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La beneficencia, la filantropía y la caridad


Concepción Arenal




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Preliminares

A la Excma. sra. Condesa de Espoz y Mina


La dedicatoria de este escrito, hecha por una persona que usted no conoce, no, puede tener el valor de una prueba de afecto dada por un ser querido. Acéptela usted como una bendición más, como un homenaje respetuoso y sincero, de esos que sólo la virtud merece y recibe de

Concepción Arenal






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Parte I

Reseña histórica de la beneficencia en España



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Capítulo I

De los establecimientos de beneficencia


Las sociedades antiguas, que sofocaron el instinto de la compasión, que carecieron del sentimiento de la caridad, no han podido tener la idea de Beneficencia; la palabra misma se desconocía.

Constituyen esencialmente la Beneficencia dos elementos, uno material, moral otro: el poder y el deseo de hacer bien. ¿Desde cuándo existen en España estos elementos? Investiguémoslo.

Prescindiremos de los tiempos más o menos fabulosos anteriores a las guerras con Cartago y Roma. El éxito de estas gigantescas luchas manifiesta el estado social del pueblo que las sostenía con tal constancia, encarnizamiento y heroísmo. Si la historia no estuviera escrita por los vencedores, no se creería tan incontrastable esfuerzo en los vencidos, derrotados siempre, no domeñados nunca. Sagunto y Numancia se alzan como dos espectros que, a la siniestra luz de su inmensa hoguera, agitan sus mutilados miembros, haciendo temblar al mismo que los inmoló.

Es largo el catálogo de las veces que los capitanes romanos triunfaron de España; mas apenas terminada la ostentosa manifestación de su victoria, el Senado o los Emperadores tenían que ocuparse nuevamente en los medios de combatir a los vencidos. La derrota era un contratiempo; la paz, una tregua; la independencia, más grata que la vida. No se miraban como males graves las privaciones, los dolores ni la muerte, que parecía dulce comparada con la servidumbre. Las madres ofrecían voluntariamente sus hijos en aras de la patria; los prisioneros morían en la cruz entonando canciones guerreras e insultando a sus verdugos, cuya crueldad no les podía arrancar una demostración de dolor. El mismo nombre de terror imperii, que los romanos daban a Numancia, pudo después aplicarse a España toda. Sabido es hasta qué punto llegó a temerse el hacer la guerra en la Península, cuyo mando fue a veces como un terrible castigo, empleándose los medios más extraños y aun indecorosos para evitarle.

Cuando un pueblo, que a la ventaja de luchar en el propio suelo une tan heroica constancia para resistir, queda al fin sojuzgado, prueba es evidente de que su estado social tiene una grande inferioridad respecto al pueblo que le domina: puede asegurarse, pues, que España antes de la dominación romana apenas estaba civilizada. En la situación en que se halló antes de someterse a los romanos, más próxima del estado salvaje que de la civilización, no podía existir para la Beneficencia el elemento material que ha menester, porque cuando la pobreza es general, no es posible allegar recursos para socorrer la miseria. El elemento moral faltaba también en España: de la grosera idolatría que constituía su culto, no podía salir el sentimiento sublime de la Caridad. ¿Roma pudo dársele? Para mal suyo y del mundo, no le tenía tampoco. Las obras públicas de la Roma de los cónsules y de los emperadores han desafiado a los siglos. Aun admiramos las vías, las termas, los gimnasios, los circos, los viaductos y los teatros, pruebas de su poder y su grandeza; pero de su compasión no ha dejado ninguna: alzaba donde quiera suntuosos edificios para recrear la ociosidad, mas no para consolar la desgracia. Cuando el ánimo, recogido en esa especie, de sentimiento triste y respetuoso que se eleva en el alma al aspecto de un gran espectáculo de destrucción, contempla las obras por tierra de la que fue señora del mundo; cuando a la vista de las estatuas mutiladas, de las columnas rotas, de los arcos destruidos, repetimos sobre Itálica la sublime elegía de Rioja, o pedimos para Mérida otro cantor que inmortalice los restos de un poder que cayó, a la compasión y al respeto que inspira la desgracia y la grandeza, sucede una voz que se eleva de nuestro corazón y de nuestra conciencia, una voz que dice: «¡Debiste caer, caíste en buen hora, pueblo, cuya mano poderosa no amparó nunca a los caídos!».

La civilización romana no pudo traer a España la idea de la Beneficencia pública. El pueblo, el verdadero pueblo, era esclavo. Sus amos le mantenían para que trabajase cuando gozaba salud; enfermo, le cuidaban como se cuida un animal que puede ser todavía útil; cuando no había esperanza de que se curase, o de que se curase pronto, se le llevaba a un lugar apartado, y allí moría en el más completo abandono. Si la ley llegaba a prohibir esta terrible ostentación de crueldad, se daba la muerte al desdichado en casa, en vez de sacarle afuera para que la esperase; esto los esclavos. Los ciudadanos vivían de la guerra o de las distribuciones de trigo y dinero que se hacían durante la paz, y que no deben confundirse con los socorros que la Beneficencia proporciona a la desgracia. Como los ciudadanos romanos no trabajaban, porque el trabajo había llegado a ser reputado cual una cosa vil; como de la inmensa expoliación del mundo entero sólo una pequeña parte había llegado a la plebe, su manutención era una medida de orden público, una rueda sin la cual no podía funcionar la máquina política. Se tenía el mayor cuidado en mantener expeditas las comunicaciones con Sicilia, África y Egipto, principales graneros de Roma, y se llamaba sagrada la escuadra que conducía los cereales a Italia. Cuando el número de pobres parecía excesivo, se les daban tierras lejos de Roma, o se los expulsaba simplemente. En las principales ciudades, donde su multitud podía hacerlos temibles, se les socorría; donde no, se los dejaba morir literalmente de hambre. Los socorros que daba el Estado eran arrancados por el terror; eran el pedazo de pan arrojado al perro hambriento para que no muerda: Roma no pudo, pues, traer a España ideas e instituciones que no tenía.

La historia de la Beneficencia empieza en nuestro país, como en todos, con la religión cristiana. Los primeros cristianos establecieron entre sí la más completa comunidad de bienes. En los libros santos vemos los terribles castigos impuestos al que distraía la más mínima parte de su propiedad del fondo común: el rico dejaba su sobrante en favor del pobre que no tenía lo necesario. A la manera de los individuos, las iglesias se socorrían también mutuamente, acudiendo las más ricas a las más necesitadas, que a su vez y en mejores circunstancias pagaban la sagrada deuda. San Pablo dice a los corintios: «No que los otros hayan de tener alivio, y vosotros quedéis en estrechez, sino que haya igualdad. Al presente vuestra abundancia supla la indigencia de aquellos, para que la abundancia de aquellos sea también suplemento a vuestra indigencia, de manera que haya igualdad, como está escrito. Al que mucho, no le sobró; al que poco, no le faltó».

Cuando el cristianismo empezó a extenderse fue ya imposible realizar el comunismo que se había establecido entre un corto número de personas. Entonces los sacerdotes, y principalmente los obispos, empezaron a recoger las limosnas que daban los fieles para alivio de sus hermanos necesitados; pero si la comunidad de bienes había desaparecido, si cada cual era dueño de su propiedad, y libre de adquirirla o aumentarla por medio de la industria y del comercio, o de cualquier otro modo honrado, la limosna fue todavía por mucho tiempo obligatoria, y uno de los más santos deberes del cristiano. La fe, entonces viva; la saludable reacción contra el estado social de un pueblo que sucumbía gangrenado por el egoísmo; el ejemplo de tantos varones santos o ilustres, que se desprendían de cuanto habían poseído, para acudir a sus hermanos menesterosos; la autoridad de los libros sagrados y de los primeros escritores cristianos, todo contribuía a que la caridad fuese mirada como la primera de las virtudes. San Cipriano nos dice que una cuestación hecha en Cartago con el objeto de rescatar esclavos produjo instantáneamente 100.000 sestercios.

Mientras las leyes prohibían a las iglesias poseer bienes raíces, los obispos recogían las limosnas para distribuirlas inmediatamente según las necesidades. Por regla general se hacían tres partes: una para el culto y para las comidas públicas, especie de banquetes ofrecidos por la caridad; la segunda para el clero, y la tercera para los pobres. El miserable, el viajero sin recursos, el encarcelado, el niño abandonado por sus padres, eran piadosamente socorridos. Según el testimonio de sus mismos enemigos, los cristianos de los primeros siglos auxiliaban a los necesitados aun cuando no profesasen su religión.

A fines del siglo III, la Iglesia pudo poseer ya bienes raíces. Entonces empezaron a fundarse asilos para los esclavos, y hospicios y hospitales para los enfermos, los desvalidos y los peregrinos: la piedad de los fieles cuidaba muy particularmente de proporcionar hospitalidad a estos últimos.

En la sangrienta lucha que precedió a la total caída del Imperio romano; en aquel terrible cataclismo que echó por tierra un pueblo señor del mundo y una civilización que fascinaba por el brillo de sus grandes hombres; en aquel caos de opiniones, de iras, de razas distintas, los cristianos mantuvieron el sagrado fuego de la caridad, que, ora disipando las tinieblas del entendimiento, ora consolando los dolores del corazón, era a la vez luminoso faro en lóbrega noche, y purísima fuente en las abrasadas arenas del desierto.

Arrojadas definitivamente las legiones romanas de España; consolidado el poder de los godos; siendo ya la religión de Jesucristo la religión del Estado, la única puede decirse, el espíritu de caridad no halló ya obstáculos en el poder supremo, y los dos elementos, material y moral, que constituyen la Beneficencia se robustecían cada día.

Pero si la caridad, virtud cristiana, era practicada por los mejores y respetada por todos, la Beneficencia no perdió el carácter individual que había tenido. Cada hombre en particular tenía el deber como cristiano de socorrer a su prójimo menesteroso; pero estos mismos hombres reunidos no se creían en la propia obligación; el Estado no reconocía en ningún ciudadano el derecho de pedirle socorro en sus males supremos. Los desvalidos acudían al altar; no era de la incumbencia del trono el consolarlos. En el Código gótico no se halla una sola ley relativa a Beneficencia, ni los concilios de Toledo se ocuparon en ella tampoco. Cada cual hacía el bien siguiendo sus inspiraciones individuales; fundábanse obras pías con este o con aquel objeto por el rey como cristiano, no como jefe del Estado, ni más ni menos que el grande, la mujer piadosa, o el obscuro ciudadano. Mientras quedó una sombra del poder de Roma en España, no llegaron a establecerse comunidades religiosas; pero en el siglo VI las vemos ya aparecer y multiplicarse. Al principio carecían de regla y les servía de tal, ya la voluntad del Diocesano, ya la de los superiores elegidos por los mismos que se reunían para vivir santamente; pero el espíritu de caridad estaba de tal manera unido al sentimiento religioso, que los monasterios, antes de tener regla escrita, como después, pudieron considerarse durante mucho tiempo como otros tantos establecimientos de Beneficencia. Eran ricos, no solamente por los donativos que recibían, sino con el producto de la tierra cultivada por los monjes, que trabajando arrancaron al trabajo la marca de infamia que le había impreso la corrompida aristocracia de Roma. No había obra de misericordia que no ejercitasen los piadosos cenobitas. Ellos rompían las cadenas del cautivo, protegían al débil contra la opresión del fuerte, hospedaban al peregrino, amparaban al niño abandonado, al anciano sin apoyo, a la mujer desvalida: ellos daban pan al hambriento y consuelo al triste.

Como la Iglesia destinaba una gran parte de sus bienes al socorro de los necesitados; como los santos vivían pobremente, dando a los desvalidos no ya lo que podían mirar como superfluo, sino parte de lo necesario; como el clero y en particular los obispos pedían limosna por sí o por sus delegados para distribuirla entre los pobres o fundar establecimientos de Beneficencia; como el amor de la divinidad y el del prójimo se confundieron en un celestial sentimiento, y donde quiera que se alababa a Dios se hacía bien a los hombres, la Iglesia llegó a considerarse y la consideraron todos como la única consoladora de los males que afligen a la humanidad doliente y desvalida. ¡Hermoso privilegio, divino atributo conquistado por la abnegación de sus santos hijos! La Beneficencia se confundió de tal manera con la religión, que para una fundación benéfica se acudía al obispo, y al Papa cuando fue considerado como jefe de la Iglesia: los reyes mismos acudían a él a fin de que los autorizase para fundar un establecimiento de Beneficencia en sus propios estados, advirtiendo que esto sucedía siglos antes de que en nuestras leyes se introdujeran innovaciones que extendían el poder de Roma con detrimento del poder real.

La catástrofe del Guadalete y la destrucción del imperio godo por los mahometanos fueron un rudo golpe para la Beneficencia, que tuvo que refugiarse con los vencidos en las montañas de Asturias. Es verdad que los árabes cultivaban entonces las ciencias con más éxito que pueblo alguno, y sus médicos eran los primeros, si no los únicos, que llevaban a la práctica de la Medicina algo más que un brutal empirismo; es cierto que en algunas ciudades conquistadas fundaron hospitales, cuya magnificencia dejó muy atrás a la de los godos; pero su estado social y el espíritu de su religión fueron causa de que aquellas obras fuesen más dignas de estudio bajo el aspecto arquitectónico y científico, toda vez que la caridad no era la virtud de los sectarios de Mahoma.

El terreno recobrado palmo a palmo para la patria y la religión cristiana, lo fue también para la Beneficencia, que volvió a ofrecer asilos al dolor, y amparo a la desgracia. Se multiplicaron las fundaciones piadosas bajo diversas formas y con distintos objetos. Hospedar peregrinos, recoger transeúntes, proporcionar asilos a la ancianidad desvalida y socorros a la pobreza, asistir a los enfermos, cuidar a los convalecientes, dotar a las doncellas pobres, proporcionar medios de seguir la carrera eclesiástica a los que carecían de ellos y dotar escuelas, fueron las principales creaciones de la Beneficencia. A veces el fundador de un hospital o de otro cualquier establecimiento benéfico legaba rentas con que pudiera sostenerse; otras confiaba su suerte a la caridad. Ya instituía por patrono al heredero de su nombre y de su fortuna; ya a un prelado, a ciertas dignidades de un cabildo, de una corporación, de una comunidad. Según su razón o su capricho, establecía las reglas que habían de seguirse para la administración del establecimiento, para las personas que habían de ser admitidas en él, y, lo que es aún más extraño, para los métodos curativos que debían adoptarse, si la fundación era de un hospital. Todo se hacía conforme a la opinión y voluntad del individuo, y llevaba el sello de su personalidad.

La ley estaba muda; no era de su incumbencia el amparar la desgracia, o regularizar los esfuerzos de los que querían ampararla. Ni el que un establecimiento benéfico no tuviese las condiciones materiales de salubridad y otras que su destino exigía, ni el que su reglamento fuese absurdo; ni el que estuviese en una localidad donde no hacía falla, mientras en otra era necesario; ni el que hubiese desproporción entre lo cuantioso de sus recursos y lo limitado de sus gastos; ni, en fin, abuso ni error alguno, era bastante para que el poder supremo tomase una parte activa en el ramo de Beneficencia. En el siguiente cuadro, en que hemos colocado los principales establecimientos benéficos por orden cronológico, se halla en parte la confirmación de lo que dejamos dicho: el individuo lo hacía todo, la sociedad no hacía nada; los fundadores son reyes, prelados, dignidades, ciudadanos obscuros, piadosas mujeres, cofradías religiosas, o autoridades locales; pero los reyes, lo repetimos, hacían la santa obra como cristianos, no como jefes del Estado, y cediendo el patronato de su fundación o conservándole nominalmente, dejaban su custodia ya a corporaciones religiosas, ya a individuos que por razón de oficio debían ocuparse en conservar el buen orden en el piadoso asilo; pero nunca una regla a que debieran sujetarse ni aun los que eran del Real patronato.

CUADRO CRONOLÓGICO DE LOS PRINCIPALES
ESTABLECIMIENTOS DE BENEFICENCIA EN ESPAÑA
ESTABLECIMIENTO NOMBRE DEL
PUEBLO
NOMBRE DEL
FUNDADOR
AÑO EN QUE
SE FUNDÓ
Hospital de San Juan. Oviedo. Alonso VI. 1058
Hospital. Cardona. D. Ramón Folch. 1083
Hospital de la Seo. Zaragoza. D. Hodierna de la Fuente. 1152
Hospital del Rey. Burgos. Alonso VIII. 1212
Hospital de Santa Cruz. Barcelona. Varios vecinos. 1229
Alberguería. Oviedo. D.ª Balesquida Giráldez. 1232
Hospital llamado de San Juan
de Dios.
Alicante. D. Bernardo Gomir. 1333
Hospital. Teruel. D.ª Magdalena de la Cañada. 1333
Hospital de Pobres. Vich. D. Ramón Terrados, comerciante. 1347
Hospital de San Bernardo. Sevilla. Varios sacerdotes sevillanos. 1355
Hospital de Sacerdotes pobres. Valencia. Cofradía de Nuestra Señora. 1356
Hospital de San Miguel. Murviedro. D. Antonio Peruyes. 1367
Hospital de Huérfanos. Barcelona. D. Guillén de Pon. 1370
Hospital de las Misericordias. Guadalajara. D.ª María López. 1375
Hospital de Santos Cosme
y Damián.
Sevilla. Varios médicos y cirujanos. 1383
Hospital. Castellón de la
Plana.
D. Guillermo Trullols. 1391
Hospital de Eu-Conill. Valencia. D. Francisco Conill. 1397
Hospital de Eu-Bou. Valencia. D. Pedro Bou. 1399
Hospital. Castrogeriz. D. Juan Pérez y su esposa. 1400
Hospital. Poza. D. Juan Lences. 1400
Hospital. Villafranca. D.ª Juana Manuel. 1418
Hospital de San Mateo. Sigüenza. D. Diego Sánchez, dignidad de la
Catedral.
1445
Hospital general. Palma de Mallorca. Alonso V de Aragón. 1456
Hospital de San Antonio
de los peregrinos.
Segovia. D. Diego Arias 1461
Hospital de la Misericordia. Talavera. D. Fernando Alonso. 1475
Casa de Misericordia. Sevilla. D. Antonio Ruiz sacerdote. 1477
Hospital. Oña. D. Martín de Oña. 1478
Hospital de San Juan. Burgos. Los Reyes Católicos. 1479
Hospital de la Misericordia. Alcalá de Henares. D. Luis Antezana y su esposa D.ª Isabel
de Guzmán.
1486
Antiguo hospital del Campo
del Rey.
Madrid. D. García Álvarez de Toledo, obispo
de Astorga.
1486
Hospital de dementes. Valladolid. D. Santos Velázquez, oidor1 1489
Hospital de la Magdalena. Almería. D. Rodrigo Demandía y el Cabildo
de la Catedral.
1492
Hospital de Santa Ana. Granada. Los Reyes Católicos. 1492
Hospital Real. Santiago. Los Reyes Católicos. 1492
Hospital de Santa Cruz. Toledo. D. Pedro González Mendoza. 1494
Hospital de la Misericordia. Segovia. D. Juan Arias, obispo de la Diócesis. 1495
Hospital. Ponferrada. Los Reyes Católicos. 1498
Hospital de Nuestra Señora de
Gracia.
Tudela. D. Miguel de Eza. 1500
Hospital de San Sebastián. Badajoz. D. Sebastián Montoro. 1500
Hospital. Lizarza. Domingo Ibarrondo. 1500
Hospital de la Caridad. Olivenza. El rey, D. Manuel de Portugal. 1501
Hospital de San Lucas y
San Nicolás.
Alcalá de Henares. El Cardenal de Cisneros. 1508
Hospital de los Viejos. Briviesca. D. Pedro Ruiz. 1513
Hospital de la Caridad. Granada. D. Diego San Pedro y Don Gaspar
Dávila.
1513
Hospicio. León. D. Cayetano Cuadrillero,
obispo de la Diócesis.
1513
Hospital para forasteros. Quintanilla de
la Mata.
D. Juan Martínez. 1524
Hospital del Obispo. Toro. D. Juan Rodríguez Fonseca, arzobispo
de Burgos.
1524
Hospicio. Tudela. D. Juan de Aragón y D. Pedro Jerónimo
Ortiz.
1526
Hospital. Avilés. D. Pedro Solís. 1530
Hospital de Huérfanos. Zaragoza. Varios vecinos. 1543
Hospital General. Pamplona. El arcediano D. Ramiro Goñi. 1545
Hospital de las Cinco Llagas. Sevilla. D.ª Catalina Rivera y su hijo D. Fadrique
Enríquez.
1546
Hospital. San Sebastián. D. Pedro Fernández. 1550
Casa de Expósitos. Córdoba. El deán D. Juan Fernández de Córdoba. 1552
Hospital de San Juan de Dios. Madrid. El venerable Antón Martín. 1552
Hospital de San Juan de Letrán. Castro del Río. Licenciado D. Juan López Illescas. 1557
Hospital de Santiago. Oviedo. D. Jerónimo Velasco, obispo de la
Diócesis.
1560
Hospital de la Concepción. Burgos. D. Diego Bernuy. 1562
Antiguo Hospital de San Millán. Madrid. Varias personas caritativas. 1565
Hospital de la Misericordia. Jaén. Cofradía de la Misericordia. 1570
Inclusa. Madrid. Cofradía de Nuestra Señora de la
Soledad.
1572
Hospital de San Roque. Santiago. El arzobispo D. Francisco Blanco. 1577
Inclusa. Jaén. D. Diego Valenzuela. 1582
Hospicio. Santiago. Hermandad de Ntra.Sra. de la
Misericordia.2
1583
Hospital de Dementes. Toledo. D. Francisco Ortiz, nuncio de Su
Santidad.
1583
Casa de Misericordia. Barcelona. Dr. D. Diego Pérez Valdivia. 1583
Hospital de Ntra. Sra. de los
Remedios.
Oviedo. D. Íñigo de la Rua, abad de Teverga. 1584
Hospital del Buen Suceso. Coruña. Ares González. 1588
Hospital General. Madrid. Felipe II. 1590
Casa de Arrepentidas. Palma de Mallorca. Fray Rafael Serra. 1592
Antiguo Colegio de
Desamparados.
Madrid. Congregación del Amor de Dios. 1592
Obra pía para dar limosna. Castrogeriz. D. Sebastián Ladrón. 1594
Hospital de San Juan de Dios. Segovia. D. Diego López. 1594
Hospital de San Juan de Dios. Pontevedra. El Ayuntamiento. 1595
Colegio de Niños del Amor
de Dios.
Valladolid. D. Francisco Pérez Nájera. 1595
Hospital de San Juan y
San Jacinto.
Córdoba. D. Pedro del Castillo. 1596
Hospital de la Concepción. Bujalance. D. Martín López. 1604
Refugio. Madrid. El padre Bernardino de Antequera y
los señores D. Pedro Laso de la Vega,
D. Juan Serra y la Hermandad del Refugio.
1615
Casa de Caridad. Salamanca. D. Bartolomé Caballero. 1623
Hospital de Sacerdotes. Sevilla. La Hermandad de Jesús Nazareno. 1627
Hospital de San Julián y
San Quirce.
Burgos. D. Pedro Barrantes3 y D. Jerónimo Pardo,
abad de San Quirce.
1627
Hospital. Zamora. Los señores D. Isidro y D. Pedro Morán. 1629
Hospital de San Pablo. Barcelona. D.ª Lucrecia Gualba, D.ª Victoria Aslor,
D.ª Elena Soler y D. Pablo Ferranz.
1629
Obra Pía para dotar doncellas
huérfanas.
Burgos. D.ª Ana Polanco. 1630
Hospital. Tornavacas. Licenciado D. Tomás Sánchez. 1633
Hospital de mujeres. Cádiz. D. Juan Just, D. Manuel Iliberry y D.ª
Jacinta Armengol, marquesa de Campo Alegre.
1648
Hospital de Nuestra Señora
de la Piedad.
Nájera. Congregación. 1648
Hospicio. Zaragoza. Los hermanos de la Escuela de Cristo. 1666
Colegio de la Paz. Madrid. La Duquesa de Feria. 1669
Casa de Misericordia. Valencia. La Ciudad. 1670
Hospital de Jesús Nazareno. Córdoba. El Reverendo Cristóbal de Santa Catalina. 1673
Hospicio. Madrid. El beato Simón de Rojas. 1674
Casa de Misericordia. Palma de Mallorca. La Ciudad. 1677
Hospital de la Orden tercera. Madrid. La Orden, y D.ª Lorenza de Cárdenas. 1678
Hospital de San Julián. Málaga. Varias personas principales. 1682
Hospital de Convalecencia. Toro. D. Félix Rivera y su esposa D.ª Teresa
Sierra.
1699
Casa de Misericordia. Pamplona. El Ayuntamiento. 1700
Hospital del Cardenal. Córdoba. El Cardenal D. Pedro Salazar, obispo de
Cardona.
1701
Hospital. San Sebastián. La Ciudad. 1714
Hospital de Jesús Nazareno. Castro del Río. D. Tomás Guzmán. 1741
Casa de Misericordia. Alicante. D. Juan Elías Gómez. 1743
Casa del Retiro. Barcelona. D. Gaspar Sanz y la Congregación de la
Esperanza.
1743
Hospital. Torrellas. D. Pedro Tudela, médico de la villa. 1746
Hospicio. Jaén. Fray Benito Masin, obispo de la Diócesis. 1751
Hospital. Undues de Lerda. D. Matías García. 1751
Casa de Misericordia. Murcia. El canónigo D. Felipe Munise. 1752
Hospicio. Salamanca. Fernando VI. 1752
Hospicio Provincial. Oviedo. D. Isidoro Gil, regente de la Audiencia. 1752
Casa de Misericordia. Valladolid. Varios vecinos. 1752
Hospicio. Badajoz. Fernando VI. 1757
Hospicio. Cádiz. La Hermandad de la Caridad y el Marqués
del Real Tesoro.
1763
Hospital de San Fernando. Coruña. D. Tomás del Valle, obispo de Cádiz. 1768
Hospital de Carretas. Santiago. D. Bartolomé Rajoy, arzobispo de la
Diócesis.
1770
Casa de Misericordia. Tudela. D.ª María de Ugarte. 1771
Inclusa. Vitoria. Una Asociación. 1780
Hospital de la Caridad. Ferrol. La Villa y el Sargento Mayor D. Dionisio
Sánchez.
1780
Hospital. Villalengua. D.ª Josefa Vera. 1780
Hospital. Erla. D. Pedro Castrillo. 1782
Hospicio. Ciudad Real. D. Francisco Lorenzana, arzobispo
de Toledo.
1784
Casa de Expósitos. Mondoñedo. D. Francisco Cuadrillero, obispo de la
Diócesis.
1786
Casa de Huérfanos de
San Vicente.
Castellón de
la Plana.
D. José Climent, obispo de Cardona. 1789
Hospital de la Ciudad. Coruña. La Congregación del Espíritu Santo y
D.ª Teresa Herrera.
1791
Casa de Misericordia. Teruel. D. Félix Rico, obispo de la
Diócesis.
1799
Casa de Expósitos. Palma de Mallorca. D. Bernardo Noval y Crespi, obispo de la
Diócesis.
1798
Hospicio. Astorga. El deán D. Manuel Revilla. 1799
Casa de Caridad. Barcelona. El Capitán General Duque de Lancáster. 1803
Hospital de Mujeres incurables. Madrid. La Condesa viuda de Lerena. 1803
Hospital de San Rafael. Santander. D. Rafael Tomás Menéndez, ob. de la
Diócesis.
1803
Casa de Expósitos. Pamplona. D. Joaquín Uriz, obispo de la Diócesis. 1804
Casa de Caridad. Vergara. El Ayuntamiento. 1806
Hospicio. Córdoba. D. Pedro Trevilla, obispo de la Diócesis. 1807
Hospital. Bilbao. La Villa.4 1818
Casa de Beneficencia. Valladolid. El Capitán General D. Carlos O'Dónnell. 1818
Casa de Caridad. Santander. El Ayuntamiento. 1820
Casa de Beneficencia. Castellón de
la Plana.
El Ayuntamiento. 1822
Casa de Caridad. Vich. Una junta. 1832
Asilo de San Bernardino. Madrid. El Corregidor Marqués de Pontejos. 1834
Casa de Expósitos. Coruña. El jefe político D. José Martínez y el
Ayuntamiento.
1844
Casa de María Sma. de las
Desamparadas.
Madrid. La Sra. Vizcondesa de Jorbalán. 1845
Hospital de Hombres incurables. Madrid. El Gobernador D. Melchor Ordóñez. 1852

La misma variedad que se nota en la categoría de las personas que mereciendo bien de la humanidad se esforzaban por proporcionar asilos al dolor, se echa de ver en las reglas que imponían y los recursos que proporcionaban. Propiedades rústicas y urbanas, censos, parte en los diezmos después que se establecieron y en los productos de cruzada, créditos contra el Estado, arbitrios sobre ciertos artículos de consumo y sobre ciertas ventas verificadas en las ferias, parte en el producto de las diversiones públicas, y otros muchos recursos que sería prolijo enumerar, hacían que los medios pecuniarios con que contaba la Beneficencia fuesen tan variados como diferentes eran sus formas y las reglas a que se atenía.

Aunque se note con sentimiento el silencio de la ley en todo lo que se refiere al ramo de Beneficencia, es altamente consolador para el amigo de la humanidad recorrer el largo catálogo de establecimientos piadosos fundados por la caridad de nuestros antepasados. Apenas había villa, por insignificante que fuese, donde no hubiera algún establecimiento piadoso, y hasta en miserables aldeas se hallaban obras pías. Es indudable que por espacio de siglos la Beneficencia estuvo en España a toda la altura que podía estar, dadas las preocupaciones o ignorancia de la época. Provincias hay en que se contaron por centenares las fundaciones benéficas: en una sola ciudad, Sevilla, había sesenta y tantas.

Ese espíritu de caridad, que era el espíritu de la Iglesia cristiana, se notaba en todas las instituciones religiosas, y se echó de ver también cuando, en la segunda mitad del siglo XII, se establecieron las órdenes militares. La de San Juan o de los Hospitalarios lleva en el propio nombre el principal objeto de su instituto, y el blanco manto del Templario no traía más consuelo al ánimo contristado del peregrino, que el que el negro manto del Sanjuanista daba al herido o al enfermo.

Aunque combatirá mano armada los enemigos de la fe fuese el principal objeto de estos sacerdotes guerreros, la Beneficencia estaba siempre en su regla y en sus costumbres mientras se mantuvieron puras. Todos los caballeros amparaban a los desvalidos, y muy particularmente los de Calatrava cuidaban a los enfermos, ya en los hospitales de la Orden, ya en los que recibían de los patronos para que sus freires los asistieran.

Deben también ocupar un lugar distinguido en la historia de la Beneficencia los Hermanos Menores, más conocidos con el nombre de Frailes mendicantes, que se establecieron en España en la primera mitad del siglo XIII. Su glorioso fundador, San Francisco de Asís, al principio de su predicación fue tenido por loco, como sucede con frecuencia a los que por su modo de pensar o de sentir se elevan mucho sobre el vulgo que los rodea. Cuando no comprendemos una cosa, es preciso declararla absurda o superior a nuestra inteligencia, y generalmente se adopta la primera determinación. Al fin dejó de mirarse como locura la santa abnegación de San Francisco, y tuvo admiradores y discípulos. Aunque los que abrazaron su regla hayan llegado a ser en número excesivo; aunque con el tiempo se apartasen del espíritu que animaba a su benéfico fundador, no es menos cierto que fueron por mucho tiempo fieles a su santa y humanitaria misión. Los Hermanos Menores trabajaban para vivir, pedían para dar, y, llenos de privaciones, vivían entre los pobres, los enfermos y los leprosos.

¡Los leprosos! He aquí una página horrible en la historia de los dolores de la humanidad, y que por desgracia no tiene otra enfrente en la historia de sus consuelos. El Oriente parece la cuna de todas las epidemias, que, recorriendo después el mundo, se extinguen como satisfechas del número de sus víctimas, o moderando su desoladora fuerza quedan como una enfermedad más en el catálogo de las que alteran la salud del hombre, y amenazan su vida. En Oriente, según todas las apariencias, tuvo origen la lepra, ese horrible, mal que, dando a sus víctimas un aspecto repugnante y siniestro, las hizo odiosas a la sociedad, la cual pronunció sobre ellas el más cruel anatema que el egoísmo haya lanzado sobre la desgracia.

Al leproso se le negaba verdaderamente el agua y el fuego. Aislado en su solitaria cabaña, donde se ponía una cruz como sobre una tumba, bien podía decir que era sepultado en vida; la Beneficencia, extraviada por la Medicina, arrastrada por la opinión y abandonada por la ley, aparecía impotente; la religión misma nada hacía sobre la tierra por el desdichado leproso, de quien se despedía la Iglesia diciéndole: Mortuus mundo, vivens iterum Deo.

Un hombre de una celebridad poco envidiable ha dicho que hay que desconfiar del primer movimiento, porque generalmente es bueno: de lo que hay que desconfiar es de la filosofía de los hombres perversos, porque sus apreciaciones suelen ser tan erróneas, como inmorales sus consejos. Las grandes inteligencias, si por desgracia se manchan en la práctica del mal, no formulan sino la teoría del bien.

El primer movimiento del individuo, como de la sociedad, es generalmente egoísta, es decir, malo. Cuando en tiempo de las Cruzadas la lepra se extendió por Europa, coincidencia casual, según unos, según otros, resultado de la comunicación con Oriente; en presencia de aquella gran calamidad, todos los pueblos cristianos, olvidándose de que lo eran, tuvieron su primer movimiento malo, y los invadidos de la terrible enfermedad fueron abandonados sin compasión a su desdichada suerte.

Poco a poco la caridad hace escuchar su dulce voz; la religión intercede por los leprosos; los Concilios exhortan o imponen preceptos en favor de aquellos desdichados; se instituye la orden de San Lázaro para consolarlos, y su gran maestre debe ser un leproso. ¡Divina tendencia de la religión cristiana a levantar al caído, a ennoblecer lo que humillan y escarnecen la injusticia y el egoísmo!

Los santos, las mujeres piadosas, los reyes benéficos, acuden al auxilio de estos desdichados, sobre los cuales descienden la compasión y el consuelo. Si las preocupaciones científicas, fortificando las del vulgo, no permitían que los leprosos comunicasen con el resto de la sociedad, al menos se los separó de una manera menos cruel. Tuvieron templos en donde rogar a Dios, cementerios en que descansar bajo una tierra bendita, sacerdotes que los auxiliaron; y a la cabaña aislada sucedió el lazareto, que así se llamaban los hospitales que se les destinaba en memoria de Lázaro. En España, en el siglo XIV principalmente, se ven multiplicarse los establecimientos benéficos para recoger a los enfermos de la lepra y sus variedades o degeneraciones: dados los errores de la época, la Beneficencia no podía hacer más.

Otra clase de infelices, los dementes, han sido también víctimas de preocupaciones fatales; en sus crueles torturas, como en todos los grandes dolores de la humanidad, la ignorancia puede reclamar su desdichada parte. El plan curativo de la enajenación mental partía de este principio: El loco por la pena es cuerdo, y la práctica correspondía perfectamente a esta horrible teoría. El mísero demente era conducido a un hospital, donde le esperaban una jaula, el palo, la correa, el hierro y el aislamiento, que basta por sí solo para privar de razón a los que la tienen más cabal. Si la locura no se consideraba como un crimen, se trataba como tal, dejando su castigo a discreción de hombres brutales y desalmados. Ni los cabos de vara en presidio, ni los domadores de fieras, pueden darnos idea de lo que era un loquero. Armado con el duro látigo y con un corazón más duro todavía, arrojaba a sus víctimas la comida entre imprecaciones y golpes. Perverso o inexorable, podía ejercer las mayores crueldades impunemente; los que habían de quejarse estaban locos: la persona más cabal perdería la razón, si recibiera el tratamiento que se daba en España a los dementes. Y esto no sucedía allá en tiempos bárbaros, sino en el siglo XIX; y los que no somos muy viejos, hemos podido ser testigos de escenas horribles, cuyo solo recuerdo estremece e indigna; de crímenes sin nombre y de tal género, que no pueden escribirse sin faltar a la decencia y al pudor.

Solía haber en los hospitales un departamento para los dementes, y en algunas poblaciones casas exclusivamente destinadas a recibir a estos desdichados; pero, de cualquier modo que fuese, el método curativo era el mismo, y el temor el único medio que se empleaba para volverlos a la razón. Demás está decir que no la recobraba ninguno. El monomaniaco se volvía loco, el loco tranquilo se hacía furioso, el furioso sucumbía: dichoso al menos si sucumbía pronto. La sala de cirugía en un hospital, el cementerio en tiempo de epidemia, el campo de batalla después de una lucha en que no se da cuartel, no son espectáculos horribles si se los compara al que presentaba el departamento de locos en un hospital destinado a recibirlos. Aquellas jaulas inmundas; aquellos lechos de paja medio podrida; aquellos hombres demacrados y desnudos; aquellas voces desacordes, expresión terrible de un dolor sin nombre; aquellas miradas siniestras, extraviadas, irresistibles, abrasadas con el fuego de un delirio crónico, que hacen clavar los ojos en tierra o volverlos al cielo pidiendo misericordia para el que así mira; aquellas manos débiles y amenazadoras al través de la dura reja; aquel terror a la vista del carcelero, que hace huir a los míseros reclusos al fondo de su estrecha prisión... Corramos un velo sobre esta escena desgarradora, pero que no se borre de nuestro corazón, para que, cada uno de la manera que le sea posible, contribuya a que los dementes sean tratados como la ciencia y la caridad lo exigen; para que a la horrible máxima de que El loco por la pena es cuerdo, se sustituya esta otra: El loco por el amor recobra la razón perdida. Esto es no sólo más cristiano, sino más científico; las teorías crueles son siempre falsas teorías.

Consecuencia también de fatales preocupaciones, los expósitos no eran tratados por la Beneficencia con el esmero que su situación exigía. No había establecimientos destinados exclusivamente a recibirlos; ingresaban en los hospitales, donde morían en una proporción espantosa y tal, que el que exponía un niño, como el que le mataba, si no en la forma, en el fondo podía considerarse como infanticida. Los pocos que se salvaban de la muerte no eran los más dichosos. Víctimas del abandono más cruel, eran entregados al que los pedía, tal vez sin garantía alguna. Si no existiese una ley que lo prohíbe, apenas podría creerse que los infelices expósitos se daban a los titiriteros y saltimbanquis, que a fuerza de castigo les enseñaban habilidades con que entretener al público y sacar algunos reales. ¡Cuál sería la suerte de los pobres huérfanos, entregados a la crueldad y avaricia de una gente soez o inmoral, infamada por la ley o infame por su conducta! No han fijado sin duda la vista en estos tristes cuadros los que afirman que el hombre es peor cada vez.

La descentralización administrativa, la poca uniformidad en las leyes y el exagerado respeto a la expresión material de la voluntad de los fundadores de asilos piadosos, dieron a la Beneficencia un carácter local fatalísimo para el bien de la humanidad. Dado el estado social y político, era difícil que sucediera de otro modo. Cada ciudad, cada villa, cada lugar, tenían sus fueros, sus privilegios, su señor, su ley: eran otros tantos pequeños estados que se regían por reglas diversas, que tenían intereses diferentes o tal vez opuestos. Fuera de ciertos límites que la ley marcaba, ni el mendigo hallaba limosna, ni el desvalido asilo, ni el enfermo hospital. Este espíritu de localidad era fatal para la Beneficencia. En una población sobraban asilos piadosos, mientras que en otra faltaban, y como las fundaciones las hacían por regla general los naturales, había menos en los países más pobres, es decir, allí donde eran más necesarias. Del mismo modo, la comarca asolada por una nube, una inundación, o que una mala cosecha u otra causa cualquiera sumía en la miseria, no podía contar con el auxilio de otra más favorecida, ni le daba en igual caso. El país que veía caer sobre sí el peso de una gran calamidad, debía soportarle solo.

De este modo, aunque la Beneficencia contaba con un número casi increíble de fundaciones piadosas, aunque tenía fondos suficientes para atender a todas las verdaderas necesidades, las preocupaciones y el estado social y político no consintieron que sus consuelos alcanzasen a todos los seres que sufrían. Los principales cargos que pueden dirigírsele son:

Espíritu de localidad.

Mal tratamiento de los dementes.

Abandono de los expósitos.

Exclusión en la mayor parte de los hospitales de los enfermos que padecían ciertas enfermedades.

Esta última circunstancia hacía bien terrible la suerte de los que padecían algunas dolencias, como la sífilis, y las cutáneas, ya contagiosas, ya reputadas por tales. El doliente arrastraba su dolorido cuerpo de puerta en puerta y las hallaba todas cerradas; al verle, debían recordarse las amarguísimas palabras del Salvador: «Sólo el hijo del hombre no halla donde reposar la cabeza».

En los últimos años del siglo XV aparece un hombre que debía consolar a estos míseros que no hallaban consuelo. Nace pobre, y recibe al nacer el nombre del discípulo querido de Jesús. Pastor, soldado, cambia dos veces el cayado por la lanza, y con esa terrible inquietud propia del que tiene una alta misión que llenar, recorre toda la escala de los extravíos y de los dolores. Cambia de lugares, buscando una paz que sólo hallan en el cielo los que han nacido para hacer grandes cosas en la tierra, y parte para otras regiones en busca del martirio, ignorando que le alcanzan infaliblemente, donde quiera que estén, los que nacen con una alma como la suya. Este hombre, condenado a muerte como un criminal, encarcelado como un loco, maltratado sin piedad, escarnecido sin misericordia, recibió el bautismo de la ignominia, ese terrible bautismo que bajo una forma u otra dejan de recibir rara vez los grandes bienhechores de la humanidad, y se llamó San Juan de Dios, glorioso apellido que merece el que ha hecho tanto bien a los hombres.

San Juan de Dios, con su ejemplo, con su celo, con su constancia sobrehumana, creó la orden religiosa que lleva su nombre, y cuyos individuos se llamaron hermanos de la caridad. Su misión principal es asistir a los enfermos en los hospitales donde se curan las enfermedades más repugnantes, aquellas que eran rechazadas de los otros establecimientos. Es difícil que nos formemos hoy idea de la suerte de los míseros que las padecían, tratados más como criminales que como desgraciados, y del servicio que prestó a la humanidad doliente el hombre santo que les proporcionó un asilo.

San Juan de Dios había establecido su primer hospital en Granada, y fundaron otros con el propio objeto y bajo la misma regla Antón Martín en Madrid y Córdoba, Pedro Pecador en Sevilla y Frutos de San Pedro en Lucena. Los hospitales llamados de San Juan de Dios se multiplicaron poco después en toda España, ya fundados nuevamente, ya cedidos a los hermanos de la caridad por sus patronos. No sólo en nuestro país, sino en todo el mundo cristiano, se vieron alzarse los benéficos asilos creados por la ardiente caridad de Juan. Desde el cielo pudo ver el inmenso fruto de su santo ejemplo, y cómo la Iglesia le veneraba en sus altares, y en su corazón los amantes de la humanidad.

Poco después de San Juan de Dios aparece San Vicente de Paúl, cuyos discípulos se llamaban sacerdotes de los pobres, y que fue para los expósitos lo que San Juan había sido para cierta clase de enfermos. Las hermanas de la Caridad que establece en Francia Luisa de Marillac reciben de manos de San Vicente los abandonados huérfanos, y de su predicación y ejemplo la fuerza necesaria para perseverar en su heroica abnegación. Desgraciadamente la institución de estas piadosas mujeres tardó mucho en establecerse en España, y hasta fines del siglo pasado no la vemos traer sus eficaces consuelos a nuestros abandonados niños.

Cuando las costumbres se dulcificaron y la luz de la ciencia empezó a difundirse; cuando ningún enfermo se vio rechazado por la índole de su enfermedad; cuando el expósito no fue mirado con injusta prevención; cuando la unidad política y la centralización administrativa dejaron expedita la acción del poder supremo, parece que la Beneficencia debió llegar a un alto grado de prosperidad. Pero la antigua fe había decaído, el espíritu de caridad estaba amortiguado, el abandono empobrecía los asilos piadosos, y la criminal codicia los defraudaba. Los patronos heredaban el nombre, no las virtudes de los fundadores que les legaran la tutela de los desvalidos, y cuando ésta se encomendaba a corporaciones religiosas o a alguno de sus individuos que por razón de oficio la ejercía, se notaba también el cambio que con el tiempo se había verificado en las instituciones y en los hombres. Las rentas desaparecían por incuria de los que habían de cobrarlas, o se dilapidaban escandalosamente, y los patronos no podían o no querían poner remedio. Sucedió más de una vez que en los establecimientos de patronato Real los males fueron tan graves, que las quejas llegaron hasta el Trono: entonces por influencias palaciegas iba un comisionado, que con grandes dietas, pagadas de los fondos del establecimiento benéfico, y haciéndose cargo de los abusos en él denunciados, a su vez los cometía tales, que llegaban a parecer muy leves y aun olvidarse los anteriores. Sucedía también que los patronos de establecimientos benéficos, por egoísmo o por no creerse con fuerzas para mantenerlos a la altura en que debían estar, los cedían a una corporación, que a su vez los cedía a otro individuo, que tampoco perseveraba mucho tiempo en el buen propósito. Cualquiera puede imaginar el estado en que estarían los asilos de Beneficencia objeto de estos deplorables traspasos, consecuencia por lo general de falta de fondos. La ley, ciega, no veía que mientras un establecimiento carecía de recursos, otro no tenía en qué invertirlos; no veía, por ejemplo, que en Madrid un llamado hospital con pingües rentas no tenía enfermos, pero tenía enfermero, médico, cirujano, boticario, archivero, secretario, rector, administrador, etc., etc. En un año en que entraron seis enfermos, que ocasionaron cien estancias, figuraron los gastos de botica por setenta mil reales. Los abusos en este y otros establecimientos han ido disminuyendo con las rentas, no porque la ley los haya cortado de raíz, como debiera.

El espíritu de caridad había desaparecido por regla general de los establecimientos benéficos, y con él la economía, el celo, la probidad y el orden. Por otra parte, los monasterios y conventos limitaban su humanitaria misión a dar limosna sin discernimiento a todos los vagos que llegaban a sus puertas a una hora dada. Los santos banquetes de la caridad habían descendido a la repugnante sopa, convertida en estímulo de la vagancia, más bien que en amparo de la miseria. La mendicidad se extendió por la nación entera como una lepra asquerosa, y la ley intentó débilmente ponerle inútiles diques. Grandes rentas, en parte nominales y dilapidadas en parte; mala asistencia en donde quiera que la casualidad no oponía el celo individual al culpable abandono, que era la regla; la mendicidad y la vagancia paseando en triunfo por donde quiera sus harapos y su cinismo: tal era el cuadro que a fines del siglo XVIII ofrecía la Beneficencia. Socavada así por sus cimientos, la desamortización y la extinción de las comunidades religiosas vinieron en nuestra época a dirigirle el último golpe, y bajo su forma antigua puede decirse que ha dejado de existir.

Pero como las miserias de la humanidad no se extinguen, ni tampoco el celestial sentimiento que inspira el deseo de aliviarlas, la Beneficencia aparece bajo un nuevo aspecto. El Estado, aunque tímidamente, acepta la caridad como un deber, y los individuos acuden a prestar su indispensable auxilio. Hay al fin, buena o mala, una ley de Beneficencia, y donde quiera se organizan asociaciones caritativas: parece pronto a terminarse este período de terrible transición, en que caído el edificio antiguo y no terminado el nuevo, sufren cruelmente los que en él deben ampararse.

Entre las asociaciones caritativas, merece citarse muy particularmente la de San Vicente de Paúl, oficialmente aprobada en 1850. En los diez años que lleva de existencia se ha extendido por toda España, y ascienden a muchos miles los individuos de ambos sexos que de ella forman parte. Los asociados dan limosna metiendo la mano en una bolsa, de modo que lo mucho no pueda servir de ostentación, ni lo poco causar vergüenza. Se informan personalmente de las verdaderas necesidades, y dan los socorros en especie. Tienen donde es necesario facultativos para asistir a los enfermos pobres, y procuran dirigir y consolar a los mismos que auxilian materialmente. Establecen escuelas gratuitas, en que sirven de maestros los mismos asociados, y asilos para los huérfanos de los pobres que visitan, si el estado de sus fondos se lo permite.

Esta institución merece bien de la humanidad y es digna de llevar el nombre de aquel santo que ha recibido la doble canonización de la Iglesia y del agradecimiento de la posteridad doliente y desvalida.

La historia de la Beneficencia en España debe notar en este siglo, y principalmente en estos últimos años, un gran progreso, que prepara sin duda otros mayores. Las mujeres, que hasta aquí no se habían asociado sino para alabar a Dios, empiezan a reunirse para hacer bien a los hombres. Arrancan a la muerte millares de niños abandonados por los autores de sus días; consuelan a los pobres enfermos; reúnen fondos para distribuirlos entre los necesitados; establecen colegios, donde alimentan y enseñan a los niños pobres, talleres y escuelas donde a veces sirven ellas mismas de maestras. La gran señora no desdeña llegar hasta la miserable hija del pueblo para instruirla en los principios de la religión y en las reglas de la instrucción elemental; desciende más, y bajando al esa repugnante cloaca moral que se llama prostitución, procura arrancarle y le arranca numerosas víctimas. No terminaremos este imperfecto bosquejo sin presentar dos figuras grandes, que para parecérselo a todos, no necesitan sino el fúnebre pedestal de la tumba. Dejemos al vulgo el degradante privilegio de ser injusto con los vivos, y pronunciemos respetuosamente los nombres de la Condesa de Mina y de la Vizcondesa de Jorbalán, estos nombres que nos recuerdan aquellos tiempos en que los Santos renunciaban al mundo para no pensar más que en hacer bien al prójimo y alabar a Dios; que nos trasladan con el pensamiento a aquellos siglos en que las grandes señoras dejaban los dorados salones, y las reinas descendían de sus tronos para curar las repugnantes llagas de los leprosos. El sagrado fuego de la caridad no se extingue; almas privilegiadas transmiten de generación en generación el celestial depósito. Las grandes virtudes son de todos los siglos; Dios las coloca en los corazones elevados, como otras tantas señales para que la humanidad extraviada no pierda el camino del cielo.

La señora Vizcondesa de Jorbalán, desde su elevada posición social dirigió una mirada sobre las desdichadas mujeres hundidas en el abismo del vicio y del dolor, concibiendo la idea de arrancarlas a su miserable estado. Esta idea, fortificándose, se convirtió en el proyecto de fundar un asilo donde hallasen amparo, consuelo y enmienda las víctimas de la prostitución, y resolvió consagrar a tan santa obra su fortuna, sus cuidados, su vida. Tuvo que empezar por una lucha doméstica, como generalmente sucede a todos los que intentan hacer algo grande. Hay que romper con las preocupaciones, con la rutina, con el egoísmo, hasta con el cariño de los deudos y de los amigos, que intentan apartar de la criatura excepcional los dolores inseparables de una alta misión, y que rara vez le conceden aptitud para llevarla a cabo. El mérito, como los objetos materiales, no se ve bien cuando está demasiado cerca. Vencidos estos primeros obstáculos, la Vizcondesa halló compañeras que se asociasen a su santa obra, y en 1845 empezaron a trabajar activamente en la fundación de la casa de María Santísima de las Desamparadas. Pasaron tres años, y la ilustre fundadora se halló sola: no hay que culpar a nadie; el heroísmo no puede ser obligatorio. El que busca medios de socorrer la miseria ve inmediatamente el fruto de su trabajo; da pan al que tiene hambre, viste al que estaba desnudo; es una cosa positiva. También lo es el consuelo y el alivio que se lleva a un enfermo que en su casa o en el hospital recibe nuestros cuidados. Él y su familia conocen el bien que le hacemos, nos bendicen, y tenemos la satisfacción de ver que no en vano acudimos al lecho del doliente. Pero las enfermedades del espíritu se curan con más dificultad, y esa lepra moral que se llama prostitución es tan rebelde como repugnante: la regeneración de una mujer corrompida parece que no puede llevarse a cabo sin un milagro.

Ved esa desdichada: el vicio ha grabado en su frente una marca infame; su voz es áspera; la blasfemia y la obscenidad han dejado en su boca una indefinible expresión repugnante; sus ojos amortiguados brillan por intervalos con fuego siniestro; no tiene ni la dulzura de su sexo ni la fuerza del otro; nada hay en ella que no sea repulsivo. Si intentáis hacerle bien, andará buscando cuál motivo interesado puede impulsaros, porque no comprende la abnegación. Si le habláis de Dios, se reirá de vuestra credulidad; si de virtud, os desdeñará como a un necio; si de honor, hará una cínica ostentación de infamia. Tal vez con maligna complacencia finge arrepentimiento, y luego se goza en burlarse de la candidez de su bienhechor; tal vez con alguna mira interesada une la hipocresía a sus demás perversos instintos, y cuando se cansa o no le conviene ya explotar la santa credulidad de la virtud, arroja la máscara. No hay deber que no pise, virtud que no escarnezca, cosa santa que no profane: la miseria y el vicio han embotado su inteligencia y depravado su corazón. Despreciada y despreciable, sintiéndose infeliz y vil, escupe el veneno de su ignominia sobre todo lo que la rodea. ¿No es imposible la regeneración de esta mujer? Para intentarla, ¿no es preciso estar loco o ser santo?

Sólo la caridad cristiana, que nunca se cansa, que todo lo espera, pudo sostener a la señora de Jorbalán. Miró en derredor, y se vio sola; si sus ojos se volvieron al mundo, halló tan solamente indiferencia o sarcasmo; si se fijaron en las desdichadas que intentaba regenerar, tampoco vieron motivos de consuelo. Entonces tomó una resolución verdaderamente heroica. La gran señora deja la alta sociedad en que había vivido, sus galas y sus goces; viste el tosco sayal, y se va a vivir con las pobres desamparadas. Dios bendice abnegación tan sublime; la casa fundada en Madrid prospera, se reproduce en Valencia y Zaragoza; otras capitales piden con instancia la benéfica institución, y el Gobierno declara a la señora Vizcondesa superiora de todas las casas-colegios establecidos y que se establezcan en España.

Dejar los goces de la vida o los esplendores del trono para curar las llagas de los enfermos pobres, parece el último grado de la abnegación humana; ¿y qué es, comparada con la de esta mujer que va a confundirse con las más viles, que no teme mancharse con ellas, que rompe todos los hábitos, arrostra todas las repugnancias, excusa todas las faltas, compadece todos los dolores, se hace la compañera, la amiga de las desdichadas culpables que la sociedad rechaza; entrega su existencia material a mil privaciones, su corazón a mil torturas, y su esclarecido nombre a la befa y al escarnio? La abnegación suele pasar por la terrible prueba de la ignominia, y la divina aureola de la caridad parece que debe rodear siempre una corona de espinas. Si la calumnia y la burla hubieran perdonado a la Vizcondesa de Jorbalán, le faltaría su más hermoso título a la gratitud y veneración de los amigos de la humanidad. La virtud purifica los lugares que visita, lejos de mancharse en ellos; ese grosero hábito que ha vestido la fundadora de la casa de las Desamparadas puede llevarse ya con orgullo: el justo santifica lo que abraza, a la manera que Dios convierte un patíbulo ignominioso en el signo de redención.

La señora Condesa de Espoz y Mina ha sido nombrada por el Gobierno vice protectora de todos los establecimientos benéficos de Galicia. No puede entrar en el plan de nuestro trabajo escribir su biografía, que si tendría el mérito de la imparcialidad, como obra de una persona extraña, en cuyas apreciaciones no pueden influir el amor ni el odio, sería muy incompleta, porque no sabemos de la Condesa de Mina más de lo que todo el mundo sabe: que es la Providencia de Galicia, el ángel tutelar de sus desdichados hijos, que la llaman madre. Las bendiciones de tantos infelices como consuela hallan un prolongado eco en nuestro corazón, y nos parece que en la historia de la Beneficencia debe escribirse con respeto el nombre de esa criatura prodigiosamente organizada para el bien; de esa santa mujer que no existe más que para los desdichados; que les consagra su fortuna, su inteligencia, su corazón, su vida entera; que lucha sin descanso, trabaja sin tregua, combate el hambre en los años de escasez, arrostra la muerte en las epidemias; especie de personificación de la caridad de San Pablo, punto luminoso de esos que Dios coloca en el cuadro sombrío de los dolores humanos.




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Capítulo II

La legislación de Beneficencia


Si hemos de formar alguna idea de lo que ha sido la Beneficencia en España, preciso nos será estudiar la parte de la legislación que a ella se refiere. Desgraciadamente este estudio habrá de ser más breve de lo que la razón y la caridad exigían, porque el legislador ha guardado casi siempre un fatal silencio.

En el Código gótico, como tuvimos ocasión de observar ya, no se halla ley alguna que tenga por objeto organizar ni dirigir la caridad individual, a quien se deja absolutamente el amparo de los desvalidos, y lo propio se nota en el Fuero viejo de Castilla, Leyes del Estilo, Fuero Real y Ordenamiento de Alcalá.

Al abrir las leyes de Partida, lo hacemos con la seguridad moral de hallar en ellas alguna relativa a Beneficencia. ¿Cómo el Rey Sabio había de olvidar tan importante ramo? Nuestras esperanzas quedan no obstante defraudadas; Alonso X, como sus predecesores, cree sin dada que debe hacer bien como cristiano; como Jefe del Estado no considera que la caridad sea un deber para la sociedad. Si alguna vez la ley se refiere a los establecimientos benéficos o a los desvalidos, es incidentalmente y para determinar sus derechos en el orden civil, o para prescribir ciertas fórmulas. Así, por ejemplo, se dice en qué manera deben ser fechas las cartas que el rey manda dar para las peticiones que facen los omes con cartas del Apostólico o del Obispo para eglesias o para ospitales. Si se habla de los niños echados a las puertas de las eglesias e de los otros lugares, no es para mandar que se les dé un pronto y eficaz auxilio, sino solamente para determinar, cómo los padres o los señores que los echaron non los pueden demandar después que fueren criados, o cómo el que recoge un expósito por caridad no le podrá nunca exigir indemnización alguna por los gastos que le ocasionó su crianza. Como se ve, es simplemente resolver un punto dudoso de derecho. Al tratar de testamentos, se determina también cómo deben distribuirse los bienes que el testador deja a los pobres de tal ciudad o tal pueblo, y la ley, con muy poca filosofía, dispone que cuando el testador no señale la ciudad o la villa entre cuyos pobres debe distribuirse la limosna, se dé a los del lugar donde se hiciere el testamento.

Puede considerarse ya como ley de Beneficencia la dada en Madrid por el emperador Carlos V y su madre la reina Doña Juana en el año de 1528. Se refiere a las casas de San Lorenzo (hospitales de leprosos) y San Antón. Dábase este nombre a los hospitales donde se recogían exclusivamente los enfermos atacados del mal llamado de San Antón, enfermedad horrible, a juzgar por la descripción que de ella hace Sigeberto, probablemente algo exagerada. Como quiera que sea, es lo cierto que en Francia hizo grandes estragos en el siglo XI, y que los habitantes del Delfinado, habiendo recurrido con buen éxito a la intercesión de San Antonio Abad, se empezó a llamar mal de San Antón lo que al principio se llamaba fuego sagrado. Aunque no parece que en España fuese tan terrible este azote, no puede dudarse que afligió también a sus habitantes, puesto que hubo conventos de San Antón, dependientes del superior de Viena, cuyo objeto principal era asistir a los enfermos atacados del terrible mal de que vamos hablando, y casas de San Antón, que eran los hospitales donde se les aislaba, porque la enfermedad era tenida por contagiosa. El puerco de San Antón es un resto de estos establecimientos, que contaban entre sus recursos el producto de los animales de cerda que alimentaba la caridad de las personas benéficas. Debe llamarse, pues, ley de Beneficencia la que se refiere a las casas de San Lázaro y San Antón, y en la cual se dan disposiciones acerca del personal o inspección de los citados establecimientos. No puede dudarse que esta ley tiene el carácter de general, pero al mismo tiempo revela una gran ignorancia en el ramo que intenta regularizar. Dice que sean también inspeccionadas las otras casas, si algunas uviere que no sean de patronato real. Es decir, que el Gobierno ignoraba si había o no hospitales de San Lázaro y San Antón que no fuesen de Real patronato. Los había, en efecto, aunque en corto número, porque en esta clase de establecimientos parece que el Poder supremo tomó una iniciativa indisputable, y probablemente menos como medida de Beneficencia que de sanidad, porque las enfermedades que en ellos se curaban eran consideradas como contagiosas.

Los mismos monarcas Carlos I y su madre Doña Juana promulgaron varias leyes relativas a la mendicidad, las cuales con leves variaciones reprodujo Felipe II, diciendo: «Porque lo contenido en las leyes antes desta cerca de los pobres no se guarda» etc., etc. Tampoco se guardó ésta, cuyas principales disposiciones eran las siguientes:

Que no pueda pedir limosna ninguna persona apta para trabajar y que no sea verdaderamente pobre.

Que a los pobres inválidos se les dé una licencia por la cual sean reconocidos como tales.

Que no puedan pedir fuera de la jurisdicción del pueblo de su naturaleza.

Que sean perseguidos como vagos los que se hallaren mendigando sin la dicha licencia o autorización.

Que se procure recoger a donde sean curados los mendigos cuyas enfermedades parezcan contagiosas. Y para que se los pueda proveer de lo necesario, se nombrarán diputados, que pedirán limosna en la parroquia con este objeto todos los días festivos.

Que estos mismos diputados, en unión del párroco, pidan para los pobres vergonzantes, entre los cuales distribuirán las limosnas recogidas. Que los mendigos autorizados por la ley no puedan llevar consigo a sus hijos mayores de cinco años.

Que los enfermos del mal de San Antón y San Lázaro (leprosos) no puedan mendigar, sino que estén recogidos en los hospitales a ellos destinados.

Aunque la ley, sin romper todavía las trabas del espíritu de localidad, confina al mendigo al estrecho límite de la jurisdicción de su ciudad, villa o aldea; aunque, todavía tímida, al recibir la tutela del desvalido no manda que se le socorra, sino que se pida para él, no puede negarse que la mayor parte de sus disposiciones están conformes con los principios de la filosofía cristiana, y es de deplorar que hayan sido letra muerta.

En tiempo también de Felipe II inauguró España la primera discusión sobre el pauperismo, tomando parte en ella el abad Juan de Medina y el conocido Domingo Soto, catedrático de Teología en Salamanca. Quiere el primero que cada comarca sostenga sus pobres; que se asegure lo necesario al verdadero necesitado; que se eduque a los niños huérfanos y abandonados; que haya limosna pública y secreta; que la distribución se haga por personas acomodadas, de conciencia y elegidas por las mismas personas de su clase, y que se persiga eficazmente la vagancia. El padre Soto era más tolerante con la mendicidad, y sostenía que debe permitirse al indigente ir en busca de pan a donde quiera que le acomode. La razón, como suele acontecer, no estaba absolutamente en ninguna parte. El padre Medina hacía mal en localizar la caridad, y el padre Soto en no querer que se reglamentase.

Este debate no parece que halló eco en la opinión; la vagancia continuó burlándose de la ley, que, como persuadida de su impotencia, guardaba silencio, rompiéndole tan sólo si sonaban muy alto las quejas de algún intolerable abuso, como para prohibir que los saltimbanquis se llevasen los niños de las inclusas, y que se mandasen a los hospicios los criminales para cumplir en ellos su condena.

No puede dejar de notarse cuál sería el estado de los establecimientos benéficos, cuando los tribunales imponían la permanencia en ellos como un castigo.

En tiempo de Carlos IV se miró con algún interés la suerte de los expósitos, y se adoptaron disposiciones que indudablemente hubieran mejorado su suerte, si la de los desvalidos pudiera recibir eficaz alivio de manos groseras y mercenarias, que logran burlarse impunemente de la ley y que están interesadas en hacerlo. Esta ley, que por una parte tendía a favorecer a los inocentes abandonados, era bien dura con ellos disponiendo que se destinasen al servicio de la marina por la razón de que hacían mucha falta. Es decir, que al infortunado que no había tenido madre, que había pasado la niñez sin caricias, la vida sin libertad, sin goces, sin consuelo, comiendo para vivir, viviendo para padecer, la ley, en vez de indemnizarle hasta donde fuera posible, se apoderaba de él, dándole un destino que debía ser muy triste cuando nadie le aceptaba voluntariamente: para estos desdichados, a fines del siglo XVIII no se había abolido la esclavitud.

La ley del 19 de Septiembre de 1798, en que se mandaba vender los bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos, fue fatal para la Beneficencia. Si, conforme a lo dispuesto en ella, capitalizados los bienes vendidos, se hubiera pagado el rédito de 3 por 100, habría sido muy ventajosa para los establecimientos benéficos, mal administrados en general, y cuyas rentas no correspondían de modo alguno al capital que representaban sus propiedades; pero las que se vendieron fueron de hecho una verdadera expoliación, porque el 3 por 100 ofrecido vino a ser nominal. Si preguntáis desde cuándo no se cumple la voluntad del fundador de tal obra pía, o está cerrado tal hospital, etc., etc., es muy común oír: desde el tiempo de Godoy.

Con la invasión francesa y la reacción de 1814 no había que esperar para la Beneficencia mejores días; siguió casi abandonada a la caridad individual y sin que el Poder supremo la considerase como un deber, hasta que la ley de 6 de Febrero de 1822 le aceptó. Imperfecta como era, consignaba el principio; pero los sucesos políticos no consintieron sacar sus naturales consecuencias, y en la segunda reacción de 1823 quedó abolida. Restablecióse en 1836; pero la guerra civil, y más todavía el estado de la opinión, fueron causa de que diera escasos resultados. En 1849 se promulgó la que hoy está vigente tan reducida y diminuta, que, no ya entre nosotros, sino en los Estados Unidos, donde la acción individual es tan poderosa, no hubiera podido producir resultados. Tres años después, en el de 1852, otra nueva ley, con el nombre de reglamento, vino a llenar algunos de los vacíos que en la anterior se notaban; quedan todavía muchos, y la legislación vigente sobre Beneficencia ni ordena lo conveniente, ni garantiza el cumplimiento de lo que ordena. No basta al legislador establecer el principio y disponer que se practique; necesita saber qué obstáculos se opondrán a esta prática, y buscar los medios de removerlos: de otro modo, sus prescripciones serán letra muerta, como lo son, en efecto, muchos de los artículos de la ley de Beneficencia. No entra en el plan de nuestro trabajo emprender un examen detallado de esta ley; su verdadera crítica se halla en el estado actual de la Beneficencia.

¿Cuál es este estado? Alguna vez hemos leído, y hemos oído muchas, que es bastante satisfactorio; pero no lo hemos visto nunca. Salvas excepciones harto raras, debidas a individuales esfuerzos, el estado de nuestra Beneficencia es deplorable: la palabra parece dura, pero tiene una triste exactitud. Los medios de la sociedad antigua no existen; los de la nueva no están organizados, y la humanidad doliente y desvalida sufre cruelmente en este fatal interregno.

El enfermo pobre halla un mal hospital, o no halla ninguno. En muchas capitales de provincia hay, con nombre de hospital, una enfermería con un corto número de camas, y no son admitidos en ella más que los enfermos de la ciudad. Diseminados por los campos o las pequeñas poblaciones, los enfermos pobres sufren y mueren faltos de todo auxilio y en el abandono mas cruel. La débil voz de su agonía no halla eco en ninguna parte. Sin llegar este caso extremo, el enfermo pobre arrastra su mísera existencia, y muchas veces para proveer a ella se ocupa en trabajos que agravan su estado. Digamos la verdad, la triste verdad: la gran mayoría de los enfermos pobres sufre y muere sin recibir de la Beneficencia auxilio eficaz, y en la mayor parte de los casos sin recibir auxilio alguno.

Los expósitos mueren en una horrible proporción. Hay autoridades que se felicitan por la economía que resulta de reducir el salario de las amas que los llevan a sus casas. «No falta quien los pida», dicen satisfechos. En efecto, los piden; pero ¿quién? Mujeres miserables solas, a quienes puede convenir un contrato tan poco ventajoso; mujeres mal alimentadas, que muchas veces siguen criando a sus hijos, y dan al expósito el alimento necesario para que arrastre lánguidamente una vida que no tarda en extinguirse: no olvidemos que si la pobreza es compasiva, la miseria es dura. Los que no se lactan fuera de los establecimientos, tienen en ellos una ama para cada dos o tres, y aun así faltan amas; se recurre al biberón, a las cabras, y vienen las indigestiones, la inanición y la muerte; y esto sucede a veces a pesar del celo de las benéficas señoras y de las hermanas de la Caridad, porque no hay fondos. La ley, tan inexorable en otros casos, es tímida en éste; no se atreve a exigir fondos para cubrir la más sagrada de las obligaciones.

Los dementes están muy lejos de ser tratados con la inteligencia y caridad que su estado exige. Todavía no se ha extinguido en España el horrible tipo del loquero; todavía la camisa de fuerza no es el único medio empleado para sujetar al loco que intenta hacer daño; todavía es muy contado el número de los establecimientos especiales, tanto, que se ha dado orden a las autoridades para que no manden a ellos sin previo aviso a ninguna persona falta de razón. Esta orden es consecuencia de que no hay proporción entre el número de clementes y la posibilidad de alojarlos en los establecimientos especiales; por manera que, mientras les llega un turno, que no suele llegar, están provisionalmente en los hospitales, donde hay todavía discípulos de la antigua escuela, que admitía como axioma que el loco por la pena es cuerdo.

En todos los establecimientos, y conforme a lo que la ley dispone, se sigue el fatal sistema de contratas, por el cual la codicia de los contratistas defrauda a la pobreza, la explota, y compra la impunidad con el fruto del crimen.

Bien sabemos que se hacen grandes elogios de los establecimientos de Beneficencia por personas que los visitan un día en que se abren al público; bien sabemos que hay autoridades que quedan muy satisfechas del estado en que se encuentran; pero cuando estas visitas no se hacen por curiosidad o por fórmula, dejan en el ánimo una impresión menos grata.

Oigamos lo que D, Melchor Ordóñez, gobernador de Madrid, dice en su Memoria, hablando del hospital de la corte: «Los artículos de consumo, dice, eran pésimos, por no exigirse a los contratistas el cumplimiento de su obligación, siendo además excesivamente caros los géneros que no se tomaban por contrata. Había en la despensa dos clases de pesas sin contrastar, y faltas las pertenecientes a una de dichas clases... El consumo diario era exorbitante, en términos que el gasto de carne se calculaba de 32 a 40 carneros, y hasta el chocolate, género que debía mirarse como reservado tan sólo para aquellos enfermos que lo necesitan, servía para empleados de la casa, aun cuando por reglamento no tuviesen ración; de modo que al mes se consumía la enorme cantidad de OCHOCIENTAS libras de este artículo. Las raciones de los enfermos eran escasas y malas, quedando reservado lo mejor de las reses para los demás: el condimento no podía ser peor y el poco aseo de las cocinas llamaba la atención. En fin, todo se hallaba en un abandono tal, que era fácil diese lugar a notables abusos, y más existiendo tres cocinas con sus diferentes cocineros y mozos, como eran: la de los obregones y la de los practicantes, además de la general. El almacén de ropas, que es uno de los más interesantes, no tenía el suficiente surtido: los colchones estaban escasísimos de lana; no se llevaban los registros con la debida exactitud, de suerte que era muy fácil que se ignorase la existencia de algunas ropas. Lo mismo sucedía en la comisaría de entradas, en la cual apenas podían averiguarse todas las noticias que se quisiesen reunir acerca de cualquier individuo, siendo más de notar esto en el inventario de las ropas y efectos pertenecientes a los enfermos que ingresan; materia delicada, pues si en ella no se observa la mayor exactitud, puede muy bien dar lugar a criminales ocultaciones. Poco cuidado y falta de aseo se echaban de ver también en las enfermerías: las ropas de las camas no estaban limpias, y algunas de éstas carecían de fundas de almohadas. A los que entraban a visitar las salas se toleraban actos que suponen falta de consideración y respeto a la humanidad doliente, y que son impropios de una habitación donde hay enfermos que quieren descanso y tranquilidad, cosa que no era de extrañar estando a disposición de los empleados y mozos el régimen higiénico de dichas salas. Las que ocupaban los dementes, inmundas y miserables, causaban horror. Las libretas donde se asienta el tratamiento de los enfermos se llevaban con faltas reprensibles, contra lo que está prevenido, tales como poner en abreviatura los escritos. Se dejaba bastante espacio entre los renglones para que pudiesen escribirse otros, lo cual por sí solo hubiera indicado el abuso que en esto se cometía, y que se halla comprobado por el excesivo consumo que se hacía de algunos medicamentos agradables, así como también la frecuencia con que se veían recetados ciertos alimentos a los enfermos. Los cadáveres se trasladaban desnudos al depósito, y en tal estado, sin distinción de sexo, eran conducidos en un mismo carro al cementerio, mucho antes de trascurrir el tiempo que las leyes y la prudencia reclaman. Increíble parece que a esta falta de decoro se agregase la profanación de convertir en objeto de tráfico el pelo y la dentadura de los muertos y de los enfermos. La botica estaba también mal servida, siendo excusado decir que los artículos que en ella se consumían eran en lo general malos; los jarabes mal clarificados y bajos de punto; las medidas de capacidad de este departamento son de estaño, abolladas y tan gastados sus bordes, que no pueden servir bien para el objeto. A pesar de su numeroso personal, no había el aseo que se necesitaba en esta dependencia, etc., etc».

Las tintas de este sombrío cuadro todavía podían recargarse sin faltar a la verdad. El Sr. Ordóñez hubiera podido ver, tal vez vio, más abusos de los que denuncia; pero los hay de tal índole, que se resiste a escribirlos la pluma, y por otra parte una autoridad no puede denunciarlos sin intentar su enmienda y su castigo, y no hay fuerza en un bolo hombre, cualquiera que sea la posición que ocupe, para remediar a la vez tantos males y tan inveterados. Ordóñez intentó corregir muchos abusos y corrigió algunos, realizando grandes economías sin perjuicio de la buena asistencia. Ordóñez hizo mucho en un ramo en que es costumbre no hacer nada, y la historia de la Beneficencia debe conservar su nombre con gratitud. Convendrá no olvidar la parte de su Memoria que hemos copiado, para que los hechos que citaremos en el curso de esta obra y las consecuencias que de ellos hemos de sacar, no parezcan exageraciones de escritores entusiastas y sistemáticos.

¡Quiera el cielo que al escritor que, perfeccionando nuestro trabajo, escriba pasados algunos años la historia de la Beneficencia, le sea más grata su tarea! ¡Quiera el cielo que pueda decir con verdad que la sociedad es madre de los niños pobres que no la tienen, maestra de la juventud, apoyo de la vejez, guía cariñosa de los que han perdido la razón y consoladora de todos los que padecen! ¡Quiera el cielo que ningún enfermo sufra y muera sin recibir los auxilios que su estado reclama: que en ningún hospital se le pregunte de dónde es para recibirle; que sobre la puerta de todos se escriba el hermoso lema que leemos en el de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza: Urbis et orbis domus infirmorum!





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