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ArribaAbajoActo tercero


Escena primera

 

Salón del trono, y aparecen LISARDO, con manto real y corona, y la REINA. La gruta de MARCOLÁN se verá siempre inmutable.

 
LISARDO:

 (Muy satisfecho.) 

Ya soy rey.
REINA:
Sí. Ya tus sienes
ciñe la real diadema,
y la púrpura suprema
como propio ornato tienes.
LISARDO:

 (Ufano) 

Sí; que desde este dosel,
hace un momento, he mirado
a todo un pueblo postrado
jurarme homenaje en él.
REINA:
Y homenaje el más sincero,
pues te aclamó soberano
en cuanto te di mi mano;
como al más fuerte guerrero,
de defenderlo capaz
y de asegurar sus glorias,
con hazañas y victorias,
de todo invasor audaz.
¿Has visto cuán fácilmente
a los hombres se fascina,
y a una nación se alucina
desde una altura eminente?
Del rey muerto, como ves,
ni un vago recuerdo hay ya;
tranquilo el imperio está
y prosternado a tus pies.
Nadie, nadie sospechó
que el golpe que allí te ha puesto
fué de tu mano, o muy presto
si hubo sospecha pasó.
LISARDO:

 (Confuso.) 

¿De mi mano... ? sí, lo fué.
REINA:
Deja esos recuerdos vanos.
Rendidos los cortesanos
vendrán a besarla.
LISARDO:

 (Asustado.) 

¿Qué...?
¿Mi mano...?
REINA:
Tu mano, sí.
LISARDO:

 (Mirándose horrorizado la mano.) 

Está de sangre manchada.
¿Lo ves?
REINA:

 (Turbada y reconociendo la mano de LISARDO.) 

No, no tiene nada.
LISARDO:
Una mancha tiene aquí.
REINA:
¿Deliras?...
LISARDO:

 (Como enajenado.) 

No; no deliro.
Que me juren, está bien.
Que la corona mi sien
ciña. Y aun a más aspiro.
Pero esconderé la mano,
porque de sangre una gota
la mancha... Si alguien la nota...
REINA:

 (Animándolo.) 

Todo tu recelo es vano.
El misterio más profundo
del rey muerto el fin esconde;
ni cómo acabó ni en donde
lo sabrá jamás el mundo.
LISARDO:

 (Receloso.) 

Pero tú y yo lo sabemos.
REINA:
Y lo sabremos callar.
LISARDO:

 (Repentinamente repuesto.) 

Pues bien, vamos a reinar,
y entrambos a dos callemos.

 (Queda un momento contemplando el trono, y de repente sube a él.) 

REINA:

 (Aparte.) 

Si su delirio abandono,
perdida me considero.

 (Le sigue con la vista, observándole de lejos con inquietud.) 

LISARDO:
Saborear a solas quiero
todo el placer que da el trono.

 (Se sienta. Hablando consigo mismo.) 

Sólo se sienta aquí un rey.
Aquí soy omnipotente,
aquí el mundo reverente
ve en mi capricho una ley.
¿Quién mi igual se llamará?
Nadie, nadie... Pues asombre
al orbe entero este hombre,
que en tanta eminencia está.

 (Pónese en pie.) 

Raíces hondas juzgo aquí
haber echado mis pies,
pues ya el bajar de aquí es
duro esfuerzo para mí.
No está más firme la encina
secular en la montaña,
ni el escollo que la saña
del rugiente mar domina.
Mi poder es colosal.
Toda envidia se desarme.
¿Quién puede de aquí arrancarme?
 

(Suena bajo el tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
De un asesino el puñal.
LISARDO:

 (Bajando precipitado del trono, con la mayor agitación.) 

¡Cielos!... ¿Qué idea de horror
me confunde de repente?
¡Ay, que mi orgullosa frente
hirió un rayo aterrador!
REINA:

 (Asustada, acercándose a LISARDO.) 

Lisardo, señor, esposo.
¿Qué accidente repentino
los profundos pensamientos
y los proyectos altivos,
que os ocupaban a solas
en bien del imperio mío,
trastorna de tal manera
y a vuestra faz roba el brillo?
¿Qué os aqueja?... ¿Qué os asusta?
¿Por qué de repente os miro
tan turbado?
LISARDO:

 (Confuso.) 

¿Yo turbado?...

 (Aparte y repuesto.) 

Disimular es preciso,
que descubrir mis temores
mengua fuera de mi brío.

 (Alto.) 

Contemplaba, amada esposa,
el gran peso que el Destino
ha colocado en mis hombros
y las fuerzas que en mí mismo
reunir para sustentarlo
debo con tenaz ahínco.
Y hallo, sí, ¡viven los cielos!,
que aun es el aliento mío
tan superior a la carga
que sobre mis hombros miro,
que estoy dispuesto a que el orbe
me admire como a un prodigio.
Y estoy dispuesto...

 (Queda distraído.) 

REINA:

 (Asustada.) 

¡Lisardo!

 (Aparte.) 

Me asustan sus desvaríos,
y que sus locos proyectos
le entibien en mi cariño.
Llamar su atención me importa;
encadenarle es preciso,
si han de tener cumplimiento
mis planes y mis designios.

 (Alto y en extremo cariñosa.) 

Lisardo, mi amado esposo,
vuelve en ti. Lisardo mío,
¿seré tan desventurada
que de la corona el brillo
y los cuidados inmensos
que el Cielo encargarte quiso
te hagan entregar, ingrato,
mi tierno amor al olvido?
LISARDO:

 (Vuelve en sí y le echa los brazos.) 

¡Jamás!... A mi seno llega.
Eres mi amor, mi delirio.

 (La abraza y dice aparte:) 

No sé qué pasa en mi pecho:
ni yo me entiendo a mí mismo.

 (Se separa y continúa, aparte.) 

Esta mujer tan hermosa
que dominó mis sentidos
un momento..., ahora... la amo.
Pero en el alma un vacío
me deja... ¡Mi Zora, cielos!...
¡Oh, qué soberano hechizo
era para mí! Esta es reina,
y de mí sólo son dignos
de una reina los amores.
La amo, sí... No sé qué digo.
En un mar de confusiones
y de desdichas me abismo.
REINA:

 (Que ha estado contemplando a LISARDO con temor e inquietud.) 

Veo, Lisardo, que en tu mente
mil pensamientos distintos
se agolpan, y que te agitan
fantásticos desvaríos.
No es extraño: las diversas
conmociones, que han herido
tu corazón en la altura
do tu estrella y mi cariño
te han colocado, no pueden
tener tu pecho tranquilo.
Sal a caza. El aire libre
respira, Lisardo mío.
Corre esas verdes praderas;
cruza esos parques sombríos
que este palacio circundan,
y tendrá tu mente alivio.
LISARDO:
Sí, mientras llega la hora
del regio festín, preciso
es que busque yo en los campos
descanso de mis delirios.

 (Se acerca al bastidor.) 

¡Hola!

 (Sale un PAJE.) 

PAJE:
¡Señor!
LISARDO: Mis caballos
y monteros al proviso
se apresten para la caza,
que ir al campo determino.
Y al gran senescal decidle
que al punto venga a este sitio.
REINA:

 (Cuidadosa.) 

¿Con tanta prisa? ¿Qué quieres
de Arbolán...? Dí.
LISARDO:
Que conmigo
venga a caza. Lo amo tanto,
que es mi consuelo.
REINA:

 (Aparte.) 

Respiro.

 (Sale ARBOLÁN.) 

ARBOLÁN:

 (Hincando una rodilla.) 

A vuestros altos preceptos,
siempre obediente y sumiso,
llego ansioso a vuestras plantas,
sólo anhelando serviros.
LISARDO:

 (Levantándole.) 

Alza, Arbolán valeroso,
y llega a los brazos míos.
Te llamo para que a caza
vengas al campo conmigo.
ARBOLÁN:

 (Dudoso y mirando a la REINA.) 

Señor...
LISARDO:
Sí, tu compañía
hoy, cual nunca necesito.
Tú eres, de cuantos me cercan,
el hombre que más estimo,
por quien amistad más pura
en mi corazón abrigo.
ARBOLÁN:
Tantas honras me confunden;
pero me abren el camino
de poder manifestaros
que esa amistad que, benigno,
me concedisteis, pagada
está por el pecho mío.
LISARDO:
Me gozo en reconocerlo.
¡Es el tener un amigo
don tan grato en esta vida
de zozobras y peligros!
Mas vamos juntos al campo.
ARBOLÁN:

 (Turbado.) 

No puedo, señor, seguiros.
REINA:
Imposible.
ARBOLÁN:
En el momento
en que un cambio repentino
de estos reinos en el trono
admirado el mundo ha visto,
para que tengáis descanso,
que yo vigile es preciso.
LISARDO:

 (Mortificado.) 

Está bien. No me acompañes.

 (Aparte.) 

No sé cómo me reprimo,
pues al verme contrariado...
Mas reprimirme es preciso.
¿Conque no lo puedo todo?
¿Conque en el mundo hay motivos
que, aunque fútiles y leves,
obligan a que el rey mismo
su voluntad sacrifique?...
Se confunde el pecho mío.
 

(Hacen seña, y se van la REINA y ARBOLÁN.)

 


Escena II

 

Al ir a salir LISARDO se cambia la escena en un bosque intrincado. Decoración corta. El queda vestido ricamente de cazador

 
LISARDO:

 (Arrimándose al bastidor, como hablando con sus cazadores.) 

Disponed de la caza el aparato
por esos bosques y empinados cerros.
Soltad los gerifaltes y los perros.
Dejadme a solas descansar un rato.

 (Viene a la mitad de la escena.) 

Mientras mis cazadores no reposan,
persiguiendo las fieras y las aves,
quiero dar rienda a pensamientos graves,
que por doquier me siguen y me acosan.
Monarca de un imperio poderoso,
ya me respeta prosternado el mundo,
y me anonado absorto, y me confundo
al ver que en sitio tal no soy dichoso.
No lo soy, no. Pensé que la corona
de la felicidad todos los bienes
en sí encerraba, y al ceñir mis sienes
nuevos afanes sobre mí amontona.

 (Se sienta muy agitado.) 

Un peso tengo aquí,

 (Pone la mano sobre el corazón.) 

peso que abruma
mi existencia infeliz. Peso de un crimen,
y de que no me libran y redimen
ni solio, ni poder, ni alteza suma.
También, ¡ah!, me confunde el pensamiento
de que de una mujer debo a la mano
la corona, y el trono soberano,
en que cercado de pavor me siento.

 (Pausa.) 

¿Por qué no nací rey...? Advenedizo
tal vez con risa de desdén me llaman
allá en su corazón los que me aclaman...
¡Y su aplauso mi orgullo satisfizo!
El mortal, ¡ay de mí!, más desdichado
soy que cobija con su manto el cielo,
corriendo de un anhelo en otro anhelo
a una sima sin fondo despeñado.

 (Pausa.) 

¿Por qué no nací rey...? Mas si el Destino
me negó el que naciera en regia cuna,
armas me dió, y valor y alta fortuna,
que del poder y el trono son camino.

 (Exaltado.) 

Al derecho de sangre el de conquista
sustituyan mi espada y la victoria;
y un reino fundaré con alta gloria,
que unido siempre con mi nombre exista.
Sí, aprovechando brazos y riquezas,
de que hoy disponer puede mi albedrío,
ganaré un reino que se llame mío,
y que deba su nombre a mis proezas.

 (Suena una estrepitosa carcajada. LISARDO, sorprendido, se levanta y mira a todos lados.) 

¡Cielos!... ¿Quién se esconde aquí,
y de mi plan se burló?
¿Quién tan inmediato a mí
osó colocarse...?
 

(Mientras LISARDO dice estos versos, entra por escotillón, en medio de la escena, una BRUJA estrafalariamente vestida de negro y encarnado, con una vara en la mano, en que estará enroscada una culebra, y cuyo pomo será una calavera.)

 
BRUJA:
Yo.
LISARDO:

 (Repara en la BRUJA, retrocede horrorizado y luego torna, repuesto.) 

Y quién, mísera mujer,
eres tú...? Dílo, infeliz.
BRUJA:

 (Con sarcasmo.) 

Una infelice que a ver
viene a un hombre muy feliz.
LISARDO:

 (Airado.) 

¿Sabes, dí, que tu rey soy...?
Cuenta con tus labios ten.
BRUJA:

 (Con desprecio.) 

¿Y sabes que donde estoy
soy yo tu reina también?
LISARDO:

 (Despreciándola.) 

Noto que eres loca tú.
Y si vienes a pedir
limosna...
BRUJA:

 (Atajándole.) 

Por Belcebú
que me haces, necio, reír.

 (Con acento solemne.) 

Soy por sobrehumana ley
en todo a ti superior,
pues te engañas si por rey
no reconoces mayor.
Y para que veas lo soy
en muchos grados a ti,
sabe que enterada estoy
de que tu mano...
LISARDO:

 (Trastornado.) 

¿Qué oí?

 (Queriendo taparle la boca.) 

Calla, mujer infernal.
Calla, calla. ¡Vive Dios!...
BRUJA:

 (Indiferente.) 

Callaré, pues es igual,
lo que sabemos los dos.

 (Con tono de superioridad.) 

Y para la insensatez
con que juzgaste venir
a tus plantas mi altivez
por limosna, confundir;
cuando a darte mi favor
vine, orgulloso mortal,
y a alejar de ti el rigor
de tu destino fatal,
quiero que veas aquí
que tengo, cual tú, dosel
y corte, que como a ti
me rinda homenaje en él.
 

(Da un golpe en el suelo con la vara, y entra detrás de ella, por escotillón, un trono, cuyo asiento será un caimán, y su respaldo un murciélago colosal con las alas extendidas y echando fuego por los ojos. Se sienta en él la BRUJA, y de un lado y otro salen de debajo del tablado monstruos, diablos, esqueletos y sombras que la rodean. LISARDO retrocede, horrorizado, sin volver la espalda. La escena se oscurecerá.)

 
LISARDO:
¡Cielos! ¡Cielos! ¿Me engañan mis sentidos?
¡Oh, qué fascinación!
Mis ojos..., mis oídos...,
son presa de fantástica ilusión.
BRUJA:

 (Con tono feroz y descompuesto.) 

Póstrate, mísero.
Trémulo, pálido,
llega a mis pies.
Sol salutífero
mi rostro escuálido
para ti es.
LISARDO:

 (Repuesto y animoso.) 

Si tú del hondo aterrador infierno
osas la frente alzar,
sírvate de gobierno
que nunca, nunca yo supe temblar.
Que en la grandeza en que me puso el hado
y mi ardiente ambición,
miro el orbe postrado,
y nada turbará mi corazón.
BRUJA:

 (Indignada.) 

¿Y no ves sangre en tu mano,
y un atroz
crimen, que de noche y día
es tu verdugo y tirano más feroz?
¿Ignoras que la voz mía
publicar
puede, mísero gusano...?
LISARDO:

 (Postrándose, horrorizado.) 

Basta..., basta. ¡Estrella impía!
BRUJA:
Ya temblar,
y ante mis plantas, te veo.
LISARDO:

 (Confundido.) 

Calla..., sí.
O por piedad, dame muerte.
BRUJA:
Siempre debe estar el reo
prosternado de esa suerte,
temblando así.
Tu grandeza, tu ambición,
nada son.
Niebla leve, humo fugaz,
en que audaz
quieres asiento
formar de torres, que se lleva el viento.
Oscuro es tu porvenir,
y decir
mucho de él pudiera yo.
Pero no...
No diré nada;
corre ciego tu suerte desastrada.

 (Pausa.) 

Lástima, al cabo, me das.
Toma este anillo
pobre, sin brillo,
y con él invisible serás.

 (Tira un anillo a LISARDO.) 

Y de un apuro,
terrible y duro,
por su mágico influjo saldrás.
Vuela a tu corte

 (puede te importe): 

ese anillo te lleva veloz.
Y tus monteros
y caballeros una
sombra formada a mi voz
igual a ti verán
y detrás de ella a tu palacio irán.
 

(Desaparece rápidamente por escotillón la BRUJA con su trono y todo su acompañamiento, y vuelve a iluminarse la escena.)

 
LISARDO:

 (Se pone en pie, estupefacto, y mira en rededor de sí con ojos asombrados.) 

Todo desapareció.
Fué un engaño de mi mente,
una ilusión solamente
que mi vista alucinó.
A alzarse torne mi frente.

 (Profundamente conmovido.) 

¿Fué de mi crimen la sombra
que me persigue tenaz?
¿Es ella sola capaz...?
Sí, que me sigue y me asombra
vigilante y pertinaz.
Pero no, no...; respiremos.
Vanos delirios, huid;
no más tras de mí venid;
no más en locos extremos
mi mente ofuscada hundid.
Todo, sí, delirio fué.

 (Asombrado, viendo en el suelo el anillo de la Bruja.) 

Pero ¿qué miro en el suelo?

 (Lo recoge.) 

El anillo... ¡Santo Cielo!
¿La sortija misma que
tiró esa visión?... Me hielo.

 (Asombrado.) 

¿Conque ha sido realidad
todo lo que absorto vi?...
Lo ha sido, no hay duda, sí.
Lo ha sido, pues es verdad
la prenda que tengo aquí.

 (Confuso.) 

¿Es el hombre, ¡santo Cielo!,
juguete de otro poder,
que no alcanza a comprender?
¡Qué horror da, qué desconsuelo
pensar que así pueda ser!

 (Pausa y queda en profunda meditación, de la que le saca un ligero rumor, volviendo el rostro adonde se oye.) 

Mas dos de mis cazadores
vienen, sin duda, a buscarme.
Ahora podré cerciorarme,
sin disfrazar mis temores,
ni esconderme, ni ocultarme,
si es efectivo que puedo
invisible a todos ser,
solamente con poner
esta sortija en mi dedo,
cual dijo aquella mujer.
 

(Pónese el anillo. Entran dos CAZADORES, que registrarán toda a escena sin ver a LISARDO.)

 
CAZADOR1.º:
Te digo que aquí no está.
CAZADOR2.º:
Aquí quedó descansando
ha corto rato, mandando
retirarse a todos.
CAZADOR 1.º:
Va
ya hacia el soto galopando.
CAZADOR 2.º:
Te has equivocado. Yo
que aquí está te digo.
CAZADOR 1.º:
Pues
que aquí no está ya lo ves.
CAZADOR 2.º:
Es cierto que no está, no.
Cosa que me aturde es.
CAZADOR 1.º:
No dudes, no, que el rey era
el que iba al soto. Marchemos,
no sea que en falta quedemos.
CAZADOR 2.º:
Al través de esta ladera
pronto al puesto llegaremos.

 (Vanse los CAZADORES.) 

LISARDO:

 (Maravillado.) 

¡Cielos!... ¡Cielos!... Invisible me
hace este anillo... ¡Oh portento!
Confunde a mi entendimiento
encanto tan increíble.
Pero ¿qué duda mi aliento?...

 (Animoso.) 

Si es verdad este prodigio,
¿qué retardo el penetrar,
por medio tan singular,
cuanto mi fama y prestigio
pueden del mundo alcanzar?
Sí. Pues hay tan superior
ente que me cuida y guía,
cesen mi afán y agonía,
tiemble el orbe mi valor
y bese la planta mía.

 (Vase.) 



Escena III

 

La escena representa la gran plaza en que fué el triunfo de la primera escena del acto segundo, y aparece llena de pueblo, que se reparte en diferentes grupos, como hablando entre sí, y sale LISARDO.

 
LISARDO:

 (A un lado, con la sortija en el dedo.) 

De la sortija el encanto,
pues invisible me oculta,
indagar me proporcione
entre esta mezclada turba
lo que de mí piensa el mundo,
lo que la fama me adula.
A aquel corro de villanos,
que allí se apiña y agrupa,
quiero acercarme, seguro
de que hablan de mí.

 (Se acerca a un corro de VILLANOS.) 

No hay duda.
VILLANO 1.º:
Al nuevo rey aún no he visto.
VILLANO 2.º:
No has perdido mucho. Nunca
vi una cara de vinagre
tan agria como la suya.
VILLANO 3.º:
¿Y desde dónde ha venido
hasta ser nuestro rey una
persona desconocida?...
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Oh, qué terrible pregunta!
VILLANO 1.º:
Qué sé yo... Diz que ha ganado
con valor victorias muchas,
y parece...
VILLANO 3.º:
¿Acaso él solo
las ganó, o fué con la ayuda
de nuestros hijos y hermanos?
¡Maldita sea la fortuna!
VILLANO 2.º:
Siempre el que manda se lleva
el premio de las angustias
y valor de los soldados.
VILLANO 1.º:
Y a los pobres nos despluma.
VILLANO3.º:
Dicen que éste a desplumarnos
va, para nuevas trifulcas
y guerras, que mucha sangre,
y sin ventaja ninguna,
nos costarán.
VILLANO 1.º:
El rey muerto
al menos en paz profunda
nos mantuvo.
VILLANO 2.º:
Lo que es éste
ya verás cómo nos chupa,
que es un demonio.
VILLANO1.º:
¿De veras?
Pues si tal hace...
VILLANO 3.º:
¿Lo dudas?...
VILLANO 1.º:
... pues si tal hace..., veremos
cuánto el hacerlo le dura.
LISARDO:

 (Se separa confundido del corro de VILLANOS.) 

¡Cielos! ¿Tal disgusto reina
entre la plebe?... ¿Es, en suma,
éste el entusiasmo ardiente
en que mi poder se funda?
Mas allí varios soldados
hablando entre sí se juntan.
Ellos, ellos son mi apoyo;
con ellos nada me asusta.
Acercaréme a escucharlos.

 (Se acerca a un corro de SOLDADOS.) 

SOLDADO 1.º:
Amigos, grandes y muchas
son las mercedes y gracias
con que el nuevo rey procura
premiarnos.
SOLDADO 2.º:
No lo agradezco,
que es por conveniencia suya
mostrarse tan generoso.
Pues, al cabo, su fortuna
sólo en nosotros se apoya,
y nosotros a la altura
lo levantamos del trono.
SOLDADO 1.º:
Muy dignamente lo ocupa.
SOLDADO 2.º:
Otros también dignamente
pudieran, sin duda alguna,
y mejor que él, ocuparlo.
Que aunque es su arrogancia mucha,
o no falta quien en denuedo,
y arrojo le sobrepuja.
SOLDADO 1.º:
En las últimas batallas
fué un portento de bravura.
SOLDADO 2.º:
Y qué, ¿Arbolán nada hizo?
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Arbolán!... ¡Cielos!... ¡Disfruta
fama tanta!
SOLDADO 2.º:
Por mi vida
que lanza como la suya
no enristra nadie en el mundo.
SOLDADO 1.º:
En eso, ¿quién pone duda?
SOLDADO 2.º:
Y el orgulloso Lisardo...,
al fin..., es...
SOLDADO 1.º:
¿Qué...?
SOLDADO 2.º:
¿Lo preguntas?...
Lo diré...: un advenedizo.
LISARDO:

 (Aparte, furioso.) 

¿Esto mi cólera escucha?
Estoy de furor ahogado...
Canalla soez, inmunda.

 (Queriendo arrojarse a ellos.) 

Ahora mismo entre mis brazos...

 (Sintiéndose detenido por una fuerza superior.) 

Mas ¿quién detiene mi furia?...
Este misterioso anillo,
que todo mi esfuerzo anula,
pues siento, como ligadas
mis manos por fuerza oculta.

 (Pausa.) 

Allí varios caballeros
reunidos están. Sin duda
hablarán como leales,
y como cumple a su alcurnia.

 (Se acerca a un corro de CABALLEROS.) 

CABALLERO 1.º:
Malos tiempos nos esperan.
Ni honras ni haciendas seguras
tendremos... Tiempos fatales,
de trastornos y de angustias.
CABALLERO 2.º:
Yo no sé cómo la reina
ha dado tan sin cordura
su mano y el trono y cetro
a Lisardo, que es, en suma,
un aventurero.
LISARDO:

 (Aparte, desconcertado.) 

¡Oh rabia!
Los que así su envidia apuran
son los mismos que postrados
vi a mis plantas en la jura
tenerse por venturosos
con sólo merecer una
sonrisa mía... ¡Malvados!
CABALLERO 1.º:

 (Recatándose.) 

Y pues nadie nos escucha,
os diré...
CABALLERO 2.º:
¿Qué...?

 (Se reúnen todos) 

CABALLERO 1.º:
Que sospecho...
LISARDO:

 (Aparte, agitado.) 

Sus palabras me atribulan.
CABALLERO 2.º:
¿Qué sospechas?
CABALLERO 1.º:
Que la suerte
del rey difunto, que ocultan
ese misterioso velo
y esa oscuridad profunda,
fué acaso...
CABALLERO 2.º:
¿Qué? ¿De la reina...?
CABALLERO 1.º:
Fué acaso, amigos, alguna
traición de ese monstruo inicuo
que el regio dosel usurpa,
que la majestad afrenta
y que a la nación abruma.
LISARDO:

 (Se retira confundido.) 

¡Basta..., basta!.., Yo me ahogo.
Fuego en mis venas circula.
¿Ya se sospecha...? ¿Y se dice...?
Sí. Lo he escuchado... No hay duda.
Estoy un volcán hollando
pronto a reventar. La chusma
habla de mí sin respeto;
la soldadesca me insulta,
y me observa y me persigue
de la nobleza la astucia.

 (Recobrando su energía.) 

Mas no importa; empuño el cetro,
arde mi pecho de furia.
Si hay conjuración, en sangre
sabré ahogarla antes que cunda.
En el alcázar entremos
invisible, con la ayuda
de este misterioso anillo,
a ver si allí se conjura.
 

(Al ir a salir de la escena cambia la decoración.)

 


Escena IV

 

Galería interior de Palacio. Decoración corta, y salen la REINA y ARBOLÁN, hablando entre sí con recato.

 
LISARDO:
Hacia aquí la reina viene
hablando con Arbolán.
Tiemblo en la duda espantosa
de lo que voy a escuchar.
¡Ay, que de hacerse invisible
la anhelada facultad
es un tormento horroroso,
es un presente infernal!
Mas aprovecharme es fuerza
de ella, que puede importar
a mi vida y a mi nombre.
¡Oh, qué terrible ansiedad!

 (Se acerca.) 

REINA:
Tus dudas y tus recelos,
¡oh generoso Arbolán!,
son infundadas e injustos,
si de mí seguro estás.
Sabes que por ti mi pecho
arde mucho tiempo ha,
desde los primeros años
de mi tierna mocedad,
y que sentarte en el trono
ha sido siempre mi afán.
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Oh infame!
ARBOLÁN:
Pero a Lisardo
miro en él sentado ya,
y por ti sola lo ocupa.
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Cielos!... ¡Qué afrenta!
REINA:
Es verdad.
Me fué preciso valerme
de su ambición infernal
como seguro instrumento
con que el primer golpe dar.
Después no me fué posible
freno poner a su audaz
arrojo, y le di mi mano
y el trono para lograr
adormecerle un momento
y ver cumplido mi afán.
LISARDO:

 (Aparte, despechado v haciendo vanos esfuerzos.) 

¡Oh furia de los infiernos!
¡Oh portento de maldad!
Yo te ahogaré entre mis brazos,
y ahora mismo... Pero..., ¡ah!,
el encanto de este anillo
no puedo sobrepujar.
ARBOLÁN:
Mas a Lisardo del trono,
¿cómo se puede arrancar?
¿No conoces su arrogancia?...
¿No su esfuerzo sin igual?...
¿No su altivez y osadía?...
Error grave fué, en verdad,
dar alas a ese coloso.
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Bien me conoce Arbolán!
REINA:
Nada temas, que yo sola,
yo, se las he de cortar.
ARBOLÁN:
Ved, señora, que su nombre,
aunque minándolo están
nuestros parciales amigos,
aún goza prestigio tal
entre el pueblo y los soldados,
que en mucho tiempo quizá
no lograremos en tierra
con ese coloso dar.
REINA:
Pues te aseguro que hoy mismo,
hoy mismo en tierra dará.
ARBOLÁN:
¿Hoy mismo?
REINA:
Sin duda... ¿Tiemblas?
¿Te falta aliento, Arbolán?
ARBOLÁN:
No tiemblo; pero quisiera
con prudencia asegurar
golpe de tanta importancia.
REINA:
Hoy segurísimo está.
ARBOLÁN:
Advertir que justamente
hoy guardia a palacio da,
con soldados escogidos,
un valiente capitán,
que es el mayor partidario
de Lisardo y el que más
entusiasmo le profesa.
LISARDO:

 (Aparte.) 

Noticia que aprovechar
sabré yo. Nada me asusta,
si tengo seguridad
de que la guardia me siga.
¡Pérfidos! No os temo ya.
ARBOLÁN:
Desistid por hoy, señora,
de vuestro intento, y dejad
que el tiempo nos proporcione
de ese dragón infernal
triunfo completo y seguro.
REINA:
Calla, que insensato estás.

 (Con sigilo) 

Oye.
LISARDO:

 (Aparte, acercándose más.) 

Oigamos.
REINA:
Al momento,
y ya no puede tardar
en que regrese Lisardo
de la caza, empezará
el regio festín, dispuesto
en la cámara real,
donde es segura su muerte.
ARBOLÁN:
¿Cómo...? No acierto... ¿Quizá...?
REINA:

 (Con sigilo.) 

Oye... Escúchame... La copa,
la copa en que ha de brindar
a la gloria de mi reino,
por mí envenenada está.
LISARDO:

 (Aparte, consternado.) 

¡Cielos! ¡Qué horror! ¿Es posible?
¡Oh monstruo de iniquidad!
Mas, ¡ay!, usan de un veneno,
como yo usé de un puñal.
ARBOLÁN:
El medio es seguro.
REINA:
Nadie
puede este golpe evitar.
LISARDO:

 (Aparte y furioso.) 

Voy a arrojar este anillo
y a sorprender su maldad.

 (Conteniéndose.) 

Mas no, nada lograría,
que soy también criminal,
y sólo un rostro sin mancha
logra al crimen aterrar.
ARBOLÁN:
¿Conque hoy mismo...?
REINA:
Sí, y su muerte
de estos Estados la paz,
y el amor que te consagro,
para siempre afirmará.

 (Se oye rumor.) 

Pero él llega; a recibirle
vamos con risueña faz.

 (Vanse.) 

LISARDO:

 (Paseándose muy agitado.) 

¿En dónde estoy? Estalla mi cabeza;
va a reventar mi destrozado pecho.
Me engañaron, sin duda, mis oídos.
Una ilusión fué todo del infierno.
Mi esposa..., aquella reina esclarecida,
que como un sol en la mitad del cielo
vieron mis ojos en el trono augusto,
y que con suave y seductor acento,
de lágrimas regado el rostro hermoso,
sus penas me contó, y amor tan ciego
en mí supo encender, ¿es..., ¡ay!, la misma
a quien acabo de escuchar? Yo tiemblo.
Mas... ¡mísero de mí, que en hondo olvido
el crimen do me hundió su encanto dejo!
Y ¿por qué he de ser yo más venturoso
que su primer marido? Me estremezco.

 (Pausa.) 

¿Y Arbolán? ¡Arbolán! El hombre solo
por quien dulce amistad sintió mi pecho,
en quien deposité mi confianza,
el que colmé de elogios y de premios,
de honores, de riquezas... Aquel mismo
que ha corto rato, ante mis plantas puesto
en actitud humilde, reverente,
gratitud me juraba... ¡Dios eterno!
¿Así se finge?... ¿Así se disimula?
¿Se miente así? ¿Qué es un humilde acento?
¿Qué es un afable rostro, si la muestra
no son de lo que pasa allá en el pecho?
¡Qué horror, qué horror! ¡Oh detestable mundo!
Yo te maldigo, sí; yo te detesto.

 (Pausa.) 

Mas ¿qué pronuncio sin temblar? ¡Ay triste!
¿Lo que yo mismo soy olvidar puedo?

 (Fuera de sí.) 

Un asesino soy..., ¡un asesino!
¿Es de los hombres el Destino horrendo
el de ser criminales?... ¡Infelices!...
¡Mísera condición en que nacemos!

 (Pausa. Resuelto.) 

Pues a ser criminal. Si en la carrera
tan adelante estoy, el Universo
admire en mí un coloso. Poderío
para aterrar a mis contrarios tengo.
Y si es lucha de crímenes la vida,
vivamos, sí; vivamos y luchemos.

 (Paseándose.) 

Caiga mi furia como ardiente rayo
sobre estos miserables, y deshechos
en ceniza a mis pies, sirvan al punto
a los conspiradores de escarmiento.
Sí. Decidido estoy. Guardo el anillo.

 (Se lo quita y lo guarda en la escarcela.) 

Que tal cual soy manifestarme quiero,
pues que ya todos piensan que a palacio
del campo regresé con mis monteros.
Aquí un paje se acerca; la noticia
de que es la guardia fiel aprovechemos.
¡Hola!
 

(Sale el PAJE.)

 
PAJE:
Señor...
LISARDO:
El capitán que manda
la guardia de palacio en el momento
venga a mis pies.
PAJE:
Seréis obedecido.

 (Vase.) 

LISARDO:
Temblarán, yo lo juro, los perversos.
La sangre se helará de los traidores.
De una inicua mujer a los derechos
no deberé el reinar, sino tan sólo
a mi fortuna y a mi heroico esfuerzo.
Sí. El alto trono que fundar quería
aquí lo he de fundar. Y estoy dispuesto
a fundarlo tan firme, que con sangre
sabré amasar sus sólidos cimientos.

 (Entra el CAPITÁN de la guardia, que hinca una rodilla, y LISARDO lo levanta.) 

Alza y ven a mis brazos, que te esperan,
de valor y lealtad noble modelo.
Sé quién eres; te he visto en las batallas
dando señales de tu heroico esfuerzo,
y yo no olvido nunca a los soldados
que en el campo lidiar con gloria veo.
CAPITÁN:
A vuestro lado, ¡oh rey el más cumplido
que en el mundo jamás empuñó el cetro!,
¿quién pudiera en los campos de batalla
no seguir fiel vuestro glorioso ejemplo?
La llama del valor que en vos esplende
se comunica a los vasallos vuestros,
y no hay quien tras de vos no corra ansioso
a buscar gloria en los mayores riesgos.
¿Qué me mandáis, señor?
LISARDO:
Saber quería
si a todo trance os encontráis dispuesto
a obedecer mi voz.
CAPITÁN:
¿Podéis dudarlo,
si os juré por mi rey?... Poned, os ruego,
a prueba mi lealtad y mi obediencia,
y quedaréis de entrambas satisfecho.
LISARDO:
Acaso hoy mismo las pondré, y no dudo
que mi apoyo serán, noble guerrero.
¿Sabes, dí, que hay traidores?
CAPITÁN:
No lo ignoro;
mas yo sus tramas pérfidas no temo.
LISARDO:
Son muchos.
CAPITÁN:
Pero más son los leales.
LISARDO:
De temible poder, de nombre excelso.
CAPITÁN:
Su nombre nada importa; al declararse
traidores lo mancharon y perdieron.
Y corto es el poder de los que apelan
a oscuras tramas y a cobardes medios.
LISARDO:
Aterrarlos es fuerza ante su vista
presentando al instante un escarmiento.
CAPITÁN:
Caiga el sol mismo desde su alto trono,
si osa el sol enojaros y ofenderos.
LISARDO:
Basta, que en tu lealtad y bizarría
el más firme sostén gozoso encuentro.
¿Y los soldados de la guardia?
CAPITÁN:
Todos
están por vos a perecer dispuestos.
LISARDO:
Que el salón del festín contigo ocupen;
tú te colocarás tras de mi asiento,
y a la menor señal prendes y matas
a los que yo indicare.
CAPITÁN:
Entiendo, entiendo.
LISARDO:
Ahora pide mercedes.
CAPITÁN:
Nada pido
por cumplir fiel la obligación que tengo.
LISARDO:
Pues de mi cuenta corre en este día
a tus servicios dar cumplido premio.
De cuanto hemos hablado en este sitio
guarda, que es importante, hondo secreto.

 (El CAPITÁN hace una reverencia y se va.) 

¿Si serán verdaderas sus ofertas,
y esa noble lealtad, y ese denuedo?
¿Si será algún traidor que finge y miente
de honradez y valor con el aspecto?
¡Ah! Los hombres que mandan a los hombres
debieran penetrar los pensamientos.
Juzgo que este soldado habló de veras,
de buena fe... ¿Quién sabe?... Bien, probemos
dónde alcanza el favor de la fortuna
y mi tenacidad... Ni ya otro medio
se me ofrece... Sí... Un golpe decisivo.
El peligro se acerca; urge el momento.
¡Ay, que esto no es vivir! ¡Oh, cuán horrible
es aquesta ansiedad en que me veo!

 (Pausa.) 

Mas ya resuena en el salón cercano,
donde el regio festín está dispuesto,
el rumor de la turba cortesana.
Vamos, pues, al festín, y procuremos
que oculte cuidadoso mi semblante
la espantosa tormenta de mi pecho.

 (Vase.) 



Escena V

 

Aparece un salón fantástico, magnífico, perfectamente iluminado, rodeado de aparadores, donde lucirán riquísimas vajillas, y en medio una gran mesa cubierta de oro, plata, cristal y flores, con seis cubiertos: dos a la testera, delante de regios sillones; dos a la derecha y otros dos a la izquierda, con taburetes sin respaldo. Salen pajes, ricamente vestidos, con platos, copas y viandas. Y cortesanos de gala, que se van colocando a un lado y otro de la escena. En seguida sale LISARDO por un lado con manto y corona, seguido del CAPITÁN de la guardia, que se coloca al frente en el fondo. Y por otro lado sale la REINA, también con manto y corona, seguida de damas lujosamente ataviadas. Al entrar los reyes en el salón, todos, menos los guardias y damas, hincan una rodilla, y gritan:

 
TODOS:
¡Viva el rey!
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Ah! Ya conozco
lo que son vuestros aplausos.
Miedo son... Mas si son miedo,
me suenan bien.

 (Alto.) 

Levantaos.
TODOS:

 (Levantándose.) 

¡Viva el rey!
LISARDO:

 (Con afectación.) 

Esos acentos
de lealtad y de entusiasmo
son el colmo de mis dichas,
nobles y fieles vasallos.

 (Aparte.) 

¿Cuántos habrá que,
traidores, estén mi exterminio ansiando?

 (Alto, a la REINA, con énfasis.) 

Llegad, señora. ¡Cuán bella!
Sois el sol en que me abraso.
REINA:
En serlo siempre a tus ojos
se cifrarán mis conatos.
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Oh aleve!... Una hiena miro
al través del regio manto.

 (Alto, y después de examinar el concurso.) 

¿Y el senescal?... No lo veo.
REINA:

 (Solícita.) 

La importancia de los cargos
que desempeña retarda
su venida...
LISARDO:

 (Aparte.) 

Sobresalto
me da su tardanza... ¡Cielos!
Mas fuerza es disimularlo.

 (Alto.) 

No importa, que siempre a tiempo
a mi mesa y a mis brazos
llega guerrero tan noble y
personaje tan alto.
 

(Se sientan LISARDO y la REINA, y detrás de sus sillones se colocan el CAPITÁN de la guardia y una Dama, y ocupan los otros cuatro asientos de la mesa cuatro personajes ancianos de los que están entre los Cortesanos. Los Pajes y las Damas sirven la mesa, y toca una dulce orquesta tan suave, que deje oír lo que se representa.)

 
REINA:

 (Inquieta y aparte.) 

Ni un leve rumor escucho
que me anuncie lo que aguardo,
y temo llegue el instante
si Arbolán no está a mi lado.
LISARDO:

 (Aparte.) 

Apresurar quiero el golpe,
aunque siento mucho darlo
sin que Arbolán el primero
de su traición lleve el pago.
Pues está echada la suerte,
de tanta angustia salgamos.

 (Alto.) 

¡De beber!
 

(Llega un Paje con una salvilla de oro, y en ella, una rica copa.)

 
REINA:

 (Tomando la salvilla de las manos del Paje.) 

Venga esa copa,
que yo quiero de mi mano
servirla a mi rey y esposo.
LISARDO:

 (Con calma.) 

De vos la estaba esperando.
Y para fineza tanta
con toda el alma pagaros
quiero que bebáis primero,
y que antes que yo brindando,
el licor de aquesa copa
torne en néctar vuestro labio.
REINA:

 (Turbada.) 

¿Yo..., señor...?
LISARDO:

 (Poniéndose en pie y con entereza.) 

Y ¿qué os asusta?
Bebed, pues, que yo lo mando.
 

(Agitación general. La REINA titubea, y se oye un lejano rumor.)

 
REINA:

 (Aparte.) 

¡Cielos!... Respiro.
LISARDO:

 (Sobresaltado.) 

¿Qué suena?
CAPITÁN:
Son del pueblo los aplausos.
LISARDO:

 (Airado.) 

¿Qué tardáis?... Bebed, señora.
REINA:

 (Horrorizada, tirando la copa.) 

No... Jamás, jamás, Lisardo.
LISARDO:

 (Furioso.) 

Guardias, prended a la reina.
Ese vino emponzoñado
está. Prendedla...
REINA:

 (Saliendo al centro de la escena.) 

Y ¿quién puede
atentar...?
CAPITÁN:

 (Corriendo hacia ella.) 

Yo y mis soldados.
 

(Movimiento general de terror y de indignación. Unos muestran asombro, otros meten mano a las espadas.)

 
REINA:
¡Traidores!... Yo soy la reina.
Ved qué hacéis.
 

(Sale ARBOLÁN con la espada en la mano, seguido de un tropel de pueblo y de soldados.)

 
VOCES:
¡Muera Lisardo!
LISARDO:

 (En medio de la confusión.) 

¡Guardias!... ¡Traidores!... Seguidme.
ARBOLÁN:

 (Al Capitón y Soldados.) 

¿A un regicida, a un tirano
defendéis?... Mirad en sangre
del rey teñidas sus manos.
El lo asesinó, os lo juro.
Valientes, abandonadlo.
CAPITÁN:

 (Asombrado.) 

¿De veras? ¡Qué horror! No demos
a tal monstruo nuestro amparo.
 

(Abandona la guardia a LISARDO.)

 
LISARDO:
¡Ah cobardes!...
VOCES:
¡Muera, muera!
ARBOLÁN:

 (Conteniendo a la turba.) 

Muera, pero en un cadalso.
LISARDO:

 (Despechado.) 

¡Oh furor!... ¡Qué adversa suerte!
Con el anillo me salvo.
 

(Se pone rápidamente la sortija de la bruja, y se hunde por escotillón. Cae el telón.)

 




ArribaActo cuarto


Escena primera

 

La escena representa el mismo rústico jardín de la segunda escena del primer acto, pero sin el lecho de LISARDO ni el asiento. La gruta de Marcolán, y él dentro de ella, está siempre inmutable. Sale LISARDO por escotillón, con traje humilde y sin la sortija.

 
LISARDO:

 (Asombrado.) 

¿Adónde, adónde, ¡cielos!, me ha traído
el anillo encantado?
¿Cómo hasta aquí tan rápido he venido?
¿Qué lóbrega región he atravesado?
Pasmado estoy.

 (Notando que le falta la sortija.) 

Mas, ¡ay!, la misteriosa
sortija, ¿qué se ha hecho?...
¿Cómo he perdido prenda tan preciosa?
Entre mis manos mismas se ha deshecho.

 (Reconociéndose la mano.) 

Sí... Desapareció. Y en lugar de ella,
en torno de mi dedo
de sangre helada me quedó una huella.
De asombro respirar apenas puedo.

 (Reconociendo el sitio en que está.) 

Mas ¿dónde estoy? No hay duda: la floresta
donde tan venturoso
me vi en los brazos de mi ZORA es ésta,
donde empecé a vivir y a ser dichoso.

 (Complacido.) 

Aquí descansaré. Y aquí del mundo
de crímenes, tornando
al de placer y amor, él furibundo
rigor de mi destino iré amansando.

 (Pausa, y recorre la escena como para cerciorarse de que es el mismo sitio que dice.) 

Mas, ¡ay!..., no tan risueña me parece
como la vez primera
esta mansión.
Ni, plácida, me ofrece
aquel encanto que a mi pecho diera.
¿Acaso nunca el hombre la ventura
recupera perdida,
y vano es su afanar cuando procura
felice ser dos veces en la vida?...
No. Sin duda esta selva me parece
lóbrega, porque en ella,
como resplandeció, no resplandece
la pura luz de mi divina estrella.
Yo buscaré perdido y anhelante
a mi adorada Zora,
y tornarán su aliento y su semblante
a hacerme esta mansión encantadora.

 (Va a salir resuelto, y vuelve afligido y turbado.) 

Pero ¡triste de mí! ¡Zora! Yo, ingrato,
la rechacé orgulloso,
con duro acento, con altivo trato,
desoyendo su ruego doloroso.
Y ¿cuándo? Cuando hermosa y apacible,
ángel de paz, venía
de un crimen espantoso, atroz, horrible,
a libertar, ¡ay Dios!, el alma mía.

 (Profundamente conmovido.) 

¡Zora! ¡Zora! Vengada estás; mi pecho
es raudal de amargura,
y por las garras del dolor deshecho
implora tu perdón y tu ternura.
¿Y obtendré tu perdón? Dulce esperanza
de obtenerlo me alienta,
pues no cabe el rencor ni la venganza
en el tierno candor que en ti se ostenta.
¡Ah!... Perdóname, sí; dame consuelo.
Que tú sola en el mundo
puedes sacarme, por favor del Cielo,
de este agitado piélago profundo.
 

(Sale y cruza lentamente la escena un rústico y humilde entierro, compuesto de cuatro Doncellas vestidas de blanco con guirnaldas de ciprés. Cuatro Villanos con sayos negros, que en unas angarillas llevan a ZORA muerta y vestida cual se presentó en la segunda escena del primer acto, y detrás, dos hombres enlutados y un viejo ENTERRADOR, también de luto, y con un azadón al hombro.)

 
LISARDO:

 (Sorprendido.) 

¡Oh cielos!... ¿Qué viene allí?...
Un rústico funeral.
Me hiela un sudor mortal.
No sé lo que pasa en mí.
Preguntaré.

 (Se acerca al ENTERRADOR.) 

Buen anciano,
¿quién es esa desdichada?
ENTERRADOR:
Es Zora, que abandonada
por un marido inhumano,
y ardiendo siempre en amor,
tras de penosa agonía,
murió al despuntar el día,
víctima de su dolor.
LISARDO:

 (Convulso.) 

¿Zora... ?
ENTERRADOR:
Sí, Zora.
LISARDO:

 (Fuera de sí, deteniendo el entierro.) 

¡Ah!... Dejad
que sobre el cadáver yerto
este infeliz quede muerto,
y una tumba a entrambos dad.
ENTERRADOR:
Retroceded, imprudente.
Alejaos. ¿Qué pretendéis?
No el reposo profanéis
de una mísera inocente.
LISARDO:

 (Furioso.) 

Este cadáver es mío,
miserables.
ENTERRADOR:
Insensato.
¿Qué frenético arrebato,
qué furioso desvarío te obliga...?
LISARDO:

 (Acometiendo al féretro.) 

Sí, Zora es mía.
Dádmela, que es mía, sí,
o todos seréis aquí
despojo de mi osadía.
 

(Los dos enlutados que defendían el féretro se asustan y retroceden.)

 
ENTERRADOR:

 (Asustado.) 

De su furia me acobardo.
LISARDO:

 (Furioso en todo extremo.) 

Dadme, dadme luego a Zora,
o la rabia abrasadora
temed del feroz Lisardo.
 

(Al oír este nombre, los cuatro que llevan las angarillas las dejan en el suelo, sobrecogidos de terror, y ellos y las Doncellas se ponen en fuga.)

 
ENTERRADOR:

 (Sobrecogido de espanto.) 

Lisardo es el que miramos.
Sí, Lisardo el asesino.
¿Por dónde a esta tierra vino?
¡Qué horror!... ¡Oh cielos! Huyamos.
 

(Vase con los dos enlutados. Corre LISARDO frenético. Levanta el velo negro que cubre el cadáver de ZORA, lo saca del féretro y lo lleva en brazos a un lado del proscenio, haciendo extremos de demente.)

 
LISARDO:

 (Agitadísimo.) 

Zora del alma mía,
Zora, mi bien, despierta...
Zora..., mi Zora... ¡Ah! ¡Muerta!
¡Helada!... Apenas puedo respirar.
Y yo, yo, ¡estrella impía!,
yo té he dado la muerte.
¿Y en mis brazos tenerte
oso y tu faz marchita contemplar?

 (Reconociéndola y tocándola como dudando de su muerte.) 

¿Engañoso desmayo
acaso no pudiera,
cual nube pasajera...?

 (Cerciorado.) 

No. Es un cadáver. ¡Mísero de mí!

 (Alejándose del cadáver.) 

¡Cielos!, lanzad un rayo
que mi frente confunda,
que me anonade y hunda,
y que a su lado me sepulte aquí.

 (Acercándose e inclinándose sobre el cadáver.) 

Si pudiera mi aliento,
si mi sangre, mi vida,
si la llama encendida
en mi pecho, do el crimen se asentó,
pasarse en un momento
a esta ceniza fría...,
¡oh, cuánto ganaría
el mundo y cuánto ganaría yo!...

 (De rodillas.) 

Con el mundo piadoso
sed, ¡oh Dios!, revivida
a costa de mi vida,
volvedle esta mujer angelical,
este astro luminoso.
Y de mi libertadle,
el espanto quitadle
de este monstruo sangriento y criminal.

 (Delirante, abrazando el cadáver de ZORA.) 

Mi ángel, despierta;
álzate, mira,
vive, respira,
oye mi voz.

 (Despechado.) 

¡Ay!... ¡Está muerta!
Y yo la muerte,
¡horrenda suerte!,
le di feroz.
Yo me ahogo, mísero;
no puedo más.
Mujer angélica,
vengada estás.
Ardiente tósigo
me abrasa, sí.
¡Oh tierra, trágame,
trágame aquí!

 (Queda inclinado sobre el cadáver, abrumado de dolor.) 

LISEO:

 (Dentro.) 

Lisardo..., Lisardo.
LISARDO:

 (Aterrado.) 

¿Quién...?
La voz de la Eternidad
me ha llamado... ¡Oh Dios. piedad!
Piedad de un mísero ten.
 

(Sale LISEO, y al verlo queda LISARDO confundido.)

 
LISEO:

 (En tono amenazador.) 

Lisardo, si no contento
con haber dado la muerte
a esta infelice, faltando
al juramento solemne
que aquí, en mis manos, hiciste,
cebarte furioso quieres
en su mísero cadáver,
y en tu crimen complacerte,
la justicia de los cielos
y la de los hombres teme.
La justicia que reclama
el desconsuelo, que adviertes
con horror en mis mejillas
y en las sombras de mi frente.
Que el desconsuelo de un padre
como yo, afligido, siempre
en el tribunal eterno
piadosa acogida tiene.
LISARDO:

 (Turbado, acercándose a LISEO

¡Señor...! ¿Sois vos?
LISEO:

 (Severo.) 

Sí, Lisardo.
Soy Liseo. Tiembla al verme.
Soy el que te dió su hija
para que feliz la hicieses.
Mira cuál la devolviste
a su paternal albergue.
LISARDO:

 (Confuso.) 

Señor..., sois el primer hombre
que... turbado..., reverente...,
temblando escucho.
LISEO:
Lisardo,
no soy yo quien tanto puede.
Es el espectro espantoso
que delante miras siempre,
y son los remordimientos
de los crímenes que hierven
en tu corazón.
LISARDO:

 (Desconsolado y suplicante.) 

¡Oh padre!
LISEO:

 (Retrocediendo.) 

Quita, monstruo... ¿Qué pretendes?
LISARDO:
Yo... Mi Zora...
LISEO:
¿Zora tuya...?
Zora es sólo de la muerte:
Zora de la tierra es sólo,
y yo sólo soy quien debe
darle el último descanso.
Aléjate. Aquí no eres
más que una espantosa hiena,
un buitre voraz, que viene
a destrozar un cadáver.
Déjalo en paz. Huye, vete.

 (Va cerca del cadáver y se pone en actitud de defenderlo.) 

LISARDO:

 (Conmovido.) 

No..., no. Mi esposa fué Zora,
y si no logro la muerte,
que es lo que anhelo, a su lado,
para que a ambos nos encierre
un mismo sepulcro, quiero
dárselo como merece.

 (Recobrando su altanería.) 

Mi magnífico palacio,
que domina estos vergeles,
recíbala en sus salones,
y en ellos mi esposa encuentre
el soberbio mausoleo
que a sus cenizas conviene.
Todas mis riquezas, todas,
en su sepulcro se ostente;
y de que fué esposa mía
en el mundo se conserve
el recuerdo en oro y mármol
consignado para siempre.
LISEO:
¡Insensato!... ¿Tus riquezas...?
¿Tu palacio...? Estás demente.
¿Ignoras que de bandidos
una codiciosa hueste
ha robado tus tesoros,
y que ha incendiado, inclemente,
tu magnífico palacio?
Corre a verlo. Nada tienes.
Tus riquezas y tu alcázar
son vil ceniza, humo leve.
 

(LISARDO, sobrecogido, vuelve el rostro al fondo de la escena, y, abriéndose y apartándose de repente los árboles, dejan ver a lo lejos el palacio ardiendo, y queda todo iluminado con el rojo resplandor del incendio.)

 
LISARDO:

 (Corriendo hacia el fondo.) 

¿Qué es lo que miro?... ¡Infelice!
Ah!... Mis fuerzas desfallecen.
 

(Cae al suelo privado de sentido. LISEO hace una seña, y salen los cuatro Villanos con sayos negros colocan apresuradamente el cadáver de ZORA en las angarillas y con ellas se van todos, dejando solo y tendido en tierra a LISARDO. Se vuelven a unir los árboles del fondo, ocultando el incendio, y queda la escena en la mayor oscuridad.)

 
LISARDO:

 (Volviendo en sí.) 

¡Infeliz, infeliz! ¡Ay! Y ¿aún respiro?
¿Para qué torno a la angustiosa vida?
¿En dónde un rayo de consuelo miro?
¡Ah! Toda mi esperanza está perdida.

 (Se levanta del suelo.) 

Sí, toda mi esperanza
se la ha llevado el viento.

 (Recobrando gradualmente su energía.) 

Y ¿quedará Lisardo sin venganza,
tendido en este potro de tormento?
Yo, yo, dominador de la ancha Tierra;
yo, rayo de la guerra,
¿he de morir en este valle oscuro
como el más vil mortal, como un gusano
y reirá el orbe ufano,
de mi furor juzgándose seguro?

 (Despechado.) 

Desplómate rasgado en roncos truenos,
¡cielo!, sobre mi frente,
o trágame inclemente,
tierra de horror, en tus oscuros senos.
¿Yo desde el regio trono
en la miseria hundido,
y por traidores pérfidos vendido,
y de una vil mujer por el encono?
y cuando en mis riquezas
nuevo apoyo busqué, para que el mundo
admirando de nuevo mis proezas,
otra vez lleno de terror profundo,
se humillara a mis plantas,
tras desventuras tantas,
¿hallo ceniza y humo,
y en furor impotente me consumo?

 (Pausa.) 

Mas nada, nada importa
cuanto perdí, que aún quedo yo. Y aún siento
el colosal aliento
que mi indomable corazón aborta.
Si el Cielo me ayudara... Mas ¿qué dice
mi necio labio?... El Cielo me maldice.
Pues bien, mi ayuda sea
el infernal poder. Oiga mi ruego,
déme su auxilio, y luego,
asombrado, verá cuán bien lo emplea.
 

(Se oye un espantoso trueno subterráneo, y entra por escotillón el DEMONIO vestido de bandolero, pero con algunas señales que manifiestan quién es. En el momento de aparecer se verá un gran relámpago que alumbre toda la escena, volviendo luego a quedar en tinieblas.)

 
DEMONIO:

 (Con voz áspera.) 

¿Qué del infierno quieres?
Él a satisfacer tu afán me envía.
LISARDO:

 (Asombrado.) 

¡Oh, qué espanto!... ¿Quién eres?
DEMONIO:
No la presencia mía
te turbe, pues poder para ayudarte,
Lisardo altivo, tengo; y para darte
los medios con que alcanza
un hombre de tu temple la venganza.
LISARDO:

 (Reanimado y con ansiedad.) 

Dame armas y pendones,
guerreros escuadrones,
que mis contrarios, aterrados, vean,
y que del orbe el exterminio sean.
 

(El DEMONIO da una patada en el suelo, y de los troncos de los árboles, de los riscos y de debajo de tierra salen bandoleros de aspecto feroz y torvo, vestidos de pieles de fieras, con cascos de hierro y con cimitarras, lanzas, arcos y flechas. LISARDO los mira con asombro y admiración.)

 
DEMONIO:
Helos aquí presentes,
y, aunque los juzgues pocos, tan valientes,
que excederán en mucho tus deseos
poblando el ancho mundo de trofeos.
LISARDO:
¡Oh, qué extraño portento!
Nacen escuadras a mi sólo aliento.

 (Se reconoce, y ve que no tiene espada.) 

Pero ¿yo desarmado?
DEMONIO:

 (Dándole una espada.) 

Este estoque te traje preparado,
guadaña de la muerte,
y prenda digna de tu brazo fuerte.
Con él a la cabeza
ponte de estos valientes bandoleros,
que bandoleros son, más no te asombre,
pues no serás, Lisardo, el primer hombre
de arrojo y fortaleza
que al frente de bandidos ha logrado
un imperio rendir, un elevado
trono fundar y ver postrado al mundo
besar su planta con terror profundo.
LISARDO:

 (Entusiasmado.) 

Sí; cuando empuño una tajante espada
y de valientes circundar me veo,
ser ya señor del Universo creo,
y contemplo la Tierra encadenada.
DEMONIO:
Emprende tus campañas.
Que al renombre inmortal de tus hazañas,
obedientes muy pronto a tus pendones,
traerá nuevos y fuertes escuadrones
y poderosas lanzas
que satisfechas dejen tus venganzas.
Y porque no tan sólo con despojos
de fresca sangre rojos
premies a los soldados
que sigan tus banderas esforzados,
quiero mostrarte ahora
las riquezas ocultas que atesora
este bosque sombrío:
por aquí de oro puro pasa un río.
Míralo por las señas
que te den estos troncos y estas breñas.

 (Toca varios troncos y piedras, y se convierten en oro resplandeciente.) 

Todo es tuyo, Lisardo.
LISARDO:

 (Reconociendo, admirado aquella riqueza.) 

¡Portento sin igual! Y ya, ¿qué aguardo?

 (Dirigiéndose a los bandoleros, que estarán apiñados a un lado.) 

¡Oh valientes, volemos,
y al mundo leyes y cadenas demos!
Campiñas y ciudades
se conviertan en yermas soledades,
y abriendo a sangre y fuego ancho camino,
las leyes trastornemos del Destino,
por él ciego corramos,
sembrando horror y muerte. Vamos, vamos.
 

(Se arroja decidido LISARDO al frente de los bandoleros hacia el fondo de la escena, donde se levanta de pronto delante de él, atajándole el paso, una muralla de bronce, y baja de las bambalinas, y se pone en pie sobre la muralla, un ÁNGEL mancebo, con una ropa flotante de tela de plata, alas extendidas de plumas de colores y con dos espadas de fuego, una en cada mano. Al mismo tiempo, arde arriba una llama de bengala que lo ilumina todo. LISARDO retrocede horrorizado, y lo mismo el DEMONIO y los Bandoleros, agrupándose todos a un lado del proscenio, sin osar mirar al ÁNGEL.)

 
ÁNGEL:
Confúndete, miserable.
Tente, mortal infeliz:
tu furia y la del infierno
pasar no pueden de aquí.
LISARDO:

 (Aterrado.) 

¡Ah! ¿Qué es esto? ¿Qué alto muro
se alza mi paso a impedir?
¿Qué luz deslumbra mis ojos?...
¿Qué voz tronadora oí?...

 (Abrazándose al DEMONIO.) 

Dame tu amparo...
DEMONIO:

 (Cobarde y despechado.) 

No puedo
contigo adelante ir,
que es la voluntad divina
el muro que ves ahí,
y traspasarlo no pueden
ni mi audacia, ni mi ardid,
ni todo el infierno junto
derribarlo... ¡Pese a mí!
 

(Se hunden el DEMONIO y los Bandoleros, y se queda LISARDO sin espada.)

 
ÁNGEL:
La medida se ha llenado.
Decretado está tu fin.
 

(Se remonta el ÁNGEL y desaparece, y se apaga la llama de bengala. quedando enteramente oscura la escena.)

 
LISARDO:

 (Medio derribado en tierra.) 

¡Ay de mí, desdichado!
¡Qué horror!
Siento mi pecho helado
de terror.
¡Ay!... Mi soberbio brío,
¿dónde está?
El alto esfuerzo mío
nada es ya.
VOCES:

 (Dentro, a lo lejos.) 

Por aquí, por aquí.
OTRAS VOCES:

 (Dentro, más cerca.) 

Vamos, marchemos.
ARBOLÁN:

 (Dentro.) 

Si aquí el traidor se oculta,
y lo espeso del bosque dificulta
que con él encontremos,
al fuego abrasador la selva demos.
LISARDO:

 (Levantándose, presuroso.) 

Allí, ¡oh furor! mis enemigos vienen,
y del vil Arbolán la voz escucho.
Con nuevas ansias lucho...
Aun miedo a mi poder, cobardes, tienen.
Y tienen bien...,

 (Reanimado.) 

porque mi faz airada
sabrá aterrarlos y mi ardiente espada.

 (Va a meter mano, y se encuentra sin espada.) 

Mas ¿dónde..., ¡Cielo santo!,
mi espada está?... ¿Quién pudo
quitármela?...

 (Horrorizado.) 

¿Lo dudo...?
El infierno..., ¡qué espanto!...,
pues prenda suya era.
VOCES:

 (Dentro, cerca.) 

¡Allí está el asesino!
OTRAS VOCES:
¡Muera, muera!
LISARDO:

 (Aterrorizado.) 

Huyamos, si un camino
aun me guarda, piadoso, mi destino.

 (Corre hacia el muro y vuelve atrás, despechado.) 

No le hay..., sólo la muerte.
Cúmplase pronto mi tremenda suerte.
 

(Entran en confuso tropel SOLDADOS, VILLANOS y CABALLEROS de los que ya se han visto en la plaza y en el palacio, todos con espada o lanza o hacha de armas en la mano derecha, y en la izquierda, una antorcha encendida. Se esparcen feroces por la escena, rodeando a LISARDO. Detrás de ellos sale ARBOLÁN, con corona de oro sobre el morrión, manto real sobre la armadura y la espada en la mano. Y le rodean cuatro Guardias con alabardas.)

 
UNOS:

 (Al salir.) 

Aquí está el regicida.
OTROS:

 (Ídem.) 

Aquí está el asesino.
LISARDO:

 (Al ver venir a ARBOLÁN.) 

Mi manto y mi corona
en quién, ¡oh cielos!, miro.
¡Ay! De mi pecho es éste
el más atroz martirio.
ARBOLÁN:

 (Conteniendo a los suyos.) 

No le matéis. Prendedle,
porque no debe, amigos,
morir a honradas manos,
cual noble, en este sitio,
sino a las del verdugo
en infame suplicio.

 (Todos se contienen, y llega a LISARDO.) 

Humíllate a mis plantas;
confúndete, asesino.
LISARDO:

 (Con altivez.) 

Mátame. ¿Qué te asusta?
Pasa este pecho mío,
pues me encuentras sin armas
por tu feliz destino.
Que si espada tuviera,
te juro por mí mismo
que tú y estos cobardes
que me insultan altivos
huyerais de mi saña
pidiendo a Dios auxilio.
ARBOLÁN:

 (Orgulloso.) 

Ríndete, miserable,
que soy tu rey.
LISARDO:

 (Con desprecio.) 

¡Inicuo!
Jamás... Un vil aleve
solamente en ti miro,
y en esta infame turba
rebeldes siervos míos.
TODOS:

 (Agitándose en torno.) 

Muera.
ARBOLÁN:

 (Conteniéndolos.) 

No. Sujetadle,
y al cercano castillo,
cargado de prisiones
al punto conducidlo.
Allí en un calabozo
confúndase su brío
el plazo de esta noche,
pues al momento mismo
que el nuevo sol alumbre,
en infame suplicio
perecerá, del mundo
y del cielo maldito.
 

(Luchan un instante con LISARDO y lo sujetan y sacan de la escena, y con él se van rápidamente todos y ARBOLÁN.)

 


Escena II

 

Decoración corta que representa una oscura prisión y dos fuertes rejas, una a la derecha y otra a la izquierda. Es de noche. Entra LISARDO cargado de cadenas, pero puestas de modo que no le impidan el andar, ni la acción de los brazos.

 
LISARDO:
¿Es verdad...? ¿Lisardo soy,
el que no cupo en la Tierra?
¿Este calabozo encierra
todas mis grandezas hoy?
¿Es cierto que atado estoy,
y con hierros mi furor
sujeto, por el temor
con que ve cobarde el mundo
mi denuedo sin segundo
y mi indomable valor?...
Es verdad, no hay duda, sí.
Cobardes, viles, traidores,
ahora sacian sus rencores
a mansalva sobre mí.
Pero sepan que aun aquí,
de cadenas abrumado
y de estos muros cercado,
arder en mi pecho siento
aquel volcánico aliento
que el orbe admiró postrado.
Arde. Y si el Cielo me diera
estos hierros quebrantar,
estos muros derribar
y volver a mi carrera,
lección saludable fuera
mi estancia en esta prisión.
Sí, saludable lección,
que me dice: del dominio
la sangre y el exterminio
las firmes columnas son.
La sangre de los traidores,
el exterminio total
de todo osado rival,
son sus cimientos mejores.
Si lograran mis furores,
si mi sañuda altivez
de esta torre la estrechez
burlar... ¡Ah!... Por vida mía,
que el mundo no me vería
cual estoy, segunda vez.

 (Se pasea y se oye a lo lejos rumor de música militar, y prosigue animoso.) 

Y qué, ¿me cierra el Destino
con brazo terrible y fuerte,
en tan angustiosa suerte,
de la esperanza el camino?...
Rumor de tropa imagino
hacia este lado sonar;
aún me pudiera ayudar,
recordando la alta gloria
de tanta insigne victoria
como yo le supe dar.

 (Se acerca a una de las rejas por donde se ve el resplandor de las hachas de viento.) 

Son, ¡ah!, mis soldados, sí,
los que glorioso mandé,
los que de lauro colmé,
los que un dios vieron en mí.

 (Con voz alta, hablando por la reja.) 

Valientes, miradme aquí.
La traición, la envidia fiera
me tienen de esta manera;
que vuestro esfuerzo leal
salve a vuestro general.
Soy Lisardo.
VOCES:

 (Dentro.) 

¡Muera, muera!
 

(LISARDO se retira precipitado de la ventana con muestras de despecho.)

 
LISARDO:
¡Oh desengaño cruel!
¡Oh terrible confusión!
Me aprietan el corazón
como un áspero cordel.
¿Qué se ha hecho, ¡cielos!, aquel
entusiasmado ardimiento,
que daba mi nombre al viento
cual del numen de la guerra,
y que por rey de la Tierra
me dió en el dosel asiento?

 (Se oye a lo lejos rumor de pueblo.) 

Mas del pueblo en la memoria
más firme estará grabado,
que mi esfuerzo denodado
le dió libertad y gloria;
que ganando una victoria
lo liberté del furor
del bárbaro destructor.
Pues bien: al pueblo apelemos,
ya que en los soldados vemos
tanto olvido y tal rencor.

 (Se acerca a la otra reja, por la que también se advierte el resplandor de luces.) 

Sí... La plaza toda llena.
Quiero hablarle. Oiga mi voz.

 (En voz alta. hablando por la reja.) 

Pueblo, ved mi suerte atroz.
La envidia aquí me encadena,
y ella sola me condena.
Yo sacrifiqué mi vida
por vuestro bien. Defendida
la patria ha sido por mí.
Sacadme, ¡oh pueblo!, de aquí.
VOCES:

 (Dentro.) 

¡Muera, muera el regicida!
LISARDO:

 (Volviendo aterrado al centro de la escena.) 

¡Oh qué horror! ¡Qué ansia mortal!
¿De quién, ¡ah!, de quién me quejo?
¿Así en el olvido dejo
que soy atroz criminal?
¡Oh, qué recuerdo fatal!

 (Despechado.) 

Mas, por ventura, ¿mejores
son los aleves traidores
que mi muerte han decretado,
trayéndome al duro estado
de blanco de sus furores?
¡Ay!, sin venganza morir
es lo que me aflige más.
Si consiguiera quizá
de nuevo al mundo salir,
¿quién pudiera resistir,
quién, mi encono vengador?
¡Con qué gozo de furor,
con qué furiosa alegría
en sangre lo inundaría
y lo hundiera en el terror!
Si hay algún hombre ambicioso
que saciada quiera ver
su ambición, venga a romper
mi cárcel, será dichoso.
Protéjame poderoso,
verá lo que por él hago.
Le fundaré, sobre un lago
de sangre, un imperio, sí.
 

(Sale rápidamente por escotillón el espectro del REY con manto y corona, y mostrándole el pecho herido y brotando sangre.)

 
REY:
¡Traidor, yo te protegí
y me distes este pago!

 (Húndese) 

LISARDO:

 (Pasmado de terror.) 

¿Qué han visto mis ojos?... ¡Ah!...
¡Qué visión tan espantable!
Y yo ¡cuán abominable
me miro y contemplo ya!
Justa es la suerte que está
amenazando mi frente.
Mas, ¡ay!, me hizo delincuente
el mundo fascinador,
que aunque nací con valor,
nací también inocente.
¡Oh ambición!... ¡Oh poderío!
¿Quién con vos no es criminal?
Os detesto; odio mortal
os jura este pecho mío.
Si de mi Destino impío
el rigor burlar pudiera,
¡cuán distinta vida hiciera!...
Buscara lejos del mundo
paz y reposo profundo;
el campo mi asilo fuera.

 (Enternecido.) 

El campo... ¡Qué venturoso
en él, ¡ay cielos!, me vi!...
Al campo volviera, sí,
y a su tranquilo reposo.
Tierna Zora, dueño hermoso,
¡qué feliz en él me hiciste!
Sé el amparo de este triste.
Ven mis hierros a romper.
 

(Entra por otro escotillón el espectro de ZORA, tal cual estaba su cadáver.)

 
ZORA:

 (Con voz sepulcral.) 

Feliz yo te quise hacer;
la muerte en pago me diste.

 (Húndese.) 

LISARDO:

 (Trémulo y aterrado.) 

¡Ay de mí, desventurado!
¿Esto he visto y vivo estoy?
Me encuentro por doquier hoy
de crímenes rodeado.

 (Muy afligido y mirando al fondo.) 

Mira por mí, padre amado.
De este mundo de maldad
vuélveme a la soledad
del escollo en que nací;
torne a verme junto a ti,
ten de Lisardo piedad.
 

(Aparece en el centro del muro de la prisión que cierra el fondo un cuadro grande transparente, en que se ve con toda exactitud la decoración de la primera escena del acto primero; esto es, la montaña de peñascos, descubriéndose por un lado el mar y a la derecha del espectador la gruta de Marcolán, dentro de la cual se verá distintamente sólo un esqueleto. LISARDO lo contempla un momento, estupefacto; retrocede, y el cuadro desaparece.)

 
LISARDO:

 (En la última desesperación.) 

La furia veo patente
con que el Cielo inexorable
su maldición espantable
desploma sobre mi frente.
¡Oh, qué tormento inclemente
es aqueste afán interno!...
¿Qué me espera, Dios eterno?...
¿Qué me aguarda, hado cruel?
 

(Suena bajo el tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
El patíbulo, y tras de él
la eternidad del infierno.
 

(Se descubre todo el fondo de la escena, y aparece una gran horca, con cordeles y escalera pintada de negro, que estará aislada, y detrás, a alguna distancia, se verá un mar de fuego, que llena todo el frente y se agita en todas direcciones, viéndose cruzar por él figuras negras movibles de demonios, serpientes y monstruos espantosos. La escena se alumbrará toda con la luz roja de las llamas. LISARDO contempla un momento aterrado tan espantosa visión, y corre de un lado a otro, haciendo extremos, y va a caer desmayado en el sitio en que estaba su lecho en el primer acto.)

 
LISARDO:

 (Cayendo desmayado.) 

¡Qué horror, qué horror! ¡Ay de mí!
MARCOLÁN:

 (Dentro de su gruta, mirando al reloj de arena.) 

El conjuro está cumplido.
Vuelva a gozar el dormido
de paz y reposo aquí.
 

(Cruzan la escena en todas direcciones, y como al fin de la primera escena del primer acto las mismas ligeras gasas transparentes, con figuras vagas y fantásticas, y se reúnen como entonces en el fondo y delante de LISARDO, formando como una niebla blanquecina que lo oculta todo. Verificado esto, cierra el libro MARCOLÁN, se levanta gravemente, toma su vara de oro y sale majestuosamente de la gruta, mirando a todos lados.)

 
MARCOLÁN:

 (En tono solemne.) 

Espíritus celestes e infernales,
genios del bien y el mal que los destinos
por ocultos caminos
dirigís de los míseros mortales:
pues que ya obedecisteis mi conjuro,
alejaos de este escollo en el momento
y a la región del viento
tornad o de la tierra al centro oscuro.
 

(Agita la vara en derredor. Se alza rápidamente la niebla y aparece la misma decoración con que empezó el drama, con la diferencia de que el mar estará tranquilo. Y detrás de él y de la montaña de peñascos se verá un cielo que represente un risueño amanecer. El tosco lecho se verá en el mismo sitio, y en él LISARDO, dormido, vestido de pieles, como apareció la primera vez.)

 
LISARDO:

 (Inquieto y aún soñando.) 

¡Ay de mí! Basta. ¡Qué horror!
MARCOLÁN:

 (Contemplándole con compasión.) 

¡Desdichado! Aún el ensueño
es de sus sentidos dueño.
Termine ya su rigor

 (Extiende sobre él la vara, y dice en voz alta.) 

Deja, Lisardo, el reposo,
que ya en el risueño Oriente
la aurora resplandeciente
anuncia un sol venturoso.
Despierta, despierta, pues.

 (Le toca con la vara y se retira a un lado.) 

LISARDO:

 (Despierta, mira atónito a todos lados, se levanta y corre a los brazos de su padre.) 

¿En dónde, ¡oh cielos!, estoy?...
¡Oh, qué venturoso soy!
Mi amado padre aquél es.
¡Padre!
MARCOLÁN:

 (Con gran ternura.) 

¡Hijo mío! ¿Has pasado
bien la noche?
LISARDO:

 (Abatidísimo.) 

¡Padre!... ¡Oh!
¡Qué infeliz he sido yo!
Tengo el pecho destrozado.
MARCOLÁN:
¿Mas para ir al mundo estás
dispuesto cual te ofrecí?
Hoy me dejarás aquí...
LISARDO:

 (Abrazando estrechamente a su padre con gran vehemencia y la mayor expresión de terror.) 

No, padre mío, ¡jamás!
 

(MARCOLÁN alza la cabeza y las manos al Cielo, como para darle gracias, y cae el telón.)

 

Sevilla, 1842.





 
 
Fin de «El desengaño en un sueño»