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Llegó el día esperado con tal ansia, y Zurita entró en la corte, y antes de buscar posada fue a matricularse en el doctorado de Filosofía y Letras. Licenciado ya se había hecho, según queda apuntado.
En la fonda de seis reales sin principio319 en que hubo de acomodarse, encontró un filósofo cejijunto, taciturno y poco limpio que dormía en su misma alcoba, la cual tenía vistas a la cocina por un ventanillo cercano al techo... y no tenía más vistas.
Era el filósofo hombre, o por lo menos filósofo, de pocas palabras, y jamás a los disparates que decían los otros huéspedes en la mesa quería mezclar los que a él pudieran ocurrírsele. Zurita le pidió permiso la primera noche para leer en la cama hasta cerca de la madrugada. Separaba los dos miserables catres el espacio en que cabía apenas una mesilla de nogal mugrienta desvencijada; allí había que colocar el velón de aceite (porque el petróleo apestaba), y como la luz podía ofender320 al filósofo, que no velaba, creyó Zurita obligación suya pedir licencia.
El filósofo, que tendría sus treinta y cuatro años y parecía un viejo mal humorado, seco y frío, se desnudaba mirando a Zurita, que ya estaba entre sábanas, con gesto de lástima orgullosa, y contestó:
-Usted, señor mío, es muy dueño de leer las horas que quiera, que a mí la luz no me ofende para dormir. El mal será para usted, que con velar perderá la salud y con leer llenará el espíritu de prejuicios.
-172-No replicó Zurita, por falta de confianza, pero no dejó de asombrarle aquello de los prejuicios. Poco a poco, pero no sin trabajo, fue consiguiendo que el filósofo se dignara soltar delante de él alguna sentencia, no a la mesa al almorzar o al cenar, sino en la alcoba antes de dormirse.
Como Zurita observase que el señor don Cipriano, que así se llamaba, y nunca supo su apellido, sobre todo asunto de ciencia o de arte daba sentencia firme y en dos palabras condenaba a un sabio y en media absolvía a otro, se le ocurrió preguntarle un día que a qué hora estudiaba tanto como necesitaba saber para ser juez inapelable en todas las cuestiones. Sonrió don Cipriano y dijo:
-Ha de saber el licenciado Zurita que nosotros321 no leemos libros322, sino que aprendemos en la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo.
Y se acostó el filósofo sin decir más, y a poco roncaba.
Zurita aquella noche no podía parar atención en lo que leía, y dejaba el libro a cada pocos minutos, y se incorporaba en su catre para ver al filósofo dormir.
Empezaba a parecerle un tantico ridículo buscar la sabiduría en los libros, mientras otros roncando se lo encontraban todo sabido al despertar.
Algunas veces había visto al don Cipriano en los claustros de la Universidad; pero, como sabía que no era estudiante, no podía averiguar a qué iba allí.
Una noche en que la confianza fue a más, se atrevió a preguntárselo.
El filósofo le dijo que él también iba a cátedra, pero no con el intento de tomar grados ni títulos, sino con el de comulgar en la ciencia con sus semejantes, como también Zurita podía hacer, si le parecía conveniente.
Contestó Aquiles que nada sería más de su agrado que estudiar desinteresadamente y comulgar en aquello que se le había dicho.
A los pocos días Zurita comenzaba a ser krausista como el señor don Cipriano, con quien asistía a una cátedra que ponía un señor muy triste. Sin dejar las clases en que estaba matriculado, consagró lo más y lo principal de su atención a la nueva filosofía (nueva para él) que le enseñaba el señor taciturno323, con ayuda del filósofo de la posada. Don Cipriano le decía que -173- al principio no entendería ni una palabra; que un año, y aun dos, eran pocos para comenzar a iniciarse en aquella filosofía armónica, que era la única; pero que no por eso debía desmayar, pues, como aseguraba el profesor, para ser filósofo no se necesita tener talento. Estas razones no le parecían muy fuertes a Zurita, porque ni él necesitaba tales consuelos, ni había dejado de entender una palabra de cuantas oyera al profesor. [...]
Aunque el Ser en la Unidad no acababa de presentársele, tenía grandes esperanzas de poseer la apetecida visión en breve. ¡El café le hacía pensar cada cosa! A lo mejor le entraba, sin saber por qué y sin motivos racionales, un amor descomunal a la Humanidad de la Tierra, como decía él, copiando a don Cipriano. Lloraba de ternura considerando las armonías del Universo, y la dignidad de su categoría de ser consciente y libre le ponía muy hueco. Todo esto a oscuras y mientras roncaba don Cipriano.
Pero, ¡oh dolor!, al cabo de pocas semanas el café perdió su misterioso poder y le hizo el mismo efecto que si fuese agua de castañas, como efectivamente era. Volvía a dormirse en el instante crítico de disolverse en lo Infinito, siendo uno con el Todo, sin dejar de ser este que individualmente era, Zurita.
-Pero usted, don Cipriano -preguntaba desconsolado el triste Aquiles al filósofo cuando este despertaba (ya cerca de las doce de la mañana)-, ¿usted ve realmente a Dios en la conciencia, siendo uno con Él?
-Y tanto como veo -respondía el filósofo, mientras se ponía los calcetines, de los que no haré descripción ninguna.
Baste decir, por lo que respecta a la ropa blanca del pensador, que no había tal blancura, y que, si era un sepulcro don Cipriano, no era de los blanqueados por fuera324; la ropa de color había mejorado, pero en paños menores era el mismo de siempre.
-Y, diga usted, ¿dónde consiguió ver por primera vez la Unidad del Ser dentro de sí?
-En la Moncloa. Pero eso es accidental; lo que conviene es darse grandes paseos por las afueras. En las Vistillas, en la Virgen del Puerto, en la Ronda de Recoletos, en Atocha, en la Venta del Espíritu Santo y en otros muchos parajes por el estilo he disfrutado muchas veces de esa vista interior por la que usted suspira.
Desde entonces Zurita dio grandes paseos, a riesgo de romper las suelas de los zapatos, pero no consiguió su propósito; le robaron el reloj de plata que heredara de sus mayores, mas no se le apareció el Ser en la Unidad.
-174--¿Pero usted lo ve? -repetía el aprendiz.
-¡Cuando le digo a usted que sí!
Zurita empezaba a desconfiar de ser en la vida un filósofo sin prejuicios. «¡Este maldito yo finito, de que no puedo prescindir!».
Aquel yo que se llamaba Aquiles le tenía desesperado.
Nada, nada, no había medio de verse en la Unidad del ser pensado y el ser que piensa bajo Dios. ¡Y para esto había él perdido el curso del doctorado!
La musa de Glocester era la ironía. Aquel viernes memorable, Mourelo se presentó en el púlpito sonriente, como solía (ocho días antes se había desacreditado el Obispo), saludó al altar, saludó a la Audiencia y se dignó saludar al católico auditorio. Su mirada escudriñó los rincones de la Iglesia para ver si, conforme le habían anunciado, algún librepensadorzuelo de Vetusta326, de esos que estudian en Madrid y vuelven podridos, estaba oyéndole. Vio dos o tres que él conocía y pensó: «Me alegro; ahora veréis lo que es bueno».
El regente [...] con el entrecejo arrugado y la toga tersa, sentado en medio de la nave en un sillón de terciopelo y oro, contemplaba al predicador, preparándose a separar el grano de la paja, dado que hubiera de todo. Otros magistrados, menos inclinados a la crítica, se disponían a dormir disimuladamente, valiéndose de recursos que les suministraba la experiencia de estrados.
Glocester se fue al grano en seguida. La antífrasis, el eufemismo, la alusión, el sarcasmo, todos los proyectiles de su retórica, que él creía solapada y hábil, los arrojó sobre el impío Arouet, como él llamaba a Voltaire siempre. Porque Mourelo andaba todavía a vueltas con el pobre Voltaire327; de los modernos impíos sabía poco; algo de Renan328 y de algún apóstata español, pero nada más. Nombres propios casi ninguno: el grosero materialismo, -175- el asqueroso sensualismo, los cerdos de los establos de Epicuro329 y otras colectividades así hacían el gasto; pero nada de Strauss330 ni de las luchas exegéticas de Tubinga y Göttinga331: amigo, esto quedaba para el Magistral con no poca envidia de Glocester.
Voltaire y a veces el extraviado filósofo ginebrino332 pagaban el pato. Pero no; otro caballo de batalla tenía el Arcediano: el paganismo, la antigua idolatría. Aquel día, el viernes, estuvo oportunísimo burlándose de los egipcios. Al regente le costó trabajo contener la risa, que procuraba excitar Glocester.
Aquellos grandísimos puercos, que adoraban gatos, puerros y cebollas, le hacían mucha gracia al orador sagrado. «¡Con qué sandunga les tomaba el pelo a los egipcios!» según expresión de Joaquinito Orgaz, religioso por buen tono y que creía que era un disparate la idolatría.
-Sí, Señor Excelentísimo, sí, católico auditorio, aquellos habitantes de las orillas del Nilo, aquellos ciegos cuya sabiduría nos mandan admirar los autores impíos, adoraban el puerro, el ajo, la cebolla». «¡Risum teneatis! ¡Risum teneatis!»333, que repetía encarándose con el perro de San Roque, que estaba con la boca abierta en el altar de enfrente. El perro no se reía.
Cerca de media hora estuvo abrumando a los faraones y sus súbditos con tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos hombres que adoraban tales inmundicias?».
Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después sacaba partido de las citas de Glocester en las discusiones del Casino y decía:
-Señores, lo que sostengo aquí y en todos los terrenos es que, si proclamamos la libertad de cultos y el matrimonio civil, pronto volveremos a la idolatría, y seremos como los antiguos egipcios, adoradores de Isis y Busilis334; una gata y un perro, según creo».
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¿Qué saqué al fin de los amores míos? | |||
La cabeza caliente y los pies fríos. |
Al verse tan gentil, ¡con qué embeleso | |||
se da a sí misma en el espejo un beso! |
Todos lo han conocido: | |||
¿va con uno y bosteza? Es su marido. |
Con locura te amé; pero hoy, bien mío, | |||
si te hallo sobre un puente te echo al río. |
Te sueles confesar con tu conciencia | |||
y te absuelves después sin penitencia. |
Se asombra con muchísima inocencia | |||
de cosas que aprendió por experiencia. |
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¿Pues no quiere que crea | |||
que vio en Valencia una huertana fea? |
Una vieja muy fea me decía: | |||
«En cuanto a la virtud, creo en la mía». |
Las niñas más juiciosas y más puras | |||
al llegar la razón hacen locuras. |
Si, como el héroe de la Mancha, antaño | |||
realicé por tu amor grandes hazañas, | |||
hoy, sentado a la sombra de un castaño, | |||
pensando mucho en ti, como castañas. |
Las hijas de las madres que amé tanto | |||
me besan ya como se besa a un santo. |
Las niñas rezadoras que yo trato | |||
nunca piden a Dios el celibato. |
Es muy niña, y ya quiere la inocente | |||
usar trajes con cola de serpiente. |
Para él la simetría es la belleza | |||
aunque corte a las cosas la cabeza. |
Si te casas, Inés, ten por seguro | |||
que todo novio es un traidor futuro. |
¿Por qué saben las gentes que has pecado? | |||
Lo saben porque rezas demasiado. |
-178-
Poema en un canto. (Monólogo
representable)
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Peristilo de un templo. A la izquierda del espectador, la escalinata. A la derecha, la puerta que da entrada a la iglesia. Personas de diferentes sexos y edades se agrupan a esta puerta para oír misa. Durante el oficio divino se estará oyendo un armonio. |
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(Vase PETRA por la izquierda.) |
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(El telón cae al son de la Marcha Real tocada en el armonio.) |
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De vuelta a su lugar, cierto joven estudiante, muy atiborrado de doctrina y con el entendimiento más aguzado que punta de lezna341, quiso lucirse mientras almorzaba con su padre y su madre. De un par de huevos pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:
-¿Cuántos huevos hay en el plato?
El padre contestó:
-Uno.
El estudiante puso en el plato el otro que tenía en la mano, diciendo:
-Y ahora, ¿cuántos hay?
El padre volvió a contestar:
-Dos.
-Pues entonces -replicó el estudiante-, dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego son tres los huevos que hay en el plato.
El padre se maravilló mucho del saber de su hijo, se quedó atortolado y no atinó a desenredarse del sofisma. El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba a afirmar que había tres.
La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se lo comiera; tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio vástago:
-El tercero cómetelo tú.
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Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.
Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:
-Con estas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que, al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta:
-Con estas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora, quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:
-Con estas no leo.
Así se pasó más de media hora; el rústico ensayó tres o cuadro docenas de gafas, y como no lograra leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:
-No leo con estas.
El tendero entonces le dijo:
-Pero ¿usted sabe leer?
-Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar342 las gafas?