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El cuento

Ángeles Ezama Gil





El cuento español decimonónico, uno de los géneros más fecundos de nuestra historia literaria, ha recibido una atención crítica más bien escasa y, salvo excepciones, poco sistemática. Su estudio para los dos primeros tercios del siglo ha sido abordado de modo parcial en los trabajos de Mariano Baquero Goyanes (1949, en particular capítulos 2, 3, 6 y capítulo 8, págs. 265-271; 1992, capítulos 1 a 6) y Lou Charnon-Deutsch (1985, capítulo 1), y en exclusiva en los de Carla Perugini (1982), M.ª Montserrat Trancón (1992, 1993) y Leonardo Romero Tobar (1994, 1995). Estos últimos se centran en el cuento fantástico, aunque Romero Tobar (1994) apunta las vinculaciones entre el cuento y el cuadro de costumbres, el cuento literario y el folclórico, y precisa la necesidad de distinguir entre el relato que reelabora motivos de la tradición literaria y el que trata temas de la historia contemporánea. Por su parte, los trabajos de Trancón abarcan un lapso cronológico que excede el del período romántico, desde 1818 hasta 1869.


Del relato áureo al cuento romántico

La importante difusión que alcanza el relato breve a partir de, aproximadamente 1825, no se explica simplemente achacándolo a un renacimiento sorpresivo del género tras un período de carencia de más de un siglo (Baquero Goyanes, 1949, pág. 153). Probablemente haya que pensar que el relato breve fue capaz de pervivir en la literatura del XVIII y primeros años del XIX, si no a través de la creación, sí gracias a una política editorial que, a falta de producción original, se orientó hacia la reedición de textos áureos (Álvarez Barrientos, 1991, págs. 39-68; Brown Bourland, [1927] 1983, págs. 87-201) y hacia la traducción (Aragón, 1989). Además, publicaciones periódicas como el Novelero de los estrados y tertulias (1764) y el Diario de las Musas (1790-1791; Álvarez Barrientos, 1991, págs. 109-124; Guinard, 1973, págs. 157-158, 241-242) o por entregas como Tertulia de la aldea (1775-1776; Guinard, 1973, págs. 148-149) sirven de cauce de difusión del género. Por último, hay que contar con la más que probable pervivencia oral que apunta Rodney T. Rodríguez (1989).

Además, el resurgimiento del género breve no se puede justificar exclusivamente por el influjo de otras literaturas, puesto que las colecciones españolas del Siglo de Oro constituyen, en muchos aspectos, el modelo de las que se publican en el último tercio del XVIII y primeros años del XIX. Las similitudes se aprecian en el tipo de difusión a que se prestan -lectura en voz alta (Rodríguez, 1989)-, en su estructura general -colecciones con marco que aglutinan materiales narrativos diversos-, en sus títulos (Veladas de la quinta de Madame de Genlis, 1788; Las noches de invierno de Pedro María de Olive, 1796), y en su finalidad moral (Cuentos morales americanos y orientales, 1803).

En esta etapa resulta difícil afirmar la originalidad de las colecciones que se publican, ya que los escritores, o bien imitan a los clásicos españoles (Vicente Martínez Colomer, Nueva colección de novelas ejemplares, 1790, y Novelas morales, 1804; Carnero, 1985, pág. 26), o bien mezclan relatos originales y traducidos que adaptan, abrevian o amplían (Demerson, 1976, pág. 17); Las noches de invierno de Pedro María de Olive (1796; reed., 1837) responde a esta última casuística.

En las colecciones, además, se consideran tan legítimos los episodios reales como los ficticios; por ejemplo, Cándido M.ª Trigueros señala en el prólogo a Mis pasatiempos: «Estas serán sencillas y muy diversas unas de otras: unas originales, otras tomadas de obras italianas, francesas o inglesas, y quizá algunas serán nuestras abreviándolas y traduciéndolas del estilo del siglo pasado al del presente; ni me ceñiré a novelas, acaso añadiré vidas o historias verdaderas; acaso tragedias, sueños, y qué sé yo qué más cosas» (1804, I, págs. XXII-XXIII).

La finalidad del relato responde al doble precepto horaciano del «docere/delectare»; por ejemplo, Pablo de Olavide -Atanasio Céspedes y Monroy- publica una colección de Lecturas útiles y entretenidas (1800-1817), y Antonio Valladares de Sotomayor, en la Advertencia al volumen III de sus Tertulias de invierno en Chinchón (1815), afirma: «El deseo que nos anima no es otro que el de acertar a obedecer el sabio precepto que nos dejó Horacio, reducido a unir lo útil con lo deleitable y lo que siendo correctivo del vicio, sirva igualmente de ejemplo y recreo al lector» (pág. 3).




El cuento romántico (1825-1845)

La delimitación de esta etapa se realiza sobre la base de dos fechas convencionales. Para la de apertura, 1825, se toma como punto de referencia el No me olvides londinense de José Joaquín de Mora, en el que por vez primera (Llorens, 1968, pág. 244; Perugini, 1982) se incluyen prosa y verso románticos originales españoles; no obstante, para las publicaciones nacionales habría que retrasar la fecha hasta 1828 (Correo Literario y Mercantil) o 1832 (Cartas Españolas) (Trancón, 1993).

La fecha de cierre, 1845, se sitúa en el momento en que se pone de manifiesto la necesidad de elaborar una producción literaria netamente «original»1. Tal vez las dos primeras colecciones de relatos breves inequívocamente «originales» sean La España caballeresca. Crónicas, cuentos y leyendas de la Historia de España de José Muñoz Maldonado, El Conde de Fabraquer, y Mil y una noches españolas. La primera recoge tres novelas cortas históricas. La segunda es una colección periódica (publicada por entregas) que reúne textos de Gregorio Romero Larrañaga, José María de Andueza, Antonio Neira de Mosquera, Juan Eugenio Hartzenbusch y Francisco Corona Bustamente (Picoche, 1988), todos ellos de marcado corte «romántico»: dos tradiciones, una leyenda, una crónica y una novela fantástica.

La imprecisión es la nota habitual en la denominación del relato breve por estos años; en las publicaciones periódicas el término «cuento» y los de «novela», «historia», «novela en miniatura», «anécdota» y otros se utilizan indistintamente para referirse al género breve; la confusión terminológica puede refrendarse en preceptivas como la de Pedro Felipe Monlau (1842, pág. 200), en la que se llama a estas composiciones «cuentos, historietas, novelitas, anécdotas».

La concepción del cuento resulta difícil de determinar, puesto que los escritores no suelen realizar distinciones entre los géneros narrativos; se habla sobre la novela en general, dentro de la cual se incluye al cuento, forma narrativa más breve y vinculada a la tradición oral (anónimo, 1838). Esta tendencia es paralela a la que se manifiesta en las preceptivas literarias contemporáneas; así, en la de José Gómez Hermosilla el cuento es una forma literaria de procedencia oral (1826, págs. 81-82), escrita en prosa o en verso (Ibíd., págs. 82,244-248), que se distingue de la novela únicamente por su extensión (pág. 80), y cuya definición es muy amplia: «Son siempre unas historias ficticias más o menos extensas, de empresas amorosas, hechos heroicos y maravillosos, sucesos trágicos, acontecimientos semejantes a los de la vida común, y aun aventuras puramente cómicas» (pág. 245).

La tipología del relato responde a tres modelos fundamentales: el relato de pura ficción (fantástico, maravilloso), el histórico y el de costumbres.

El relato fantástico es el más frecuente; presenta una diversidad de formas que pueden resumirse (Trancón, 1993, págs. 98-113) en cinco estructuras-tipo: lo fantástico-religioso, la premonición que se cumple, las apariciones, el pacto con Satán, y los objetos inanimados que cobran vida o tienen poder sobrenatural. En este tipo de cuento se utilizan de modo habitual dos ingredientes: el misterio y el terror2, con lo que se inserta en la vena negra y visionaria del Romanticismo (Perugini, 1982, pág. 135). Ejemplos de relato fantástico menudean en revistas como No me olvides, El Artista (Pozzi, 1995), El Correo de las Damas, El Pensamiento y La Crónica, y por supuesto, en la Galería fúnebre de Pérez Zaragoza.

Por su parte, los cuentos maravillosos, que se diferencian de los fantásticos porque en ellos lo sobrenatural se acepta de modo normal, sin que se produzca una quiebra brusca del orden natural, son menos frecuentes (Romero Tobar, 1995). Destacan entre ellos los de tema maravilloso cristiano, los folclóricos y los de ambientación oriental: por ejemplo, Historia árabe. La azucena de Granada (El Correo de las Damas, 1834); Ben Kandir. Cuento oriental (El Iris, 1841); Abdhul Adhel. Cuento del siglo XV (El Artista, 1835).

Los relatos históricos son, junto con los fantásticos, los más numerosos. Resultan particularmente frecuentes los revivals medievalizantes (Nicolás Castor de Caunedo, El castillo de Gauzon. Episodio de la Edad Media [Semanario Pintoresco Español, 1844]; La batalla de Alarcos. Episodio de la historia de España del siglo XII [La Crónica, 1844]), pero la historia contemporánea se asume también en algunos cuentos (Antonio Ros de Olano, Escenas de la guerra de Navarra [El Pensamiento, 1841]; conde de Campo Alange, Pamplona y Elizondo [El Artista, 1835]).

Otro grupo de relatos, en fin, se orientan hacia la descripción de costumbres: por ejemplo, José María de Andueza, Mariano. Novela de costumbres (Semanario Pintoresco Español, 1840); Miguel de los Santos Álvarez, Agonías de la Corte (El Iris, 1841); Manuel María de Santa Ana, Costumbres. Recuerdos de Andalucía. ¡Ni la Trinidad te salva! (El Laberinto, 1844) (Brown, 1953a, págs. 27, 32-33; García Castañeda, 1971, págs. 115-120).

El medio de difusión fundamental del relato breve es la revista, seguida a distancia por el volumen de cuentos; además, esporádicamente se publican relatos en folletos independientes: por ejemplo, El día de toros (novela tercera de una «Colección de novelas escogidas de los mejores autores», publicada en León, Imprenta de D. Cándido Paramio, 1839); Antonio Ros de Olano, El diablo las carga. Cuadro de costumbres. Año de mil ochocientos treinta y tantos (1840). Por último, la transmisión oral del género, aunque probable, se halla aún precisada de investigaciones complementarias.

Las revistas (Le Gentil, 1909; Zavala, 1972b) son el medio fundamental de difusión del cuento romántico «original», ya que las colecciones de relatos se orientan primordialmente hacia la traducción. Entre las publicaciones que incluyen habitualmente relatos breves se cuentan No me olvides (Londres, José Joaquín de Mora-Pablo Mendíbil, 1824-1829/Madrid, Jacinto de Salas y Quiroga, 1837-1838), El Correo de las Damas (Madrid, 1833-1835), El Artista (Madrid, 1835-1836) y el Semanario Pintoresco Español (Madrid, 1836-1857).

En esta etapa el cuento literario convive, en el seno de la prensa periódica (Semanario Pintoresco Español), con dos formas breves muy próximas, la leyenda (histórica o popular, en prosa o en verso)3 y la tradición (popular, en prosa), que influirán en el desarrollo del cuento popular en los años siguientes.

En las revistas románticas los relatos van acompañados, con cierta frecuencia, de ilustraciones alusivas, reproducidas por medio de la litografía (El Artista), o de la xilografía (Semanario Pintoresco Español) (Artigas Sanz, 1953, págs. 99-167; Romero Tobar, 1990). Entre las publicaciones que incluyen ilustraciones referidas a los cuentos hay que citar el No me olvides de Mora-Mendíbil, el Semanario Pintoresco Español, El Artista y El Museo de las Familias, que suelen reproducir una o varias escenas significativas para el desarrollo de la trama, a menudo las más dramáticas: por ejemplo, el cuento de Eugenio de Ochoa El castillo del espectro, publicado en El Artista en 1835, se ilustra con una lámina en que se representa al protagonista arrojando por la ventana al noble que ha raptado a su prometida.

El procedimiento contrario es el de elaborar relatos al hilo de determinadas ilustraciones; por ejemplo, el Observatorio Pintoresco publica el 30 de julio de 1837 un relato titulado Un pensamiento malo, y el 15 de agosto de 1837 otro bajo el título de Su pensamiento, ambos inspirados en una misma imagen, de la que se dan dos interpretaciones distintas; en el último señala su autor: «No ha de seguir servilmente el artista el pensamiento del escritor; alguna vez ha de subordinarse éste al primero».

Por lo que se refiere a las colecciones de cuentos, la producción editorial es todavía escasa, y el predominio de las traducciones la nota más destacada. Entre éstas se cuentan algunas reediciones del XVII (Perrault, Cuentos de hadas, 1824) y, sobre todo, del XVIII (las Veladas de la quinta de la condesa de Genlis, 1828-1829; los Cuentos morales de Marmontel, 1828-1829), pero también relatos contemporáneos en antologías (Cuentos de duendes y aparecidos, Londres, 1825; Horas de invierno, 1836-1837), y en colecciones de escritores individuales (Hoffmann, Cuentos fantásticos, 1839; Balzac, Cuentos filosóficos, 1844).

La agrupación de los relatos se hace, o bien en colecciones con marco (Francisco de Paula Mellado, La tertulia de invierno, 1829) o bien en colecciones de narraciones independientes (Horas de invierno; Agustín Pérez Zaragoza, Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas), que agrupan episodios reales y de ficción; así, señala Pérez Zaragoza ([1831] 1977, pág. 49): «Si algunas novelas fundadas en la sana moral suelen producir efectos saludables en las criaturas, con mayor causa deberán lograrse éstos presentando acontecimientos verídicos, horrorosos, sorprendentes, como los que en esta obra se consagran a la virtud contra el vicio, tomados los unos de algunas obras, y los otros sacados de las diferentes historias de las naciones».

La nómina de autores de cuentos románticos es bastante más amplia que la que se deduce del sucinto panorama pergeñado por el P. Francisco Blanco García (1891-1894, I, págs. 299-301). Entre los españoles sólo unos pocos cultivan el género con cierta asiduidad: José Joaquín de Mora, Eugenio de Ochoa (Randolph, 1966, págs. 58-76), Antonio Ros de Olano (Cassany, 1980), Miguel de los Santos Álvarez y Jacinto de Salas y Quiroga se cuentan entre ellos. Pero la mayoría recala en el cuento esporádicamente: por ejemplo, José Bermúdez de Castro, Clemente Díaz, José de Espronceda, Serafín Estébanez Calderón, Eduardo González Pedroso, Pedro de Madrazo, Ramón de Mesonero Romanos, Antonio Neira de Mosquera, Bartolomé Núñez de Arenas, Benito Vicetto Pérez.

La identificación de los escritores extranjeros resulta más problemática, dado que las revistas tienden a reproducir como anónimos los textos traducidos (así, El Correo de las Damas reproduce el 27 de noviembre de 1833, sin firma, el relato de Mérimée El vaso etrusco), a poner la rúbrica del traductor en lugar de la del autor original (el relato titulado Yadeste, firmado por Eugenio de Ochoa en El Artista y en el No me olvides, es de Balzac), o unas misteriosas siglas (el relato de Balzac El verdugo se publica en el Semanario Pintoresco Español en 1848 y en 1853 en La Ilustración bajo la firma R. G.; Anoll, 1985; García Castañeda, 1971, pág. 125). A pesar de todos estos artificios, pueden descubrirse los nombres de Ernesto Teodoro Amadeo Hoffmann (Revista de Teatros, 1841), Washington Irving (El Artista, 1835; La Crónica, 1845), Charles Nodier (Revista Europea, 1837), Théophile Gautier (Semanario Pintoresco Español, 1840), Balzac (El Artista, 1835; Semanario Pintoresco Español, 1840) o George Sand (Ómnibus Literario, 1844), siendo Hoffmann, con diferencia, el que mayor repercusión alcanza entre los escritores españoles (Schneider, 1927).

Finalmente, hay que señalar la dificultad de deslindar, en este período, la producción original de las traducciones, puesto que los escritores españoles, con harta frecuencia, se apropian de relatos ajenos que incorporan a sus propias colecciones, traduciéndolos, refundiéndolos, adaptándolos, abreviándolos, ampliándolos o injertándolos con relatos propios: por ejemplo, Luis Alberto de Cuenca (1984) señala que las fuentes de la Galería fúnebre (1831) de Pérez Zaragoza son sucesos contemporáneos convenientemente aderezados, recopilaciones francesas y las novelle de Bandello traducidas por Belleforest; y José María de Andueza, Aben-Zaide, subtitula su volumen Trabajos y miserias de la vida (1842), «entretenimiento traducido y original».




La etapa 1845-1864

El año 1845 marca de algún modo, en la evolución del cuento, el comienzo de una nueva etapa que se prolonga hasta 1864, fecha esta última en que el importante número de colecciones publicadas apunta al «despegue» editorial del género breve. Lo más significativo de este período para la evolución del cuento es la «nacionalización» del género, a través de la forma del cuento popular.

La terminología aplicada al relato breve se halla muy diversificada, pero se aprecia una cierta reiteración del vocablo «cuento», que aparece de modo insistente al frente de colecciones y relatos. Entre las primeras, las de Hartzenbusch, Cuentos varios, 1852; Fernán Caballero, Cuentos y poesías populares andaluces, 1859; Alarcón, Cuentos, artículos y novelas, 1859, y Trueba, Cuentos campesinos, 1860. Y entre los relatos, los «cuentos populares» de Antonio de Trueba en El Museo Universal; los «cuentos morales» de José Jiménez Serrano, Mesonero Romanos y Hartzenbusch en el Semanario Pintoresco Español; los «cuentos de niños» de Carlos Rubio en El Museo Universal, o los «cuentos de vieja» de Juan de Ariza en el Semanario Pintoresco Español. Los títulos de los de este último evidencian la voluntad de marcar distancias con respecto a la etapa romántica: «¡Qué títulos tan armoniosos regalan al respetable público las nacientes antorchas de la amena literatura; y así se guardarían todos ellos de poner al frente del más limado de sus artículos, «cuentos de vieja», como me guardaría yo de poner, en cabeza del peor pergeñado de los míos, El fantasma de las tumbas u otra altisonancia semejante» (Ariza, 1848, pág. 68).

Otros términos que se utilizan con cierta frecuencia son los de «anécdota» (Hartzenbusch, La deuda olvidada. Anécdota contemporánea, 1863), «episodio» (Alarcón, El ángel de la guarda. Episodio de la Guerra de la Independencia, 1859), «fantasía», «historia» y «novela» (Cayetano Rosell, Novela. Cosme Loti, el hechicero, 1847).

La concepción del cuento resulta fácil de esbozar en esta etapa, ya que contamos con las reflexiones de algunos escritores al respecto, por ejemplo, la de Eugenio de Ochoa en el artículo sobre La gaviota ([1849] 1979, págs. 332-333):

La novedad, la variedad, lo imprevisto y abundante de los acontecimientos, nos parece peculiar del cuento; la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones [...] En media cuartilla de papel cabe holgadamente el argumento de cualquiera de ésas, y de otras muchas buenas novelas que podríamos citar; sólo que sometiéndolas a esa especie de compendiosa reducción, dejarían de ser novelas, y pasarían a ser cuentos.

Éstos -menos que los dramas- no exigen desarrollo ni comentario alguno; son meras narraciones de hechos que van pasando por delante de los ojos del lector como en una linterna mágica.


Por su parte, Fernán Caballero establece en su narrativa una distinción, muy productiva para la historia de los géneros breves, entre «cuento» y «relación»; el primero es una narración corta, de carácter popular y por lo general de procedencia oral, y la segunda un relato literario de mayores dimensiones que el cuento:

Las composiciones que los franceses y alemanes llaman nouvelles, y que nosotros, por falta de otra voz más adecuada llamamos relaciones, difieren de las novelas de costumbres (romans de moeurs, que son especialmente análisis del corazón y estudios psicológicos) en que se componen de hechos rápidamente ensartados en el hilo de una narración; esto es, en que son aguadas en lugar de miniaturas como las antedichas.


(1857, pág. 1)                


En cuanto a la tipología del relato hay que destacar el predominio del cuento popular, tomado de la tradición oral y luego reelaborado literariamente (Anónimo, 1838; Chevalier, 1978, 1979), cuyo desarrollo se ve, sin duda, favorecido por dos factores: el influjo de las leyendas y tradiciones autóctonas y la traducción y difusión de cuentos populares alemanes en revistas como La Abeja (Barcelona, 1859-1861) y el Semanario Popular (Madrid, 1862-1865). Los autores más traducidos son los hermanos Grimm; no obstante, en la prensa contemporánea se incluyen muchos relatos alemanes sin firma (La náyade o ninfa de la fuente. Imitación de un cuento alemán, en La Ilustración, 1850; Ricardo y Margarita. Balada alemana, en El Mundo Pintoresco, 1859).

El rasgo definitorio más característico del relato popular es su estrecha dependencia de la oralidad: en Perico sin miedo (Juan de Ariza, Cuentos de vieja, en Semanario Pintoresco Español, 1848) la criada ha de relatar un cuento cada noche al niño protagonista para que cene; en Los maitines de Navidad (José Soler de la Fuente, en El Museo Universal, 1860) un grupo de tertulianos se reúnen para contar, por turno, cuentos de vieja arreglados a la «decaída manera romántica»; en Creo en Dios (Antonio de Trueba, 1861) el narrador escucha de labios de un anciano la historia de Diego y la mayordoma (Sebold, 1989, págs. 43-52, 69-77). Pero además, los personajes suelen estar vinculados al mundo rural, su trama oscila entre lo lúdico y lo trágico, su finalidad es moral4, y su expresión lingüística marcadamente localista.

El relato fantástico sigue teniendo cierto éxito en las publicaciones periódicas, por ejemplo, en el Semanario Pintoresco Español, La Ilustración, El Museo de las Familias y El Museo Universal. Si en la etapa anterior Hoffmann constituía el modelo indiscutible del género, ahora se impone Edgar Allan Poe, cuyas Historias extraordinarias se traducen en 1859 y 1860; Poe es un escritor poco frecuentado en la prensa (excepciones: Sombra, Revelación magnética, en La América, 1858-1859; La verdad de lo que pasó en casa de Sr. Valdemar, en El Mundo Pintoresco, 1860), pero conocido, ya que es objeto de imitaciones, por ejemplo, las de Vicente Barrantes en El Mundo Pintoresco en 1859: ¿Quién es él? Cuento (imitación de E. Poe) y El gato negro. Fantasía imitada de Edgardo Poe.

El cuento maravilloso, en la línea del relato tradicional analizado por Vladimir Propp, continúa teniendo vigencia, aunque ahora parece orientarse hacia la forma del cuento para niños. La producción narrativa en este terreno es abundante: se publican algunas colecciones «originales» (Gregorio Urbano Dargallo, Álbum de la Infancia, 1849) y, sobre todo, traducidas (Cristóbal Schmid, Cuentecitos para niños y niñas, 1846; Madame d'Aulnoy, Cuentos, 1852; Charles Perrault, Cuentos, 1852). Se crean revistas infantiles, en las que colaboran conocidos escritores españoles como Fernán Caballero y Hartzenbusch (por ejemplo, El Amigo de los Niños, 1849, El Museo de la Infancia, 1851, y La Educación Pintoresca, 1857), y colecciones dedicadas a la difusión del cuento infantil («Biblioteca Económica de la Infancia», Barcelona, 1864; Bravo-Villasante, 1988, págs. 183-186). Además, aparecen cuentos para niños en las revistas ilustradas burguesas; por ejemplo, el de Juan de Ariza, El caballo de los siete colores (Semanario Pintoresco Español, 1848), el anónimo La princesa Cenicienta (La Ilustración, 1851) y los de hadas de Hans-Christian Andersen (El Mundo Pintoresco, 1860).

Finalmente, hay que señalar la presencia en la prensa de unas composiciones poéticas en prosa, por lo general subtituladas «baladas», de estilo muy cuidado, sin apenas hilo argumental (suelen ser historias amorosas) y cuya conceptuación genérica resulta discutible. Este tipo de composición responde, sin duda, al éxito de la balada germánica, una forma poética intermedia entre la fábula y el lied, con frecuencia traducida en prosa (Díez Taboada, 1961, págs. 37-48); no obstante, hay que recordar que es a principios del XIX cuando comienza a aparecer en Francia el poema en prosa, género que halla rápido acomodo en nuestra literatura a través de algunas leyendas becquerianas (Cernuda, 1975). Las composiciones de este tipo menudean en revistas como La Ilustración y El Mundo Pintoresco.

Los principales medios de difusión del género continúan siendo la revista y el volumen de relatos, a los que se añade ahora el diario. Además, esporádicamente se realizan ediciones exentas de relatos cortos: por ejemplo, en 1862 se edita en Cádiz, en la «Biblioteca de la Palma», el relato becqueriano Maese Pérez el organista. Leyenda sevillana, firmado por un tal C. de C.

Las revistas publican una cantidad importante de cuentos, en particular las grandes publicaciones del momento como El Museo de las Familias (1843-1867), La Ilustración (1849-1857), El Museo Universal (1857-1869), La América (1857-1886) o el Semanario Pintoresco Español (que se prolonga hasta 1857). Junto con el cuento se insertan en estas publicaciones buen número de tradiciones y leyendas; por ejemplo, las tradiciones madrileñas de Dionisio Chaulié en El Museo de las Familias, 1863-1865; las leyendas de José M.ª Goizueta en La España, 1851; Gustavo Adolfo Bécquer en El Contemporáneo, 1860-1862, o Augusto Jerez Perchet en el Semanario Popular, 1864.

En las revistas el recurso a la anonimia resulta cada vez menos habitual, y se incrementa la producción nacional de modo notable (así, La América publica, casi en exclusiva, relatos de autores españoles). Las traducciones sólo ocupan un importante espacio en publicaciones como el Semanario Popular y La Abeja, implicadas en la introducción de la literatura alemana en España, y en aquellas otras que muestran una estrecha vinculación con el modelo extranjero que les sirve de inspiración, como El Museo de las Familias (por ejemplo, el relato titulado Coriolano II, firmado por Maurice Deschastelus en el Musée des Familles, vol. 26, 1858-1859, aparece en El Museo de las Familias en 1859, bajo la firma de El Conde de Fabraquer).

Los volúmenes de cuentos no son muy abundantes, salvo en la fecha concreta de 1864. Se percibe un aumento de las colecciones de autores españoles, en las que, además, el término «cuento» comienza a aparecer de modo insistente.

De modo paralelo crecen las traducciones; se reeditan algunas colecciones (Voltaire, Novelas, 1845; Hoffmann, Cuentos fantásticos, 1847; Perrault, Los cuentos de Perrault ilustrados por Gustavo Doré, 1863) y se publican otras de escritores contemporáneos (Irving, Cuentos de la Alhambra, 1856; Poe, Historias extraordinarias, 1859, 1860; Nodier, Cuentos fantásticos, 1863; Erckmann-Chatrian, Cuentos de los Vosgos, 1864). Los diarios incluyen cuentos sólo de modo esporádico, ya que en esta etapa el periodismo es fundamentalmente político, y las colaboraciones literarias no alcanzan la importante presencia que tendrán en la prensa del último cuarto del siglo. Los cuentos suelen insertarse en la zona destinada al folletín o en la sección de Variedades; en la primera incluye el diario Las Novedades (1860) las Historias extraordinarias de Poe, y La Correspondencia de España (1862) un volumen de Cuentos escogidos de varios autores; y en la segunda inserta El Contemporáneo las leyendas becquerianas.

La autoría de las colaboraciones diarísticas es, con frecuencia, difícil de señalar, ya que en los diarios, más aún que en las revistas, se recurre a la anonimia (sabido es que no llevan firma de autor las leyendas de Bécquer aparecidas en El Contemporáneo); en algún caso, incluso, se manifiesta la intención de ocultar el nombre del autor.

La nómina de autores que escriben cuentos por estos años es sensiblemente superior a la de la etapa anterior; en ella se pone de manifiesto el predominio indiscutible de la producción nacional sobre la traducida. Las firmas de autores españoles son numerosas, y se reiteran de unas publicaciones a otras; entre las más destacadas hay que señalar las de Alarcón, Bécquer, Agustín Bonnat, Fernán Caballero, José Muñoz Maldonado (El Conde de Fabraquer), Luis García de Luna, Ángela Grassi, Hartzenbusch, Luis Mariano de Larra, Ramón Rodríguez Correa, Antonio Ros de Olano, Carlos Rubio, Ventura Ruiz Aguilera, Faustina Sáez de Melgar, Miguel de los Santos Álvarez, María del Pilar Sinués y Antonio de Trueba.

En cambio, los nombres de escritores extranjeros constituyen un grupo mucho más reducido; aparecen los de Andersen, Dumas y Poe en El Mundo Pintoresco; Nathaniel Hawthorne, Alexander Pushkin y Charles Dickens en La Ilustración; Alphonse Karr, Charles Nodier, Dumas y Dickens en Las Novedades, o Musset en El Contemporáneo. Pero dada la tendencia a eludir el nombre del autor del original en las traducciones, muchas de ellas siguen figurando como anónimas o como obra del traductor: por ejemplo, Pedro Prado y Torres realiza para La Ilustración (29-VI-1857) una «libre versión del francés al castellano» de un relato titulado El club de los consumidores de hachís, cuyo autor, no señalado, es Théophile Gautier.







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