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ArribaAbajoConferencia del sr. D. Francisco Lastres en el Ateneo

Diciendo que habló en público el Sr. Lastres, parece casi excusado indicar el asunto: de sus discursos, como de su pensamiento, es idea constante, y pudiéramos añadir fija, la reforma penitenciaria, de que es incansable y meritorio propagador: no poco mérito tiene la perseverancia en medio de la indiferencia, y el alzar uno y otro día la voz que hasta ahora ha clamado en el desierto. Escuchóse con atención y con aplauso en el Ateneo; pero para aplaudir basta un momento de simpatía, de entusiasmo o de justicia, y lo que se necesita son convicciones íntimas, idea del deber, trabajo y cooperación según los medios de cada uno: el mejor aplauso, el único que lisonjea verdaderamente al convencido propagador de una idea, es ayudarle a realizarla.

El asunto de la oración del Sr. Lastres ha sido la nueva Cárcel de Madrid, cuyos planos presentó, explicándolos, elogiando lo que era digno de elogio y guardando silencio acerca de lo que merecía censura. Este silencio creemos que era mandado por un sentimiento de delicadeza; pero conociendo las opiniones del orador, nos parece también que no admitirá la aplicación de aquel dicho: «El que calla, otorga.» Las reservas que en su calidad de individuo de la Junta de la nueva cárcel se impuso respecto al edificio, no mediaban respecto al personal, y en esto fue tan explícito como enérgico, diciendo con toda verdad que la construcción más perfecta es inútil, y aún puede ser perjudicial, si entran a prestar en ellas servicios las personas que hoy sirven en nuestros presidios y cárceles: si se quiere de veras iniciar la reforma penitenciaria, es preciso que para desempeñar un destino cualquiera en las penitenciarías y en las cárceles sea circunstancia indispensable NO haber servido en el ramo.

El Sr. Lastres propuso la creación de un Cuerpo de vigilantes, que desde luego recibiesen sueldo o instrucción teórica, que él se ofrecía a darles gratuitamente, terminada la cual pasarían a ejercicios en la nueva cárcel antes de que ingresaran en ella los presos que han de sujetarse a la reclusión celular. Habría, además, un director y el personal administrativo necesario, y como jefe superior un Comisario regio, que desempeñase su cargo gratuitamente por el tiempo que se juzgase necesario para plantear de verdad la reforma, el objeto de este funcionario, que debería ser muy amante de ella, sería contrarrestar las influencias que hoy barrenan la Ordenanza de presidios y mañana querrían barrenar el reglamento de la nueva cárcel, las influencias que sacan los presos de las cárceles y los penados de presidio, para que se paseen y vayan a los cafés o donde les parece, y después a su casa, donde viven, no honrada, pero sí tranquilamente. Para contrarrestar estos inveterados y arraigadísimos abusos se necesita una persona de fe, de carácter, de posición independiente, que no viva del empleo que desempeña en la cárcel, y por temor de perderlo falte a un deber que no puede cumplir sin heroísmo.

Tal es, en resumen, lo dicho por el Sr. Lastres, al cual felicitamos, menos porque ha pronunciado un buen discurso que por haber hecho una buena obra.




ArribaAbajoCentro protector de la mujer

Nuestros lectores recordarán un libro de que les dimos cuenta y que con este título publicó un caritativo sacerdote, impresionado y afligido al ver la desdicha de tantas mujeres como arrastran dolorosamente su vida o la deshonra por falta de recursos, de dirección, de amparo. El autor esperaba que en Madrid se tomase la iniciativa de la nueva obra, mas no pudo ser, o no fue, por causas que no hay para qué enumerar aquí. De aquella semilla arrojada a los vientos de la publicidad, mucha fue pasto de las aves, mucha cayó sobre la roca, pero algún grano en tierra bendita, que bendita es la tierra donde germinan los buenos pensamientos.

Como Don Quijote decía que donde él se sentara a la mesa estaría la cabecera, el Centro protector de la mujer no está ni en la capital de la monarquía, ni aún en ninguna de provincia, sino en el pueblo donde, comprendiendo bien el pensamiento del autor, ha habido bastante caridad para realizarlo: este pueblo es ALCIRA. ¿Y qué elementos hay allí, qué medios especiales que no tienen otras poblaciones más importantes? Allí no ha habido primero más que dos personas animadas con la caridad de San Pablo, aquella que no se cansa ni se mueve a ira; después algunas otras a quienes inspira el mismo divino sentimiento, y todas con un sentido práctico y humano que comprende las necesidades de la época y sus medios, han evitado las duras inflexibilidades y el estrecho exclusivismo.

El Centro de Alcira no es colegio de ciegos, y acoge una cieguecita de trece años que daba escándalo con sus palabras, siendo de temer que no tardase en darlo con sus acciones, y hoy es comedida en su lenguaje y compuesta en sus ademanes.

El Centro de Alcira, no es hospital de incurables, y ha recogido a una baldada, cuya inteligencia tiene la agilidad que falta a sus miembros.

El Centro de Alcira no es casa de dormir, y ofrece cama a las mujeres que no tienen donde pasar la noche sin peligro para su honestidad o para su reputación.

El Centro de Alcira no se ha constituido para proporcionar estudios superiores, y manda a Valencia a una joven aventajada, que será profesora distinguida.

Estos hechos y otros análogos que podríamos citar, prueban de qué manera tan amplia se comprende allí la caridad, que varía el modo de socorrer a medida de la clase de infortunio.

La obra tiene dos casas, una para sirvientas y otra para trabajadoras que no se dedican al servicio doméstico: inauguráronse respectivamente en Febrero de 1878 y Junio de 1879. Desde esta fecha han recogido a 432 mujeres. Los beneficios no se limitan a las acogidas, sino a otras muchas necesitadas que reciben auxilios apoyo y dirección. En entrambos establecimientos hay orden grande, esmero exquisito y, aunque pobres, aquella elegancia que proviene de la limpieza y del buen gusto; las paredes no están adornadas con cuadros, pero sí con máximas de los libros santos y de autores que han pensado santamente.

Los recursos de las casas son la caridad y el trabajo, quedando una parte de éste a beneficio de la trabajadora, a fin de que se vista y pueda realizar algún ahorro.

Durante las horas de labor se entonan cantos sagrados, se recitan oraciones, se recuerda o enseña la doctrina cristiana y se leen libros de historia sagrada y profana, literatura o ciencia, que estén al alcance del auditorio; por la noche se dedican hora y media a la enseñanza de las primeras letras.

Habiendo comprendido la importancia de la música, empieza a enseñarse, y a pesar de la escasez de recursos, hay esperanza de poder adquirir un piano.

Tres señoras viven en la casa y cuidan del arreglo y orden interior, enseñando con el ejemplo la humildad, comiendo en la misma mesa de las acogidas, donde se distingue su asiento por la mayor pobreza del servicio, y bien podría, aludiendo a ellas, repetir Rioja que beben con tanto gusto


En el plebeyo barro mal tostado
Como en el vaso múrino labrado.

Además de estas casas, el Centro de Alcira ha establecido escuelas dominicales, donde 27 señoras y señoritas dan instrucción a más de 403 alumnas.

Un sacerdote director; una señora presidenta, auxiliada por varias jóvenes de familias distinguidas, han planteado, sostienen y vivifican la obra. No teman que escriba nuestra pluma sus nombres, que bendice nuestro corazón; sabemos respetar el incógnito de la caridad verdadera; solamente advertimos a alguien que necesita la advertencia, que no vaya más allá de sus fuerzas, que mida el trabajo por ellas y no por la voluntad, no sea que el exceso de fatiga nos haga apreciar antes de tiempo el lugar que ocupaba por el vacío que deja.

Viajeros caritativos que pasáis por los campos feraces y deliciosos de Alcira, más grato que es a vuestros sentidos el perfume de azahar que os envían sus bosques de naranjos debe ser a vuestro corazón ese aroma de caridad que exhala el Centro Protector de la Mujer. Enviadle un cariñoso saludo, y, si os es posible, una limosna.




ArribaAbajoLa protección médica al niño desvalido

El título de este artículo ha sido el asunto de una conferencia dada en el Ateneo Médico Escolar por D. Manuel Tolosa Latour, aquella buena alma que denunció al público el estado en que ingresó en la clínica de la Facultad de Medicina un niño procedente del Hospicio, donde, al parecer, había sido horriblemente maltratado, y el autor de un libro titulado El Niño, libro que recomendamos a los que cuidan niños, y en especial a los padres y a las madres.

El Sr. Tolosa prosigue su piadosa tarea de proteger a la infancia, y al exponer el asunto, de su conferencia, dice:

«El tema de esta conferencia quizá les haya parecido a algunos bastante trivial, y quién sabe, si inoportuno: Protección médica al niño desvalido. Pues qué, se me dirá, ¿acaso el médico, en el mero hecho de serlo, no sólo protege a aquél, sino también auxilia al hombre en el hospital, a la mujer en las maternidades y clínicas especiales, en una palabra, a cuantos van en demanda de sus consejos, siempre ilustrados, o de su siempre desinteresada protección? ¡Ah, señores, todo esto es cierto; pero cuán verdad es que en el triste y azaroso camino de la vida, que todos tenemos que recorrer, recogiendo no pocas espinas y sinsabores, hay muchos, son innumerables los que olvidan que nosotros debemos practicar esos grandes principios de caridad, y no pocos también quienes, no sintiendo en el corazón amor al prójimo, desamparan y apartan del verdadero camino a la siempre generosa juventud.»

»Dejad a los niños que vengan a Mí. Y esta frase no podrán borrarla de la mente humana miles de siglos de opresión; vivirá eternamente y se repetirá ora en las épocas de obscurantismo en que se abandonaba a los niños en los muladares, en las puertas de los palacios o en los atrios de los templos, ora en los modernos tiempos en que los países llamados civilizados han abierto en la pared de algunos edificios una ventana llamada torno, tras la cual se oculta un inmundo cajón, que es de esperar que la verdadera caridad, inspirada por la ciencia, haga desaparecer por completo. Sin embargo, compárense estas instituciones de nuestros días en pro del niño, con la protección que el Estado daba a éste, y veremos que tiene la humanidad pendiente una eterna deuda de gratitud hacia algunos hombres de corazón que, a través de penalidades sin cuento, fundaron las modernos asilos.»

El Sr. Tolosa dice que el niño necesita en muchos casos protección antes de nacer, porque la miseria, el vicio, el crimen de su madre, influyen en su existencia antes que vea la luz: la ignorancia le perjudica también, y la vanidad en no pocas ocasiones, en que la mujer embarazada sigue los mandatos de la moda, aunque estén en hostilidad con las reglas de higiene.

¿Y el niño necesita la protección sólo cuando es desvalido, en el sentido que comúnmente se da a esta palabra, es decir, cuando no tiene padres, están sumidos en la miseria o encenagados en el vicio? No. También los hijos de muchas personas acomodadas y ricas necesitan ser protegidos contra la ignorancia, el descuido y el egoísmo de sus padres, que los abandonan a las amas o a los criados; que los visten según la moda; que por no saber o no molestarse los someten a un régimen antihigiénico, tasándoles el aire libre y puro que necesitan a raudales, negando a la higiene y aun a la terapéutica recursos que no escasean a la vanidad, al gusto, al capricho, y arreglando los estudios del niño a impaciencias pueriles o vanidosas, sin atender a su salud ni a su vocación.

El Sr. Tolosa increpa enérgicamente a la sociedad «que ampara, como indulgente madre, al hombre criminal, porque gran crimen es deshonrar y abandonar a una mujer inocente, y en cambio ni perdona ni ampara a la mujer pecadora, y se olvida de aquellas memorables palabras: El que se encuentre limpio de toda mancha, que tire la primera piedra». Cita uno de esos hechos en que la maldad de una mujer, unida al abandono del padre de su hijo, ante la perspectiva de la miseria y la deshonra se lanza al crimen.

Es necesario elevar el nivel moral o intelectual de la mujer, educarla e ilustrarla para que tenga más medios de subsistencia, más dignidad, más clara idea de sus deberes, más aplomo y gravedad, mayor conocimiento de lo que conviene a su hijo, y no le perjudique y aún le sacrifique a su miseria, a sus veleidades, a su ignorancia. ¿Por qué en los centros docentes de la mujer, donde empieza a dársele alguna instrucción, no ha de enseñársele algo que directamente contribuya al bien del niño, ilustrándola, no sólo para que tenga una profesión, sino para que sepa ser buena madre?

Al ver cuántos niños abandonados vagan por las calles expuestos donde quiera a tantas malas tentaciones y a tantos malos ejemplos, admira que el número de criminales, ya tan grande, no sea aún mucho mayor.

Tal es, muy en resumen, la conferencia del Sr. Tolosa, por la cual lo felicitamos, porque presta un verdadero servicio poniendo en relieve lo mucho que pueden hacer los médicos en favor de los niños desvalidos y aun de los que no lo son. Vemos con gusto que prepara otra obra, cuyo título será La Infancia desvalida en Madrid; y aunque por la dificultad de encontrar datos que ha tocado (y que tocan en España todos los que seriamente quieren ocuparse de cosas serias) teme que su trabajo sea muy imperfecto, siempre será muy útil: aquí, más que en ninguna parte, hay que renunciar a lo mejor para contentarse con lo bueno, y aun resignarse en ocasiones a no percibir resultado ostensible de una penosa tarea. Decimos ostensible, porque, a nuestro parecer, ningún esfuerzo encaminado al bien es del todo inútil, y aunque el Sr. Tolosa juzgue perdido aquel a que alude en la pág. 22 de su conferencia, nosotros tenemos motivos para creer que algún resultado beneficioso ha producido.




ArribaAbajoLas Hermanas de la Caridad en la prisión de mujeres

Sabiendo las condiciones del edificio que ocupan en Alcalá las penadas, los antecedentes morales, o, mejor dicho, inmorales de este penal, y las ruedas de la administración del ramo de presidios, ya suponíamos que con ellas no engranaría bien una comunidad de religiosas, y que habían de tener ímprobo trabajo, disgustos, compromisos y conflictos tal vez. Lo que no habíamos imaginado era que un periódico, de cuyo nombre no queremos acordarnos, con formas, si no muy cultas, muy adecuadas al fondo, dirigiese a las Hijas de San Vicente de Paúl cargos que, no teniendo fundamento en la verdad, no pueden partir sino del error o la malicia.

Se llama felices a las hermanas que sirven en el penal de mujeres, y aunque ya se nos alcanza cuán difícil debe ser una información de felicidad, no lo es tanto la de desgracia, y sería grande la de aquellas religiosas si no ofrecieran a Dios lo mucho que allí tienen que ofrecerle, y no esperaran del Juez Justo compensación de las injusticias de que son objeto.

Se dice que las Hermanas de la Caridad reciben un buen sueldo, y al cabo de nueva meses han percibido UNA SOLA MENSUALIDAD.

Se dice que las religiosas tienen la pretensión de incautarse de todos los servicios, hasta de los que están encomendados al Comandante, cuando es lo cierto que éste manda en jefe, no diremos si excediéndose de las atribuciones que tiene, pero sí de las que debiera tener.

Resulta del ataque hecho por malicia o por ignorancia, mucha honra para las que se pretendía rebajar. ¿Qué mayor elogio puede hacerse de una persona o de una corporación que la necesidad de inventar faltas para dirigirle acusaciones? ¿Qué mayor alabanza que el hecho de que las censuras son otras tantas ofensas a la verdad? Enviamos nuestro pláceme a las religiosas del penal de Alcalá por haber merecido este elogio y esta alabanza.




ArribaAbajoPersecución de mendigos

De propósito escribimos persecución de mendigos y no represión de la mendicidad, porque las medidas que se toman respecto a ella, discordes entre sí y con la justicia, pueden contener o vejar a algún individuo, no preservará la sociedad de un mal de que es cómplice, además de que todos se agravan con arbitrariedades e injusticias.

La anarquía material alarma; todos sienten que un mínimum de orden en las cosas es necesario; desgraciadamente con la moral e intelectual no sucede lo mismo, y la perversión del gusto y de la conciencia y los extravíos de la razón se contemplan sin alarma, porque participan de ellos los mismos que debían ponerles coto. Las pruebas de este hecho deplorable abundan, y lo que acontece con la mendicidad es una de las más concluyentes.

En un número anterior aludimos a un bando del Alcalde de Madrid, que no queriendo ser menos que algunos gobernadores, legislaba, o más bien penaba, con su voluntad por ley, poniendo fuera de ella a los que mendigasen por las calles de la capital de España, condenados, no por el Código, sino por el Presidente del Municipio, a la pena de confinamiento, que esto quiere decir enviarlos al pueblo de su naturaleza. Éste puede ser alguno de que emigran los naturales porque no tienen trabajo ni pan; podía ser, cuando se dio el bando a que nos referimos, alguno de los pueblos inundados, a los que, en vez de socorros, se les enviaban sus miserables. ¿Qué importa faltar a la ley y a la humanidad? Lo esencial es limpiar las calles de Madrid de mendigos, ya que ni ellos ni las casas se limpien de otras inmundicias materiales y morales de más daño para la sociedad y de más aseo para la conciencia.

Una duda nos ha ocurrido. ¿Cómo el Alcalde de Madrid hace efectiva la pena de confinamiento que impone, si él no puede disponer más que de los dependientes armados de la municipalidad? ¿Cómo con ellos enviará a los mendigos al pueblo de su naturaleza? El bando, como tantos otros, suponemos que habrá sido letra muerta, sin más vida que para atropellar a algún infeliz, sacrificado en los primeros momentos a la ceremonia de como que se obedece lo que el Alcalde manda. Y decimos en los primeros momentos, porque en nuestro barrio, después del bando, se mendigaba lo mismo que antes, y a los pocos días de publicado vimos un gran número de niños pidiendo con insistencia y grandes voces, no en lugar apartado, sino en la entrada del Retiro, entre los coches y las parejas de la Guardia civil a caballo y los de Orden público a pie.

Vista la inutilidad de los bandos, extrañamos que como pagan contribución ciertas casas de mal vivir, para estar autorizadas a vivir mal; como los revendedores de billetes contribuyen también, y en algunas localidades se dan permisos (en otras no se necesitan) para vender la infinita variedad de billetes de las infinitas loterías; decimos que es extraño que como un periódico abogó por que se reconociese el derecho de establecer casas de juego mediante una contribución, algún otro no insinúe la idea de autorizar la mendicidad, siempre que el mendigo no necesitado pague contribución industrial. La lógica lleva a esto, pero no para aquí; autorizando por dinero infracciones graves de la moral, la impunidad que ahora se vende muchas veces clandestinamente, puede tasarse conforme a la ley, y en vez de gastar mucho dinero en Guardia civil, suprimirla, y que los Juanillones fuesen, en vez de bandidos, contribuyentes.

Esto es imposible, cierto; pero cuando no puede haber lógica hasta el fin, es que hay al principio error, imponiéndose la necesidad en forma de contradicción. ¿Y en cuántas no se incurre respecto a los mendigos? En una ciudad se les persigue, en otras se les autoriza, y en la misma pueden o no pedir según la persona que manda; en los campos se puede mendigar siempre. El Consejo de Estado consulta, y el Gobierno se atiene a su dictamen, según el cual, el Alcalde de San Sebastián no está autorizado para prohibir la mendicidad; el de Madrid la prohibe bajo pena de confinamiento, y el Gobierno nada dice. En unos pueblos no se permite pedir; en otros, donde hay conventos de frailes, los gobernadores autorizan la sopa, es decir, la mendicidad bajo la forma más perjudicial y degradante, porque la limosna se da sin discernimiento y se recibe sin gratitud, muchas veces con murmuración y palabras indecentes, si es poca la gazofia que el lego distribuye, exponiéndose a ser insultado si favorece a los más débiles y no a los más insolentes. Puesto que la sopa no está en el Concordato, ¿no podría el Gobierno prohibirla, por ser evidente el daño que hace? Lo es tanto, que, a nuestro parecer, bastaría una indicación a los superiores para que dieran a la limosna otra forma más en armonía con el espíritu del siglo y con la verdadera caridad.

¿Pueden darse más contradicciones, más confusión, mayor desorden en las ideas y en los mandatos, que el que existe respecto a mendicidad? ¿Qué ley, qué decreto, qué regla se sigue para autorizar a pedir limosna o prohibirla? Estamos muy lejos de abogar por la mendicidad; creemos que es un deplorable síntoma y un gravísimo mal; y como no hay ninguno que se cure con simpatías, arbitrariedades y contradicciones, pedimos que la ley esté conforme con la justicia, y las autoridades con la ley. Pero no hay ninguna, la más justa, la mejor, cumplida, que pueda acabar con la mendicidad, ni aun disminuirla de un modo notable; es un grave mal social, que sólo la sociedad puede curar cumpliendo estas dos condiciones:

No dar sin discernimiento.

No negar a la verdadera necesidad.




ArribaAbajoComo siempre

Hace muchos años, allá por los de 1836 ó 1837, si no recuerda mal nuestra flaca memoria, el general D. Luis Fernández de Córdoba, dirigiéndose con la elocuencia que él sabía hacerlo a las tropas victoriosas de su mando, decía, entre otras cosas: La artillería se ha portado como siempre; la artillería española no puede aspirar a mayor elogio.

Considerando lo que ha sucedido y sucede en el ramo de presidios, el recuerdo de esta frase nos ha sugerido otra de significación opuesta. A falta de otras virtudes tenemos la de la esperanza, virtud difícil en nuestro país, y cada vez que se cambia de Director de Establecimientos penales, esperamos que el recién llegado aventaje al que se marchó, y tanto más cuanto que esto no suele ser difícil, excepción hecha del Sr. D. Francisco Santa Cruz, cuya sustitución deploramos, porque estábamos bien seguros de lo mucho que había de perder con ella la justicia, como así sucedió.

Cuando el Sr. Mansi subió o bajó (porque no parece cosa bien averiguada si a la Dirección de Penales se sube o se baja), esperamos que hiciera algo en pro de la reforma penitenciaria; el interés y acertadas medidas que tomó respecto a los niños de las mujeres penadas fortificaron nuestra esperanza, que desgraciadamente ha resultado ser una ilusión seguida de triste desengaño.

El decreto del Sr. Silvela no se ha restablecido; siguen las fugas, riñas y homicidios en los presidios y cárceles; aquí denuncian los periódicos los malos tratamientos de que son víctimas unos penados, allá que otros salen y se pasean y van al café y están en una mesa, no lejos del comandante del presidio a que fueron condenados por delitos graves. Sigue la ociosidad o los trabajos mal organizados, dando lugar a tantos abusos que neutralizan casi la acción moralizadora del trabajo. Sigue el mismo personal, y si algún cambio se hace es para favorecer a determinadas personas y no para mejorar las cosas. Por más que clamamos, es en desierto; nada se hace para que las prisiones no sean una vergüenza y un atentado a la justicia; nada para que los que debían moralizará los penados no contribuyan a desmoralizarlos; nada para que el Cuerpo de empleados de presidios tenga las condiciones sin las cuales no puede cumplir su cometido; nada para que la cárcel de Madrid no sea un enorme sacrificio inútil, más que inútil, perjudicial; porque con los empleados que habrá en ella desacreditará el sistema, desalentando en vez de estimular a los Municipios predispuestos a construir cárceles celulares.

Así, podemos decir, y desgraciadamente con mucha verdad:

El ramo de Establecimientos penales continúa como siempre; el ramo de Establecimientoil penales en España no puede incurrir en mayor censura.




ArribaAbajoReglamento de la prisión de mujeres

Parece que se trata de modificar el Reglamento de la prisión de mujeres, al que damos este nombre por darle alguno, no porque le merezcan doce artículos mal pensados, mal redactados, en que sobran unas cosas, faltan otras esencialísimas, y no constituye, ni remotamente, una regla razonable para regir una peniterciaría. En prueba de lo dicho, basta saber que no se dice una palabra de trabajo, de instrucción, de penas disciplinarias, de enfermería, etcétera, etc., y que se le da al portero la facultad de desobedecer a la Superiora de las Hijas de la Caridad en determinados casos. No se dice cuáles son, y lo único que se ve claro en el art. 8.º de esa cosa que se llama Reglamento, es que de ningún modo debía haber sido aceptado por los Superiores de las Hijas de la Caridad, porque es tan absurdo como humillante para ellas. La humildad no es incompatible con la dignidad, y de ésta no debe prescindirse nunca para nada, y menos cuando se necesita mucho prestigio y fuerza moral, como acontece en una prisión cualquiera y muy señaladamente en la de mujeres de Alcalá. Por todo lo que vamos viendo, creemos que los Superiores de las Hijas de la Caridad no han comprendido la diferencia que hay entre un establecimiento de beneficencia y un establecimiento penal; no han comprendido la situación en que han de encontrarse las Hermanas al formar parte de un ramo como el de presidios; no han comprendido que son allí una rueda que no engrana con ninguna otra; no han comprendido que era necesario consignar con claridad las atribuciones de cada cual y establecer una regla racional, equitativa, decorosa, un verdadero reglamento en que de ningún modo podía admitirse el artículo 8.º del dado por el Sr. Bosch.

Como decíamos, parece que trata de modificarse, y bien lo necesita, o mejor dicho, lo necesario es prescindir de él y formar otro que puede servirde regla para establecer orden moral y material. ¿Pero el nuevo aventajará mucho al que se declare anulado, si no por antiguo, por imperfecto? Es no sólo permitido, sino lógico, dudarlo. Todo lo que se ve en el ramo de Establecimientos penales prueba que, o no hay idea de lo que debe hacerse o no hay voluntad de hacerlo; que en todo se piensa menos en reformar, y que no es probable que cuando el desorden y los abusos son tan grandes en todas las prisiones, se quiera establecer orden y equidad en la de mujeres. Lo probable, lo que tememos, es que se quiera reglamentar el desorden, conciliándole con la permanencia de las Hermanas de la Caridad; que a éstas se las reduzca al papel de celadoras, sin intervención en el régimen económico y administrativo, y sin que puedan evitar fraudes ni abusos, ni exigir que las contratas se cumplan; que se trate a las enfermas con humanidad, ni procurar que el trabajo se organice de modo que no haya corrigendas ociosas, ni explotadoras ni explotadas. Esto es lo que tememos, y ojalá que salgan vanos nuestros temores.

¿Se tiene idea en la Dirección de Establecimientos penales de lo que deben ser las comunidades religiosas en las prisiones de mujeres, de lo que son donde verdaderamente se quiere corregir a las penadas y hay orden material y moral? Parece que no. Parece que la Administración en España se figura, que las Hermanas de la Caridad son unas celadoras, que en vez de tener vara tienen toca y rezan en vez de blasfemar. Son algo, seguramente, y no poco, estas diferencias, pero no lo bastante, ni es lo que se necesita para que una prisión sea un establecimiento penal y correccional. Para esto se necesita:

1.º Suprimir el Comandante y cortar toda relación, absolutamente toda, con el presidio.

2.º Nombrar un Director, hombre de ley, que la sepa y la haga cumplir, siendo ésta su misión especial y única. Él, oída la Superiora, el capellán y una o más hermanas que tengan conocimiento del hecho que se trata de investigar, impondrá la pena disciplinaria a que haya lugar. Él cuidará de que el Establecimiento penal no se convierta en casa de Beneficencia; de que la pena sea igual para todas las penadas, sin más diferencias que las que la condena establece o las que resulten del comportamiento de la reclusa; él será, en fin, la personificación de la ley para que se cumpla en la escuela, en los talleres, en el refectorio, en la enfermería, en todas partes.

3.º Las Hermanas de la Caridad deben decir la verdad de cualquiera falta que presencien o sepan, pero no deben castigarlas; ellas representan allí el auxilio, la compasión, el consejo, la enseñanza, el ejemplo, el consuelo; no las severidades de la ley.

4.º Es indispensable esta diferencia de atribuciones y su deslinde, que debe hacerse por medio de un reglamento bien meditado y correctamente escrito.

5.º Toda la administración económica debe estar a cargo de la Hermanas de la Caridad: ellas deben correr con el suministro, suprimiendo las contratas, y con organizar el trabajo de los talleres, dando de todo cuentas tan detalladas como se quiera; pero con la libertad necesaria para trabajar con buen resultado en la esfera económica, siempre que no invadan la legal.

6.º La enseñanza, tanto literaria como industrial, debe estar al cargo de las hermanas.

Suponemos que la Dirección de Establecimientos penales estará tan lejos de aceptar estas bases, como de pensar seriamente en iniciar la reforma penitenciaria. La Voz de la Caridad cumple con su deber diciendo lo que le parece en conciencia, después de haberlo reflexionado.




ArribaAbajoLa casa de locos de Zaragoza

Al tomar la pluma para tratar de este Establecimiento, se nos vienen a la memoria y al corazón aquellos versos con que Herrera empieza su elegía a la desastrosa muerte del rey D. Sebastián:


Voz de dolor y canto de gemido
Y espíritu de miedo envuelto en ira.

Sentimos nosotros también profunda pena, indignación grande, y, si no miedo, temor fundado de que nuestra voz se pierda en el vacío, como se ha perdido tantas veces. Sentimos además vergüenza, porque, sobre triste, es vergonzoso que en España, y en una ciudad principal, exista un establecimiento inclasificable o incalificable, porque la impresión que deja en el ánimo no puede trasmitirse por medio de la palabra.

¿Qué sucede, pues, en la casa de locos de Zaragoza? ¡Qué sucede! Lo que no puede decirse sin ofensa del pudor, lo que no puede tolerarse sin cargo para la conciencia, lo que no se concibe pueda acontecer en ningún pueblo civilizado y cristiano.

La casa de locos de Zaragoza es un ataque permanente a la humanidad, a la justicia, al pudor, a todo lo que respetan los que no son dignos de desprecio, y a esa casa envían sus dementes otras provincias y pagan las estancias, ignorando, sin duda, que a los que han perdido la razón les valiera más perder la vida en el camino que los conduce a una mansión sobre cuya puerta es poco poner lo que puso Dante a la entrada del infierno:


Dejad toda esperanza los que entráis...



¡Zaragoza, la fuerte, la magnánima, la heroica! Cuando leía tu historia con admiración, con entusiasmo, con orgullo, lejos estaba de pensar que hallaría en ti nada que me produjera, no el dolor de simpatía que inspiran las desgracias que ennoblecen, sino el de vergüenza que causan las faltas que abochornan. ¿Cómo tu fuerza indomable no ampara a los débiles? ¿Cómo haces dudar que sea cierto lo que yo tenía por seguro? ¿Cómo dentro de tus muros, testigos de tantas acciones merecedoras de épicos cantos, de tantas hazañas dignas de servir de ejemplo a los hombres, autorizas hechos que no pueden referirse a tus mujeres honradas, ni apenas a las que no lo son? ¿Cómo consientes mancha tan fea en tu limpio blasón, y sombra tan obscura en tu claro nombre? Porque sabe que hay personas, si no muchas, cuyo voto debes tener en cuenta, que entran en tu recinto con el respeto que merece tu gran historia, y salen escandalizados y afligidos al ver lo que pasa en tu casa de dementes, sacando de ello consecuencias poco honrosas para ti. Y porque te amiro y te amo, me duelo de tu culpa y de tu mengua, que atribuyo a desconocimiento de los hechos. ¿Cómo si lo supieras habías de consentirlo? Pero como tu ignorancia no es invencible, eres responsable de ella: los pueblos pueden y deben saber lo que en su recinto pasa, para que no pasen cosas que son cargo para la conciencia y menoscabo de la honra.

Creemos, en efecto, que el estado deplorable del manicomio de Zaragoza es en su mayor parte efecto de la ignorancia; el pueblo no sabe lo que sucede allí, y los que lo saben creen que no puede suceder otra cosa; es la mejor explicación que podemos dar, y casi la única, a horrores que presencian o saben, o deben saber, las autoridades, corporaciones, facultativos, sacerdotes y una comunidad religiosa de mujeres.18 Desde el Sr. Arzobispo de la diócesis al señor Ministro de la Gobernación; desde el Sr. Regente de la Audiencia hasta el Sr. Gobernador de la provincia; desde el médico de Sanidad hasta el juez de primera instancia, tienen todos allí jurisdicción y asunto para poner en actividad sus facultades y atribuciones, lo cual sin dada ignoran, y es bien que sepan.

Decíamos que la ignorancia, causa, a nuestro parecer, de los horrores del manicomio de Zaragoza, es de dos maneras:

Ignorancia de la situación de los infelices dementes.

Ignorancia del modo de sacarlos de su mísero estado.

Respecto a la primera, excitamos el celo de las autoridades civil y eclesiástica para que se enteren de lo que pasa: no queremos hacerles la ofensa de suponer que, una vez conocida la gravedad del mal, dejen de ponerle remedio.

Respecto a los segundos, les diremos que, no sólo es hacedero, sino relativamente fácil, tratar a los locos como desgraciados, como enfermos, como hermanos, y no como fieras, que es lo que en Zaragoza se hace. Y para que no se nos arguya con la imposibilidad de hacer en España las cosas que se hacen en pueblos más ricos y más adelantados, o con la duda de que sea verdad lo que de ellos se dice, no vamos a citar ningún manicomio del Extranjero, sino el de Valladolid, establecido en un edificio no construido para el objeto, al que faltan muchas condiciones para llenarle, y, sobre todo, donde hay más enfermos de los que pueden albergarse y cuidarse con todo el esmero que es de desear. Pues bien: a pesar de estas condiciones desfavorables, en el manicomio de Valladolid, que acabamos de visitar, no sucede nada parecido a lo que pasa en el de Zaragoza.

De quinientos enfermos, había uno solo recluido; los demás se paseaban o estaban sentados en los patios y en la huerta.19

En los dormitorios, claros y ventilados, las camas estaban demasiado juntas, por efecto del excesivo número de enfermos, pero limpias, en orden y absolutamente lo mismo que en cualquiera establecimiento de beneficencia.

El departamento de los sucios es tal vez el más limpio, porque se mudan camas y personas tantas veces como es necesario.

No hay pajas; todos los enfermos, absolutamente todos, duermen en su cama, inclusos los que hay que recluir aisladamente por la noche, porque no dejarían dormir a los demás.

Todos están vestidos; para evitar que destrocen la ropa los que tienen esta manía, basta la camisa, que no debe llamarse ya de fuerza, puesto que no causa al enfermo más mortificación que la indispensable para evitar que haga mal uso de las manos, y no le impide andar y pasearse.

Hay pensionistas de tercera, segunda y primera clase: los de ésta tienen encajes en las sábanas y colgaduras de muselina, que hay también en la enfermería, todas limpias y sin rasgones. No estamos por las camas colgadas, porque es lujo antihigiénico, y citamos las de Valladolid, no como ejemplo que debe seguirse, sino como prueba de que los locos, no sólo no son fieras, sino que se sirven de los objetos más delicados sin destruirlos.

Vimos las mesas puestas en los comedores de pensionistas, con servicio de loza y cristal, lo mismo que en cualquiera casa particular.

Vimos en la cocina la Hermana que estaba al frente de ella, auxiliada por enfermos, que unos escogían garbanzos, otros picaban verdura, hacían sopa con la máquina, etc., etc., todo con la mayor formalidad.

Los enfermos comen todos en los comedores, y si hay alguno recluido, se le lleva la comida, y se le da como a un hombre, no se le arroja como a un animal feroz para que se revuelque en los restos del alimento que no consume, y...

Así pasan las cosas en un manicomio, no de Londres o de New York, no de París o Bruselas, sino de España, de Castilla la Vieja. Y para esto, ¿qué es menester? Una Diputación provincial que comprenda sus deberes de humanidad y el honor castellano, de cuyos individuos pueda decirse por quien debe saber que es cierto, que se portan como caballeros, no negándose a nada razonable que se les pida para aliviar la desdicha de los pobres enfermos, y una comunidad de religiosas a las que los dementes puedan llamar de veras Hermanas, porque como tales los tratan.

Tenemos entendido que la provincia de Zaragoza gasta lo muy bastante en beneficencia para tenerla bien. No es, pues, miseria, ni mezquindad, ni desconocimiento o desprecio del deber, sino ignorancia de lo que se hace y de lo que puede y debe hacerse.

¿Qué haremos para que la verdad llegue adonde puede convertirse en remedio de tanto mal, en consuelo de tantos dolores? Haremos lo que nos es dado hacer, que será bien poco, acaso nada. Si estas líneas llegan a las manos, y estos ¡ayes! al corazón de los que pueden lo que nosotros no podemos, les suplicamos encarecidamente por el amor de Dios, de la humanidad, de la justicia, de la honra; por decoro, por lástima, por conciencia, por cuanto puede persuadir el ánimo y conmover el corazón, que consideren el estado en que se encuentra la casa de locos de Zaragoza.