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ArribaAbajoLibro séptimo


ArribaAbajoCapítulo I

Que importa tener noticias de los hechos de los indios, mayormente de los mejicanos


Cualquiera historia, siendo verdadera y bien escrita, trae no pequeño provecho al lector, porque, según dice el sabio,238 lo que fué, eso es, y lo que será, es lo que fué. Son las cosas humanas entre sí muy semejantes, y de los sucesos de unos aprenden otros. No hay gente tan bárbara, que no tenga algo bueno que alabar; ni la hay tan política y humana, que no tenga algo que enmendar.

Pues cuando la relación o la historia do los hechos de los indios no tuviese otro fruto más de este común de ser historia y relación de cosas, que en efecto de verdad pasaron, merece ser recibida por cosa útil, y no por ser indios es de desechar la noticia de sus cosas, como en las cosas naturales vemos, que no sólo de los animales generosos y de las plantas insignes y piedras preciosas escriben los autores, sino también de animales bajos y de yerbas comunes y de piedras y de cosas muy ordinarias, porque allí también hay propiedades dignas de consideración. Así que cuando esto no tuviese más que ser historia, siendo como lo es, y no fábulas y ficciones, no es sujeto indigno de escribirse y leerse.

Mas hay otra muy particular razón, que por ser de gentes poco estimadas se estima en más lo que de ellas es digno de memoria, y por ser en materias diferentes de nuestra Europa, como lo son aquellas naciones, da mayor gusto entender de raíz su origen, su modo de proceder, sus sucesos prósperos y adversos. Y no es sólo gusto, sino provecho también, mayormente para los que los han de tratar, pues la noticia de sus cosas convida a que nos den crédito en las nuestras y enseñan en gran parte cómo se deban tratar, y aun quitan mucho del común y necio desprecio en que los de Europa los tienen, no juzgando de estas gentes tengan cosas de hombres de razón y prudencia. El desengaño de esta su vulgar opinión en ninguna parte le pueden mejor hallar que en la verdadera narración de los hechos de esta gente.

Trataré, pues, con ayuda del Señor, del origen y sucesiones y hechos notables de los mejicanos con la brevedad que pudiere; y últimamente se podrá entender la disposición que el altísimo Dios quiso escoger para enviar a estas naciones la luz del evangelio de su unigénito hijo Jesucristo, nuestro señor, al cual suplico enderece este nuestro pequeño trabajo, de suerte que salga a gloria de su divina grandeza y alguna utilidad de estas gentes, a quien comunicó su santa ley evangélica.




ArribaAbajoCapítulo II

De los antiguos moradores de la Nueva España, y cómo vinieron a ella los Navatlacas


Los antiguos y primeros moradores de las provincias que llamamos Nueva España fueron hombres muy bárbaros y silvestres, que sólo se mantenían de caza, y por eso les pusieron nombre de Chichimecas. No sembraban ni cultivaban la tierra, ni vivían juntos, porque todo su ejercicio y vida era cazar, y en esto eran diestrísimos. Habitaban en los riscos y más ásperos lugares de las montañas, viviendo bestialmente sin ninguna policía, desnudos totalmente. Cazaban venados, liebres, conejos, comadrejas, topos, gatos monteses, pájaros y aun inmundicias, como culebras, lagartos, ratones, langostas y gusanos, y de esto y de yerbas y raíces se sustentaban. Dormían por los montes en las cuevas y entre las matas; las mujeres iban con los maridos a los mismos ejercicios de caza, dejando a los hijuelos colgados de una rama de un árbol, metidos en una cestilla de juncos, bien hartos de leche, hasta que volvían con la caza. No tenían superior, ni le reconocían, ni adoraban dioses, ni tenían ritos, ni religión alguna.

Hoy día hay en la Nueva España de este género de gente, que viven de su arco y flechas, y son muy perjudiciales, porque para hacer mal y saltear se acaudillan y juntan, y no han podido los españoles, por bien ni mal, por maña ni fuerza, reducirlos a policía y obediencia, porque, como no tienen pueblos, ni asiento, el pelear con éstos es puramente montear fieras, que se esparcen y esconden por lo más áspero y encubierto de la sierra; tal es el modo de vivir de muchas provincias hoy día en diversas partes de Indias. Y de este género de indios bárbaros principalmente se trata en los libros de Procuranda Indorum salute, cuando se dice que tienen necesidad de ser compelidos y sujetados con alguna honesta fuerza, y que es necesario enseñallos primero a ser hombres, y después a ser cristianos.

Quieren decir que de estos mismos eran los que en la Nueva España llaman Otomíes, que comúnmente son indios pobres y poblados en tierra áspera; pero están poblados y viven juntos y tienen alguna policía, y aun para las cosas de cristiandad, los que bien se entienden con ellos nos los hallan menos idóneos y hábiles que a los otros que son más ricos y tenidos por más políticos.

Viniendo al propósito, estos Chichimecas y Otomíes, de quien se ha dicho que eran los primeros moradores de la Nueva España, como no cogían, ni sembraban, dejaron la mejor tierra y más fértil sin poblarla, y ésa ocuparon las naciones que vinieron de fuera, que por ser gente política, la llaman Navatlaca, que quiere decir gente que se explica y habla claro, a diferencia de esotra bárbara y sin razón. Vinieron estos segundos pobladores Navatlacas de otra tierra remota hacia el norte, donde agora se ha descubierto un reino que llaman el Nuevo Méjico. Hay en aquella tierra dos provincias: la una llaman Aztlán, que quiere decir lugar de garzas; la otra, llamada Teuculhuacán, que quiere decir tierra de los que tienen abuelos divinos.

En estas provincias tienen sus casas y sus sementeras y sus dioses, ritos y ceremonias, con orden y policía, los Navatlacas, los cuales se dividen en siete linajes o naciones; y porque en aquella tierra se usa, que cada linaje tiene su sitio y lugar conocido, pintan los Navatlacas su origen y descendencia en figura de cueva, y dicen que de siete cuevas vinieron a poblar la tierra de Méjico, y en sus librerías hacen historia de esto, pintando siete cuevas con sus descendientes. El tiempo que ha que salieron los Navatlacas de su tierra, conforme a la computación de sus libros, pasa ya de ochocientos años, y reducido a nuestra cuenta, fué el año del Señor de ochocientos y veinte, cuando comenzaron a salir de su tierra. Tardaron en llegar a la que ahora tienen poblada de Méjico, enteros ochenta años.

Fué la causa de tan espacioso viaje haberles persuadido sus dioses (que sin duda eran demonios que hablaban visiblemente con ellos) que fuesen inquiriendo nuevas tierras de tales y tales señas, y así venían explorando la tierra y mirando las señas que sus ídolos les habían dado, y donde hallaban buenos sitios, los iban poblando, y sembraban y cogían; y como descubrían mejores lugares, desamparaban los ya poblados, dejando todavía alguna gente, mayormente viejos y enfermos y gente cansada; dejando también buenos edificios, de que hoy día se halla rastro por el camino que trajeron. Con este modo de caminar tan despacio gastaron ochenta años en camino que se puede andar en un mes, y así entraron en la tierra de Méjico el año de novecientos y dos, a nuestra cuenta.




ArribaAbajoCapítulo III

Cómo los seis linajes Navatlacas poblaron la tierra de Méjico


Estos siete linajes que he dicho, no salieron todos juntos. Los primeros fueron los Suchimilcos, que quiere decir gente de sementeras de flores. Estos poblaron a la orilla de la gran laguna de Méjico, hacia el mediodía, y fundaron una ciudad de su nombre y otros muchos lugares. Mucho después llegaron los del segundo linaje, llamados Chalcas, que significa gente de las bocas, y también fundaron otra ciudad de su nombre, partiendo términos con los Suchimilcos. Los terceros fueron los Tepanecas, que quiere decir gente de la puente, y también poblaron en la orilla de la laguna al occidente. Estos crecieron tanto, que a la cabeza de su provincia la llamaron Azcapuzalco, que quiere decir hormiguero, y fueron gran tiempo muy poderosos.

Tras éstos vinieron los que poblaron a Tezcuco, que son los de Culhua, que quiere decir gente corva, porque en su tierra había un cerro muy encorvado. Y así quedó la laguna cercada de estas cuatro naciones, poblando éstos al oriente y los Tepanecas al norte. Estos de Tezcuco fueron tenidos por muy cortesanos y bien hablados, y su lengua es muy galana. Después llegaron los Tlatluícas, que significa gente de la sierra; éstos eran los más toscos de todos, y como hallaron ocupados todos los llanos en contorno de la laguna hasta las sierras, pasaron de la otra parte de la sierra, donde hallaron una tierra muy fértil, espaciosa y caliente, donde poblaron grandes pueblos y muchos; y a la cabeza de su provincia llamaron Quahunahuac, que quiere decir lugar donde suena la voz del águila, que corrompidamente nuestro vulgo llama Quernavaca; y aquella provincia es la que hoy se dice el Marquesado.

Los de la sexta generación, que son los Tlascaltecas, que quiere decir gente de pan, pasaron la serranía hacia el oriente, atravesando la sierra nevada, donde está el famoso volcán entre Méjico y la ciudad de los Ángeles. Hallaron grandísimos sitios, extendiéronse mucho, fabricaron bravos edificios, fundaron diversos pueblos y ciudades; la cabeza de su provincia llamaron de su nombre, Tlascala. Esta es la nación que favoreció a los españoles, y con su ayuda ganaron la tierra, y por eso, hasta el día de hoy, no pagan tributo y gozan de exención general.

Al tiempo que todas estas naciones poblaban, los Chichimecas, antiguos pobladores, no mostraron contradicción, ni hicieron resistencia; solamente se extrañaban y, como admirados, se escondían en lo más oculto de las peñas. Pero los que habitaban de la otra parte de la sierra nevada, donde poblaron los Tlascaltecas, no consintieron lo que los demás Chichimecas, antes se pusieron a defenderles la tierra, y, como eran gigantes, según la relación de sus historias, quisieron echar por fuerza a los advenedizos; mas fué vencida su mucha fuerza con la maña de los Tlascaltecas. Los cuales los aseguraron y, fingiendo paz con ellos, los convidaron a una gran comida, y teniendo gente puesta en celada, cuando más metidos estaban en su borrachera hurtáronles las armas con mucha disimulación, que eran unas grandes porras y rodelas y espadas de palo y otros géneros. Hecho esto, dieron de improviso en ellos; queriéndose poner en defensa y echando menos sus armas, acudieron a los árboles cercanos y, echando mano de sus ramas, así las desgajaban, como otros deshojaron lechugas. Pero, al fin, como los Tlascaltecas venían armados y en orden, desbarataron a los gigantes, y hirieron en ellos sin dejar hombre a vida.

Nadie se maraville, ni tenga por fábula lo de estos gigantes, porque hoy día se hallan huesos de hombres de increíble grandeza. Estando yo en Méjico año de ochenta y seis, toparon un gigante de éstos enterrado en una heredad nuestra que llamamos Jesús del Monte, y nos trajeron a mostrar una muela, que, sin encarecimiento, sería bien tan grande como un puño de un hombre, y a esta proporción lo demás, lo cual yo vi, y me maravillé de su deforme grandeza. Quedaron, pues, con esta victoria los Tlacaltecas pacíficos, y todos los otros linajes sosegados, y siempre conservaron entre sí amistad las seis generaciones forasteras, que he dicho, casando sus hijos e hijas unos con otros, y partiendo términos pacíficamente, y atendiendo con una honesta competencia a ampliar e ilustrar su república cada cual, hasta llegar a gran crecimiento y pujanza.

Los bárbaros Chichimecos, viendo lo que pasaba, comenzaron a tener alguna policía, y cubrir sus carnes, y hacérseles vergonzoso lo que hasta entonces no la era, y tratando ya con esotra gente, y con la comunicación perdiéndoles el miedo, fueron aprendiendo de ellos, y ya hacían sus chozas y buhíos, y tenían algún orden de república, eligiendo sus señores y reconociéndoles superioridad. Y así salieron en gran parte de aquella vida bestial que tenían; pero siempre en los montes y llegados a las sierras y apartados de los demás.

Por este mismo tenor tengo por cierto que han procedido las más naciones y provincias de Indias, que los primeros fueron hombres salvajes, y por meterse de caza fueron penetrando tierras asperísimas y descubriendo nuevo mundo y habitando en él cuasi como fieras, sin casa, ni techo, ni sementera, ni ganado, ni rey, ni ley, ni Dios, ni razón. Después, otros, buscando nuevas y mejores tierras, poblaron lo bueno e introdujeron orden y policía y modo de república, aunque es muy bárbara. Después, o de estos mismos, o de otras naciones, hombres que tuvieron más brío y maña que otros, se dieron a sujetar y oprimir a los menos poderosos, hasta hacer reinos e imperios grandes.

Así fué en Méjico, así fué en el Perú y así es, sin duda, donde quiera que se hallan ciudades y repúblicas fundadas entre estos bárbaros. Por donde vengo a confirmarme en mi parecer, que largamente traté en el primer libro, que los primeros pobladores de las Indias occidentales vinieron por tierra, y, por el consiguiente, toda la tierra de Indias está continuada con la de Asia, Europa y África, y el mundo nuevo con el viejo, aunque hasta el día presente no está descubierta la tierra, que añuda y junta estos dos mundos, o si hay mar en medio, es tan corto, que le pueden pasar a nado fieras y hombres en pobres barcos. Mas dejando esta filosofía, volvamos a nuestra historia.




ArribaAbajoCapítulo IV

De la salida de los mejicanos, y camino y población de Mechoacán


Habiendo, pues, pasado trescientos y dos años que los seis linajes referidos salieron de su tierra y poblaron la de Nueva España, estando ya la tierra muy poblada y reducida a orden y policía, aportaron a ella los de la séptima cueva o linaje, que es la nación mejicana, la cual, como las otras, salió de las provincias de Aztlán y Teuculhuacan, gente política y cortesana y muy belicosa. Adoraban éstos el ídolo llamado Vitzilipuztli, de quien se ha hecho larga mención arriba, y el demonio que estaba en aquel ídolo hablaba y regía muy fácilmente esta nación.

Éste, pues, les mandó salir de su tierra, prometiéndoles que los haría príncipes y señores de todas las provincias que habían poblado las otras seis naciones; que les daría tierra muy abundante, mucho oro, plata, piedras preciosas, plumas y mantas ricas. Con esto salieron llevando a su ídolo metido en una arca de juncos, la cual llevaban cuatro sacerdotes principales, con quien él se comunicaba y decía en secreto los sucesos de su camino, avisándoles lo que les había de suceder, dándoles leyes y enseñándoles los ritos y ceremonias y sacrificios. No se movían un punto sin parecer y mandato de este ídolo. Cuándo habían de caminar y cuándo parar y dónde, él lo decía y ellos puntualmente obedecían.

Lo primero que hacían dondequiera que paraban era edificar casa o tabernáculo para su falso dios, y poníanle siempre en medio del real que asentaban, puesta el arca siempre sobre un altar hecho al mismo modo que le usa la Iglesia cristiana. Hecho esto, hacían sus sementeras de pan y de las demás legumbres que usaban; pero estaban tan puestos en obedecer a su Dios, que si él tenía por bien que se cogiese, lo cogían, y si no, en mandándoles alzar su real, allí se quedaba todo para semilla y sustento de los viejos y enfermos y gente cansada que iban dejando de propósito donde quiera que poblaban, pretendiendo que toda la tierra quedase poblada de su nación.

Parecerá, por ventura, esta salida y peregrinación de los mejicanos, semejante a la salida de Egipto y camino que hicieron los hijos de Israel, pues aquéllos, como éstos, fueron amonestados a salir y buscar tierra de promisión, y los unos y los otros llevaban por guía su dios, y consultaban el arca, y le hacían tabernáculo, y allí les avisaba y daba leyes y ceremonias, y así los unos, como los otros, gastaron gran número de años en llegar a la tierra prometida. Que en todo esto y en otras muchas cosas hay semejanza de lo que las historias de los mejicanos refieren, a lo que la divina Escritura cuenta de los israelitas. Y, sin duda, es ello así: que el demonio, príncipe de soberbia, procuró en el trato y sujeción de esta gente remedar lo que el altísimo y verdadero Dios obró con su pueblo, porque, como está tratado arriba, es extraño el hipo que satanás tiene de asemejarse a Dios, cuya familiaridad y trato con los hombres pretendió este enemigo mortal falsamente usurpar.

Jamás se ha visto demonio que así conversase o con las gentes, como este demonio Vitzilipuztli. Y bien se parece quién él era, pues no se ha visto ni oído ritos más supersticiosos, ni sacrificios más crueles y inhumanos, que los que éste enseñó a los suyos; en fin, como dictados del mismo enemigo del género humano. El caudillo y capitán que éstos seguían tenía por nombre Meji; y de ahí se derivó después el nombre de Méjico y el de su nación mejicana.

Caminando, pues, con la misma prolijidad que las otras seis naciones, poblando, sembrando y cogiendo en diversas partes, de que hay hasta hoy señales y ruinas, pasando muchos trabajos y peligros, vinieron a cabo de largo tiempo a aportar a la provincia que se llama de Mechoacán, que quiere decir tierra de pescado, porque hay en ella mucho en grandes y hermosas lagunas que tiene, donde, contentándose del sitio y frescura de la tierra, quisieran descansar y parar. Pero, consultando su ídolo y no siendo de ello contento, pidiéronle que, a lo menos, les permitiese dejar de su gente allí, que poblasen tan buena tierra, y de esto fué contento, dándoles industrias como lo hiciesen, que fué que, en entrando a bañarse en una laguna hermosa que se dice Pázcuaro, así hombres como mujeres, les hurtasen la ropa los que quedasen, y luego, sin ruido, alzasen su real y se fuesen; y así se hizo.

Los otros, que no advirtieron el engaño, con el gusto de bañarse, cuando salieron y se hallaron despojados de sus ropas, y así burlados y desamparados de los compañeros, quedaron muy sentidos y quejosos, y, por declarar el odio que les cobraron, dicen que mudaron traje y aun lenguaje. A lo menos es cosa cierta que siempre fueron estos Mechoacanes enemigos de los mejicanos, y así vinieron a dar el parabién al marqués del Valle de la victoria que había alcanzado cuando ganó a Méjico.




ArribaAbajoCapítulo V

De lo que les sucedió en Malinalco y en Tula y en Chapultepec


Hay de Mechoacán a Méjico más de cincuenta leguas. En este camino está Malinalco, donde les sucedió que, quejándose a su ídolo de una mujer que venía en su compañía, grandísima hechicera, cuyo nombre era Hermana de su Dios, porque con sus malos artes les hacía grandísimos daños, pretendiendo por cierta vía hacerse adorar de ellos por diosa, el ídolo habló en sueños a uno de aquellos viejos que llevaban el arca, y mandó que, de su parte, consolase al pueblo, haciéndoles de nuevo grandes promesas, y que a aquella su Hermana, como cruel y mala, la dejasen con toda su familia, alzando el real de noche y con gran silencio y sin dejar rastro por donde iban.

Ellos lo hicieron así; y la hechicera, hallándose sola con su familia y burlada, pobló allí un pueblo, que se llama Malinalco; y tienen por grandes hechiceros a los naturales de Malinalco, como a hijos de tal madre. Los mejicanos, por haberse diminuido mucho por estas divisiones y por los muchos enfermos y gente cansada que iban dejando, quisieron rehacerse y pararon en un asiento que se dice Tula, que quiere decir lugar de justicia. Allí el ídolo les mandó que atajasen un río muy grande, de suerte que se derramase por un gran llano, y con la industria que les dió cercaron de agua un hermoso cerro llamado Coatepec y hicieron una laguna grande, la cual cercaron de sauces, álamos, sabinas y otros árboles. Comenzóse a criar mucho pescado y a acudir allí muchos pájaros, con que se hizo un deleitoso lugar. Pareciéndoles bien el sitio, y estando hartos de tanto caminar trataron muchos de poblar allí y no pasar adelante.

De esto el demonio se enojó reciamente y, amenazando de muerte a sus sacerdotes, mandóles que quitasen la represa al río y le dejasen ir por donde antes corría, y a los que habían sido desobedientes dijo que aquella noche él les daría el castigo que merecían; y como el hacer mal es tan propio del demonio, y permite la justicia divina muchas veces que sean entregados a tal verdugo los que le escogen por su dios, acaeció que a la media noche oyeron en cierta parte del real un gran ruido, y a la mañana, yendo allá, hallaron muertos los que habían tratado de quedarse allí; y el modo de matarlos fué abrirles los pechos y sacarles los corazones, que de este modo los hallaron. Y de aquí les enseñó a los desventurados su bonito dios el modo de sacrificios que a él lo agradaban, que era abrir los pechos y sacar los corazones a los hombres, como lo usaron siempre de allí en adelante en sus horrendos sacrificios.

Con este castigo, y con habérseles secado el campo por haberse desaguado la laguna, consultando a su dios de su voluntad y mandato, pasaron poco a poco hasta ponerse una legua de Méjico, en Chapultepec, lugar célebre por su recreación y frescura. En este cerro se hicieron fuertes, temiéndose de las naciones que tenían poblada aquella tierra, que todas les eran contrarias, mayormente por haber infamado a los mejicanos un Copil, hijo de aquella hechicera que dejaron en Malinalco; el cual, por mandado de su madre, a cabo de mucho tiempo, vino en seguimiento de los mejicanos, y procuró incitar contra ellos a los Tepanecas y a los otros circunvecinos y hasta los Chalcas, de suerte que con mano armada vinieron a destruir a los mejicanos.

El Copil se puso en un cerro, que está en medio de la laguna, que se llama Acopilco, esperando la destrucción de sus enemigos; mas ellos por aviso de su ídolo, fueron a él, y tomándole descuidado, le mataron y trajeron el corazón a su dios, el cual mandó echar en la laguna, de donde fingen haber nacido un tunal, donde se fundó Méjico. Vinieron a las manos los Chalcas y las otras naciones con los mejicanos, los cuales habían elegido por su capitán a un valiente hombre llamado Vitzlovitli; y en la refriega éste fué preso y muerto por los contrarios; mas no perdieron por eso el ánimo los mejicanos y, peleando valerosamente, a pesar de los enemigos, abrieron camino por sus escuadrones y, llevando en medio a los viejos y niños y mujeres, pasaron hasta Atlacuyavaya, pueblo de los Culhuas, a los cuales hallaron de fiesta, y allí se hicieron fuertes. No les siguieron los Chalcas, ni los otros; antes, de puro corridos de verse desbaratados de tan pocos, siendo tanto, se retiraron a sus pueblos.




ArribaAbajoCapítulo VI

De la guerra que tuvieron con los de Culhuacán


Por consejo del ídolo enviaron sus mensajeros al señor de Culhuacán, pidiéndole sitio donde poblar; y, después de haberlo consultado con los suyos, les señaló a Tizaapán, que quiere decir aguas blancas, con intento de que se perdiesen y muriesen, porque en aquel sitio había grande suma de víboras y culebras y otros animales ponzoñosos, que se criaban en un cerro cercano. Mas ellos, persuadidos y enseñados de su demonio, admitieron de buena gana lo que les ofrecieron, y por arte diabólica amansaron todas aquellas animalias, sin que les hiciesen daño alguno, y aun las convirtieron en mantenimiento, comiendo muy a su salvo y placer de ellas.

Visto esto por el señor de Culhuacán, y que habían hecho sementeras y cultivaban la tierra, tuvo por bien admitirlos a su ciudad y contratar con ellos muy de amistad; mas el Dios que los mejicanos adoraban (como suele) no hacía bien sino para hacer más mal. Dijo, pues, a sus sacerdotes que no era aquél el sitio adonde él quería que permaneciesen, y que el salir de allí había de ser trabando guerra; y para esto se había de buscar una mujer, que se había de llamar la diosa de la discordia, y fué la traza enviar a pedir al rey de Culhuacán su hija para reina de los mejicanos y madre de su dios; a él le pareció bien la embajada, y luego la dió con mucho aderezo y acompañamiento.

Aquella misma noche que llegó, por orden del homicida a quien adoraban, mataron cruelmente la moza y, desollándole el cuero, como lo hacen delicadamente, vistiéronle a un mancebo y encima sus ropas de ella, y de esta suerte le pusieron junto al ídolo, dedicándola por diosa y madre de su dios; y siempre de allí adelante la adoraban, haciéndole después ídolo, que llamaron Tocci, que es nuestra abuela. No contentos con esta crueldad, convidaron con engaño al rey de Culhuacún, padre de la moza, que viniese a adorar a su hija, que estaba ya consagrada diosa; y viniendo él con grandes presentes y mucho acompañamiento de los suyos, metiéronle a la capilla donde estaba su ídolo, que era muy oscura, para que ofreciese sacrificio a su hija, que estaba allí; mas acaeció encenderse el incienso que ofrecían en un brasero a su usanza, y con la llama reconoció el pellejo de su hija, y entendida la crueldad y engaño, salió dando voces, y con toda su gente dió en los mejicanos con rabia y furia, hasta hacerles retirar a la laguna tanto, que cuasi se hundían en ella.

Los mejicanos, defendiéndose y arrojando ciertas varas que usaban, con que herían reciamente a sus contrarios, en fin cobraron la tierra y, desamparando aquel sitio, se fueron bogando la laguna, muy destrozados y mojados, llorando y dando alaridos los niños y mujeres contra ellos y contra su dios, que en tales pasos los traía. Hubieron de pasar un río, que no se pudo vadear, y de sus rodelas, fisgas y juncias hicieron unas balsillas, en que pasaron; en fin, rodeando de Culhuacán vinieron a Iztapalapa, y de allí a Acatzintitlán, y después a Iztacalco, y finalmente al lugar donde está hoy la ermita de San Antón, a la entrada de Méjico, y el barrio que se llama al presente de San Pablo, consolándoles su ídolo en los trabajos y animándoles con promesas de cosas grandes.




ArribaAbajoCapítulo VII

De la fundación de Méjico


Siendo ya llegado el tiempo que el padre de las mentiras cumpliese con su pueblo, que ya no podía soportar tantos rodeos y trabajos y peligros, acaeció que unos viejos hechiceros o sacerdotes, entrando por un carrizal espeso, toparon un golpe de agua muy clara y muy hermosa y que parecía plateada, y, mirando alrededor, vieron los árboles todos blancos, y el prado, blanco, y los peces, blancos, y todo cuanto miraban, muy blanco. Y admirados de esto, acordáronse de una profecía de su dios, que les había dado aquello por señal del lugar adonde habían de descansar y hacerse señores de las otras gentes, y llorando de gozo volvieron con las buenas nuevas al pueblo.

La noche siguiente apareció en sueño Vitzilipuztli a un sacerdote anciano, y díjole que buscasen en aquella laguna un tunal, que nacía de una piedra, que, según dijo, era donde por su mandado habían echado el corazón de Copil, su enemigo, hijo de la hechicera, y que sobre aquel tunal verían un águila muy bella, que se apacentaba allí de pájaros muy galanos, y que cuando esto viesen, supiesen que era el lugar donde se había de fundar su ciudad, la cual había de prevalecer a todas las otras y ser señalada en el mundo.

El anciano, por la mañana, juntando todo el pueblo, desde el mayor hasta el menor, les hizo una larga plática en razón de lo mucho que debían a su dios, y de la revelación, que, aunque indigno, había tenido aquella noche, concluyendo que debían todos ir en demanda de aquel bienaventurado lugar, que les era prometido; lo cual causó tanta devoción y alegría en todos, que sin dilación se pusieron luego a la empresa. Y dividiéndose a una parte y a otra por toda aquella espesura de espadañas y carrizales y juncias de la laguna, comenzaron a buscar por las señas de la revelación el lugar tan deseado. Toparon aquel día el golpe de agua del día antes, pero muy diferente, porque no venía blanca, sino bermeja, como de sangre; y partiéndose en dos arroyos, era el uno azul espesísimo, cosa que les maravilló y denotó gran misterio, según ellos lo ponderaban.

Al fin, después de mucho buscar acá y allá, apareció el tunal nacido de una piedra, y en él estaba un águila real, abiertas las alas y tendidas, y ella vuelta al sol, recibiendo su calor; alrededor había gran variedad de pluma rica de pájaros, blanca, colorada, amarilla, azul y verde, de aquella fineza que labran imágenes. Tenía el águila en las uñas un pájaro muy galano. Como la vieron y reconocieron ser el lugar del oráculo, todos se arrodillaron, haciendo gran veneración al águila, y ella también les inclinó la cabeza, mirándolos a todas partes. Aquí hubo grandes alaridos y muestras de devoción y hacimiento de gracias al criador y a su gran dios Vitzilipuztli, que en todo les era padre y siempre les había dicho verdad. Llamaron por eso la ciudad que allí fundaron Tenoktitlán, que significa tunal en piedra; y sus armas y insignias son, hasta el día de hoy, un águila sobre un tunal, con un pájaro en la una mano, y con la otra asentada en el tunal.

El día siguiente, de común parecer, fueron a hacer una ermita junto al tunal del águila, para que reposase allí el arca de su dios, hasta que tuviesen posibilidad de hacerle suntuoso templo; y así la hicieron de céspedes y tapias y cubriéronla de paja. Luego, habida su consulta, determinaron comprar de los comarcanos piedra y madera y cal a trueque de peces, ranas y camarones, y asimismo de patos, gallaretas, corvejones y otros diversos géneros de aves marinas; todo lo cual pescaban y cazaban con suma diligencia en aquella laguna, que de esto es muy abundante. Iban con estas cosas a los mercados de las ciudades y pueblos de los Tepanecas y de los de Tezcuco, circunvecinos, y con mucha disimulación e industria juntaban poco a poco lo que habían menester para el edificio de su ciudad, y haciendo de piedra y cal otra capilla mejor para su ídolo, dieron en cegar con planchas y cimientos gran parte de la laguna.

Hecho esto, habló el ídolo a uno de sus sacerdotes, una noche, en esta forma: Di a la congregación mejicana que se dividan los señores, cada uno con sus parientes y amigos y allegados, en cuatro barrios principales, tomando en medio la casa que para mi descanso habéis hecho, y cada parcialidad edifique en su barrio a voluntad. Así se puso en ejecución, y estos son los cuatro barrios principales de Méjico, que hoy día se llaman San Juan, Santa María la Redonda, San Pablo, San Sebastián.

Después de divididos los mejicanos en estos cuatro barrios, mandóles su dios que repartiesen entre sí los dioses que él les señalase, y cada principal barrio de los cuatro nombrase y señalase otros barrios particulares, donde aquellos dioses fuesen reverenciados, y así a cada barrio de éstos eran subordinados otros muchos pequeños, según el número de los ídolos que su dios les mandó adorar, los cuales llamaron Capultetco, que quiere decir dios de los barrios. De esta manera se fundó, y de pequeños principios vino a grande crecimiento la ciudad de Méjico Tenoxtitlán.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Del motín de los de Tlatellulco, y del primer rey que eligieron los mejicanos


Hecha la división de barrios y colaciones con el concierto dicho, a algunos de los viejos y ancianos, pareciéndoles que en la partición de los sitios no se les daba la ventaja que merecían, como gente agraviada, ellos, sus parientes y amigos se amotinaron y se fueron a buscar nuevo asiento; y discurriendo por la laguna, vinieron a hallar una pequeña albarrada o terrapleno, que ellos llaman Tlatelollí, adonde poblaron, dándole el nombre de Tlatellulco, que es lugar de terrapleno. Esta fué la tercera división, división de los mejicanos después que salieron de su tierra, siendo la primera la de Mechoacán y la segunda la de Malinalco.

Eran estos que se apartaron a Tlatellulco, de cuyo inquietos y mal intencionados, y así hacían a sus vecinos los mejicanos la peor vecindad que podían; siempre tuvieron revueltas con ellos y les fueron molestos, y aun hasta hoy duran la enemistad y bandos antiguos. Viendo, pues, los de Tenoxtitlán que les eran muy contrarios estos de Tlatellulco, y que iban multiplicando, con recelo y temor de que por tiempo viniesen a sobrepujarles, tuvieron sobre el caso larga consulta, y salió de acuerdo que era bien eligir rey a quien ellos obedeciesen y los contrarios temiesen, porque con esto estarían entre sí más unidos y fuertes, y los enemigos no se les atreverían tanto.

Puestos en eligir rey, tomaron otro acuerdo muy importante y acertado, de no elegirle de entre sí mismos, por evitar disenciones, y por ganar con el nuevo rey alguna de las naciones cercanas, de que se vían rodeados y destituídos de todo socorro. Y mirado todo, así para aplacar al rey de Culhuacán, a quien tenían gravemente ofendido por haberle muerto y desollado la hija de su antecesor, y hecho tan pesada burla, como también por tener rey que fuese de su sangre mejicana, de cuya generación había muchos en Culhuacán, del tiempo que vivieron en paz con ellos, determinaron eligir por rey un mancebo llamado Acamapixli, hijo de un gran príncipe mejicano y de una señora, hija del rey de Culhuacán.

Enviáronle luego embajadores a pedírselo con un gran presente, los cuales dieron su embajada en esta forma: Gran señor, nosotros, tus vasallos y siervos mejicanos, metidos y encerrados entre las espadañas y carrizales de la laguna, solos y desamparados de todas las naciones del mundo, encaminados solamente por nuestro dios al sitio donde agora estamos, que cae en la jurisdicción de tu término y del de Azcapuzalco y del de Tezcuco, ya que nos habéis permitido estar en él, no queremos, ni es razón, estar sin cabeza y señor que nos mande, corrija, guíe y enseñe en nuestro modo de vivir, y nos defienda y ampare de nuestros enemigos. Por tanto, acudimos a ti sabiendo que en tu casa y corte hay hijos de nuestra generación emparentada con la vuestra, salidos de nuestras entrañas y de las vuestras, sangre nuestra y vuestra. Entre éstos tenemos noticia de un nieto tuyo y nuestro, llamado Acamapixtli; suplicámoste nos lo des por señor, al cual estimaremos como merece, pues es de la línea de los señores mejicanos y de los reyes de Culhuacán.

El rey, visto el negocio y que no le estaba mal aliarse con los mejicanos, que eran valientes, les respondió que llevasen su nieto mucho en hora buena; aunque añadió que, si fuera mujer, no se la diera, significando el hecho tan feo que arriba se ha referido. Y acabó su plática con decir: Vaya mi nieto, y sirva a vuestro dios, y sea su lugarteniente y rija y gobierne las criaturas de aquel por quien vivimos, señor de la noche y día, y de los vientos. Vaya y sea señor del agua y de la tierra que posee la nación mejicana; llevalde en buena hora, y mirá que le tratéis como a hijo y nieto mío.

Los mejicanos le rindieron las gracias, y juntamente le pidieron le casase de su mano, y así le dió por mujer una señora muy principal entre ellos. Trajeron al nuevo rey y reina con la honra posible, y hiciéronles su recibimiento, saliendo cuantos había, hasta los muy chiquitos, a ver su rey, y llevándolos a unos palacios, que entonces eran harto pobres, y sentándolos en sus asientos de reyes, luego se levantó uno de aquellos ancianos y retóricos, de que tuvieron gran cuenta, y habló en esta manera: Hijo mío, señor y rey nuestro, seas muy bien venido a esta pobre casa y ciudad, entre estos carrizales y espadañas, adonde los pobres de tus padres, abuelos y parientes padecen lo que el señor de lo criado se sabe. Mira, señor, que vienes a ser amparo, sombra y abrigo de esta nación Mejicana, por ser la semejanza de nuestro dios Vitzilipuztli, por cuya causa se te da el mando y la jurisdicción. Bien sabes que no estamos en nuestra tierra, pues la que poseemos agora es ajena, y no sabemos lo que será de nosotros mañana o esotro día. Y así considera, que no vienes a descansar, ni a recrearte, sino a tomar nuevo trabajo con carga tan pesada, que siempre te ha de hacer trabajar, siendo esclavo de toda esta multitud, que te cupo en suerte, y de toda esotra gente comarcana, a quien has de procurar de tener muy gratos y contentos, pues sabes vivimos en sus tierras y término. Y así cesó, con repetir seáis muy bien venido tú y la reina nuestra señora a este vuestro reino.

Esta fué la plática del viejo, la cual, con las demás que celebran las historias mejicanas, tenían por uso aprender de coro los mozos, y por tradición se conservaron estos razonamientos, que algunos de ellos son dignos de referir por sus propias palabras. El rey respondió dando las gracias, y ofreciendo su diligencia y cuidado en defendelles y ayudarles cuanto él pudiese. Con esto le juraron, y conforme a su modo le pusieron la corona de rey, que tiene semejanza a la corona de la señoría de Venecia. El nombre de este rey primero Acamapixtli, quiere decir, cañas en puño; y así su insignia es una mano, que tiene muchas sacias de caña.




ArribaAbajoCapítulo IX

Del extraño tributo que pagaban los mejicanos a los de Azcapuzalco


Fué la elección del nuevo rey tan acertada, que en poco tiempo comenzaron los mejicanos a tener forma de república y cobrar nombre y opinión con los extraños. Por donde sus circunvecinos, movidos de envidia y de temor, trataron de sojuzgarlos, especialmente los Topanecas, cuya cabeza era la ciudad de Azcapulco, a los cuales pagaban tributo, como gente que había venido de fuera y moraba en su tierra.

Pero el rey de Azcapuzalco, con recelo del poder que iba creciendo, quiso oprimir a los mejicanos, y habida su consulta con los suyos, envió a decir al rey Acamapixtli que el tributo que le pagaban era poco, y que de ahí adelante le habían también de traer sabinas y sauces para el edificio de su ciudad, y ultra de eso le habían de hacer una sementera en el agua de varias legumbres, y así nacida y criada se la habían de traer por la misma agua cada año sin faltar, donde no que los declararía por enemigos y los asolaría.

De este mandato recibieron los mejicanos terrible pena, pareciéndoles cosa imposible lo que les demandaba, y que no era otra cosa sino buscar ocasión para destruillos. Pero su dios Vitzilipuztli les consoló apareciendo aquella noche a un viejo y mandándole que dijese a su hijo el rey, de su parte, que no dudase de aceptar el tributo, que él le ayudaría y todo sería fácil. Fue así que, llegado el tiempo del tributo, llevaron los mejicanos los árboles que les habían mandado, y más la sementera hecha en el agua, y llevada por el agua, en la cual había mucho maíz (que es su trigo) granado ya con sus mazorcas, había chili, o ají, había bledos, tomates, frísoles, chía, calabazas y otras muchas cosas, todo crecido y de sazón.

Los que no han visto las sementeras que se hacen en la laguna de Méjico en medio de la misma agua, ternán por patraña lo que aquí se cuenta, o, cuando mucho, creerán que era encantamento del demonio, a quien esta gente adoraba. Mas, en realidad de verdad es cosa muy hacedera, y se ha hecho muchas veces hacer sementera movediza en el agua, porque sobre juncia y espadaña se echa tierra en tal forma, que no la deshaga el agua, y allí se siembra y cultiva y crece y madura y se lleva de una parte a otra. Pero el hacerse con facilidad y en mucha cuantidad y muy de sazón, todo bien arguye que el Vitzilipuztli, que por otro nombre se dice Patillas, anduviese por allí, mayormente cuando no habían hecho ni visto tal cosa.

Así, se maravilló mucho el rey de Azcapuzalco cuando vió cumplido lo que él había tenido por imposible, y dijo a los suyos que aquella gente tenía gran dios, que todo les era fácil. Y a ellos les dijo que, pues su dios se lo daba todo hecho, que quería que otro año, al tiempo del tributo, le trajesen también en la sementera un pato y una garza, con sus huevos empollados, y que había de ser de suerte que, cuando llegasen, habían de sacar sus pollos, y que no había de ser de otra suerte, so pena de incurrir en su enemistad.

Siguióse la congoja en los mejicanos que mandato tan soberbio y difícil requería; mas su dios, de noche (como él solía), los conhortó por uno de los suyos y dijo que todo aquello tomaba él a su cargo, que no tuviesen pena que estuviesen ciertos que venía tiempo en que pagasen con las vidas los de Azcapuzalco aquellos antojos de nuevos tributos; pero que al presente era bien callar y obedecer. Al tiempo del tributo, llevando los mejicanos cuanto se les había pedido de su sementera, remaneció en la balsa (sin saber ellos cómo) un pato y una garza empollando sus huevos, y caminando llegaron a Azcapuzalco, donde luego sacaron sus pollos. Por donde admirado sobre manera el rey de Azcapuzalco, tornó a decir a los suyos que aquellas cosas eran más que humanas, y que los mejicanos llevaban manera de ser señores de todo. Pero, en fin, el orden de tributar no se aflojó un punto, y por no hallarse poderoso, tuvieron sufrimiento, y permanecieron en esta sujeción y servidumbre cincuenta años.

En este tiempo acabó el rey Acamapixtli, habiendo acrecentado su ciudad de Méjico de muchos edificios, calles y acequias, y mucha abundancia de mantenimientos. Reinó con mucha paz y quietud cuarenta años, celando siempre el bien y aumento de su república; estando para morir hizo una cosa memorable, y fué que, teniendo hijos legítimos a quien pudiera dejar la sucesión del reino, no lo quiso hacer; antes dejó en su libertad a la república que, como a él le habían libremente elegido, así eligiesen a quien les estuviese mejor para su buen gobierno, y amonestándoles que mirasen el bien de su república. Y mostrando dolor de no dejarles libres del tributo y sujeción, con encomendarles sus hijos y mujer hizo fin, dejando todo su pueblo desconsolado por su muerte.




ArribaAbajoCapítulo X

Del segundo rey y de lo que sucedió en su reinado


Hechas las exequias del rey difunto, los ancianos y gente principal, y alguna parte del común, hicieron su junta para elegir rey, donde el más anciano propuso la necesidad en que estaban y que convenía elegir por cabeza de su ciudad persona que tuviese piedad de los viejos y de las viudas y huérfanos, y fuese padre de la república, porque ellos habían de ser las plumas de sus alas y las pestañas de sus ojos y las barbas de su rostro; y que era necesario fuese valeroso, pues habían de tener necesidad de valerse presto de sus brazos, según se lo había profetizado su dios.

Fué la resolución elegir por rey un hijo del antecesor, usando en esto de tan noble término, de dalle por sucesor a su hijo, como él lo tuvo en hacer más confianza de su república. Llamábase este mozo Vitzlovitli, que significa pluma rica; pusiéronle corona real y ungiéronle, como fué costumbre hacerlo con todos sus reyes, con una unción que llamaban divina, porque era la misma con que ungían su ídolo. Hízolo luego un retórico una elegante plática, exhortándole a tener ánimo para sacallos de los trabajos, servidumbre y miseria en que vivían oprimidos de los Azcapuzalcos, y, acabada, todos le saludaron y le hicieron su reconocimiento.

Era soltero este rey, y pareció a su consejo que era bien casarle con hija del rey de Azcapuzalco, para tenerle por amigo y disminuir algo con esta ocasión de la pesada carga de los tributos que le daban; aunque temieron que no se dignase darles su hija, por tenerles por vasallos. Mas, pidiéndosela con grande humildad y palabras muy comedidas, el rey de Azcapuzalco vino en ello y les dió una hija suya llamada Ayauchigual, a la cual llevaron con gran fiesta y regocijo a Méjico, e hicieron la ceremonia y solemnidad del casamiento, que era atar un canto de la capa del hombre con otro del manto de la mujer, en señal de vínculo de matrimonio.

Nacióle a esta reina un hijo, cuyo nombre pidieron a su abuelo el rey de Azcapuzalco, y echando sus suertes, como ellos usan (porque eran en extremo grandes agoreros en dar nombres a sus hijos), mandó que llamasen a su nieto Chimalpopoca, que quiere decir rodela que echa humo. Con el contento que el rey de Azcapuzalco mostró del nieto, tomó la reina, su hija, de pedirle por bien, pues tenía ya nieto mejicano, de relevar a los mejicanos de la carga tan grave de sus tributos; lo cual el rey hizo de buena gana con parecer de los suyos, dejándoles en lugar del tributo que daban, obligación de que cada año llevasen un par de patos o unos peces en reconocimiento de ser sus súbditos y estar en su tierra. Quedaron con esto muy aliviados y contentos los de Méjico; mas el contento duró poco, porque la reina, su protectora, murió dentro de pocos años, y otro año después el rey de Méjico, Vitzilovitli, dejando de diez años a su hijo Chimalpopoca. Reinó trece años; murió de poca más edad de treinta.

Fué tenido por buen rey, diligente en el culto de sus dioses, de los cuales tenían por opinión que eran semejanza los reyes, y que la honra que se hacía a su dios, se hacía al rey, que era su semejanza, y por eso fueron tan curiosos los reyes en el culto y veneración de sus dioses. También fué sagaz en ganar las voluntades de los comarcanos y trabar mucha contratación con ello, con que acrecentó su ciudad, haciendo se ejercitasen los suyos en cosas de la guerra por la laguna, apercibiendo la gente para lo que andaban tramando de alcanzar, como presto parecerá.




ArribaAbajoCapítulo XI

Del tercero rey Chimalpopoca y de su cruel muerte, y ocasión de la guerra que hicieron los mejicanos


Por sucesor del rey muerto eligieron los mejicanos, sobre mucho acuerdo, a su hijo Chimalpopoca, aunque era muchacho de diez años, pareciéndoles que todavía les era necesario conservar la gracia del rey de Azcapuzalco con hacer rey a su nieto, y así le pusieron en su trono, dándole insignias de guerra, con un arco y flechas en la una mano, y una espada de navajas, que ellos usan, en la derecha, significando en esto, según ellos dicen, que por armas pretendían libertarse.

Pasaban los de Méjico gran penuria de agua, porque la de la laguna era cenagosa y mala de beber, y para remedio de esto hicieron que el rey muchacho enviase a pedir a su abuelo el de Azcapuzalco el agua del cerro de Chapultepec, que está una legua de Méjico, como arriba se dijo; lo cual alcanzaron liberalmente, y poniendo en ello diligencia, hicieron un acueducto de céspedes y estacas y carrizos, con que el agua llegó a su ciudad; pero, por estar fundada sobre la laguna y venir sobre ella el caño, en muchas partes se derrumbaba y quebraba y no podían gozar su agua como deseaban y habían menester. Con esta ocasión, ora sea que ellos de propósito la buscasen, para romper con los Tepanecas, ora que con poca consideración se moviesen, en efecto, enviaron una embajada al rey de Azcapuzalco muy resoluta, diciendo que del agua que les había hecho merced no podían aprovecharse, por habérseles desbaratado el caño por muchas partes; por tanto, le pedían les proveyese de madera y cal y piedra, y enviase sus oficiales, para que con ellos hiciesen un caño de cal y canto que no se desbaratase.

No lo supo bien al rey este recado, y mucho menos a los suyos, pareciéndoles mensaje muy atrevido y mal término de vasallos con sus señores. Indignados, pues, los principales del consejo, y diciendo que ya aquélla era mucha desvergüenza, pues no se contentando de que les permitiesen morar en tierra ajena y que les diesen su agua, querían que los fuesen a servir; que ¿qué cosa era aquélla, o de qué presumían gente fugitiva y metida entre espadañas? Que les habían de hacer entender si eran buenos para oficiales, y que su orgullo se abajaría con quitalles la tierra y las vidas.

Con esta plática y cólera se salieron, dejando al rey, que lo tenían por algo sospechoso por causa del nieto; y ellos aparte hicieron nueva consulta, de la cual salió mandar pregonar públicamente que ningún Tepaneca tuviese comercio con mejicano, ni fuesen a su ciudad, ni los admitiesen en la suya, so pena de la vida. De donde se puede entender que entre éstos el rey no tenía absoluto mando e imperio, y que más gobernaba a modo de cónsul o dux, que de rey, aunque después, con el poder, creció también el mando de los reyes, hasta ser puro tiránico, como se verá en los últimos reyes, porque entre bárbaros fué siempre así, que cuanto ha sido el poder, tanto ha sido el mandar. Y aun en nuestras Historias de España en algunos reyes antiguos se halla el modo de reinar que estos Tepanecas usaron. Y aun los primeros reyes de los romanos fueron así, salvo que Roma de reyes declinó a cónsules y senado, hasta que después volvió a emperadores; mas los bárbaros, de reyes moderados declinaron a tiranos, siendo el un gobierno y el otro como extremos y el medio más seguro el de reino moderado.

Mas, volviendo a nuestra historia, viendo el rey de Azcapuzalco la determinación de los suyos, que era matar a los mejicanos, rogóles que primero hurtasen a su nieto el rey muchacho, y después diesen en hora buena en los de Méjico. Cuasi todos venían en esto, por dar contento al rey y por tener lástima del muchacho; pero dos principales contradijeron reciamente, afirmando que era mal consejo, porque Chimalpopoca, aunque era de su sangre, era por vía de madre, y que la parte del padre había de tirar de él más. Y con esto concluyeron que el primero a quien convenía quitar la vida era a Chimalpopoca, rey de Méjico, y que así prometían de hacerlo.

De esta resistencia que le hicieron, y de la determinación con que quedaron, tuvo tanto sentimiento el rey de Azcapuzalco, que de pena y de mohína adoleció luego y murió poco después. Con cuya muerte, acabando los Tepanecas de resolver, acometieron una gran traición, y una noche, estando el muchacho rey de Méjico durmiendo sin guardia, muy descuidado, entraron en su palacio los de Azcapuzalco y con presteza mataron a Chimalpopoca, tornándose sin ser sentidos. Cuando, a la mañana, los nobles mejicanos, según su costumbre, fueron a saludar su rey y le hallaron muerto, y con crueles heridas, alzaron un alarido y llanto que cubrió toda la ciudad, y todos, ciegos de ira, se pusieron luego en armas para vengar la muerte de su rey.

Ya que ellos iban furiosos y sin orden, salióles al encuentro un caballero principal de los suyos, y procuró sosegarlos y reportarlos con un prudente razonamiento. ¿Dónde vais, les dijo, oh, mejicanos? Sosegaos y cuietad vuestros corazones; mirad que las cosas sin consideración no van bien guiadas, ni tienen buenos sucesos; reprimid la pena cosiderando que, aunque vuestro rey es muerto, no se acabó en él la ilustre sangre de los mejicanos. Hijos tenemos de los reyes pasados, con cuyo amparo, sucediendo en el reino, haréis mejor lo que pretendéis. Agora, ¿qué caudillo o cabeza tenéis, para que en vuestra determinación os guíe? No vais tan ciegos, reportad vuestros ánimos, elegid primero rey y señor, que os guíe, esfuerce y anime contra vuestros enemigos. Entre tanto, disimulad con cordura, haciendo las exequias a vuestro rey muerto, que presente tenéis; que después habrá mejor coyuntura para la venganza.

Con esto se reportaron, y para hacer las exequias de su rey convidaron a los señores de Tezcuco y a los de Culhuacán, a los cuales contaron el hecho tan feo y tan cruel que los Tepanecas habían cometido, con los que los movieron a lástima de ellos y a indignación contra sus enemigos. Añadieron que su intento era o morir o vengar tan grande maldad; que les pedían no favoreciesen la parte tan injusta de sus contrarios, porque tampoco querían les valiesen a ellos con sus armas y gente, sino que estuviesen de por medio a la mira de lo que pasaba; sólo, para su sustento, deseaban no les cerrasen el comercio, como habían hecho los Tepanecas.

A estas razones los de Tezcuco y los de Culhuacán mostraron mucha voluntad y satisfacción, ofreciendo sus ciudades y todo el trato y rescate que quisiesen, para que, a su gusto, se proveyesen de bastimentos por tierra y agua. Tras esto les rogaron los de Méjico se quedasen con ellos y asistiesen a la elección del rey, que querían hacer, lo cual también aceptaron por dalles contento.




ArribaAbajoCapítulo XII

Del cuarto rey Izcoalt, y de la guerra contra los Tepanecas


Cuando estuvieron juntos todos los que se habían de hallar a la elección, levantóse un viejo, tenido por gran orador, y, según refieren las historias, habló en esta manera: Fáltaos ¡oh mejicanos! la lumbre de vuestros ojos, mas no la del corazón, porque dado que habéis perdido al que era la luz y guía en esta república Mejicana, quedó la del corazón para considerar, que si mataron a uno, quedaron otros que podrán suplir muy ventajadamente la falta que aquél nos hace. No feneció aquí la nobleza de Méjico, ni se acabó la sangre real. Volved los ojos, y mirad alrededor, y veréis en torno de vosotros la nobleza mejicana puesta en orden, no uno, ni dos, sino muchos y muy excelentes príncipes, hijos del rey Acamapichtli, nuestro verdadero y legítimo señor. Aquí podréis escoger a vuestra voluntad, diciendo: este quiero, y estotro no quiero, que si perdísteis padre, aquí hallaréis padre y madre. Haced cuenta, ¡oh mejicanos!, que por breve tiempo se eclipsó el sol, y se escureció la tierra, y que luego volvió la luz a ella. Si se oscureció Méjico con la muerte de vuestro rey, salga luego el sol, elegid otro rey, mirad a quién, adonde echáis los ojos, y a quien se inclina vuestro corazón, que ese es el que elige vuestro dios Vitzilipuztli; y dilatando más esta plática, concluyó el orador con mucho gusto de todos.

Salió de la consulta elegido por rey Izcoalt, que quiere decir, culebra de navajas, el cual era hijo del primer rey Acamapíchtli, habido en una esclava suya; y aunque no era legítimo, le escogieron, porque en costumbres, en valor y esfuerzo era el más aventajado de todos. Mostraron gran contento todos, y más los de Tezcuco, porque su rey estaba casado con una hermana de Izcoalt. Coronado, y puesto en su asiento real, salió otro orador, que trató copiosamente de la obligación que tenía el rey a su república, y del ánimo que había de mostrar en los trabajos, diciendo, entre otras razones, así: Mira que agora estamos pendientes de ti, ¿has por ventura de dejar caer la carga que está sobre tus hombros? ¿Has de dejar perecer al viejo y a la vieja? ¿Al huérfano y a la viuda? Ten lástima de los niños que andan gateando por el suelo, los cuales perecerán, si nuestros enemigos prevalecen contra nosotros. Ea, señor, comienza a descoger y tender tu manto, para tomar a cuestas a tus hijos, que son los pobres y gente popular, que están confiados en la sombra de tu manto, y en el frescor de tu benignidad. Y a este tono otras muchas palabras, las cuales, como en su lugar se dijo, tomaban de coro para ejercicio suyo los mozos, y después las enseñaban como lección a los que de nuevo aprendían aquella facultad de oradores.

Ya entonces los Tepanecas estaban resueltos de destruir toda la nación mejicana, y para el efecto tenían mucho aparato: por lo cual el nuevo rey trató de romper la guerra, y venir a las manos con los que tanto les habían agraviado. Mas el común del pueblo, viendo que los contrarios les sobrepujaban en mucho número, y en todos los pertrechos de guerra, llenos de miedo, fuéronse al rey y con gran ahínco le pidieron no emprendiese guerra tan peligrosa, que sería destruir su pobre ciudad y gente. Preguntados, pues, qué medio querían que se tocase, respondieron que el nuevo rey de Azcapuzalco era piadoso, que le pidiesen paz, y se ofreciesen a serville, y que los sacase de aquellos carrizales, y les diese casas y tierras entre los suyos, y fuesen todos de un señor; y que para recabar esto, llevasen a su dios en sus andas por intercesor.

Pudo tanto este clamor del pueblo, mayormente habiendo algunos de los nobles aprobado su parecer, que se mandaron llamar los sacerdotes y aprestar las andas con su dios, para hacer la jornada. Ya que esto se ponía a punto, y todos pasaban por este acuerdo de paces y sujetarse a los Tepanecas, descubrió de entre la gente un mozo de gentil brío, y gallardo, que con mucha osadía les dijo: ¿Qué es esto, mejicanos? ¿Estáis locos? ¿Cómo tanta cobardía ha de haber, que nos hemos de ir a rendir así a los de Azcapuzalco?, y vuelto al rey le dijo: ¿Cómo, señor, permites tal cosa? Habla a ese pueblo, y dile que deje buscar medio para nuestra defensa y honor, y que no nos pongamos tan necia y afrentosamente en las manos de nuestros enemigos. Llamábase este mozo Tlacaellel, sobrino del mismo rey, y fué el más valeroso capitán, y de mayor consejo, que jamás los mejicanos tuvieron, como más adelante se verá.

Reparando, pues, Izcoalt, con lo que el sobrino tan prudentemente le dijo, detuvo al pueblo, diciendo que le dejasen probar primero otro medio más honroso y mejor. Y con esto, vuelto a la nobleza de los suyos, dijo: Aquí estáis todos los que sois mis deudos, y lo bueno de Méjico; el que tiene ánimo para llevar un mensaje mío a los Tepanecas, levántese. Mirándose unos a otros estuviéronse quedos, y no hubo quien quisiese ofrecerse al cuchillo. Entonces el mozo Tlacaellel, levantándose, se ofreció a ir, diciendo que, pues había de morir, que importaba poco ser hoy o mañana; que, ¿para cuál ocasión mejor se había de guardar?; que allí estaba, que le mandase lo que fuese servido. Y aunque todos juzgaron por temeridad el hecho, todavía el rey se resolvió en enviarle, para que supiese la voluntad y disposición del rey de Azcapuzalco y de su gente, teniendo por mejor aventurar la vida de su sobrino que el honor de su república.

Apercibido Tlacaellel, tomó su camino y, llegando a las guardias, que tenían orden de matar cualquier mejicano que viniese, con artificio les persuadió le dejasen entrar al rey; el cual se maravilló de verle, y, oída su embajada, que era pedirle paz con honestos medios, respondió que hablaría con los suyos, y que volviese otro día por la respuesta; y demandando Tlacaellel seguridad, ninguna otra le pudo dar, sino que usase de su buena diligencia; con esto volvió a Méjico, dando su palabra a las guardas de volver.

El rey de Méjico, agradeciéndole su buen ánimo, le tornó a enviar por la respuesta, la cual, si fuese de guerra, le mandó dar al rey de Azcapuzalco ciertas armas para que se defendiese, y untarle y emplumarle la cabeza, como hacían a hombres muertos, diciéndole que, pues no quería paz, le habían de quitar la vida a él y a su gente. Y aunque el rey de Azcapuzalco quisiera paz, porque era de buena condición, los suyos le embravecieron, de suerte que la respuesta fué de guerra rompida. Lo cual oído por el mensajero, hizo todo lo que su rey le había mandado, declarando con aquella ceremonia de dar armas y untar al rey con la unción de muertos, que de parte de su rey le desafiaba. Por lo cual todo pasó ledamente el de Azcapuzalco, dejándose untar y emplumar, y en pago dió al mensajero unas muy buenas armas. Y con esto le avisó no volviese a salir por la puerta del palacio, porque le aguardaba mucha gente para hacelle pedazos, sino que por un portillo que había abierto en un corral de su palacio se saliese secreto.

Cumpliólo así el mozo y, rodeando por caminos ocultos, vino a ponerse en salvo a vista de las guardas. Y desde allí los desafió, diciendo: ¡Ah Tepanecas! ¡Ah Azcapuzalcas, qué mal hacéis vuestro oficio de guardar! Pues sabed que habéis todos de morir, y que no ha de quedar Tepaneca a vida. Con esto las guardas dieron en él, y él se hubo tan valerosamente, que mató algunos de ellos, y viendo que cargaba gente, se retiró gallardamente a su ciudad, donde dió la nueva que la guerra era ya rompida sin remedio, y los Tepanecas y su rey quedaban desafiados.




ArribaAbajoCapítulo XIII

De la batalla que dieron los mejicanos a los Tepanecas, y de la gran victoria que alcanzaron


Sabido el desafío por el vulgo de Méjico, con la acostumbrada cobardía acudieron al rey, pidiéndole licencia, que ellos se querían salir de su ciudad porque tenían por cierta su perdición. El rey los consoló y animó, prometiéndoles que les daría libertad vencidos sus enemigos, y que no dudasen de tenerse por vencedores. El pueblo replicó: Y si fuéredes vencido, ¿qué haremos? Si fuéremos vencidos, respondió él, desde agora nos obligamos de ponernos en vuestras manos, para que nos matéis y comáis nuestras carnes en tiestos sucios, y os venguéis de nosotros. Pues así será, dijeron ellos, si perdéis la victoria, y si la alcanzáis, desde aquí nos ofrecemos a ser vuestros tributarios y labraros vuestras casas y haceros vuestras sementeras y llevaros vuestras armas y vuestras cargas cuando fuéredes a la guerra, para siempre jamás nosotros y nuestros descendientes.

Hechos estos conciertos entre los plebeyos y los nobles (los cuales cumplieron después de grado, o por fuerza, tan por entero como lo prometieron), el rey nombró por su capitán general a Tlacaellel; y puesto en orden todo su campo por sus escuadras, dando el cargo de capitanes a los más valerosos de sus parientes y amigos, hízoles una muy avisada y ardiente plática, con que les añadió al coraje que ellos ya se tenían, que no era pequeño, y mandó que estuviesen todos al orden del general que había nombrado. El cual hizo dos partes su gente, y a los más valerosos y osados mandó que en su compañía arremetiesen los primeros; y todo el resto se estuviese quedo con el rey Izcoalt, hasta que viesen a los primeros romper por sus enemigos.

Marchando, pues, en orden, fueron descubiertos los de Azcapuzalco, y luego ellos salieron con furia de su ciudad, llevando gran riqueza de oro y plata, y plumería galana, y armas de mucho valor, como los que tenían el imperio de toda aquella tierra. Hizo Izcoalt señal con un atambor pequeño que llevaba en las espaldas; y luego, alzando gran grita y apellidando Méjico, Méjico, dieron en los Tepanecas; y aunque eran en número sin comparación superiores, los rompieron e hicieron retirar a su ciudad. Y acudiendo los que habían quedado atrás, y dando voces Tlacaellel: victoria, victoria, todos de golpe se entraron por la ciudad, donde, por mandado del rey, no perdonaron a hombre, ni a viejos, ni mujeres, ni niños, que todo lo metieron a cuchillo, y robaron y saquearon la ciudad, que era riquísima. Y no contentos con esto, salieron en seguimiento de los que habían huido y acogido a la aspereza de las sierras, que están allí vecinas, dando en ellos y haciendo cruel matanza.

Los Tepanecas, desde un monte do se habían retirado, arrojaron las armas y pidieron las vidas, ofreciéndose a servir a los mejicanos y dalles tierras y sementeras y piedra y cal y madera, y tenellos siempre por señores, con lo cual Tlacaellel mandó retirar su gente y cesar de la batalla, otorgándoles las vidas debajo de las condiciones puestas, haciéndoselas jurar solemnemente. Con tanto, se volvieron a Azcapuzalco, y con sus despojos muy ricos y victoriosos, a la ciudad de Méjico.

Otro día mandó el rey juntar los principales y el pueblo, y repitiéndoles el concierto que habían hecho los plebeyos, preguntóles si eran contentos de pasar por él. Los plebeyos dijeron que ellos lo habían prometido, y los nobles muy bien merecido, y que así eran contentos de servirles perpetuamente, y de esto hicieron juramento, el cual inviolablemente se ha guardado. Hecho esto, Izcoalt volvió a Azcapuzalco y, con consejo de los suyos, repartió todas las tierras de los vencidos y sus haciendas entre los vencedores. La principal parte cupo al rey; luego a Tlacaellel; después, a los demás nobles, según se habían señalado en la guerra; a algunos plebeyos también dieron tierras, porque se habían habido como valientes; a los demás dieron de mano y echáronlos por ahí como a gente cobarde.

Señalaron también tierras de común para los barrios de Méjico, a cada uno las suyas, para que con ellas acudiesen al culto y sacrificio de sus dioses. Este fué el orden que siempre guardaron de ahí adelante en el repartir las tierras y despojos de los que vencían y sujetaban. Con esto los de Azcapuzalco quedaron tan pobres, que ni aun sementera para sí tuvieron; y lo más recio fué quitalles su rey y el poder tener otro, sino sólo al rey de Méjico.




ArribaAbajoCapítulo XIV

De la guerra y victoria que tuvieron los mejicanos de la ciudad de Cuyoacán


Aunque lo principal de los Tepanecas era Azcapuzalco, había también otras ciudades que tenían entre ellos señores propios, como Tacuba y Cuyoacán. Estos, visto el estrago pasado, quisieran que los de Azcapuzalco renovaran la guerra contra mejicanos, y viendo que no salían a ello, como gente del todo quebrantada, trataron los de Cuyoacán de hacer por sí la guerra, para lo cual procuraron incitar a las otras naciones comarcanas, aunque ellas no quisieron moverse, ni trabar pendencia con los mejicanos.

Mas creciendo el odio y envidia de su prosperidad, comenzaron los de Cuyoacán a tratar mal a las mujeres mejicanas que iban a sus mercados, haciendo mofa de ellas, y lo mismo de los hombres que podían maltratar, por donde vedó el rey de Méjico que ninguno de los suyos fuese a Cuyoacán, ni admitiesen en Méjico ninguno de ellos. Con esto acabaron de resolverse los de Cuyoacán en darles guerra, y primero quisieron provocarles con alguna burla afrentosa. Y fué convidarles a una fiesta suya solemne, donde, después de haberles dado una muy buena comida y festejado con gran baile a su usanza, por fruta de postre les enviaron ropas de mujeres y les constriñeron a vestírsela, y volverse así con vestidos mujeriles a su ciudad, diciéndoles que, de puro cobardes y mujeriles, habiéndoles ya provocado, no se habían puesto en armas.

Los de Méjico dicen que les hicieron en recompensa otra burla pesada, de darles a las puertas de su ciudad de Cuyoacán ciertos humazos con que hicieron malparir a muchas mujeres y enfermar mucha gente. En fin, paró la cosa en guerra descubierta, y se vinieron los unos a los otros a dar la batalla de todo su poder, en la cual alcanzó la victoria el ardid y esfuerzo de Tlacaellel, porque dejando al rey Izcoalt peleando con los de Cuyoacán, supo emboscarse con algunos pocos valerosos soldados, y rodeando vino a tomar las espaldas a los de Cuyoacán, y cargando sobre ellos les hizo retirar a su ciudad, y viendo que pretendían acogerse al templo, que era muy fuerte, con otros tres valientes soldados rompió por ellos y les ganó la delantera y tomó el templo y se lo quemó y forzó a huir por los campos, donde, haciendo gran riza en los vencidos, les fueron siguiendo por diez leguas la tierra adentro, hasta que en un cerro, soltando las armas y cruzando las manos, se rindieron a los mejicanos, y con muchas lágrimas les pidieron perdón del atrevimiento que habían tenido en tratarles como a mujeres, y ofreciéndose por esclavos, al fin les perdonaron.

De esta victoria volvieron con riquísimos despojos los mejicanos, de ropas, armas, oro, plata, joyas y plumería lindísima, y gran suma de cautivos. Señaláronse en este hecho, sobre todos, tres principales de Culhuacán, que vinieron a ayudar a los mejicanos por ganar honra; y después de reconocidos por Tlacaellel, y probados por fieles, dándoles las divisas mejicanas los tuvo siempre a su lado, peleando ellos con gran esfuerzo. Vióse bien que a estos tres, con el general, se debía toda la victoria, porque de todos cuantos cautivos hubo, se halló que, de tres partes, las dos eran de estos cuatro. Lo cual se averiguó fácilmente por el ardid que ellos tuvieron, que en prendiendo alguno, luego le cortaban un poco del cabello y lo entregaban a los demás, y hallaron ser los del cabello cortado en el exceso que he dicho. Por donde ganaron gran reputación y fama de valientes, y como a vencedores les honraron con darles de los despojos y tierras partes muy aventajadas, como siempre lo usaron los mejicanos; por donde se animaban tanto los que peleaban a señalarse por las armas.




ArribaAbajoCapítulo XV

De la guerra y victoria que hubieron los mejicanos de los Suchimilcos


Rendida ya la nación de los Tepanecas, tuvieron los mejicanos ocasión de hacer lo propio de los Suchimilcos, que, como está ya dicho, fueron los primeros de aquellas siete cuevas o linajes que poblaron la tierra. La ocasión no la buscaron los mejicanos, aunque, como vencedores, podían presumir de pasar adelante; sino los Suchimilcos escarbaron, para su mal, como acaece a hombres de poco saber y demasiada diligencia, que por prevenir el daño que imaginan, dan en él.

Parecióles a los de Suchimilco que con las victorias pasadas los mejicanos tratarían de sujetarlos, y platicando esto entre sí, y habiendo quien dijese que era bien reconocerles, desde luego, por superiores, y aprobar su ventura, prevaleció al fin el parecer contrario, de anticiparse y darles batalla. Lo cual, entendido por Izcoalt, rey de Méjico, envió su general Tlacaellel con su gente, y vinieron a darse la batalla en el mismo campo donde partían términos. La cual, aunque en gente y aderezos no era muy desigual de ambas partes, fuélo mucho en el orden y concierto de pelear, porque los Suchimilcos acometiéronles todos juntos de montón, sin orden. Tlacaellel tuvo a los suyos repartidos por sus escuadrones con gran concierto, y así presto desbarataron a sus contrarios y los hicieron retirar a su ciudad, la cual de presto también entraron, siguiéndoles hasta encerrarlos en el templo, y de allí con fuego les hicieron huir a los montes y rendirse finalmente cruzadas las manos.

Volvió el capitán Tlacaellel con gran triunfo, saliéndole a recebir los sacerdotes con su música de flautas, y incensándole a él y a los capitanes principales, y haciendo otras ceremonias y muestras de alegría que usaban, y el rey con ellos, todos se fueron al templo a darle gracias a su falso dios, que de esto fué siempre el demonio muy codicioso, de alzarse con la honra de lo que él no había hecho, pues el vencer y reinar lo da no él, sino el verdadero Dios, a quien le parece. El día siguiente fué el rey Izcoalt a la ciudad de Suchimilco y se hizo jurar por rey de los Suchimilcos, y por consolarles prometió hacerles bien, y en señal de esto les dejó mandado hiciesen una gran calzada, que atravesase desde Méjico a Suchimilco, que son cuatro leguas, para que así hubiese entre ellos más trato y comunicación. Lo cual los Suchimilcos hicieron, y a poco tiempo les pareció tan bien el gobierno y buen tratamiento de los mejicanos, que se tuvieron por muy dichosos en haber trocado rey y república.

No escarmentaron, como era razón, algunos comarcanos, llevados de la envidia o del temor a su perdición. Cuytlavaca era una ciudad puesta en la laguna, cuyo nombre y habitación, aunque diferente, hoy dura; eran éstos muy diestros en barquear la laguna, y parecióles que por agua podían hacer daño a Méjico; lo cual, visto por el rey, quisiera que su ejército saliera a pelear con ellos. Mas Tlacaellel, teniendo en poco la guerra, y por cosa de afrenta tomarse tan de propósito con aquéllos, ofreció de vencerlos con solos muchachos, y así lo puso por obra. Fuése al templo y sacó del recogimiento de él los mozos que le parecieron, y tomó desde diez a dieciocho años los muchachos que halló que sabían guiar barcos o canoas, y dándoles ciertos avisos y orden de pelear, fué con ellos a Cuytlavaca, donde con sus ardides apretó a sus enemigos, de suerte que les hizo huir, y yendo en su alcance, el señor de Cuytlavaca les salió al camino, rindiéndose a sí y a su ciudad y gente, y con esto cesó el hacerles más mal.

Volvieron los muchachos con grandes despojos y muchos cautivos para sus sacrificios, y fueron recibidos solemnísimamente con gran procesión y músicas y perfumes, y fueron a adorar su ídolo, tomando tierra y comiendo de ella, y sacándose sangre de las espinillas con las lancetas los sacerdotes, y otras supersticiones que en cosas de esta cualidad usaban. Quedaron los muchachos muy honrados y animados, abrazándoles y besándoles el rey, y sus deudos y parientes acompañándoles, y en toda la tierra sonó que Tlacaellel con muchachos había vencido la ciudad de Cuytlavaca.

La nueva de esta victoria y la consideración de las pasadas abrió los ojos a los Tezcuco, gente principal y muy sabia para su modo de saber, y así el primero que fué de parecer se debían sujetar al rey de Méjico y convidalle con su ciudad, fué el rey de Tezcuco, y con aprobación de su consejo enviaron embajadores muy retóricos con señalados presentes a ofrecerse por súbditos, pidiéndole su buena paz y amistad. Ésta se aceptó gratamente; aunque, por consejo de Tlacaellel, para efectuarse se hizo ceremonia que los de Tezcuco salían a campo con los de Méjico y se combatían y rendían al fin, que fué un auto y ceremonia de guerra, sin que hubiese sangre ni heridas de una y otra parte. Con esto quedó el rey de Méjico por supremo señor de Tezcuco, y no quitándoles su rey, sino haciéndole del supremo consejo suyo; y así se conservó siempre hasta el tiempo de Motezuma II, en cuyo reino entraron los españoles.

Con haber sujetado la ciudad y tierra de Tezcuco, quedó Méjico por señora de toda la tierra y pueblos que estaban en torno de la laguna, donde ella está fundada. Habiendo, pues, gozado de esta prosperidad y reinado doce años, adoleció Izcoalt y murió, dejando en gran crecimiento el reino que le habían dado, por el valor y consejo de su sobrino Tlacaellel (como está referido), el cual tuvo por mejor hacer reyes, que serlo él, como ahora se dirá.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Del quinto rey de Méjico, llamado Motezuma, primero de este nombre


La elección del nuevo rey tocaba a los cuatro electores principales (como en otra parte se dijo), y juntamente, por especial privilegio, al rey de Tezcuco y al rey de Tacuba. A estos seis juntó Tlacaellel, como quien tenía suprema autoridad, y propuesto el negocio, salió electo Motezuma, primero de este nombre, sobrino del mismo Tlacaellel.

Fué su elección muy acepta, y así se hicieron solemnísimas fiestas, con mayor aparato que a los pasados. Luego que lo eligieron, le llevaron con gran acompañamiento al templo, y delante del brasero, que llamaban divino, en que siempre había fuego de día y de noche, le pusieron un trono real y atavíos de rey; allí, con unas pautas de tigre y de venado, que para esto tenían, sacrificó el rey a su ídolo, sacándose sangre de las orejas, de los molledos y de las espinillas, que así gustaba el demonio de ser honrado. Hicieron sus arengas allí los sacerdotes y ancianos y capitanes, dándole todos el parabién. Usábanse en tales elecciones grandes banquetes y bailes, y mucha cosa de luminarias. Y introdújose en tiempo de este rey, que para la fiesta de su coronación fuese él mismo en persona a mover guerra a alguna parte, de donde trajese cautivos con que se hiciesen solemnes sacrificios, y desde aquel día quedó esto por ley.

Así, fué Motezuma a la provincia de Chalco, que se habían declarado por enemigos, donde peleando valerosamente hubo gran suma de cautivos, con que ofreció un insigne sacrificio el día de su coronación, aunque por entonces no dejó del todo rendida y allanada la provincia de Chalco, que era de gente belicosa. Este día de la coronación acudían de diversas tierras, cercanas y remotas, a ver las fiestas, y a todos daban abundantes y principales comidas, y vestían a todos, especialmente a los pobres, de ropas nuevas. Para lo cual el mismo día entraban por la ciudad los tributos del rey con gran orden y aparato, ropa de toda suerte, cacao, oro, plata, plumería rica, grandes fardos de algodón, ají, pepitas, diversidad de legumbres, muchos géneros de pescados de mar y de ríos, cuantidad de frutas y caza sin cuento, sin los innumerables presentes que los reyes y señores enviaban al nuevo rey.

Venía todo el tributo por sus cuadrillas, según diversas provincias; iban delante los mayordomos y cobradores con diversas insignias; todo esto con tanto orden y con tanta policía, que era no menos de ver la entrada de los tributos, que toda la demás fiesta. Coronado el rey, dióse a conquistar diversas provincias, y siendo valeroso y virtuoso, llegó de mar a mar, valiéndose en todo del consejo y astucia de su general Tlacaellel, a quien amó y estimó mucho, como era razón.

La guerra en que más se ocupó, y con más dificultad, fué la de la provincia de Chalco, en la cual le acaecieron grandes cosas. Fué una bien notable; que, habiéndole cautivado un hermano suyo, pretendieron los Chalcas hacerle su rey, y para ello le enviaron recados muy comedidos y obligatorios. Él, viendo sus porfías, les dijo que, si en efecto querían alzarle por rey, levantasen en la plaza un madero altísimo y en lo alto de él le hiciesen un tabladillo, donde él subiese. Creyendo era ceremonia de quererse más ensalzar, lo cual pusieron así por obra, y juntando él todos sus mejicanos alrededor del madero, subió en lo alto con un ramillete de flores en la mano, y desde allí habló a los suyos en esta forma: ¡Oh, valerosos mejicanos! Estos me quieren alzar por rey suyo; mas no permitan los dioses que yo, por ser rey, haga traición a mi patria; antes quiero que aprendáis de mí dejaros antes morir, que pasaros a vuestros enemigos; diciendo esto, se arrojó y hizo mil pedazos. De cuyo espectáculo cobraron tanto horror y enojo los Chalcas, que luego dieron en los mejicanos, y allí los acabaron a lanzadas, como a gente fiera y inexorable, diciendo que tenían endemoniados corazones. La noche siguiente acaeció oír dos búhos dando aullidos tristes el uno al otro, con que los de Chalco tomaron por agüero que habían de ser presto destruídos.

Y fué así que el rey Motezuma vino en persona sobre ellos con todo su poder y los venció y arruinó todo su reino; y pasando la sierra nevada fué conquistando hasta la mar del norte, y dando vuelta hacia la del sur también ganó y sujetó diversas provincias, de manera que se hizo poderosísimo rey; todo esto con el ayuda y consejo de Tlacaellel, a quien se debe cuasi todo el imperio mejicano. Con todo, fué de parecer (y así se hizo) que no se conquistase la provincia de Tlascala, porque tuviesen allí los mejicanos frontera de enemigos, donde ejercitasen las armas los mancebos de Méjico, y juntamente tuviesen copia de cautivos, de que hacer sacrificios a sus ídolos, que, como ya se ha visto, consumían gran suma de hombres en ellos, y éstos habían de ser forzoso tomados en guerra.

A este rey Motezuma, o por mejor decir, a su general Tlacaellel, se debe todo el orden y policía que tuvo Méjico, de consejos, consistorios y tribunales para diversas causas, en que hubo gran orden, y tanto número de consejos y de jueces, como en cualquiera república de las más floridas de Europa. Este mismo rey puso su casa real en gran autoridad, haciendo muchos y diversos oficiales, y servíase con gran ceremonia y aparato. En el culto de sus ídolos no se señaló menos, ampliando el número de ministros y instituyendo nuevas ceremonias, y teniendo obervancia extraña en su ley y vana superstición. Edificó aquel gran templo a su dios Vitzilipuztli, de que en otro libro se hizo mención. En la dedicación del templo ofreció innumerables sacrificios de hombres que él en varias victorias había habido. Finalmente, gozando de grande prosperidad de su imperio, adoleció y murió habiendo reinado veinte y ocho años, bien diferente de su sucesor Tizocic, que ni en valor ni en buena dicha le pareció.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Que Tlacaellel no quiso ser rey, y de la elección y sucesos de Tizocic


Juntáronse los cuatro diputados con los señores de Tezcuco y Tacuba, y presidiendo Tlacaellel, procedieron a hacer elección de rey, y encaminando todos sus votos a Tlacaellel, como quien mejor merecía aquel cargo que otro alguno, él lo rehusó con razones eficaces, que persuadieron a elegir otro. Porque decía él que era mejor para la república que otro fuese rey y él fuese su ejecutor y coadjutor, como lo había sido hasta entonces, que no cargar todo sobre él solo, pues sin ser rey era cierto que había de trabajar por su república no menos que si lo fuese.

No es cosa muy usada no admitir el supremo lugar y mando, y querer el cuidado y trabajo, y no la honra y potestad; ni aun acaece que el que puede por sí manejallo todo, huelgue que otro tenga la principal mano, a trueque que el negocio de la república salga mejor. Este bárbaro en esto hizo ventaja a los muy sabios romanos y griegos, y si no díganlo Alejandro y Julio César, que al uno se le hizo poco mandar un mundo, y a los más queridos y leales de los suyos sacó la vida a crueles tormentos, por livianas sospechas que querían reinar. Y el otro se declaró por enemigo de su patria, diciendo que, si se había de torcer del derecho, por sólo reinar se había de torcer; tanta es la sed que los hombres tienen de mandar.

Aunque el hecho de Tlacaellel también pudo nacer de una demasiada confianza de sí, pareciéndole que sin ser rey lo era, pues cuasi mandaba a los reyes, y aún ellos le permitían traer cierta insignia como tiara, que a solos los reyes pertenecía. Mas con todo, merece alabanza este hecho, y mayor su consideración, de tener en más el poder mejor ayudar a la república siendo súbdito, que siendo supremo señor; pues, en efecto, es ello así, pues, como en una comedia, aquél merece más gloria, que toma y representa el personaje que más importa, aunque sea de pastor o villano, y deja el de rey o capitán a otro que lo sabe hacer; así, en buena filosofía, deben los hombres mirar más el bien común y aplicarse al oficio y estado que entienden mejor.

Pero esta filosofía es más remontada de lo que al presente se platica. Y con tanto, pasemos a nuestro cuento con decir que, en pago de su modestia y por el respeto que le tenían los electores mejicanos, pidieron a Tlacaellel que, pues no quería reinar, dijese quién le parecía reinase. El dió su voto a un hijo del rey muerto, harto muchacho, por nombre Tizocic, y respondiéronle que eran muy flacos hombros para tanto peso; respondió que los suyos estaban allí para ayudarle a llevar la carga, como había hecho con los pasados; con esto se resumieron y salió electo el Tizocic, y con él se hicieron las ceremonias acostumbradas. Horadáronle la nariz, y por gala pusiéronle allí una esmeralda, y esa es la causa que en sus libros de los mejicanos se denota este rey por la nariz horadada.

Este salió muy diferente de su padre y antecesor, porque le notaron por hombre poco belicoso y cobarde; fué para coronarse a debelar una provincia que estaba alzada, y en la jornada perdió mucho más de su gente que cautivó de sus enemigos; con todo eso volvió diciendo traía el número de cautivos que se requería para los sacrificios de su coronación; y así se coronó con gran solemnidad. Pero los mejicanos, descontentos de tener rey poco animoso y guerrero, trataron de darle fin con ponzoña, y así no duró en el reino más de cuatro años.

Donde se ve bien que los hijos no siempre sacan con la sangre el valor de los padres, y que cuanto mayor ha sido la gloria de los predecesores, tanto más es aborrecible el desvalor y vileza de los que suceden en el mando, y no en el merecimiento. Pero restauró bien esta pérdida otro hermano del muerto, hijo también del gran Motezuma, el cual se llamó Ajayaca, y por parecer de Tlacaellel fué electo, acertando más en éste que el pasado.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

De la muerte de Tlacaellel y hazañas de Ajayaca, séptimo rey de Méjico


Ya era muy viejo en este tiempo Tlacaellel, y como tal le traían en una silla a hombros, para hallarse en las consultas y negocios que se ofrecían. En fin adoleció, y visitándole el nuevo rey, que aún no estaba coronado, y derramando muchas lágrimas, por parecerle que perdía en él padre y padre de su patria; Tlacaellel le encomendó ahincadamente a sus hijos, especialmente al mayor, que había sido valeroso en las guerras que había tenido. El rey le prometió de mirar por él y, para más consolar al viejo, allí, delante de él, le dió el cargo e insignias de su capitán general, con todas las preeminencias de su padre, de que el viejo quedó tan contento, que con él acabó sus días, que si no hubieran de pasar de allí a los de la otra vida, pudieran contarse por dichosos, pues de una pobre y abatida ciudad, en que nació, dejó por su esfuerzo fundado un reino tan grande y tan rico y tan poderoso. Como a tal fundador cuasi de todo aquel imperio le hicieron las exequias los mejicanos, con más aparato y demostración que a ninguno de los reyes habían hecho.

Para aplacar el llanto, por la muerte de su capitán, de todo el pueblo mejicano, acordó Ajayaca hacer luego jornada como se requería para ser coronado. Y con gran presteza pasó con su campo a la provincia de Teguantepec, que dista de Méjico doscientas leguas, y en ella dió batalla a un poderoso y innumerable ejército, que así de aquella provincia, como de las comarcanas, se habían juntado contra Méjico. El primero que salió delante de su campo fué el mismo rey, desafiando a sus contrarios, de los cuales, cuando le acometieron, fingió huir hasta atraerlos a una emboscada, donde tenía muchos soldados cubiertos con paja; éstos salieron a deshora, y los que iban huyendo revolvieron de suerte, que tomaron en medio a los de Teguantepec y dieron en ellos, haciendo cruel matanza, y prosiguiendo asolaron su ciudad y su templo, y a todos los comarcanos dieron castigo riguroso. Y sin parar fueron conquistando hasta Guatulco, puerto hoy día muy conocido en la mar del sur.

De esta jornada volvió Ajayaca con grandísima presa y riquezas a Méjico, donde se coronó soberbiamente, con excesivo aparato de sacrificios, de tributos y de todo lo demás, acudiendo todo el mundo a ver su coronación. Recibían la corona los reyes de Méjico de mano de los reyes de Tezcuco, y era esta preeminencia suya. Otras muchas empresas hizo en que alcanzó grandes victorias, y siempre siendo él el primero que guiaba su gente y acometía a sus enemigos, por donde ganó nombre de muy valiente capitán. Y no se contentó con rendir a los extraños, sino que a los suyos rebeldes les puso el freno, cosa que nunca sus pasados habían podido, ni osado.

Ya se dijo arriba cómo se habían apartado de la república mejicana algunos inquietos y mal contentos, que fundaron otra ciudad muy cerca de Méjico, la cual llamaron Tlatellulco y fué donde es agora Santiago. Estos alzados hicieron bando por sí y fueron multiplicando mucho, y jamás quisieron reconocer a los señores de Méjico, ni prestalles obediencia. Envió, pues, el rey Ajayaca a requerilles no estuviesen divisos, sino que, pues eran de una sangre y un pueblo, se juntasen y reconociesen al rey de Méjico. A este recado respondió el señor de Tlatellulco con gran desprecio y soberbia, desafiando al rey de Méjico para combatir de persona a persona, y luego apercibió su gente, mandando a una parte de ella esconderse entre las espadañas de la laguna, y para estar más encubiertos, o para hacer mayor burla a los de Méjico, mandóles tomar disfraces de cuervos y ansares y de pájaros y de ranas y de otras sabandijas que andan por la laguna, pensando tomar por engaño a los de Méjico que pasasen por los caminos y calzadas de la laguna.

Ajayaca, oído el desafío y entendiendo el ardid de su contrario, repartió su gente y, dando parte a su general, hijo de Tlacaellel, mandóle acudir a desbaratar aquella celada de la laguna. El, por otra parte, con el resto de gente, por paso no usado, fué sobre Tlatellulco, y ante todas cosas llamó al que lo había desafiado, para que cumpliese su palabra. Y saliendo a combatirse los dos señores de Méjico y Tlatellulco, mandaron ambos a los suyos se estuviesen quedos hasta ver quién era vencedor de los dos. Y obedecido el mandato, partieron uno contra otro animosamente, donde peleando buen rato, al fin le fué forzoso al de Tlatellulco volver las espaldas, porque el de Méjico cargaba sobre él más de lo que ya podía sufrir. Viendo huir los de Tlatellulco a su capitán, también ellos desmayaron y volvieron las espaldas, y siguiéndoles los mejicanos, dieron furiosamente en ellos. No se le escapó a Ajayaca el señor de Tlatellulco, porque pensando hacerse fuerte en lo alto de su templo, subió tras él y con fuerza le asió y despeñó del templo abajo, y después mandó poner fuego al templo y a la ciudad.

Entretanto que esto pasaba acá, el general mejicano andaba muy caliente allá en la venganza de los que por engaño les habían pretendido ganar. Y después de haberles compelido con las armas a rendirse, y pedir misericordia, dijo el general que no había de concederles perdón, si no hiciesen primero los oficios de los disfraces que habían tomado. Por eso, que les cumplía cantar como ranas y graznar como cuervos, cuyas divisas habían tomado, y que de aquella manera alcanzarían perdón, y no de otra; queriendo por esta vía afrentarles y hacer burla y escarnio de su ardid. El miedo todo lo enseña presto: Cantaron y graznaron, y con todas las diferencias de voces que les mandaron, a trueco de salir con las vidas, aunque muy corridos del pasatiempo tan pesado que sus enemigos tomaban con ellos.

Dicen que hasta hoy dura el darse trato los de Méjico a los de Tlatellulco, y que es paso porque pasan muy mal cuando les recuerdan algo de estos graznidos y cantares donosos. Gustó el rey Ajayaca de la fiesta, y con ella y gran regocijo se volvieron a Méjico. Fué este rey tenido por uno de los muy buenos; reinó once años, teniendo por sucesor otro no inferior en esfuerzo y virtudes.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De los hechos de Autzol, octavo rey de Méjico


Entre los cuatro electores de Méjico que, como está referido, daban el reino con sus votos a quien les parecía, había uno de grandes partes llamado Autzol; a éste dieron los demás sus votos, y fué su elección en extremo acepta a todo el pueblo, porque demás de ser muy valiente, le tenían todos por afable y amigo de hacer bien, que en los que gobiernan es principal parte para ser amados y obedecidos.

Para la fiesta de su coronación la jornada que le pareció hacer fué ir a castigar el desacato de los de Cuajutatlan, provincia muy rica y próspera, que hoy día es de lo principal de Nueva España. Habían éstos salteado a los mayordomos y oficiales que traían el tributo a Méjico, y alzándose con él; tuvo gran dificultad en allanar esta gente, porque se habían puesto donde un gran brazo de mar impedía el paso a los mejicanos. Para cuyo remedio, con extraño trabajo e invención, hizo Autzol fundar en el agua una como isleta hecha de fajina y tierra y muchos materiales. Con esta obra pudo él y su gente pasar a sus enemigos y darles batalla, en que les desbarató, venció y castigó a su voluntad, y volvió con gran riqueza y triunfo a Méjico a coronarse según su costumbre.

Extendió su reino con diversas conquistas Autzol, hasta llegarle a Guatimala, que está trescientas leguas de Méjico; no fué menos liberal que valiente; cuando venían sus tributos (que, como está dicho, venían con grande aparato y abundancia) salíase de su palacio y, juntando donde le parecía al pueblo, mandaba llevasen allí los tributos; a todos los que había necesitados y pobres repartía allí ropa y comida y todo lo que habían menester en gran abundancia. Las cosas de precio, como oro, plata, joyas, plumería y preseas, repartíalas entre los capitanes y soldados y gente que le servía, según los méritos y hechos de cada uno.

Fué también Autzol gran republicano, derribando los edificios mal puestos y reedificando de nuevo muchos suntuosos. Parecióle que la ciudad de Méjico gozaba poca agua y que la laguna estaba muy cenagosa, y determinó echar en ella un brazo gruesísimo de agua de que se servían los de Cuyoacán. Para el efecto envió a llamar al principal de aquella ciudad, que era un famosísimo hechicero, y propuesto su intento, el hechicero le dijo que mirase lo que hacía, porque aquel negocio tenía gran dificultad, y que entendiese que, si sacaba agua de madre y la metía en Méjico, había de anegar la ciudad. Pareciéndole al rey eran excusas para no hacer lo que él mandaba, enojado le echó de allí.

Otro día envió a Cuyoacán un alcalde de corte a prender al hechicero, y entendido por él a lo que venían aquellos ministros del rey, les mandó entrar y púsose en forma de una terrible águila, de cuya vista espantados se volvieron sin prenderle. Envió otros enojado Autzol, a los cuales se les puso en figura de tigre ferocísimo, y tampoco éstos osaron tocarle. Fueron los terceros, y halláronle hecho sierpe horrible, y temieron mucho más. Amostazado el rey de estos embustes, envió a amenazar a los de Cuyoacán que, si no le traían atado aquel hechicero, haría luego asolar la ciudad. Con el miedo de esto, o el de su voluntad, o forzado de los suyos, en fin fué el hechicero, y en llegando le mandó dar garrote. Y abriendo un caño por donde fuese el agua a Méjico, en fin salió con su intento, echando grandísimo golpe de agua en su laguna, la cual llevaron con grandes ceremonias y superstición, yendo unos sacerdotes incesando a la orilla; otros, sacrificando codornices y untando con su sangre el borde del caño; otros, tañendo caracoles y haciendo música al agua, con cuya vestidura (digo de la diosa del agua) iba revestido el principal, y todos saludando al agua y dándole la bienvenida.

Así está todo hoy día pintado En los Anales Mejicanos, cuyo libro tienen en Roma y está puesto en la sacra biblioteca o librería vaticana, donde un padre de nuestra Compañía, que había venido de Méjico, vió ésta y las demás historias, y las declaraba al bibliotecario de Su Santidad, que en extremo gustaba de entender aquel libro, que jamás había podido entender. Finalmente, el agua llegó a Méjico; pero fué tanto el golpe de ella, que por poco se anegara la ciudad, como el otro había dicho, y en efecto, arruinó gran parte de ella. Mas a todo dió remedio la industria de Autzol, porque hizo sacar un desaguadero, por donde aseguró la ciudad, y todo lo caído, que era ruín edificio, lo reparó de obra fuerte y bien hecha, y así dejó su ciudad cercada toda de agua, como otra Venecia, y muy bien edificada. Duró el reinado de éste once años, parando en el último y más poderoso sucesor de todos los mejicanos.




ArribaAbajoCapítulo XX

De la elección del gran Motezuma, último rey de Méjico


En el tiempo que entraron los españoles en la Nueva España, que fué el año del Señor de mil quinientos diez y ocho, reinaba Motezuma, el segundo de este nombre y último rey de los mejicanos; digo último, porque, aunque después de muerto éste, los de Méjico eligieron otro, y aun en vida del mismo Motezuma, declarándole por enemigo de la patria, según adelante se verá; pero el que sucedió, y el que vino cautivo a poder del marqués del Valle, no tuvieron más del nombre y título de reyes, por estar ya cuasi todo su reino rendido a los españoles. Así que a Motezuma con razón le contamos por último, y como tal así llegó a lo último de la potencia y grandeza mejicana, que para entre bárbaros pone a todos grande admiración. Por esta causa, y por ser ésta la sazón que Dios quiso para entrar la noticia de su evangelio y reino de Jesucristo en aquella tierra, referiré un poco más por extenso las cosas de este rey.

Era Motezuma de suyo muy grave y muy reposado; por maravilla se oía hablar, y cuando hablaba en el supremo consejo, de que él era, ponía admiración su aviso y consideración, por donde, aun antes de ser rey, era temido y respetado. Estaba de ordinario recogido en una gran pieza, que tenía para sí diputada en el gran templo de Vitzilipuztli, donde decía le comunicaba mucho su ídolo, hablando con él, y así presumía de muy religioso y devoto. Con estas partes, y con ser nobilísimo y de grande ánimo, fué su elección muy fácil y breve, como en persona en quien todos tenían puestos los ojos para tal cargo.

Sabiendo su elección, se fué a esconder al templo a aquella pieza de su recogimiento; fuese por consideración del negocio tan arduo que era regir tanta gente, fuese (como yo más creo) por hipocresía y muestra que no estimaba el imperio, allí, en fin, le hallaron y tomaron y llevaron con el acompañamiento y regocijo posible a su consistorio. Venía él con tanta gravedad, que todos decían le estaba bien su nombre de Motezuma, que quiere decir señor sañudo. Hiciéronle gran reverencia los electores, diéronle noticia de su elección, fué de allí al brasero de los dioses a incensar y luego ofrecer sus sacrificios, sacándose sangre de orejas, molledos y espinillas, como era costumbre. Pusiéronle sus atavíos de rey y horadándole las narices por las ternillas, colgáronle de ellas una esmeralda riquísima; usos bárbaros y penosos, mas el fausto de mandar hacía no se sintiesen.

Sentado después en su trono oyó las oraciones que le hicieron, que, según se usaba, eran con elegancia y artificio. La primera hizo el rey de Tezcuco, que, por haberse conservado con fresca memoria y ser digna de oír, la porné aquí, y fué así: La gran ventura que ha alcanzado todo este reino, nobilísimo mancebo, en haber merecido tenerte a ti por cabeza de todo él, bien se deja entender por la facilidad y concordia de tu elección y por el alegría tan general que todos por ella muestran. Tienen cierto muy gran razón, no que está ya el imperio mejicano tan grande y tan dilatado, que para regir un mundo como éste y llevar carga de tanto peso, no se requiere menos fortaleza y brío que el de tu firme y animoso corazón, ni menos reposo, saber y prudencia, que la tuya. Claramente veo yo que el omnipotente Dios ama esta ciudad, pues le ha dado luz para escoger lo que le convenía. Porque, ¿quién duda que un príncipe, que antes de reinar había investigado los nueve dobleces del cielo, agora, obligándole el cargo de su reino, con tan vivo sentido no alcanzará las cosas de la tierra, para acudir a su gente? ¿Quién duda que el gran esfuerzo que has siempre valerosamente mostrado en casos de importancia, no te haya de sobrar agora, donde tanto es menester? ¿Quién pensará que en tanto valor haya de faltar remedio al huérfano y a la viuda? ¿Quién no se persuadirá que el imperio mejicano haya ya llegado a la cumbre de la autoridad, pues te comunicó el Señor de lo criado tanta, que en sólo verte la pones a quien te mira? Alégrate, ¡oh tierra dichosa!, que te ha dado el Criador un príncipe que te será columna firme en que estribes, será padre y amparo de que te socorras, sera más que hermano en la piedad y misericordia para con los suyos. Tienes por cierto rey que no tomará ocasión con el estado para regalarse y estarse tendido en el lecho, ocupado en vicios y pasatiempos; antes al mejor sueño le sobresaltará su corazón y le dejará desvelado el cuidado que de ti ha de tener. El más sabroso bocado de su comida no sentirá, suspenso, en imaginar en tu bien. Dime, pues, reino dichoso, si tengo razón en decir que te regocijes y alientes con tal rey. Y tú, ¡oh generosísimo mancebo y muy poderoso señor nuestro!, ten confianza y buen ánimo, que pues el Señor de todo lo criado te ha dado este oficio, también te dará su esfuerzo para tenerle. Y el que en todo el tiempo pasado ha sido tan liberal contigo, puedes bien confiar que no te negará sus mayores dones, pues te ha puesto en mayor estado, del cual goces por muchos años y buenos.

Estuvo el rey Motezuma muy atento a este razonamiento, el cual acabado, dicen se enterneció de suerte que, acometiendo a responder por tres veces, no pudo, vencido de lágrimas, lágrimas que el propio gusto suele bien derramar, guisando un modo de devoción salida de su propio contentamiento, con muestra de grande humildad. En fin, reportándose, dijo brevemente: Harto ciego estuviera yo, buey rey de Tezcuco, si no viera y entendiera que las cosas que me has dicho ha sido puro favor que me has querido hacer, pues habiendo tantos hombres tan nobles y generosos en este reino, echastes mano para él del menos suficiente, que soy yo. Y es cierto que siento tan pocas prendas en mí para negocio tan arduo, que no sé qué me hacer, sino acudir al Señor de lo criado, que me favorezca, y pedir a todos que se lo supliquen por mí. Dichas estas palabras, se tornó a enternecer y llorar.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Cómo ordenó Motezuma el servicio de su casa, y la guerra que hizo para coronarse


Este, que tales muestras de humildad y ternura dió en su elección, luego, viéndose rey, comenzó a descubrir sus pensamientos altivos. Lo primero mandó que ningún plebeyo sirviese en su casa, ni tuviese oficio real, como hasta allí sus antepasados lo habían usado, en los cuales reprehendió mucho haberse servido de algunos de bajo linaje; y quiso que todos los señores y gente ilustre estuviese en su palacio y ejerciese oficios de su casa y corte.

A esto le contradijo un anciano de gran autoridad, ayo suyo, que lo había criado, diciéndole, que mirase que aquello tenía mucho inconveniente, porque era enajenar y apartar de sí todo el vulgo y gente plebeya, y ni aun mirarle a la cara no osarían viéndose así desechados. Replicó él, que eso era lo que él quería, y que no había de consentir que anduviesen mezclados plebeyos y nobles como hasta allí, y que el servicio que los tales hacían, era cual ellos eran, con que ninguna reputación ganaban los reyes. Finalmente, se resolvió de modo, que envió a mandar a su consejo quitasen luego todos los asientos y oficios que tenían los plebeyos en su casa y en su corte, y los diesen a caballeros; y así se hizo.

Tras esto salió en persona a la empresa, que pará su coronación era necesaria. Habíase rebelado a la corona real una provincia muy remota hacia el mar océano del norte: llevó consigo a ella la flor de su gente, y todos muy lucidos y bien aderezados. Hizo la guerra con tanto valor y destreza, que en breve sojuzgó toda la provincia y castigó rigurosamente los culpados, y volvió con grandísimo número de cautivos para los sacrificios, y con otros despojos muchos. A la vuelta le hicieron todas las ciudades solemnes recibimientos, y los señores de ellas le sirvieron agua a manos, haciendo oficios de criados suyos, cosa que con ninguno de los pasados habían hecho: tanto era el temor y respeto que le habían cobrado.

En Méjico se hicieron las fiestas de su coronación con tanto aparato de danzas, comedias, entremeses, luminarias, invenciones, diversos juegos y tanta riqueza de tributos traídos de todos sus reinos, que concurrieron gentes extrañas y nunca vistas, ni conocidas a Méjico, y aun los mismos enemigos de mejicanos vinieron disimulados en gran número a verlas, como eran los de Tlascala y los de Mechoacán. Lo cual entendido por Motezuma, los mandó aposentar y tratar regaladísimamente como a su misma persona, y les hizo miradores galanos como los suyos, de donde viesen las fiestas; y de noche, así ellos, como el mismo rey, entraban en ellas, y hacían sus juegos y máscaras.

Y porque se ha hecho mención de estas provincias es bien saber, que jamás se quisieron rendir a los reyes de Méjico, Mechoacán, ni Tlascala, ni Tepeaca, antes pelearon valerosamente, y algunas veces vencieron los de Mechoacán a los de Méjico, y lo mismo hicieron los de Tepeaca. Donde el marqués D. Fernando Cortés, después que le echaron a él y a los españoles de Méjico, pretendió fundar la primera ciudad de españoles, que llamó, si bien me acuerdo, Segura de la Frontera, aunque permaneció poco aquella población; y con la conquista que después hizo de Méjico, se pasó a ella toda la gente española. En efecto, aquellos de Tepeaca, y los de Tlascala, y los de Mechoacán se tuvieron siempre en pie con los mejicanos, aunque Motezuma dijo a Cortés que de propósito no los habían conquistado, por tener ejercicio de guerra y número de cautivos.




ArribaAbajoCapítulo XXII

De las costumbres y grandezas de Motezuma


Dió este rey en hacerse respetar, y aun cuasi adorar como Dios. Ningún plebeyo le había de mirar a la cara, y si lo hacía, moría por ello: jamás puso sus pies en el suelo, sino siempre llevado en hombros de señores; y si había de bajarse, le ponían una alfombra rica donde pisase. Cuando iba camino, había de ir él y los señores de su compaña por uno como parque hecho de propósito, y toda la otra gente por defuera del parque a uno y otro lado: jamás se vestía un vestido dos veces, ni comía, ni bebía en una vasija, o plato más de una vez: todo había de ser siempre nuevo; y de lo que una vez se había servido, dábalo luego a sus criados, que con estos percances andaban ricos y lucidos.

Era en extremo amigo de que se guardasen sus leyes: acaecíale cuando volvía con victoria de alguna guerra, fingir que iba a alguna recreación, y disfrazarse para ver, si por no pensar que estaba presente, se dejaba de hacerse algo de la fiesta o recibimiento: y si en algo se excedía o faltaba, castigábalo sin remedio. Para saber cómo hacían su oficio sus ministros, también se disfrazaba muchas veces, y aún echaba quien ofreciese cohechos a sus jueces, o les provocase cohechos a sus jueces, o les provocase a cosa mal hecha, y en cayendo en algo de esto, era luego sentencia de muerte con ellos. No curaba que fueran señores, ni aun deudos, ni aun propios hermanos suyos, porque sin remisión moría el que delinquía: su trato con los suyos era poco, raras veces se dejaba ver; estábase encerrado mucho tiempo, y pensando en el gobierno de su reino.

Demás de ser justiciero y grave, fué muy belicoso, y aun muy venturoso, y así alcanzó grandes victorias, y llegó a toda aquella grandeza que por estar ya escrita en historia de España, no me parece repetir más. Y en lo que aquí adelante se dijere, sólo terné cuidado de escribir lo que los libros y relaciones de los indios cuentan, de que nuestros escritores españoles no hacen mención, por no haber tanto entendido los secretos de aquella tierra, y son cosas muy dignas de ponderar, como agora se verá.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De los presagios y prodigios extraños que acaecieron en Méjico, antes de fenecerse su imperio


Aunque la Divina Escritura239 nos veda el dar crédito a agüeros y pronósticos vanos, y Jeremías nos advierte,240 que de las señales del cielo no temamos, como lo hacen los gentiles; pero enseña con todo eso la misma Escritura, que en algunas mudanzas universales, y castigos que Dios quiere hacer, no son de despreciar las señales, monstruos y prodigios, que suelen preceder muchas veces, como lo advierte Eusebio Cesariense.241 Porque el mismo Señor de los cielos y de la tierra ordena semejantes extrañezas y novedades en el cielo, y elementos, y animales y otras criaturas suyas, para que en parte sean aviso a los hombres, y en parte principio de castigo con el temor y espanto que ponen.

En el segundo libro de los Macabeos242 se escribe, que antes de aquella grande mudanza y perturbación del pueblo de Israel, causada por la tiranía de Antioco llamado Epífanes, al cual intitulan las letras Sagradas243 raíz de pecado, acaeció por cuarenta días enteros verse por toda Jerusalén grandes escuadrones de caballeros en el aire, que con armas doradas, y sus lanzas y escudos, y caballos feroces, y con las espadas sacadas, tirándose y hiriéndose, escaramuzaban unos con otros; y dicen, que viendo esto los de Jerusalén, suplicaban a Dios alzase su ira, y que aquellos prodigios parasen en bien. En el libro de la Sabiduría también, cuando quiso Dios sacar de Egipto su pueblo, y castigar a los egipcios, se refieren244 algunas vistas y espantos de monstruos, como de fuegos vistos a deshora, de gestos horribles que aparecían.

Josefo, en los libros de Bello Judaico, cuenta muchos y grandes prodigios, que precedieron a la destrucción de Jerusalén y último cautiverio de la desventurada gente, que con tanta razón tuvo a Dios por contrario. Y de Josefo tomó Eusebio Cerasiense245 y otros la misma relación, autorizando aquellos pronósticos. Los historiadores están llenos de semejantes observaciones en grandes mudanzas de estados, o repúblicas, o religión, y Paulo Orosio cuenta no pocas. Sin duda no es vana su observancia, porque aunque el dar crédito ligeramente a pronósticos y señales, es vanidad, y aun superstición prohibida por la ley de nuestro Dios, mas en cosas muy grandes y mudanza de naciones, y reinos y leyes muy notables, no es vano, sino acertado creer, que la sabiduría del Altísimo ordena o permite cosas que den como alguna nueva de lo que ha de ser, que sirva, como he dicho, a unos de aviso y a otros de parte de castigo, y a todos de indicio, que el rey de los cielos tiene cuenta con las cosas de los hombres. El cual, como para la mayor mudanza del mundo, que será el día del Juicio, tiene ordenadas las mayores y más terribles señales que se pueden imaginar, así para denotar otras mudanzas menores, pero notables, en diversas partes del mundo, no deja de dar algunas maravillosas muestras, que según la ley de su eterna sabiduría tiene dispuestas.

También se ha de entender, que aunque el demonio es padre de la mentira; pero a su pesar le hace el Rey de gloria confesar la verdad muchas veces, y aun él mismo de puro miedo y despecho la dice no pocas. Así daba voces en el desierto, 246 y por la boca de los endemoniados, que Jesús era el salvador, que había venido a destruille. Así por la pithonisa decía,247 que Paulo predicaba el verdadero Dios. Así apareciéndose, y atormentando a la mujer de Pilato, le hizo negociar por Jesús, varón justo. Así otras historias, sin la sagrada, refieren diversos testimonios de los ídolos en aprobación de la religión cristiana, de que Lactancia, Próspero y otros hacen mención. Léase Eusebio en los libros de la Preparación Evangélica, y después en los de Demostración, que trata de esto largamente.

He dicho todo esto tan de propósito, para que nadie desprecie lo que refieren las historias y anales de los indios cerca de los prodigios extraños, y pronósticos que tuvieron de acabarse su reino y el reino del demonio, a quien ellos adoraban juntamente: los cuales, así por haber pasado en tiempos muy cercanos, cuya memoria está fresca, como por ser muy conforme a buena razón, que de una tan mudanza el demonio sagaz se recelase y lamentase, y Dios junto con esto comenzase a castigar a idólatras tan crueles y abominables, digo que me parecen dignos de crédito, y por tales los tengo y refiero aquí.

Pasa, pues, de esta manera: que habiendo reinado Motezuma en suma prosperidad muchos años, y puesto en tan altos pensamientos, que realmente se hacía servir y temer, y aun adorar, como si fuera Dios, comenzó el Altísimo a castigarle, y en parte avisarle, con permitir, que los demonios a quien adoraba, le diesen tristísimos anuncios de la pérdida de su reino, y le atormentasen con pronósticos nunca vistos, de que él quedó tan melancólico y atónito, que no sabía de sí. El ídolo de los Cholola, que se llama Quezalcoalt, anunció que venía gente extraña a poseer aquellos reinos. El rey de Tezcuco, que era gran mágico y tenía pacto con el demonio, vino a visitar a Motezuma a deshora y le certificó que le habían dicho sus dioses, que se le aparejaban y él y a todo su reino grandes pérdidas y trabajos. Muchos hechiceros y brujos le iban a decir lo mismo, entre los cuales fué uno, que muy en particular le dijo lo que después le vino a suceder; y estándole hablando advirtió, que le faltaban los dedos pulgares de los pies y manos.

Disgustado de tales nuevas, mandaba prender todos estos hechiceros, mas ellos se desaparecían presto de la prisión, de que el Motezuma tomaba tanta rabia, que no pudiendo matarlos, hacía matar sus mujeres y hijos, y destruir sus casas y haciendas. Viéndose acosado de estos anuncios, quiso aplacar la ira de sus dioses, y para esto dió en traer una piedra grandísima, para hacer sobre ella bravos sacrificios. Yendo a traerla muchísima gente con sus maromas y recaudo, no pudieron moverla, aunque porfiando quebraron muchas maromas muy gruesas, mas como porfiasen todavía, oyeron una voz junto a la piedra, que no trabajasen en vano, que no podrían llevarla, porque ya el señor de lo criado no quería que se hiciesen aquellas cosas.

Oyendo esto Motezuma, mandó que allí hiciesen los sacrificios. Dicen que tornó otra voz: ¿Ya no he dicho que no es la voluntad del Señor de lo criado, que se haga eso? Para que veais que es así, yo me dejaré llevar un rato, y después no podréis menearme. Fué así, que un rato la movieron con facilidad, y después no hubo remedio, hasta que con muchos ruegos se dejó llevar hasta la entrada de la ciudad de Méjico, donde súbito se cayó en una acequia y buscándola no pareció más, sino fué en el propio lugar de adonde la habían traído, que allí tornaron a hallar, de que quedaron muy confusos y espantados.

Por este propio tiempo apareció en el cielo una llama de fuego grandísima, y muy resplandeciente, de figura piramidal, la cual comenzaba a aparecer a la media noche yendo subiendo, y al amanecer cuando salía el sol, llegaba al puesto de medio día, donde desaparecía. Mostróse de este modo cada noche por espacio de un año, y todas las veces que salía, la gente daba grandes gritos, como acostumbraban, entendiendo era pronóstico de gran mal. También una vez, sin haber lumbre en todo el templo, ni fuera de él, se encendió todo, sin haber trueno ni relámpago, y dando voces las guardas, acudió muchísima gente con agua, y nada bastó, hasta que se consumió todo: dicen, que parecía que salía el fuego de los mismos maderos, y que ardía más con el agua.

Vieron otrosí salir un cometa siendo de día claro, que corrió de poniente a oriente, echando gran multitud de centellas: dicen era su figura de una cola muy larga, y al principio tres como cabezas. La laguna grande, que está entre Méjico y Tezcuco, sin haber aire, ni temblor de tierra, ni otra ocasión alguna, súbitamente comenzó a hervir, creciendo a borbollones tanto, que todos los edificios que estaban cerca de ella cayeron por el suelo. A este tiempo dicen se oyeron muchas voces como de mujer angustiada, que decía muchas veces: ¡oh hijos míos, que ya se ha llegado vuestra destrucción! Otras veces decía: ¡oh hijos míos! ¿dónde os llevaré, para que no os acabéis de perder? Aparecieron también diversos monstruos con dos cabezas, que llevándolos delante de el rey desaparecían.

A todos estos monstruos vencen dos muy extraños: uno fué, que los pescadores de la laguna tomaron una ave del tamaño de una grulla y de su color, pero de extraña hechura, y no vista. Lleváronla a Motezuma; estaba a la sazón en los palacios que llamaban de llanto y luto, todos teñidos de negro, porque como tenía diversos palacios para recreación, también los tenía para tiempo de pena; y estaba en él con muy grande, por las amenazas que sus dioses le hacían con tan tristes anuncios. Llegaron los pescadores a punto de medio día y pusiéronle delante aquella ave, la cual tenía en lo alto de la cabeza una cosa como lúcida y transparente, a manera de espejo, donde vió Motezuma, que se parecían los cielos y las estrellas, de que quedó admirado, volviendo los ojos al cielo, y no viendo estrellas en él. Tornando a mirar en aquel espejo, vio que venía gente de guerra de hacia oriente, y que venía armada, peleando y matando. Mandó llamar sus agoreros, que tenía muchos, y habiendo visto lo mismo, y no sabiendo dar razón de lo que eran preguntados, al mejor tiempo desapareció el ave, que nunca más la vieron, de que quedó tristísimo, y todo turbado el Motezuma.

Lo otro que sucedió fué, que le vino a hablar un labrador, que tenía fama de hombre de bien, y llano, y éste le refirió que estando el día antes haciendo su sementera, vino una grandísima águila volando hacia él, y tomóle en peso sin lastimarle, y llevóle a una cierta cueva, donde le metió, diciendo el aguila: Poderosísimo señor, ya traje a quien me mandaste. Y el indio labrador miró a todas partes a ver con quién hablaba, y no vió a nadie, y en esto oyó una voz que le dijo: ¿Conoces a ese hombre, que está ahí tendido en el suelo?, y mirando al suelo vió un hombre adormecido, y muy vencido de sueño, con insignias reales, y unas flores en la mano, con un pebete de olor ardiendo, según el uso de aquella tierra, y reconociéndole el labrador, entendió que era el gran Motezuma. Respondió el labrador, luego después de haberle mirado: Gran Señor, éste parece a nuestro rey Motezuma. Tornó a sonar la voz: verdad dices, mírale cual está, tan dormido y descuidado de los grandes trabajos y males que han de venir sobre él. Ya es tiempo que pague las muchas ofensas que ha hecho a Dios y las tiranías de su gran soberbia, y está tan descuidado de esto, y tan ciego en sus miserias, que ya no siente. Y para que lo veas, toma ese pebete que tiene ardiendo en la mano, y pégaselo en el muslo, y verás que no siente. El pobre labrador no osó llegar ni hacer lo que decían, por el gran miedo que todos tenían a aquel rey. Mas tornó a decir la voz: No temas, que yo soy más sin comparación, que ese rey; yo le puedo destruir y defenderte a ti, por eso haz lo que te mando. Con esto el villano, tomando el pebete de la mano del rey, pegóselo ardiendo al muslo, y no se meneó ni mostró sentimiento. Hecho esto, le dijo la voz que, pues vía cuán dormido estaba aquel rey, que le fuese a despertar y le contase todo lo que había pasado, y que el águila por el mismo mandado le tornó a llevar en peso y le puso en el propio lugar de donde lo había traído, y en cumplimiento de lo que se le había dicho, venía a avisarle. Dicen que se miró entonces Motezuma el muslo y vió que lo tenía quemado, que hasta entonces no lo había sentido, de que quedó en extremo triste y congojado.

Pudo ser que esto que el rústico refirió le hubiese a él pasado en imaginaria visión. Y no es increíble que Dios ordenase, por medio de ángel bueno, o permitiese, por medio de ángel malo, dar aquel aviso al rústico (aunque infiel), para castigo del rey. Pues semejantes apariciones leemos en la divina Escritura248 haberlas tenido también hombres infieles y pecadores, como Nabucodonosor y Balam y la pitonisa de Saúl. Y cuando algo de estas cosas no hubiese acaecido tan puntualmente, a lo menos es cierto que Motezuma tuvo grandes tristezas y congojas por muchos y varios anuncios, de que su reino y su ley habían de acabarse presto.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

De la nueva que tuvo Motezuma de los españoles que habían aportado a su tierra, y de la embajada que les envió


Pues a los catorce años del reinado de Motezuma, que fué en los mil y quinientos y diez y siete de nuestro Salvador, aparecieron en la mar del norte unos navíos con gente, de que los moradores de la costa, que eran vasallos de Motezuma, recibieron grande admiración, y queriendo satisfacerse más quién eran, fueron en unas canoas los indios a las naos, llevando mucho refresco de comida y ropa rica, como que iban a vender.

Los españoles les acogieron en sus naos y, en pago de las comidas y vestidos que les contentaron, les dieron unos sartales de piedras falsas, coloradas, azules, verdes y amarillas, las cuales creyeron los indios ser piedras preciosas. Y habiéndose informado los españoles de quién era su rey y de su gran potencia, les despidieron, diciéndoles que llevasen aquellas piedras a su señor y dijesen que de presente no podían ir a verle, pero que presto volverían y se verían con él. Con este recado fueron a Méjico los de la costa, llevando pintado en unos paños todo cuanto habían visto, y los navíos y hombres, y su figura, y juntamente las piedras que les habían dado. Quedó con este mensaje el rey Motezuma muy pensativo, y mandó no dijesen nada a nadie. Otro día juntó su consejo y, mostrando los paños y los sartales, consultó qué se haría. Y resolvióse en dar orden a todas las costas de la mar que estuviesen en vela y que cualquier cosa que hubiese le avisasen.

Al año siguiente, que fué a la entrada del diez y ocho, vieron asomar por la mar la flota en que vino el marqués del Valle, don Fernando Cortés, con sus compañeros, de cuya nueva se turbó mucho Motezuma, y consultando con los suyos, dijeron todos que, sin falta, era venido su antiguo y gran señor Quetzaalcoatl, que él había dicho volvería, y que así venía de la parte de oriente, adonde se había ido. Hubo entre aquellos indios una opinión, que un gran príncipe les había en tiempos pasados dejado, y prometido que volvería, de cuyo fundamento se dirá en otra parte. En fin, enviaron cinco embajadores principales con presentes ricos a darles la bienvenida, diciéndoles que ellos sabían que su gran señor Quetzaalcoatl venía allí, y que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, teniéndose por siervo suyo.

Entendieron los españoles este mensaje por medio de Marina, india que traían consigo, que sabía la lengua mejicana. Y pareciéndole a Hernando Cortés que era buena ocasión aquélla para su entrada en Méjico, hizo que le aderezasen muy bien su aposento, y puesto él con gran autoridad y ornato, mandó entrar los embajadores, a los cuales no les faltó sino adoralle por su Dios. Diéronle su embajada, diciendo que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, y que, como teniente suyo, le tenía la tierra en su nombre, y que sabía que él era el Topilcin, que les había prometido muchos años había volver a vellos, y que allí le traían de aquellas ropas, que él solía vestirse cuando andaba entre ellos, que les pedían las tomase, ofreciéndole muchos y muy buenos presentes.

Respondió Cortés aceptando las ofertas y dando a entender que él era el que decían, de que quedaron muy contentos, viéndose tratar por él con gran amor y benevolencia (que en esto, como en otras cosas, fué digno de alabanza este valeroso capitán), y si su traza fuera adelante, que era por bien ganar aquella gente, parece que se había ofrecido la mejor coyuntura que se podía pensar para sujetar el evangelio con paz y amor toda aquella tierra. Pero los pecados de aquellos crueles homicidas y esclavos de satanás pedían ser castigados del cielo, y los de muchos españoles no eran pocos; y así los juicios altos de Dios dispusieron la salud de las gentes, cortando primero las raíces dañadas. Y como dice el Apóstol:249 La maldad y ceguera de los unos fué la salvación de los otros.

En efecto, el día siguiente, después de la embajada dicha, vinieron a la capitana los capitanes y gente principal de la flota, y entendiendo el negocio y cuán poderoso y rico era el reino de Motezuma, parecióles que importaba cobrar reputación de bravos y valientes con aquella gente; y que así, aunque eran pocos, serían temidos y recibidos en Méjico. Para esto hicieron soltar toda la artillería de las naos, y como era cosa jamás vista por los indios, quedaron tan atemorizados, como si se cayera el cielo sobre ellos. Después los soldados dieron en desafiallos a que peleasen con ellos, y no se atreviendo los indios, los denostaron y trataron mal, mostrándoles sus espadas, lanzas, gorgujes, partesanas y otras armas, con que muchos les espantaron.

Salieron tan escandalizados y atemorizados los pobres indios, que mudaron del todo opinión, diciendo que allí no venía su rey y señor Topilcin, sino dioses enemigos suyos para destruirlos. Cuando llegaron a Méjico estaba Motezuma en la casa de Audiencia, y antes que le diesen la embajada, mandó el desventurado sacrificar en su presencia número de hombre, y con la sangre de los sacrificados rociar a los embajadores, pensando con esta ceremonia (que usaban en solemnísimas embajadas) tenerla buena. Mas oída toda la relación e información de la forma de navíos, gente y armas, quedó del todo confuso y perplejo, y habido su consejo no halló otro mejor medio que procurar estorbar la llegada de aquellos extranjeros por artes mágicas y conjuros. Solíanse valer de estos medios muchas veces, porque era grande el trato que tenían con el diablo, con cuya ayuda conseguían muchas veces efectos extraños.

Juntáronse, pues, los hechiceros, magos y encantadores, y, persuadidos de Motezuma, tomaron a su cargo el hacer volver aquella gente a su tierra, y para esto fueron hasta ciertos puestos que, para invocar los demonios y usar su arte, les pareció. Cosa digna de consideración: hicieron cuanto pudieron y supieron; viendo que ninguna cosa les empecía a los cristianos, volvieron a su rey diciendo que aquéllos eran más que hombres, porque nada les dañaba de todos sus conjuros y encantos. Aquí ya le pareció a Motezuma echar por otro camino y, fingiendo contento de su venida, envió a mandar en todos sus reinos, que sirviesen a aquellos dioses celestiales que habían venido a su tierra. Todo el pueblo estaba en grandísima tristeza y sobresalto.

Venían nuevas a menudo que los españoles preguntaban mucho por el rey y por su modo de proceder y por su casa y hacienda. De esto él se congojaba en demasía, y aconsejándole los suyos y otros nigrománticos que se escondiese, y ofreciéndole que ellos le pornían donde criatura no pudiese hallarle, parecióle bajeza, y determinó aguardar, aunque fuese muriendo. Y, en fin, se pasó de sus casas reales a otras, por dejar su palacio para aposentar en él a aquellos dioses, como ellos decían.




ArribaAbajoCapítulo XXV

De la entrada de los españoles en Méjico


No pretendo tratar los hechos de los españoles que ganaron a la Nueva España, ni los sucesos extraños que tuvieron, ni el ánimo y valor invencible de su capitán don Fernando Cortés, porque de esto hay ya muchas historias y relaciones, y las que el mismo Fernando Cortés escribió al emperador Carlos V, aunque con estilo llano y ajeno de arrogancia, dan suficiente noticia de lo que pasó, y fué mucho y muy digno de perpetua memoria. Sólo para cumplir con mi intento, resta decir lo que los indios refieren de este caso, que no anda en letras españolas hasta el presente.

Sabiendo, pues, Motezuma las victorias del capitán y que venía marchando en demanda suya, y que se había confederado con los de Tlascala, sus capitales enemigos, y hecho un duro castigo en los de Cholola, sus amigos, pensó engañarle o proballe con enviar con sus insignias y aparato un principal, que se fingiese ser Motezuma. Cuya ficción, entendida por el marqués, de los de Tlascala, que venían en su compañía, envióle con una prudente reprehensión por haberle querido engañar, de que quedó confuso Motezuma, y con el temor de esto, dando vueltas a su pensamiento, tornó a intentar hacer volver a los cristianos por medio de hechiceros y encantadores. Para lo cual juntó muchos más que la primera vez, amenazándoles que les quitaría las vidas si le volvían sin hacer el efecto a que los enviaba; prometieron hacerlo.

Fueron una cuadrilla grandísima de estos oficiales diabólicos al camino de Chalco, que era por donde venían los españoles. Subiendo por una cuesta arriba, aparecióles Tezcatlipuca, uno de sus principales dioses, que venía de hacia el real de los españoles, en habito de los Chalcas, y traía ceñidos los pechos con ocho vueltas de una soga de esparto; venía como fuera de sí y como hombre embriagado de coraje y rabia. En llegando al escuadrón de los nigrománticos y hechiceros, paróse y díjoles con grandísimo enojo: ¿Para qué volvéis vosotros acá? ¿Qué pretende Motezuma por vuestro medio? Tarde ha acordado, que ya está determinado que le quiten su reino y su honra y cuanto tiene, por las tiranías grandes que ha cometido contra sus vasallos, pues no ha regido como señor, sino como tirano traidor. Oyendo estas palabras, conocieron los hechiceros que era su ídolo, y humilláronse ante él y allí le compusieron un altar de piedra y le cubrieron de flores que por allí había. Él, no haciendo caso de esto, les tornó a reñir, diciendo: ¿A qué venistes aquí, traidores? Volveos, volveos luego y mirad a Méjico, porque sepáis lo que ha de ser de ella. Dicen que volvieron a mirar a Méjico y que la vieron arder y abrasarse toda en vivas llamas.

Con esto el demonio desapareció, y ellos, no osando pasar adelante, dieron noticia a Motezuma, el cual por un rato no pudo hablar palabra, mirando pensativo al suelo; pasado aquel tiempo, dijo: ¿Pues qué hemos de hacer si los dioses y nuestros amigos no nos favorecen, antes prosperan a nuestros enemigos? Ya yo estoy determinado, y determinémonos todos, que, venga lo que viniere, que no hemos de huir, ni nos hemos de esconder, ni mostrar cobardía. Compadézcome de los viejos, niños y niñas, que no tienen pies ni manos para se defender; y diciendo esto calló, porque se comenzaba a enternecer.

En fin, acercándose el marqués a Méjico, acordó Motezuma hacer de la necesidad virtud, y salióle a recibir como tres cuartos de legua de la ciudad, yendo con mucha majestad y llevado en hombros de cuatro señores y él cubierto de un rico palio de oro y plumería. Al tiempo de encontrarse bajó el Motezuma, y ambos se saludaron muy cortésmente, y don Fernando Cortés le dijo estuviese sin pena, que su venida no era para quitarle ni disminuirle su reino.

Aposentó Motezuma a Cortés y a sus compañeros en su palacio principal, que lo era mucho, y él se fué a otras casas suyas; aquella noche los soldados jugaron el artillería por regocijo, de que no poco se asombraron los indios, no hechos a semejante música. El día siguiente juntó Cortés en una gran sala a Motezuma y a los señores de su corte, y juntos les dijo, sentado él en su silla: Que él era criado de un gran príncipe, que le había mandado ir por aquellas tierras a hacer bien, y que había en ellas hallado a los de Tlascala, que eran sus amigos, muy quejosos de los agravios que les hacían siempre los de Méjico, y que quería entender quién tenía la culpa, y confederarlos para que no se hiciesen mal unos a otros de ahí adelante, y que él y sus hermanos, que eran los españoles, estarían allí sin hacerles daño, antes les ayudarían lo que pudiesen. Este razonamiento procuró le entendiesen todos bien, usando de sus intérpretes. Lo cual, percibido por el rey y los demás señores mejicanos, fué grande el contento que tuvieron y las muestras de amistad que a Cortés y los demás dieron.

Es opinión de muchos, que como aquel día quedó el negocio puesto, pudieran con facilidad hacer del rey y reino lo que quisieran, y darles la ley de Cristo con gran satisfacción y paz. Mas los juicios de Dios son altos, y los pecados de ambas partes, muchos; y así se rodeó la cosa muy diferente, aunque al cabo salió Dios con su intento de hacer misericordia a aquella nación con la luz de su evangelio, habiendo primero hecho juicio y castigo de los que lo merecían en su divino acatamiento. En efecto, hubo ocasiones con que de la una parte a la otra nacieron sospechas y quejas y agravios, y viendo enajenados los ánimos de los indios, a Cortés le pareció asegurarse con echar mano del rey Motezuma y prenderle y echarle grillos; hecho que espanta al mundo, igual al otro suyo, de quemar los navíos y encerrarse entre sus enemigos a vencer o morir.

Lo peor de todo fué que, por ocasión de la venida impertinente de un Pánfilo de Narváez a la Vera-Cruz, para alterar la tierra, hubo Cortés de hacer ausencia de Méjico y dejar al pobre Motezuma en poder de sus compañeros, que ni tenían la discreción ni moderación que él. Y así vino la cosa a términos de total rompimiento, sin haber medio ninguno de paz.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

De la muerte de Motezuma y salida de los españoles de Méjico


En la ausencia de Cortés de Méjico, pareció al que quedó en su lugar hacer un castigo en los mejicanos, y fué tan excesivo y murió tanta nobleza en un gran mitote o baile que hicieron en palacio, que todo el pueblo se alborotó y con furiosa rabia tomaron armas para vengarse y matar los españoles; y así les cercaron la casa y apretaron reciamente, sin que bastase el daño que recibían de la artillería y ballestas, que era grande, a desvialles de su porfía.

Duraron en esto muchos días, quitándoles los bastimentos y no dejando entrar ni salir criatura. Peleaban con piedras, dardos arrojadizos, su modo de lanzas y espadas, que son unos garrotes en que tienen cuatro o seis navajas agudísimas, y tales, que en estas refriegas refieren las historias que de un golpe de estas navajas llevó un indio a cercén todo el cuello de un caballo. Como un día peleasen con esta determinación y furia, para quietalles hicieron los españoles subir a Motezuma con otro principal a lo alto de una azotea, amparados con las rodelas de dos soldados que iban con ellos. En viendo a su señor Motezuma pararon todos y tuvieron grande silencio. Díjoles entonces Motezuma, por medio de aquel principal, a voces, que se sosegasen y que no hiciesen guerra a los españoles, pues estando él preso, como vían, no les había de aprovechar.

Oyendo esto un mozo generoso, llamado Quicuxtemoc, a quien ya trataban de levantar por su rey, dijo a voces a Motezuma que se fuese para bellaco, pues había sido tan cobarde, y que no le habían ya de obedecer, sino darle el castigo que merecía, llamándole por más afrenta de mujer. Con esto, enarcando su arco, comenzó a tirarle flechas, y el pueblo volvió a tirar piedras y proseguir su combate. Dicen muchos que esta vez le dieron a Motezuma una pedrada, de que murió. Los indios de Méjico afirman que no hubo tal, sino que después murió la muerte que luego diré.

Como se vieron tan apretados, Alvarado y los demás enviaron al capitán Cortés aviso del gran peligro en que estaban. Y él, habiendo con maravillosa destreza y valor puesto recaudo en el Narváez, y cogídole para sí la mayor parte de su gente, vino a grandes jornadas a socorrer a los suyos a Méjico, y aguardando a tiempo que los indios estuviesen descansando, porque era su uso en la guerra, cada cuatro días descansar uno, con maña y esfuerzo entró, hasta ponerse con el socorro en las casas reales, donde se habían hecho fuertes los españoles; por lo cual hicieron muchas alegrías y jugaron el artillería.

Mas como la rabia de los mejicanos creciese, sin haber medio para sosegarlos, y los bastimentos les fuesen faltando del todo, viendo que no había esperanza de más defensa, acordó el capitán Cortés salirse una noche a cencerros atapados, y habiendo hecho unas puentes de madera para pasar dos acequias grandísimas y muy peligrosas, salió con muy gran silencio a media noche. Y habiendo ya pasado gran parte de la gente la primera acequia, antes de pasar la segunda fueron sentidos de una india, la cual fué dando grandes voces que se iban sus enemigos, y a las voces se convocó y acudió todo el pueblo con terrible furia; de modo que al pasar la segunda acequia, de heridos y atropellados cayeron muertos más de trescientos, adonde está hoy una ermita que, impertinentemente y sin razón, la llaman de los Mártires.

Muchos, por guarecer el oro y joyas que tenían, no pudieron escapar; otros, deteniéndose en recogello y traello, fueron presos por los mejicanos y cruelmente sacrificados ante sus ídolos. Al rey Motezuma hallaron los mejicanos muerto y pasado, según dicen, de puñaladas; y es su opinión que aquella noche le mataron los españoles, con otros principales. El marqués, en la relación que envió al emperador, antes dice que a un hijo de Motezuma, que él llevaba consigo, con otros nobles, le mataron aquella noche los mejicanos. Y dice que toda la riqueza de oro y piedras y plata que llevaban se cayó en la laguna, donde nunca más pareció.

Como quiera que sea, Motezuma acabó miserablemente, y de su gran soberbia y tiranías pagó el justo juicio del Señor de los cielos lo que merecía. Porque, viniendo a poder de los indios su cuerpo, no quisieron hacerle exequias de rey, ni aun de hombre común, desechándole con gran desprecio y enojo. Un criado suyo, doliéndose de tanta desventura de un rey, temido y adorado antes como dios, allá le hizo una hoguera y puso sus cenizas donde pudo, en lugar harto desechado. Volviendo a los españoles que escaparon, pasaron grandísima fatiga y trabajo, porque los indios les fueron siguiendo obstinadamente dos o tres días, sin dejarles reposar un momento, y ellos iban tan fatigados de comida, que muy pocos granos de maíz se repartían para comer.

Las relaciones de los españoles y las de los indios concuerdan en que aquí les libró nuestro Señor por milagro, defendiéndoles la Madre de misericordia y Reina del cielo, María, maravillosamente en un cerrillo, donde a tres leguas de Méjico está hasta el día de hoy fundada una iglesia en memoria de esto, con título de Nuestra Señora del Socorro. Fuéronse a los amigos de Tlascala, donde se rehicieron y, con su ayuda y con el admirable valor y gran traza de Fernando Cortés, volvieron a hacer la guerra a Méjico, por mar y tierra, con la invención de los bergantines que echaron a la laguna; y después de muchos combates y más de sesenta peleas peligrosísimas, vinieron a ganar del todo la ciudad día de San Hipólito, a trece de agosto de mil y quinientos y veinte y un años.

El último rey de los mejicanos, habiendo porfiadísimamente sustentando la guerra, a lo último fué tomado en una canoa grande, donde iba huyendo, y traído con otros principales ante Fernando Cortés. El reyezuelo, con extraño valor, arrancando una daga, se llegó a Cortés y le dijo: Hasta agora yo he hecho lo que he podido en defensa de los míos; agora no debo más sino darle ésta, y que con ella me mates. Respondió Cortés que él no quería matarle, ni había sido su intención de dañarles; mas que su porfía tan loca tenía la culpa de tanto mal y destruición, como habían padecido; que bien sabían cuántas veces les habían requerido con la paz y amistad. Con esto le mandó poner guardia y tratar muy bien a él y a todos los demás que habían escapado.

Sucedieron en esta conquista de Méjico muchas cosas maravillosas, y no tengo por mentira, ni por encarecimiento, lo que dicen los que escriben, que favoreció Dios el negocio de los españoles con muchos milagros, y sin el favor del cielo era imposible vencerse tantas dificultades y allanarse toda la tierra al mando de tan pocos hombres. Porque, aunque nosotros fuésemos pecadores e indignos de tal favor, la causa de Dios y gloria de nuestra fe y bien de tantos millares de almas, como de aquellas naciones tenía el Señor predestinadas, requería que para la mudanza que vemos se pusiesen medios sobrenaturales y propios del que llama a su conocimiento a los ciegos y presos, y les da luz y libertad con su sagrado evangelio. Y porque esto mejor se crea y entienda, referiré algunos ejemplos que me parecen a propósito de esta historia.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

De algunos milagros que en las Indias ha obrado Dios en favor de la Fe, sin méritos de los que los obraron


Santa Cruz de la Sierra es una provincia muy apartada y grande en los reinos del Perú, que tiene vecindad con diversas naciones de infieles que aún no tienen luz del evangelio, si de los años acá que han ido padres de nuestra Compañía con ese intento, no se la han dado. Pero la misma provincia es de cristianos, y hay en ella españoles y indios baptizados en mucha cuantidad.

La manera en que entró allá la cristiandad fué ésta: Un soldado de ruín vida y facineroso en la provincia de los Charcas, por temor de la justicia, que por sus delitos le buscaba, entró mucho la tierra adentro y fué acogido de los bárbaros de aquella tierra, a los cuales, viendo el español que pasaban gran necesidad por falta de agua, y que para que lloviese hacían muchas supersticiones, como ellos usan, díjoles que, si ellos hacían lo que él les diría, que luego llovería. Ellos se ofrecieron a hacerlo de buena gana. El soldado con esto hizo una grande cruz, y púsola en lo alto y mandóles que adorasen allí y pidiesen agua, y ellos lo hicieron así. Cosa maravillosa: Cargó luego tan copiosísima lluvia, que los indios cobraron tanta devoción a la santa cruz, que acudían a ella con todas sus necesidades y alcanzaban lo que pedían, tanto, que vinieron a derribar sus ídolos y a traer la cruz por insignia, y pedir predicadores que le enseñasen y baptizasen; y la misma provincia se intitula hasta hoy por eso Santa Cruz de la Sierra.

Mas porque se vea por quién obraba Dios estas maravillas, es bien decir cómo el sobredicho soldado, después de haber algunos años hecho estos milagros de apóstol, no mejorando su vida, salió a la provincia de los Charcas y, haciendo de las suyas, fué en Potosí públicamente puesto en la horca. Polo, que le debía de conocer bien, escribe todo esto como cosa notoria que pasó en su tiempo.

En la peregrinación extraña que escribe Cabeza de Vaca, el que fué después gobernador en el Paraguay, que le sucedió en la Florida con otros dos o tres compañeros que solos quedaron de una armada, en que pasaron diez años en tierras de bárbaros, penetrando hasta el mar del sur, cuenta y es autor fidedigno: Que compeliéndoles los bárbaros a que les curasen de ciertas enfermedades, y que si no lo hacían les quitarían la vida, no sabiendo ellos parte de medicina, ni teniendo aparejo para ella, compelidos de la necesidad se hicieron médicos evangélicos, y diciendo las oraciones de la Iglesia, y haciendo la señal de la cruz, sanaron aquellos enfermos. De cuya fama hubieron de proseguir el mismo oficio por todos los pueblos, que fueron innumerables, concurriendo el Señor maravillosamente, de suerte que ellos se admiraban de sí mismos, siendo hombres de vida común, y el uno de ellos un negro.

Lancero fué en el Perú un soldado, que no se saben de él más méritos que ser soldado, decía sobre las heridas ciertas palabras buenas, haciendo la señal de la cruz, y sanaban luego; de donde vino a decirse como por refrán, el salmo de Lancero. Y examinado por los que tienen en la Iglesia autoridad, fué aprobado su hecho y oficio.

En la ciudad del Cuzco, cuando estuvieron los españoles cercados, y en tanto aprieto que sin ayuda del cielo fuera imposible escapar, cuentan personas fidedignas y yo se lo oí, que echando los indios fuego arrojadizo sobre el techo de la morada de los españoles, que era donde es agora la iglesia mayor, siendo el techo de cierta paja, que allí llaman icho, y siendo los hachos de tea muy grandes, jamás prendió ni quemó cosa, porque una Señora que estaba en lo alto, apagaba el fuego luego, y esto visiblemente lo vieron los indios, y lo dijeron muy admirados.

Por relaciones de muchos y por historias que hay, se sabe de cierto, que en diversas batallas que los españoles tuvieron, así en la Nueva España como en el Perú, vieron los indios contrarios en el aire un caballero con la espada en la mano, en un caballo blanco, peleando por los españoles; de donde ha sido y es tan grande la veneración que en todas las Indias tienen al glorioso Apóstol Santiago. Otras veces vieron en tales conflictos la imagen de nuestra Señora, de quien los cristianos en aquellas partes han recibido incomparables beneficios.

Y si estas obras del cielo se hubiesen de referir por extenso, como han pasado, sería relación muy larga. Baste haber tocado esto, con ocasión de la merced que la Reina de gloria hizo a los nuestros, cuando iban tan apretados y perseguidos de los mejicanos. Lo cual todo se ha dicho para que se entienda, que ha tenido nuestro Señor cuidado de favorecer la fe y religión cristiana, defendiendo a los que la tenían aunque ellos por ventura no mereciesen por sus obras semejantes regalos y favores del cielo.

Junto con esto es bien que no se condenen tan absolutamente todas las cosas de los primeros conquistadores de las Indias, como algunos letrados y religiosos han hecho con buen celo sin duda, pero demasiado. Porque aunque por la mayor parte fueron hombres cudiciosos, ásperos, y muy ignorantes del modo de proceder, que se había de tener entre infieles, que jamás habían ofendido a los cristianos; pero tampoco se puede negar, que de parte de los infieles hubo muchas maldades contra Dios y contra los nuestros, que les obligaron a usar de rigor y castigo. Y lo que es más, el Señor de todos, aunque los fieles fueron pecadores, quiso favorecer su causa y partido para bien de los mismos infieles que habían de convertirse después por esa ocasión al santo evangelio. Porque los caminos de Dios son altos, y sus trazas maravillosas.




ArribaCapítulo XXVIII

De la disposición que la divina providencia ordenó en Indias para la entrada en la religión cristiana en ellas


Quiero dar fin a esta Historia de Indias, con declarar la admirable traza, con que Dios dispuso y preparó la entrada del evangelio en ellas, que es mucho de considerar, para alabar y engrandecer el saber y bondad del Criador.

Por la relación y discurso que en estos libros he escrito, podrá cualquiera entender, que así en el Perú, como en la Nueva España, al tiempo que entraron los cristianos, habían llegado aquellos Reinos a lo sumo, y estaban en la cumbre de su pujanza, pues los Ingas poseían en el Perú desde el reino de Chile hasta pasado el de Quito, que son mil leguas; y estaban tan servidos y ricos de oro, plata y todas riquezas. Y en Méjico, Motezuma imperaba desde el mar océano del norte, hasta el mar del sur, siendo temido y adorado, no como hombre, sino como dios.

A este tiempo juzgó el Altísimo, que aquella piedra de Daniel,250 que quebrantó los reinos y monarquías del mundo, quebrantase también los de estotro mundo nuevo, y así como la ley de Cristo vino, cuando la monarquía de Roma había llegado a su cumbre, así también fué en las Indias occidentales. Y verdaderamente fué suma providencia del Señor. Porque el haber en el orbe una cabeza, y un señor temporal (como notan los sagrados doctores), hizo que el evangelio se pudiese comunicar con facilidad a tantas gentes y naciones. Y lo mismo sucedió en las Indias, donde el haber llegado la noticia de Cristo a las cabezas de tantos reinos y gentes, hizo que con facilidad pasase por todas ellas.

Y aun aquí hay un particular notable, que como iban los señores de Méjico y del Cuzco conquistando tierras, iban introduciendo también su lengua, porque aunque hubo y hay muy gran diversidad de lenguas particulares y propias; pero la lengua cortesana del Cuzco corrió y corre hoy día más de mil lenguas, y la de Méjico debe correr poco menos. Lo cual para facilitar la predicación en tiempo que los predicadores no reciben el don de lenguas como antiguamente, no ha importado poco, sino muy mucho.

De cuanta ayuda haya sido para la predicación y conversión de las gentes la grandeza de estos dos imperios, que he dicho, mírelo quien quisiere en la suma dificultad que se ha experimentado en reducir a Cristo los indios que no reconocen un señor. Véanlo en la Florida, y en el Brasil, y en los Andes y en otras cien partes, donde no se ha hecho tanto efecto, en cincuenta años, como en el Perú y Nueva España en menos de cinco se hizo.

Si dicen, que el ser rica esa tierra fué la causa, yo no lo niego; pero esa riqueza era imposible habella, ni conservalla, si no hubiera monarquía. Y eso mismo es traza de Dios, en tiempo que los predicadores de el evangelio somos tan fríos y faltos de espíritu, que haya mercaderes y soldados que con el calor de la cudicia y del mando, busquen y hallen nuevas gentes, donde pacemos con nuestra mercadería. Pues como San Agustín dice,251 la profecía de Isaías se cumplió, en dilatarse la Iglesia de Cristo, no sólo a la diestra, sino también a la siniestra, que es como él declara, crecer por medios humanos y terrenos de hombres, que más se buscan a sí, que a Jesucristo.

Fué también gran providencia de el Señor, que cuando fueron los primeros españoles, hallaron ayuda en los mismos indios, por haber parcialidades y grandes divisiones. En el Perú está claro que la división entre los dos hermanos Atahualpa y Guáscar, recién muerto el gran rey Guaynacapa su padre, esa dió la entrada al marqués don Francisco Pizarro, y a los españoles, queriéndolos por amigos cada uno de ellos, y estando ocupados en hacerse la guerra el uno al otro. En la Nueva España no es menos averiguado, que el ayuda de los de la provincia de Tlascala, por la perpetua enemistad que tenían con los mejicanos, dió al marqués don Fernando Cortés, y a los suyos la victoria y señorío de Méjico, y sin ellos fuera imposible ganarla, ni aun sustentarse en la tierra.

Quién estima en poco a los indios, y juzga que con la ventaja que tienen los españoles de sus personas y caballos, y armas ofensivas y defensivas, podrán conquistar cualquier tierra y nación de indios, mucho, mucho se engaña. Ahí está Chile, o por mejor decir Arauco y Tucapel, que son dos valles que ha más de veinte y cinco años, que con pelear cada año, y hacer todo su posible, no les han podido ganar nuestros españoles cuasi un pie de tierra, porque perdido una vez el miedo a los caballos y arcabuces, y sabiendo que el español cae también con la pedrada, y con la flecha, atrévense los bárbaros, y éntranse por las picas, y hacen su hecho.

¿Cuántos años ha que en la Nueva España se hace gente, y va contra los Chichimecos, que son unos pocos de indios desnudos con sus arcos y flechas; y hasta el día de hoy no están vencidos, antes cada día más atrevidos y desvergonzados? ¿Pues los Chunchos, Chiriguanas, y Pilcozones y los demás de los Andes? ¿No fué la flor del Perú llevando tan grande aparato de armas y gente como vimos? ¿Qué hizo? ¿Con qué ganancia volvió? Volvió no poco contenta de haber escapado con la vida, perdido el bagaje, y caballos cuasi todos.

No piense nadie, que diciendo indios, ha de entender hombre de tronchos, y si no llegue y pruebe. Atribúyase la gloria a quien se debe, que es principalmente a Dios, y a su admirable disposición, que si Motezuma en Méjico, y el Inga en el Perú se pusieran a resistir a los españoles la entrada, poca parte fuera Cortés, ni Pizarro, aunque fueron excelentes capitanes, para hacer pie en la tierra.

Fué también no pequeña ayuda para recibir los indios bien la ley de Cristo, la gran sujeción que tuvieron a sus reyes y señores. Y la misma servidumbre y sujeción al demonio y a sus tiranías, y yugo tan pesado, fué excelente disposición para la divina Sabiduría, que de los mismos males se aprovecha para bienes y coge el bien suyo del mal ajeno, que él no sembró. Es llano, que ninguna gente de las Indias occidentales ha sido, ni es más apta para el evangelio, que los que han estado más sujetos a sus señores, y mayor carga han llevado, así de tributos y servicios, como de ritos y usos mortíferos. Todo lo que poseyeron los reyes mejicanos y del Perú, es hoy lo más cultivado de cristiandad, y donde menos dificultad hay en gobierno político y eclesiástico. El yugo pesadísimo e incomportable de las leyes de satanás, y sacrificios y ceremonias, ya dijimos arriba, que los mismos indios estaban ya tan cansados de llevarlo, que consultaban entre sí de buscar otra ley y otros dioses a quien servir. Así les pareció, y parece la ley de Cristo justa, suave, limpia, buena, igual, y toda llena de bienes.

Y lo que tiene dificultad en nuestra ley, que es creer misterios tan altos y soberanos, facilitóse mucho entre éstos, con haberles platicado el diablo otras cosas mucho más difíciles; y las mismas cosas que hurtó de nuestra ley evangélica como su modo de comunión y confesión, y adoración de tres en uno, y otras tales, a pesar del enemigo, sirvieron para que las recibiesen bien en la verdad los que en la mentira las habían recibido; en todo es Dios sabio y maravilloso, y con sus mismas armas vence al adversario, y con su lazo le coge, y con su espada le degüella.

Finalmente, quiso nuestro Dios (que había criado estas gentes, y tanto tiempo estaba, al parecer, olvidado de ellas, cuando llegó la dichosa hora) hacer, que los mismos demonios, enemigos de los hombres, tenidos falsamente por dioses, diesen a su pesar testimonio de la venida de la verdadera ley, del poder de Cristo y del triunfo de su cruz, como por los anuncios, y profecías, y señales y prodigios, arriba referidos, y por otros muchos que en el Perú, y en diversas partes pasaron, certísimamente consta. Y los mismos ministros de satanás, indios hechiceros y magos lo han confesado, y no se puede negar, porque es evidente y notorio al mundo, que donde se pone la cruz, y hay iglesias, y se confiesa el nombre de Cristo, no osa chistar el demonio, y han cesado sus pláticas y oráculos y respuestas y apariencias visibles, que tan ordinarias eran en toda su infidelidad. Y si algún maldito ministro suyo participa hoy algo de esto, es allá en las cuevas o simas, y lugares escondidísimos, y del todo remotos del nombre y trato de cristianos; sea el sumo Señor bendito por sus grandes misericordias y por la gloria de su santo nombre.

Cierto, si a esta gente, como Cristo les dió ley, y yugo suave, y carga ligera, así los que les rigen temporal y espiritualmente, no les echasen más peso del que pueden bien llevar, como las cédulas del buen Emperador, de gloriosa memoria, lo disponen y mandan, y con esto hubiese siquiera la mitad del cuidado en ayudarles a su salvación, del que se pone en aprovecharnos de sus pobres sudores y trabajos, sería la cristiandad más apacible y dichosa del mundo; nuestros pecados no dan muchas veces lugar a más bien. Pero con esto digo lo que es verdad, y para mí muy cierta, que aunque la primera entrada del evangelio en muchas partes no fué con la sinceridad y medios cristianos que debiera ser; mas la bondad de Dios sacó bien de ese mal, y hizo que la sujeción de los indios les fuese su entero remedio y salud.

Véase todo lo que en nuestros siglos se ha de nuevo allegado a la cristiandad en oriente y poniente, y véase cuán poca seguridad y firmeza ha habido en la fe y religión cristiana, donde quiera que los nuevamente convertidos han tenido entera libertad para disponer de sí a su albedrío: en los indios sujetos la cristiandad va sin duda creciendo y mejorando, y dando de cada día más fruto, y en otros de otra suerte, de principios más dichosos, va descayendo y amenazando ruina. Y aunque en las Indias occidentales fueron los principios bien trabajosos, no dejó el Señor de enviar luego muy buenos obreros y fieles ministros suyos, varones santos y apostólicos, como fueron fray Martín de Valencia, de San Francisco; fray Domingo de Betanzos, de Santo Domingo; fray Juan de Roa, de San Agustín, con otros siervos del Señor, que vivieron santamente, y obraron cosas sobre humanas. Perlados también sabios y santos y sacerdotes muy dignos de memoria, de los cuales no sólo oímos milagros notables y hechos propios de apóstoles; pero aún en nuestro tiempo los conocimos y tratamos en este grado.

Mas porque el intento mío no ha sido más que tratar lo que toca a la Historia propia de los mismos indios, y llegar hasta el tiempo que el Padre de nuestro Señor Jesucristo tuvo por bien comunicalles la luz de su palabra, no pasaré adelante, dejando para otro tiempo, o para mejor ingenio, el discurso del evangelio en las Indias occidentales, pidiendo al sumo Señor de todos, y rogando a sus siervos supliquen ahincadamente a la Divina Majestad que se digne por su bondad visitar a menudo, y acrecentar con dones del cielo la nueva cristiandad, que en los últimos siglos ha plantado en los términos de la tierra. Sea al Rey de los siglos gloria, y honra y imperio por siempre jamás. Amén.







Todo lo que en estos siete libros desta Historia Natural y Moral de Indias está escripto, sujeto al sentido y corrección de la Santa Iglesia Católica Romana en todo y por todo. En Madrid, 21 de febrero, 1589.

Fué impreso en Sevilla, casa de Juan de León, junto a las Siete Revueltas, 1590.