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ArribaAbajoCapítulo XI

¿Cosa o persona?


En toda colectividad que no inspire amor, temor, respeto o compasión, sus individuos están muy expuestos a no ser tratados como personas. Si en el hospital se da orden de poner sinapismos o cataplasmas al número tantos; si de la guardia se toman cuatro números para prestar este o el otro servicio; si esta manera de hablar es la expresión fiel de cómo se consideran las partes de aquel todo que sufre o que presta el auxilio de la fuerza, y en el que se ven, más que sujetos, objetos de un medicamento o portafusiles, de temer es que la colectividad de los delincuentes sea considerada como masa, cuyos individuos no son personas. Privados de la libertad, de derechos políticos y civiles, sujetos a todas las horas del día, todos los días del año, a una regla especial, rigurosa, abrumadora; rebajados por su delito y por la condena en el concepto público, la ley no los considera como ciudadanos, y los encargados de ejecutarla han de inclinarse mucho a no mirarlos como personas.

El hospital, cuando no hay en él nadie que compadezca, es desmoralizador; pero el enfermo que está allí poco tiempo no le tiene de desmoralizarse.

El cuartel es desmoralizador también, porque al entrar desaparece la persona y sólo queda el soldado, y tanto más cuanto en la disciplina haya mayor arbitrariedad y dureza; pero, en fin, el soldado no está siempre en el cuartel, y al salir recobra en parte su personalidad, es libre, hasta cierto punto, la opinión le respeta, tiene relaciones de amistad, de amor, una atmósfera vivificante que sanea la viciada por la esclavitud; así y todo, el prescindir de la persona, aunque sea intermitente, no siempre puede neutralizarse, y los excesos de la soldadesca desenfrenada son a veces eslabones de cadena rota aguzados por los malos instintos. Las terribles reacciones de la esclavitud el sentido común las sabe, y ha transmitido al lenguaje que para expresar el furor de pasiones indómitas dice que están desencadenadas.

La esclavitud de la prisión no tiene intermitencias como las del cuartel; el preso es siempre el número tantos; no se le pregunta lo que piensa y lo que quiere: se le manda lo que debe conforme a una regla inflexible, igual, aplicada a todos; para el vestido y el calzado suele haber tres medidas: para el espíritu hay una sola a que es preciso ajustarse, venga ancha o estrecha. La obediencia, cuanto más pasiva mejor; es el ideal respecto al preso como respecto al monje; si con las palabras o con las acciones dicen a sus superiores fiat mihi secundum verbum tuum, son religiosos ejemplares y delincuentes arrepentidos, o así se lo parecen al menos a los que no sospechan el mal que puede ocultarse tras de la humillante debilidad o la calculada, hipocresía.

Nos parece oportuno repetir aquí lo que decíamos al Congreso penitenciario internacional de Roma:

«El hombre no es hombre, moralmente hablando, sino por el ejercicio consciente de su voluntad: la del delincuente que ha traspasado los límites debidos debe tener reducidos sus límites de acción. Pero ¿ha de inferirse de aquí que no se le debe dejar acción alguna, y que en un su plazo, a veces muy largo, ha de considerarse voluntad como si no existiese? ¿Todos los días y a todas horas se le dirá debes hacer esto o aquello, y nunca quieres hacerlo? Semejante disciplina lo rebaja a sus propios ojos, y no se podrá considerar como persona si no puede hacer alguna vez lo que quiere. Es evidente que podrá concedérselo poco de lo que tal vez desee; ya lo sabe, y a menos que no esté loco no pedirá lo imposible; pero debe haber, sin salir de los límites del reglamento (y es necesario trazar razonablemente estos límites), un medio de armonizar las exigencias de la prisión con las de la naturaleza humana, de manera que aun en la cautividad tenga el cautivo algunos movimientos libres.

»En las órdenes monásticas, aunque la abdicación de la voluntad sea voluntaria, aunque se dignifique la obediencia con la idea de que es un mandato divino, aunque la pasividad se neutralice algo con la elevación del alma hacia el Eterno Infinito, no obstante, pueden observarse los estragos morales que resultan de la supresión de la voluntad. Además, y esto debe notarse mucho, la abdicación de la voluntad del religioso es para toda la vida, y la regla y la autoridad que por una parte le debilitan, por otra le sostienen hasta cierto punto, mientras la voluntad del penado no es pasiva sino durante su condena, terminada la cual, aquella voluntad de que se prescindió durante el cautiverio recobra sus atribuciones; pero debilitada por la inacción, tendrá que vencer grandes obstáculos, y es de temer que sea caprichosa y violenta como los débiles que de improviso se ven con autoridad».

A los hombres en libertad ha de mandárseles nada más que lo preciso, y lo mismo a los presos; para éstos ya se comprende que lo preciso será mucho más; pero debería hacerse un estudio muy detenido de lo indispensable y no pasar de allí. Nótese que cuando se manda bien hay que mandar menos, y que los que mandan mal mandan mucho.

El liberto sale de la prisión tal vez con un regular peculio, sabe acaso hacer con perfección relativa un trabajo industrial, ha recibido alguna instrucción:15 ¿cómo ha logrado todo esto? Ejercitando sus miembros y sus facultades. ¿Se habría logrado que aprendiese a hacer zapatos atándolo las manos, y aritmética prohibiéndole discurrir? Y si ninguna facultad se perfecciona ni utiliza sin ejercitarla, ¿cómo la que más necesita el preso cuando deje de serlo, la voluntad, será fuerte, si por mucho tiempo ha estado en la inacción que enerva, y retorcida por autoridad arbitraria? Para que el penado ya libre no reincida, ¿le bastará ser hábil en un oficio y conocer que le conviene trabajar, si no quiere con energía resistir a las tentaciones del ocio y a tantas otras como le acechan a la salida de la prisión, Si fue en ella pasivo, si no se le consideró cual persona, como cosa volverá a caer en el abismo penal.

Creemos que al hacer los reglamentos, al aplicarlos y al visitar las prisiones, debiera procurarse:

  • Mandar al recluso lo estrictamente necesario;
  • Darle a elegir en todo aquello que sea posible, y procurarle el ejercicio razonable de su voluntad;
  • No hacer de la prisión un mundo aparte, aislado de la patria y de la humanidad, y del preso un ser que no es persona y que para nada participa de la vida social.

Que los reglamentos tienen lujo de autoridad, parece, claro al que, los estudia como regla cuyo objeto sea establecer orden material y moral. Véase cómo se dispone el empleo del domingo en las prisiones de uno de los pueblos que marchan a la cabeza de la civilización:

6 h. ½   Levantarse.
7 h.   Bajar del dormitorio a la capilla.
7 h. ½   Misa mayor.
9 h.   Refectorio, desayuno.
9 h. ½   Aseo paseo.
10 h.   Paso a la Capilla.
10 h. ¼   Instrucción religiosa por el capellán.
11 h.   Lectura individual paseando.
12 h.   Almuerzo.
12 h. ½   Lección de canto.
1 h. ½   Lectura. paseando.
2 h. ½   Ir a vísperas.
2 h. ¼   Vísperas solemnes.
3 h. ½   Refectorio, comida.
4 h.   Paseo.
4 h. ½   Ejercicio de bombas de incendios; para las mujeres, lectura.
5 h. ¼   Paseo.
6 h. ¼   Catecismo.
6 h. ½    Paseo.
7 h.   Paso a los dormitorios.
7 h. ½   Acostarse.
8 h.    Silencio.

Este penoso movimiento continuo en que se da al preso media hora para asearse y pasear, en que después del almuerzo se le hace cantar y se le obliga a leer paseándose, etc., está bien lejos de aquel domingo que deseábamos ver empleado principalmente en depurar el gusto y ejercitar razonablemente la voluntad.16 En trece horas, veintidós cambios de lugar y de ocupación y de movimientos incesantes y obligados, más propios para imprimirse a las partes de una máquina que a una colectividad de seres racionales. ¿Se los trata así por burla o por crueldad? De ningún modo: no hay intención de ponerlos en ridículo ni de mortificarlos, sino que, sin advertirlo, se suprime su personalidad; son cosas, o como tales se miran los presos, que giran sin cesar trece horas alrededor del reglamento.

El decir que el domingo se empleo principalmente en depurar el gusto y ejercitar la voluntad, no es desconocer la importancia de las prácticas religiosas, sino indicar que deben ser voluntarias para no excitar rebeldías interiores o que la hipocresía sustituya a la verdadera piedad.

Las disposiciones reglamentarias, además de razonables, debieran ser razonadas para hacer comprender su necesidad, contra la cual ninguna colectividad se rebela si no está ofuscada y es arrastrada por alguna pasión.

El director de la prisión debería explicar el reglamento, hacerle aceptar racional y moralmente; que siendo razonable y justo no sería difícil, al menos respecto al mayor número de reclusos, obteniendo la sumisión del espíritu, que no degrada y es más segura que la material. De ésta nunca podrá prescindirse; pero siendo razonada, llegaría a ser como prueba que ejercita la voluntad y no como maza que la tritura.

Los reglamentos debieran tener bastante elasticidad para dejar a la elección del recluso y a la manifestación de su personalidad todas aquellas cosas compatibles con el orden; muchas que parecen insignificantes, y que lo son para el que goza libertad, tienen gran valor para el que está privado de ella, y los empleados debieran ser, no aplicadores mecánicos de un artículo del reglamento, sino intérpretes de una idea: la de conservar en el penado la persona.

El aislamiento material inevitable en que está el recluso, no debe llevar consigo la especie de secuestro moral o intelectual que se le impone. El abate Humbourg se lamentaba de ella en su Informe al Congreso Penitenciario Internacional de Roma, y decía:

«Hoy la publicidad de los sucesos cotidianos es un elemento incontestable de la vida común. Todo el mundo lee los periódicos; la conversación de las personas en los países civilizados no se refiere a los hechos y sucesos próximos, sino que la atención pública tiene por horizonte el universo, y cualquiera persona un poco culta pone en práctica diariamente, y hasta en cosas de mínima importancia, el adagio antiguo Nihil humanum, a me alienum puto. Es un hecho convertido en derecho. ¿Por qué el penado, y sobre todo el procesado, a veces completamente inocente, se aislarán del movimiento general? ¿Por qué al salir, al cabo de algunos meses o años, de la prisión se arrojarán a las corrientes sociales sin tener la menor idea de los sucesos notables conocidos de todos los que los rodean. Esta ignorancia vergonzosa, inexplicable, es una prueba evidente de su pasado penal. A cada momento tropiezan contra una anomalía intelectual, y hasta su actitud embarazada, todo es un indicio irrecusable de sus desgracias y de sus culpas.

»Fundemos La Revista penitenciaria. Que todos los domingos, el procesado y el recluso que no hayan faltado a los reglamentos en cosa grave, sean tratados como ciudadanos activos que son, y sepan las noticias más interesantes de la política nacional. Las relaciones de los accidentes graves los moverán a compasión; los actos de abnegación, las virtudes, el valor, los harán ver que la sociedad no se compone tan sólo de seres egoístas y que se dejan arrastrar por las pasiones. La captura de los criminales que, a pesar de su astucia, han caído en poder de la justicia, probará que hay una Providencia vengadora que desbarata los cálculos de los malvados. En artículos más extensos se hablará de instituciones preventivas, de patronato, de salvamento: una especie de biografía de los bienhechores de la humanidad; en una palabra, para las inteligencias y los corazones será como refrigerante y tónico . . . . . . . . . . . . . . . la moral en acción».

Así se expresaba, no un teórico de esos que suelen calificarse de visionarios, sino un práctico piadoso e ilustrado que aprendió más en las prisiones que en los libros. La idea de un periódico para los reclusos nos ocurrió al mismo tiempo que a él, y, lo que significa y vale más, fue sancionada por la gran autoridad de Holtzendorff. Muertos sus ilustres patrocinadores, esta idea ha quedado como huérfana abandonada; pero tenemos fe en que no permanecerá siempre en desamparo y que el porvenir le reserva generosos o ilustrados protectores.

En alguna prisión de las Estados Unidos de América, los reclusos redactaban o imprimían un periódico: no hemos visto ningún número; probablemente la redacción no sería la más adecuada, pero la colaboración de los penados, bien dirigida, podría dar felices resultados como distracción honesta, estímulo para aprender y satisfacción de amor propio que contribuyera a fortalecer la dignidad y borrar la idea de secuestración espiritual. Al decir colaboración, entendemos tomar parte en la labor, lo cual, más bien que escribiendo, podrían hacer los reclusos imprimiendo o ayudando a imprimir, y dando noticias propias para convertirse en lecciones de tantas como encierra la historia do su vida, y de muchas vidas que ellos saben y el mundo ignora.

Las comunicaciones con el exterior que tienen los penados sirven con frecuencia para, ponerlos en relación con gentes de mal vivir, a quienes hacen cómplices y partícipes de las estafas que desde allí traman: o aislamiento, o comunicación depravadora; he aquí la alternativa en la mayor parte de las prisiones.

El visitador contribuirá a que el recluso ni se sienta aislado ni comunique con los auxiliares de sus malos propósitos. El hombre es expansivo y activo: cuando esto no se tiene en cuenta, la personalidad que quiere suprimirse brota extravagante y desordenada, y se asocia con los que no la rechazan aunque sean perversos; que al menos pueda elegir entre los hombres honrados que no la desconocen.17

El que, por más o menos tiempo, ha dejado de ser ciudadano, que nunca deje de ser hombre; que sepa y se interese por las cosas humanas: probablemente le impresionarán más en su triste soledad que en el bullicio del mundo. No puede figurar en la lista de los electores, pero sí en la de los que se suscriban a un libro útil o contribuyen a una obra caritativa o patriótica: el caso es no suprimir su actividad intelectual, moral y afectiva; que se sienta y se reconozca persona, y se vea tratado como tal, y que, si hay en su espíritu una parte sana, fraternice con la sociedad honrada y no sea rechazado de la comunión de los buenos.

Además de que el delincuente, moralmente considerado, es un ser débil, hay muchos que tienen todas las debilidades físicas, morales, de carácter y de inteligencia. Si esta colectividad, por desgracia muy numerosa, es tratada como masa; si su voluntad, en vez del sistema tónico que necesita, se somete al enervante de una autoridad que para nada la tiene en cuenta, el que la anula la aniquila; entró en la prisión poca persona, y saldrá cosa. Todos los que han observado esta numerosísima clase de delincuentes, saben su falta de aptitud para dirigirse bien por el áspero y tortuoso camino de su vida: son espíritus que necesitaban tónicos y gimnasia, y que se sujetan a un régimen que hace anémicos.

Que al menos el visitador procure fortalecer, salvar la personalidad del recluso, teniendo en cuenta sus circunstancias individuales, procurando el ejercicio razonable de su voluntad, consultándola, poniendo en relieve que, cuando no se extravía, es tan respetable como la de cualquier otro hombre, y que por ella puede rehabilitarse y vivir en paz con la sociedad.

Si el preso se manipula como cosa en la prisión, no será persona al salir de ella: la voluntad recta es voluntad fuerte.




ArribaAbajoCapítulo XII

Pasado, presente y porvenir del preso


La inmensa mayoría de los hombres piensa, poco en el pasado y en el porvenir, viviendo en el presente, por lo cual estamos lejos de hacerle un cargo tan severo como los que acusan, a la humanidad, sobre todo a la humanidad pobre, de imprevisión insensata. El autor de la Imitación de Jesucristo dice que le basta a cada día su propio afán: quien tal dijo, conocía bien el hombre y la vida; porque si en un momento de ella se acumularan el vivo recuerdo de los dolores pasados y la previsión clara de los que vendrán, faltaría fuerza para soportar el peso de tanta desventura. La vida más dichosa no tiene al fin la vejez, con todos sus desencantos, achaques, enfermedades, y la muerte en medio de las tumbas de los que se han amado. Y si esto acontece a los predilectos de la fortuna, ¿qué será de los que abandona y sólo pueden recordar una niñez desdichada y prever una vejez miserable? Como para la mayor parte de los hombres hoy prever no es remediar, aun aquellos males que tienen remedio, si a esto se agregan los irremediables, resultará que no es la imprevisión cosa tan mala como parece, y que le basta a cada día su propio afán, no exagerando la sentencia al tomarla a la letra, y que el día sea precisamente de veinticuatro horas.

Pero el afán del día puede ser tanto, que convenga fijar la vista en los que vendrán, y que, en lugar de temer, prever sea esperar. Tal acontecerá al preso para quien el porvenir es la libertad, y que buscará consuelo huyendo del recuerdo del pasado y prescindiendo, hasta donde le sea posible, del presente: esta tendencia de todo el que sufre, y no exclusiva del preso, tiene para él inconvenientes especiales: cuando el pasado es la desgracia, bien está (si se puede) darla al olvido; pero cuando el pasado es la culpa, conviene tenerla presente para no repetirla.

El visitador necesita mucho tacto para procurar indirectamente (de un modo directo nunca) que el preso no olvide lo que le conviene recordar. Culpa desgraciada o desgracia culpable, como quiera que la considere, hay en su vida algo que debe recordar para no repetirlo, y cuyo recuerdo le mortifica y por eso huye de él. Aunque no sea verdadero remordimiento, es el colapso del acceso perturbador, la rabia de no haber conseguido su objeto, el rencor contra determinadas personas que han contribuido a su ruina, y la ira, al ver a otras que no participan de ella, habiendo tenido parte en la culpa; las agitaciones congojosas de la huida, la humillación de la captura, las alternativas desgarradoras del proceso, que levantan el ánimo a la esperanza o le hunden en la desesperación, todo esto forma un conjunto doloroso de recuerdos que, naturalmente, procura borrar el penado. ¿Cómo se le recordará? Directamente de ningún modo, como hemos dicho.

El que está aislado, aunque no sea material, sino moralmente, porque le rodea la indiferencia, habla, y habla mucho al que le escucha con interés y ánimo de proporcionarle algún consuelo; ésta es la regla. El delincuente tiene un pasado culpable y otro que no lo es, y sobre éste puede el visitador insistir, procurando detalles y haciendo preguntas que no parecerán indiscretas porque no se refieren a su delito, pero que tal vez contribuirán a ponerle en relieve y a que le recuerde con todos los males que ha llevado consigo. Lo que hacía cuando gozaba de aquella libertad que ha perdido, los juegos de la niñez; las diversiones de la adolescencia; el amor y la historia de los padres, de los hermanos, de los amigos, a quienes la fortuna, próspera o adversa, no ha apartado de las vías de la justicia, el recuerdo de lo sucedido en los años que vivió en paz con la sociedad y con la conciencia, pueden, por el contraste, avivar otros más próximos que al preso no le conviene, borrar.

No es raro que el delincuente hable de su delito para negarlo, para desfigurarlo, y alguna vez para confesarlo sinceramente. La reprobación del visitador no ha de ser acre, sino dolorida; lo que escucha, le aflige, y un ¿cómo ha podido usted hacer eso? dicho con tristeza y con dulzura, es el mayor cargo que puede formular, y que en más de una ocasión penetrará muy hondo en el ánimo del culpable, y dará lugar a explicaciones que tal vez le enseñen mucho y le admiren más.

El porvenir promete al preso la libertad; pensar en él es consuelo, y se debe procurar que persista en este pensamiento y en fortaleza con él su espíritu, presentándole el lado halagüeño de su vida futura, prescindiendo de las sombras, a veces muy negras, que en el cuadro puede haber; hay que prepararle para las pruebas de la libertad, pero sin hablar de ellas ni acumularlas con las que al presente sufre, acibarando las dulzuras de la esperanza; que su mano se adiestre en el trabajo; que su inteligencia se ilustre; que su voluntad se rectifique y fortalezca, y tendrá la posible preparación para vencer los obstáculos que halle al recobrar la libertad, sin desalentarle y afligirle mostrándoselos en el cautiverio; si los ve, atenuarlos en cuanto sea posible, ofreciéndole un apoyo que no le faltará.

Los planes lisonjeros de vida futura pueden y deben encerrar lecciones que naturalmente llevan en sí, sin que aparezca el deseo de darlas: trabajo, diversiones, goces de la familia que se recobra o que se forma, aprecio y apoyo de las personas benéficas, alejamiento de cuanto pueda hacer daño y causar perjuicio; todo, en fin, lo que le convendrá hacer, será idéntico a lo que deberá hacer.

No hay que exagerar la importancia de los recuerdos del pasado y los consuelos del porvenir hasta el punto de olvidar todo el poder de la realidad presente; si es doloroso, produce pésimo efecto la pretensión de prescindir de él, envolviéndole entre historias pasadas y sueños futuros; al dolor hay que darle lo que es suyo, y lo menos que puede pedir es que se le reconozca como tal y con toda la gravedad que tenga. Cuando se desahoga en la queja, se consuela en la compasión o se agota en la fatiga de sufrir, entonces puede volverse el ánimo al pasado o al porvenir; pero esta especie de fuga de la realidad ha de indicarla aquel a quien la realidad agobia: estas indicaciones se ven si atentamente se observa.

El que no espera el momento oportuno para distraer al preso de lo que es, para que piense en lo que fue o en lo que será, se expone a irritarle porque le parezca burla una esperanza ilusoria, o afligirle con lo que la desventurada Desdémona creía el mayor dolor:


... ricordar il tempo felice
nella miseria.






ArribaAbajoCapítulo XIII

La familia y los amigos del preso


El delincuente puede tener familia honrada, a quien aflige; familia depravada que, directa o indirectamente, ha contribuido a su delito; amigos buenos, cuyos consejos ha desoído, y amigos perversos, cómplices legal o moralmente de su culpa: si las relaciones con éstos no pueden siempre evitarse, el obstáculo será de hecho y no producirá ningún conflicto moral; del amigo perverso se habla sin reparo, sin contemplaciones, se le aparta como un foco de virus contagioso; pero cuando el peligro de la comunicación viene de un padre, de una madre...

Al decir conflicto no exageramos; apenas se encuentran palabras ni modos de expresarse para acusar ante un hijo a una madre de quien os amado y a quien ama, porque a veces el amor a los padres y a los hijos existe en corazones que no parecen susceptibles de ningún dulce sentimiento. El padre y cómplice de un asesino muere a los dos días de saber que su hijo ha sido condenado a muerte, y éste, próximo a entrar en capilla, llama al juez que había firmado su sentencia y le recomienda encarecidamente a un hijo natural que dice queda desamparado, porque su madre es mala y le abandonará.18

Hay padres que con sus ejemplos, con sus consejos, con sus instigaciones, pervierten a sus hijos y los explotan, utilizando los productos del delito de que moral o materialmente son cómplices, y, no obstante, y aunque parezca imposible, aman y aman de veras a los que han contribuido a perder. A veces, una mujer perversa es una madre amante, y en la atmósfera contaminada de maldad, el amor maternal se conserva puro, como una flor que crece en un muladar. Si este amor vale tanto, para todos, ¡cuánto más no valdrá para el delincuente que se ve despreciado o aborrecido de todos, y cuyos afectos, si los conserva, tienen que refugiarse necesariamente en la persona o personas de su familia que le amen!

En muchos casos no existe, moralmente hablando, la familia: el vicio y el delito la disolvieron; pero en otros se conserva; los padres no tienen remordimiento de haber contribuido a perder a sus hijos, ni éstos los acusan de ser causa de su perdición: parece que se juzgan todos como vencidos en un combate que no podían menos de aceptar, y después del cual unos son fugitivos y otros han perdido la libertad o la vida. Se acusa al juez, al escribano, al testigo, a la ley, a la fuerza pública; pero al mal consejo y al mal ejemplo de la familia, no; forman tolos sus individuos como un solo yo contra la sociedad que los dispersa materialmente pero no rompe los lazos de su mutuo afecto. Estos lazos, que por lo común pueden ser un áncora de salvación, aquí son un obstáculo para salvarse.

Por más prudencia y tino que tenga el visitador de un preso cuya familia ha contribuido a perderle, siempre resultará que aquello que en general es un apoyo, en este caso excepcional es un escollo, y no hay que ir a él de frente, sino, por el contrario, evitarle aunque sea con muchos rodeos. La intención de los padres se salvará siempre respecto del hijo preso; ellos querían su bien, pero se han equivocado en los medios de lograrlo, y como se equivocaron antes se equivocarán después, y de ningún modo debe seguirse en adelante su consejo.

Como el medio más seguro, si no el único, de no ser pasivo para el mal es ser activo para el bien, debe procurarse a toda costa invertir moralmente la paternidad del preso de modo que dé buenos consejos a su familia, en vez de los malos que con el ejemplo ella le dio; y no es que pretendamos corregirla por medio del individuo encarcelado (aunque sus amonestaciones deben tener especial y grande autoridad), sino afirmar a éste en el convencimiento de su razón, porque, presidiario o profesor de metafísica, enseñando se aprende siempre: tal vez el amor propio podría ser un auxiliar.

A veces la familia procura explotar al penado; explotación miserable en todos conceptos, y para la cual finge un cariño que no existe, pero que él cree por el deseo, o mejor dicho, la necesidad que tiene el que todos rechazan de que alguno le quiera. ¡Qué cosa más triste que desengañarle, y más propia para que se desmoralice! ¡La ficción y el engaño de donde debía venir el afecto sincero! Este caso es aún más grave que el anterior, y este egoísmo hipócrita, y bien puede decirse impío, no merece otro miramiento que el calculado para hacer al preso el menor daño posible al desvanecer una dulce ilusión, arrancando el disfraz con que se oculta el engaño de los suyos. ¡Los suyos! ¡Este modo de decir tan vulgar y tan elocuente! ¡No tener suyos! ¡Ser más que huérfano, más que expósito, tener, padres que no le aman, que no le compadecen, que dirigen una mirada indiferente y codiciosa a su desventura sólo por ver si les es posible explotarla!

En estos casos, en el último sobre todo, el consejo debe ir unido al consuelo, que sólo dará una persona de mucho corazón que sustituya por su afecto, hasta donde sea posible, ala familia egoísta o peligrosa que quiere explotar al preso, o que le perderá cuando recobre la libertad.

Si la familia es honrada y él no tan perverso que haya roto los lazos que a ella lo unían, puede ser un elemento que contribuya a su corrección; pero sucede, y con mucha frecuencia, que el preso sólo piensa en los suyos para explotarlos y recibir de ellos, y pedirles con gran instancia, y fingiendo privaciones y necesidades que no tiene, auxilios que honradamente no pueden darle, o que son un sacrificio que en razón no se deben imponer.

Es sospechosa de egoísmo, y no debe protegerse, toda relación del preso con su familia, cuyo resultado sea que ésta le auxilie con dinero a menos que en la prisión falte lo necesario para el alimento y el vestido; donde tal sucede, a disciplina se relaja, la enmienda se dificulta, el visitador no podrá restablecer el orden que a Administración perturba, y sólo tratará de poner algún límite al egoísmo del preso en las relaciones con su familia, enterándola de las verdaderas necesidades de aquél, y poniendo límites a una abnegación que a veces parte de un error, y otras llega hasta privar a los inocentes de lo necesario para que el culpable disfrute de lo superfluo. Es natural que el cariño desee esta especie de compensación a su cautiverio, pero no se debe contribuir a esta injusticia ni a fomentar en el delincuente un sentimiento que ha contribuido poderosamente a que lo sea: el egoísmo.

Si la familia del preso es honrada, pero desvalida, y no puede dar ningún socorro, antes lo necesita, tal vez sea un elemento moral si él la ama, ya procure auxiliarla con sus ahorros, ya sienta gratitud hacia los que la socorren. Los patronatos de los penados, en general, no han podido hasta aquí socorrer a sus familias, pero pueden hacer algo y aun mucho por ellas recurriendo a la caridad de personas compasivas o de asociaciones benéficas, y dando auxilio de tantos modos como puede darle el que se halla en una regular posición, a los que han caído tan abajo como la mujer y, los hijos de un presidiario.

Perjudican a la moralidad del preso las relaciones con su familia, ya porque ésta sea mala, ya porque él malamente trate de explotarla: la regla debe ser dar pábulo o despertar los sentimientos afectuosos, y poner coto al egoísmo, que, propio o ajeno, es siempre depravador.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Instrucción


Se dirá tal vez que el visitador no es pedagogo; pero el SALVADOR fue MAESTRO, y el que quiera contribuir a la corrección, que es la salvación del delincuente, debe procurar instruirle, si no en las primeras letras, en los conocimientos primarios.

¿Debe instruirse al preso? Esta cuestión no es ociosa en este libro, porque, si puede suprimirse en él, no en la penitenciaría. El visitador del preso ha de procurar ilustrarle, cuando no es imbécil o tan perverso que convierta los conocimientos en medio eficaz de hacer mal.

Excepto en estos dos casos creemos que conviene instruir al preso, comunicándole aquellos conocimientos más adecuados a su situación y naturaleza, considerando que los delitos de las personas instruidas no son consecuencia de su instrucción, aunque alguna vez estén favorecidos por ella, y que si la inteligencia no es omnipotente para el bien, puede contribuir a realizarle o a que el mal sea menos dañoso, como, por ejemplo, haciendo que sea estafador el que sería bandido.

La inteligencia es esencialmente incorruptible; se la ofusca, se la combate, se la vence, no se la seduce; el que sabe el mal y el bien, hace uno u otro, pero no los confunde, y a medida que los sabe mejor, la mayor luz intelectual hace más difícil la ofuscación y más fácil el triunfo de la virtud. Siempre que la voluntad no llegue a aquel grado de perversión que convierte el conocimiento en medio de hacer mal, cultivar la inteligencia es fortalecerla, y con ella los medios de resistir a la tentación; como ésta viene de los apetitos y de las pasiones, cuanto más fuerte sea la razón que se les opone, menos probabilidades tendrán de triunfar, en igualdad de todas las demás circunstancias. Debe notarse que a veces se hace responsable a la inteligencia de culpas que no tiene un hombre rudo es honrado, un hombre culto es delincuente; luego la cultura favorece el delito; falta sabor las circunstancias de entrambos, las tentaciones que tuvieron que vencer, la atmósfera que los ha rodeado, porque, si no, es posible hacer un razonamiento parecido a éste: Un niño lleva tres libras: un hombre no puede llevar tres quintales; luego el niño tiene más fuerza que el hombre.

Un cajero que huye con los fondos confiados a su custodia no se los apropia porque sabe leer y escribir y partida doble, sino porque aquellos valores, que representan goces que otros tienen y de que él carece, le han tentado una, diez, cien veces, hasta que al fin no ha resistido a la tentación. ¿La resistiría más el hombre rudo? Teniendo a su disposición todos aquellos billetes de Banco y todas aquellas monedas de oro, ¿combatiría mejor al deseo de apoderarse de ellas porque no sabía leer?

El visitador no confundirá la instrucción con el conocimiento de las primeras letras: hay personas que saben leer y escribir, más ignorantes y con más errores que otras que no escriben ni leen; ser instruido es saber discurrir; lo demás es poseer un instrumento de que a veces no se hace uso, y que se puede emplear bien o mal.

El saber discurrir no es una cosa absoluta, sino relativa a la persona que discurre y al objeto del discurso. Con los conocimientos de un obrero instruido resultaría un ingeniero ignorante: las nociones de derecho que bastan a un preso, serían insuficientes para el magistrado que lo juzgó, pero entendiendo siempre que es cuestión de cantidad, no de calidad. Para el bracero y para el que dirige la obra, dos y dos son cuatro, y la moral esencial no es distinta para el reo y para el juez.

Se hallan en las prisiones penados (bastante numerosos en algunos países) cuya razón es deficiente o está trastornada, lo cual no hace el elogio de las leyes, y menos de los jueces que las aplican. La misión del visitador se limitará en este caso a emplear su influencia, si la tiene, para que vayan al hospicio o al manicomio.

No es cosa tan sencilla como tal vez se suponga, saber hasta qué punto hay incapacidad absoluta de aprender en un hombre rudo, cuya ignorancia y errores podrán darle apariencia de imbécil para el que le juzgue con ligereza. Convendría recordar las aberraciones de la humanidad, y de que han dado tantas muestras hombres cultos y hasta llamados filósofos, prueba evidente de que en el espíritu humano el error no es impenetrable a la razón, ni ésta basta siempre para preservarle del error. Al hombre rudo y preocupado no hay que calificarle de idiota por los disparates que diga, sino juzgarle por las razones que pueda comprender; como se introduce una luz donde hay gases mefíticos a fin de saber si el aire es respirable, así debe explicarse al hombre que parece incapaz alguna verdad esencial; si la comprende, es prueba de que su ignorancia no es invencible.

Nunca se encarecerá bastante la necesidad de empezar dando en muy cortas dosis la alimentación intelectual al penado ignorante, disimulando en cuanto sea posible la lección para no despertar susceptibilidades de amor propio que se halla, y a veces muy vidrioso, en los que parecen haber dicho adiós a los demás amores. El que quiera enseñar mucho en poco tiempo, no enseñara nada; el discípulo adulto, más que ningún otro, se aturde, se fatiga, a veces se irrita y desespera de obtener un resultado de que no ve indicio alguno. Al contrario, si se empieza por poco y fácil, la ventaja alcanzada lo anima a esforzarse para obtener otra mayor.

En toda instrucción, pero principalmente en la del preso, debe considerarse lo adecuado; en el alumno libre, la disposición suele ser un indicador decisivo para guiar al maestro; pero si el penado abusó do su aptitud no puede fomentarse, sino, por el contrario, cultivar otras facultades que combatan las que sirvieron de auxiliares al delito.

Con los penados de muy poca inteligencia hay que probar el resorte de algún sentimiento: el religioso, el amor a la familia, a la patria, el instinto de la libertad, de huir del dolor, sin confiar mucho para lo futuro en la eficacia de estos medios, el pasado y el porvenir influyen poco en los seres limitados, cuya luz intelectual apenas alumbra el presente.

Los penados cuya inteligencia es suficiente, son susceptibles de progreso intelectual, favorable a la enmienda, si su voluntad obstinada no rechaza las lecciones; y aun respecto a los que han empleado sus conocimientos como auxiliar eficaz del delito, cabe suponer si algún género de instrucción podrá contribuir a que no reincidan. Claro está que no ha de enseñarse química al que adulteró alimentos o bebidas, ni caligrafía al que falsificó letras de cambio, ni mecánica al que fabricó llaves falsas; pero todos estos instruidos pueden carecer, y probablemente carecerán, de muchos conocimientos que les hubieran evitado la prisión y podrían contribuir a que no volviesen a ella. Para la clase ilustrada de penados, las torpezas, las imprevisiones de los delincuentes, las que ellos mismos hayan cometido, aunque a éstas no se debe aludir nunca; el andar fugitivos y el estar presos; la libertad, la salud o la vida que pierden, todo esto es una prueba evidente de que ignoraron u olvidaron muchas cosas que necesitaban saber y tener presentes, y que no hay cálculo tan intrincado y difícil como el que se necesita para hacer mal sin recibirle.

El delincuente, para no ser descubierto, necesita prever muchas cosas, atiende a unas y descuida otras, a veces todo está calculado con grande arte, y una circunstancia imprevista echa por tierra el castillo que él creía inexpugnable y resultó ser de naipes. Estos hechos, tan frecuentes que constituyen la regla, y las consideraciones que de ellos naturalmente derivan, pueden influir en los que, ofuscados por torpes apetitos o desenfrenadas pasiones, han discurrido mal.

La enmienda, aunque no sea más que legal, por obra sola del cálculo sabemos que es cosa difícil, algo así como enderezar en frío un hierro que se torció cuando estaba candente; pero la circunstancia de que el penado haya sido calculador y sea razonador, no excluye otras que pueden hacerle accesible a la influencia del sentimiento. La religión, la familia, la patria, la humanidad, pueden tener voces que lleguen a su corazón, y hasta el amor propio bien dirigido contribuirá sacarle del abismo penal.

De todas maneras, la clase de penados instruidos exige de parte del visitador especial cuidado y gran tacto y circunspección.

Si en libertad no es lo mismo ser razonador que razonable, mucho menos en el cautiverio. Tantos ejemplos de impunidad, tantas leyes injustas, tantos juicios errados, la pasión que ciega, el egoísmo que endurece y extravía, la conciencia que se tuerce o que se embota, la disciplina de la prisión que exaspera al que se rebeló contra reglas menos duras, el recuerdo amargo de los goces que se perdieron, las tentaciones de la codicia, las iras del odio o las angustias del amor: estos y otros elementos perturbadores del buen juicio se ofrecen al discurso del preso; ¿deberá extrañarse que su inteligencia se ofusque, y que sus conclusiones no sean conformes a la justicia? Ya se trate de enseñar una verdad o de rectificar un error, hay que tener métodos y lógica especial en la pedagogía del presidio, algo así como enseñar gimnasia, a un hombre que no tiene sus movimientos libres; cierto que podrá y le convendrá ejercitar sus fuerzas, pero según reglas especiales.

La razón del penado tiene como las ligaduras de su desgracia y de su culpa, de la injusticia que ha hecho, y acaso (y esto es muy grave) de la que ha recibido: no se le pueden exigir movimientos tan rápidos ni en dirección tan adecuada como a las personas que discurren en calma y en paz. En la prisión, los errores no pueden atacarse de frente, tomarlos por asalto; hay que minarlos para que, si es posible, se desmoronen, y las verdades velarlas con frecuencia para que no deslumbren, y hasta irriten, como la luz el ojo enfermo.

La discusión, que muy rara vez ilustra a los que toman parte en ella, debe evitarse con el preso, porque su amor propio sería un nuevo y poderoso obstáculo que vencer: tampoco se ha de intentar llevarle por las líneas rectas de la lógica, sino más bien seguirlo por los tortuosos ziszás de sus razonamientos, y procurar influir a ver si, aunque sea con rodeos, llega a la verdad.

Se encarece la necesidad, que en efecto es grande, de que el penado aprenda un oficio sí no le tiene; pero es todavía mayor la de enseñarle a discurrir rectamente, porque de poco le servirá ser albañil o carpintero si no es persona, si no rectifica sus extravíos mentales, cómplices las más veces de sus infracciones legales; si sale de la prisión sin lo necesario psicológico, el conocimiento de su derecho y del de los otros, de sus relaciones con la sociedad, de su situación o de los medios de mejorarla, o siquiera de no hacerla peor. Este peculio intelectual es de suprema importancia, y puede poseerle aunque no sepa leer ni escribir: no se trata de hacer un ebanista o un literato, sino de rehacer un hombre que a veces casi desaparece cuando se convierte en penado.

Los conocimientos necesarios, que son un guía para el que está en peligro de infringir la ley, son un aparato de salvamento para el que ha sido penado por ella, verdadero náufrago en la sociedad, cuyos movimientos tienden a sumergirle; que al menos sepa lo necesario para sobrenadar, porque, si no sabe, tal vez será en vano que quiera, y en todo caso el saber fortifica el querer, para que más fácilmente se convierta en poder.

Hay conocimientos que, si no hacen bien, con seguridad no harán mal, cualquiera que sea la condición del preso. Las verdades deslumbradoras de la Astronomía, los prodigios de la Física y de la Química, de la Zoología, de la Botánica, pueden servir, no sólo como instrucción, dando algunas ideas generales y abriendo al entendimiento horizontes inmensos, desconocidos, sino impresionando el ánimo y contribuyendo a distraerle de ideas que lo perturben. Si pueden organizarse en la prisión conferencias y demostrar prácticamente cómo obra la luz, la electricidad, las leyes físicas, las afinidades químicas, estas lecciones pueden ser a la vez espectáculos y contribuir a una cosa muy importante para el preso, que es sacarle fuera de sí, entrando poco o mucho, según le sea dado, en el terreno neutral de la ciencia, que enseña con la misma benévola impasibilidad a culpables o inocentes. En las ciencias sociales, la verdad puede parecer hostil si combate pasiones, intereses o errores; pero en las ciencias naturales no choca con ningún egoísmo, y hoy tiene la solidez de la realidad, el atractivo de lo maravilloso, y más aún por lo que distrae que por lo que enseña, puede ser útil al preso; su instrucción, hay que tenerlo muy presente, es hacer olvidar, tanto o acaso más que hacer aprender.

La música es un medio poderoso de influencia; pero no se debe enseñar ni ejecutar cualquier música, sino la religiosa, la marcial, el himno en cualquiera de sus invocaciones a Dios, a la patria, a la humanidad. La música trivial, la voluptuosa y aun la patética, que no tiene nervio y parece, no el lamento de los dolores humanos, sino el llanto del débil egoísta que gime por los propios; esta música, que no hace bien en ninguna parte, podrá hacer mucho mal en la prisión; sin duda hay allí mucho que ablandar, pero no con los reblandecimientos de la molicie.

¿Qué libros se le darán al preso? He aquí una pregunta a que no es fácil contestar, aun en las prisiones con bibliotecas que tienen miles de volúmenes. Los libros llamados instructivos, ¿le instruirán? La historia, ¿puede considerarse como un estudio exento de inconvenientes para moralidades vacilantes o trastornadas, que tal vez no verán en ella sino el triunfo de la fuerza, de la astucia o de la perversidad, y la fortuna distribuyendo sus dones a ciegas, o dándoselos a sabiendas al más indigno? La parte providencial de historia, si la tiene, de temor es que pase desapercibida para el preso que, no pudiendo penetrar en sus profundidades, vea sólo el cieno ensangrentado de la superficie; de todos modos, si se le da un libro de historia, convendrá escogerle y que no sea uno cualquiera. Como en general desconfiamos de la instrucción que el preso solo pueda sacar de los libros instructivos, los de honesto recreo, como las relaciones de viajes, serán de los más útiles.

Sería una lectura interesante y verdaderamente moral el relato de acciones notables, y a veces heroicas, de penados; ellos parecen convertir en simpatía mutua la antipatía de que la sociedad los rodea, y que, como es natural, lo devuelven; formúlenlo o no claramente, considéranse como una clase hostilizada y hostil, cuyos individuos tienen muchas cosas comunes; su desdicha y su ignominia los aproxima tanto, que se consideran como los únicos próximos. Aparte de los que no se conmueven por ninguna cosa, ni les importa nada de nada, que son los menos, la mayoría de los penados se interesa muy particularmente por lo que se refiere a sus compañeros de culpa y de infortunio; el buen ejemplo, que mirarían con indiferencia, tal vez con burla, venido de un hombre libre, les interesará dado por un preso; su elevación moral los dignifica, y a los aplausos que él merece y alcanza de la sociedad unen los suyos, prescindiendo de dónde vienen y mirando sólo adónde van. El heroísmo de aquel delincuente ha creado una especie de zona moral neutral en que se reúnen los proscriptos y la sociedad que los proscribe; unión pasajera, pero que podría durar si la razón y la caridad trataran de consolidarla con perseverante empeño. Que esta unión duradera esté próxima, lejana, o sea imposible, lo que no tiene duda es el mayor interés que inspira al preso cuanto se refiere a sus compañeros de infortunio, por lo cual sería un libro de lectura muy útil el que hemos indicado: la relación de hechos notables y heroicos, cuyos autores fuesen delincuentes, hecha de una manera sencilla y sin reflexiones ni comentarios que le dieran apariencia de lección; el libro sería una serie de impresiones saludables; el modo de impresionar más es lo que debe preocupar principalmente al autor, que algún día le habrá, así lo esperamos.

Como existen teóricos (que pueden influir en la práctica) que consideran la manera de ser de los penados como exclusiva de ellos solos, convendrá recordar que las simpatías están en razón de las analogías y semejanzas; la indiferencia con que se pisa un gusano y el interés que inspira un perro, tienen su origen en la mayor diferencia que hay entre uno y otro y el hombre. No sólo las diferencias naturales; las artificiales de clases muy marcadas producen en ellas antipatías de una a otra, y simpatías entre los individuos de una misma; no hay, pues, nada de anormal en el mayor interés que inspira a un penado lo que se refiere a un compañero de pena.

En los conocimientos científicos o artísticos, si se lo deja señalada lección al preso, podrá aprenderla solo o con poco auxilio; pero las lecciones morales, ni puede aprenderlas solo, ni se le deben dar en forma de tales, sino, antes bien, disimulándolas y envolviéndolas como la píldora que contiene un tónico amargo. Lo que más necesita saber un hombre y lo que menos sabe, es lo que, por lo común, se avergüenza de ignorar; no se resiente su amor propio porque lo den lecciones de Física o de Química, pero se creo humillado al recibirlas de moral, y más si aparecen como cargos porque pugnan con sus hechos.

Aunque toda instrucción es ampliación, la general aparece y realmente tiene más de adición que la particular del penado, que, si dilata sus horizontes intelectuales, debe ser, ante todo, modificadora de su modo de ser moral: podrá poco, podrá mucho o no podrá nada, pero lo que pueda debe dirigirse de manera que el fin que principalmente se proponga al ilustrar sea mejorar.




ArribaAbajoCapítulo XV

Los buenos presos


Así suelen llamarse en las prisiones los reclusos sumisos que no infringen los reglamentos ni dan qué hacer a los empleados; éstos dicen, tratándose de alguno de ellos: «Habrá sido lo que quiera, pero aquí se porta bien».

Y este buen comportamiento, que es lo que importa y basta en la penitenciaría, ¿será una buena garantía segura al salir de ella, y debe inspirar confianza al visitador? De ningún modo. El delincuente puede ser buen preso:

  • Porque está resignado con la pena que se le ha impuesto con justicia que reconoce, o con injusticia que sufre con paciencia;
  • Porque es veterano en el delito, huésped frecuente de la prisión, y sabe acomodarse a ella, hacer todo el mal que pueda ocultar sin molestar a los empleados para que no le molesten;
  • Porque, sin ser reincidente, está preparado a sufrir las consecuencias del mal que hace sin arrepentimiento ni rebeldía;
  • Porque con sumisión y complacencias hipócritas procura ventajas en la prisión y abrevia el plazo para salir de ella;
  • Porque es débil, y habiendo sucumbido en la lucha con la ley, no quiere emprender un nuevo combate;
  • Porque es brutal o indolente, y teniendo cubiertas sus necesidades materiales, se acomoda sin mucha dificultad al cautiverio.

¿A cuál de estas categorías pertenecerá el preso que el visitador quiere patrocinar? ¡Quién lo sabe! Lo único que se le puede advertir es que buen preso no significa delincuente corregido; que es muy común que los grandes criminales sean buenos presos, si no pertenecen a la variedad rara de furiosos, que por lo común deberían estar en un manicomio; que la fácil aclimatación en la cárcel o en la penitenciaría es sospechosa si no significa la conformidad de un ánimo resignado; que hay presos que desespera la prisión, refractarios a su disciplina, bulliciosos, alborotadores, que no son malos.

En una prisión de mujeres muy mal organizada y que hemos podido observar bien, las grandes criminales eran todas buenas presas, exceptuando una histórica, que debiera haber ido a un manicomio, y una joven que intentó escaparse. Las riñas, los alborotos, los desórdenes, eran siempre en la sala correccional, donde estaban las que habían cometido delitos no graves, y a veces tan leves como introducir de contrabando algunos kilos de sal, etc.; en la sala donde estaban las homicidas, las envenenadoras, las que tenían largas condenas o perpetuas, había orden y silencio; toda aquella gente, en alto grado perversa, era gente formal.

En los presidios españoles, donde el principal elemento (no de orden, que se desconoce en ellos, sino de lo que se llama disciplina) son los cabos de vara, éstos, por lo común, se eligen entre los penados por delitos graves. Los motivos de esta elección podrán ser varios; pero uno de ellos es, sin duda, cierta regularidad de conducta, y aquellos malvados, cuyas manos, tintas en sangre, manejan las varas con que martirizan y hasta matan a sus compañeros, han sido buenos presos.

Citamos estos hechos de las prisiones de España, porque donde están mal organizadas se prestan más al estudio del natural de los delincuentes; donde hay orden material y moral, los malos presos son raros, en cierto grado casi imposibles, y los buenos no se distinguen, por lo común, con líneas tan determinadas.

Sea cual fuere el sistema y orden de la prisión, creemos que el visitador no debe fiarse de los buenos presos ni desesperar de los malos.