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ArribaAbajoEl hambre

Hablando del hambre de la India, del África o de la que hace algunos años diezmaba los hijos de Irlanda, suele decirse con aire satisfecho: En España nadie se muere de hambre. Convendría aclarar este punto. ¿Qué se entiende por morirse de hambre?

Hay los que podrían llamarse casos de hambre aguda, en que el paciente muere en pocos días por falta de lo indispensable para reparar las pérdidas de su organismo, y en que la muerte se produce directamente por falta de alimento; hay hambre que aniquila con lentitud, disminuyendo las fuerzas, minando el organismo, produciendo o predisponiendo a una enfermedad que mata: esto es lo que propiamente se llama miseria, es decir, la falta de lo necesario fisiológico, prolongada por mucho tiempo.

Los que se congratulan de que entro nosotros nadie se muere de hambre, se refieren sin duda a la primera clase de muerte: aún el más dispuesto a ver por el lado risueño las cosas, si algo se ocupa de éstas, no podrá desconocer que hay entre nosotros muchos miles de infelices para quienes la miseria es causa de enfermedad y de prematura muerte; para convencerse de ello, a falta de estadística, basta hacer algunas visitas a las casas de los miserables y observar cómo viven y cómo mueren.

Pero ¿es tan cierto como se pretende que en España no hay casos de hambre aguda que produce la muerte? Los periódicos citan ya varios, con nombres de lugares y de las víctimas. No hemos tenido medios de comprobar la verdad del caso, y aunque sea permitido dudar de su exactitud, solamente la duda espanta. Si la muerte por hambre es físicamente horrible, moralmente debe serlo mucho más. ¿Qué pasará por el alma de ese cuerpo que sucumbe por falta de lo necesario, en presencia de tantos como gozan de lo superfluo y sofocan en estrepitosa carcajada el débil ¡ay! del que de inanición agoniza? Esa muerte prematura y violenta, ¿qué significa y qué revela? Ese espíritu cruelmente atribulado que deja la tierra, ¿no volverá a caer sobre ella como una maldición? ¡Quién sabe si para los individuos y para los pueblos los dolores presentes no son sino la forma que por mandato de Dios han tomado las injusticias pasadas!

Así como cada suicidio indica una gran masa de desesperados a quienes faltó la deplorable resolución de poner fin a su existencia, los casos, por pocos que sean, de hambre aguda, revelan que la miseria se ha generalizado mucho, y aunque el mal por lo que es en sí no afligiera, como síntoma debería alarmar. Pero supongamos que no existe en grado tan desconsolador; el que vemos, el que palpamos, el que es evidente o innegable, ¿no basta para afligir nuestro corazón, para despertar nuestra conciencia? ¿No vemos por todas partes pequeños propietarios que dejan de serlo por no poder satisfacer al flaco, cuyo taller o fábrica se cierra; labradores que la mala cosecha sume en la miseria; familias que vivían de su trabajo y piden limosna? ¿No vemos miles, muchos miles de emigrantes que dejan la patria como un ejército vencido por la necesidad de buscar el sustento que les niega? ¿No aumenta el número de los que van a América soñando con riquezas y hallando los más la miseria, la enfermedad o la muerte? ¿No están alarmados en el litoral de Levante los que ven partir para África millares de trabajadores robustos que no volverán? ¿No reclama por el Ministerio de Estado el Gobierno portugués, en vista del gran número de pobres españoles que de las provincias fronterizas van a Portugal? ¿No se ve en ocasiones a las autoridades locales tomar medidas que revelan situaciones gravísimas, grandes conflictos producidos por la miseria, no individual y pasajera, sino colectiva y permanente?

Pues si todo esto vemos con solo abrir los ojos, y lo vemos en el momento de recoger la cosecha y en la época en que hay más trabajo, ¿qué sucederá en el invierno y en la primavera?

El mal pende de causas, unas generales y otras particulares; es en parte consecuencia de desgracias, y en parte de faltas. No es propio de la índole de nuestra Revista investigar de cómo hemos venido a situación tan desdichada, ni aún proponer para mejorarla medios que salgan de la esfera moral.

Hay en España el deplorable hábito de acusar de las públicas desgracias a los gobiernos y pedirles para ellas remedio, sin que basten años y siglos de ver que no le ponen para convencernos de que pedimos en vano, y que Gobierno de quien se espera todo, poco puede para el bien.

Cuando falta trabajo y se encarecen los artículos de primera necesidad, en vez de estudiar las causas de estos efectos, de ver lo que depende de la Administración y de la ley, y lo que es consecuencia de otros componentes sociales; en vez de exigir del Estado que haga lo que puede, haciendo el individuo lo que debe, se acude a los gobernantes y a las autoridades, como si la miseria cuando se generaliza y persiste no tuviera raíces tan hondas que no puede arrancar la mano de ningún alcalde, gobernador o ministro; como si no fuera culpa colectiva, que sólo puede borrarse con la enmienda de todos.

El mal es muy grave; para atenuarle se necesita el concurso del entendimiento ilustrado, la voluntad recta y la compasión generosa.

Por de pronto convendría reunir los datos siguientes:

1.º Precio de los artículos de primera necesidad en toda España.

2.º Precio de los jornales del hombre y de la mujer.

3.º Precio de las habitaciones habitables.

4.º Cuántos días suelen trabajar al año los jornaleros.

5.º Cuántos propietarios han dejado de serlo por haber pasado al fisco sus propiedades en cambio de la contribución que no han podido satisfacer.

Estos datos podrían servir de base a un estudio indispensable, si seriamente se pensara en conocer la extensión del mal y de procurarle remedio en lo posible.

Si se tuvieran los datos indicados, las razonables consecuencias que de ellos podría sacarse serían revelaciones tristes, pero necesarias para los que no se han penetrado de toda la gravedad de nuestra situación económica.

Tal vez se nos pregunte si pensamos remediar el hambre haciendo la estadística de los hambrientos; responderemos que es uno de los medios, si no de socorrerla al presente, de disminuirla en el porvenir; porque pueblo donde los artículos de primera necesidad están muy escasos, es pueblo perdido si no hace de modo que abaraten, y no lo hará mientras no sepa la gravedad del mal y no se ocupen del hambre más que los que la padecen.

Urge estudiarla, y más aún aplacarla: sin olvidar la reflexión, hay que apresurar el socorro, y sin perjuicio de proponer, después de bien meditadas, modificaciones en las leyes y coto a los abusos, procurar la baratura sin acudir al Ayuntamiento.

En vista de la gravedad de nuestra situación económica, no se formarán sociedades cooperativas para el consumo, medio infalible de abaratar, y de abaratar mucho el precio de los artículos consumidos que van dejando ganancias en manos intermedias, innecesarias y a veces insaciables. El ganado está barato, la carne cara, se oye decir; el precio del pan no guarda proporción con el del trigo, etc., etc. En parte depende de la contribución de consumos, de la forma imperfecta de percibir la industrial, de reglamentos malos y de abusos peores; mas si no todo, gran parte del mal se remediaría con suprimir intermedios innecesarios, poniendo al productor en relación directa con el consumidor. La concurrencia no tiene todas las excelencias que lo atribuyen loa partidarios (que a veces nos parecen algo ciegos) del dejar hacer, dejar pasar, y se ven muchos artículos cuyo excesivo precio aumenta el número de los que concurren, no para abaratarlos, sino para explotar la pingüe ganancia que dejan. El medio más eficaz para combatir este mal son las asociaciones cooperativas de consumo, y donde quiera que se establecen con un poco de moralidad y orden, dan resultados fáciles de prever, pero que sorprenden y parecen increíbles a los que no saben hasta qué punto es excesivo casi siempre el sobreprecio que resulta de no tratar directamente con el que produce el que consume y de comprar éste al por menor.

Los pobres (en España al menos) no pueden tomar la iniciativa para establecer asociaciones cooperativas de consumo: ni tienen idea de ellas, ni los pocos fondos que necesitan anticipar, ni crédito; a personas más ilustradas y en mejor posición social corresponde esta iniciativa de éxito seguro y de imperiosa necesidad. ¿No basta que la cuestión de subsistencias sea tan grave, que las señales de la general miseria aparezcan tan evidentes, que el hambre amenace a millares de víctimas, que abatidas sucumben, o desesperadas buscan en el vicio o el delito los medios de aplacarla? ¿Qué se necesita para sacarnos de nuestra apatía, para conmover nuestro egoísmo, para despertarnos de este letargo moral, en que no oímos las voces de la propia conciencia y de la ajena desventura?

En las capitales de primer orden, donde hay más elementos intelectuales y materiales, debería tomarse la iniciativa de las asociaciones cooperativas de consumo, y sus buenos resultados servirían de estímulo y de prueba de cómo se puede reducir el precio de los artículos de primera necesidad sin recurrir al Ayuntamiento, cuya intervención en muchos casos es más de temer que de desear.

Otro medio seguro de abaratar los alimentos son las cocinas económicas: comprar al por menor y condimentar en pequeñas cantidades, aumenta tanto el coste de la comida, que basta prepararla en grande para disminuir mucho su precio. Para lograr ventaja tan inestimable en tiempos de penuria, basta un pequeño anticipo que entre algunas personas regularmente acomodadas puede hacerse, y alguna vigilancia y trabajo, que, repartido entro unos cuantos, no abrumaría a nadie. Al clamar porque la caridad establezca cocinas económicas, no queremos, entiéndase bien, renovar bajo otra forma la sopa de los conventos. En la cocina económica se vende la comida; la caridad no consiste en darla de limosna, sino en hacer de modo que cueste barata. Las raciones se dan, o por dinero o en virtud de un bono equivalente a su precio, que abona una asociación o un particular; así la cocina económica auxilia al pobre y no estimula la mendicidad. Hay otro beneficio, que es facilitar el buen empleo de la limosna dando bonos en vez de dinero, que muchas veces sirve para fomentar vicios, y aunque así no sea, se emplea con poco provecho, porque con una corta cantidad no se hace en casa ni se compra en ninguna parte la ración que se da en la cocina económica.

El socorro que se da en forma de trabajo es de todos el más útil, porque sostiene la dignidad del pobre, sus hábitos laboriosos, y la impide hundirse en la degradación inactiva del mendigo. El municipio, la provincia, el gobierno, mejor que hacer pan o dar limosna, deben dar todo el posible incremento a las obras públicas; como socorro es el mejor para los socorridos, como gasto es reproductivo; y más en un país como el nuestro, en que tantas y tan necesarias cosas están por hacer.

Y no sólo el Estado, sino las compañías especuladoras y los particulares pudientes, podían ver de mejorar sus industrias o sus fincas, con obras que, si no precisas, fuesen convenientes; serían gasto reproductivo y a la vez socorro precioso en esta crisis económica. En vez de tener el dinero guardado, o de gastarlo en uno de esos gastos completamente superfluos, podrían emplearlo de modo que aumentase su riqueza y remediara la miseria del obrero sin trabajo.

Si estas cosas se hicieran, además del bien directo e inmediato, producirían otros acaso mayores, contribuyendo a la baja general de los precios con las sociedades cooperativas; diminución de la mendicidad con las cocinas económicas; fomento de la riqueza con el de las obras públicas, y revelación de muchos abusos con la ingerencia de las clases ilustradas en asuntos en que ahora sólo entienden los pobres ignorantes explotados y los que les explotan. Son muchas las maldades que se consuman en la obscuridad; pero la indiferencia egoísta no hace luz, y nunca las tinieblas sociales se iluminan sin alguna especie de abnegación.

A la entrada del invierno solíamos decir pidiendo ropa para ellos: Los pobres van a tener; mucho frío; hoy podemos decir, sí, desgraciadamente podemos decirlo: Los pobres van o tener mucha hambre. Estas palabras que no pueden escribirse sin lágrimas, que no se lean sin compasión.

Gijón, 20 de Octubre de 1879.




ArribaAbajoLa caridad en Ávila

La Caja de Ahorros, el Monte de Piedad y las Cajas Escolares


Personas hay que no ven en las Cajas de Ahorros más que establecimientos donde se depositan con seguridad fondos, que devengan rédito, los cuales pueden sacarse siempre que lo desea el imponente, al que se admiten pequeñas cantidades. Ventajas son éstas de mucha importancia, y grandes servicios hacen al pobre recibiendo sus economías, y teniéndolas a su disposición el día en que la enfermedad o la falta de trabajo le privan de medios de subsistencia.

Pero si el bien material y directo es el más perceptible, no es el único ni el mayor: a nuestro parecer, el mayor bien consiste en contribuir a la moralidad de los imponentes, dando facilidades para que depositen con ventaja sus ahorros, por pequeños que fueren; siendo de notar que la importancia económica suele estar en razón inversa de la moral, y a la menor suma corresponder el mayor mérito. Las economías del pobre son un certificado de buena conducta; cada moneda economizada significa una lucha perseverante, triunfo sobre apetitos y tentaciones, a veces sacrificios verdaderos, no de esos que se hacen en un momento de entusiasmo, o por deseo de aplauso o temor de vituperio, sino de los que exigen perseverancia y se realizan en silencio y sin testigos, por convencimiento razonado o abnegación generosa. El gran valor que posee el pobre al ir a la Caja de Ahorros no es el que deja allí, sino el que lleva consigo, que se halla unido íntimamente a él, y no está sujeto a los cambios de la suerte ni a las vicisitudes del crédito. Un incendio, un terremoto, una inundación, una conmoción social de esas que lo trastornan todo, pueden privar al imponente de la garantía que aseguraba las sumas depositadas y perderlas; pero lo que está seguro, lo que no depende de los elementos que se desencadenan ni de los hombres que se extravían, es la fuerza de voluntad que se ha adquirido luchando y venciendo; los hábitos de orden, la regularidad de conducta, la perseverancia, la rectitud, la moralidad, en fin, que suponen las economías del pobre: ellos pueden perderse, pero el progreso y perfección moral a que han contribuido son un bien seguro, y que hasta bajo el punto de vista pecuniario tienen más valor que las sumas ahorradas, porque no hay capital tan productivo como la normalidad, ni elemento tan seguro de ruina como la desmoralización. Considerando las Cajas de Ahorros bajo este doble aspecto, viendo al lado de las ventajas económicas las morales a que contribuyen, nos parece mayor su importancia, y deploramos más el mezquino rédito que suelen proporcionar a los imponentes, y que tan desdichado contraste forma con los usurarios que en general pagan los que necesitan tomar dinero a préstamo. Ni nos proponemos tratar hoy este asunto, ni se nos oculta las dificultades que puede haber para aumentar el rédito que se da a los imponentes de las Cajas de Ahorros en muchos casos; pero en otros nos parece que estas dificultades podrían vencerse si el esfuerzo correspondiese al gran bien de superarlas. En todo caso, creemos útil llamar una vez más la atención acerca de la conexión íntima que suelen tener las cuestiones morales con las económicas, y cuánto yerran los que prescinden de la influencia que mutuamente ejercen, para resolver unas u otras.

Si tratándose de hombres, es muy de tener en cuenta la cooperación que las Cajas de Ahorros pueden prestar al progreso moral de los imponentes pobres, tratándose de niños es mucho más eficaz a cualquiera clase a que pertenezcan. El niño, aun el que esté bien acomodado, aun el que sea rico, hace siempre un esfuerzo, un pequeño sacrificio, a veces grande, en llevar la moneda a la Caja, en vez de emplearla en cualquier golosina o chuchería. El niño no tiene pasiones, pero tiene apetitos vehementes que, si no se sujetan a regla, pasan luego a ser desordenados: su número es grande, porque, para el niño, todo lo agradable o que se lo parece es apetecible, y una gran parte de la educación consiste en hacer que se abstenga de desear lo que no le conviene o no puede conseguir. Según su posición social, es mayor o menor el número de aquellos objetos que se acostumbra a mirar como inaccesibles para él, y desde la luna, que no puede coger, aunque sea hijo de un emperador, hasta el bollo de dos cuartos que no puede comprar si su padre es un infeliz abrumado por la miseria, hay una serie de cosas a que no aspira, porque, después de algunas tentativas infructuosas, comprende la imposibilidad de conseguirlas. Sin duda, esta lección es útil, necesaria; pero se dirige a su entendimiento, no a su voluntad; el niño se abstiene de pedir y aún de desear un gran número de cosas que no ha mucho apetecía, no porque son perjudiciales o malas, sino porque son imposibles; y este convencimiento es causa del hecho de abstenerse por una determinación cuyo origen es intelectual, no moral, y que es razonable, no meritoria. Si el niño ha de educarse, necesita abstenerse de muchas cosas voluntariamente, no porque son imposibles, sino porque son perjudiciales para sí o para otros, y hacer muchas otras no porque son fáciles y agradables, sino porque son buenas y útiles. Para esto necesita sobreponerse a propensiones o apetitos, luchar más o menos, hacer pequeños sacrificios, grandes tal vez, y entonces aquella determinación voluntaria, cuyos motivos no son sólo intelectuales, es moral y meritoria.

No hay educación verdadera sin estas determinaciones repetidas que necesitan esfuerzo mayor o menor para vencer la propensión o el apetito.

Entre las personas que piensan, apenas habrá alguna que no vea que es lucha la vida del hombre; pero hay muchos que no quieren combate para el niño, que desean hacer recreativa su instrucción, placentera su existencia, de modo que aprenda jugando, sin trabajo, y viva sin mortificación. Si muere, dicen, ¿a qué violentarle? Si vive, tiempo le quedará de sufrir; dejadle que ahora goce en esa edad feliz en que, sin pasiones ni cuidados, se puede vivir dichosamente: no es pequeño el número de las personas que opinan así y se conducen conforme a esta opinión.

No nos parece que el camino de la vida puede sembrarse exclusivamente de flores para el hombre ni para el niño, y éste debe empezar desde muy temprano a ejercitarse en la lucha que ha de sostener durante su existencia. Prescindiremos de la relación que puede haber entre la facilidad de aprender y la de olvidar, para fijarnos en la necesidad de empezar desde muy temprano a vencerse, lo cual no es posible sin luchar y sin sufrir.

Todos, más o menos, propendemos a rechazar la idea de hacer sufrir a un niño, pero la ley, por severa que nos parezca, es ley; y, dada la imperfección humana, como no son buenos todos los gustos del niño, hay que quitárselos a veces; y como ninguna facultad se robustece sin el ejercicio, hay que ejercitarlo en la de preferir su deber a su gusto en aquellos casos en que no son una misma cosa. Sin duda que no deben multiplicarse las impresiones desagradables en una edad que tiene poca tolerancia para el sufrimiento; sin duda que el dolor excesivo, que pone a tan terribles pruebas la virtud en el hombre, si no mata, deprava al niño; por eso, además del instinto que impulsa a enjugar sus lágrimas, la razón dice que debe evitarse en cuanto sea posible que las vierta, y no contrariarle sino lo estrictamente necesario para reprimir lo que en él haya de malo, y habituarle a vencerse cuando espontáneamento no se siente inclinado al bien.

Pareciéndonos esencial para la educación que el niño empiece desde muy temprano la práctica de los deberes con los sacrificios que exijan y no sean desproporcionados a sus fuerzas, pareciéndonos que es más fácil graduar que improvisar el esfuerzo necesario para vencerse; pareciéndonos que el hábito de sobreponerse a los apetitos es una preparación para triunfar de las pasiones, hemos de dar suma importancia a las Cajas de Ahorros Escolares, que contribuyen a moralizar a los pequeños imponentes, cuyas economías, si no significan siempre privaciones, son triunfos de la voluntad recta sobre el capricho, la glotonería, la vanidad o el egoísmo. El valor pecuniario de la moneda que el niño economiza es bien pequeño, comparado con el del esfuerzo que ha necesitado para economizarla, y del hábito que adquiere de contenerse y de poner coto a sus deseos cuando no son ordenados y armónicos con el bien. Si las Cajas de Ahorros en general no contribuyen a moralizar más que a una clase, las Escolares pueden influir en todos, porque, dada la volubilidad caprichosa y antojadiza de los niños, cualquiera que sea su posición social, necesitarán vencerse para hacer economías en vez de satisfacer antojos.

Añádase que el ejemplo, tan poderoso para los hombres, tiene mayor eficacia para los niños, y más aún el que se dan entre sí; de modo que los económicos ejercen una provechosa influencia en los que no lo son, y el ahorro, que revela y fortifica sus buenas cualidades, contribuye a que se perfeccionen imitándolos otros camaradas menos dispuestos a imponerse privaciones para realizar economías.

Dando tal importancia a las Cajas de Ahorros, ya se comprende la satisfacción con que hemos visto instalarse la de Ávila, y a su lado el Monte de Piedad: estas dos instituciones, que no sólo se armonizan, sino que mutuamente se dan vida, parece que sólo necesitan para existir que se comprendan sus bienes y sus facilidades. Y siendo aquéllos tan evidentes y éstas no difíciles de probar, ¿cómo en la inmensa mayoría de los pueblos de España que podrían establecerlas, no tiene el pobre donde llevar sus pequeñas economías cuando las realiza, ni adonde acudir en sus apuros para librarse de las garras de la usura? Porque faltan personas que tomen la firme y caritativa iniciativa que han tomado en Ávila. Allí, como en todas partes, habría imposibilistas con su eterna muletilla de aquí no pueden hacerse estas cosas; pero allí, como en todas partes, se encuentran, hay personas que llevan en su corazón y en su conciencia la fe en el bien y los medios de realizarle, y ellas han podido responder con hechos y con números a los augurios escépticos y egoístas. A los ocho meses de instalados los benéficos establecimientos, alcanzaban los resultados que consignamos a continuación, y cuya importancia no puede desconocerse, máxime tratándose de instituciones que empiezan y de un pueblo donde no es grande el vecindario ni la riqueza:

CAJA DE AHORROS

Libretas abiertas, 411; ídem canceladas, 38; ídem existentes, 373.

Resulta que el número de personas que han impuesto cantidades asciende a 411, cifra de verdadera importancia atendiendo al corto vecindario de esta población.

Imposiciones nuevas, 411; por continuación, 1.615; total, 2.026; capital impuesto, 56.770 reales.

Clasificación gradual de las imposiciones. De 2 a 20 reales, 1.674; de 21 a 50, 164; de 51 a 100, 135; de 101 a 200, 27; de 201 a 500, 16; de 541 a 1.000, 6; de 1.001 a 2.000, 4.

MONTE DE PIEDAD

Alhajas. -Empeños, 267; capital, 61.716 reales.

Ropas y otros efectos. -Empeños, 482; capital, 33.893.

Totales. -Empeños, 749; capital, 95.609 reales.

Estos números significan una gran suma de bien moral y material realizado, que debe de llenar de satisfacción a todos los que a él han contribuido; y todavía debe ser mayor la que les produzca ver el éxito de las Cajas de Ahorros Escolares, de que se puede formar idea por el cuadro siguiente:

Escuela práctica, a cargo de D. Marcelino de Santiago. -Alumnos de que consta esta escuela, 190; fecha de la fundación de la Caja, 30,de Agosto; libretas abiertas en la Caja Escolar, 128; imposiciones en la misma, 994; libretas abiertas en dicha Caja en la Caja de Ahorros, 113; imposiciones hechas por la Caja Escolar en la Caja de Ahorros, 554; importe de estas imposiciones, 5.373; reintegros hechos por la Caja de Ahorros, 5; importe de estos reintegros, 249.

Escuela práctica, a cargo de Doña Eugenia Migueláñez. -Alumnos de que consta esta escuela, 100; fecha de la fundación de la Caja, 1.º de Septiembre; libretas abiertas en la Caja Escolar, 16; imposiciones en la misma, 76; libretas abiertas por dicha Caja en la Caja de Ahorros, 9; imposiciones hechas por la Caja Escolar en la Caja de Ahorros, 25; importe de estas imposiciones, 144.

Escuela del Ayuntamiento, a cargo de doña Remedios Sánchez. -Alumnos de que consta esta escuela, 35; fecha de la fundación de la Caja, 1.º de Septiembre; libretas abiertas en la Caja Escolar, 16; imposiciones en la misma, 65; libretas abiertas por dicha Caja en la Caja de Ahorros, 6; imposiciones hechas por la Caja Escolar en la Caja de Ahorros, 26; importe de estas imposiciones, 172; reintegros hechos por la Caja de Ahorros, 2; importe de estos reintegros, 8.

Escuela pública de niñas en la Inclusa, a cargo de las Hermanas de la Caridad. -Alumnos de que consta esta escuela, 140; fecha de la fundación de la Caja, 2 de Septiembre; libretas abiertas en la Caja Escolar, 12; imposiciones en la misma, 50; libretas abiertas por dicha Caja en la Caja de Ahorros, 12; imposiciones hechas por la Caja Escolar en la Caja de Ahorros, 24; importe de estas imposiciones, 235.

Escuela de párvulos, a cargo de D. Venancio García. -Alumnos de que consta esta escuela 160; fecha de la fundación de la Caja, 31 de Agosto; libretas abiertas en la Caja Escolar, 37; imposiciones en la misma, 171; libretas abiertas por dicha Caja en la Caja de Ahorros, 26; imposiciones hechas por la Caja Escolar en la Caja de Ahorros, 84; importe de estas imposiciones, 610.

Decimos que la satisfacción de ver tan lisonjeros resultados debe ser mayor, porque las Cajas de Ahorros Escolares son una dichosa novedad que los buenos hijos de Ávila han introducido, no ya en su pueblo natal, sino en su patria. En efecto, Ávila es la primera que ha proporcionado a los niños el establecimiento altamente moralizador de la Caja de Ahorros, y a otras poblaciones que debieran haberle dado, un ejemplo que es de esperar que aprovechen. Se ha dicho que el mejor elogio de una buena acción es imitarla, y ese elogio se hace ya de los que han establecido las Cajas de Ahorros Escolares, que van teniendo imitadores.

No es la primera vez que hemos hablado de la Caridad en Ávila; no es la primera vez que hemos hecho notar que allí se hacían cosas moralmente muy superiores a los medios materiales de que disponían los que las llevaban a cabo; no es la primera vez que hemos enviado plácemes a los que perseveran en el bien y le realizan. «De la Asociación de Misericordia, dice uno de ellos, que al principio se juzgó de corta vida, han brotado espontáneamente la Caja de Ahorros, el Monte de Piedad, los premios a la virtud, las Cajas Escolares», y piensa que el enlace de todas estas cosas es misterioso. A nosotros no nos le parece; vemos en él las armonías del bien, su pendiente que se sube para elevarse cada vez más en la esfera del amor de Dios y de los hombres. No se detendrán en ella los hombres benéficos de Ávila, a quienes una vez más enviamos el saludo de nuestro corazón consolado.

Madrid, 13 de Noviembre de 1879.




ArribaAbajoCajas de Ahorros y Montes de Piedad

En nuestro artículo La Caridad en Ávila hemos manifestado que las Cajas de Ahorros no sólo tienen para nosotros una importancia generalmente reconocida, sino otra que no todos los conceden, por lo que pueden contribuir a la perfección moral del que ahorra.

Respecto de los Montes de Piedad no parece necesario encarecer la ventaja de que las personas que necesitan tomar dinero prestado hallen quien se lo proporcione con interés razonable, en vez del usurario que llevan, por lo general, los que se dedican a esta clase de negocios.

Ya sabemos que no se puede determinar en números redondos cuándo el interés puede calificarse de usura, y que ésta no se halla definida con tanta exactitud que no dé lugar a contradicción. Si la usura es rédito excesivo, ¿puede considerarse como tal el que se saca no sólo del capital que se presta, sino del que se emplea? Moralmente, ¿hay diferencia entre el que se aprovecha de la escasez para vender muy caros los artículos de primera necesidad, y el que abusa de la apurada situación en que se encuentra el que pide dinero prestado? Nos parece que no. ¿Por qué, pues, el uno se llama comerciante o industrial y es considerado, mientras el otro se le califica de usurero e inspira desprecio? No vemos la razón de esto, sino en que el industrial y el comerciante abusan de la necesidad para realizar una ganancia excesiva, por excepción, y el usurero por regla; en que los primeros suelen servir a sus parroquianos, y arruinarlos el segundo.

La usura, generalizada como lo está en España, es una llaga cancerosa que, como el cáncer, proviene también de vicios esenciales en el organismo; debe notarse que en los préstamos usurarios, no es sólo inmoral el que presta, sino con mucha frecuencia el que pide prestado. Cierto que a veces se recurre al usurero en una situación angustiosa, consecuencia de enfermedad, falta de trabajo, pérdidas causadas por la mala suerte, no por culpa del que las experimenta; pero en verdad también que en muchas ocasiones el vicio, los desórdenes y las imprudencias conducen a casa del usurero; y si los objetos que tiene en prenda, máxime si son de valor, pudiesen hablar, dirían muchas cosas poco honrosas para su dueño. Cada establecimiento de préstamo con interés usurario puede decirse que es un foco de infección moral, que respiran por necesidad los desgraciados y por voluntad los viciosos o insensatos.

No es raro que, para defender la usura, se aleguen sofismas o razones que, bien pesadas, la condenan sin apelación. El riesgo del capital prestado es una de las que se tienen por más concluyentes, dando por equitativa la proporción que se establece entre el interés que se cobra por el capital prestado y el peligro que se corre de perderle. Este peligro, o se sabe o se ignora: si se ignora, no puede abonar lo excesivo del rédito; ¡si se sabe, tampoco le legitima. Las grandes ganancias que representan gran trabajo, grande inteligencia, pueden ser legítimas; pero las que significan grandes riesgos corridos voluntariamente sin otro móvil que la codicia, tienen la misma moralidad que poner dinero a una carta, menos aún, porque el jugador gana al que comete una acción tan inmoral como él, que se halla próximamente en las mismas circunstancias, que tal vez no necesita lo que pierde, mientras que el que toma prestado, dando garantías que el prestamista cree insuficientes, acude a él, en ocasiones acaso sin necesidad, pero otras con ella, y, por regla general, aunque haya habido de su parte imprudencia o culpa, rara vez es tan grave como la que arrastra al jugador a la casa de juego.

La acción del prestamista que lleva grande interés por el gran riesgo a que se expone, es inmoral por el fin y por los medios; el fin es una ganancia excesiva sin trabajo ni inteligencia; los medios, el daño grave de proporcionar recursos al vicio, o del que recurrió a él, apurado por circunstancias en que un prestamista de conciencia hubiera podido salvarle y un usurero le arruina. Cuando éste pierde lo anticipado, la pérdida, justo castigo de la codicia, no disculpa de la usura.

Otra llamada razón para exigir réditos crecidos, es el gran beneficio que aún así reciben aquellos que los pagan, lo cual, según los casos, es sofisma, mentira o burla del peor género, como dirigida a los que perjudica el ruinoso supuesto beneficio. Es mentira o burla cuando se arruina el que paga los usurarios réditos que la necesidad o cálculos equivocados hicieron aceptar como un bien; es sofisma cuando pueden satisfacerse intereses crecidos con ganancias excesivas, que alguien tiene que pagar, y si no es el que tomó prestado, serán los que consumen los objetos que produce y estarían más baratos si el interés del dinero fuese menor. En el caso más favorable, el usurero contribuye poderosamente a elevar el precio de las cosas, mal cuya gravedad apenas es necesario encarecer.

Pero sin investigar los perjuicios, los sufrimientos, las tragedias de que a veces es causa la usura, desde luego y a priori podíamos asegurar que siendo inmoral no podía ser provechosa, y que el hecho de doblar el capital en un año o antes, con poco talento, poca instrucción y poco trabajo, siendo contra la conciencia, no puede ser en pro de la sociedad: las armonías entre lo útil y lo justo no son cosa contingente, sino necesaria, y no puede darse inmoralidad sin daño.

Los partidarios del dejar hacer y dejar pasar, los que creen que la libertad, lejos de necesitar reglas lo es, dirán que ella basta para evitar todos los malos de la usura que no sean inevitables. No negaremos a la libertad sus excelencias, pero tampoco podemos desconocer sus excesos, el daño que con ellos causa y cuánto conviene evitarlos o siquiera disminuirlos. Ya sabemos que la raíz de la usura está en la inmoralidad, la ignorancia y la pobreza; pero los que tienen una posición desahogada, los que influyen en la opinión y hacen la ley, deben limitar cuanto sea posible la influencia de estos elementos, ilustrando a los ignorantes y negando apoyo legal y autoritario a la usura.

Se dice: hecha la ley, hecha la trampa, y así suele suceder; pero hay una cosa peor que burlar la ley, y es que se burle de la justicia, y que los perversos, en lugar de verse contrariados y tener que tomar precauciones contra ella, la tengan de su parte, ostentando legalmente su iniquidad. ¿Cómo ver sin dolor papeletas de casas de empeño con el rédito de 60 o de 100 por 100 al año y la aprobación de la autoridad local? ¿Cómo oír sin dolor que aquello es un contrato como otro cualquiera, aceptado libremente por ambas partes en virtud de un derecho que debe hallar apoyo, no restricción, en los funcionarios públicos? Que se diga que es un mal (dados otros) en gran parte inevitable; que se diga que es una inmoralidad difícilmente justiciable; que se diga que el mismo que reprueba la usura no la puede perseguir, y aún tal vez llegue a verse en el caso de recurrir a ella; diciendo todo esto, se dirá una verdad triste, pero no se dará sanción moral a un hecho indigno, ni se promulgará como ley económica aceptable un abuso que lleva consigo la ruina en vez de contribuir a la prosperidad, concluyendo de que una cosa es lógica que es buena.

¿Se dice con verdad que es libremente aceptado por ambas partes un contrato en que se estipulan réditos usurarios? El que paga el 60 o el 100 por 100 al año porque el casero le apura, no tiene cama, abrigo, pan o medios de cuidarse si está enfermo, sufre la terrible coacción de la necesidad, y no es libre de rechazar las condiciones del usurero, como no lo es de vivir sin comer. Cuando se aceptan voluntariamente, cuando el vicio o el desorden conducen a casa del usurero, es en virtud de una libertad de que abusa, que merece y tiene el nombre de licencia; por manera que, realmente, nunca es libre el contrato que se establece entre la codicia y la desgracia o el vicio: hay allí un avaro, un infeliz o un licencioso; es la explotación del dolor o del placer desordenado.

Hemos dicho que los elementos de la usura son la ignorancia, la pobreza y la inmoralidad; y si esto es cierto, los medios de combatirla deben ser la instrucción, la caridad y la moral.

Otro día entraremos en algunas consideraciones respecto a estos tres puntos.

Madrid, 21 de Novierobre de 1879.




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Artículo II


Como decíamos en nuestro artículo anterior, los elementos de la usura son la pobreza, la inmoralidad y la ignorancia; a ellas deben, pues, dirigirse los que intenten poner coto a mal tan grave.

La caridad no puede suprimir la pobreza, pero puede consolarla, tenderle la mano para que no se convierta en miseria, y uno de los medios más eficaces es crear o auxiliar establecimientos de crédito que se inspiren en el amor al prójimo, en vez de tener por móvil la más sórdida codicia. El problema que tienen que resolver estos establecimientos, llámense Montes de Piedad, Bancos populares o de cualquier otro modo, es llevar un rédito, el mínimum posible, por las cantidades que prestan y facilitar el préstamo admitiendo toda clase de hipoteca o prenda. Todavía puede darse un paso más, y se ha dado, y es prestar sin garantía material, y tan sólo por la moral que ofrece el que pide prestado: aún concebirnos que se vaya más allá, si bien no tenemos noticia de que se haya ido; negando los beneficios del préstamo, aunque presente hipoteca o prenda segura, al que moralmente no ofrece garantía y, antes por el contrario, hay la seguridad de que el préstamo se convertirá en medio de satisfacer vicios o vanidades.

Aunque no lleguen a esta perfección los establecimientos de crédito beneficiosos para el pobre, no creemos que puede establecerse ninguno sin caridad, no precisamente la que da dinero, sino la que ofrece trabajo, consejo y activa cooperación.

El pensamiento precede a la acción, y los pobres no suelen formarse idea de aquellas instituciones que pueden favorecerlos, y menos de los medios de realizarlas; es necesario, pues, que los que tienen más inteligencia, mejor posición social y se compadecen al verlos caer en la sima abierta por la usura, los aparten de ella, cosa que no se logra sino proporcionándoles préstamos con un rédito módico. Hay que convencerse de que la especulación, la libertad, el interés bien entendido, no pueden crear establecimientos de crédito beneficiosos para los pobres, y que se necesita la iniciativa generosa de personas caritativas para que puedan cumplirse las dos condiciones indispensables, de facilidad o interés módico.

En otros países han tomado grande incremento los Bancos populares, Montes de Piedad y pías asociaciones benéficas que prestan al pobre sin más garantía que su honradez: de este medio de favorecerle apenas ha hecho algunos ensayos la Sociedad de San Vicente de Paul; de los Bancos populares se conoce sólo el nombre, y los Montes de Piedad son los únicos que existen entre nosotros, aunque en número corto relativamente a las necesidades.

Como para plantear un establecimiento de crédito se necesita capital, la falta de fondos se alega como dificultad insuperable, aunque no lo sea siempre, porque, comprendido lo inmenso del beneficio, se hallarían muchas personas que a él contribuyeran con donativos o anticipando fondos sin interés o con uno menor del que se exija por los anticipos. Creemos que habrá pocas poblaciones de alguna importancia donde no pudiera establecerse un Monte de Piedad, y que no faltaría dinero siempre que hubiera firme y perseverante propósito de hacer esta buena obra. Porque no se necesita un gran capital; los préstamos se reembolsan en un plazo no largo o se vende la prenda que les sirve de garantía; y sobre todo, se empieza en pequeño cuando no se puede operar en grande. ¿No empezó con dos reales el Monte de Piedad de Madrid?

Insistimos, porque toda insistencia es poca contra los imposibilistas, insistimos en que en la mayor parte de las localidades hay medios materiales para realizar la obra de que vamos hablando, y lo que falta es voluntad para utilizarlos. Un local que se cede porque no se usa o porque puede excusarse; un donativo que se hace; una cantidad que se anticipa sin o con corto interés, por personas que tienen guardado su dinero u objetos de valor que no usan y de que tal vez se desharían a impulsos de un móvil generoso; trabajo que pueden dar muchos que no saben que hacer del tiempo, elementos son que se hallan en muchas localidades donde faltan Montes de Piedad.

Para vencer el obstáculo de la falta de fondos suelen unirse a los Montes de Piedad las Cajas de Ahorros, de modo que con las economías del imponente se hace el anticipo al que necesita tomar prestado. La combinación es buena siempre que no haya diferencia, o haya muy poca, entre el rédito que abona un establecimiento y el que exige el otro. Se dirá que los gastos de administración suben mucho en esta clase de establecimientos, y es así cuando la caridad no auxilia y las operaciones son en pequeño; pero no cuando personas benéficas ofrecen su cooperación gratuita o cuando se opera en grande: en estos casos los gastos de administración pueden reducirse mucho y proporcionalmente la diferencia del rédito que se da y el que se exige. Cuando ésta es muy grande, como sucede en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, más bien retrae que anima a depositar las economías en un establecimiento que abona interés tan corto, apenas perceptible en pequeñas cantidades, de donde resulta que a muchos no les parece que vale la pena de imponerlas, y las guardan, con el daño de tener el pequeño capital improductivo, y el mayor de caer en la tentación de emplearlo en satisfacer un gusto, en vez de servir de recurso en una necesidad. Si pudiera tomarse nota exacta de la clase de los imponentes, se vería el gran número que pertenecen a la media, que multiplican las imposiciones para atenerse a la letra del reglamento, en cuyo espíritu no estaba favorecerlos, y que aceptan un interés corto, por la seguridad y otras circunstancias. Es deplorable, por muchos conceptos, que las economías del pobre no hallen empleo más beneficioso, o que cuando tiene que pedir prestado se le exija tanto interés.

No conocemos bastante a fondo y en todos sus detalles la administración de los Montes de Piedad, la del de Madrid, por ejemplo, y no podemos señalar cuáles y cuántas economías podrían realizarse; pero hemos visto gastos superfluos, lujo y, a nuestro parecer, poco meditadas determinaciones cuando se ha hecho el nuevo edificio que hoy ocupa. ¿Por qué había de levantarse en un sitio en que el solar sólo representa un gran capital, en vez de construirlo donde el terreno podría adquirirse por una cantidad relativamente insignificante? No tiene objeto que esté en un punto céntrico, porque el centro de la población no lo es de la pobreza; la gente necesitada no vive, por lo común, en las inmediaciones de la Puerta del Sol; y en todo caso, las sucursales podían distribuirse donde conviniera, situando el establecimiento donde el terreno cuesta poco. Además, no debía haber en él lujo arquitectónico, ni miles de duros gastados en el decorado de un salón, ni grandes y elegantes habitaciones para empleados. Parece que se pensó que convenía embellecer el edificio por decoro de la institución y el bien que resulta de la contemplación de las obras artísticas; pero sobre que no sería difícil probar que en el caso de que se trata el arte ha perdido más que ganado, no es su lugar el depósito de las prendas que en sus apuros lleva la pobreza o la miseria; todo debe ser allí sencillo, severo, y las pretensiones de servir la estética dan por resultado la deformidad moral de hacer gastos innecesarios a costa de los necesitados, a quienes no producirá buen efecto el lujo que allí ven, y precisamente en un momento en que el contraste con su situación debe dar lugar a reflexiones que no redundan en elogio del establecimiento, y que probablemente haría el fundador si viviera.

Hacemos estas indicaciones, ya para anatematizar una vez más esa especie de epidemia que se llama lujo, que lo invade todo, hasta los lugares de donde por tan poderosas razones debiera ser arrojado; ya porque en muchos casos de la falta de orden y de la más severa economía puede resultar desproporción excesiva entre el rédito que se de en las Cajas de Ahorros y el que se exige en los Montes de Piedad. Importa también mucho que éstos den facilidad, ya recibiendo en prenda el mayor número de objetos posible, ya permaneciendo abiertos todo el día desde muy temprano. Más de una vez, haciendo cargos a personas necesitadas porque habían ido a casa de un usurero en vez de acudir al Monte de Piedad, nos han contestado que no estaba abierto o no admitía las prendas que se aceptan en la casa de préstamos. Algunos Montes han mejorado mucho el servicio; bajo este punto de vista, conviene que sean imitados por otros, y que todos den todas las facilidades posibles; porque la usura los procura con codicioso empeño, y porque es cierto, aunque parezca inverisímil, que hay necesitados cuya inconcebible incuria los lleva a casa del usurero por pocas dificultades que ofrezca el préstamo en la casa benéfica. Convendría también que ésta estudiase el modo de guardar, en cuanto fuere posible, el secreto de los que repugnan dar publicidad a su situación desgraciada, consideración que más de una vez los determina a pagar tributo a la usura. Estas personas, cuyo número no será el mayor, pero que empeñan valores considerables, no se retraerían de ir al Monte de Piedad si allí se procurara en cuanto fuese dado que fueron vistas solamente de los empleados indispensables, y poco unas de otras y del público: esta perfección, a que sólo puede aspirarse en un establecimiento en grande, se obtendría sin dificultad disponiendo bien el local.

No quisiéramos dar lugar a que, a manera de cargo, se nos dijese que lo mejor es enemigo de lo bueno; y si bien deseamos la perfección posible en los establecimientos objeto de estos artículos, estamos lejos de pensar que sin ella no pueden hacer grandes bienes. Más vale que se abone un pequeño rédito en la Caja de Ahorros que no tenerla, y el Monte de Piedad que lleve interés más crecido ofrece gran ventaja respecto a las casas de préstamos. Por eso creemos que se hace grande obra de caridad y de moralidad creando establecimientos adonde el pobre pueda depositar sus economías y recurrir en sus apuros, y lamentamos que no existan Montes de Piedad y Cajas de Ahorros en tantas poblaciones donde hay elementos materiales para fundarlas y sólo falta la iniciativa perseverante de algunas personas caritativas.

24 de Noviembre de 1879.