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Circular de la Junta de Sevilla solicitando la formación de la Junta Central



No hay personas tan ignorantes en la historia de España y del modo que ha sido ocupado su Trono, que no sepan la variedad que en semejante materia ha habido en la sucesión. Es conocida también de todos su legislación sobre este punto, de la manera en que se ha pretendido mudar, los diversos pareceres sobre esta mudanza, y lo que últimamente se estableció en las Cortes de 1789, y que parece debe regir.

¿Mas estamos en el caso de hablar de esto? Vive nuestro Rey y Señor incontestable, Fernando VII, viven sus dos augustos hermanos, herederos de la Corona de él con evidencia. ¿A qué, pues, anticiparnos imprudentemente a examinar lo que debe hacerse si faltasen? Esta anticipación podría producir, por el diverso modo de pensar de los hombres, una división cruel, que ella sola acabaría y destruiría el fin e intento único que en las presentes circunstancias ha de tener España, que es conservarse entera e independiente para su Rey y Señor Fernando VII y los llamados a la Corona incontestablemente después de él, y con su Rey conservar sus derechos, su leyes y la única y santa Religión católica, apostólica, romana que ha profesado gloriosamente y defendido por tantos siglos. Es, pues, fuera de propósito y antipolítico hablar de la sucesión en casos verdaderamente remotos, y todas las provincias de España deben ceñirse en la materia a esta sola expresión: la sucesión hereditaria según las leyes de la Monarquía.

La confianza de la Nación y por consiguiente sus fondos y capitales necesariamente se apoyan en el Gobierno civil. Sin él indispesablemente el militar solo se vería en la necesidad de usar violencias para adquirir aquella confianza que jamás obtendría, y conseguir aquellos capitales que jamás tampoco podría alcanzar, por cuyo medio se vendría a destruir el bien y dicha pública, único fin de todo gobierno. No nos lisonjeemos vanamente con los dictadores de Roma y jefes militares de las antiguas repúblicas. Se les pusieron en ellas restricciones muy sabias y se ciñó a muy breve tiempo su duración. El peligro, con todo, del despotismo y de la usurpación los tuvo en continuo susto, y les obligó a tomar precauciones muy duras y que no sufren ni permiten las costumbres de nuestros tiempos. España ha aprendido sabiamente en los siglos pasados. Jamás ha conocido ni establecido un dictador militar. Los jefes militares de ella con suma gloria del nombre español, han sido los primeros en abrazar gustosos este orden de cosas, tan antiguo en España como la Monarquía. La experiencia de nuestros días, la confianza de los pueblos en las Juntas Supremas, la facilidad y abundancia con que les han ofrecido fondos, la lealtad heroica con que los jefes militares y ejércitos les han reconocido y obedecido, y el feliz éxito hasta ahora de su administración civil y de las empresas militares que han intentado, han puesto con suma claridad y dejado fuera de toda duda esta verdad fundamental y la primera de las políticas.

¿Pero quién crea este Gobierno civil supremo? ¿De qué personas se compone? ¿En qué lugar debe residir? ¿Cuál es o será su autoridad? ¿Cómo se llevará a efecto con paz y sin desunión de las provincias? ¿Cómo se formará la opinión pública para que conforme a ella se consiga aquella paz y se prevenga toda turbación?

Leemos en los varios papeles publicados sobre esta materia, que se junten las Cortes, que se elijan procuradores de ellas, y aun que el antiguo Consejo de Castilla las convoque y bajo su autoridad se ejecute todo.

Ciertamente que no comprendemos los fundamentos de semejante dictamen. El Consejo de Castilla, aun legítimo, jamás ha convocado las Cortes. ¿Por qué, pues, se le daría esta autoridad que no tiene? ¿Sería porque ha prestado su influjo a mudanzas tan graves, y sobre las cuales no tiene poder ni competencia alguna? ¿Sería porque ha obrado contra las leyes fundamentales, para cuya observancia y ley fue establecido? ¿Sería porque ha facilitado a los enemigos todos los medios de usurpar el señorío de España, de destruir la sucesión hereditaria de su corona y la dinastía que por las leyes gozaba y ha puesto y reconocido el trono en manos de un extranjero, que ningún título y derecho aun aparente tenía a él, pues la renuncia de Carlos IV en su favor ninguno le da evidente e incontestablemente? ¿Qué confianza podría tener la Nación española en un gobierno creado por una autoridad nula, ilegal y además sospechosa por haber antes cometido acciones horribles, que pueden calificarse de delitos atrocísimos contra la patria?

Excluido, pues, el llamado Consejo de Castilla, ¿quién convocaría las Cortes? Esta autoridad es propia y privativa del Rey. Las provincias no se sujetarían a otra autoridad, no se unirían, no habría Cortes, y si algunos procuradores se uniesen, esto mismo expondría el Reino a la división, que es el mal que se pretende evitar.

Además, las ciudades de voto en Cortes no han emprendido la defensa del reino, ni por sí mismas, ni como tales han hecho ningún esfuerzo para su defensa. Las respetamos profundamente, y no menos su derecho, pero la verdad nos obliga a hablar así.

Y, ciertamente, las ciudades de voto en Cortes han obrado con suma prudencia y legalmente, portándose de esta manera. El Reino se halló repentinamente sin Rey y sin gobierno, situación verdaderamente desconocida en nuestra historia y en nuestras leyes. El pueblo reasumió legalmente el poder de crear un Gobierno, y esta verdad la confiesan abiertamente varias Juntas Supremas. Creó estas y no se acordó de las ciudades de voto en Cortes. El poder, pues, legítimo ha quedado en las Juntas Supremas, y por este poder han quedado gobernadas y gobiernan con verdadera autoridad, y han sido y son reconocidas y obedecidas por todos los vasallos y por todas las ciudades de voto en Cortes que se hallan en sus respectivos distritos. La situación no ha mudado, el peligro dura, ninguna autoridad nueva ha sobrevenido. Reside, pues, toda la autoridad legítima en las Juntas que creó el pueblo, y a quienes la entregó.

Es, por tanto, incontestable que es propio y privativo de las Juntas Supremas elegir las personas que han de componer el Gobierno Supremo, como medio único para atender y conservar el Reino cuya defensa le confió el pueblo, y que no podrá conseguirse sino por este Gobierno Supremo.

Este lugar, como ha advertido muy sabiamente la Junta Suprema de Valencia, ha de estar lejos de los peligros de la guerra, y ha de tener otras circunstancias locales que le merezcan esta preferencia. Sevilla cree que goza de todas estas circunstancias, pero no se empeña en ser elegida, porque lo sacrifica todo gustosa a lo que las demás Juntas Supremas estimen en bien general del Reino. Las Juntas Supremas harán saber su voluntad con la noticia de la elección de sus Diputados y la del lugar de su residencia, y por ahora diremos francamente que nos parece más oportuno, para residir, la Mancha, y en ella sus pueblos grandes de Ciudad Real o de Almagro. Pero en esto no tenemos empeño alguno, y lo dejamos a la libre elección de las Juntas Supremas.








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