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Aptitud de la mujer para la pintura

Concepción Gimeno de Flaquer



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Las bellas artes son el termómetro de la cultura de los pueblos: ellas revelan la civilización, el carácter físico, los hábitos morales, las creencias religiosas y hasta la riqueza de las naciones.

Solo en un árido siglo de positivismo, cual el nuestro, se oye decir que las bellas artes son innecesarias. ¡Ahí el positivismo es la helada mano que petrifica cuanto toca; es la glacial atmósfera que marchita las flores de la fantasía desarrolladas bajo los fecundos rayos del sentimiento.

El positivismo entibia el fervor por el arte y mata toda idea noble y generosa cortando a la imaginación sus alas para que no se alce a las esferas de lo sublime.

Nada más conveniente que inculcar a la mujer el amor a las artes. ¿Qué será de ella en su pequeño círculo de acción, encadenada siempre a lo rutinario y lo vulgar, si no se le muestran mundos más elevados donde pueda esparcir su espíritu? ¡Languidecerá cual pálida azucena que muere por falta de rocío!

Siendo para las artes lo esencial el sentimiento, la mujer posee brillantes facultades para cultivarlas, ya que el sentimiento es el iris que la ilumina desde su aurora hasta su ocaso.

Nadie puede dudar de que la mujer es eminentemente artista; su exuberante imaginación modela, edifica, cincela, dibuja y pinta con pincel de fuego. Observadla levantando alcázares imaginarios, aéreos palacios y castillos que derrumba el huracán de la realidad; en la pura adolescencia, mientras vaga indecisa su mirada, sus nacaradas ilusiones fórjanse el ideal que anhela su alma, y más tarde, cuando el destino la convierte en sacerdotisa del hogar, en amante esposa, por más que la adversidad cierna sus negras alas en torno de ella, sabe encantar la existencia del compañero de su vida fingiendo dichas inefables.

La mujer sueña cuando no puede crear, y sus sueños son creaciones; su prodigiosa fantasía no está jamás bastante alimentada; sus aspiraciones no encuentran nunca la meta; sus deseos no tienen límites, y aunque no atraviese más que áridas sendas cubiertas de abrojos, tiene siempre en perspectiva, bajo diáfano cendal, rientes ilusiones. El genio de la mujer reside en su corazón, todo lo resuelve con el criterio del sentimiento, y no dudéis de que el sentimiento puede ser juez en materias de belleza como lo es el compás en materias de exactitud.

La mujer es muy accesible al sentimiento de lo bello: procurad desenvolverlo en su alma. El sentimiento de lo bello nos eleva sobre nosotros mismos y nos aproxima al ideal perfecto, a ese arquetipo que ilumina nuestras facultades intelectuales. Lo bello es lo bueno puesto en acción y la mujer siente notable predisposición a practicar lo bueno. El sentimiento de lo bello es la luz del espíritu y la moral de la inteligencia; el sentimiento de lo bello es clara aurora en las tinieblas de nuestros sentidos, es una brecha abierta a la materia, cuyas perspectivas van de la tierra al cielo, una escala por la cual asciende nuestra alma a los mundos ignotos de lo infinito.

El sentimiento de lo bello es uno entre los hombres y los países civilizados en todas las edades; digo en todas las edades, porque el sentimiento de lo bello tiene su cuna en el alma, y el alma es insenescente. Los caprichos ridículos, los ídolos que se alzan a la falsa belleza, los gustos erróneos y la influencia de la moda pueden perturbar el sentimiento de lo bello, mas de un modo fugitivo, porque este sentimiento que no se doblega a las preocupaciones, muestra su poder atravesando los siglos sin perder nada de su carácter.

Si no existe ninguna regla de lo bello, decía Diderot, ¿de dónde vienen esas emociones deliciosas que se elevan tan súbita, involuntaria y tumultuosamente en el fondo de nuestras almas, que las dilatan o las contraen y que arrancan a nuestros ojos lágrimas de júbilo, de dolor y de admiración, sea a la vista de algún gran fenómeno físico, sea por la relación de algún rasgo moral?

La belleza en las artes no es la variedad como creen muchos; la belleza en las artes depende de la unidad y armonía; nada ha existido más bello que las cabezas de las Niobes, y estas se distinguen por rasgos poco variados y sencillos. No hablo de una simetría perfecta, que resultaría dura, fría y monótona, sino de una unidad de armonía envuelta en el esplendor de sensibilidad que irradian los destellos del verdadero genio. Afirma Plinio que Apeles fue quien más se ocupó en restituir al arte su mayor sencillez.

La mujer tiene idoneidad para obras grandiosas. Refiérome a la grandiosidad estética, que depende de las relaciones ópticas que hieren los sentidos y el espíritu, pues la grandiosidad geométrica supone muy poco. Nerón hizo pintar su retrato en una tela de cuarenta codos, y, sin embargo, aseguran personas competentes que no se ejecutó en estilo grandioso.

¡No neguéis a la mujer su aptitud para lo bello y lo sublime! La mujer está organizada para sentir lo que el hombre necesita aprender. El alma de la mujer es un búcaro precioso, de cuyo fondo exhalan sus fragancias el amor y la admiración hacia todo lo noble y delicado; su corazón una pira donde se quema constantemente el incienso del entusiasmo. La mujer nace artista como nace artista el ruiseñor; nadie ha enseñado sus armónicos trinos al Homero de los bosques, al misterioso poeta nocturno, al inimitable cantor.

No se han distinguido todas las mujeres dedicadas al arte de Murillo porque no se ha tratado de hacerles adquirir conocimientos, sino de enseñarles habilidades con objeto de hacer ostentoso alarde de ellas. La educación pictórica de la mujer ha estado hasta hoy notablemente desatendida; limitada a empíricas instrucciones, difícilmente ha conseguido salir de copista; muchas han visto morir sus ilusiones sin poder realizar el ideal de los sacerdotes del arte, o sea la composición. El no haber alcanzado la mujer en general gloria tanta, no ha sido por ineptitud e incuria, sino por el estado rudimentario en que la han dejado sus maestros. Han creído muchas que manejar el pincel es ser artista, y se han dormido arrulladas por tan errónea creencia. ¡Como si el arte de pintar consistiera únicamente en el empleo de los colores!

La brillantez del colorido no puede reemplazar a las demás condiciones del arte pictórico cuando se hallan descuidadas; por eso se ha observado que las principiantes suelen pintar árboles que tienen muchas especies de cortezas y de hojas. Tal descuido consiste en que, acostumbradas a ver que el claroscuro no ofrece grandes dificultades en el dibujo, y poco preparadas para vencer las que ofrece en la pintura, olvidan lo más importante y transcendental. El claroscuro, ciencia de las medias tintas y los reflejos, no es más que el arte de dar transparencia a la sombra y de representar en la obscuridad el colorido que tendría el cuerpo allí escondido si estuviera expuesto a la luz.

Cuando la mujer reciba en toda su amplitud la ilustración a que es acreedora, cuando se ocupen en facilitarle los conocimientos artísticos de que carece, podrá descollar en las bellas artes, ya que posee en su alma el sagrado fuego de la inspiración, en su frente la divina chispa que todo lo anima, en su inteligencia el numen creador e inmortal.

La imaginación de la mujer, lozana siempre y caprichosa, podrá dar a las figuras una gracia que cubra las irregularidades del dibujo y las proporciones en el caso de que existan, porque la gracia hace la belleza viva y picante; sin ella la belleza sería insulsa, muerta. Se ha dicho que la gracia es una de las ramas del buen gusto, por la cual el arte viene a complacer al espíritu de la manera más dulce y agradable. En efecto, la gracia es la expresión, y la expresión es aquella parte de la pintura que representa los movimientos del alma, sus pasiones e ideas, tanto las que excita la presencia de los objetos, cuanto las que se muestran en el semblante y en las actitudes del cuerpo.

La pintura puede expresar la alegría, la pena, la resignación, la inquietud, la lucha y la amargura de un modo elocuente, lo mismo que la poesía, valiéndose del símbolo, del emblema y la alegoría.

Teniendo la mujer una fantasía ardiente y soñadora, es muy accesible a la belleza ideal. Sin poseer el talento metafísico de Malebranche, Aristóteles o Platón, puede explicarse en qué consiste la belleza ideal, que es el arquetipo o modelo mental de perfección que resulta en el espíritu del hombre después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos. Algunos estéticos la definen diciendo que es el modelo imaginativo de perfección aplicado por el artífice a las producciones de las artes, entendiendo por perfección todo lo que, imitado por ellas, es capaz de excitar con la evidencia posible la imagen, idea o efecto que cada uno se propone seguir en su fin.

Las artes imitativas no se limitan a la representación exacta del natural, pues de no remontarse en alas del ideal hasta las más elevadas regiones de la belleza, quedaría inactiva la imaginación.

Todo lo más sublime lo concibe la criatura sin llegar a verlo jamás.

El sentimiento de lo bello, que tanto enaltece a quien lo posee, puede rebajar al hombre cuando dicho sentimiento se adultera, descendiendo a un grosero materialismo; hay belleza sensible u óptica y belleza inteligible o para el espíritu, porque estamos compuestos de dos elementos, que son los sentidos y la inteligencia; y es preciso tener presente que lo bello no es un objeto ni sustancia, ni un ser existente por sí mismo, es un resultado colectivo, un efecto que con relación a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia produce ya el sentimiento, ya la sensación.

A pesar de que la crueldad y la lujuria se hermanaban para infamar el glorioso siglo de Pericles, nunca llegaron las artes al esplendor de entonces, pudiendo apellidarse esta época la edad de oro del arte.

Hubo un afortunado período en que los griegos adoraban la belleza espiritual: sabidos son los entusiastas aplausos dados por todo un pueblo a la narración de Heredoto y a las poesías de Píndaro y Corina. Degollaban sin piedad los siracusanos a los atenienses prisioneros en la guerra de Sicilia, y al oírles declamar versos de Eurípides, rompieron sus cadenas, diéronles hospitalidad y les enviaron libres a su patria. El odio y la envidia querían destruir a Atenas; con feroz e insultante propósito asistían los vencedores a la representación de una tragedia de Eurípides, mas al volverse el coro hacia Electra diciéndole: Hija de Agamenón, nosotros venimos a tu humilde y desolada cabaña, todos compararon tamañas miserias con las de Atenas, lloraron y la perdonaron.

En tan afortunada época se imponía como acto de piedad la ejecución de bellas obras; de manera que los templos, más que mansiones de oración, eran monumentos artísticos y nacionales.

Tal pasión por el arte se hizo general. Plinio refiere que de un taller de los Radios, salían mil quinientas estatuas al año, pero el arte tuvo su decadencia cuando se prostituyó hasta no representar más que la materia en distintas formas. El entusiasmo de la belleza corpórea fue fomentado por el gobierno, como si fuera un ramo de constitución religiosa o política. La tradición gentílica nos cuenta muchos casos de hermosas deificadas por su título de belleza únicamente: en Esparta, en Lesbos y entre los Parrasios, se abrieron certámenes de belleza femenil donde se premiaba la hermosura.

Las mujeres perdieron el decoro lastimosamente alardeando de su belleza física y presentándose desnudas en los talleres de los grandes artistas. Frine sirvió de modelo a Apeles para sus cuadros y a Praxíteles para las estatuas, que excitaron el entusiasmo universal. En las fiestas de Neptuno y Venus despojábase de sus vestiduras en las gradas del templo, y sin más adorno que su larga cabellera, entraba en el agua para rendir homenaje a Neptuno y recibir las aclamaciones de la muchedumbre. Entias, no pudiendo obtener sus favores, la acusó de haber profanado los misterios de Eleusis; los jueces iban ya a pronunciar la sentencia de muerte cuando el orador Hipérides, que la defendía, invocando los derechos de la belleza, la hizo presentar desnuda al Tribunal, que inmediatamente la declaró absuelta.

Tan desordenado amor a la belleza física corrompió las costumbres y enervó por algún tiempo la inspiración de los grandes genios.

Según los historiadores, la pintura fue inventada por una mujer, por más que otros, en su indomable soberbia, afirmen lo contrario. Dícese que una joven, la tarde antes del día en que su amante debía emprender un largo viaje, entre las amarguras de la despedida, observó el perfil de su rostro trazado en la sombra de la pared, y, cogiendo un carbón, siguió el contorno, alcanzando de este modo tener un vivo recuerdo del amado ausente. Así es que a una mujer debemos el origen del dibujo natural, base de todos.

A pesar de que la mujer jamás ha sido impulsada al estudio de las artes y las letras, pues en vez de facilitarle el hombre las sendas escabrosas, no ha hecho más que ponerle trabas en su camino, en todos los siglos y épocas descollaron mujeres que han llegado al pináculo de la gloria. La mujer verdaderamente ilustrada merece gran admiración, pues los conocimientos que posee son autodidácticos, es decir, adquiridos sin maestro.

En todas épocas han existido artistas: Lola de Cizigné floreció en Roma ochenta años antes de Jesucristo; era muy hábil para hacer retratos y ejecutó el suyo frente a un espejo. También era célebre retratista Marieta Rabusti, que a su talento de pintora reunía excelentes dotes para la música. El siglo XVII fue muy fecundo en artistas del sexo femenino: Elisabeta Sirani, que murió envenenada a los veintiséis años de edad, mereció la gloria de ser enterrada en la tumba de Guido; como miniaturista francesa fue muy notable Matilde Herbelin; Susana Courtois esmaltaba admirablemente; Catalina Duchenient, esposa del célebre escultor Girardón, ha sido la primera mujer que tuvo el honor de pertenecer a la Academia de Bellas Artes de Francia; Sofía Cherson fue artista muy distinguida, pintó bellos e inumerables cuadros, siendo también excelente música y notable poetisa; Magdalena Bomapaz pintó flores e insectos, y entre las mil mujeres que brillaron en la escuela francesa, sobresalió Elisabeth Vi-gee Lebrun, que, dotada de los más precoces talentos, hizo a la edad de diez y seis años varios retratos para la corte.

En la escuela española han descollado Isabel Coello, Dorotea y Margarita, hijas de Juan de Suanes, marquesa de Aveiro, duquesa de Sarmiento, de Bejar, Mariana de Silva, Leopolda Gasó, Irene Fernández, y muchas que hoy existen, cuyos nombres no menciono por temor de cometer alguna omisión. En la alemana figuran con éxito Dorotea Wagner en el paisaje, Madame Thorbusch, que fue recibida en la Academia de París en 1767, y Angelina Kaufmann ensalzada por los poetas Klospstoch y Genner. En la inglesa recuerdo a María Beale, Ana Killigrero, Elena Williams, María Comvay, Clara Keyser, Catalina Pepyn y Gertrudis Velichy.

No os opongáis a que la mujer cultive las bellas artes; no aprisionéis su florida y fecunda fantasía; dejadla penetrar en museos, academias y pinacotecas sin hipócritas prohibiciones. El estudio del desnudo no hiere el pudor de quien contempla al ser humano con ojos de artista.

No, el arte no es impúdico; el arte es la encarnación del mundo espiritual en el mundo material, la forma sensible del pensamiento, la representación del ideal eterno, infinito e inmutable. El arte es sagrado, santo, porque es una religión; la religión que propaga lo bueno por medio de lo bello.





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