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Carta sobre el modo que tal vez convendría a las Cortes seguir en el examen de los objetos que conducen a su fin, y dictamen sobre ellos


Valentín de Foronda




Advertencia

Estos apuntes sobre la Constitución se basan en Cartas desde principios de agosto y no se han impreso hasta ahora porque los vistos de la Aduana de impresiones, aunque conocieron que las luces que se pretendía introducir eran sanas y justas, no las encontraron en el arancel de entrada y de libre comercio.





Lisboa, julio 29 de 1810

Permítame, Vuestra Merced, amigo mío, que le exponga la marcha que deben tener las Cortes, o el intérprete de la voluntad general, como yo las llamaría.

Un célebre publicista comienza su obra diciendo: «Se me preguntará si soy Príncipe o Legislador para escribir sobre política; y yo responderé que no, y que por esto escribo sobre ella, pues si fuera Príncipe o Legislador no perdería mi tiempo en decir lo que es menester hacer: Yo lo haría y callaría». Si alguno preguntase a Vuestra Merced si soy algún Vocal de la Asamblea augusta de Cortes, respóndale que no, y que por esto escribo, pues si lo fuese no perdería el tiempo en hacer cartas, sino hablaría en la Junta general.

Supongamos que llega el día en que se va a abrir el Templo de la Concordia social, en que toma su asiento el Pueblo mediante sus Representantes, ¿cuál será lo primero que se debe examinar... si los que se presentan como Diputados lo son en realidad? ¿Cuál será lo segundo?... Si sus poderes están en regla o no... ¿Cómo se conocerá lo primero? Escudriñando, si el Pueblo los ha elegido, pues si son obra de alguna facción de él será nula la elección... ¿Cómo se examinará lo segundo?... Observando si los poderes son limitados o amplios; pues si fueron limitados serán inadmisibles, como lo tengo probado en mi carta del 19, por cuanto es abrogarse los Pueblos separados la Soberanía, no siendo sino una fracción de ella, y que, por tanto, no pueden hacer Leyes constitucionales.

Dados estos pasos se declara la Nación en Cortes, esto es, reunido el Soberano, que se compondrá de los individuos hábiles que se encuentren, pues no hay razón de que interrumpa la Nación su carrera, porque todos los Diputados que se presenten no estén en regla.

Como el Soberano no debe considerarse tal hasta que se halle proclamado, me parece que el examen de los poderes corresponde a la Regencia, pues debe haber un Juez, y como el Soberano no es Soberano hasta que lo sea, nada puede resolver.

Desde el momento en que se proclama el Soberano cesan las funciones de la Regencia, pues donde se encuentra el Representado finalizan las del Representante. Estos intervalos, dice un publicista, en que el Príncipe (entiende bajo de esta palabra el hombre o cuerpo encargado del Poder Ejecutivo) reconoce o debe reconocer un superior actual lo han aterrado siempre y en todos los tiempos se han mirado con horror por los Jefes las Asambleas del Pueblo, que son la Égida del cuerpo político y el freno del Gobierno. Así no perdonan jamás ni diligencias ni objeciones, ni dificultades ni promesas, para repeler de ellas a los ciudadanos que si son avaros, desidiosos, pusilánimes, que aman más el reposo que la libertad, no resisten mucho tiempo a los redoblados esfuerzos del Gobierno.

Proclamado el Soberano, el primer Decreto me parece debe ser la suspensión de las Leyes para que se sepa que no puede haber sino las que deben las Cortes. Igualmente se suspenderán todos los empleados. Después que se hayan publicado estos Decretos y de que sepan los ciudadanos que no hay otro poder, sino el que dimana del Soberano, volverán las cosas interinamente a su antiguo pie a las tres horas por otros Decretos; bien entendido, que por el mismo acto de retomar los Empleos se supondrá un juramento tácito de que no conocen otro Soberano (no hay que equivocar esta voz con la de Rey) que la colección de los Pueblos representados por sus Diputados.

Antes de entrar en el examen de las cosas es preciso adoptar la regla que ha de servir para que sean conocidas y obedecidas las resoluciones del cuerpo constitucional.

En la carta que escribí a Vuestra Merced el 24, traté este asunto y le decía, como no se resolvería nada, si se pretendiera que toda resolución fuese unánime, es menester contentarse con la pluralidad. Mas como toda resolución, cuanto más se aproxime a la unidad lleva consigo el carácter de la voluntad general, y como puede ser equívoca ésta, cuando sólo un voto o dos rompen el equilibrio de las revoluciones, me parece que se podría formar un metro que las arreglase según su calidad y carácter. Creo, pues, que toda resolución que se propone una Ley constitucional para que lo sea bastará la diferencia de un solo voto de la Asamblea constitucional más ocho décimos de los votos de los Pueblos a quienes se deberá enviar la Constitución para que se ciñan tan sólo a aprobarla o desaprobarla en globo... Ahora añado, no como autoridad, sino como axioma de los derechos del Pueblo, lo que decían los Decemviros a los Romanos: Nada de lo que os proponemos puede reputarse como Ley sin vuestro consentimiento. Romanos, sed vosotros mismos los autores de las Leyes, que deben labrar vuestra felicidad.

Esto me parece que sólo si entiende de las Leyes constitucionales, más las que hará el cuerpo que hasta este momento he llamado Legislativo, no debiéndose llamar, a mi parecer, sino el aplicador de las Leyes constitucionales, no requieren esta circunstancia, la que entorpecería el curso de las providencias benéficas.

Pero lo que concierne a las resoluciones del cuerpo legislativo, me parece que en los negocios, en que es preciso tomar un partido pronto, bastará un voto, supuesto que no dan lugar a discutirse. En los de una regular importancia seis décimos, en los que se proponen Leyes siete décimos, en los de mudanzas de puntos constitucionales ocho décimos, más otros ocho décimos de los Pueblos... Por consiguiente, en el cuerpo legislativo bastarán cincuenta y un votos para el primer caso, setenta para el segundo, setenta para el tercero, y ochenta para el cuarto.

Arreglado el metro con que se han de medir las resoluciones debe reconocerse la inviolabilidad de los Representantes, por lo que mira a sus opiniones expresadas de palabra o por escrito sean las que fueren, pues sin este desahogo no se podrían atacar los errores a viva fuerza.

Se declarará también su inviolabilidad por lo respectivo a los delitos sociales, a excepción del homicidio pensado, del robo a lo salteador, de un incendio premeditado y de una conjuración para destruir la Soberanía. En estos casos podrá arrestarlos el Poder Ejecutivo y entregarlos dentro de una hora al Tribunal destinado para este objeto, el cual decidirá de su crimen y se necesitarán dos tercios de los votantes para declararlos delincuentes.

No es cosa de fastidiar a Vuestra Merced haciendo una pesada disertación sobre este asunto. Vuestra Merced que se halla versado en las materias del Derecho político no habría dejado de hacer alto, si hubiera dicho, que el Soberano juzgase a los Diputados. Confieso a Vuestra Merced francamente, que por un tris no he hecho este renuncio, pero felizmente he recogido la baza antes de cubrirla, pues ya había faltado como notará Vuestra Merced por la borradura que he hecho, mas por fortuna me he recordado que al Soberano sólo toca hacer Leyes constitucionales, y al Poder Judiciario (si no, se quiere trocar los frenos) examinar si se falta o no a la Ley. Por consiguiente, es de su incumbencia juzgar a los Diputados delincuentes, pues las funciones del Soberano se reducen a determinar los objetos generales y no los individuales.

Ya sabe Vuestra Merced que sólo resultará la confusión, la obscuridad, un caos de las controversias constitucionales, sino se incita la Lógica de los Algebristas, que de la Perogrullada, que dos es igual a dos se van remontando con una simplicidad prodigiosa a verdades muy enredosas, muy enmarañadas procediendo, siempre de lo conocido a lo desconocido, cuando lo incógnito está envuelto en lo conocido. Así creo que las Cortes deben seguir esta marcha, por cuyo medio la grande obra de la Constitución será fácil, particularmente con el auxilio de lo mucho, muchísimo, que se ha escrito en los treinta años últimos sobre esta materia. ¡Quien tuviera a mano estos almacenes inmensos de la felicidad humana para hacer extractos en beneficio de mi Patria; mas estoy destituido de semejante recurso, y la tranquilidad, a lo que se junta el sobresalto de si serán mal recibidas mis ideas; sin embargo de que sólo se proponen el bien de mis Conciudadanos; mas tal vez me sucederá lo que a un Ciudadano imperito, que corta con la mejor intención del mundo lo que no debería cortar.

No hay que confundir, caro amigo, las Leyes constitucionales con las civiles, criminales, mercantiles; cuenta con hacer este embrollo del cual resultaría un batiburrillo, una pócima indigesta, que destruiría la felicidad nacional.

Las Leyes constitucionales, que es de lo que se debe tratar en Cortes, considero como los siete colores primitivos, que descubrió el gran Newton mediante el prisma, y así como las medias tintas están sujetas a ellos, pues no son a la verdad sino una degradación del mismo color. Así las Leyes civiles y criminales no son sino las medias tintas de las Leyes constitucionales a que es menester referirse siempre y girar en torno de ellas como Júpiter y Saturno lo hacen alrededor del Sol.

El objeto de las Cortes es la felicidad de los Españoles; pero esta depende de la reunión de varias cosas que están ligadas entre sí, y que faltando una de ellas ya no se lograra lo que se desea.

El que quiera delinear con orden un Palacio no comenzará delineando en un cartón separado el tercer suelo, después el cimiento, luego el tejado, etcétera, etcétera, y mucho menos reunirá todos sus planes, sin reflexión, sin orden; pues podría resultar que el tejado fuera el apoyo del tercer suelo y éste de los cimientos, lo que sería un aborto, un monstruo, si no principiara por los cimientos, y seguirá hasta el remate. Lo mismo parece que deben hacer las Cortes.

¿Cuáles son, pues, los cimientos de la felicidad pública?

Los derechos de seguridad, propiedad, igualdad y libertad.

Luego deberá comenzar estableciéndolos como la base del templo de la concordia patriótica.

¿Qué es lo primero que solicita el hombre?... Su seguridad, la cual se cifra en que no pueda haber fuerza ninguna, que le oprima por ningún título, ni que jamás pueda ser víctima del capricho o del rencor del que gobierna.

Corolarios del derecho de seguridad:

Luego al punto que se establezca dicho principio no se podrá meter a un Ciudadano en una prisión, sin que lo indique la Ley, sin que haya prueba de su crimen. Será preciso también que no se pueda aprisionar a nadie, y que para poder esto facer, el carcelero ciertamente cada qual que les adjuren presos develos recibir por escrito escribien el nome de cada uno de ellos, á el lugar, do fue, é la razon por que fue preso, é el dia, é el mes, é la Era en que lo recibe, é por cuyo mandado.

Tampoco podrán repetirse los ejemplos arbitrarios tiránicos del Conde de Floridablanca, a quien encerraron en el Castillo de Pamplona, del ilustrado Jovellanos, que metieron en una Cartuja, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera. Tampoco podrían los Ministros, los Togados, los Gobernadores políticos de las Plazas despreciar las quejas de los Ciudadanos, ni apoyar, ni proteger a los Escribanos, a los Alguaciles, que los atropellan, ni llenarlos de sin sabores, ni obligarlos a que se sujeten a sus caprichos y arbitrariedades.

Tampoco se podría encadenar al Ciudadano como a un tigre, enterrarle en sepulcros llamados calabozos o inundados de ratas, de insectos asquerosos, llenos de humedad y de un aire pestífero, ni pasarles con cruel cadena a las noches entre los grillos para que duerman a pierna suelta los Carceleros a expensas de unos infelices, que tal vez no son criminales. Tampoco se conocerán aquellos bárbaros cepos en que se meten las piernas, cabezas con una frescura como si regalasen al supliciado una fuente de huevos moles. También es incompatible con el derecho de seguridad el tormento, y el querer descubrir cosas a favor del aumento de prisiones y de calabozos horrorosos.

La seguridad personal exige igualmente que los procesos no se hagan en las tinieblas, que todo sea público; que los acusadores, los testigos comparezcan en presencia del acusado, que se le juzgue en cierto término que absuelto del delito no se le pueda perseguir por el mismo y que se señale ciertos años de proscripción a los daños, según su naturaleza.

Es también la jurisdicción del derecho de Seguridad el no poder desterrar a un Ciudadano de su Patria, que cuando se trata de escudriñar los papeles del acusado no se examinen sino los que tienen relación con el objeto y que no entre la Justicia en las Casas por la noche a menos de que haya una razón muy grande, la cual estará asignada por la Ley.

Como la Sociedad debe cuidar de la seguridad personal; el Templo de la Justicia debe estar perennemente abierto y se debe administrar gratis al Ciudadano la Justicia. De ningún modo debe empobrecer al Ciudadano la persecución de los que violan sus derechos. Toda la comunidad y no un Pueblo particular debe cargar con los gastos procesales en la prosecución de los crímenes. El denunciador de un delito no deberá jamás salir gravado, pues es o no real la denuncia, si lo es y se le deben dar gracias y premio por su celo, y en defecto con severidad.

Sí, amigo, todo lo insinuado es inseparable del sagrado derecho de seguridad, el cual, habiendo sido afianzado, pretende el hombre gozar del derecho de propiedad como que es una prerrogativa concedida al hombre por el Autor de la naturaleza de ser dueño de su persona, de su industria, de sus talentos y de sus bienes y riquezas.

Corolarios del derecho de propiedad:

Si el Ciudadano es dueño de su persona podrá dejar un país y elegir otro siempre que le convenga; mas, como ha gozado de todas las ventajas de aquél en que se hallan, dictan la igualdad de los contratos, que no pueda hacerlo, si está en guerra, y se necesita de su persona, en cuyo caso no será lícito deje la Sociedad, y deberá esperar a que pase la necesidad.

Si es dueño de su industria y de sus talentos, nadie podrá impedirle trabajar en lo que le convenga. Luego, las Maestranzas gremiales, las patentes de examen, la restricción de tener tantos años de aprendizaje para trabajar de su cuenta serán exterminadas.

Luego todo el mundo podrá poner un telar a su gusto, y no del gremio; emplear las cardas que quisiere, dar a la estofa veinte, treinta o cincuenta golpes de batán; emplear hilado gordo o delgado, darle la anchura que le conviniere, prensarla o no prensarla, etcétera, etcétera. Lo mismo se debe entender de los demás oficios, so pena de ofender el derecho de propiedad.

Si soy dueño de mis bienes no se me podrá privar de ellos, más como el hombre cuando entra en sociedad debe hacer aquellos sacrificios, que obligan a todos indistintamente para la felicidad general, que es a lo que aspira todo individuo, si mira la cuestión bajo de su verdadero punto de vista, quiero decir, cuando se desprende del interés individual, deberá ceder la sociedad, sus tierras, sus casas, siempre que sea necesario, y me parece que se le deberá pagar no sólo el valor real, sino una parte más, lo que es pequeño sacrificio para la comunidad, consiguiéndose por este medio compensar al particular el desprendimiento involuntario de la alhaja.

Los bienes no son un crimen; el crimen es el que se persigue; así me parece que no deben confiscarse a menos de que se trate de deudas o de pagar alguna multa. Tras en este ceso no se deberán confiscar sino el importe o el doble de ellas, so pena de vulnerar el derecho de propiedad: no hay que perderlo de vista. Según el mismo derecho no se deben imponer más contribuciones que las que exigen las necesidades del Estado. A todos se les debe cargar en razón de sus haberes, y si todos se les debe dar satisfacción de su uso presentando anualmente al Público un Estado de la receta, de los efectos cargados, y de su distribución. Vuelvo a repetir que cada otro debe pagar su cuota proporcionada a sus haberes, más nada más porque mis bienes son míos; así la suciedad no puede tocarlos, como míos, sino en cuanto deben seguir las reglas generales de contribuciones: nada individual, todo general... todo igual.

Establecidos los derechos de seguridad y propiedad se establecerá el de igualdad, que no sólo nos lo enseña la Naturaleza; mas también mi consolante Religión Católica. Los Hombres no nacen desiguales sino físicamente, mas no moralmente; con que me parece que las Cortes deben declarar el derecho del hambre en sociedad o que se reduce a repartir igualmente entre todos los asociados tanto las ventajas como los gravámenes.

Corolarios del derecho de igualdad:

Si se declara este derecho no puede haber Nobleza hereditaria, pues no deberá haber otra distinción entre los hombres, que la que adquieran por sus talentos, por sus virtudes cívicas.

En la carta del 25 probé a Vuestra Merced esto extendidamente; en ella convengo con los que mezclan las cosas divinas con las terrenas en que haya Arcángeles, Querubines; mas no que haya Querubinazgos, Serafinazgos, e insinúo, que así como San Francisco está en el Cielo, y no sus hijos, sino lo han merecido, suceda lo mismo en lo relativo a la Nobleza.

No hay que confundir, amigo mío, el sentido de las voces igualdad de derechos; no hay que confundir las ideas; no hay que alegar que las riquezas, los talentos establecen una desigualdad indefectible. Yo sólo hablo de la igualdad de los derechos sociales en virtud de los cuales, el Hombre tiene derecho a todos los honores, a todas las prerrogativas sin consultar pergaminos viejos, sin consultar genealogías o por las que seguramente probarían que descienden de Adán.

Si se establece el derecho de igualdad no podrá haber Señores de Lugares con derecho de nombrar Corregidores, Justicias, Señores de Vasallos, Señores de Horca y Cuchillo, etcétera; ni tampoco se necesitará para ciertas profesiones literarias, científicas, para ser Cirujano, Médico, sino examinar, si es a propósito para el objeto, y no si tiene sangre verde o colorada, pues no pende de ella, sino de la aplicación y talentos el ser experto, útil, que es lo que necesita la Sociedad.

Ya tenemos los cimientos de las tres esquinas del Templo social, pasemos a la cuarta, que es el derecho de Libertad, por el que entiendo la facultad de usar uno como quiera de los bienes adquiridos, y de hacer todo aquello, que no vulnere la seguridad, la propiedad, la igualdad y la libertad, a que tienen derecho sus conciudadanos.

Corolarios del derecho de Libertad:

Si puedo hacer el uso que quiera de mis riquezas adquiridas; si, como dice nuestro adagio, cada uno puede hacer de su capa un sayo; si soy dueño de mi dinero podré enterrarlo, como se hace en el Indostam, podré echarlo por la ventana, podré regalarlo; así el Gobierno no deberá mezclarse en el uso, que haga de él. Si soy dueño absoluto de mis bienes podré emplear mis tierras en plantar nabos y no trigo, villas y no moreras, alcornoques, ciruelos, naranjos, y no perales; podré dejar pacer en ellas a los burros y machos, y no a los caballos1.

Me he inclinado en la nota que no haya burros ni machos. ¿Quiere Vuestra Merced saber el motivo?... Pues se lo diré: Me parece que esta casta de animales no deja crecer el árbol de la vida social, que es la libertad de escribir, y, por consiguiente, no se pueden recoger sus preciosísimos frutos, cuyo alimento robustece, vigoriza, enriquece y hace feliz a los Estados. En el tiempo del despotismo, ahora 20 años, tuve la indiscreta temeridad de publicar una disertación sobre lo beneficiosa que era dicha libertad. A últimos de diciembre y principios de enero publicó un discurso soberbio el periódico Voto de la Nación sobre este asunto; y otro el Canónigo de Sevilla Morales, en que está tratada esta materia magistralmente. Así suplico a Vuestra Merced los lea y relea, ciñéndome a exponerle, que la libertad de la imprenta, la considero como inseparable del derecho de libertad, y como el único antemural del poder arbitrario.

En virtud del derecho de libertad, podré venir mis frutos, donde quiera, y adonde quiera, y se deberá dejarlos correr como las aguas a que no se ponen diques. Podré establecer un molino de harina o un trujal sin ser forzado a acudir a los del Señor del Lugar.

Los Comerciantes podrán dar el giro a sus caudales, a los frutos que compren al Labrador, según sus convenios mutuos, y no sobre tarifas. Sus negocios no necesitarán de tantas, tantísimas aprobaciones, aduanas, exámenes, firmas, sellos, etcétera, para despachar sus Barcos, y no se les obligará a dar pasos molestos, largos, dispendiosos, etcétera, etcétera. En una palabra, todo el código de las Leyes se cifra en conservar, las cuatro bases indicadas: seguridad, propiedad, igualdad y libertad, como los diez mandamientos en servir y amar a Dios.

Todos los que se reúnen en sociedad, etcétera, no pueden solicitar moralmente sino que no se les prive de dichos principios, ¿los cumplo? Sí... Con que nadie tiene que pedirme nada; con que todos quedarán contentos; con que las Leyes constitucionales, que no se proponen sino complacer a todos, habrán llenado su objeto.

Me queda todavía un objeto de mucha importancia, que es el Gobierno que debemos adoptar.

Ya ve Vuesa Merced que en el mismo hecho de proponer la cuestión supongo que los españoles somos libres de elegir Gobierno que más nos cuadre, y que el Soberano, esto es, el Pueblo reunido en Cortes puede hacer Reyes o quitarlos. Yo tal vez desatinaré, pero creo que no desatino cuando digo que las proposiciones insinuadas son axiomas, pues el pueblo es el verdadero Soberano o lo es un descendiente de la familia de Borbón. Si éste lo es, las Cortes son nulas, las Cortes no le podrán imponer Leyes porque el súbdito no puede imponerlas al superior. Luego si Fernando cede la España, una parte de ella, ya que es suya, deberemos obedecerle; pero si el Pueblo es legítimo Soberano, de lo que estoy reconvencido, él deberá escoger qué especie de Gobierno quiere.

No es cosa de meterme a explicar las ventajas e inconvenientes de los Gobiernos Democráticos, lo que me sería muy fácil, pues no tendría sino copiar lo que ha dicho un autor sobre este asunto, y en atención a lo que dice del Monárquico lo elegiría: así lo explica.

En los otros Gobiernos un ente colectivo representa un individuo; en éste un individuo representa en ente colectivo de modo que la unidad moral que constituye el Príncipe (ya he explicado esta voz en la entrada de la carta) es al mismo tiempo una unidad física en la cual todas las facultades que la Ley reúne en el otro con tanto esfuerzo se encuentran naturalmente reunidas. Así la voluntad del Príncipe, la fuerza pública del Estado y la fuerza particular del Gobierno, todo corresponde al mismo móvil. Todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo camina al mismo fin. No hay movimientos opuestos que se destruyen mutuamente, y no se puede imaginar ninguna suerte de Constitución en la cual un esfuerzo menor produzca una acción más considerable. Arquímedes sentado tranquilamente en la rivera sacando a tierra sin trabajo un navío me representa un Monarca hábil gobernando desde su gabinete sus bastos dominios, y haciéndolo todo mover pareciendo inmóvil.

Elegido el Gobierno Monárquico se debe pasar a elegir el Monarca, y yo creo que todos pensamos uniformemente en elegir a Fernando, el amado, y sus descendientes para nuestros Reyes.

El Monarca estará encargado del Poder Ejecutivo, y dará todos los empleos; pero creo, que no debe mandar sino aquel número de bayonetas, que se requiere para hacer ejecutar las Leyes; creo (acaso me equivocaré con las mejores intenciones del mundo) que los Ejércitos deben estar bajo de una Juntilla nombrada anualmente por el cuerpo aplicador de las leyes constitucionales; pues si se reúnen las gracias y las bayonetas en una mano, durará la Constitución y las Leyes lo que quiera el que tenga fuerza.

No hay que perder de vista que la fuerza militar es una Deidad, que todo lo arrastra; que las tropas de los Strelis en Rusia y la de los Genízaros en Constantinopla han dictado frecuentemente. Leyes injustas, caprichosas, y que las Legiones Romanas no sólo pusieron el Imperio en estado de aniquilarse sino que vendieron también la libertad de sus compatriotas. Será, pues, preciso encadenar una Deidad tan funesta.

El Rey debe ser inviolable, pero un Rey no es un déspota. No es un Rey sólo para gozar de los placeres y hacer lo que se le antoje, sino para labrar la dicha de sus súbditos. Luego un Rey debe dirigirse por aquellos principios de justicia capaces de producir la felicidad nacional; luego deberá estar sujeto a Leyes; luego las Cortes deberán imponérselas, mas yo no se las impondría tan severas como aquélla que impusieron a Malicorne en su instalación al trono de Escocia. Un Señor le presenta la patente de sus privilegios suplicándole su confirmación, el Rey la coge y la despedaza. El Señor se queja al Parlamento, que manda al Rey, que sentado sobre el trono debe en presencia de toda la Corte recoger con hilo y aguja la patente del Señor.

No, no, amigo, no sería tan severo con los monarcas; pero les sujetaría a la fórmula con que en Aragón se les hacía Reyes: Nos, que somos tanto como vos, os hacemos nuestro Rey y Señor, con tal que conservéis nuestros fueros, pero si no, no...

Los que han perdido la elasticidad de su corazón con el despotismo no pueden menos de rebosar de alegría al repetir: Nos, que somos tanto como vos...; y el final: pero si no, no...

Yo me admiro de que los que han escrito sobre el sublime del lenguaje no hayan escogido estos dos ejemplos.

Para conservar los cuatro principios que he sentado como los sostenedores de la felicidad española se requieren fuerzas. Así debe haber, mientras se tranquiliza la Europa, un ejército respetable. Todos los jóvenes se alistarán en la milicia desde dieciocho años hasta veintiséis inclusive, y estarán prontos a volar donde les llame la necesidad de la Patria.

Me parece que éstos son los puntos principales, a que deben ceñirse las Cortes establecieren. Si se establecieren todo iría a maravilla, pero si retoña el despotismo anterior en el Gobierno de Fernando Séptimo el amado, todo está perdido.

Por fin se delineará el plan que debe regir tal cuerpo aplicador de las Leyes constitucionales, el cual no podrá separarse en sus Leyes civiles, criminales, mercantiles de la Constitución, y se dispondrá que haya un cuerpo judiciario, a fin de que los Poderes Legislativo, Judiciario, y Ejecutivo estén separados. Desde luego se percibe que a estos tres poderes deberá decir la junta constitucional como Dios al Mar, no pasaréis de aquí; pues si cada poder se ciñe a sus verdaderos límites, todo irá bien; pero si el Poder Ejecutivo se reúne al Legislativo será impotente el Judiciario; lo misino si el Judiciario se asocia al Legislativo. En una palabra, si en vez de forcejar cada poder hacia un centro, y que haya una fuerza capaz de mantener todos tres poderes en equilibrio se arrima uno de ellos a otro, ya no habrá orden, la confusión entrará en su lugar, y así como los Planetas en rotación se mantienen sólo porque la fuerza centrífuga se contrabalancea con la centrípeta; pues de lo contrario se escaparían por esos mundos de Dios. Así, los tres poderes indicados, si perdiera cada uno la igualdad de su fuerza centrípeta, y obedeciendo sólo a la centrífuga se escaparían también por la tangente, e irían a parar al Planeta del despotismo, esto es, al de la pobreza, al de la miseria, al del menosprecio, al del envilecimiento nacional.

Es preciso arreglar el modo de hacer las elecciones, y sus épocas, las cualidades de edad, de años de vecindario, de moralidad, etcétera, que deben concurrir en los elegibles, el sueldo, que han de disfrutar, y la época anual de su reunión en el Congreso sin necesidad de una convocatoria.

Es necesario resolver, si en el cuerpo aplicador de las Leyes ha de haber o no dos Cámaras, una de jóvenes y otra de ancianos. Se determinará sus obligaciones, y prerrogativas, y se fijarán las circunstancias que deben tener las actas de dicho cuerpo, que me parece se reducen a que una proposición sea aceptada tres veces por la Cámara de los proponedores, que será la de los jóvenes, y otras tantas por los aprobadores, que será la de los ancianos, mediando tres días de lectura a lectura a metros de que haya urgencia, la que no puede esperar dilaciones. Se entiende que los aprobadores sólo se han de ceñir a aprobar, o desaprobar sin mezclarse en correcciones, en adicciones; pues si las hicieran serían los verdaderos Legisladores no debiendo ser sino una parte de ellos.

Además de las aprobaciones indicadas, la acta no será Ley hasta que tenga la Sanción del Rey (pues he dicho que el Gobierno me parece debe ser Monárquico) bien entendido, que su derecho se ceñirá sólo a aprobarla o devolverla antes de quince días en caso de desaprobación para que se examine de nuevo, lo cual verificado si siete séptimos de las dos Cámaras se confirman en su dictamen será Ley, y lo mismo si permaneciere la acta en su poder quince días, sin haberla devuelto.

Si el Asunto es urgentísimo deberá aprobarse o desaprobarse dentro de ocho horas, y así como dijimos al principio, que en éstos bastaría la sola pluralidad de un voto para las resoluciones, se seguirá la misma regla en el nuevo examen si devolviese la acta desaprobada. Todos estos puntos son fáciles de decidir, consultando lo que han hecho los Ingleses, los Estados Unidos y los Franceses.

Vuestra Merced observará que le he embocado los apuntes de la Constitución, que imprimí en Philadelphia, pero que están expuestos más metódicamente, porque entonces sólo me ocupé apresuradamente de las cosas, y ahora no he tenido (a reserva del aumento de algún punto que otro) más trabajo que el colocarlas con más orden, y de modo que se vea que mis proposiciones se van eslabonando desde el principio hasta el fin habiéndome propuesto el orden analítico, en vez del sintético en que no se puede asentar una cosa sin que esté aprobada aquélla en que se apoya.

Me temo que algunos sacarán de sus quicios mis cuatro principios y que deducirán de ellos consecuencias siniestras. Es indubitable que son verdaderos y fecundos en resultados benéficos. Es cierto que producen en la política unos efectos tan seguros para curar los males sociales como la buena quina para cortar las fiebres intermitentes; pero es menester saberlos emplear con el tino que un buen Médico emplea dicho febrífugo, y al cuerpo aplicador de las leyes que seguirá a las Cortes corresponde este cuidado.

Si los hombres, según decía Fontenele, no pueden en cualquiera género que sea, conseguir alguna cosa que sea razonable, sino después de haber agotado en este mismo género todas las necedades imaginables, mis disparates podrán servir de alguna utilidad a mis Conciudadanos, que huirán de ellos, como los navegantes de un escollo en que se ha estrellado otro barco; así no tengo inconveniente que publique esta carta, si no es un crimen exponer uno sus opiniones sin la fatua y empalagosa satisfacción de persuadirse de que son verdades geométricas.

Ya ve Vuestra Merced mis ideas; deme Vuestra Merced ahora las Suyas, y disponga con total libertad de su afecto:

VALENTÍN DE FORONDA.





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