Un lugar para David Rosenmann-Taub
Teodosio Fernández
Desde Santiago de Chile, LOM Ediciones se ha ocupado últimamente en recuperar y difundir la obra de David Rosenmann-Taub, quien disfrutó de una notable acogida cuando en 1949 dio a conocer Cortejo y Epinicio, el poemario con el que en 2002 se inició esa recuperación, que hoy ya incluye también El Mensajero (2003), El cielo en la fuente. La mañana eterna (2004), País más allá (2004), Poesiectomía (2005), Los despojos del sol (2006) y Auge (2007). Sospechoso de genialidad para algunos, desconocido para casi todos, la insistente presencia que supone la publicación de esos títulos suyos reclama atención para un escritor que el pasado 3 de mayo cumplió los ochenta años de edad.
Rosenmann-Taub
nació en Santiago de Chile en 1927. En agosto de 1945, en el
primer número de la revista Caballo de Fuego, se
daba a conocer con «El adolescente», largo poema cuyas
deudas con la vanguardia resultaban evidentes en la preferencia por
el verso libre y la factura oracular de un lenguaje difícil,
emparentable a veces con las búsquedas de Vicente Huidobro
pero traspasado por un aluvión de sentimientos entre los que
dominaban los propios de la voz poética declarada en el
título: la inseguridad y la firmeza del vate joven, la
conjugación de peligros y valentías, las referencias
familiares, los riesgos de la amistad y el amor, la
compenetración con la tierra, las sombras del sueño.
Esos sentimientos alcanzaban su expresión más directa
en el «Monólogo del adolescente» que
constituía la última y prolongada segunda parte:
sucesión de preguntas, inquietudes de quien se aleja de la
inocencia y la armonía para adentrarse en la noche de la
soledad y el silencio, convertido en «dueño de la duda y la mentira»
(1945: 23), hasta que de esa inmersión en la angustia y el
fracaso parece renacer al conocimiento y a un mundo olvidado cuando
alcanza «el supremo don de ver y mirar y
poder comprender»
(1945: 25), don inseparable de la
capacidad del poeta para penetrar en el horizonte y para
convertirse en sostén de la alegría y del
universo.
La aventura
poética se convertía así en una
búsqueda del conocimiento, en un buceo en la
dimensión profunda del yo, cuyo final feliz no invalidaba el
sufrimiento implícito en la experiencia realizada. La
relación de esa búsqueda con la condición del
vidente o profeta justificaba la textura relativamente
hermética del lenguaje utilizado, que a la luz de su obra
posterior permite advertir en Rosenmann-Taub la conjunción
inicial de prácticas inspiradas en el creacionismo junto a
otras derivadas del surrealismo o de las aproximaciones
neorrománticas que la poesía chilena -con la
inestimable colaboración del Pablo Neruda de Residencia
en la tierra- podía ofrecer. Cortejo y
Epinicio se inscribía en un proceso de carácter
postvanguardista en el que la recuperación del sentimiento
trataba de ambientarse en un espacio natural, que podría ser
eclógico si el infortunio no perturbara su armonía, y
plácidamente familiar y hogareño si no lo
sobresaltara la presencia frecuente de la muerte, cuya crueldad se
hacía más notoria y macabra cuando el poema -el
titulado «Canción de cuna», por ejemplo- la
ponía en contacto con la infancia y la juventud, alterando
de ese modo el tranquilo discurrir de un sentimiento
predominantemente elegiaco. Espoleado por el infortunio, el poema
se transformaba alguna vez en plegaria destinada a recordar a los
muertos y quizás a pedir a Dios que acelerara su llegada y
la redención consiguiente, redención que en otras
ocasiones se adivinaba imposible, a merced de un Dios ausente,
distraído e incluso despiadado, cuando no resfriado o
muerto. Los textos de Rosenmann-Taub no permiten atribuirle
creencias religiosas precisas, pero se muestran visiblemente
impregnados de atormentadas inquietudes espirituales en las que la
aspiración a fundirse con la divinidad se concilia con la
voluntad de permanecer al lado de quienes «aman / la pesadilla de ser hombres»
(1949: 84): así el poeta podría compartir con Cristo
la condición de hijos del llanto, y Cristo podría
vivir a través del poeta la condición del hombre
sufriente, la vida que es continuo desangrarse, el dolor alegre de
quien es o se siente a la vez la víctima y el victimario. La
muerte impregna la vida, y ese hallazgo permite
paradójicamente estrechar los lazos que unen al hombre con
el universo: el himno triunfal a que el «epinicio» del
título se refería, afirmado en ese
«cortejo» que amplificaría la celebración
de una victoria, terminaría de revelar así la
dimensión compleja y misteriosa de la experiencia
poetizada.
La voluntad de
recuperar la expresión de sentimientos, declarada obsoleta
por algunas propuestas de la vanguardia, justificaba también
el repliegue hacia una expresión más
«clásica» que se observa en Cortejo y
epinicio, donde la presencia del soneto, el romance y otras
opciones estróficas y métricas constituye una prueba
de que Rosenmann-Taub nunca ignoró preocupaciones formales
que en buena medida habrían de caracterizar su quehacer
futuro, y que por entonces resultaban útiles para recrear
una armonía ligada a atmósferas aldeanas, y
también a calles dormidas o sonámbulas de un
ámbito urbano relacionado asimismo con la evocación
de la infancia y de los afectos familiares, de fragancias perdidas,
de una antigua fusión con la naturaleza que ahora intenta
revivir alguien que se siente «trigo y
rueda y cielo y piedra»
(1949: 120). Con ello tiene que
ver el ejercicio de la memoria y de la meditación que
constituye Cortejo y epinicio, cuya voluntad de
identificación con el universo se traduce ocasionalmente en
manifestaciones de una sensualidad que da plenitud a la vida, y
paradójicamente también en el deseo de regresar al
útero materno como forma de recuperar los orígenes,
lo que vuelve a poner de manifiesto que esa voluntad
panteísta o unanimista, que borra los límites entre
el entorno y el estado de ánimo, obedece al deseo imposible
de huir del tiempo destructor, de sobreponerse a las pesadillas del
cuerpo y del alma: a la culpa y a la angustia, al sufrimiento y a
la muerte. El poemario alternaba así explosiones de dolor y
momentos de alivio, instantes de serenidad y visiones de pesadilla
que a veces conseguían imponerse dando a la
imaginación del poeta facetas expresionistas.
Antes de su
publicación, Cortejo y epinicio había
obtenido en 1948 el Premio del Sindicato de Escritores, lo que
anticipaba la buena acogida que recibió en el ambiente
literario chileno de la época. La presencia de Rosemann-Taub
iba a consolidarse en 1951 con la publicación de Los
surcos inundados, galardonado ese mismo año con el
Premio de la Municipalidad de Santiago. El epígrafe con el
que se iniciaba -«Donde muere la
música, otra vez las palabras»
(1951: 5)- daba
cuenta de la relación con la música que esa
poesía trataba de establecer, en una búsqueda de
expresión para lo inefable que estaba en la raíz de
las aspiraciones y de los fracasos que se habían concretado
en «El adolescente» y en Cortejo y epinicio.
Los títulos de algunas secciones refuerzan esa
impresión, aunque el conjunto obligue a reconocer la
superior relevancia de otros aspectos, como la dimensión
cósmica que en la parte inicial o «Primera
sonata» alcanzan la procreación y el nacimiento de un
hijo, dimensión que contrasta con la musicalidad a veces
ligera y sensual del «Friso de Isabel», en cuyos poemas
el amor y sus inquietudes ofrecen una presencia novedosa y
progresivamente desestabilizadora. Por lo demás, en Los
surcos inundados reaparecían las evocaciones
eclógicas, y las atmósferas de pesadilla, y los
juegos de palabras que buscaban un ritmo. La emoción y la
lucidez se combinaron con acierto especial en
«Pórtico», «Abismo» y
«Réquiem», los tres poemas o partes de la
«Segunda sonata» que cerraba el volumen: con la
infancia y la muerte parecía completarse el proceso iniciado
con el nacimiento que abría el poemario, y el balbuceo
dedicado a remedar el lenguaje infantil enriquecía las
posibilidades expresivas de un lenguaje empeñado en plasmar
un sentimiento que al principio operaba burlonamente sobre una
atmósfera de apariencia apacible para luego conjugar con
singular intensidad la ternura y el dolor, la ilusión y la
desesperanza, la vida y la muerte.
Rosenmann-Taub
publicó en 1952 La enredadera del júbilo,
breve colección de poemas en los que parecía derivar
decididamente hacia una clarificación del lenguaje que lo
alejaba de la distorsión lingüística previa, tal
vez a impulsos de su interés por la musicalidad y por la
belleza de estirpe clásica que sus versos nunca
habían dejado de manifestar. Esa deriva quedó
abortada por el silencio en que pareció recluirse a partir
de entonces, pero la obra publicada resultó suficiente para
convertir a su autor en uno de los más destacados
representantes de la promoción joven que luchaba por abrirse
paso en un medio literario en el que se hacía sentir
extraordinariamente el prestigio de compatriotas determinantes en
el proceso seguido por la poesía hispánica, como
Huidobro y Neruda, y también el de otras personalidades muy
relevantes en el ámbito chileno, como Gabriela Mistral o
Pablo de Rokha, cuando además allí aún estaban
próximas las actividades surrealistas de
«Mandrágora» y ya afloraban síntomas de
otras propuestas que encontrarían su concreción mejor
en la antipoesía de Nicanor Parra. En esas circunstancias no
faltaban razones para sentir que en la opinión general
«los nuevos poetas chilenos eran blandos,
intimistas, menores, se aferraban a la forma y carecían de
las virtudes de sus mayores»
, como resumió Miguel
Arteche (1958: 18) cuando trató de explicar y defender el
lugar de esa promoción que era la suya, y en la que
Rosenmann-Taub constituía una de las mejores referencias a
la hora de analizar sus propuestas. Frente a quienes los acusaban
de apoyarse excesivamente en la tradición hispánica,
Arteche defendía el derecho a utilizar indistintamente el
verso libre o los metros tradicionales, interesados ante todo en
una rigurosa construcción del poema y en el control de un
lenguaje orientado a lograr el máximo vigor expresivo. La
audacia que les negaban radicaba precisamente en que volvían
a apoyarse en recursos rítmicos del pasado en beneficio de
la estructura del poema, y en que se atrevían a abordar
temas menospreciados durante las décadas precedentes,
entendiendo, además, que «tema no
es sino lo que, reiterado, da unidad al poema, otorgándole
un equilibrio y amarrando el contenido»
(1958: 29): ese
planteamiento los distanciaba inevitablemente de quienes dedicaban
sus versos a comentar problemas políticos y sociales, y
también de quienes identificaban la poesía americana
con dar cuenta de la realidad física de América.
Rosenmann-Taub
representaba adecuadamente la conciencia de su oficio que
parecía caracterizar a los poetas de su promoción,
aunque los perfiles de su personalidad resultaran difíciles
de definir. La buena acogida que encontraron sus primeros libros
parece confirmada por la presencia de poemas suyos en las
antologías de la poesía chilena publicadas en los
años cincuenta: Víctor Castro recogió los seis
primeros de La enredadera del júbilo para su
Poesía nueva de Chile (1953: 339-345), Jorge
Elliott seleccionó de entre esos mismos los titulados
«El manantial» y «El día» para su
Antología crítica de la nueva poesía
chilena (1957: 306-307), y Antonio de Undurraga incluyó
el «Preludio» de Cortejo y epinicio en su
Atlas de la poesía de Chile (1958: 408). Las
noticias y comentarios que acompañaron a los poemas elegidos
apenas permiten precisar las características y los valores
que se les atribuían: sólo Víctor Castro se
arriesgó a considerar a su autor como especialmente
interesado en lo familiar y sin embargo reacio al sentimiento y a
lo humano, pues «no sería expuesto
manifestar que cierta vena fría le recorre casi
íntegramente»
(1953: 337). La posterior
Antología de la poesía chilena (1968:
300-312) de Roque Esteban Scarpa y Hugo Montes demuestra que
Rosenmann-Taub no había sido olvidado, y permite constatar
que los compiladores habían advertido que en él se
mezclaban «una ternura apasionada y una
suerte de abstrusidad»
hasta convertirlo en un «poeta difícil a la vez que poco
intelectual»
; dificultad que parecían relacionar
-«como una característica, no como
un reproche»
, advertían- con «una suerte de barroquismo, de expresión
que sin dejar de ser espontánea tiene dejos excesivamente
"literarios"»
, que estimaban propia del poeta desde sus
comienzos (1968: 300). Sólo muchos años
después, cuando se ocupaba del auge y la disolución
de las vanguardias en Chile, Naín Nómez
acertaría a insertarlo entre las voces más destacadas
de una década que delimitarían las fechas de 1944 y
1953 y a las que su variedad impediría encontrar un
denominador común que no fuera la pretensión de
«resignificar la agotada vertiente
vanguardista, con un discurso apasionado que revitaliza los
lenguajes poéticos del momento»
(2002: III, 12). A
la hora de precisar el discurso de Rosenmann-Taub -las
características que lo hacían reacio al sentimiento y
a lo humano para Castro, y, sin embargo, tierno, apasionado y poco
intelectual para Scarpa y Montes-, Nómez (2002: III, 404)
las remitiría a «un discurso que
es a la vez vanguardista y clásico, quevediano y horaciano,
contradictorio casi siempre, vital y a la vez
filosófico»
: buena forma de resumir las
peculiaridades de una producción variada que trató de
conjugar las rupturas de la vanguardia con la recuperación
de formas poéticas del pasado, el hermetismo de un lenguaje
oracular con la necesidad de expresar los sentimientos personales,
la deshumanización aparente o real de una búsqueda de
nuevas fórmulas expresivas y la expresión de un
malestar existencial muy compartido en esos años que
siguieron a la catástrofe que supuso la segunda guerra
mundial, también para los escritores hispanoamericanos.
Lo cierto es que Rosenmann-Taub prácticamente se ausentó del medio literario chileno tras la publicación de su breve tercer libro, aunque algunas antologías se encargaran de mantener viva su presencia. Aparte de un breve volumen que tal vez publicó en 1962 con el título de Cuaderno de poesía, sólo a partir en los últimos años setenta y con escaso eco volvería a hacerse presente al editar en Buenos Aires nuevos volúmenes -Los despojos del sol (Ananda primera, 1976; Ananda segunda, 1978) y El cielo en h fuente (1977)- y reeditar Cortejo y epinicio (1978) en una versión notablemente alejada de la que le había procurado su éxito inicial. Su vida había de cambiar sobre todo a partir de 1985, cuando se estableció en Estados Unidos y pudo dedicarse plenamente a la escritura y la reescritura de esa obra poética que LOM ha venido editando desde 2002 hasta la actualidad. No es éste el momento ni el lugar adecuado para precisar las modificaciones que median entre las versiones primeras y las que a veces los nuevos libros ofrecen, pero resulta evidente que son numerosas, como puede comprobarse sobre todo en Cortejo y epinicio, donde la incorporación de trece poemas no resulta tan significativa como la depuración contundente a la que casi todos se han visto sometidos. Véanse, como ejemplo, las diferentes versiones de este poema de la sección «Pagano»:
(1949: 24) |
|
(2002: 26) |
Miguel Arteche
había señalado que lo importante para su
promoción no era sólo la estructura del poema, sino
también «el control y la
presión a que deben ser sometidos los materiales de
trabajo»
(1958: 19). Además, frente al hermetismo
derivado de la pretensión ingenua de plasmar el caos de la
vida en un lenguaje caótico, se había referido, como
propia de su promoción, a «una
oscuridad poética que deriva de la extrema precisión
en el uso de los materiales con los cuales está trabajado el
poema»
(1958: 24). La última edición de
Cortejo y epinicio puede verse como el resultado del
control y la presión a que Rosenmann-Taub ha sometido los
textos de la edición inicial, casi siempre para depurarlos
de todos los elementos prescindibles a la hora de expresar un
anhelo, una queja, una inquietud o un afecto. Las diferentes
versiones del poema citado son apenas una muestra de lo que parece
haber constituido el esfuerzo fundamental, a veces hasta borrar las
referencias que facilitaban la comprensión en el texto
primero, como cuando «Allá en los
corredores / de la lejana casa aún se oye / la panoja de
trinos de otro entonces, / y entre los cobertores / de mi huesa,
rumores de otros dioses»
(1949: 23) se resume en «Otra amapola mece los cinéreos /
vestigios de otros dioses»
(2002: 25): han desaparecido
el ámbito familiar y la atmósfera eclógica que
determinaban la nostalgia, para dejar desnuda la sensación
del desarraigo presente. Esa depuración afectó con
frecuencia también a las formas estróficas que
evocaban otras de cuño popular o tradicional con sus efectos
rítmicos correspondientes, lo que dio paso a una
armonía distinta, expuesta a rupturas abruptas, atormentada
por la nueva violencia expresiva. Por lo demás, el trabajo
de densificación del lenguaje poético recurrió
a otros procedimientos, a veces de signo culterano: cuando «felinas garras»
se transforma en
«garras de candor»
e «inmensa mariposa»
se diluye en
«bajel de inmensidad»
, el
invariado y prosaico título «El gato coge una
mariposa» (1949: 37; 2002: 38) resulta un asidero
imprescindible para adentrarse en el significado del poema. La obra
de Rosenmann-Taub se muestra así definitivamente
empeñada en una búsqueda de lo esencial que cabe
relacionar con otros intentos de apresar en palabras lo inefable
-con una «nostalgia de absoluto y de
pureza»
relacionaba María Nieves Alonso
(Rosenmann-Taub 2002: 7) el desasosiego que impregna las
páginas de Cortejo y epinicio-: el lenguaje pierde
capacidad de comunicación a medida que se aleja de las
impurezas y el prosaísmo de lo cotidiano.
Desde luego, la última versión de los poemas revisados puede abordarse como la de los que el lector tiene a su alcance por primera vez: como si de poemas nuevos se tratara. Pero saber del proceso seguido facilita el acercamiento a esa conjunción de sentimiento y de experimentalismo expresivo que a lo largo de décadas ha buscado un lenguaje eficaz para dar cuenta de unos mismos sentimientos cada día más depurados, y ayuda a valorar el esfuerzo realizado para acceder a una poesía empeñada en prescindir del contexto en que empezó a desarrollarse y de cualquier otra circunstancia ajena a esa búsqueda de sí misma que es a la vez la búsqueda del mundo estrictamente personal de su autor. Los poemarios publicados por Rosenmann-Taub durante los últimos años muestran que su más reciente trabajo de creación es a menudo una reelaboración de textos antiguos, cuya existencia temprana a veces se puede confirmar: mientras se editaba en 1949 Cortejo y epinicio, su autor grabó para la colección «Iberoamérica, Archivo de la Palabra», de la propia editorial Cruz del Sur, algunos poemas de ese volumen, según se hizo constar en su última página, y también el poema XIII de País más allá y el titulado «Vera efigies» de El mensajero, considerado ya entonces como segundo tomo de aquel poemario inicial. No es de extrañar, por tanto, que entre los volúmenes publicados en los últimos años se perciba una íntima unidad, determinada por obsesiones, temores, inquietudes y anhelos que el escritor ha abordado una y otra vez desde que inspiraron sus primeros versos. También la conciencia de oficio que compartía con su generación puede situarse en la base de ese trabajo constante que fuerza las significaciones y violenta la sintaxis hasta conseguir que el lenguaje se vuelva opaco y el poema se transforme en un objeto que parece bastarse en sí mismo, aunque ese objeto aún remita a una tradición literaria reconocible gracias a los efectos visuales del verso sobre la página y sobre todo a los efectos melódicos que Rosenmann-Taub, también músico, sabe siempre extraer de la acentuación, de la rima e incluso de las pausas o silencios, que fueron y son objeto de un tratamiento muy personal, capaz de conciliar la tradición literaria aludida con las rupturas capaces de darle una nueva fisonomía.
Tradición y
ruptura parecen establecer así una tensión que se
revela creadora en todos los últimos poemarios editados. Las
conexiones con el pasado no atenúan la incomodidad que
resulta inevitable al afrontar un discurso en el que las palabras,
recién creadas o insertadas en contextos imprevistos,
parecen pronunciadas por primera vez. Aunque como punto de partida
vuelvan a entreverse los muy variados motivos que inspiraron
Cortejo y epinicio, especialmente presentes en El
mensajero, e incluso pueda adivinarse una historia enriquecida
de símbolos, como la de Jesusa en El cielo en la
fuente, lo que importa son los trazos abstractos a los que
conduce la búsqueda literaria y que tal vez el
epígrafe que abre País más
allá, en cuyo origen estuvieron las vivencias del
pasado familiar, podría resumir: «Infancia y nada: enlaces / que borro,
dibujándome»
. Y, sin embargo, en el resultado
final esa poesía repite de algún modo los caracteres
de sus principios: la conjugación de oscuridad expresiva y
de capacidad para comunicar con eficacia una gama variada de
sentimientos entre los cuales ocupan un lugar preferente los
determinados por la pérdida de la inocencia y el horror de
la muerte, así como los alentados por el recuerdo de los
ambientes y de los seres queridos. Sobre esos materiales, el
trabajo del poeta pretende dejar sólo la duda, la pregunta y
a veces también la respuesta, en algunas ocasiones el esbozo
de una conversación y en otras una reflexión capaz de
transmitir la desolación, el humor e incluso el sarcasmo,
como si las posibilidades de comunicación discurrieran
siempre en los límites del silencio y a veces se sumergieran
plenamente en sus dominios. Otra vez un epígrafe, el de
Poesiectomía -volumen en el que el predominio de
los poemas breves muestra más evidente la voluntad de captar
algo esencial que bruscamente se ilumina- puede resumir esa
búsqueda y sus resultados: «Fanal
de sombra: / versos: / nada siendo / te informas»
. Sobre
esa nada parecen trabajar las dos partes o anandas
(«ananda»: felicidad y placer sensual en
sánscrito) de que consta Los despojos del sol, como
si de la anulación y el silencio surgieran finalmente el
sosiego salobre y el fulgor renovado de la imagen propia disuelta
en los espejos, en los recuerdos, en las cosas, en los poemas, en
el libro.
La poesía de Rosenmann-Taub no está al alcance de cualquiera en cualquier circunstancia. Pero alguna vez lo difícil puede ser estimulante, para el escritor y para sus lectores.
- ARTECHE, Miguel, «Notas para la vieja y la nueva poesía chilena», en Atenea, revista trimestral de Ciencias, Letras y Artes publicada por la Universidad de Concepción, año XXXV, tomo CXXXI, núm. 380-381, abril-septiembre de 1958, pp. 14-34.
- CASTRO, Víctor, Poesía nueva de Chile, Santiago de Chile, Empresa Editora Zig-Zag, 1953.
- ELLIOTT, Jorge, Antología crítica de la nueva poesía chilena, Concepción, Publicaciones del Consejo de Investigaciones Científicas de la Universidad de Concepción, 1957.
- NÓMEZ, Naín, Antología crítica de la poesía chilena (selección, introducción, notas y bibliografía de N. N.), tres tomos, Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2002.
- ROSENMANN-TAUB, «El adolescente», Caballo de Fuego, núm. 1, Santiago de Chile, agosto de 1945, pp. 21-25.
- ——, Cortejo y epinicio, Santiago de Chile, Editorial Cruz del Sur, 1949.
- ——, Cortejo y epinicio, prólogo de María Nieves Alonso, Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2002.
- ——, Los surcos inundados, Santiago de Chile, Editorial Cruz del Sur, 1951.
- SCARPA, Roque Esteban, y MONTES, Hugo, Antología de la poesía chilena, Madrid, Gredos, 1968.
- UNDURRAGA, Antonio de, Atlas de la poesía de Chile, Santiago de Chile, Editorial Nascimento, 1958.