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Feijoo en el siglo XIX (Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán y Marcelino Menéndez Pelayo)

Ana María Freire López

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A lo largo del XIX Feijoo no tuvo mucho predicamento. Así como fue un best-seller en el XVIII, en los treinta primeros años del XIX no se hizo una sola edición de sus obras, y apenas sí existen breves artículos o meras referencias a ellas. La muerte de Fernando VII en septiembre de 1833 no le deparó mejor fortuna. La primera edición del Teatro crítico en el siglo XIX salió a la luz en 1852, y no se trataba de una edición íntegra, sino de una selección de discursos en varios volúmenes, que fue sacando a partir de esa fecha, y en años sucesivos (1853, 1859) la imprenta de los hermanos Ayguals de Izco. En 1863 se incluían unas obras escogidas en la Biblioteca de Autores Españoles (tomo LVI). Hasta el último cuarto del XIX, coincidiendo con la celebración del centenario de su nacimiento, no hubo trabajos de cierta entidad sobre su vida y su obra, y lo que decimos de Feijoo puede aplicarse en general a los demás autores del XVIII, de modo que, cuando el 28 de marzo de 1880, Emilia Pardo Bazán le escribía a Menéndez Pelayo que «la literatura del siglo de Feijoo no se tiene a mano con hacer un pedido a Bailly-Baillière», no exageraba, sino que exponía la dificultad en que se hallaban quienes desearan conocer mejor aquella etapa.

La oportunidad para rehabilitar la memoria de Feijoo la encontraron sus paisanos en la conmemoración del centenario, que suscitó un número mayor de trabajos, casi siempre breves, publicados la mayoría en la prensa. En Orense, provincia donde había nacido Feijoo, se creó una Comisión para la celebración de los actos conmemorativos, entre los que figuraba la convocatoria de un concurso en el que se concederían cuatro premios literarios. El anuncio del«Certamen literario en conmemoración del nacimiento del sabio Padre Feijoo» apareció en el Heraldo Gallego a finales de 1875 (II, 50, 1875, págs. 102-103). El fallo tendría lugar en Orense el 8 de octubre de 1876. La historia del concurso pone de manifiesto la controvertida interpretación de la persona y de la significación de Feijoo a finales del XIX. Las cosas no resultaron fáciles para los miembros del jurado designado por la Comisión del Centenario, elegidos al azar entre «cuarenta nombres de hijos distinguidos de Galicia, que hubiesen probado su capacidad científica o literaria en la cátedra, la prensa, la tribuna o por cualquier otro medio de publicidad». Como resultado de sus deliberaciones, el jurado reunido en el Teatro de Orense el 8 de octubre de 1876, concedió solamente dos de los cuatro premios convocados. Por seis votos contra tres, otorgó el pensamiento de oro y plata a la poesía A Galicia en el segundo centenario del Padre Feijoo, cuyo autor resultó ser Valentín Lamas Carvajal; la rosa de oro se concedió por unanimidad a la Oda a Feijoo, de Emilia Pardo Bazán; también por unanimidad se declaró desierto el premio a la mejor biografía porque, en opinión del jurado, ninguna de las recibidas reunía los requisitos exigibles; y el gran problema se suscitó al tratar de premiar el mejor estudio crítico sobre la obra del benedictino. —370→ Obviando las deliberaciones y resultados de varias reuniones previas, que pueden leerse en la detalladísima e interesante Reseña del Certamen literario celebrado en Orense el día 8 de octubre de 1876 en honor del R. P. M. Fray Benito Jerónimo Feijoo (Orense, Imprenta y Librería de Gregorio Rionegro Lozano, 1877), diremos que el jurado volvió a reunirse el 21 de octubre, y que, por falta de acuerdo, determinó delegar en la Comisión del Centenario el modo cómo había de dirimirse el problema, eximiéndose algunos miembros del jurado que formaban también parte de la Comisión. Al día siguiente, los restantes miembros de ésta acordaron por mayoría -tampoco en esto hubo unanimidad- encomendar la resolución del dilema al Claustro de la Universidad de Oviedo, si éste aceptara, como así sucedió. Asimismo, se acordaba devolver el trabajo número 1 a su autor, que lo había reclamado, no deseando someterse a ulteriores deliberaciones. A partir de este momento, el Jurado constituido en un principio cesaba como tal.

Concurrieron al certamen de estudios críticos sobre la obra de Feijoo tres trabajos. El ensayo retirado, el número 1, resultó ser de Miguel Morayta (1834-1917), conocido político y periodista, republicano y masón. En 1912 publicó El Padre Feijoo y sus obras, que suponemos es, corregido y aumentado, el trabajo que en germen presentó al concurso de Orense. Las autoras de los otros dos trabajos eran Emilia Pardo Bazán y Concepción Arenal. Fue elegido, no sin dificultad, el de la primera, a la que no se le otorgó el premio de cuatro mil reales, sino «mención honorífica» en última votación, por la ajustada proporción de siete votos frente a seis. Menéndez Pelayo se refiere a ambos estudios en su Historia de los heterodoxos españoles en estos términos: «Examen crítico de las obras del P. Maestro Feijoo, por D.ª Emilia Pardo Bazán, premiado en un certamen de Orense en 1876 (Madrid, 1877). Es un buen trabajo que la autora se propone refundir hasta convertirle en libro. Otro estudio hay acerca de Feijoo, y de pésimo espíritu, por cierto, publicado en la Revista de España por D.ª Concepción Arenal. Mucho habría que decir de él; pero ... respetemos la filosofía con faldas». El comentario revela el prejuicio hacia la mujer de Menéndez Pelayo, que sólo en un primer momento y de modo general alabó el trabajo de Doña Emilia.

El trabajo de Concepción Arenal es más sistemático y orgánico que el de doña Emilia, este más literario, más ágil, más ameno. Doña Concepción divide el estudio de la obra del benedictino en nueve apartados, que analiza con acopio de citas textuales de Feijoo, no siempre breves, para corroborar sus afirmaciones. En el fondo de su interpretación alienta la idea de que Feijoo fue en su siglo lo que le dejaron ser y no más, por falta de libertad. Trata de probar que si «las obras de Feijoo son luz y tinieblas», si Feijoo es un personaje contradictorio, se debe a que «su época era de crítica, de investigación: para la crítica le faltaba libertad, para la investigación medios» (tomo 55, págs. 116-117). A Feijoo le impidió ser filósofo en sentido estricto, teniendo facultades para ello, el haber «recibido y aceptado resueltas por la autoridad las más graves cuestiones de la filosofía. Dios, la Naturaleza, la Humanidad, la esencia del Ser Supremo, la del hombre y su fin, las leyes del Universo» (tomo 55, págs. 187-188); en definitiva, la falta de «libertad para abrir nuevos caminos para dilatar la vista por más extensos horizontes» (id., pág. 189). En materias religiosas «escribía bajo no sabemos cuántas censuras: necesitaba la aprobación del rey, de la orden, la del ordinario y la de la Inquisición, que alguna vez le suprimió párrafos». En apoyo de su tesis cita Arenal en dos ocasiones una frase de Feijoo: «No es lo que se siente lo que se dice, cuando es delito decir lo que se siente» (tomo 55, pág. 405). En punto a Astronomía «se encontraba con el insuperable obstáculo de estar condenado por la Iglesia el sistema de Copérnico, y la necesidad de admitirlo para el de Newton le detenía en aceptar ostensiblemente éste y enseñarlo» (tomo 56, pág. 349). Arenal aduce todo esto en —371→ descargo de Feijoo, cuya obra analiza, resaltando lo que encuentra positivo -por ejemplo su actitud ante la enseñanza-, y negativo, como su interpretación, equivocada a su juicio, del derecho penal. Pero, incluso en materia de enseñanza, ella disiente de las causas que enumera Feijoo como raíz del atraso de nuestro país, porque afirma que esas mismas razones también se daban en otros países que sí progresaban. Para Concepción Arenal «lo que hubo en otras partes, al menos en tanto grado, era tiranía intelectual, temor de las rebeldías del espíritu, medios de reprimirlas, ni desdén por el trabajo intelectual, degradado como todo el que se hace por mano de esclavos». Y añade: «nuestro autor ¿lo vio así o no? ¡Quién sabe! No pudo manifestarlo» (tomo 56, pág. 357). Y más adelante: «Ignoramos si Feijoo lo pensaba así, porque sabemos que no podía decirlo; dijo lo que le era dado decir» (tomo 56, pág., 358). Para Concepción Arenal, Feijoo fue un hombre superior condicionado por la época que le tocó vivir. Concluye su estudio aludiendo de nuevo a lo contradictorio de su vida y de su obra, y considerando que «la contradicción puede ser el veto del entendimiento y la protesta de la conciencia» (tomo 57, pág. 198). Conociendo a Menéndez Pelayo, no llama la atención su comentario.

Pero tampoco dedicó demasiados elogios al trabajo de Emilia Pardo Bazán, por el que tanto se interesó antes de conocerlo. Gumersindo Laverde, que con motivo de la convocatoria había animado a don Marcelino a presentarse al concurso de Orense, le puso en antecedentes al conocer la publicación del trabajo ganador:

Ya ha salido a luz el Juicio de las Obras del P. Feijoo escrito por la coruñesa Emilia Pardo Bazán y premiado por el Jurado del Centenario del ilustre benedictino en Orense. Cuéntase que los votos estuvieron divididos, inclinándose la mitad de los jueces (los liberales) a favor de otra memoria (que según parece es la que luego publicó en la Revista de España la ferrolana D.ª Concepción Arenal), y que designaba para dirimir el conflicto de la Universalidad de Oviedo, ésta sentenció en pro de la Emilia [sic], cuyo trabajo no conozco, aunque creo bien que, aparte la mayor pureza de doctrina, no cederá en valor literario al de su competidora. Dudo que ninguna comarca de España posea hoy dos polígrafas de la talla de estas gallegas. Supongo que habrás leído en La Ciencia Cristiana los estudios de la Pardo Bazán sobre el Darwinismo y sobre las epopeyas cristianas.

(Carta: Otero de Rey, 25-VII-1878)



Ante esto don Marcelino le manifestaba en una carta fechada cinco días después «mucha curiosidad» por conocer el estudio de doña Emilia, y añadía que «cuando vaya a Madrid, procuraré haberle a las manos. Los artículos de esta señora en La Ciencia Cristiana me han parecido de una doctrina y de un vigor de estilo raros en las literatas». Cuando Laverde, al cabo de un mes, por fin ha conseguido leer el trabajo, le cuenta sus impresiones:

Estilo nervioso y elocuente, pensamiento original y elevado y no vulgar erudición, pero deja intactos bastantes lados del asunto, y el plan es harto confuso. Tengamos en cuenta que lo escribió en un mes escaso. Con todo, este trabajo y el de la Arenal facilitarán bastante la tarea de quien escriba Feijoo y su siglo.

(Carta: Otero de Rey, 26-VIII-1878)



No conocemos la opinión de don Marcelino sino a través de las deducciones que permiten los comentarios que doña Emilia le va haciendo en sucesivas cartas, empapadas —372→ de vehemente admiración. Ella pasó, paulatinamente, de no atreverse a enviarle el trabajo premiado («No tengo otro libro mío que ofrecer a V. -dice al enviarle Pascual López-, porque el Estudio crítico sobre las obras de Feijoo me parece hoy tan defectuoso y malo, que hasta reeditarlo corrigiéndolo, no me atrevo en modo alguno a presentárselo». Carta: La Coruña, 26-IX-1879), a acceder en el envío («El P. Feijoo irá, puesto que V. lo desea, y en consideración de que nada es inútil para el bibliófilo». Carta: La Coruña, 10- XI-1879), a pesar de que el ejemplar parecía condenado a no llegar a su destino («Malaventurado en todo el libro de Feijoo, lo es hasta en llegar tarde a sus manos de V. Retrasaron el envío pequeñas causas, pero al fin hoy, certificado, sale por el correo sin falta». Carta: La Coruña, 15-II-1880).

Por otra carta doña Emilia (s. l., 28-III-1880) sabemos que él llegó a hacerle indicaciones sobre el estudio a fin de que lo rehiciera, pero no las conocemos: «En todo me ajustaré al plan que V. me indica para la refundición y aumento del Estudio acerca de Feijoo. Pero necesito que V. me haga una ligera lista de las obras que debo consultar, y así me las iré procurando o sabiendo donde las hay». A estas alturas ya se refiere a su trabajo sobre Feijoo como «ese librucho que la Comisión de Orense, por fortuna mía, archivó y no puso a la venta». El 1 de mayo todavía ella esperaba «con ansia esa carta detenida sobre [la] cultura del tiempo de Feijoo. Así que termine el libro de S. Francisco le toca la vez al polígrafo ovetense [sic]».

El trabajo de doña Emilia, efectivamente, dejaba muchos lados del tema sin tocar, pero su estilo es ágil y ameno, más creativo que académico, aunque su erudición es notable. Divide el estudio en cuatro apartados. El tono de ensayo crítico no logra ocultar su admiración por la persona y la obra de Feijoo, en la que encomia los aciertos, e incluso llega a disculparle aquellos aspectos negativos, como la «notable pobreza en la forma ante la superioridad del fondo», o la abundancia de neologismos, debida a que Feijoo tenía que pedir palabras a idiomas de países que pensaban lo que no se pensaba en el suyo. La figura de Feijoo destaca notablemente sobre la decadencia del tiempo y de la España en que vivió. Para Emilia Pardo Bazán, «el siglo XVIII es un erudito, un erudito viejo y fatigado» (pág. 144), opinión que no compartía Menéndez Pelayo, que en la Historia de los heterodoxos españoles trata de desmontar esa imagen, incurriendo, en sentido contrario, en el mismo defecto de que acusa a doña Emilia: para vindicar el siglo XVIII deprecia a Feijoo, porque no transige en que se le considere una «excepción de un pueblo de salvajes, o como una perla caída en un muladar, o como el civilizador de una raza sumida hasta entonces en las nieblas del mal gusto y de la extrema insipiencia» (págs. 372-373). Las páginas que dedica al benedictino en los Heterodoxos parecen una réplica mal disimulada a las opiniones de doña Emilia, comenzando entonces el enfriamiento de lo que era una incipiente y cordial relación. El patriotismo intelectual de Menéndez Pelayo le lleva a reivindicar el peso que la tradición española tuvo en la personal valía de Feijoo, a quien no perdona su injusto proceder con Ramón Llull. «Si Feijoo hubiera escrito así siempre, bien le cuadraría el epíteto de Voltaire español, no por lo impío, sino por lo superficial y vano» (pág. 375). La superficialidad es uno de los grandes defectos de Feijoo, a los ojos de Menéndez Pelayo: «fue, más que filósofo, pensador, más que pensador, escritor de revistas o de ensayos a la inglesa. No quiero hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos, sobre todo por el abandono del estilo y la copia de galicismos» (pág. 376). La otra gran culpa de Feijoo consistió en haber contribuido a crear una imagen falsa de España, una España que nunca existió, y que no era la Beocia inculta que se deduce de sus escritos: muchos de los embustes que —373→ Feijoo desmitificaba no se daban en España, y él sólo los conoció a través de su lectura de publicaciones extranjeras (cfr. pág. 382). Don Marcelino salva en Feijoo la ortodoxia y, en el plano artístico, su «profesión de libertad estética, la más amplia y la más solemne del siglo XVIII, no enervada como otras por restricciones y distingos, e impresa (y esto es muy de notar) casi treinta años antes de que Diderot divulgase sus mayores y más felices arrojos» (pág. 1087), pero nada más.

La respuesta de doña Emilia no fue inmediata, pero llegó con todo el vigor y la madurez adquiridos en doce años de brega y de amargas experiencias, y sin la ayuda -o con la ayuda por vía contraria- que había solicitado a don Marcelino. La oportunidad se la ofreció la invitación a pronunciar una conferencia sobre el benedictino en Orense, con motivo de la inauguración de su estatua. El título que le dio fue Feijoo y su siglo, precisamente el que Gumersindo Laverde y Menéndez Pelayo mencionaban en sus cartas como proyecto que alguien llevaría a cabo en el futuro.

Las opiniones de doña Emilia sobre el XVIII y Feijoo no han variado. Pero es muy diferente su actitud hacia Menéndez Pelayo, ante quien ha perdido el candor de admiradora incondicional. En doce años doña Emilia se ha envalentonado: ha leído, ha viajado, ha publicado varias novelas, se ha visto envuelta en la polémica suscitada por La cuestión palpitante, ha traído al mundo varios hijos, se ha separado de su marido... Entre lo poco que permanece inalterado está su admiración hacia Feijoo. Esta vez su discurso gira en torno al panorama intelectual del XVIII español, «la peor hora que nunca ha señalado el reloj de nuestra vida intelectual» (pág. 129), como fondo sobre el que descuella Feijoo. Las ideas expuestas por Menéndez Pelayo en los Heterodoxos son la falsilla que le sirve de contrapunto. Su audacia llega a tanto que, en un momento dado, interrumpe su discurso, para pedir un aplauso para él, a quien poco antes ha llamado -no sin ironía- «el escritor más sabio de cuantos viven en nuestra patria; el que ha emprendido la santa obra de vindicar a la España neta de injustas y gratuitas acusaciones; mi preclaro amigo Menéndez Pelayo, en fin (dadas las señas anteriores, casi huelga nombrarle)» (pág. 129). Apoyada en textos del santanderino -«No acostumbro citar tan largo, pero es verdad que estos párrafos son de oro» (pág. 135)- trata de probar la decadencia de España en el teatro, en la poesía lírica, en la literatura religiosa, en las artes (pintura, escultura, música), en la arquitectura, e incluso en el movimiento científico, si, en vez de entenderlo como un «catálogo de nombres distinguidos en este terreno», significa «el impulso general y dominante que lleva a una nación a sobresalir y ponerse a la cabeza de las demás en la suma de adelantos prácticos y teóricos que de las ciencias emanan». No puede menos de admitir que en el XVIII brillaron en España la crítica histórica, la historia literaria, la estética teórica, la preceptiva, la filología, pero en vez de interpretarlo como un logro, ve en ello «una señal evidente de cansancio y agotamiento de nuestra potencia creadora desde fines del XVII: y la potencia creadora es la cualidad más preciosa de una raza (...) Era el siglo -según confiesa Menéndez- de las Poéticas, en el cual -caso digno de nota- no hubo un solo poeta grande; el siglo en que quizá lo mejor de nuestro teatro es ¡un artículo de crítica, El café de Moratín!» (pág. 138).

Hasta aquí tres posturas ante el siglo XVIII español y ante Feijoo a finales del XIX. Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán coinciden en que el XVIII español es el oscuro fondo de un cuadro en el que destaca con luz propia la figura de Feijoo. Menéndez Pelayo, en cambio, en su vindicación de nuestro pasado histórico no admite que el XVIII español fuera decadente. En cuanto a Feijoo, unos mismos hechos les conducen a diferentes conclusiones: lo que para Menéndez Pelayo es superficialidad -escribe de muchos temas —374→ sin profundizar en ninguno- es para Emilia Pardo Bazán uno de los mayores méritos de Feijoo: haber puesto al alcance de la mayoría temas que en el XVIII eran sólo patrimonio de unos pocos; para ella Feijoo es «el gran desamortizador y vulgarizador científico» (pág. 141).

Estas opiniones testimonian lo controvertida que era a finales del XIX la figura de Feijoo, no ya a nivel general, sino entre quienes estaban en mejores condiciones de conocer su obra y su época, y lo mucho que pesaban las ideas preconcebidas de cada uno en sus apreciaciones. Después de esto no llama la atención el comentario de Jesús Muruáis, cuando, en una carta a doña Emilia (Pontevedra, 9-V-1880), hacía notar que «el centenario de Feijoo fue para muchas gentes (que sabían leer y escribir) una fiesta dada en honor de las reliquias de un santo...».