Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La fidalga (gran dama portuguesa)

Concepción Gimeno de Flaquer





No solo denominan fidalga, los portugueses a la hija del país nacida de preclara estirpe; conocemos en Lisboa varias extranjeras residentes en aquella corte, que no poseen ningún título nobiliario y sin embargo son apellidadas fidalgas.

Los portugueses, que siempre han brillado por la cortesía, hacen extensivo el epíteto de fidalga, que en rigor debía pertenecer exclusivamente a las damas de la nobleza portuguesa, a toda señora distinguida, extranjera o compatriota, que tiene aspecto de gran dama, y que demuestra hidalguía en sus acciones.

Para conocer a la señora comme il faut sin tener ningún antecedente de la clase a que pertenece, poseen los portugueses un instinto maravilloso; cuando ellos administran el bautismo de fidalguía, están bien convencidos de que el neófito no ha de apostatar. Efectivamente, ninguna señora de la alta clase media calificada de fidalga entre los portugueses, se ha hecho jamás indigna de tal distinción.

Entre las señoras extranjeras residentes en Lisboa se hallaba una dama española que, huyendo de su país por abandonar el teatro donde se habían representado sucesos tristísimos que abrieron profundas heridas en su corazón, buscaba bajo el diáfano cielo de Lisboa, lenitivo a su dolor, olvido a sus pesares. Aquella dama vivía en un suntuoso palacio en los alrededores de la corte portuguesa y nadie tenía acceso en él; retirada y oscurecida a pesar de ser joven, rica y bella, ni daba soirées, ni banquetes, ni ninguna fiesta. Parecía sorda a los rumores del mundo, parecía asfixiarse respirando atmósferas sociales y solo aspiraba con fruición las brisas de su jardín. Ningún escudo ostentaba su palacio, ni su carruaje; no obstante, el pueblo portugués la denominaba fidalga, y a causa de su luto, la fidalga preta1.

¿Qué méritos había contraído aquella señora encerrada en su inexpugnable castillo, para obtener las simpatías de los portugueses?

La juventud portuguesa, que siempre espera se abran los salones de los extranjeros para gozar de fiestas que rara vez dan los del país, ¿cómo le había perdonado a la española tal reclusión, tan prolongado luto? La española sin intentarlo se lo había hecho perdonar: nobles y plebeyos la querían. Y es que la susodicha señora, aunque no tomaba parte en las reuniones de los aristócratas, recorría las cabañas de los menesterosos y cuando alguna, pobre embarcación había perdido las amarras o se había roto alguna red, daba dinero a los marineros y pescadores para remediar la avería. Vestía a los niños pobres, resarcía a los labradores de la pérdida de la cosecha y propinaba medicamentos a los enfermos, pues poseía algunos conocimientos en la ciencia de curar. La fama de su caridad llegaba a todas partes; las alabanzas que los pobres le dedicaban encontraban eco bajo los artesonados techos de los ricos. Consagrada a la beneficencia, pasaba la vida entre las ínfimas clases sociales; los elegantes solo podían contemplarla en la iglesia, donde aparecía con la majestad de una reina. Era tan noble su arrogancia, tan delicadas sus maneras y exhalaba tan gran perfume de distinción, que causaba gran entusiasmo, ya por su gallardía, ya por su esbeltez y su andar rítmico. Los portugueses le habían hecho justicia al apellidarla fidalga, y nunca tuvieron que arrepentirse de haber incluido en la clase de las fidalgas a la dama española porque la fidalga preta era un tipo acabado de finura, sencillez y generosidad.

La fidalga o la aristócrata portuguesa, se distingue por todas estas cualidades:

La fidalga es modesta y desafectada, es digna sin ser altiva, se estima en mucho sin caer en el estúpido orgullo o la necia vanidad.

La fidalga es concentrada; para expansionarse necesita prolongados años de trato íntimo, y cuando tras muchas pruebas llega a la franqueza, es una franqueza limitada.

¿Forma la base de su carácter la desconfianza, nos preguntaréis tal vez? No, su reserva no es sistemática, es innata; como su seriedad, es ingénita y no calculada. La portuguesa es apática porque pesa sobre sí la influencia enervante del clima y a esa influencia atribuimos su poca actividad, su falta de iniciativa y su escasa animación.

La fidalga brilla por la finura de sus maneras, por su exquisita delicadeza, por la dulzura de carácter, por la ternura y sensibilidad y por los más piadosos sentimientos. Es devota sin alardear de ello, practica la caridad sin ruido ni ostentación. Las costumbres de la fidalga dentro del hogar son patriarcales: cuando recibe un criado, admite a toda su familia y lo protege contra la miseria. Hay fidalga que tiene treinta o cuarenta personas a su servicio, porque alberga en su casa a toda la parentela de sus sirvientes. Si se disminuye la fortuna de la fidalga, no creáis que lo hace sentir a su servidumbre: ella se privará de muchas cosas, pero no suprimirá un criado. Sus criados están adheridos a ella como la yedra a los muros de su jardín, son inamovibles cual los cimientos de su mansión señorial.

La fidalga no se distingue por ningún rasgo de originalidad, por nada característico o extraordinario. La moderna civilización a todos nos nivela y las mujeres cultas de un país, son semejantes a las de otro, como lo son los atavíos con que se engalanan todas las elegantes de nuestros días, vestidas por el patrón que impone la moda de París. Sin embargo, la fidalga es más ilustrada que la aristócrata española; la instrucción que se da a las portuguesas es más sólida y más vasta que la que recibimos las españolas. La fidalga recibe instrucción literaria, pictórica y musical; posee cuatro o cinco idiomas que habla a la perfección; sabe historia, matemáticas y geografía, más la fidalga es tímida y no exhibe sus conocimientos literarios ni pictóricos; muchas podrían publicar un libro o presentar un cuadro en la exposición, pero renuncian a esa gloria por modestia, y se concretan a hacer labores de adorno.

Portugal tiene esmaltadas las páginas de su historia con nombres de mujeres eminentes: no solo las fidalgas se han distinguido por sus méritos, en esa simpática nación, todas las clases sociales han dado su contingente de mujeres ilustres por la inteligencia, que es el mejor timbre nobiliario después de la virtud.

Entre las portuguesas eruditas, debemos consignar los nombres de Juana Micaela Machado, teóloga y matemática; Mariana de Abreu, gran retórica; la hija del doctor Carvallo, tan sabia como buena; Paula Vicente, notable políglota; Ignacia Javier, enciclopedista; Beatriz de Silva, científica; Antonia de Trinidade, que aventajó a todos sus condiscípulos en la Universidad de Coimbra, y las elegantes escritoras marquesa de Alorna, Rosa Soares, Violante de Ceo y otras muchas.

Portugal cuenta con mujeres muy valerosas: nadie desconoce los nombres de las ínclitas heroínas Margarita Numes; Bárbara Fernández, defensora del cerco de Din; Beatriz de Almeida; María, la defensora de Goa, y tantas otras que sería prolijo enumerar. No solo hemos de ocuparnos de las mujeres eruditas y de las heroínas: mujeres virtuosísimas dejaron en Portugal inextinguible y brillante estela de santidad. En los altares católicos se venera a Santa Isabel, esposa del rey don Dionisio, a santa Sancha, hija de Sancho I, y a santa Juana, hija de Alfonso V. También son conocidas por sus virtudes, la piadosa e ilustrada mujer de don Manuel; la infanta Beatriz, hija de Alfonso el Sabio; Blanca, hija de Alfonso III y la devota y discreta esposa de don Juan V.

Portugal puede vanagloriarse de sus princesas y sus reinas; las portuguesas tienen actualmente en María Pía de Saboya un buen modelo que imitar.

La reina de Portugal es una de las reinas más interesantes de Europa; su gran popularidad la debe a sus virtudes.

Cuando reinaba en Francia Enrique IV, decían los sabios de la época con referencia a su célebre Margarita: «Ver la corte sin ver a Margarita de Valois, es no haber visto ni la Francia ni la corte». Nosotros podemos decir respecto a la dignísima consorte de don Luis I: «Visitar Portugal sin conocer a María Pía de Saboya, es no haber visto lo mejor de Portugal». María Pía de Saboya deslumbra por los encantos del espíritu, cual Margarita de Valois, y le sobrepuja en virtudes.

Ángel de Caridad, apellidará la historia a María Pía cuando haga su apoteosis, porque esta reina es para los desgraciados la blanca aurora que rasga encapotados horizontes, el astro que ilumina las nebulosidades de la existencia.

En el alma de María Pía se albergan todas las virtudes: encanta como reina, entusiasma como madre y admira como esposa. Dedicada exclusivamente a los puros goces del hogar, y a la educación de sus hijos, divide su existencia entre el amor de su familia y la protección a los desventurados. Bajo su regio manto, cobija al indigente, al huérfano, al enfermo y al anciano. Ella tiene un bálsamo para cada herida, una gota de esencia para cada infortunio, un antídoto para todo dolor. Cuando se halla al lado del moribundo, se transfigura y adquiere el dulce aspecto de la esperanza, la fe o la piedad, suavizando los últimos momentos del agonizante. Médico de las almas, su persuasiva palabra convierte al impío, destruyendo con su célica mirada el escepticismo del mayor ateo.

Ella erige la caridad en sacerdocio, en religión; ella es un apóstol del bien que nos lo hace amar, un mensajero celestial encargado de inspirar la virtud.

Olvidada de sí misma para pensar en el desvalido, su paso por este mundo es una cadena no interrumpida de sacrificios y abnegaciones. La misión que se impone es una misión de paz y de amor. La madre de María Pía era una santa, y al volar al cielo debió difundir su alma en la de su hija, verificándose la trasmigración de que nos habla Pitágoras. Con el último beso le inoculó su madre todas sus virtudes.

¡Cuántas veces ha realizado este milagro el amor maternal!

María Pía heredó la santidad de María Adelaida.

En la ilustre hija de Víctor Manuel, se han perpetuado las bondades de la reina doña Mafalda.

La nieta de Carlos Alberto es digna de las glorias de su preclara estirpe. Hállase dotada de cualidades que la hacen muy superior; a la ternura de su corazón se une el valor proverbial en los príncipes de la casa de Saboya, su exquisita sensibilidad contrasta con una energía viril rara en el sexo a que pertenece, y su dulzura se amalgama con la noble altivez de su heroica progenie. Su corazón templado para la lucha, no vacila ante el peligro; los portugueses la han contemplado serena y tranquila acariciando a sus hijos, cuando las balas rompían los cristales de su palacio. Desafía la adversidad con la valentía de las antiguas heroínas. Aquella delicada figura seméjase moralmente a la enhiesta roca que el rayo no puede partir.

Hija de un pueblo artista, es natural que ame lo bello; el tiempo que sus sagrados deberes le dejan libre, lo consagra a cultivar el arte que Fidias, Praxíteles y Canova inmortalizaron.

Respirando la inspiración en las brisas de Italia y teniendo constantemente a la vista los modelos de la belleza, se grabaron en su fantasía imágenes poéticas que traslada al mármol fácilmente.

Ya que hemos perfilado su alma, hagamos un ligero boceto de su belleza física.

La belleza de esta reina no depende de la corrección de facciones ni de la pureza de las líneas del semblante, porque tiene un origen más elevado. La belleza de María Pía consiste en los reflejos que le presta la pureza de su alma, y en los resplandores de la inteligencia que iluminan su rostro dándole una expresión llena de gracia y movimiento. Es una belleza que tal vez no comprenderán los seres vulgares, pero que seduce a las almas superiores. La majestuosa figura de la reina es elegante y esbelta: sus dorados cabellos le forman una aureola, su mirada es profunda y tierna, su sonrisa es dulce e ingenua, y su expresión meditabunda. El ángel de la melancolía extendió las alas sobre su frente imprimiendo en ella un tinte de tristeza que le presta gran encanto.

María Pía de Saboya es sentimental y reflexiva, semejase a la Haydée de Lord Byron, aquella poética mujer tan dulce y melancólica que parece que sufre la nostalgia de un mundo mejor, aquella sublime mujer que vive soñando la perfección más ideal.

María Pía de Saboya es venerada por muchas virtudes, pero lo que más la distingue es su gran corazón de madre, como lo prueba el hecho que vamos a referir. El día 2 de octubre de 1873 hallábase la familia real tomando baños en Cascaes; la reina, que tiene gran simpatía por el mar, se dirigió a Mexilhoeira acompañada de sus dos hijos, y se acercó a la orilla del océano. El mar estaba muy agitado aquel día, pero la hija de Víctor Manuel, que es muy intrépida, no dio importancia al temporal y siguió paseando por las márgenes del Atlántico. Cuando más distraídos se encontraban todos, una ola estalló a los pies de los dos príncipes, arrastrándoles velozmente y envolviéndolos en sus espumas; ver esto la reina y arrojarse tras ellos fue obra de un segundo: allí luchó con las olas que le arrebataban sus amados hijos, y los tres hubiesen sucumbido, si los gritos de terror que lanzaron algunas damas de la comitiva regia, no hubiesen atraído a algunos marineros que arrojándose precipitadamente al mar pudieron salvar a la reina y los príncipes.

Este rasgo digno del heroísmo de una madre espartana conmovió extraordinariamente a las portuguesas, y desde entonces, todas las madres han alzado en su corazón un altar a la reina María Pía, porque dicha señora representa el más alto ideal del amor materno.

Si todas las reinas se pareciesen a la de Portugal, no habría en el mundo un republicano. Si el secreto de no envejecer consiste en inspirar un amor inextinguible, si: On est jeune tant qu'on aime, la reina María Pía disfrutará eterna juventud, porque esta reina impera en todos los corazones por medio del amor.

La reina de Portugal tiene una brillante corte de damas distinguidas, pues las fidalgas no reciben educación vulgar. Con las menos ilustradas se puede sostener una conversación seria porque hasta las menos ilustradas sabrán hablaros de la historia de su nación y de Los lusiadas, el inspirado poema épico, la gran epopeya del inmortal Camõens.

Convertida en poética leyenda, oímos referir a las portuguesas la triste historia de la desgraciada Inés de Castro. Hay ciertos lugares en los cuales todavía creen encontrar huellas de las lágrimas de Inés, oír el eco de sus sollozos, y ver el suelo enrojecido por la sangre de aquella mártir, víctima de la crueldad de Alfonso IV, padre del enamorado primo de Inés, llamado Pedro I de Portugal, aquel famoso rey, que en el siglo XIV en unión de Pedro de Aragón y Pedro de Castilla, contribuyó a dar a su época el renombre de época de los tres Pedros.

Pedro I, el nieto de Don Dionisio, se casó en secreto con la hermosa Inés de Castro, que fue asesinada por orden de los ministros de Alfonso IV. Pedro, traspasado de dolor por la muerte de su amada, se rebeló contra su mismo padre, lo cual originó sangrientas guerras. Celebrada la paz, prometió perdonar a los que habían dispuesto la cruel muerte de Inés: mas apenas subió al trono, les hizo arrancar el corazón en su presencia.

El hijo de Alfonso IV rehabilitó a su amada, preparándole una brillante apoteosis. Declaró su matrimonio, legitimó a sus hijos, desenterró el cadáver de Inés y lo engalanó con regio manto y corona, colocándolo en el trono de los reyes de Portugal y verificando un besamanos solemnísimo.

La nobleza, el clero, las autoridades, los representantes de las ciencias, las artes y las letras, tuvieron que rendir homenaje al cadáver de Inés.

Todos cuantos formaban aquella extraña asamblea se hallaban conmovidos ante el inmenso amor de Pedro I, que robaba a la muerte sus despojos para engalanarlos con la púrpura real.

Acabado el luctuoso besamanos, se trasladó el cadáver de Inés al monasterio de Alcobaça, y durante el trayecto de Coimbra a Alcobaça (85 kilómetros) caminó siempre el fúnebre cortejo entre dos hileras de blandones encendidos, empuñados por millares de hombres. En esa jornada los días no tuvieron noches. Llegados al monasterio de Alcobaça. Pedro I subió a un trono colocando a su amada en él, e hizo repetir la ceremonia del besamanos. Satisfecha su venganza y su amor colocó a Inés en el soberbio mausoleo donde él había de reposar más tarde.

La coronación de Inés de Castro ha dado asunto para multitud de dramas y novelas con el título de: Reinar después de la muerte.

Los amores desgraciados inspiran gran interés a las mujeres; por eso las portuguesas, a pesar de no tener imaginación exaltada, rinden gran culto a los ilustres manes de Pedro e Inés, como lo rinden las aragonesas a «los amantes de Teruel», las veronesas a Julieta y Romeo, y las parisienses a Eloísa y Abelardo, cuyo túmulo es el más adornado entre los muchísimos cenotafios célebres que encierra el cementerio du Père Lachaise.





Indice