María Asunción Flórez, «Música teatral en el Madrid de los Austrias durante el Siglo de Oro». Madrid: ICCMU, 2006. [Reseña]
Mariano Lambea Castro
CSIC. Institución Milá y Fontanals
Dolores Josa Fernández
Universidad de Barcelona
El noveno volumen de la colección Música Hispana (Textos) que edita el Instituto Complutense de Ciencias Musicales viene a colmar unas necesidades científicas que el ámbito de la musicología y la filología demandaban desde hacía bastante tiempo. Gracias a María Asunción Flórez, autora, asimismo, de una tesis doctoral sobre el Teatro musical cortesano en Madrid durante el siglo XVII: espacios, intérpretes y obras, y de un artículo igualmente fundamental1, podemos comprender con mayor hondura y rigor los diferentes aspectos que vamos a comentar al dictado de esta recensión.
Cuando hablamos de
música (concretamente de música vocal) y de teatro en
el siglo XVII hemos de tener presente una clara diferencia a nivel
funcional que, aunque obvia, es preciso recordar; y es que una cosa
es la música en el teatro (es decir, en las comedias,
pongamos por caso, donde la música subraya la acción
dramática siendo una suerte de música incidental que
se añade a la obra) y otra muy distinta el teatro
específicamente musical (es decir, las zarzuelas, las
fiestas cantadas, las semi-óperas, las comedias
mitológicas y denominaciones afines, en las que la
música se compone específicamente para ellas, aunque
fragmentos más o menos extensos de texto declamado tengan
también un papel destacado). Flórez lo dice
así: «Siendo la música
elemento esencial en una zarzuela o en un baile, por mencionar dos
formas teatrales musicales, no deja por ello de tener
significación, función y características
específicas en otros no musicales como la comedia o el
entremés»
(p.
15). En este sentido la autora dedica el tercer capítulo de
su libro a los «Géneros teatrales esencialmente
musicales» y el cuarto a los «Géneros
parcialmente musicales».
Puestas así
las cosas no está por demás aclarar, para quien se
inicie en este tema y aún no lo sepa, que, en la
época, muchas obras de teatro se denominaban y se
conocían como comedias, algunas «famosas», pero
en realidad eran fiestas cantadas, zarzuelas, etc. Para muestra baste un botón:
Los Juegos Olímpicos (1673), «Comedia
famosa» de Agustín de Salazar y Torres que todos
consideramos zarzuela por las numerosas intervenciones musicales
que tiene, además de su argumento mitológico y de su
desarrollo escénico2.
Tampoco será superfluo recordar otro punto importante: la
música que se cantaba en nuestro teatro clásico no se
nos ha conservado de manera específica, concreta o
elocuente. Dos estudiosos, especializados en la música
secular o profana del siglo XVII, así lo afirman en base a
su experiencia y a sus investigaciones realizadas durante los
últimos años. De esta manera, Luis Robledo opina que
el hecho «de que no se haya conservado
ninguna composición escrita expresamente para el teatro
dentro del repertorio vocal profano del primer tercio del siglo
XVII supone un serio obstáculo para la inteligencia completa
de un fenómeno que sabemos
importante»
3.
Y Judith Etzion mantiene que «todavía no se ha establecido que alguna
obra de los cancioneros polifónicos del primer cuarto del
siglo XVII haya sido compuesta de manera explícita para el
teatro»
4.
Flórez no
pierde nunca de vista esta realidad, ni otras, ya que su libro es
muy completo, como tendremos ocasión de comprobar, y deja
constancia de ello en el primer capítulo dedicado a los
«Géneros musicales» (música vocal,
música danzada y bailada, y música instrumental). Por
otra parte, ya encontramos aquí sistematizada de modo claro
una de las cuestiones capitales del libro, como es la diferencia
estilística que se da en la música de las dos mitades
del siglo XVII: «Durante la primera mitad
del siglo predominará el estilo polifónico formado
por canciones a dos, tres y cuatro voces con acompañamiento
instrumental; en la segunda mitad será la canción a
sólo, también con acompañamiento instrumental,
la que domine la música teatral hispana»
(p. 18).
De manera
más o menos generalizada, todos los que nos dedicamos al
estudio de la música vocal profana del siglo XVII, en su
doble vertiente cortesana y teatral (nos referimos al teatro
clásico), estamos de acuerdo en el trasvase que se da entre
ambos espacios, si bien nos guardamos de confundir el repertorio de
música vocal de cámara, que es el que consta
mayoritariamente en los cancioneros polifónicos, con el
repertorio de música incidental para el teatro,
lamentablemente no conservado. Por otra parte, reconocemos que la
propia configuración de la música sufre algún
cambio según sea su espacio de actuación e intuimos
que ese cambio es debido a condicionantes externos a la propia
sustancia musical, que, en el caso del teatro, serían el
nivel de preparación musical de los cantantes (actores o
actrices), las alusiones o referencias sobre los músicos que
dramaturgos y poetas dejaron escritas en sus obras -y que
demostraban tanto la admiración de los escritores hacia los
compositores como dejaban entrever la posible colaboración
entre ambos- o, más concretamente, el índice de
tradicionalidad de algunas coplas, estribillos o cantarcillos que,
por pura lógica, serían cantados con su propia
música, también tradicional, y ésta sí
que, en ocasiones, conservada en los cancioneros
poético-musicales o en la pervivencia folklórica
reciente. Ejemplos de estos cantarcillos los hallamos con relativa
abundancia, como es el caso de las comedias de Lope, donde se
cantaban piezas tan celebérrimas como «¡Deja las
avellanicas, moro!», «Al villano se lo dan» o
«Amor loco, amor loco». Esta última, transmitida
en los manuscritos poético-musicales de la Biblioteca
Nacional (Madrid) denominados Romances y letras de a tres
voces, ofrece detalles musicales muy importantes para la
inteligencia completa de la utilización,
reutilización y modificación de los tonos en el
teatro5.
El caso de «Amor loco, amor loco», debidamente
rastreado por Margit Frenk en su imprescindible Corpus de la
antigua lírica popular hispánica, viene a
demostrar cuán acertadas son las palabras de Flórez
que reafirman opiniones ya consensuadas de Etzion, Robledo o Stein,
y que subscribimos plenamente: «En la
primera mitad del siglo predominan los tonos polifónicos con
acompañamiento instrumental, que en muchas ocasiones son
reelaborados a partir de canciones populares bien conocidas. Es una
época en la que los músicos al servicio del rey
componen muchos de estos tonos, que se interpretan no sólo
en palacio sino también en las casas particulares y en el
teatro, sin que esté muy claro si se trata de música
popularizada por el teatro que pasa al repertorio
camerístico o al revés»
(p. 36).
Permítasenos comentar otro ejemplo de trasvase entre ambos
repertorios, pero sin índice de tradicionalidad. Es el caso
de la pieza «Olas sean de zafir», posiblemente obra del
compositor Manuel Correa, conservada en el Libro de Tonos
Humanos (compilado entre 1655 y 1656)6
y que Agustín Moreto incluyó en su comedia El
desdén con el desdén (1654) con la pertinente
didascalia sobre su interpretación musical. En el Libro
de Tonos Humanos la composición consta de cinco
cuartetas y un estribillo, mientras que Moreto en su obra hace
cantar exclusivamente la primera de ellas y otras dos que nada
tienen que ver con el tono de Correa. Ante esta situación
caben varias hipótesis, pero haremos referencia a las dos
que consideramos más importantes. La primera es que el texto
de Moreto suscitó el interés de Correa quien lo puso
en música y lo incluyó en el Libro de Tonos
Humanos, obviando las otras dos cuartetas y
sustituyéndolas por otras cuatro y un estribillo, que
habría escrito él mismo o un poeta que
trabajaría con o para él. Y la segunda es que la
composición musical ya circulaba manuscrita con texto
poético de autor anónimo, y Moreto consideró
oportuno incluirla en su comedia como una pieza incidental, ya
fuera para reforzar la acción o para ilustrar musicalmente
determinado pasaje, utilizando sólo la primera cuarteta y
escribiendo, quizá él, las otras dos. Nunca podremos
saber lo que sucedió exactamente puesto que, en el Siglo de
Oro, el intercambio de textos era una práctica común,
por no hablar de las deturpaciones y las variantes que a veces nos
desesperan y a veces nos llenan de júbilo, porque, cual hilo
de Ariadna, nos ponen sobre la pista, ya correcta ya errada, del
autor de tal o cual romance. Pero no olvidemos la música,
porque la pregunta acecha: ¿qué se cantaría
exactamente en la representación de El desdén con
el desdén? ¿La primera sección del tono,
es decir, la música de la cuarteta tal y como consta en el
Libro de Tonos Humanos?7
Posiblemente sí, puesto que esta sección a cuatro
voces (SSAT)
tiene sólo diecinueve compases, está compuesta en
estilo homofónico y no resulta de difícil
memorización para cantarla en escena; «las tonadas polifónicas de la primera
mitad de siglo -apunta Flórez- se caracterizan por ser
canciones que no exigen al intérprete grandes alardes
vocales sino más bien buen gusto, una buena
articulación que facilite la comprensión del texto al
espectador-oyente, y sobre todo una gran expresividad, lo que se
adapta perfectamente a las necesidades de la música
teatral»
(p. 25). Otra
cuestión es el estribillo, compuesto en estilo imitativo,
con fragmentos a solo que dialogan con el resto de la plantilla
vocal y con una extensión de ochenta y dos compases,
condiciones o características que, sin duda, lo
harían idóneo para el repertorio camerístico
habitual en la corte, pero no para el corral de comedias. A todas
estas cuestiones que mucho conviene plantearnos, y a las preguntas
que subyacen, responde perfectamente el libro de Flórez que
arroja luz sobre todos estos aspectos, tanto literarios como
musicales e interpretativos.
Trata la autora en más de una ocasión sobre la reutilización de melodías, populares o no, o la creación de melodías nuevas y lo hace conociendo a fondo el tema y hablando con sentido común. Abundando en ello, y tras observar la música (que es lo más importante), podemos plantear hipótesis bien fundamentadas. Por ejemplo: que la versión musicada a cuatro voces por Juan Pablo Pujol de la canción «Es verdad que yo la vi» (con la variante «oí» por «vi»), conservada en el Cancionero Musical de Olot (ff. 67v.-69), y que Flórez nos facilita glosada en La fiera, el rayo y la piedra de Calderón, refiriendo también las aportaciones de Wilson, Sage y Stein que nos dicen que la canción fue citada, además de por Calderón, por Suárez de Deza, Vélez de Guevara, José de Valdivielso y Agustín Moreto, pues sabido todo esto, planteamos que esta versión podría muy bien haberse cantado en escena. El texto es antiguo y viene recogido en El cancionero manuscrito de 1615, como refiere Rodríguez-Moñino, y es muy posible que la música de Pujol sea una recreación polifónica de una melodía tradicional.
En este sentido,
suponemos que Flórez, al igual que nosotros, también
echará en falta un repertorio de melodías que
aclararía muchas dudas en el tema que nos ocupa y en muchos
otros temas de nuestra historia musical. Lo decía Jacinto
Torres hace casi treinta años: «[...] lo dramático que resulta carecer de
cosas tan elementales como un repertorio solvente y unificado de
fuentes, un catálogo de primeros versos, un índice de
melodías»
8.
Sin embargo, las cosas siguen igual, a pesar de que la
tecnología informática actual facilitaría en
gran medida la realización de trabajos de esa índole.
Pero no es hora de lamentarse; ya sabemos que este tipo de tareas
no las sufre la «cólera española»
(permítasenos su adscripción o derivación
hacia la ciencia), entre otras razones porque se necesitan equipos
humanos bien cohesionados que, siendo sinceros, no abundan en una
disciplina como la nuestra, parte de la cual, siendo más
sinceros aún, ha cosechado escasa fortuna en la academia y
ha mostrado una manifiesta inclinación por grandes
utopías y prolongados delirios. Sigamos con las apuestas
personales y construyamos nuestra historia musical poco a poco,
como podamos, conociendo y gustando continuamente de más y
mejores obras.
El segundo
capítulo «Condición y funciones de la
música en las obras» se inicia estableciendo una
distinción entre «música
incidental»
, es decir, la que se incluye en la obra
teatral pero que no afecta al argumento ni al desarrollo de la
acción, siendo prescindible por ser meramente ornamental, y
la denominada por la autora «música integrada»
, la cual no
se debe suprimir de la obra puesto que está imbricada en
ella y puede considerarse «como
auténtica música teatral»
, ya que puede
afectar «a la trama, a los personajes o
al lenguaje»
(p. 109).
En este sentido comenta Flórez algunos aspectos de El
persiano fingido (1674), entremés cantado de Gil
López de Armesto que incluye en su trama la primera cuarteta
de una de las barquillas que Lope de Vega inserta en
La Dorotea (1632), aquella que dice: «Para que no te vayas, / pobre barquilla a pique,
/ lastremos de desdichas / tu fundamento triste»
. Nos
informa la autora de que dicha cuarteta la cantan, en el
entremés citado, «Sebastiana y Luisa
Fernández», célebres actrices-cantantes de la
época, de la misma manera que «Luisa Romero y
Mariana» cantan unos versos que empiezan así: «Ahora que la noche / con el horror y el
sueño»
(p.
111). En la línea de Stein, Flórez aporta más
datos y nos informa detenidamente de aspectos
interesantísimos. Por nuestra parte, no queremos dejar pasar
la oportunidad de comentar lo siguiente: la cuarteta de Lope, y
varias más que obviamos en aras de la brevedad, se hallan
puestas en música por Bernardo Murillo en el Libro de
Tonos Humanos9,
para cuatro voces (SSAT),
en un estilo imitativo que alterna las parejas de las voces en
terceras paralelas (bicinia) y que, a tenor de lo que nos dice
Flórez, no sería de difícil
interpretación para las actrices-cantantes que ella refiere.
Para los otros dos versos no conocemos testimonio musical
polifónico ni tampoco a dúo, a pesar de que
sería un tono famoso en aquel tiempo; sólo se nos ha
conservado una brevísima versión para voz sola en
«una ensalada burlesca»
que
resulta ser una Jácara con variedad de
tonos10,
en la que se citan los dos primeros versos de diversos tonos
poético-musicales que nos resultan familiares, pues los
conocemos por otras fuentes (por ejemplo, «Bellísimo
Narciso», «Gigante cristalino», «Don Pedro,
a quien los crueles», etc.). Todos esos versos vienen
entrelazados en un popurrí que forma un argumento coherente
en relación al Nacimiento. Es posible que en el
entremés que cita Flórez se cantara una
versión a dos o más voces, que presentaría una
cita intertextual de la frase musical de la jácara que se
nos ha conservado, pero esto no lo sabemos. Lo que sí
sabemos es que la estrofa que incluyó López de
Armesto y que empieza con el verso «Ahora que la noche»
es la primera de unas endechas reales escritas por Antonio de
Solís y Ribadeneyra11
que, tras la lectura que hemos hecho de ellas, nos permiten llegar
a la conclusión de que el yo poético opta por morir
de amor ante la imposibilidad de tener a Filis. En definitiva, y ya
para no extendernos más, recapitulamos: en un
entremés «representado y
cantado»
de López de Armesto hallamos versos de un
romancillo piscatorio que Lope escribe e inserta en una
acción dramática en prosa con tintes de novela
autobiográfica como es La Dorotea; versos de
Antonio de Solís, secretario privado de Felipe IV y
comediógrafo de éxito en su tiempo, que él
mismo define como «sentimientos de un
amante que se hallaba empeñado en perder a su
dama»
; la interpretación de dos cantantes-actrices
que, muy probablemente, cantarían la música que
Bernardo Murillo destinó a la barquilla lopesca y
que se nos ha conservado en un códice copiado por el
capón Diego Pizarro para el Convento del Carmen de Madrid;
otra interpretación musical que, quizá, estuviera
basada en la melodía que nos ha transmitido esa
Jácara con variedad de tonos, anónima y
enigmática, que se conserva en la Biblioteca de
Catalunya (M 753/24) y que algún día
estudiaremos detenidamente. Ante esta situación,
¿quién puede negar que los poemas y las
músicas de nuestro Siglo de Oro son una auténtica
maraña de referencias, citas intertextuales,
préstamos, remisiones, etc., con un sinfín, además,
de autores conocidos y anónimos? Y todo ello bien mezclado y
dispuesto, para que nosotros, musicólogos y
filólogos, intentemos poner orden en este entramado
poético-musical. Por todas estas razones el libro de
María Asunción Flórez resulta interesante,
imprescindible e importante.
En este segundo capítulo, nos resulta particularmente atrayente el apartado dedicado al lenguaje musical (pp. 126-134), tan próximo a nuestra línea de investigación. Flórez destaca que para el correcto análisis de la música teatral, tanto la incidental como la integrada, sería de mucha utilidad realizar un estudio detenido de los procedimientos seguidos por los compositores a la hora de musicar textos para la escena. La autora no puede hacerlo en el margen de esta obra pero este tema es una asignatura que tiene pendiente la musicología española. De momento, resulta fundamental realizar una primera aproximación al tema desde la ladera ecdótica que nos ofrece la crítica textual, en lo referente a la transmisión de estas obras cuando se dispone de dos o más testimonios. Las variantes que se producen entre ellos, tanto musicales como literarias, siempre son interesantes y de hecho arrojan luz sobre aspectos pragmáticos y funcionales de la composición, y de las complejas relaciones entre la música y el texto. Tal es el caso de «Crédito es de mi decoro», pieza de Hidalgo con características de «lamento», cuya configuración y discurso recoge con detalle Flórez (pp. 133-134), y que ofrece la particularidad, sin duda, interesante, de habérsenos transmitido en tres testimonios: en la Biblioteca Nacional (M. 3880/32, «Solo de Juan Hidalgo, de la muerte de Canente»), en el Manuscrito Guerra (ff. 99v.-100r., sin ninguna indicación) y en el Archivo de Música de la Catedral de Segovia (51/26, «Humano recitativo»).
El libro de Stein
ha marcado una línea de investigación
fructífera, no cabe ninguna duda al respecto, pero
también es verdad que Flórez la amplía en
determinados aspectos, por ejemplo, aportando nuevos datos en el
caso concreto de la célebre canción de Góngora
«Aprended, flores, en mí / lo que
va de ayer a hoy, / que ayer maravilla fui / y sombra mía
aún no soy»
que, por Flórez, sabemos que
Quiñones de Benavente la parodió en su
entremés Lo que pasa en una venta, de la siguiente
manera: «Aprended, asnos, de mí /
lo que va de ayer a hoy, / que ayer desdichado fui / y hoy
apetecido soy»
(p.
148). He aquí una prueba más del continuo juego
intertextual que podemos apreciar en nuestro repertorio, tanto
poético como musical, porque habría que estudiar la
versión musicada anónima a cuatro voces que se nos ha
transmitido en el Cancionero Poético-Musical de
Coimbra (MM. 227, f. 10), y que
también ofrece otra variante de la canción gongorina,
«Aprended, flores, de mí / pues
que en espacio de un día / breves nacéis y
morís»
. ¿Se cantaría esta
música en el entremés de Quiñones?
Un aspecto que
queremos destacar y que Flórez recoge en este segundo
capítulo (pp. 156-157;
después vuelve a él en el capítulo siguiente,
p. 336) es el referente a las
teorías del ethos, que Tomás Vicente Tosca
refiere con detalle y buen criterio, aunque llegue a comentar
«que bien miradas parecen
increíbles»
12.
Por su parte, Cerone se mostraba respetuoso con la tradición
antigua pero en el fondo consideraba que «es más que verdad que un buen compositor
ordenará que todos los tonos sean melancólicos, o
alegres, como él quisiere, y esto por acompañar las
consonancias cuando de una y cuando de otra manera, usando a veces
muchas terceras y sextas menores, con muchas disonancias y
ligaduras; y a veces usando muchas sextas y terceras mayores, y
muchas decenas»
13.
Permítasenos traer a colación también las
palabras del rey João IV de Portugal en su Defensa de la
música moderna: «El
compositor debe escoger tono, o modo a propósito de lo que
dice la letra, porque esto ayuda al efecto de mover, mas esto
sólo no basta como refieren los antiguos; el pasar de unas
consonancias a las otras, el salir fuera del tono, y el tornar a
él, mudar de género, poner notas apresadas o
vagarosas, el aprovechar de los signos graves, o agudos, esto es lo
que mueve, y el decir la letra con el natural del
compositor»
14.
Decimos todo esto porque coincidimos con la autora en la
intención que tenemos de superar la dificultad de establecer
unas categorías analíticas que nos permitan penetrar
en los mecanismos compositivos de los tonos humanos. La
teoría del ethos no sirve a nuestro
propósito y, por ejemplo, una pretendida
diferenciación entre música teatral y música
no teatral, tampoco, puesto que la uniformidad entre ellas es
manifiesta, tal y como reconoce Stein y la propia Flórez
quien con estas palabras lo expresa perfectamente: «[...] aunque en el teatro musical español
ya se empleaban distintos tonos para personajes de niveles
diferentes, y también se utilizaban los recursos
enfáticos de la música, la música teatral
española del siglo XVII no se adaptaba a las necesidades de
la ópera ya que apenas se diferenciaba de la música
no teatral, y además estaba muy influida por la
música popular, pues como ya hemos visto, desde sus
orígenes el teatro español se caracterizará
por la presencia de la lírica tradicional en letras para
cantar y el uso de canciones populares»
(p. 291, ya en el tercer capítulo).
Recordemos, por otra parte, la opinión de Luis Robledo:
«Otros rasgos estereotipados los
encontramos en ciertos diseños melódicos, en giros
armónicos o en fórmulas cadenciales que ostentan una
tal semejanza entre sí [...] que en nuestro caso
serían muchos los autores escribiendo repetidas veces "el
mismo" tono»
15.
Es cierto, y Flórez lo ratifica cuando nos dice «que algunos de los procedimientos
armónicos y de retórica musical empleados por Hidalgo
eran utilizados habitualmente por otros compositores de tonos
humanos polifónicos ya en la primera mitad del
siglo»
(p. 193,
n. 96, también en el tercer
capítulo). En efecto, puede observarse buena parte de esa
música fragmentada en incisos melódicos, peregrinos
de romance en romance, contrahechos de tono humano a tono divino,
en frases musicales, incluso, de parecido extraordinario que viajan
por tal o cual villancico, seguidilla, letrilla, canción, en
préstamos rítmicos, melódicos y
armónicos que los compositores se hacen mutuamente, en
trueques entre estrofa y estribillo, desafiantes a la
individualización y, en definitiva, inmersos de pleno en ese
juego intertextual propio del gesto creativo de la imitación
compuesta, en el que todo es de todos, bien entendido sea este
totum
revolutum para darle a cada cual lo suyo.
En este tercer
capítulo, dedicado a los «Géneros teatrales
esencialmente musicales», y al hilo de lo que estamos
comentando, Flórez, compartiendo la opinión de Stein,
no duda en otorgar autoría a la tonada «¡Alerta,
que de los montes!» -que es la canción de Mercurio de
la zarzuela Los celos hacen estrellas de Juan Vélez
de Guevara- a Juan Hidalgo, a pesar de que en el manuscrito consta
claramente el apellido de Francisco Guerau, guitarrista de la Real
Capilla, en base a los «madrigalismos
[...] que constituyen uno de los rasgos característicos del
estilo de Hidalgo con los que reforzaba la expresividad»
y también «por la relación
semántica que se establece entre el texto y la
música»
(p.
277). Tenemos, pues, aquí una manera de individualizar
algún rasgo estilístico concreto para
adscribírselo a un compositor.
Este tercer
capítulo, que es bastante extenso e importante, nos ofrece,
entre otras consideraciones, interesantes comentarios sobre la loa,
el baile, la jácara y la mojiganga, y análisis bien
detallados y documentados, incluyendo ejemplos musicales
transcritos por Robledo, sobre las fiestas reales que tan
transcendentales son para nuestra historia lírica y teatral,
como los Triunfos de Amor y Fortuna de Antonio de
Solís -en la que Flórez subraya la influencia de
Calderón-, zarzuelas como la citada Los celos hacen
estrellas y óperas como La púrpura de la
rosa y Celos aun del aire matan, ambas de
Calderón e Hidalgo, que tratan sobre sendas fábulas
narradas por Ovidio en sus Metamorfosis: Venus y Adonis
para La púrpura, y Céfalo y Procris para
Celos, obras, dicho sea de paso, «que ocupaban un lugar prominente entre las
pinturas mitológicas de tema amoroso que decoraban el
Alcázar»
(pp.
295-296). Por Flórez nos enteramos, además, de muchas
cuestiones desatendidas en las ediciones modernas de estas obras.
La autora contempla todos los aspectos de la representación
y de la composición literaria y musical: el argumento, los
personajes y los actores, la música (partes corales y partes
solistas), la instrumentación, la importancia del texto con
su simbolismo y con las innovaciones introducidas por los
dramaturgos, etc. Precisamente todos estos aspectos los sintetiza
Flórez en seis características definitorias y
representativas, que le permiten diferenciar un estilo teatral
musical español. Son las siguientes (pp. 314-342): importancia del texto, a cuyo
servicio se pone la música; inclusión de formas
típicamente hispanas; uso «hispano» de los
recursos musicales; expresividad reforzada por la armonía;
caracterización musical de escenas y personajes;
protagonismo de las voces femeninas.
En el
capítulo cuarto trata Flórez de los
«Géneros parcialmente musicales», esas obras
breves, pero no por ello menos interesantes para su estudio, como
el entremés, «género a
partir del cual parecen haberse originado todos los demás
[en opinión de Huerta Calvo, y en el que
paradójicamente] la música tiene menor importancia,
aunque en ningún caso esté ausente»
(p. 351), y esas obras
complejas, como la comedia -no olvida Flórez la referencia
obligada al Arte nuevo de Lope- y el auto sacramental,
importantísima aquí la figura de Calderón para
los autos del Corpus en Madrid.
Hemos
señalado anteriormente que este libro significa una
aportación importante al tema objeto de su estudio y que,
como es lógico por el paso del tiempo y por los nuevos
documentos que se van conociendo, añade otros conocimientos
al libro de referencia de Stein. Por otra parte, y gracias a su
formación como cantante, Flórez está
perfectamente capacitada para estudiar, reflexionar y analizar
determinados aspectos de su especialidad en el capítulo
quinto, en el que trata, entre otros temas, de los
parámetros fónicos, técnico-modulantes y
expresivos, todo ello referente a la formación profesional
del actor, y de la educación musical, aspecto
interesantísimo que nos permite a los investigadores tener
información precisa sobre las capacidades reales del
actor-músico en la escena. Señalaba Flórez, al
tratar de las loas, la habilidad de los músicos de cara a
una interpretación improvisada o perentoria: «El dato es importante porque refleja la rapidez
-apenas cuatro días- con la que los actores profesionales,
cuyos conocimientos musicales suelen ser puestos en duda por los
investigadores, aprendían (no sólo debían
memorizar sino que además había que ensayar) texto y
música»
(p.
187).
Sobre el tema de la educación musical en España, tiene en cuenta la autora los testimonios literarios, la educación musical cortesana, la habilidad musical de las damas, la educación musical de los actores españoles, con los precedentes italianos, las escuelas públicas y los maestros particulares, la formación dentro de la familia, los aspectos sobre la técnica vocal, como la respiración, la emisión, sin olvidar la especialización musical femenina y los músicos de las compañías.
El libro se cierra
con unas conclusiones y unos imprescindibles índices de
obras y onomástico. No hubiera estado por demás
facilitar la bibliografía pertinente, ya que no siempre es
cómodo tener que acudir a los índices y
después a la página correspondiente para hallar la
referencia bibliográfica buscada. Además, un libro de
esta envergadura, con el volumen tan considerable de fuentes que
maneja la autora, la presencia de una bibliografía es
requisito prácticamente indispensable. Puestos a pedir,
hubiéramos deseado, también, una mayor coherencia en
las citas al pie, una mayor presencia de ejemplos musicales y un
papel de mayor gramaje que no transparentara tanto. Pero estos son
aspectos puramente formales. Hemos de señalar dos
imprecisiones que hemos observado: Álvaro de los Ríos
fue «si no el primero, tampoco
el segundo»
, y no también (p. 20, última línea); y el
Cancionero de Lisboa (p. 20) y el Cancionero de Ajuda
(p. 84, n. 307) es el mismo; y es preferible llamarlo
Cancionero de Lisboa16
para no confundirlo con el famoso Cancioneiro da Ajuda, uno de los
códices más representativos de la lírica
galaico-portuguesa medieval (s.
XIII).
En relación
al contenido, planteamiento y exposición del libro
sólo tenemos que elogios. Era un libro necesario; se lee
facilísimamente por su amenidad, a medio camino entre el
ensayo y la monografía, y, sin duda, vendrá a sumarse
al resto de trabajos de quienes nos esforzamos por acortar «la distancia que hoy en día separa los
estudios literarios de los musicales»
(p. 157).