún modo su carácter moral, como ha querido sostenerse. ¿Desde cuándo falta moralidad a la obediencia a las leyes justas? La inmoralidad está en desobedecerlas.

La sociedad no quiere que los enfermos sucumban por falta de socorro y se lo lleva a su casa, o crea un hospital, y si no hay limosnas suficientes para sostenerle, establece una contribución que todos deben pagar. Se imponen leyes en nombre de la utilidad pública, de la higiene pública, del ornato público, y bien podría decirse del capricho público; y ¿no habría derecho para imponerlas en nombre de la justicia, de la humanidad y de la pública compasión? ¿Un ciudadano no protesta porque se le hace gastar miles de reales en pintar la fachada de su casa para que esté bonita, y se quejaría de que se le pidan algunos céntimos para salvar a un hombre que sucumbe si no se le ampara? ¿Se tendría por buena razón para eximirse de contribuir al coste de un camino la de que no se quiere ir por él, o de no dar nada para el alumbrado público porque se prefiere andar a obscuras? ¿Pues cómo puede pedirse sin derecho la crueldad de dejar sucumbir a un desventurado por no contribuir a socorrerle? Para reclamar semejante prerrogativa es necesario estar bien extraviado o ser bien infame.

La limosna, aquel auxilio más o menos beneficioso para el desvalido, pero no absolutamente necesario, es voluntaria. El socorro, aquel auxilio sin el cual el desvalido sucumbiría, es obligatorio. La ley de Beneficencia que se funda en este principio, no parte de la caridad, sino de la justicia, y es obligatoria tanto como cualquiera otra ley, y sus infracciones deben penarse severamente.

Es indispensable consignar los fundamentos de la ley, y lo es que penetren en la opinión; porque está extraviada en este punto, resulta que la obediencia a las leyes de Beneficencia se mira como una cosa voluntaria y facultativa, y a ninguna autoridad le ocurre que sea tan imprescindible establecer el hospital que por la ley debe haber, como entregar los quintos o el trimestre de la contribución. Las cosas de caridad dicen, o piensan, son voluntarias. Es necesario insistir mucho en que la ley de Beneficencia, razonablemente limitada, no es de caridad, sino de justicia, y debe cumplirse indefectiblemente.

El derecho en que se funda la ley de Beneficencia es eterno, y el mismo en su esencia; pero en cuanto a la forma y modo de realizarse, varía según el estado social, moral, político y religioso de los pueblos en que se realiza. El Estado, la provincia, el municipio, tendrán más o menos atribuciones, según su mayor o menor aptitud para cumplir los deberes que impone.

No es éste el lugar de discutir si España llegará, y cuándo, a aquel grado de perfección moral y administrativa que permite abandonar la Beneficencia a la iniciativa o ilustración local, sin someterla a ninguna regla general, ni inspección gubernativa; basta consignar, no sólo que no se halla en este caso, sino que no lo están pueblos en que es más fuerte la iniciativa individual, mayor la ilustración y más poderosa la organización del municipio, como, por ejemplo, Inglaterra, que ha necesitado de una ley del Estado para poner coto a los increíbles abusos a que dio lugar la beneficencia sin regla, en las localidades. El Estado debe hacer lo que hace mejor y más económicamente que las corporaciones y los individuos, y con más razón lo que éstos y aquéllas no tienen posibilidad de realizar.

La Beneficencia se ha de descentralizar cuanto sea posible para que se aproxime a ser individual, como sería de desear, pero no tanto que la carencia de regla ocasione el desorden, y que por falta de fuerza en el poder central no se ponga remedio a la desidia cruel que abandona a los desvalidos.

La Beneficencia ha de procurar su más íntimo enlace con la caridad que la vivifica, y a la cual la ley debe dejar la libertad más completa, sin más restricciones que las puramente indispensables para que se cumplan sus fines.

La Beneficencia no debe ser un estímulo para la vagancia y holgazanería, ni autorizar la grave falta de que el que, teniendo medios para sostener a sus ascendientes o descendientes, los hace ingresar en los asilos benéficos.

Tales son los principios en que se funda LA LEY DE BENEFICENCIA.




Título I

Disposiciones generales



Capítulo I

Artículo 1.º Los socorros de la Beneficencia han de aceptarse voluntariamente; sólo pueden imponerse a los dementes y a los niños abandonados.

Se entiende por demente el que legalmente ha sido declarado tal, y por niño abandonado el menor de diez y seis años, sin familia o persona que haga sus veces, y sin medios de subsistencia.

Art. 2.º Ningún establecimiento de Beneficencia podrá tener nunca el carácter de disciplinario ni penal.

Art. 3.º Ninguna persona podrá permanecer en un establecimiento de Beneficencia más que el tiempo necesario para curar la enfermedad o remediar la desgracia que ha motivado su admisión.

Art. 4.º No será admitida en los establecimientos de Beneficencia ninguna persona mayor de diez y seis años y menor de sesenta, a no ser que se halle enferma.

Para los efectos de la Beneficencia se considerará como enfermedad la proximidad al parto.

Art. 5.º Al desvalido que cae enfermo en una población, sea o no vecino de ella, se le considerará como tal para los efectos de la Beneficencia.

Art. 6.º En todo establecimiento de Beneficencia, la alimentación será suficiente y sana.

Art. 7.º En todo establecimiento de Beneficencia deben observarse severamente las reglas de moral y de higiene.

Art. 8.º En ningún establecimiento de Beneficencia habrá lujo de ningún género.

Art. 9.º En todo establecimiento de Beneficencia se dará instrucción religiosa, moral, primaria e industrial a los niños y jóvenes acogidos.

Art. 10. Todo establecimiento de Beneficencia tendrá las condiciones y medios de llenar el objeto que se propone.

Art. 11. Todo acogido en un establecimiento de Beneficencia está obligado a trabajar según sus fuerzas.

Art. 12. Todo acogido en un establecimiento de Beneficencia, que trabaja, tiene derecho a una parte del valor de su trabajo.

Art. 13. En todo establecimiento de Beneficencia podrán establecerse las industrias que se juzgue más a propósito, pero sus productos no podrán venderse a menor precio que el corriente en el mercado.

Art. 14. En ningún establecimiento de Beneficencia podrán imponerse castigos degradantes o crueles, ni otros que los marcados en los reglamentos.

Art. 15. A toda mujer socorrida por la Beneficencia que quiera enviar su hijo a la casa de expósitos, se la instará para que lo conserve, auxiliándola siempre que sea posible.

Se exceptúan aquellos casos en que la falta de salud o la perversidad de la madre hagan temer por la salud o la moralidad del niño.

Art. 16. Los gastos que ocasione todo acogido en un establecimiento de Beneficencia están obligados a satisfacerlos en todo o en parte, según pudieren, sus ascendientes o descendientes que no sean pobres.

La información de pobreza se hará con el testimonio de seis vecinos honrados y ante la Junta de Beneficencia.

Art. 17. En todos los establecimientos de Beneficencia habrá completa separación entre los individuos de ambos sexos.

Art. 18. En todo establecimiento de Beneficencia los departamentos de mujeres y niñas estarán servidos por personas de su sexo, sin más excepciones que el médico, el capellán y, en caso indispensable, los practicantes.

Art. 19. En todo establecimiento de Beneficencia general provincial o municipal se suplirá con fondos del Estado, de la provincia o del municipio, respectivamente, los gastos que no alcancen a cubrir sus bienes, limosnas y demás recursos.

Art. 20. La Beneficencia domiciliaria se protegerá y auxiliará, prefiriéndola en general a la que se ejerce en los establecimientos públicos.

Art. 21. Todas las disposiciones generales que anteceden, aplicables a los establecimientos de Beneficencia pública, lo son también a los de Beneficencia particular, a excepción de los artículos 4, 8, 12, 16, 19 y 20.






Título II

Clasificación de la beneficencia



Capítulo I

Art. 22. La Beneficencia es pública y particular.

En las disposiciones de la presente ley, se entiende que se trata de la Beneficencia pública cuando no se expresa que es particular.

Art. 23. Son establecimientos públicos de Beneficencia los sostenidos en todo o en parte con fondos generales, provinciales o municipales, y administrados por el Estado, la provincia o el municipio.

Art. 24. Son establecimientos de Beneficencia particular los sostenidos con fondos dados o legados por personas o asociaciones benéficas, o con limosnas, y que no están administrados por el Estado, la provincia ni el municipio.

La circunstancia de recibir alguna subvención del Estado, la provincia o el municipio, no les quita el carácter de particulares.

Art. 25. La Beneficencia pública puede ser

General,

Regional,

Provincial,

Municipal.






Título III

De la beneficencia general



Capítulo I

Art. 26. Corresponde a la Beneficencia general:

El socorro de las calamidades públicas.

El socorro de los náufragos.

El socorro de los extranjeros emigrados por causas políticas.

El establecimiento de colegios para huérfanos de los que mueren en defensa o en servicio de la sociedad.




Capítulo II

Art. 27. El Gobierno, del fondo de «Calamidades públicas», y auxiliado por las Juntas de Beneficencia, socorrerá a las comarcas o poblaciones afligidas por cualquiera calamidad.

Art. 28. El Gobierno, del fondo de «Calamidades públicas», y auxiliado por las Juntas de Beneficencia, socorrerá a los náufragos que lleguen a las costas de España, dispensándoles los auxilios que su desgracia reclama.

Para este socorro no habrá distinción entre nacionales y extranjeros.

Art. 29. El Gobierno, auxiliado por las Juntas de Beneficencia, socorrerá a los extranjeros emigrados que acrediten estarlo por sus opiniones, y no por haber cometido delitos o instigado a cometerlos con un fin político.

Art. 30. El Gobierno establecerá colegios para huérfanos y huérfanas de los que han muerto en defensa o servicio del Estado y no tienen orfandad, o es tan reducida que no basta para su sustento y educación.






Título IV

De la Beneficencia regional



Capítulo I

Art. 31. Cada provincia puede establecer un manicomio, concertarse con otras para plantear o enviar sus dementes a alguno que estuviere establecido, bien sea particular, bien corresponda a la Beneficencia pública. Lo esencial y obligatorio es que tengan medio de recoger y poner en cura a los dementes pobres.

Art. 32. Los manicomios son casas de Beneficencia, donde no debe haber más que enfermos pobres; sólo en caso de que sobre local podrán admitirse pensionistas.

Todo manicomio tendrá los medios de curación de que dispone la ciencia.

Art. 33. Todo manicomio tendrá los aparatos necesarios para sujetar a los dementes agitados sin hacerles daño. Estos mismos aparatos debe haber en los hospitales para los dementes que provisionalmente se recogen en ellos.

Art. 34. Todo empleado en un manicomio que maltratare a un demente, será entregado a los tribunales, y no podrá volver a desempeñar ningún cargo en el ramo de Beneficencia.

Art. 35. Cuando se suicide un demente, el empleado por cuyo descuido sucedió la desgracia no podrá volver a serlo en el ramo de Beneficencia.

Art. 36. Cuando una provincia envíe al manicomio de otra, o a uno particular sus dementes, pactará que sean tratados como la ciencia aconseja y la humanidad exige, tomando las necesarias precauciones para que no se eluda el cumplimiento de lo pactado.

Art. 37. La conducción de los dementes se hará utilizando las vías férreas, y en todo caso de modo que no padezcan con la intemperie y la fatiga, ni sean equiparados a los criminales.

Art. 38. Ningún demente será llevado a la cárcel, ni confundido en las casas de Beneficencia con los acogidos.

Art. 39. En cada hospital habrá un local proporcionado a las necesidades de la población, y en buenas condiciones higiénicas y de seguridad para los dementes, donde se recibirán provisionalmente hasta que sean trasladados al manicomio.






Título V

De la Beneficencia provincial



Capítulo I

Art. 40. Pertenecen a la Beneficencia Provincial:

Las casas de expósitos.

Las casas de misericordia.




Capítulo II

De las casas de expósitos


Art. 41. Se entiende por expósito el niño menor de catorce meses abandonado, y de padres desconocidos.

Art. 42. Habrá una casa de expósitos en cada capital de provincia.

Se conservarán, por ahora, las casas de expósitos que existen, aun cuando no estén en capitales de provincia.

Art. 43. Las autoridades están obligadas, bajo su más estricta responsabilidad, a tomar las medidas necesarias para que no peligre la vida del expósito por falta del socorro oportuno.

Art. 44. Ninguna nodriza podrá lactar en los tornos más de dos expósitos a la vez.

Art. 45. Se cumplirá con la mayor exactitud lo que dispongan los reglamentos, para que en cualquiera circunstancia se identifique la persona del expósito y para conservar el secreto en todo lo que a él se refiere.

Art. 46. La nodriza que se presente para sacar un expósito y lo dé a lactar a otra, será entregada a los tribunales; lo mismo se hará con la nodriza que de su mano recibe el expósito, y entrambas quedarán incapacitadas para tener expósitos en ningún concepto.

Art. 47. Todo expósito que no sea prohijado será devuelto a la Casa terminada la lactancia. Si hay persona de moralidad que no esté en la miseria y quiera tenerle, podrá confiárselo hasta la edad de ocho años, en que precisamente volverá a la Casa.

Art. 48. El padre, la madre, el abuelo y la abuela del expósito tienen derecho a sacarle, probando su parentesco y moralidad.

Art. 49. Los padres del expósito, al sacarle, abonarán los gastos que hubiere ocasionado, si tienen medios, en todo o en parte, según su posibilidad.

Art. 50. Los expósitos que no sean reclamados por sus padres o abuelos pueden ser prohijados, según las leyes, por personas que previa información resulte que son honradas y pueden mantenerlos y educarlos.

Siempre que la prohijación deje de ser beneficiosa para el expósito se tendrá por nula.

Art. 51. Si el expósito prohijado fuere reclamado por sus padres, se les devolverá, previa indemnización por ellos al prohijante de los gastos que hubiese hecho con el prohijado.

Art. 52. Al expósito que por donación o herencia recibiese bienes, se le dará educación proporcionada a su cuantía; la Beneficencia se indemnizará de los gastos que con él hubiere hecho, y si quedase sobrante se reservará al interesado.

Art. 53. Ninguna persona ni autoridad podrá detener, por el hecho, al que lleve un expósito al torno o lo entrega en la casa de expósitos, salvo cuando haya sospechas de que peligra la salud o la vida del niño, en cuyo caso la autoridad tiene el deber de protegerle.

Art. 54. En las casas de expósitos serán también recibidos los depositados y los desamparados menores de ocho años.

Art. 55. Los niños recibidos en las casas de expósitos permanecerán en ellas hasta la edad de ocho años.

Art. 56. En toda casa de expósitos habrá una escuela de párvulos.




Capítulo III

De los niños depositados


Art. 57. Son niños depositados los que se entregan en la casa de expósitos, recibiendo un documento en que conste el depósito y pagando los gastos que el niño origine.

Art. 58. La persona que entrega un niño expósito y paga los gastos que origina, o la que le sustituya, acreditando para ello derecho, le tiene: a saber dónde está el niño, a designarle nodriza y a que tenga una para él solo si estuviese en el torno.

Art. 59. El niño depositado podrá permanecer fuera de la Casa, aunque sea mayor de ocho años, si la persona que lo hubiere depositado así lo desea y provee a los gastos de su educación y sustento.

Art. 60. El niño depositado se considerará como expósito si la persona que le ha depositado deja de pagar los gastos que ocasiona; siempre que estos gastos se satisfagan volverá a considerarse como depositado.

Art. 61. El niño depositado que vuelve a la casa de expósitos no tendrá derecho a ninguna distinción.




Capítulo IV

De las casas de misericordia


Art. 62. En las casas de misericordia se acogerán los expósitos, los niños abandonados, los depositados y los huérfanos desvalidos mayores de ocho años.

Art. 63. Todo acogido en las casas de misericordia saldrá así que cumpla diez y ocho años. Puede salir antes si hallase colocación conveniente, y prolongar su permanencia uno o dos años más, si así se considera necesario para que se perfeccione en su oficio.

Art. 64. Permanecerán indefinidamente en las casas de misericordia los acogidos que por defecto físico o falta de inteligencia no pueden ganar el sustento.

Art. 65. Cuando estén en un mismo edificio las casas de expósitos y de misericordia, se cuidará de que ocupen departamentos perfectamente separados.




Capítulo V

De la tutela y curatela de los expósitos, niños depositados y abandonados y huérfanos acogidos


Art. 66. La tutela y curatela de los expósitos y niños depositados y abandonados, y huérfanos acogidos, pertenece a las Juntas que con este objeto se formarán.

Art. 67. La tutela y curatela de los niños huérfanos y abandonados podrá ejercerse por los abuelos si probaran honradez y que por su mucha pobreza no los tienen consigo.

Art. 68. Los padres de los acogidos en las casas de misericordia podrán ser tutores y curadores si probasen su moralidad y que por imposibilidad de trabajar la tienen de sustentarlos y darles educación.

Art. 69. La tutela y curatela de la Beneficencia es siempre gratuita.






Título VI

De la Beneficencia municipal



Capítulo I

Art. 70. Corresponden a la Beneficencia municipal:

Los hospitales.

Los asilos de ancianos.

La Beneficencia domiciliaria.




Capítulo II

De los hospitales


Art. 71. En cada cabeza de partido y en toda población de mil almas o más, habrá un hospital con suficiente número de camas para las necesidades de la población.

Art. 72. En toda población donde haya más de un Juzgado, habrá tantos hospitales como distritos judiciales a ser posible; y si no lo fuese, se trabajará eficazmente para crear hospitales que no pasen de 300 camas.

En todo hospital habrá un departamento separado para las enfermedades contagiosas.

Art. 73. Cuando un Ayuntamiento que carece de hospital envíe al que lo tiene a un vecino suyo enfermo, si hay cama disponible debe ser admitido, mediante el pago (por su Ayuntamiento) de las estancias que causare, cuyo precio estará fijado de antemano, y no pasará del gasto que origine por término medio cada enfermo.




Capítulo III

De los asilos de ancianos


Art. 74. En toda cabeza de partido habrá un asilo para ancianos.

Art. 75. Las cabezas de partido, cuyos ancianos desvalidos sean en número demasiado corto para plantear un establecimiento benéfico en buenas condiciones económicas, se pondrán de acuerdo con otro u otros para crearle, o enviarán sus ancianos a los asilos ya creados, pagando las estancias.

Art. 76. Los Ayuntamientos que no teniendo asilo envíen sus ancianos a las capitales de provincia o de partido, si hay local tendrán derecho a que sean admitidos y el deber de pagar los gastos que ocasionen.




Capítulo IV

De la Beneficencia domiciliaria


Art. 77. La ley no puede dar a la Beneficencia domiciliaria una forma determinada ni marcados límites, sin entorpecer su acción o ponerse en el caso de que no se le dé cumplimiento.

Art. 78. La Beneficencia domiciliaria podrá tomar la forma que en cada localidad se juzgue más ventajosa, siempre que no contravenga a lo que dispone la presente ley ni a los reglamentos que para su ejecución se formen.

Art. 79. La ley, que no impone a la Beneficencia domiciliaria su modo de ejercerse, le debe toda su protección, como la más eficaz y benéfica para el socorro, consuelo y moralidad de los desvalidos.

Art. 80. Toda persona, corporación o asociación que se proponga ejercer la Beneficencia domiciliaria, debe hallar protección eficaz en todas las autoridades.






Título VII

De los bienes de Beneficencia



Capítulo I

Art. 81. Son bienes de Beneficencia los que legítimamente posee. Pueden proceder de:

Legados.
Donaciones.
Limosnas.
Medidas gubernativas.
Indemnizaciones.
Consignaciones en los presupuestos.
Producto del trabajo de los acogidos.
Adquisición con arreglo a las leyes.

Art. 82. Cuando se suprima por cualquier causa un establecimiento de Beneficencia, sus bienes y fondos deberán aplicarse necesariamente a otro análogo, cuya designación corresponde al Gobierno, oyendo antes a la corporación a cuyo cargo estaba el suprimido, a la Junta de Beneficencia correspondiente y al Consejo de Estado.

Art. 83. Para vender o cambiar cualquiera propiedad de Beneficencia se necesita la aprobación del Gobierno, que oirá, antes de darla o negarla, al Consejo de Estado, a la corporación que administra los bienes cuya venta o cambio se pretende, y a la junta de Beneficencia correspondiente.






Título VIII

De los derechos de la Beneficencia



Capítulo I

Art. 84. La Beneficencia puede adquirir bienes con arreglo a las leyes, tiene los mismos derechos que todo propietario y no puede ser expropiada sino por causa de utilidad pública.

Art. 85. La Beneficencia tiene derecho a resarcirse de los gastos que hubiere hecho con los que a ella se acogen, ya de sus ascendientes o descendientes que estén en situación de indemnizarla, ya de los mismos beneficiados si llegan a estar en posición desahogada.

De esta última indemnización se exceptúan los expósitos, a no ser que el cambio próspero de fortuna sea debido a herencia.

Art. 86. Los bienes de Beneficencia no pagarán contribución.

Art. 87. Las industrias de la Beneficencia no pagarán contribución.

Art. 88. Los créditos de la Beneficencia contra el Estado no podrán disminuir de valor en ningún arreglo que se hiciere de la Deuda pública. En caso de bancarrota serán reconocidos como obligaciones, y siempre pagados sus réditos con exactitud, como destinados a cubrir necesidades urgentísimas.

Art. 89. Todo edificio del Estado, de la provincia o del municipio que no se utilice o que esté alquilado a un particular y sea pedido por la Beneficencia pública o privada, deberá concedérsele, previa la seguridad de que se destina a un objeto benéfico, y las precauciones para que no se deteriore.

Lo mismo se hará con cualquier terreno que se halle en iguales circunstancias, y sea pedido con el propio objeto por la Beneficencia pública o privada.

Art. 90. En todo litigio la Beneficencia pleiteará por pobre.






Título IX

De las cuentas



Capítulo I

Art. 91. Todo establecimiento de Beneficencia pública o privada, y toda asociación benéfica, publicará anualmente cuenta detallada de ingresos y gastos, con expresión del número de socorridos.

Se exceptúan de esta obligación los establecimientos de Beneficencia particular, que no reciben limosna, donación ni subvención alguna, y están exclusivamente sostenidos por el fundador. Los herederos de éste están obligados a publicar las cuentas como queda dicho.






Título X

De los reglamentos



Capítulo I

Art. 92. Todos los establecimientos de Beneficencia pública o particular, y las asociaciones benéficas todas, tienen obligación de formar su reglamento a los tres meses de su instalación, y presentar cuatro ejemplares al Gobernador de la provincia, que conservará uno y remitirá los tres restantes a la Dirección del ramo.

Art. 93. De estos tres ejemplares, dos se archivarán en la Dirección de Beneficencia y el otro se devolverá con la aprobación del Gobierno, o con las modificaciones que procedan si en el reglamento hubiese algo contra la presente ley u otra vigente.

Art. 94. Si la corporación, asociación o particular juzgase que contra derecho se modificó el reglamento que haya presentado, puede acudir en queja al Gobierno, que resolverá oyendo antes al Consejo de Estado y a la Junta de Beneficencia general.

Art. 95. El establecimiento de Beneficencia pública o particular, o la asociación que pasado el término de tres meses no hubiere presentado su reglamento, se entiende que admite el que le dará el Gobierno.

Art. 96. El establecimiento de Beneficencia pública o particular, o la asociación que recibe su reglamento del Gobierno, puede acudir a él para que le modifique en todo aquello que pueda hacerse sin contravenir a la presente ley ni otra vigente, y le haga más beneficioso, adaptándose a las circunstancias de la localidad.






Título XI

Del personal



Capítulo I

Art. 97. Todos los empleos de Beneficencia, sin excepción, se proveerán por concurso.

Art. 98. Ningún empleado de Beneficencia, cualquiera que sea su categoría, podrá ser separado sin formación de expediente, que resolverá el Gobierno oyendo antes al interesado, al Consejo de Estado y a la Junta de Beneficencia correspondiente.

Art.99. Los nombramientos de los empleados de Beneficencia los harán las respectivas Juntas.

Se entiende por empleado de Beneficencia todo el que desempeña en ella un cargo retribuido, cualquiera que sea su categoría.

Art. 100. Los visitadores generales de Beneficencia serán nombrados por el Ministro de la Gobernación, a propuesta en terna de la Junta de Beneficencia general.






Título XII

De las Comisiones y Juntas de Beneficencia



Capítulo I

De la formación de las Juntas de Beneficencia


Art. 101. Las Diputaciones provinciales y los Ayuntamientos de las cabezas de partido y poblaciones de mil almas o más, nombrarán de su seno una comisión de Beneficencia, especialmente encargada de todo lo que a la misma se refiere, y que deberá dar a aquellas corporaciones los datos necesarios para que resuelvan en este ramo con conocimiento de causa.

Estas comisiones formarán parte de las Juntas de Beneficencia.

Art. 102. En las capitales de provincia, los Gobernadores convocarán a las personas más notables por su caridad o ilustración, a fin de que elijan los individuos que han de formar parte de las Juntas de Beneficencia.

No se tendrán en cuenta las opiniones políticas más que para procurar que estén todas representadas. El hecho de componerse una Junta solamente de personas que se hayan marcado por la misma opinión política, bastará para anular la elección.

Art. 103. Los individuos así elegidos, en igual número de los que componen la comisión de Beneficencia de la Diputación provincial, y en unión con dicha comisión, formarán la Junta de Beneficencia provincial.

Art. 104. Las Juntas de Beneficencia provincial elegirán de su seno presidente y formarán su reglamento.

Art. 105. Los individuos de la Junta provincial de Beneficencia que no pertenecen a la comisión de la Diputación no se renovarán sino por voluntaria dejación del cargo; hecha ésta, la persona que ha de ocupar el puesto vacante será nombrada por los individuos de la Junta que no pertenecen a la comisión de la Diputación.

Art. 106. Todo lo dispuesto en los artículos anteriores para la formación y renovación de las Juntas provinciales de Beneficencia se aplicará a las municipales, sin más diferencia que ser el Alcalde el que convoque a las personas que han de elegir los individuos que han de formarlas por mitad, con la comisión municipal de Beneficencia.

Art. 107. Habrá Junta de Beneficencia en todas las cabezas de partido y poblaciones de mil almas y más.

Art. 108. En las grandes poblaciones sería de desear que se formaran Juntas de Beneficencia de barrio. Cuando haya elementos, el Alcalde convocará a las personas ilustradas y caritativas que deben formar parte de ellas en número indeterminado, y una vez constituidas, formarán su reglamento.

De estas Juntas no podrá formar parte ningún concejal ni autoridad.

Art. 109. Donde haya Juntas de Beneficencia de barrio, ellas serán las que nombren las personas que han de formar parte de la Junta de Beneficencia municipal, y que pueden pertenecer o no a las de barrio.

Se entiende que este nombramiento será para instalarlas, porque después, y por regla sin excepción, toda Junta de Beneficencia, sea general, provincial, municipal o de barrio, se renovará nombrando ella misma sus vocales.

Art. 110. El Ministro de la Gobernación convocará a las personas que por su caridad e ilustración sean propias para formar la Junta general de Beneficencia, que una vez constituida formará su reglamento.

Art. 111. Los cargos de vocales de las Juntas de Beneficencia serán gratuitos.




Capítulo II

Atribuciones de las Juntas de Beneficencia


Art. 112. Corresponde a las Juntas de Beneficencia provincial:

1.º Hacer que se cumpla la presente ley en todos los establecimientos de Beneficencia provincial.

2.º Nombrar los empleados de los mismos.

3.º Formar los reglamentos.

4.º Vigilar para que los reglamentos se cumplan.

5.º Formar expediente a todo empleado que falte a su deber, y, en caso urgente, suspenderle.

6.º Organizar los trabajos en los establecimientos que están a su cargo.

7.º Resolver, tanto en la parte económica como en la administrativa, lo más conveniente.

8.º Disponer el empleo que haya de darse a los fondos y tomar cuentas.

Si hubiere establecimientos de Beneficencia regional, cumplir con respecto a ellos lo dispuesto en los números anteriores, en unión con las Juntas a que los establecimientos pertenecen.

9.º Declarar la no pobreza de los que están obligados a indemnizar a la Beneficencia provincial.

10. En todo lo que se refiere a la Beneficencia general, auxiliar al Gobierno siempre que preciso sea.

Art. 113. Corresponde a las Juntas de Beneficencia municipal:

1.º Hacer que se cumpla la presente ley en los establecimientos de Beneficencia municipal.

2.º Nombrar los empleados de los mismos.

3.º Formar los reglamentos.

4.º Vigilar para que se cumplan.

5.º Formar expediente a todo empleado que no cumpla con su deber, y, en caso urgente suspenderle.

6.º Organizar los trabajos en los establecimientos de su cargo.

7.º Resolver lo más conveniente, tanto en la parte económica como en la administrativa.

8.º Disponer el empleo que haya de darse a los fondos y tomar cuentas.

9.º Declarar la no pobreza de los que están obligados a indemnizar a la Beneficencia municipal.

10. En todo lo que se refiere a la Beneficencia general, auxiliar al Gobierno siempre que preciso sea.

Art. 114. Corresponde a las Juntas de Beneficencia de barrio:

1.º Nombrar las personas que han de formar para instalarse la municipal si no está instalada.

2.º Hacer cuanto les sea posible para socorrer a los desvalidos de su barrio, procurando extender la Beneficencia domiciliaria.

3.º Procurar el bien de los pobres contribuyendo a su educación.

4.º En todo lo que se refiere a la Beneficencia general, auxiliar al Gobierno siempre que sea preciso.

Art. 115. Corresponde a la Junta general de Beneficencia:

1.º En unión con uno o más delegados del Gobierno, vigilar y dirigir los establecimientos de Beneficencia general, tanto en la parte económica y administrativa como en lo relativo a la educación de los acogidos, haciendo que se cumpla en ellos la presente ley.

2.º Nombrar los empleados de los mismos.

3.º Formar sus reglamentos y vigilar para que se cumplan.

4.º Formar expediente a los empleados que no cumplan con su deber, y, en caso urgente, suspenderlos.

5.º Disponer el empleo que haya de darse a los fondos y tomar cuentas.

6.º Declarar la no pobreza de los que deban indemnizar a la Beneficencia general.

7.º Proponer en terna al Gobierno los que hayan de ser nombrados visitadores generales de Beneficencia.

8. Disponer, en unión con uno o más delegados del Gobierno, los socorros que hayan de darse en las calamidades públicas y a los emigrados por causas políticas.

9.º Dar su parecer razonado cuando sea consultada por el Gobierno.






Título XIII

De las Asociaciones tutelares



Capítulo I

Art. 116. A fin de evitar los grandes males que resultan de que los jóvenes que no tienen familia se hallen sin guía, consejo ni amparo, al salir de las casas de Beneficencia, los Gobernadores invitarán a personas caritativas e ilustradas para que en cada provincia se forme una Asociación tutelar, que será tutora y curadora de los huérfanos, expósitos y desamparados, desde que salen de la casa de Misericordia que tomen estado o lleguen a la mayor edad.

Art. 117. Donde haya Asociaciones de Señoras, de que se hablará más adelante, y se presten a esta obra caritativa, se les encomendará la tutela y curatela de las expósitas, huérfanas y desamparadas, desde que salen de las Casas de Misericordia hasta que tomen estado o llegen a la mayor edad.






Título XIV

De las Asociaciones de Señoras



Capítulo I

Art. 118. En Madrid el Ministro de la Gobernación, en las capitales de provincia los Gobernadores, y en las cabezas de partido y poblaciones de mil almas y más, los Alcaldes invitarán a las Señoras caritativas a formar Asociaciones de Caridad, cuyo principal objeto será atender a los hospitales y a los niños expósitos.

Art. 119. Las Señoras que correspondan a esta invitación se reunirán para constituirse en la forma que mejor les parezca, y se lo comunicarán a la autoridad que las ha invitado.

Art. 120. A medida que dichas Asociaciones se vayan formando, los Alcaldes lo pondrán en conocimiento de los Gobernadores, y éstos del Ministro de la Gobernación, a fin de que las invite a obrar de acuerdo y unirse por medio de la de Madrid, para que sus esfuerzos en favor de los desvalidos sean más eficaces.

Art. 121. Las Asociaciones de Caridad no tendrán derecho a intervenir en el régimen ni administración de los establecimientos de Beneficencia, pero podrán visitarlos siempre que quieran.

Art. 122. Cuando el Gobierno, las Diputaciones o los Ayuntamientos quieran poner un establecimiento benéfico a cargo de una Asociación de Caridad, podrán hacerlo si ésta acepta.

Art. 123. Las Asociaciones de Caridad de las capitales de provincia que no lo rehúsen, serán tutoras y curadoras de las expósitas, huérfanas y desamparadas que salen de las Casas de Misericordia hasta que tomen estado o lleguen a la mayor edad.

Art. 124. La clase de auxilios que las Asociaciones de Caridad hayan de prestar a los establecimientos de Beneficencia y la protección que den a los expósitos no puede determinarse, pero se debe procurar la mayor latitud posible a su celo caritativo.

Art. 125. Las Asociaciones de Caridad dispondrán libremente de los fondos que reúnan.

Art. 126. Donde haya Asociaciones o Juntas de Señoras que desempeñen la tutela de las expósitas, o auxilien en cualquier concepto los establecimientos benéficos, se conservarán.






Título XV

De las Asociaciones benéficas en general


Art. 127. Las Asociaciones benéficas pueden establecerse para obrar independientes o tener enlace con la Beneficencia oficial.

En el primer caso tienen libertad para adoptar el modo de acción y dedicarse al objeto que quieran; en el segundo, es necesario que se dirijan a la Junta de que depende el establecimiento que desean auxiliar, para ponerse de acuerdo en el modo.

Art. 128. Las Asociaciones benéficas podrán constituirse sin más que presentar cuatro ejemplares de su reglamento al Gobernador de la provincia.

En todo reglamento se expresará el objeto de la Asociación.

Art. 129. Todas las Asociaciones benéficas están obligadas a publicar anualmente sus cuentas.

Art. 130. Las Asociaciones benéficas dispondrán libremente de los fondos que reúnan.

Art. 131. Cuando por cualquier motivo se disuelva una Asociación benéfica, no podrán ocuparse los fondos, bienes ni efectos que tuviere, y de los que dispondrá conforme al objeto que al constituirse se propuso.

Este artículo podrá tener efecto retroactivo.

Art. 132. Toda Asociación benéfica tendrá personalidad civil.




Título XVI

De la Beneficencia particular


Art. 133. Los establecimientos de Beneficencia particular cumplirán las disposiciones generales de esta ley, exceptuando solamente los artículos que en aquel título se declaran no obligatorios.

Art. 134. Los establecimientos de Beneficencia particular cumplirán exactamente la voluntad del fundador.

Art. 135. Cuando por la variación de los tiempos, o progresos científicos, la voluntad del fundador no puede cumplirse sin perjuicio del objeto mismo que él se propuso, se harán las modificaciones necesarias para alcanzarle mejor, consultando al Consejo de Estado, a los Patronos, a la Junta de Beneficencia respectiva, y si se tratara de métodos curativos, a la Academia de Medicina.

Art. 136. La corporación, asociación o individuo que funda un establecimiento de Beneficencia particular, podrá ensancharle, reducir sus dimensiones o cerrarlo; pero en estos dos últimos casos deberá avisar a la autoridad con la debida anticipación para que no queden desamparados los desvalidos que protege.

Art. 137. Ninguna autoridad ni corporación tiene derecho a disponer que persona alguna ingrese en un establecimiento de Beneficencia particular, ni sea socorrida por él.

Se exceptúan los casos en que la necesidad del socorro sea tal que no pueda dilatarse sin poner en peligro la vida del socorrido.

Art. 138. La dirección y administración de las fundaciones de Beneficencia particular será conforme en un todo a la voluntad del fundador, excepto en el caso previsto en el art. 135.

Art. 139. En toda fundación de Beneficencia particular habrá una Junta de Patronos, que se compondrá de personas de ambos sexos, siendo mayor el número de hombres o señoras según la índole del establecimiento, y la mayor o menor facilidad de hallar personas a propósito.

Art. 140. Las Juntas de Patronos serán nombradas, la primera vez por las Juntas de Beneficencia respectivas, y en Madrid por la general: formarán sus reglamentos y se aumentarán y renovarán, nombrando ellas mismas las personas que hayan de componerlas.

Al organizar estos patronatos, se respetará siempre en todo lo posible la voluntad del fundador.




Título XVII

De la inspección del Gobierno


Art. 141. La alta inspección y supremo protectorado de la Beneficencia, tanto pública como particular, pertenece al Estado.

Art. 142. El Gobierno debe hacer que se cumpla la ley de Beneficencia como las demás leyes. Este deber le da derecho a investigar si se infringe, y a entregar a los tribunales a los infractores.

Art. 143. El Ministerio de la Gobernación es el especialmente encargado del ramo de Beneficencia, de su inspección y del cumplimiento de la ley12.

Art. 144. La inspección del Gobierno se hará por medio de los Gobernadores de provincia, de los Visitadores generales, y de cualquier otra persona que quieran comisionar al efecto.

Los servicios de los delegados especiales serán siempre gratuitos.

Art. 145. Los empleados de Beneficencia están obligados a suministrar a los Gobernadores y Visitadores o delegados del Gobierno cuantos datos les pidan.

Art. 116. Los Inspectores de escuelas vigilarán cuidadosamente las de Beneficencia, dando cuenta de su estado al Gobernador dos veces al año, y denunciando inmediatamente cualquier abuso que noten, y de que serán responsables si no lo han puesto en conocimiento de la superioridad.

Art. 147. El Gobierno investigará si los bienes de Beneficencia se ocultan o no se destinan al objeto para que fueron legados.

Esta investigación se hará por medio de los visitadores o delegados especiales, que deberán consultar a las Juntas de Beneficencia respectivas, cuyo parecer formará parte del expediente que formen.

Art. 148. Las Diputaciones provinciales y los Ayuntamientos, en todo lo que se refiere a Beneficencia, comunicarán con el Gobierno por medio de los Gobernadores.

Los establecimientos de Beneficencia particular podrán comunicar directamente con el Gobierno.

Art. 149. En caso de abusos graves, el Gobierno puede suspender a los empleados de Beneficencia, procediendo inmediatamente a la formación de expediente o entregándolos a los tribunales.

Art. 150. Si hubiere abusos graves, y en casos urgentes, el Gobierno puede suspender a los Patronos de las fundaciones de Beneficencia particular, formando inmediatamente expediente, en que serán oídos, consultando antes de resolverle al Consejo de Estado y a las Juntas respectivas.

Los Patronos que se creyeren lastimados en su derecho, le tienen a recurrir a los tribunales.

Art. 151. El Gobierno, en casos urgentes y excepcionales, puede hacerse cargo provisionalmente de los bienes de las fundaciones de Beneficencia particular, pero a los tribunales toca resolver a quién pertenecen o quién debe administrarlos.




Disposición transitoria

El Gobierno, oyendo al Consejo de Estado a la Junta general de Beneficencia y a las Corporaciones respectivas, resolverá cuándo los establecimientos de Beneficencia que hoy son generales o provinciales han de ser sostenidos por la provincia o el Municipio, conforme a la presente ley.






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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

Reales.
C. A.-Que en las noches de insomnio le sirvan a usted de consuelo las bendiciones del pobre que se abrigará con la manta que compraremos con su limosna de... 30
La suscriptora que se interesa mucho por los pobres que tienen frío, que no vea helada por el de la muerte la frente de los que ama. Se empleará en abrigo su limosna de... 200
D. L. P. A.-Bienvenido en nombre de Dios, y en sustitución de D. Lucas Aguirre, a llenar en cuanto dependa de usted el vacío que él ha dejado. Que tenga usted algunos imitadores, para que los pobres no se aperciban de la falta, y muchos consuelos por el que les envía con sus... 100
A. M. DE B.-Los seis duros han servido para socorrer una gran necesidad. La familia socorrida envía sus fervorosas demostraciones de gratitud a esta bienhechora... 120



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¡Pobres heridos!

Hace tiempo que por varios conductos hemos sabido que la Sanidad Militar dejaba mucho que desear, y que los heridos no se socorrían tan pronto ni tan bien como tienen derecho a ser socorridos. Al saber hace pocos días que en Logroño había sobre trescientos, La Voz de la Caridad, de los fondos que aún tiene para este objeto, envió a la presidencia de la Asociación de la Cruz Roja de aquella capital mil reales y el ofrecimiento de algún objeto necesario que allí no hubiese. Esta prisa para llevar nuestro humilde óbolo indicaba el temor de que las cosas no anduvieran como debían. Temor confirmado más allá de donde había ido con la noticia de que en Logroño no habían quedado más que cien heridos, los más graves; el resto se ha conducido a Tudela y Zaragoza.

¡Es decir, que en una capital de provincia donde hay un buen hospital, una comisión de la cruz Roja y un vecindario caritativo y bien dispuesto para auxiliar toda medida humanitaria, no se pudieron tomar las convenientes para alojar 300 heridos!

¡Es decir, que después de traer los heridos una jornada en carros del país, sobre paja si la había, hasta llegar a Logroño, ni aun allí aquellos torturados cuerpos hallaron una cama y el reposo que habían menester!

¡Es decir, que se prepara una batalla con muchos días de anticipación, y no se cuida de cómo se ha de socorrer lo mejor y lo más pronto posible las pobres víctimas que caen en ella!

¡Es decir, que se toman del extranjero las armas mortíferas, y no los medios de acudir pronto a remediar en lo posible los males que hacen!...

Nosotros no entendemos nada de estrategia, pero creemos entender un poco de humanidad y de justicia, y nos parece que a ella faltan los gobiernos y los generales que procuran los últimos adelantos en los medios de herir, y quedan en el último atraso en los de curar y socorrer a los heridos. Creemos que es una inhumanidad y una vergüenza que el Estado no tenga una sola ambulancia a la altura de los cañones Krupp y de los fusiles Remington. Creemos que la opinión es también culpable en no hacer oír su voz y poner al lado de las horribles necesidades de la guerra la santa necesidad de disminuir el número de sus víctimas.

En el momento en que escribimos no sabemos lo que necesitarán los pobres heridos del Norte; si no por el momento, luego o más tarde faltará de todo. No nos atrevemos a pedir más que trapos (que ya no tenemos) e hilas. ¿A qué pedir más? Abrir una suscripción sería inútil. En los prolongados males de nuestra patria querida, sucede como en las enfermedades largas: todo el mundo se cansa. Solamente los que matan y hieren no se cansan de herir y matar. Que nuestras suscriptoras se apiaden de los míseros que caen. Ante un hombre herido, ¿qué menos se le ha de pedir a una mujer que un trapo, una venda y una lágrima?




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Talleres de Caridad

¡Qué largas se hacen las noches de invierno pasadas en el aislamiento y en el ocio! ¡qué cortas en las reuniones de los que trabajan con un objeto benéfico! ¿Aun no son más que las nueve? ¿Son ya las once?, se oye decir respectivamente a los que nada hacen y a los que se ocupan en hacer bien. Las horas parece que pesan como un remordimiento para los que las pierden, y son ligeras como una buena conciencia para quien las emplea útilmente. El hastío, el tedio, el aburrimiento, desconocidos para el que trabaja, son males gravísimos y se parecen a esos depósitos de aguas estancadas, cuyas emanaciones invisibles causan la muerte. Harto muerto está el que no vive para el bien y cuya existencia para nadie, ni para nada es útil.

Limitándonos a las noches de invierno, que pasan con lentitud abrumadora para gran número de personas que poco o nada hacen, ¿cuánto valdría todo este tiempo perdido o mal empleado si se dedicase a un trabajo de verdadera utilidad? Por muy bajo que se tasara, produciría una suma inmensa, con asombro de los que ignoran el valor del tiempo.

De siete noches dadas a la ociosidad, al tedio, a las diversiones muchas veces y por muchos conceptos malsanas; de siete noches de que no suele quedar nada (bueno al menos), ¿sería mucho pedir una, una tan sólo, para los pobres? ¿No se podría formar la bonita costumbre de que todas las señoras que pueden quisieran ir una vez a la semana al Taller de Caridad? Si este hábito se formara y se generalizase, ¡cuánto débil anciano, cuánto pobrecito niño, estarían abrigados en vez de tiritar de frío!

Nuestro Taller de Caridad va a abrirse; el local y las operarias, todo está pronto; no falta más que labor. Otros años por este tiempo ya habían venido desechos más o menos utilizables y que todos se utilizaban, y limosnas con que se podría comprar algo nuevo. Hoy el cofre de los pobres se ve, cual nunca, vacío; su bolsa también lo está, y llenos de pena los que necesitan socorro, y los que quisieran socorrerlos y no pueden. Han muerto, sí, muchos que los favorecían. Pero ¿no nacen, y crecen, y viven otros que pueden favorecerlos? ¡Ay de los desvalidos! ¡Ay de todos si las personas benéficas que sucumben no dejan sucesores, y al abrirse en sepulcro se abre un abismo donde se hunde la esperanza de los que sufren!




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Decreto sobre Beneficencia particular

Es achaque antiguo en España, y de cuya curación no se ven indicios, introducir en las leyes detalles propios de reglamento, lo cual les quita aquella generalidad que deben tener, y hacer por medio de decretos lo que debía ser objeto de una ley. Esto han hecho todos los Gobiernos, y continúa haciendo el de la República, lo cual tiene inconvenientes de muchas clases: nos limitaremos a apuntar algunos en el Ministerio de la Gobernación, de donde dependen (por desgracia) la Beneficencia y los establecimientos penales, objeto principal de nuestra Revista.

El Ministerio de la Gobernación es el más político, y, por consiguiente, el menos administrador de todos los Ministerios. Allí se atiende más que en otro alguno a la opinión del empleado, y sus servicios, si los tiene, son patrióticos, que para el caso suele ser mucho peor que no tenerlos. Allí hay una movilidad continua, y una incompetencia en los ramos especiales proporcionada a la movilidad. En un país en que el desorden es permanente, la cuestión de orden público es siempre grave, y el Ministerio de la Gobernación el que más directamente ocupa y conmueve: por eso convendría se encargara de administrar todo lo menos posible. Hombres políticos el ministro, el subsecretario y los directores, ni conocimientos especiales, ni tiempo, ni tranquilidad tienen para ocuparse de los diferentes ramos de la Administración con provecho de los administrados; los trabajos los hacen personas que suelen hallarse en las mismas circunstancias, por punto general, con menos inteligencia y que no son responsables de ellos. Con tales elementos, ya se comprende que aumentarán los inconvenientes de que se haga por medio de decretos lo que debería ser asunto de una ley.

El resultado de todo esto ha de ser, y es, el decretar sin bastante conocimiento de causa, sin un plan fijo y armónico; el deshacerse hoy lo que se hizo ayer, para restablecerlo mañana, y los cambios continuos de forma, a que llama reformas equivocada y pomposamente.

No suele pasarse una semana, de seguro no pasa nunca un mes, sin que se hallen en la Gaceta pruebas de lo que decimos, y la del 4 del actual trae una suprimiendo los inspectores provinciales de Beneficencia particular establecidos hace un año, y creando juntas provinciales y municipales de Beneficencia: y aunque no son más que para la particular, su creación revela el error y la ligereza con que hace cinco años se suprimieron todas las juntas de Beneficencia. Aun cuando nos parezca muy desacertado sujetar las municipales a las provinciales, y el modo de nombrar y renovar unas y otras, no dejamos de felicitarnos y felicitar al Sr. Ministro de la Gobernación por este decreto, que da un paso hacia el buen camino de dejar a la Beneficencia una esfera propia y tan apartada como sea posible de la política.

Pero ¿se seguirá marchando en la misma buena dirección, o vendrá otro ministro que la cambie y destruya, en vez de continuar lo empezado por el Sr. Maisonnave? Nadie puede decirlo, por lo cual todos comprenderán la necesidad de una ley de Beneficencia, cuyas bases, las que a nuestro parecer debía tener, dimos en los primeros números de nuestra Revista, y cuyo articulado empezamos a dar hoy. Es el motivo por que nos limitamos a estas breves observaciones.

15 de Noviembre de 1873.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA L. B. DE R.- Con la misma regularidad que el frío, llega siempre su limosna de 60 reales para abrigar a los pobres. Que sus bendiciones y las nuestras aumenten la satisfacción que producen siempre las buenas obras.

DOÑA M. DE LA P.- Recibidas las ocho mantas y la atenta carta, a la que no contesto por ignorar dónde vive usted. Ya debe usted suponer con cuánto gusto desempeñará la comisión de distribuir la cuantiosa y oportuna limosna. Que Dios le dé los bienes que yo la deseo, y que usted me mande como a una persona reconocida.

DOÑA T. L.- Con el donativo para los heridos vino un gabán de mujer. Dios se lo pague a usted todo.

DON J. G. T.- Ni los azares, ni los contratiempos, ni las 1.800 leguas que le separan de sus pobres, han hecho que los olvide. Ajustadas todas las cuentas que usted quiere tener con ellos, han sobrado 416 reales, que se emplearán en abrigar a los que tienen frío. Que el calor no le haga daño, ni a los que ama. Aquí estamos como usted puede figurarse, pero siempre acordándonos mucho de usted, y deseando que vuelva sano y salvo.

DON T. S O.- No estamos seguros de si esas iniciales son las de su nombre de usted, que puede estarlo de lo muchísimo que agradecemos las tres camisas, el calzoncillo, y, sobre todo, la capa: caerá en unos hombros que llevan una cruz harto pesada. Que la de usted se aligere con el recuerdo del bien que hace.

DON F. DE M. (de Málaga).- Habiendo ahí muchos que necesitan socorro, y disminuido tanto los medios de socorrerlos, tiene más mérito y agradecemos más los 80 reales. Que Dios le dé medios de consolar a todos los que su buen corazón compadece.

DON M. C. (Barcelona).- Puede usted decir a la persona caritativa de quien proceden los 20 reales que usted nos remite, que han tenido provechosa aplicación a una familia desgraciada, la cual nos encarga la expresión de su gratitud.




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Necrología

La Voz de la Caridad debe un homenaje de respeto y una lágrima a la memoria de un hombre caritativo, honra del episcopado español y consuelo de todos los afligidos que podía socorrer.

El Ilmo. Sr. D. Miguel Salvá y Munar, Obispo de Mallorca, ha muerto el 5 de Noviembre de este año: había nacido el 6 de Enero de 1793 en Algaida (no Arganda como se ha dicho), aldea del llano de Mallorca, y esta larga vida se ha empleado en el estudio de la ciencia y en la práctica de la virtud. A otros incumbe elogiar al erudito; nosotros debemos ensalzar al hombre benéfico que deja un alto ejemplo que imitar y un vacío que se llenará difícilmente. Siempre benévolo, desprendido y caritativo, llegaron días terribles para sus diocesanos, y en ellos puso de manifiesto la bondad de su corazón, la firmeza de su carácter y la serenidad de su ánimo.

Nuestros lectores no recordarán tal vez que el cólera en Palma, el año de 1865, fue alguna cosa parecida a esas pestes de pasados tiempos, cuyas relaciones no pueden leerse sin espanto. No es hoy nuestro objeto investigar la causa; pero el hecho no pudo ser más triste y desconsolador. El pánico que produjo la epidemia fue tan grande y tan general, tan verdaderamente contagioso, que huían o se ocultaban todos, desoyendo muchos, no sólo la voz de la humanidad, sino también la del deber: autoridades, sacerdotes, médicos, todos estaban aterrados, y los Amigos de los pobres de Barcelona enviaron una sección, cuyo mérito no se ha apreciado bastante, y que acudió valerosa a arrostrar la muerte bajo una de sus formas más terribles, y contribuyó a levantar el consternado espíritu de la isla. En ella había un anciano sereno, activo, infatigable, enseñando con el ejemplo cómo debe emplearse la vida y arrostrarse la muerte, y cómo sostiene enfrente de ella el amor de Dios y del prójimo: este anciano era el Obispo. En la general penuria quitó el coche, que no podía considerarse lujo en una persona que debía andar mucho a la edad de setenta y dos años que entonces tenía ya. A pie recorría las calles y las plazas, y subía y bajaba a hospitales y casas de pobres y de ricos, fortaleciendo a los débiles con su varonil energía, y consolando a los afligidos con su caridad incansable. Bien al vivo la pinta un hecho que vamos a referir.

Era un día muy lluvioso; el prelado sentía cansancio, y dijo que si no había una gran necesidad, se quedaría en su palacio. Desde él se informaba minuciosamente de cuanto pasaba, y supo que en el hospital había un colérico muy grave, francés de nación, y que, rehusando confesarse, había dicho en son de burla que para que él se confesase era necesario que fuese el Obispo.-Pues irá, exclamó el santo hombre; y corrió al hospital.

El impenitente le vio con asombro primero, enternecido después; y conmovido por la voz amante del sacerdote, confesó sus pecados. El enfermo se curó; su gratitud sin límites hizo que el hecho se supiese en su patria, y llegó hasta el trono imperial. Entre los papeles del Ilmo. Sr. D. Miguel Salvá se habrá encontrado una carta autógrafa de Napoleón III dándole gracias por lo que había hecho con un súbdito francés. Sentimos no tener esta carta para comunicársela a nuestros lectores; que el que la guardó modestamente durante su vida, no había de llevar a mal que, como un buen ejemplo, la publicásemos después de su muerte.

En la tumba del Obispo de Mallorca, que acaba de morir, puede escribirse lo que en pocas:

Aquí yace un hombre que tuvo altos deberes y los cumplió.




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A la amiga de los pobres

Hay en la capital de Cataluña una persona que con este nombre se firma, y cuyas acciones le justifican. Suscripciones, limosnas, simpatías y estímulos para no desalentarnos, todo esto lo debemos, y le pagamos con gratitud y cordial afecto. Si es amiga o amigo, parece dudoso, pero en lo que no cabe duda es en que hay en su alma, generosa y compasiva, todo lo que constituye un valeroso campeón de las buenas obras. Por eso vamos a pedirle su cooperación para otra. La Caridad en la guerra se necesita en Cataluña, como donde quiera que se hace, más tal vez que en otra parte, y no sabemos con exactitud lo que ha hecho allí la Asociación de la Cruz Roja, lo que hace, lo que puede hacer; qué dificultades halla, con qué medios cuenta, qué auxilios necesita.

Como estamos seguros de que la Amiga de los pobres lo será también de los heridos, no vacilamos en dirigirnos a su activa caridad, para que nos dé las noticias y el auxilio que habemos menester, aprovechando esta ocasión de darle las gracias en nombre de los pobres y de enviarle nuestro cordial saludo.




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Programa del Ayuntamiento del Valle de Cabuérniga (Santander)

Con este título acaba de publicar un opúsculo D. Gervasio G. de Linares, alcalde accidental de dicho Municipio, cuya lectura ha producido en nuestro espíritu algo parecido a la impresión que recibe en el mes de Julio el que deja las abrasadas calles de Madrid y llega a las verdes colinas, y respira las puras y frescas brisas de ese valle que el Sr. Linares ama tanto, y al que tanto bien quiere hacer. En medio del confuso vocerío de la orgía política, del caos en que giran las ideas, de tantos propósitos malignos, y de tantos desalientos para realizar algo bueno, es un verdadero oasis para el espíritu el ver un hombre con buena y firme voluntad y clara inteligencia, que quiere hacer bien y empieza a poner por obra su buen propósito.

La índole de nuestra Revista no nos permite hacernos cargo de todo el programa del Ayuntamiento de Cabuérniga, y habremos de limitarnos a mencionar y elogiar tres de las mejoras propuestas, en estos términos:


Instrucción primaria

«La Instrucción primaria del hombre y de la mujer, base de las buenas costumbres y del desarrollo de la inteligencia, debería realmente haber ocupado el primer lugar en este programa. Reconocida su importancia por el Ayuntamiento, y construido un local espacioso para escuela, en un punto elegido como centro de estos pueblos, se propone arreglar pronto las cuestiones de que está pendiente su apertura, dotándola del material necesario, reuniendo los recursos diseminados en varias y mal retribuidas escuelas, y nombrando un maestro y una maestra con sueldos suficientes, para levantar aquí la instrucción primaria al nivel de los recursos de la localidad.

»Al lado de dicha escuela se crearán viveros de las especies frutales que convenga propagar en la comarca, y que serán cultivadas por los alumnos en ciertos días de cada semana, bajo la dirección del maestro, para de este modo instruirlos y aficionarlos al arbolado. Los árboles de este vivero se distribuirán entre los vecinos a muy bajo precio, el cual será repartido entre dichos alumnos, premiando a los que más se distingan por su aplicación e inteligencia. Y para que éstos se familiaricen desde luego, con el conocimiento de las otras clases de riqueza local que han de estimularles al trabajo, se establecerá también un pequeño museo de los diversos productos del país.

»Convencido está el Ayuntamiento de que el beneficio de la Escuela Central ha de extenderse a los pueblos más distantes del distrito, pero no desatenderá por esto la mejora de sus respectivas escuelas.»




Hospital municipal

«No se concibe que los pueblos lleguen a caer en tal abatimiento que desatiendan indiferentemente una obligación tan sagrada, impresa en su conciencia y sentida en su corazón, como es la de atender en caso de enfermedad a las personas que viven desprovistas de recursos, y abandonadas en sus dolencias, sin familia que de ellas cuide. A más de cumplir un deber grato, se ha comprendido que la creación de un hospital municipal puede realizar un deseo que sienten todos, y que sólo faltaba la fórmula para iniciarlo y plantearlo.

Está estudiado bien el asunto, y por consiguiente, esta reforma puede llevarse a cabo casi sin sacrificios para nadie.

»Una casa modesta que se alquile a bajo precio, tres o cuatro camas que se compren, y algún utensilio y mueblaje, administrado por una persona que viva cerca, y que con una corta retribución asista a los pocos enfermos que, como se comprende por el conocimiento de estos pueblos, podrá haber acogidos en ocasiones dadas, bastará para el objeto.

»Una junta de tres personas, elegidas en el distrito, se encargará de su dirección, así como de estimular a las personas acomodadas para que la limosna que a esos enfermos les habían de dar en otro punto, la entreguen a dicha junta, que con más provecho la aplicará.

»Dése este paso importante, con el cual se cubre una apremiante necesidad, y lo demás lo hará en adelante la acendrada caridad de los que pueden aquí, que felizmente la tienen bien acreditada.»




Casinos populares

«Se hace sentir la necesidad de que cada pueblo se prepare un local donde los vecinos puedan, en los ratos que les dejen libres sus faenas, reunirse y tratar todas las cuestiones que se refieran a su mejoramiento. Las personas más ilustradas podrán darles conferencias que les instruyan, levantando su espíritu y su inteligencia, abatidos hoy por la frecuentación de las tabernas, donde a la vez gastan mal su dinero y se sumen en el vicio.

»Con una pequeña biblioteca y algún periódico de agricultura, pueden además pasar allí útil y agradablemente todos sus ratos de ocio.

»A medida que el Ayuntamiento vaya recogiendo el fruto de las reformas indicadas, arrendará en cada pueblo un local modestamente preparado y alumbrado, y adquirirá los libros y las suscripciones necesarias para llevar a cabo este pensamiento.»

Es verdaderamente consolador siempre, y mucho más en estos momentos, ver tan humanitarios y nobles propósitos. Poco, muy poco podemos hacer para contribuir a que se realicen; pero La Voz de la Caridad no ve pasar el pensamiento de una buena obra sin darle la bienvenida y el ósculo de paz. Contribuirá con una cama a la formación del hospital, con algunos libros a la biblioteca del escondido valle, y envía su cordial saludo a los buenos hijos que lo honran.

1.º de Diciembre de 1873.






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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA M. DE LA P.- Los mensajeros de su caridad no olvidan el camino de nuestra redacción. Que no halle usted muchos abrojos en el suyo. Llegó el tartán para tres vestidos, y la tela para cuatro camisas.

DON F. C (Coruña).- Muy sentidas gracias al buen corresponsal que lleva por comisión nuestra gratitud, por la limosna de 20 reales.

DON E. M. V. (Barcelona).- Llegaron los 200 reales; 100 se aplicaron al culto en las prisiones, como usted desea, y los otros 100 para mantas. Que a las bendiciones de los pobres que con ellas se abrigan, y la nuestra, se una la de Dios.




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La caridad en la guerra

No ha sido inútil la publicación del suplemento al núm. 89 de nuestra Revista, ni hemos apelado en vano y una vez más a la caridad incansable de nuestros lectores. Después de repartida aquella hoja, hemos recibido para los heridos los donativos siguientes:

Sr. D. Juan N. Fesser... Mil reales.
Sra. D.ª Joaquina Fesser... Doce vendas, hilas, dos camisas de franela.
Una señora... Hilas, dos camisas.
Sra. D.ª M. M... Veinte reales, trapos.
Una joven... Trapos.
Sra. de Ruiz de Quevedo... Hilas, vendas, trapos.
Sra. D.ªAdela P. de Villalonga... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Julia Bustamante de Olózaga... Hilas, trapos.
Sr. D. Diego Lletget... Cien reales, diez calzoncillos, siete sábanas.
Sra. de Herques... Veinte reales, trapos.
La madre de un militar que está en el Norte... Trapos.
Sra. de Salvá... Hilas.
Sra. de Juliá... Trapos.
Sra. de Miranda... Dos sábanas.
Sra. de Blasco... Tres calzoncillos.
Sra. D.ª C. B. de P... Tres calzoncillos, cabezales, trapos.
Sra. D.ª Manuela López de Ibáñez... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Antonia Esteban Fernández... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Catalina Montero de Rico... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Librada Ballesteros... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Vicenta Echave... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Amalia García... Hilas, trapos.
Sra. Condesa viuda de Yumuri... Un canastillo y una caja con vendas, hilas y trapos.
Sra. D.ª Luisa Lagunero... Hilas, trapos.
Sr. D. Federico Amoraga... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Loreto Boda de Mondéjar... Hilas, trapos.
Sra. D.ª Elvira Moreno... Hilas, trapos.
Sra. de Zurbano... Hilas, trapos.
Sra. de la Quintana... Hilas, trapos, una camisa.
Sra. D.ª H. de L... Veinte reales. Sr. D. P. N... Cuarenta reales.
Sra. D.ª E. F. de R... Diez reales.
Sra. D.ª Piedad de Vera de Marín... Hilas, trapos.
Sra. de Escribano... Hilas.
Sra. de Pérez... Hilas.
Una bienhechora... Trapos.
Sra. D.ªM. V... Un canastillo de hilas y trapos.
Sra. Condesa de... Hilas.

El Sr. D. Federico Fernández, director de la escuela de párvulos de Chamberí, vendas, trapos e hilas, hechas por niños de seis, cinco, cuatro y hasta tres años y medio. Este profesor tuvo la buena idea de decir a los niños si querían hacer hilas para los pobres heridos; y primero uno, después dos, luego diez y siete, y por fin un gran número han dicho que sí, y en las horas de recreo es de ver aquellos inocentes afanados en procurar con sus manitas puras, con qué atajar la sangre derramada por culpables manos. El maestro que tuvo tan buena idea dé las gracias en nuestro nombre a los angelicales operarios, y que no necesiten nunca hilas los que en vez de jugar las hacen.

Para satisfacción de los bienhechores de los heridos, les diremos que van remitidos nueve cajones de efectos sanitarios, ropa interior, sábanas y calcetines de algodón, porque de San Sebastián nos dicen que no tienen calzado los heridos en las piernas, ni con qué abrigarlas los que ya se levantan. Habrán recibido ya 50 pares de calcetines que hemos comprado. Damos este pormenor, para que se sepa que medias o calcetines grandes es una buena limosna. En dinero van remitidos 300 reales a San Sebastián y 2.000 a Logroño. Como nosotros no somos más que el conducto por donde estas limosnas han ido, para los que las han dado, no para nosotros, es lo que dicen las Señoras de la Cruz Roja de Logroño en el siguiente párrafo: «El Señor premiará como se merecen sus actos de caridad, y las bendiciones de estos desgraciados, que con lágrimas nos manifiestan su agradecimiento, alcanzan a usted, que tanta parte tiene en los auxilios y cuidados que les prodigamos.» Reciban, pues, los bienhechores de los pobres heridos sus bendiciones, y caiga la de Dios sobre las piadosas Señoras de Logroño, que pueden citarse como ejemplo de caridad.




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Cartagena

Si las noticias que dan tanto los periódicos como las cartas particulares no son exageradas, Cartagena va a quedar reducida a un montón de ruinas. Mujeres, niños, ancianos, hombres, todos sus míseros moradores vagan errantes, si no han sucumbido a la miseria y a las enfermedades que en pos de sí lleva siempre. En su precipitada fuga no han podido sacar ni ropa para cubrir su desnudez, y los que debían a su trabajo una posición desahogada imploran hoy la caridad, que acaso no encontrarán.

Juzgando humanamente, los menos desdichados son tal vez los que han muerto. Es dolorosísimo el cuadro de un pueblo entero abandonando con precipitación sus hogares, como si la tierra temblara en sus cimientos o inundara sus calles la lava de un volcán; pero será todavía más terrible el volver de ese mismo pueblo.

Figurémonos la vuelta de los habitantes de Cartagena. Mermados por la muerte, extenuados por la miseria, mal cubiertos los debilitados miembros, doblada la frente al peso de tanta desventura, se encaminan silenciosamente a lo que fue su querida ciudad: todavía tiene cada uno la esperanza de que su albergue se salvase de la común destrucción; y cuando esa esperanza se pierde, cuando todos ven que el exterminio no ha perdonado a nadie, cuando reciben como un golpe de maza la impresión contagiosa de aquellas ruinas ensangrentadas, el corazón siente, pero las palabras no pueden expresar lo que será aquella especie de tumba donde hay espectros que lloran.

Nosotros no podemos entrar en ningún orden de consideraciones que ni remotamente puedan relacionarse con la política; pero sí debemos hacer observar que la situación de Cartagena apenas tiene ejemplo en la historia. La que fue ciudad dichosa, podría representarse por una honrada matrona entre dos combatientes, de cuya ira no participaba ni había excitado, y que le dirigían uno tras otro mortales golpes, sin piedad por sus ayes lastimeros ni por la sangre inocente que de sus heridas corría.

En la ruina de Cartagena hay muchas cuestiones que la índole de nuestra Revista no nos permite tratar, y nos limitaremos a la de caridad, no sin decir antes algunas palabras sobre una de Derecho.

Cuando el Estado destruye un pueblo con todas las circunstancias de la destrucción de Cartagena, ¿no debe reedificarle el Estado? Si se le pregunta: ¿por qué destruyes esa población? Responderá: por necesidad: no puede responder otra cosa. Y si la utilidad pública da lugar a indemnización, ¿no debe darla con mucho más motivo la pública necesidad? El Estado, para hacer un camino, derriba una casa que está en el trazado, y la paga por todo su valor y por más de lo que vale. El Estado derriba una casa porque en ella se guarece un enemigo que amenaza su existencia, y que no puede vencer sino echando abajo el edificio. ¿No es un caso de expropiación forzosa, y el derecho a la indemnización claro, evidente? Y no insistimos sobre la situación especial del expropiado, sobre su aflicción, su miseria y total ruina. Si en vez de ser una casa es un pueblo, será mayor el desastre, crecerá la dificultad, pero no mermará el derecho a la indemnización. Tal vez se diga: es imposible. Ya sabemos que no hay derechos imposibles; pero sabemos también que se tienen por imposibles muchas cosas que no lo son; que el primer paso para hacer triunfar la justicia es reconocerla, y que si no es dado realizarla enteramente, es deber aproximarse a ella cuanto esté en nuestra mano.

La cuestión de humanidad no necesita explicarse, ni puede ofrecer ninguna duda. Si un pintor de genio hiciera un cuadro de La vuelta a Cartagena de sus hijos desdichados; si este cuadro se expusiera a la conmiseración pública, y al lado un cepillo para recoger limosna, ¿quién negaría su óbolo? El ciego que no viera el cuadro o el miserable que no tuviera corazón. No neguemos las simpatías del nuestro a los desventurados, dignos de lástima cuando estaban fugitivos, y más aún gimiendo sobre las ruinas de sus techos desplomados.

¿Qué hacer? ¿Abrir una suscripción? La Voz de la Caridad, si no cansados (que la caridad no se cansa), tiene esquilmados a sus lectores, cortos en número y no ricos en su mayoría. Para los pobres en general, para los de las Decenas, para los heridos, dan limosnas de continuo.

Aparte de esta circunstancia, una suscripción, aun hecha por uno o varios periódicos de los que más circulan y que produzca algunos miles de reales, es pequeño recurso para tan gran desastre. Era necesaria la poderosa iniciativa de personas de corazón y respetabilidad que se asociaran para allegar recursos, y que, movidas por la caridad, fueran activas e incansables como ella, teniendo además la fuerza que da la asociación. Con ella podrían llegar al Gobierno, hacerle comprender el derecho, sentir la lástima, y además de socorros conseguir para la desolada ciudad exención de contribuciones por cierto tiempo, protección especial para sus industrias, franquicias para su comercio, y, en fin, cuanto pudiera contribuir a que renaciera de sus ruinas.

Esta reunión de personas benéficas con el objeto de consolar una de las mayores desventuras que se lloran en la historia de los pueblos, no debería limitarse a Madrid, sino, por el contrario, las Juntas benéficas de socorro a Cartagena debían formarse en todas las poblaciones de alguna importancia, y sólo así podría llevarse alivio eficaz a tamaña desventura. Que donde quiera que haya una persona que la compadezca, haga algo para aliviarla; que no se desaliente por las dificultades ni por lo mezquino de las ofrendas; los obstáculos disminuyen a medida que la buena voluntad crece; las ofrendas, aunque sean pequeñas, componen una grande suma cuando son muchas, y el contentamiento de hacerlo que se debe es independiente de todo resultado, grande, pequeño o nulo.

15 de Diciembre de 1873.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA F. A. DE LLET.- Los 80 reales de la retribución, que ya no pudo recibir el que la había ganado, se han aplicado a los pobres: si de donde está se sabe lo que pasa en este valle de lágrimas, se complacerá en ver que, unidas a las que le lloran, van buenas obras que honran su memoria y su nombre.

LA M. DE C. L.- Merced a los 100 reales de su limosna, un extranjero convaleciente, buen padre y buen esposo, que por tener toda su ropa empeñada no podía salir de su buhardilla, ha recuperado la ropa necesaria para salir a la calle. Es un cautivo de la miseria, que usted ha rescatado y que bendice a usted con nosotros.

D. E. B. Y L.- Aquellos tres duros entregados a un redactor de La Voz de la Caridad en la Castellana, santo recuerdo de la miseria en el lugar donde se ostenta la riqueza y el lujo, han libertado a una pobre familia de una de las mayores penas: la de verse en la calle. Habían expirado todos los plazos, o iba a cumplirse la terrible orden de desocupar el cuarto, orden que se revocó al recibir la limosna de usted. No hay para qué encarecer que ha sido bendita.




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La Caridad en la guerra

Otra vez los pobres heridos han tenido que ampararse de la Caridad, y otra vez esta hija del cielo les ha recibido en sus brazos. San Sebastián, Dios la bendiga, ha sido para los heridos de Velabieta lo que Logroño que para los de Monte-Jurra, y sus generosos y compasivos habitantes acudieron con todo lo necesario para improvisar hospitales en medio de tanta desventura; en los momentos de angustia en que la esperanza vacila, aun aquel a quien abandone no podrá menos de decir: Todo se ha perdido menos la caridad.

No tenemos aún de San Sebastián las noticias circunstanciadas que esperábamos; sólo sabemos que las Señoras de la Cruz Roja han trabajado mucho, y que hay alguna que está en el hospital todo el día, yendo a las ocho de la mañana. La Voz de la Caridad ha enviado mil reales.

La sección de Señoras de la Cruz Roja de Madrid está desplegando gran actividad y caritativo celo. Ha enviado a San Sebastián nueve grandes cajones con efectos sanitarios, sábanas, mantas, etc., y cinco a Logroño: es un donativo de gran consideración, y no será el último por lo que hemos podido observar: mucho nos engañamos si en la larga y dolorosa prueba que los sangrientos combates le preparan, no confirma que la caridad no se cansa. En casa de la señora Duquesa de Medinaceli, presidenta de la Sección, se ha establecido un taller de caridad, al cual acuden las caritativas operarias una vez a la semana, de ocho a doce de la noche, y con gran asiduidad hacen hilas, vendas, etc. Este buen ejemplo, muy visible como dado desde tan alto, ¿no será visto, y si lo es no será imitado? Con que todas las señoras que pueden quisieran dedicar cada ocho días algunas horas a los pobres heridos, ninguno tendría que añadir a los dolores de su herida el de verse abandonado o falto de los auxilios que su estado reclama.

También es incansable la caridad de nuestros bienhechores: varios han repetido sus donativos de hilas y trapos.




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Cartagena

Cuando estaba ya en prensa el número último de nuestra Revista, y un artículo que lleva el mismo epígrafe que éste, apareció en la Gaceta un decreto dado por la Presidencia del Poder Ejecutivo, creando una Junta con el objeto de promover una suscripción nacional, cuyos productos se destinarán a aliviar las desgracias que causa la insurrección de Cartagena. Aplaudimos de todo corazón el pensamiento, y hacemos nuestras estas palabras del preámbulo: «Y no hay lazo que una a los conciudadanos entre sí, como el lazo de la caridad.» Pero si el pensamiento es bueno, los medios de llevarle a cabo nos parece que hubieran podido elegirse mejor. Hay demasiados hombres políticos en esta Junta, y se echan de menos nombres que no debieran haberse omitido cuando se trata de una obra de caridad. Por muy buena voluntad que tengan los hombres políticos para llevar a cabo las empresas caritativas, ¿cómo han de darles la serenidad de ánimo y el mucho tiempo que necesitan?

Creemos, pues, que la Junta nombrada por el Gobierno debería llamar a sí y aumentarse con mayor número de personas, procurando que fueran más conocidas por sus sentimientos caritativos que por su actividad en la política militante, y procurar que se formasen juntas en las provincias, como decíamos en nuestro número anterior. El desastre es grande, las desgracias sin cuento, y no se aliviarán con algunos miles de reales.

Cualquier plan que la Junta adopte para socorrer a los míseros vecinos de Cartagena puede contar con nuestra cooperación; la circunstancia de ser tan débil que tal vez no merezca ser aceptada, no nos exime del deber de ofrecerla cordialmente.




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Defensa de la Cruz Roja

Al leer las palabras que anteceden, dirán nuestros lectores: ¡Defensa de la Cruz Roja! ¡Cómo! ¿Hay quien la ataca? Por triste que sea y por inverosímil que parezca, ha habido una persona tan desdichada que ha escrito una serie de artículos para atacar la institución que más honra nuestro siglo, por la cual creemos que Dios le perdonará muchas culpas y la posteridad le absolverá muchas faltas, aquella que la primera ha puesto en práctica las palabras divinas del sermón de la Montaña. La divisa de la Cruz Roja es: Los enemigos heridos son hermanos; divisa que no es un adorno o una bandera hipócrita, sino el resumen del espíritu de la asociación, conforme cual ninguna con el espíritu del Evangelio. La Cruz Roja abre una era nueva en las relaciones internacionales de los pueblos; es el apóstol más elocuente de la paz que un día (no queremos renunciar a esta esperanza) reinará, entre ellos, y revela un gran progreso moral, preparando otros mayores. El gran bien material que ha hecho, que hace y que hará, con ser inmenso, es muy poca cosa comparado al que realiza afirmando con acciones que los hombres, hijos todos del Padre celestial, son hermanos. Cada herido que se recoge es un alto ejemplo que se da; cada herida que se cura cierra otra en las entrañas de la mísera humanidad, desgarradas por los hombres que se aborrecen; cada ofensa que se perdona atrae una bendición de aquel que dijo: Amad a vuestros enemigos.

Es verdaderamente asombroso que haya podido desconocerse el espíritu de una institución tan santa; pero es lo cierto que así ha sido, para que se verifique que ninguna cosa verdaderamente grande se establece sin contradicción en este valle de lágrimas. Habíamos sabido que en un periódico titulado El Consultor de los Párrocos, escrito por un sacerdote cuyo nombre hacemos la caridad de callar, aparecían artículos contra la Asociación que lleva la caridad a la guerra, es decir, adonde hace más falta y es más difícil que llegue. A pedir íbamos los desdichados papeles, para ponerles oportuno correctivo en cuanto de nosotros dependiera, pero lo suspendimos al saber que la Asamblea española de la Cruz Roja, justamente ofendida, había encomendado su defensa a D. Antonio Balbín y Unquera, que ha correspondido a tan honroso encargo publicando un opúsculo en el que, con gran copia de argumentos y de datos, confunde al malaventurado articulista, y si no le reduce al silencio, será porque se puede hablar sin razón. Que una persona del talento y la erudición del Sr. Balbín y Unquera defienda bien una buena causa, cosa es que nos parece fácil; lo que no lo es tanto, es guardar la mesura que ha guardado, con un espíritu de moderación en la defensa que contrasta con el que ha determinado el ataque. Por esto damos muy especialmente la enhorabuena al Sr. Balbín, que inspirado en el sentimiento de amor al prójimo, que es el alma de la Asociación que lleva a la guerra la caridad, él la ha llevado a la polémica, lo cual es acaso más meritorio dadas las circunstancias de la que sostiene.

Bien está que la Cruz Roja oponga su razón al error de los que atacan, pero debe sobre todo encomendar su defensa a los hechos. Enfrente de las tres guerras que nos desgarran, aumente su celo en la medida que crecen las desventuras; propáguese, únase, multiplíquese; que no caiga un herido en ningún campo de batalla sin que acuda a levantarle su caritativa mano; que el moribundo la vea consolando su agonía y haciéndole creer en aquel Dios que inspira tan sublime amor entre los hombres; que con su caridad, con la caridad de San Pablo, que no se cansa ni se mueve a ira, convenza a sus enemigos de injuria y calumnia, no ante los tribunales de justicia, sino ante la conciencia de los hombres justos que digan: Bueno debe ser el árbol que da tales frutos, y ciego el que ha querido cortarle.




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La consigna de la cárcel

La opinión en España se parece a un mar tempestuoso, cuyo oleaje forma montañas, abre abismos agitada por vientos encontrados, no sigue dirección alguna constante donde los sucesos, como las naves, no dejan huella ni señal alguna. Desmanes, abusos, desafueros, atentados, violación de las leyes, crímenes horrendos, llaman por una hora o por un instante la atención del público, que pronto los olvida. Así, la opinión, esa fuerza constante, lenta, uniforme, que parte de todos los puntos y como una malla de acero envuelve los sucesos, y los sujeta y obliga a amoldarse a la forma que les impone, aquí es una fuerza instantánea; hace explosión, tal vez causa algún trastorno e inmola alguna víctima, después de lo cual queda sin movimiento, es un cuerpo inerte, como un proyectil que ha reventado.

Esta verdad, que puede comprobarse todos los días, tiene una prueba más en lo acaecido en la cárcel de Madrid no hace muchos: algunas personas se ocuparon un poco del suceso, algún periódico habló algo; después, silencio, indiferencia, olvido absoluto. El hecho a que aludimos se refiere por un periódico que pretende ser campeón del progreso y de los derechos individuales, del modo siguiente:

«Ayer tarde a las cuatro, un guardia civil que se hallaba de centinela en la cárcel de Villa se vio en la precisión de disparar su fusil sobre varios presos que se hallaban en una ventana y que desobedecieron sus intimaciones para que se retirasen y no escandalizaran, resultando gravemente herido uno de ellos, que fue trasladado a la enfermería de la cárcel, y otro individuo que con éste estaba de visita, y a quien se trasladó al Hospital General. El Juzgado correspondiente acudió al lugar de la desgracia.»

Ni una protesta en nombre de la justicia, ni una palabra de reprobación en nombre de la conciencia. Al contrario, parece que se trata de una cosa fatal, inevitable, como una nube de piedra o la erupción de un volcán. El centinela se vio en la necesidad de disparar su arma, y el juzgado acudió al lugar de la desgracia. No es pequeña vivir en un país, y amarle, donde tales cosas suceden, sin que la ley, ni la opinión, ni los que se dicen sus ilustradores, castiguen y clamen y anatematicen y hagan imposible el más terrible de los delitos, el que se comete en nombre de la justicia escarneciéndola. El preso herido no sabemos si ha muerto; el que fue a visitarle sí.

Lejos de haber necesidad en toda esta horrible tragedia, lo que hay es el olvido más inconcebible de la razón y del derecho. Ya que, para vergüenza nuestra, hay en Madrid una cárcel donde los presos reunidos entre sí y con las personas que van a visitarlos, pueden asomarse a donde son vistos y oídos, establézcase un castigo disciplinario, calabozo u otro, para el preso que abusa de una libertad que no debiera tener, insultando a los transeúntes o al centinela; pero autorizar a éste para que haga fuego sobre un grupo de hombres porque dicen palabras más o menos ofensivas, nos parece autorizar un asesinato. A una especie de fiera que ha perpetrado los crímenes más horrendos se la indulta de la pena de muerte, y se impone a un preso porque comete una ligereza que no cometería, si la cárcel estuviera como debía estar, y a un desventurado que acompañaba a un amigo que iba a verle. La pena de muerte en el Código subleva la indignación de los filántropos; en el gatillo de un fusil y en la voluntad de un centinela iracundo no tiene, según parece, nada de cruel ni de alarmante.

¿No habrá quien llamo la atención del señor Ministro de Gracia y Justicia sobre las consignas de los centinelas de las cárceles y presidios? ¿No habrá quien haga comprender a los que las dan que las armas de los centinelas, como las de todos los hombres, no pueden en justicia dispararse sino para legítima defensa de los que las llevan? Tememos mucho que no haya quien haga nada de esto, porque en España, por más que otra cosa crean los que de apariencias se fían, la verdad es que hay muy poco respeto a la vida de los hombres.

De esas cárceles donde se hace fuego a los que asomados a las ventanas dicen palabras inconvenientes, se fugan los presos todos los días. De la de Motril se han escapado estos días seis u ocho, algunos encarcelados por gravísimos delitos. Parece que el alcaide, calabocero, y todos los que debían custodiarlos, se hallaban en la noche de la evasión fuera de la cárcel. Crueldad e impunidad, dos cosas que parecen incompatibles, caminan y reinan unidas en nuestras prisiones. ¡Qué dolor y qué vergüenza!






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A Zaragoza


Donde no hay o no funciona la asociación de la Cruz Roja

    Ciudad de grandes recuerdos,
la del nombre esclarecido,
la de los hechos famosos,
la de los heroicos hijos,
¿no sabes que tus hermanas
con celo caritativo
forman benditas legiones
bajo la enseña de Cristo?
¿No sabes que la Cruz Roja,
gloria pura de este siglo,
corre al campo de batalla,
enfrena el rencor impío,
y en la montaña y el llano,
y al borde del precipicio,
sus brazos abre, y restaña
la sangre del pobre herido?
¿No sabes que en este caos
de crímenes y delirios,
la luz de la caridad
da su resplandor divino?
¿Adónde estás, Zaragoza,
que nada de esto has sabido?
Es hora de que lo aprendas
y aproveches el aviso.
Nobleza obliga, ya sabes:
no empañe tu blasón limpio
la nota de la crueldad
o del glacial egoísmo.
A ti, que eres fuerte y grande,
no te llame algún mezquino
la postrera en compasión,
siendo la primera en bríos.
Es propio de gente vil
no levantar al caído,
sea parcial o adversario,
soldado o ilustre caudillo.
Da ejemplos de caridad
como has dado de heroísmo,
y prueba a la faz del mundo
que el valiente es compasivo.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

DOÑA C. S. DE B. (Barcelona).- Teniendo ahí tantos pobres, aún envía usted 200 reales para los nuestros. ¡Dichosos y benditos los que, como usted, tienen corazón y medios materiales para derramar por todas partes sus beneficios! Contamos entre ellos, y agradecemos mucho, las seis suscripciones que por usted nos han venido.

MADRID.- Por mano de una persona respetable, y en nombre de una suscriptora que ni aun con iniciales firma la carta, hemos recibido 100 reales, con encargo de que se empleasen en el socorro de pobres necesitados aquel mismo día (9 de Enero). Así se hizo. Entre tres familias se distribuyó el socorro, que fue tan oportuno como agradecido, y las tres familias bendicen a su incógnita bienhechora. Si se fijó precisamente ese día para conmemorar algún suceso o aniversario notable, ha sido una idea feliz, que aplaudimos y quisiéramos ver imitada.




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La caridad en la guerra

Hace algunas semanas, el Sr. Ministro de la Gobernación dirigió una circular a los gobernadores para que excitasen la caridad en favor de los heridos, a fin de recoger hilas y trapos. Suponemos que los gobernadores habrán cumplimentado la orden, y que las personas caritativas responderán a su llamamiento; y aun suponiéndolo así, tememos que, si no se hace más, poco se habrá hecho en favor de los pobres heridos. Este temor es hijo de alguna experiencia que tenemos de estas cosas: no basta pedir objetos y recibirlos; es necesario organizar los socorros estableciendo depósitos en centros convenientes, y saber dónde se necesitan auxilios y de qué clase, y que los que de ellos han menester sepan adónde, a quién y cómo han de acudir para obtenerlos. Si así no se dispone, las hilas estarán almacenadas y se pudrirán donde no hagan falta, y no las habrá donde sean necesarias. Hemos visto, por ejemplo, en un periódico que las señoras de Lérida enviaban una gran caja de hilas al Sr. Ministro de la Gobernación. ¿Para qué vienen a Madrid? ¿No sería mejor que fueran a uno de los depósitos que debían formarse en Cataluña, donde hacen y de seguro seguirán haciendo mucha falta?

Rogamos encarecidamente al Sr. Ministro de la Gobernación que dé las órdenes convenientes para que se establezcan depósitos de los efectos sanitarios que se recojan. En Cataluña puede establecerse uno o más; otros en Aragón, Valencia, Logroño, Miranda de Ebro, Tudela; y uno central en Madrid, para reunir los donativos de las provincias en que no hagan falta, y dirigirlos donde sean necesarios, poniéndose para todo de acuerdo con la Sanidad Militar y consultándola.

Al Sr. Ministro de la Guerra tenemos que hacer otra observación y dirigirle otra súplica. Cuando los escuadrones o regimientos operan con toda su fuerza, llevan botiquines y facultativos; pero las pequeñas columnas van al enemigo, y los que las componen caen heridos, sin recibir auxilio alguno, o recibiéndole tan tarde que ya es inútil. Tenemos noticias de casos en que una herida que no era mortal, ni grave siquiera, ha causado la muerte, por la hemorragia que no supieron contener los compañeros de la víctima, llenos de buena voluntad, pero faltos de todo conocimiento de lo que se debe hacer en estos casos, y sin tener una venda, una compresa ni idea de cómo ni dónde debe hacerse una ligadura.

Ya que todos los soldados no lleven, como debían, bolsas de socorro, que al menos se provea de ellas a los oficiales que operan en columnas en que no hay botiquín ni médico. A estas bolsas debe añadirse una sencilla instrucción de lo que ha de hacerse con el herido hasta que pueda llevarse donde haya médico.

Muchas víctimas se hubieran salvado si esto se hubiera hecho, desde el principio de la guerra; hartas hace que no se le pueden arrancar: ¿por qué nuestro descuido culpable aumenta el número?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Con retraso, por el estado de las comunicaciones, hemos recibido de nuestro corresponsal de San Sebastián las noticias que, con el mayor gusto, insertamos a continuación:

«En medio de los desastres sin cuento, consecuencia inevitable de la lucha fratricida que asola y destruye las pintorescas Provincias Vascongadas, es verdaderamente consolador el espectáculo que ofrecen aquellos pueblos, acudiendo con caritativo celo, con generoso o incansable afán, al socorro de los pobres heridos. San Sebastián, la bella capital de Guipúzcoa, ha dado recientemente el más elocuente testimonio de que la caridad cristiana es capaz de los mayores prodigios.

»La acción de Velabieta, dada el día 9 de Diciembre, ha proporcionado al vecindario de dicha ciudad una solemne ocasión de ejercitar los nobles y humanitarios sentimientos de que siempre se ha mostrado animado. No bien se esparció, en la mañana del 10 la noticia de que iban a ser conducidos a ella al pie de 300 heridos que había tenido el ejército de la República en el encuentro del día anterior, se puso en conmoción el pueblo todo. El edificio de la Cursaal, fuera de la parte ocupada por algunos heridos que existían ya, se encontraba casi vacío; pero faltaba allí todo, y era para hacer de caer el ánimo la difícil empresa de llevar instantáneamente a aquellos inmensos salones el material necesario para recibir el número de heridos que debían llegar de un momento a otro.

»En tanto que las autoridades civiles y militares tomaban las medidas más urgentes, congregáronse los señores socios de la Cruz Roja, de los que había pasado ya una comisión a Andoaín provista del material indispensable para prestar los primeros auxilios a los heridos y para su conducción a San Sebastián. Al mismo tiempo constituyose en junta la sección de señoras de dicha asociación, presidida por la señora D.ª Casimira de Echagüe, y sin demora adoptó también las disposiciones que su buen deseo la sugirió en la medida de los recursos con que contaba.

»Una excitación dirigida al vecindario a las diez de la mañana, dio por resultado reunir en breves instantes un número considerable de catres de hierro, jergones, colchones, mantas, almohadas y la ropa blanca correspondiente; y merced al esfuerzo de todos, no sólo quedaron dotados de lo más indispensable los salones de la Cursaal, sino que se montó además un segundo hospital de sangre en una casa particular. Digno es del mayor aplauso el generoso desprendimiento con que su propietario, el señor Moyna, la cedió para ese objeto.

»Al mediodía comenzaron a llegar los heridos, conducidos por los asociados de la Cruz Roja, y durante todo aquel día y los dos siguientes continuaron viniendo los que quedaban en Andoaín. Fácil es de comprender que donde no había montada una administración militar que atendiera a tan importante servicio, donde todo estaba abandonado a la iniciativa y al cuidado del vecindario, se debieron pasar momentos verdaderamente angustiosos. Todo se pudo salvar merced al celo incansable de las señoras de la Cruz Roja. Madres de familia muchas de ellas, jóvenes delicadas otras, se creyeron en el caso de dar tregua a sus ocupaciones domésticas y deponer su natural timidez para consagrarse todas a aliviar la suerte de tantos infelices. Con ese admirable instinto que solamente atesora la mujer cristiana, proveían a las menores necesidades no bien se experimentaban, atendiendo, sin darse punto de reposo, a las diferentes salas donde se había colocado a los heridos, a medida que iban ingresando. ¡Espectáculo conmovedor y en extremo edificante el que ofrecían aquellas mujeres, verdaderas Hermanas de la Caridad, con la insignia de la Asociación al pecho!

»Merece también especial elogio el cuerpo de Sanidad Militar, cuyos individuos estuvieron a la altura de su misión, atendiendo con el mayor esmero y asiduidad al socorro y cuidado de los heridos. No es suya ciertamente la culpa si en los primeros momentos faltaron allí recursos que siempre deben estar a mano en establecimientos de esa clase. Ellos supieron utilizar los que la caridad había reunido.

»Doscientos sesenta y siete fueron los heridos ingresados en los dos hospitales en los días 10, 11 y 12. De ellos, solamente han fallecido un oficial y cuatro individuos de la clase de tropa. Entre los jefes heridos figuran el brigadier Sr. Padial, el teniente coronel Sr. Morcillo y el comandante Sr. Escosura. Trasladados a Santander algunos de los heridos, los demás continúan asistidos con creciente esmero, vencidas las dificultades que se presentaron en los primeros instantes.

»No debe pasarse en silencio el rasgo generoso de algunos particulares que se ofrecieron a curar en sus casas a uno o más heridos, como en efecto lo han hecho. San Sebastián ha dado, pues, un grande ejemplo, conquistando con él un nuevo título a la consideración de que justamente goza.

»¡Bendita mil veces la hermosa virtud de la caridad, fragante flor que embalsama el ambiente de miserias en que se agita la humanidad y verde oasis destinado a aliviar la suerte del mortal en el árido desierto de la vida!»

Hasta aquí nuestro corresponsal. Hacemos nuestras sus apreciaciones, y como él sentimos los consuelos que en esta inmensa desventura trae caridad; la de San Sebastián nos ha hecho derramar dulces lágrimas. Benditos los hombres que corrieron en busca de los pobres heridos; benditas las mujeres que con tal ternura y asiduidad los han cuidado; bendita la ciudad toda que tan amorosamente les ha abierto los brazos; sí, bendita será por centenares de madres que sabrán que ella lo fue para los que tanto la necesitaban y tenían tan lejos la suya.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Cuando en nuestro número anterior hacía una excitación a Zaragoza para que organizase la Asociación de la Cruz Roja, no creíamos que tan pronto había de ser necesaria, y que en las calles y plazas vería correr a los pocos días la sangre de sus valerosos hijos. En medio de tanta pena es un consuelo leer la comunicación de nuestro corresponsal, que dice así:

«He recibido su telegrama preguntando si hacen falta aquí hilas, trapos, etc.: por ahora hay lo necesario, tanto en el hospital militar como en el civil.

»Tengo la satisfacción de decir a usted que desde los primeros momentos de la lucha, reunidos seis individuos de los que pertenecemos a la Cruz Roja (no organizada aquí formalmente), establecimos un hospital de sangre, procurándonos los objetos necesarios, que en gran parte nos dieron caritativamente de las casas inmediatas al lugar en que nos habíamos establecido. Además, muchos de nuestros consocios, médicos y farmacéuticos, establecieron hospitales de sangre en sus propias casas.

»Habiéndose dado a conocer la Asociación en momentos tan terribles, de esperar es que pronto se reorganice sobre bases sólidas, y a ello se dirigen nuestros esfuerzos.»

Mucho deseamos que se realice la esperanza de nuestro corresponsal. Zaragoza, acudiendo solícita a socorrer a sus heridos, ha probado que el valiente es compasivo; pero la mejor voluntad no suple la organización, ni pueden improvisarse los socorros con la necesaria rapidez, cuando no hay nada preparado. Sentimos la aflicción de la ciudad heroica, la felicitamos por su caridad y la excitamos de nuevo a que la organice.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

También ha corrido sangre en Valladolid, y también la Cruz Roja ha acudido a restañarla. No hemos recibido aún las noticias circunstanciadas que esperamos, pero por lo que dice El Norte de Castilla, nuestros hermanos de la capital de Castilla la Vieja han dado grandes pruebas de celo, de caridad y de valor: parece que ha sido atravesada por una bala su bandera, bandera bendita de amor, que se levanta como una protesta contra el odio encarnizado y como un consuelo en medio de tanta desventura.

El bien concluye siempre por vencer al mal, y el principio que representa la bandera blanca con el signo de redención triunfará de los instintos feroces, que apelan a la violencia como único medio de hacer triunfar el derecho.




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Las damas españolas que están fuera de España

¿Por qué lo he de negar? Ha habido momentos en que os he acusado, creyéndoos sordas a los ayes de nuestros pobres heridos. Hoy llega a mí la prueba de que alguna los oye, y pienso que tal vez otras muchas, acaso todas, tenéis ecos para la voz de su dolor.

Importa poco a qué monarquía o a qué república pertenece el suelo por donde caminamos; el hombre está donde su corazón y su pensamiento. Los egoístas, que nada sienten de lo que sentimos, aunque respiren aquí cerca viven muy lejos; si vuestro espíritu se une al nuestro, aun que moréis al otro lado de las fronteras y de los mares, para el amor no hay espacio ni tiempo, y estáis a nuestro lado.

Tal vez la Providencia os llevó a tierra extranjera para que en ella publicarais nuestra desventura, movierais a piedad a las almas caritativas; tal vez sois el instrumento que Dios emplea para recordar a los hombres todos que los españoles que caen heridos en los campos de batalla sus son hermanos, hijos como ellos del Padre celestial.

Preguntad qué hay de común entre la caridad de la Cruz Roja y la política de los gobiernos, ni entre la beligerancia, reconocida o no, con los derechos del dolor, escritos en los campos de batalla, con sangre que clama contra la dureza de los que no hacen nada para restañarla.

Preguntad por qué principio, por qué derecho nos ponen fuera de la ley de la humanidad. Preguntad si declararán contrabando de guerra los apósitos y vendajes para curar las heridas hechas con las armas que dejan salir de sus puertos y atravesar sus fronteras esos estados que nos niegan el agua y el fuego, pero no el hierro para que nos despedacemos.

Si os contestan que los que incendian, roban y asesinan en España no pueden considerarse como militares, ni ser auxiliados como tales por la Cruz Roja cuando caen heridos, decidles que es cierto que nos deshonran muchas partidas de bandoleros, pero que también es verdad que hay ejércitos regulares, donde no están olvidadas las reglas del honor, ni los derechos de la humanidad, ni las leyes de la buena guerra. Decidles que nuestros gobiernos, a quienes pueden dirigirse cargos gravísimos por otros conceptos, están puros de la sangre de los vencidos; que no han fusilado un ¿solo prisionero, y que la Sanidad Militar recoge a todos los heridos amigos o adversarios. Decidles que si hay manos impías que derraman sangre, hay manos benditas que la restañan; que no hallarán un pueblo que vea impasible correr la sangre de los heridos; que la Cruz Roja se alza por todas partes como una protesta contra la guerra, y contra la calumnia de los que dicen que la hacemos como caribes. Decidles que la caridad vive entre nosotros, se eleva y crece con nuestras desdichas, y que un pueblo que en medio de una guerra larga, civil, interminable, perdona y ama mucho todavía, no merece ser arrojado de la comunión de los pueblos civilizados y cristianos.

Esto a los hombres: a las mujeres, decidles solamente que hay muchos heridos, que habrá muchos más, que estamos muy pobres, y que miles de madres les piden, llorando, socorro para sus hijos desventurados.

Y vosotras, donde quiera que estéis, cualquier idioma que oigáis hablar en derredor vuestro, escuchad la voz de la patria que os pide auxilio para los que caen combatiendo en sus campos desolados. Si os preguntan que dónde está la patria, responded que en el corazón de sus buenos hijos. Sí, en él la llevan todos los que merecen tenerla grande, dichosa y respetada.

Tenedla en el vuestro, derramad sobre sus heridas el bálsamo de vuestra compasión, sentid sus dolores, gemid por sus desastres; que si sobre sus ruinas hay piadosas mujeres que lloran, no la insultará al pasar ningún pueblo honrado.




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La vacuna obligatoria

La escuela del dejar hacer, dejar pasar; la que cree que el hombre no necesita más que libertad para llegar a toda la perfección y dicha posible; la que tiene una ilimitada confianza en el interés bien entendido, si se despojara de sus preocupaciones, que también las hay en los eruditos y hombres de ciencia como en los de partido, podría ver a cada paso los hechos desmintiendo sus teorías.

Concretándonos al objeto de este artículo, ¿quién imaginaría que el interés bien entendido, poderosamente reforzado por el amor paternal, no había de ser bastante para que se vacunase a los niños, cuando se administra gratis la vacuna, y esto tiene publicidad, y los padres saben el día, hora y lugar adonde pueden ir a buscar el preservativo de una enfermedad terrible que arrebatará a sus hijos, o los dejará defectuosos, enfermos o deformes? Pues contra toda previsión, el hecho es cierto; y cuando se desarrolla una epidemia como la que ahora aflige a una gran parte de España, y a la que contribuyen poderosamente los no vacunados, se ve cuán grande es su número. De esto pueden dar testimonio muy particularmente los médicos de los hospitales militares y los que visitan a los pobres. En una casa de vecindad del barrio de las Peñuelas han muerto todos los niños que no estaban vacunados; eran ONCE; ¡once en una sola casa!

Por el Ministerio de la Gobernación se han dado varias disposiciones que aplaudimos, sobre todo si se cumplen, para traer vacuna del Extranjero y propagarla aquí. También por el mismo decreto se manda que sea obligatoria la vacunación y revacunación de cuantas personas estén bajo la inmediata dependencia de las autoridades civiles, como hospicios, colegios, establecimientos penales, etc., y aun de los enfermos que entran en los hospitales si a ello no se opone su dolencia. Convendrá pensar mucho esta última disposición, y consultarla con la Academia de Medicina antes deponerla en práctica. No somos médicos, ni sabemos nada de medicina, pero hemos visto que a veces la inoculación de la vacuna produce grandes trastornos en el vacunado (aun siendo niño, y serán mayores en los adultos), los cuales pueden complicarse con la dolencia, cualquiera que sea, que lleva el enfermo al hospital, agravándola o causando otra nueva. Repetimos que esta disposición no debe cumplimentarse sin la aprobación de un cuerpo facultativo respetable.

Aplaudiendo todas las otras medidas que por el citado decreto se toman, nos parecen insuficientes, y desearíamos que el Sr. Ministro de la Gobernación diese un paso más por el buen camino. Creemos que el Estado tiene, no ya el derecho, sino el deber, de obligar a los padres, o a quien haga sus veces, a que vacunen a sus hijos; de exigir que presenten una prueba de que los niños han sido vacunados; y si así no lo hacen, de imponerles una pena. Si es justiciable la imprudencia temeraria, ¿cuánto más no debe serlo el criminal descuido de un padre y de una madre, que, sin sacrificio, sin trabajo, puede preservar a sus hijos de un grave mal, de la muerte tal vez, y no lo hacen?

Dejar hacer, dejar pasar. Sí, dejar hacer a los que hacen bien, dejar pasar a los que caminan por las vías de la justicia; pero detener y poner obstáculos a los que marchan por los senderos que conducen al mal, y coartar la libertad de acción del que abusa de ella, o la libertad de inercia del que tiene el imperioso deber de ser activo. La ley, que no es, que no debe ser al menos, más que la expresión de la justicia, no es negativa por esencia, no se limita a prohibir; puede mandar, porque la cuestión no es de que el hombre sea activo o pasivo, sino de que sea justo, de que cumpla con su deber, al cual puede faltar, lo mismo por movimientos desordenados que por inercia absurda. Debe hacerse obligatoria también la vacunación de los adultos que no conste que están vacunados, todo con tiempo, orden y medida, y en la proporción de la posibilidad que vaya habiendo de cumplir lo mandado.

Sin duda que el estado no debe meterse a hacer lo que tan bien o mejor que él hacen los particulares, ni la ley ha de preceptuar sobre cosas de poca importancia o que se hacen sin ella; pero donde quiera que se falta a la justicia, el Estado debe de hacer lo necesario para que se realice; si no basta el consejo ni el precepto, que emplee la coacción.

Inglaterra, el país del interés bien entendido, no ha confiado a él la vacunación de los niños; tiene el deber de hacer que se vacunen el cirujano que asiste a la madre en el parto; es el responsable ante la ley si esta disposición no se cumple, y dicen que no hay ejemplo de que deje de cumplirse. Por este medio o por otro, ¿no podría hacerse obligatoria entre nosotros la inoculación de la vacuna, y que fuera efectiva la obligación?

Desconfiando que nuestra voz halle en las regiones oficiales el eco que nunca ha hallado, nos dirigimos a las personas que visitan pobres, para que cuiden en las familias que tienen niños de su vacunación: esto cuesta muy poco trabajo; otros mayores se toman, y en el orden material pocos tendrán más utilidad.

En la casa citada del barrio de las Peñuelas, donde murieron once niños, se salvaron únicamente los que estaban vacunados, pertenecientes a una numerosa familia socorrida por una Decena. Que la caridad supla, hasta donde sea posible, el culpable descuido de gobernantes y gobernados.

15 de Enero de 1874.




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La caridad en la guerra

¿Qué persona que tiene corazón no le siente destrozado al ver por donde quiera correr sangre, y más sangre, y siempre sangre, vertida por hermanos que luchan en la obscuridad de la ignorancia, o cegados por la pasión los ojos del entendimiento? Si se exceptúan algunos centenares de bandidos, ¿quién gana con ver erigida la violencia en ley, y convertida la patria en un montón de ensangrentadas ruinas? Pero en medio del infernal estruendo de los combates es inútil levantar la voz para anatematizarlos: ni los ojos ven ni los oídos oyen; hay que aplazar para mejores días, si llegamos a verlos, la predicación de la paz, y en esta hora terrible no se puede hacer más que acudir a las víctimas de la guerra.

Si el odio no se cansa de verter sangre, la caridad no se cansa tampoco de restañarla; y en medio de tanta pena, es consuelo poder decir con el poeta:


    ¿Es por ventura menos poderosa
Que el vicio la virtud, es menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.



La compasión sigue protestando contra la crueldad y procurando hacer menos dolorosa la suerte de los pobres heridos.

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En el último número de nuestra Revista dirigíamos una súplica al Sr. Ministro de la Guerra, a quien seguramente no habrá llegado; en cambio, un incansable amigo de los heridos y apreciadísimo nuestro, el Dr. Landa, ha respondido al llamamiento de La Voz de la Caridad enviándonos La primera cura en campaña, especie de cartera de socorro, que contiene:

1.º Diez vendajes ya preparados, que se aplican instantáneamente sobre la herida, en vez de entretenerse a peinar las hilas, preparar las compresas, rellenarlas con hilas informes y ajustar la venda: ya se comprende cuán preciosa será la economía de tiempo, que es sangre y vida cuando hay muchos heridos y pocas manos que los auxilien.

2.º Un esparadrapo.

3.º Una papeleta de polvo homostático para contener la sangre.

4.º Una cinta con una hebilla y una almohadillita, tortor, para contener las grandes hemorragias.

Todo dentro de una cubierta de gutapercha en forma de cruz, y cuyo cruzamiento forma una bolsa donde van los polvos, el aglutinante, e irá una instrucción con una laminita para que aun las personas que carecen de todo conocimiento médico puedan prestar los primeros auxilios a los heridos cuando no hay facultativo. Basta ver La primera cura en campaña para convencerse de su grandísima utilidad: su autor ha dedicado el primer ejemplar a las Señoras de la Cruz Roja, que corresponderán a este obsequio de un modo muy del gusto del que se lo hace. La Presidenta de la Sección central quiere imprimir a su costa la instrucción que acompañará a cada cartera de socorro. A pesar de la mucha ocupación que las Señoras tienen en estos momentos, han empezado a reproducir el modelo y se proponen hacer el mayor número posible de carteras para distribuirlas gratis.

Ahora vamos a dirigir una súplica a la incansable caridad de nuestras suscriptoras. La carteras de socorro del Dr. Landa deberían distribuirse por miles, y si han de ser baratas, es necesario que la mano de obra no cueste nada. La que quiera contribuir a esta caridad tendrá en nuestra redacción, Dos Amigos, 10, segundo, un modelo a su disposición, que se lo dará sin más que decir el nombre y habitación de la persona que lo desee. Pedimos, por el amor de Dios por compasión a los pobres heridos, cooperación para este trabajo.

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La Asamblea de la Asociación de la Cruz Roja había pasado un atento oficio a la redacción de La Voz de la Caridad, que entre otras cosas dice: «La Asamblea reconocería con gusto su periódico como Boletín Oficial de sus Secciones de Señoras en esta capital, si le hiciera el honor de ofrecerle este servicio.» Nuestra Redacción se apresuró a ofrecerle, y en la última sesión de la Sección de Señoras, nuestra Revista ha sido declarada órgano oficial de dicha Sección, ofreciéndonos a dar el periódico gratis a las Señoras que la componen y presidentas de distrito. Como manifestasen su deseo de retribuir este pequeño servicio, no pudiendo nosotros rehusar su precio, destinado a obras caritativas, y queriendo al mismo tiempo contribuir cuanto podamos a extender y arraigar la caridad en la guerra, hemos indicado que las señoras Presidentas de la Cruz Roja que reciban nuestra Revista gratis y quieran abonar el precio de la suscripción, pueden aplicarlo al socorro de los heridos en la forma que crean más conveniente.

La Sra. Presidenta general nos ha remitido para su inserción el siguiente acuerdo de la Asamblea de Señoras de la Cruz Roja:

«En la sesión de la Comisión permanente de la Asamblea de la Cruz Roja, celebrada el 12 del corriente, quedó definitivamente establecido que por la Presidencia de la Sección central de señoras de caridad de esta institución se formen las Secciones de Señoras que sea posible; que se reorganicen las que se hallen esta necesidad, y que por la Excma. Sra. Presidenta general se nombren las presidentas de cada una de aquellas en que no las haya, reconociendo las nombradas por la Asamblea: todo en armonía con las relaciones de entrañable caridad que unen, según el espíritu de los estatutos de la Cruz Roja, a las Secciones de Señoras con los distritos de asociados que tan acertadamente tiene formados la Asamblea, y a la buena inteligencia y unidad de pensamientos para ejercer la caridad de que se halla animada la Sra. Presidenta general de las Secciones de Señoras y la Suprema Asamblea: dando esta señora oportunamente cuenta a la misma de las secciones que instale, enviando las actas para su aprobación, y las de las secciones que reorganice; así como también pondrá en conocimiento de la citada Asamblea los nombres de todas las señoras que ingresen en las secciones de caridad, tanto para exigirlas la cuota de entrada que establecen los estatutos, como para el debido conocimiento de la Secretaría general, e inserción en el catálogo general de señoras asociadas y asociados que lleva la Asamblea desde su fundación.

»Madrid 14 de Enero de 1874.»

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Sabemos que los señores de la Cruz Roja de Santander estaban dispuestos, no sólo a socorrer a los heridos que pudiera haber en aquella capital, sino a salir de ella si necesario fuese: bendito sea su buen propósito. Cuando era de temer algún combate muy sangriento en aquella provincia, la Sección de Señoras de Madrid mandó detener cinco cajones que iban para San Sebastián con ropa de cama y efectos sanitarios; pero al saber que el ejército del Norte se dirigía a Miranda, el donativo fue a su destino primero, porque lo ofrecido es deuda.

Si los asociados de la Cruz Roja de Santander no tienen tanto material como buena voluntad, el remedio es fácil: pidan, y se les dará. Aquella caritativa ciudad, que durante el cólera dio tan sublimes ejemplos de abnegación y amor a los enfermos, ¿no había de amar a los heridos? ¡Imposible! Promuévase la formación de una Sección de Señoras, y ellas proveerán el hospital y la ambulancia de hilas, vendas, etc.; y que los caballeros arbitren algunos fondos para la adquisición de los objetos más necesarios. En todo caso, si el remedio que proponemos no fuera eficaz, La Voz de la Caridad no dejará de auxiliar la de los asociados de la Cruz Roja de Santander, que pueden dirigirse a nuestra Redacción, donde, si no muchos medios, hallarán siempre mucho deseo de coadyuvar a su santa obra13.

En nuestro número anterior hemos ofrecido hablar de la Comisión internacional establecida en París para socorro de los heridos españoles, y cuya creación se debe al caritativo e incansable Sr. Conde de Serurier. Hace algunos meses se anunció este pensamiento, que en un principio no halló la acogida que merecía: las cosas de España parece que están siempre destinadas a medirse con otra medida y juzgarse por otro criterio que las de los demás pueblos del mundo. El Sr. Conde nos escribió una carta doliéndose de la apatía de la Cruz Roja europea, que nada hacía por los heridos españoles. No teniendo expresa autorización para publicar esta carta, no nos atrevemos a insertarla; pero sí manifestaremos que el que la ha escrito merece la gratitud de nuestros heridos, cuya suerte deplora en frases muy sentidas, y en su nombre le damos las gracias. Nuestra contestación fue como debía; y la Sección de Señoras, viendo un protector tan resuelto de los desventurados que caen en los campos de batalla, se ha dirigido a él a fin de que pida para nosotros, no sólo gracia, sino justicia, porque no la hay en poner a España fuera de la ley de caridad. Un sentimiento de delicadeza no nos permite dar publicidad a esta comunicación. Tenemos motivos para esperar que las gestiones del señor Conde de Serurier darán al fin algún resultado y que su constancia triunfará de todos los obstáculos.

Gran auxiliar de esta santa obra es el Dr. Van Holsbeek, de Bruselas, que en su periódico La Cruz Roja aboga incesantemente por los heridos españoles, traduciendo íntegros muchos artículos de La Voz de la Caridad, que no como colega, sino como hermano, le ama y le saluda, enviándole la sentida expresión de su gratitud.




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La taberna

Si en un país bien gobernado, en que las costumbres no estuvieran corrompidas, ni pervertido el sentido moral, ni divorciada la opinión de la justicia, se dijera: «Hay establecimientos públicos, autorizados por la ley, en que miles de pobres arruinan su salud; gastan en una noche el jornal de la semana; juegan, vociferan blasfemias y palabras indecentes en compañía de mujeres perdidas, alborotan y cantan mil obscenidades, arman pendencias, se pelean, se hieren, se matan, y perdiendo voluntariamente la razón, se convierten en seres, ya feroces, ya ridículos, siempre degradados, muy por debajo de los dementes y de los animales, puesto que por su voluntad y por su culpa han perdido el juicio y la razón.» Si en un país de buenas costumbres, repetimos, se supiera que había establecimientos semejantes, causaría asombro que la ley los consintiera, se alzaría contra ellos la opinión y se cerrarían anatematizados por ella.

Estos establecimientos son las tabernas, que devoran el pan de los hijos del pobre, la paz doméstica, la fidelidad conyugal, el amor al trabajo, la salud, y muchas veces la honra, la libertad y la vida, porque a la taberna acude no sólo el vicio sino el crimen, y además de los que se cometen por la cólera de la embriaguez, son innumerables los que se fraguan allí con frío cálculo y premeditación execrable.

La estadística criminal suministra el dato de que los días festivos se cometen mayor número de crímenes; y si detallara más, se vería el gran número que tienen su filiación en la taberna. Cualquiera que tiene conocimiento de las casas de vecindad, de las prisiones, y algún trato con los pobres, suple las omisiones de la estadística, y se persuade de que el vicio grosero y el crimen no tienen aliado mejor que la taberna.

Y lo peor es que estos focos de infección física y moral están muy lejos de inspirar el horror que merecen: la gente bien educada los mira sólo como una cosa soez y grosera, y los pobres no sienten la menor repugnancia al entrar en la taberna, donde se confunden los hombres honrados con los criminales más perversos. Ya se comprende la gravedad de esta circunstancia, y cuán peligrosas han de ser para la moral pública esas tertulias frecuentadas por el vicio y el crimen, y en que entra sin desconfianza la honradez.

Cuando se desea poner remedio a un mal, preciso es investigar su causa. ¿Por qué van los pobres a la taberna? ¿A qué van?

Aunque parezca extraño, no vacilamos en afirmar que los parroquianos de las tabernas no empiezan a ir a ellas principalmente por beber vino, y que éste no es el que hace los borrachos, sino la taberna. En efecto, en poblaciones en que hay y se bebe mucho vino, pero en casa, es raro el vicio de la embriaguez. Nuestro pueblo es sobrio; en igualdad de todas las demás circunstancias, creemos que ninguno haría menos abuso de las bebidas alcohólicas; pero los hombres de España, como los de todo el mundo, son sociables, y necesitan descanso y solaz. Cuando el ramo importantísimo de diversiones públicas está completamente abandonado; cuando nada se ha hecho porque sean honestas; cuando no se piensa que el pobre como el rico se fastidia en la ociosidad y busca distracción; cuando no se ve que si en ella no se pone mano, como ha de ser barata, porque el pobre no puede pagarla mucho, y material, porque su espíritu no está educado, degenera muy fácilmente por estas dos circunstancias en brutal; cuando no se comprende que las diversiones del pobre son el gran escollo de su moralidad y de su virtud; cuando no se piensa en ponerle a cubierto del gran peligro que corre desde el momento que no trabaja, prueba es que la sociedad no ve, o mira con indiferencia, uno de los más graves males que la aquejan.

El pobre empieza a ir a la taberna en busca de sociedad y de distracción; hay gente, conversación animada, se juega, etc., etc. Una vez allí, bebe, convida, le convidan, se anima, bebe más, para demostrar que tiene dinero, que aguanta mucho, por emulación, que la tiene el vicio como la virtud. Se le pasa el tiempo agradablemente, se aficiona a ir, cada día bebe más, y le repugnan menos las cosas repugnantes que allí ve y oye, de modo que al cabo de algún tiempo es un vicioso o un criminal, o entrambas cosas, según varias circunstancias, unas personales suyas, y otras de los que le rodean.

Si, como creemos, la taberna es la que hace los borrachos, y éstos no han principiado a ir a ella por beber principalmente, ¿cómo se limitaría el gravísimo mal de la embriaguez? Persiguiendo la taberna y procurando al pueblo diversiones racionales. Fuera de España hay sociedades de templanza, muy extendidas y extraordinariamente beneficiosas, que arrancan millares de víctimas a los excesos de las bebidas alcohólicas; pero entre nosotros estas asociaciones con idéntico objeto deberían tener otra forma, y recurrir a diferentes medios, toda vez que los españoles rara vez se embriagan en casa, y no suelen ir a la taberna sólo por beber, ni principalmente por beber, sino por tener sociedad y distraerse.

Si de veras se quisiera hacer algo por morigerar al pueblo, era necesario formar una gran asociación que le proporcionase distracciones honestas y aun instructivas, y persiguiese la taberna como a un animal dañino.

Las diversiones populares podrían dividirse en dos grandes clases: Juegos y Tertulias, de donde se apartara todo lo que no fuese honesto, dando alguna instrucción, no obligatoria, y hasta disfrazada, como es necesario con hombres bien avenidos con su ignorancia, con más prevención contra el saber que gana de alcanzarle por medio de un trabajo sostenido. El que aprende algo, suele tomarle el gusto, como se dice vulgarmente; mas para romper ese hielo de la ignorancia absoluta se necesita recurrir a verdaderas estratagemas, haciendo atractivas las lecciones y disfrazándolas con la máscara del entretenimiento.

Después de apartar de la taberna al mayor número posible de parroquianos, era necesario perseguir a los pertinaces, por medios ya directos, ya indirectos.

La embriaguez debía penarse como delito. ¿No es mucho más punible que la imprudencia temeraria la voluntaria renuncia de lo que constituye un ser racional, de la razón, y el convertirse a sabiendas en una criatura degradada y acaso criminal? Si se castiga al que suelta una bestia dañina, ¿con cuánto más derecho debe castigarse al que se convierte él mismo en un animal repugnante o feroz? Esperamos que llegará un día en que no se comprenderá cómo ha habido un tiempo en que la embriaguez no constituía un delito.

Como el delito del borracho tiene por cómplice al tabernero, debería multarse aquel de cuyo establecimiento saliese un hombre embriagado, cerrándose la taberna en caso de reincidencia repetida. Las casas en que hubiera taberna podrían pagar más contribución; los asociados para generalizar la temperancia podrían obligarse a no vivir en casa donde hubiera taberna, con otros mil medios que de seguro se ocurrirían, si las inteligencias y las voluntades se asociaran para la santa obra de arrancar a los pobres al lugar de su perdición.

Bien podrá suceder que todas estas ideas sean calificadas de despropósitos o sueños. ¡Desdichada sociedad donde parece que sueña el que discurre en justicia y en razón!

1.º de Febrero de 1871.




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En nombre de los pobres que tienen frío, a...

D. M. DE S. (Barcelona).- Aunque no sea razonable, es constante que las desgracias impresionan menos cuando están lejos. Usted quiere ser excepción bendita de esta regla, socorriendo a los pobres que viven muy distantes. Se recibieron los 100 reales, y si la caridad salva las distancias, también la gratitud, y la nuestra llegará a usted bien sincera.

PERICO EL PANADERO, en nombre del cual nos han traído unas botas, cuatro calzoncillos de punto y dos camisas, todo es bueno y aprovechable, y ha sido muy agradecido y un poco reído, por parecernos que, para el oficio, viste y calza muy pulidamente.

D. T. E., suscriptor a La Voz de la Caridad.- Los 160 reales de su bendita limosna, siempre oportunos, lo son más a fines de semestre, porque las muchas necesidades hacen imposible la circunspección de dejar todos los fondos suficientes para cubrir gastos, y aunque nos veamos pobres, tenemos fe en la Providencia. Como un mensajero de ella ha venido usted.



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