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Decadencia del jardín


Me gusta, Carlota, refugiarme en este jardín donde recuerdo -y amplío- a Blas Pascal: Si el hombre -me digo- es una caña que piensa, la mujer es una flor que sonríe. Piropo inocente que... no repito en alta voz, al paso de estas coquetuelas veraneantes. Sospecho que no conocen a Pascal.

La verdad es que ya nos van fatigando tantas ideas políticas infladas, y es grato acercarse al simétrico escaparate de sonrisas que para alivio de caminantes suele tener siempre dispuesto cualquier municipio cuidadoso de la higiene -aún la espiritual del ciudadano. (No es esto la vuelta a la naturaleza; a la plena naturaleza no debemos volver nunca; es irse acercando al Estado libre del Arte que habrá que defender -queridos jóvenes- contra todo atropello, si queremos que él influya auténticamente como educador y exaltador. Que el arte permanezca en medio de las gentes, pero a la manera de aquellas góticas maravillas medievales, para ejercitar un derecho de asilo. O, como la Torre Eiffel, para ensayos de elevación.)

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Aquí está el parterre, aquí están las sonrisas geométricamente distribuidas como las muchachas de un conjunto. Entre ellas podemos descansar. Nos rodean de todas las edades, desde la fragante y vivaz recién nacida hasta la dorada moribunda. Su tiempo -el breve tiempo de las flores- está subrayado por matices de color, como el tiempo de las mujeres lo está por matices de coquetería y el de los políticos por grados de extremismo. En el principio fue el caos y la explosión turbia, lo incandescente -así se producen los mundos y los caudillos de masas-; al fin, será la suavidad, el oro tenue precursor de otro amarillo, del de los huesos y la muerte.

Porque el pentagrama vital es implacable. Para las flores y para los hombres, para las sonrisas y para los pensamientos... Pero a esta frágil caña pensante que soy yo, fatalmente empujada a verter por escrito cuanto piensa, estas simétricas sonrisas no le dejan descansar. Me piden una ráfaga de viento encapsulado aquí. Menos mal si ese viento, al fluir de la caña, es capaz de arrancarle un poco de música.

Y puedes creerme, Carlota: este jardín apagaría sus sonrisas si pudiera darse cuenta de que está sometido a dos implacables dictaduras. A la del tiempo y a la del jardinero. La primera lo marchita, la segunda lo recorta.

La peor, naturalmente, es la segunda, porque la otra sabrá compensarle cada muerte con una resurrección. La peor es la tiranía del buen gusto, porque ese buen gusto, no es el de la acacia o del tejo, es el del   —113→   empleado municipal; es el buen gusto -cuando lo es de cierta ley de pesas y medidas del arte del jardinero. Por esto el jardín apenas llega a ser una obra de arte, porque obedece a leyes que no son de ningún modo las suyas; si ocurriese lo contrario, si el obediente fuese el jardinero y a leyes que no son del jardinero, sino de la naturaleza, el jardín -libre de la segunda dictadura- forjaría sus sonrisas con más sencillez y con más ímpetu. Porque la naturaleza no produce parterres -como una laringe no produce música-, pero quien piense en construir melodías y jardines, debe ante todo pensar en las leyes inapelables que rigen las cuerdas vocales y la botánica.

Simetría: refugio de la armonía fracasada -hemos escrito muchas veces-. El jardinero se refugió en la simetría, en la yerta simetría, como todo ignorante de las profundas leyes de lo armónico viviente, de eso que nace en el corazón de los árboles y de los hombres y determina la forma y el sentido de agrupación. de unos y otros. Quien no conoce la ley por la que una materia encuentra su epidermis, el punto donde comienza otro ser, apela a formas traídas de fuera, a moldes inflexibles -forjados aparte- que luego aplica a masas dóciles que ya tenían su ley. Cuando falta -en fin- el sentido de armonía, se acude a las tijeras de podar.

En jardinería, en literatura, en política. Si se trata de un jardín, el peligro es menor, porque el mundo no tiembla porque caiga una rama o se redondee un tejo; cuando se trata de un pueblo, el peligro es formidable, porque no puede aplicarse un molde extraño   —114→   sobre la humana carne viva sin que algo dentro de ella se encoja y grite.

Un perro a quien le cortan la cola sigue siendo perro -más o menos ridículo-, como el árbol a quien le redondean la copa; pero el hombre que vive sin ley propia se convierte en máquina, en elemento pasivo de un programa de jardinero, déspota simétrico que todo lo iguala, que todo lo pone en fila correcta, porque no sabe armonizarlo.

El arte -la alta vida espiritual- se produce no por la aplicación de fórmulas fraguadas al margen de la materia, sino por la obediencia a leyes íntimas de la misma materia. También el arte del jardinero. No nos cansemos de repetirlo: Convertir un ramaje en una esfera es destruir un árbol por enseñar una lección de geometría barata, es refugiarse en un cómodo burladero. Un jardín será buen jardín, cuando en él no se advierta más sumisión que la del hombre. Como un Estado no será un buen Estado mientras funcionen en él esquemas, tijeras de podar, ajenos a la sustancia auténtica del pueblo. La ley no puede venir de fuera, sino arrancar de dentro. El gobierno de un jardín y una nación ha de partir del conocimiento de los árboles y de los hombres. Conocimiento de su presente, no de su utópico futuro. Conocimiento de lo que hoy es, con preferencia a lo que -vagamente- debe ser.

Lo que debe ser un pueblo y un jardín, ellos mismos, mientras crecen, lo irán diciendo. Por eso hay que afinar el oído para sentir crecer la hierba y los   —115→   afanes de una multitud. He aquí el primer deber de ambos jardineros. El árbol y el hombre son los únicos dictadores. Las demás dictaduras sólo pueden explicarse como atropellos a una ley de armonía social, o como una ignorancia de esa ley. Las formas vivas -también las políticas- no deben nacer de un proyecto sino de una evolución. Se puede imponer una contribución, no un sistema político. De otro modo sobrevendría una rápida decadencia. La vida integral no admite dictaduras, como no reconoce utopias.

Partir de lo que existe y elevar de nivel lo que está a mano. Hay un pensamiento de Hegel que quiero repetir: «Aquello que simplemente debe ser, carece de verdad». Hay que arrancar de nuestra propia verdad nacional. Bien puesta en claro, ella dictará lo que debe seguir siendo. No traer -para que se contemple- ningún espejo de fuera.

(Pero ya en el parterre -sometido a dictadura- se apagaron, con el sol, todas las sonrisas. Abandono la república vegetal y entro en la república de los hombres, de estas cañas hoy tan necesitadas de pensar musicalmente, en armonía.)

(1931)



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Salones de poesía


Has observado bien, Carlota: quizá se repite demasiado la palabra poesía, frente a los cuadros de cualquier exposición; había que reservarla para ocasiones excepcionales. Como un poema, en verso o en prosa, como una sinfonía, todo cuadro debe hacemos sentir, tendernos un ala para asirnos de ella y trasladarnos al mundo personal del artista... Pero es necesario que, al mismo tiempo, tenga la virtud de hacemos pensar. En el lienzo -como en la página musical o literaria- hay unas ideas acerca del mundo, de un fragmento del mundo; debe haberlas, y la atención del espectador -pasada la primera sorpresa que a veces nos produce algún primer término detonante del cuadro- se intensifica en ese sentido, en el de traducción al idioma del autor, de un misterioso diálogo con las cosas.

Un cuadro es siempre magia, pero es también un organismo. Es una expresión coherente de enlaces entre formas y colores...

O es una frivolidad cromática, cuando no mero decorativismo. Si de un árbol sólo se consideran las ramas con su fronda y con sus pájaros, apenas se comenzó a conocer el árbol. Viene el cierzo y destruye   —118→   la dorada y verde pompa, pero el árbol queda en pie, enhiesto el tronco, bien hincadas las raíces. Una forma queda, ahí, desafiando el temporal. Aunque el temporal tronchase el árbol, la forma quedaría intacta en el pensamiento de cuantos la han conocido. Una forma es algo indestructible. Borra de un retrato de Goya todos los colores y aun allí -en esos cuadros de Coya donde nunca se sabe dónde comienza el dibujo- quedará eternamente un hombre, un espíritu, encarcelado en la jaula de sus propias líneas. Haz lo mismo con un cuadro de Rafael, y el cuadro, aunque pierda esplendor mágico, continuará siendo intérprete de un fragmento de mundo.

No hay por qué defender la soberanía de la línea, pero todos sabemos que la línea es el pensamiento del cuadro. Elimina de un poema el pensamiento organizador y quedará un puñado de términos vacíos; desdeña en un cuadro la arquitectura -madre de toda arte plástica- y quedará un haz de intenciones decorativas.

La poesía, si existe, de un cuadro cualquiera podremos sorprenderla en la amorosa labor de traducción de un idioma a otro, del general al personal. El buen poeta no se anda por las ramas. Es siempre radicalmente constructivo. Lo demás es quincalla pictórica.

Probablemente el pintor está condenado a no conocer jamás el color definitivo del cielo y del mar pero está obligado a aprender aquel diccionario de que tanto habló Delacroix, el enorme colorista romántico.   —119→   Este diccionario son los organismos vivos -con una u otra vida-; son las formas. En el umbral del arte, aguarda al pintor el texto dificilísimo de la vida frenada, tan rica en ademanes, tan amplia y diversa. Para interpretar, para traducir, es preciso conocer los idiomas. Prohibido pasar al arte sin tener conocimiento de las cosas, siquiera este conocimiento sea alguna vez intuitivo, genial, en uno u otro grado.

Hay que trasplantar una vida de un campo a otro, pero habrá que tener cuidado de que arrastren las raíces un poco de esa tierra esponjosa y húmeda, señal de servidumbre a la primitiva cuna. Gracias al artista, un organismo crece en otro clima, bajo otra luz. El color envuelve el organismo, se funde con él, es algo más que un vestido, es su sangre y su carne... Pero es también el fanal de un espíritu. Como tal, es su siervo. Empañarlo totalmente sería trocar en maniquí lo que debe ser cuerpo vivo.

El color no se da aparte, como una salsa. Si en una tela arrojas un torrente de color, dudo mucho que obtengas un cuadro. Los mismos impresionistas lo supieron bien, por eso su problema fue inventar mágicos fanales para un espíritu que si a veces se perdía bajo los tornasoles, en seguida asomaba cuando era un pintor genial quien lo había escondido. Se arremetió contra el espectador, cegándole con las máximas apariencias; pero aquellos mismos pintores no ignoraban que un cuadro no dura por sus acometidas, por sus sorpresas, sino por sus reposos, por sus vivaces armonías.

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La poesía no está encerrada en unos tubos industriales de los que puede pasar caprichosamente al lienzo; la poesía es invención, hallazgo de armonías nuevas entre las cosas o las ideas de las cosas.

Un cuerpo humano vive en relación con el equilibrio de sus fuerzas; lo mismo el cuadro. La poesía está en el cruce de todas ellas, no en cierto flamígero airón. El cuadro es un compuesto orgánico, sujeto a la vida general del mundo por el intermedio de un pintor. El cuadro -cuando verdaderamente es poético- principia en un haz de apariencias, pero termina más allá de todo lo transitorio y aparente, en el ideal palacio de los eternos valores.

Porque, en fin de cuentas, Carlota, la misión del arte fue siempre interpretar el mundo. Podríamos -como Apollinaire- definir el arte diciendo: Es la creación de nuevas ilusiones; pero es preferible decir:

Arte es un coger un trozo de nuestra vida interior o exterior y lanzarlo a los demás bien embalado en una forma.

Entiéndase bien, en una forma empapada de sentido. El fragmento del mundo que lanzamos, si quiere lograr un hueco histórico en nuestra propia vida o en la vida general del arte, debe estar en armonía con nuestra concepción del universo. Quiere decir que, en uno u otro grado, el artista -aunque entre nieblas- debe tener del mundo en que vive un concepto previo a la labor que intente realizar. De otro modo su libro -o su cuadro o su música- no representará un fragmento de vida, sino cierta prueba de que supo manejar un instrumento.

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Un cuadro -como cualquiera obra de arte- es una actitud personal ante la vida, una reacción humana ante estímulos exteriores o interiores de calidad poética. Porque la poesía, savia que empapa el corazón de todo, es invisible al mero gozador de apariencias; inaccesible, en general, a quien pretende hacerla caprichosamente rezumar.

Pero todo esto lo puedes aprender, Carlota, contemplando los fenómenos artísticos, hoy no poco abundantes. Exposiciones no faltan, conatos de originalidad tampoco. Ni siquiera faltan piedras de escándalo. Jamás la pintura se dio tanta maña para adjudicarse títulos de profundidad, nunca se habló tanto de poesía ante los cuadros. El ya manoseado concepto de juego va cambiándose por el de hallazgo poético. Ya lo sabe el lector: cuando, frente a un cuadro, no sepa a qué atenerse, puede tener por seguro que aquello es poesía... Y en este terreno, no cabe la discusión; porque el poeta, como el espíritu, sopla, escribe y pinta como quiere y donde quiere.

El buen espectador que se detiene confuso ante la maravilla que le brindan, se apresura -cada vez más dócil- a certificar su complacencia... Es un placer oscuro, pero un placer. En el cuadro apenas ve zonas de color sabiamente repartidas, divorciadas de ese pequeño mundo -el único- que el espectador conoce; pero el pintor le asegura con toda gravedad que hay otros mundos, otros mundos de los que él -el inventor- tiene la clave... El buen espectador se resigna a aplaudír. No conoce las artes del sofista,   —122→   no puede vencerle con sus mismas armas, y se calla. Tiene miedo.

Lo que no sabe es esto: que quien más miedo tiene es el artista. Miedo a la claridad, uno y otro; pero el del segundo es mucho más triste. «El que se sabe profundo se esfuerza por ser claro; el que quisiera parecer profundo a las gentes, se esfuerza por ser oscuro -decía el fosco Nietzsche-. Porque la multitud tiene por profundo todo aquello de lo cual no puede ver el fondo. ¡Es tan tímida, tanto le repugna lanzarse al agua!» Porque, ¿vale acaso la pena de empeñarse en una discusión interminable acerca de la genialidad, si un artista anda escaso de dotes de invención y siente esa enfermedad hoy tan corriente, el miedo a ser claro? El miedo a descubrir su mezquindad le obliga a producir obras confusas, que él llamará pomposamente herméticas, enigmáticas; ¿por qué privarle de ese inofensivo goce? Es preferible considerarlo sibilino a tenerlo por tonto,

La oscuridad es una buena trinchera. Dejemos que cada uno defienda como pueda su vida artística. Pero hagámoslo bien constar: el arte tiene miedo. Es esta una época de arte que nada tiene de heroica, a menos que podamos llamar heroico a un exceso de discrepancia...

Escribía yo cosas parecidas en el prólogo de Paula y Paulita. El artista -decía allí- no tiene con qué cubrir su desnudez, y en vista de ello inventa jeroglíficos tatuajes. «Sólo un escritor petrificado puede hablar de audacias en el arte juvenil actual. Los más inteligentes artistas de hoy han caído en esa timidez -graciosa   —123→   hermana del miedo- en la que asusta toda ruidosa exhibición.» Hay un gran miedo al examen. Miedo que procede -añadía- «de una escasa intimidad con los seres; y esta escasa intimidad sólo puede proceder de una falta de amor, y esta falta de amor sólo puede ser fruto de un menguado conocimiento».

El pintor de hoy -hablo del ingenuamente llamado demoledor- pinta sus cuadros, no en vista de una riqueza plástica adquirida en el estudio de las cosas, sino... en vista de otros cuadros.

La nula o mezquina percepción del mundo no puede encender ni una chispa de fervor; por eso el cuadro moderno no suele establecer corrientes simpáticas entre autor y espectador, sino cierto pugilato mental. El cuadro no intenta complacer sino provocar. Cuando más, sorprender.

Alguna vez hemos hablado de los efectos de la estupefacción; pues la estupefacción se utiliza en la pintura como se utiliza para desvalijar un ciudadano. A un falso artista que no puede convencer, que presiente no saber convencer, sólo le queda un camino: asustar.

«Toda época -veanse los Conceptos fundamentales en la historia del arte, de Wolfflin- pidió a su arte que fuese claro, y siempre que se dijo de una representación que era oscura, se quiso decir que era defectuosa.» También nuestra época pide a su arte claridad, pero no le hacen mucho caso los artistas, seguramente por evitar ostentaciones de su pobreza y timidez. Prefiere el hermetismo, un mundo cerrado, aunque vacío, o poco menos.

  —124→  

El juego de la oscuridad es un bonito juego. ¿Quieren evitar el trivialismo? Es posible, pero el trivialismo -decía Guyau- es precisamente lo contrario que el realismo. Al evitar el primero debieron caer en el segundo. El poeta, según Goethe, se manifiesta precisamente por la realidad. El verdadero realismo artístico separa lo real de lo trivial, realiza esa magnífica faena de destrivialización -se ha llamado de otras muchas maneras- indispensable a la producción artística. Faena que no puede ampararse en las tinieblas, sino llevarse a cabo a plena luz interior, a esa plena luz interior que después ha de envolver -como una atmósfera- el cuadro, la partitura o el libro.

Se trata -bien lo saben nuestros jóvenes pintores- de encontrar «la poesía de las cosas que nos parecen menos poéticas». (La fórmula creen haberla ahora inventado, y ya tiene al menos tantos años como Guyau.) Pero esta operación exige un trato directo con las cosas, además de un inexorable conocimiento de los medios de expresión. Por eso el arte que maneja claramente la verdad de las cosas es más dificil que el que opera con fantasmas.

Tocar un piano no es poner los dedos donde a uno le dé la gana; pintar una tela no es tampoco distribuir caprichosamente en un plano ciertas alusiones embozadas a objetos, o ciertas reminiscencias de sueños, imposibles de coordenar por el espectador, aún por el más... freudiano.

¡Terrible dificultad de ser claro! ¡Cómo vemos entonces nuestra pobreza! ¡Enorme voluptuosidad la   —125→   de ser claro! ¡Cómo, entonces, vemos los limites de nuestra pequeña o gran fortuna!

Pero la enorme voluptuosidad de ser claro es concedida a muy pocos, a esos pocos que no temen la luz plena, porque un leal estudio de las cosas les va haciendo profundos. Bajo la transparencia de sus medios de expresión, estos hombres -Goya, Moliére, Pascal, Mozart... - no vacilan en mostrar a las gentes lo más hondo de su espíritu. Son ricos, por eso pueden ser transparentes.

En cambio un pobre artista, con su ideita por todo caudal, la esconderá esmeradamente, la guardará en herméticos estuches; si es idea pictórica, procurará que nadie en el cuadro la pueda sorprender. Por eso, hace del cuadro un rompecabezas. Los espectadores mirarán por aquí y por allá, por la derecha y por la izquierda... ¿Dónde estará la idea?

Pregúntalo, Carlota, al mismo pintor. Haz la prueba. Oirás cosas peregrinas, estupefacientes. Tendrás -espiritualmente- que levantar los brazos al cielo, mientras el ratero de atención te desvalija.

(1932)





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Sobre la raza


En efecto, mi buena Carlota, el problema de la raza viene siendo fundamental para todos los países de habla española. No vale escamotearlo. Aunque no faltan quienes prefieran adoptar una actitud gallarda frente a él. Ahí tienes a Fernando Ortiz -ilustre mensajero de la intelectualidad cubana- que ha dicho recientemente, en Madrid, estas sencillas palabras:

-Cultura, no raza.

Pudo asimismo decir:

-¡Presente, no pasado! Propósitos, no recuerdos. Reactivos, no bálsamos. Aire libre, no cadenas. Vitalidad, no anquilosamiento... Etc.

Pedir tales raíces es querer asegurar la futura robustez, la evidente exuberancia del árbol. ¿Se ha llegado a la médula del problema? Si así es, el llamado hispanoamericanismo está de enhorabuena. Comienza a meditarse profundamente en él. Ya, en Madrid, esa afirmación provocó muy sabrosos comentarios. Algún periódico hablaba de la Cultura teológica, única posible en España, porque en la turquesa del catolicismo está el arte español, el derecho español, la vida de toda España... Etc. Para este honorable periódico, cultura es tanto como seguir uncidos a la carreta de bueyes de San Isidro Labrador. No titubearía en afirmar que las marcas últimas de automóviles españoles están inspiradas en San Isidoro de Sevilla.

El concepto de raza se nutre de cadáveres. Por eso, precisamente, lo defiende el hombre de las cavernas. El concepto de raza se nutre de materiales históricos casi siempre de derribo, no de sustancias vivas. Por eso lo defienden -en primer término- los que viven, y se limitan a vivir, de lo heredado. Los hijos de buena familia. Que en vez de negociar sus talentos, los entierran. Y plantan encima esas flores naturales de falsa poesía, regadas opulentamente por la inagotable cretinidad.

Ya ves, Carlota... La raza está ahí, detrás de nosotros, sujetándonos el pie. Como nos lo sujetan todas las fuerzas oscuras de la vida. Esta o la otra raza no puede ser para dos pueblos una gloria común: la raza es un grillete. Remar juntos, haber remado juntos en una galera -en una cuna- no puede conducir a nada que no sea embriagarse también juntos, al llegar al puerto. Lazos de sangre no atan inteligencias, las enturbian. Sólo aquellos que desdeñan -que temen- el libre vuelo del pensamiento, recuerdan enternecidos la doméstica docilidad del corazón.

Ni España ni la América de habla española, si pretenden vivir armónicamente la vida de la inteligencia -única posible entre ambas-, se pueden contentar   —131→   con hincarse de hinojos ante un tálamo común, muy discutible, además, después de tanto injerto. Una cuna será todo lo sagrada que gusten los innumerables devotos de la desusada retórica entrañable, pero en nuestro lenguaje de hoy -tan leal como aséptico una cuna es, sencillamente, una estación -la primera- en la sinuosa carretera vital.

Es condenarse a prisión perpetua emocional, acumular ternura inútil sobre una cuna -símbolo de algo animal, primitivo- donde el hombre y la bestia apenas se distinguen. Una cuna es, al fin, un cubil mejor aderezado. Es condenarse a un sacrificio infecundo, amontonar cariños sobre algo tan eventual, tan poco voluntario y querido como una cuna. Mejor es repartirlos entre todas las estaciones del trayecto vital, encauzarlas preferentemente hacia las futuras estaciones, que son estímulos; mientras las pasadas suelen no ser sino remordimientos, testimonios lamentables de nuestra endeble calidad de viajeros.

Hablar de raza es hablar de algo vegetal, remoto, oscuro, impreciso: concepto que sólo puede satisfacer a la grey impersonal, removida siempre -y únicamente- por razones ajenas a la razón, que ni siquiera el corazón suele conocer; que ya no puede satisfacer al considerable número de gentes sólo capaces de ser removidas -en España y en América- por estímulos del espíritu, por el progresivo y armónico refinamiento intelectual, por la cultura.

La verdad es, Carlota, que todo lazo vegetal nos reduce un poco más el horizonte del espíritu. Quizá   —132→   solo una sucesión de oportunos desarraigos pudiera ser capaz de abrirnos plenamente los ojos a la franca serenidad -normalidad- de la mente. A la sed de mutua comprensión, de una mutua comprensión que comienza a ser posible por la comunidad del idioma y acaba -puede acabar- realizándose por la diversidad de pupilas, alertas cada una frente a un aspecto de la riqueza actual -material y del espíritu- de América y de España.

Entre América y España -¿por qué no ahincar bien en esto la atención?- sólo puede existir ya un amor platónico. Es decir, esencialmente comprensivo y alto. El instrumento de comprensión es refinado por la cultura en perpetua inquietud. Cultura es eso, no cierta capacidad de exhumación de registros civiles, no cierta sed pertinaz de seguir excavando. Agilidad para instalarse en el rico mundo espiritual de hoy, para atisbar el mundo de mañana, no para remedar a la mujer de Lot.

Y la cuna -la raza- es cierta voz doliente que invita al retroceso. La cuna como todo lo que despierta emociones tan impregnadas de animalidad, es la raíz de todas las incomprensiones, porque lo es de todos los partidismos, de todos los odios. Este concepto del hispanoamericanismo sólo puede ser aprovechable por el fosilizado cultivador de la España tradicional, por ese acartonado filisteo que lleva los ojos en la nuca.

La tradición sólo puede servirnos de acicate para rectificar sus errores. No como lección, porque la historia   —133→   nunca fue maestra de nada y menos de la vida. La tradición es un museo donde el espíritu normal copia lo más aprovechable. Y donde el genio lo deforma, y deformándolo, lo recrea, lo inventa.

«La raza -ha dicho Fernando Ortiz- es concepto estático, la cultura lo es dinámico. La raza es un hecho. La cultura es, además, una fuerza.»

Exacto. La raza es un hecho. Y no hay por qué tender los brazos hacia un hecho, hacia la afirmación de un poco de historia. Creo más útil movilizar los ímpetus aprovechables de este resto de lo que pudiéramos llamar emoción hispanoamericana, hacia la forja de hechos nuevos. De nueva historia. Lo demás sería algo así como pasarnos la vida demostrando la autenticidad de nuestros apellidos. Siempre creí que no podremos llamarnos verdaderamente cultos mientras nuestro primer impulso, al sentir nuestra existencia, no sea avergonzarnos de algún antepasado. O de todos.

En cambio, sí podemos estilizar, refinar cada vez más nuestra máquina mental, cuyo producto es la cultura. Apenas tiene sentido entre América y nosotros, la voz hermanos. Más sentido podría tener -repito- la de amantes platónicos. .. Es decir, atraídos, no enlazados, por algo sutil, tampoco muy bien definido, pero siempre de linaje excelso: por la cultura.

Es bien cierto, por otra parte, que en estas disquisiciones sobre la voz cultura, muy pocos se dan   —134→   exacta cuenta de su verdadera significación. No importa: basta con sentirla vivamente.

«Una cultura puede atraer. Una raza, no» -aña- de Fernando Ortiz-.

Esta es, creemos, la suprema razón. La raza limita, como todo lo que procede de la carne. La cultura ensancha el mundo del espíritu: único mundo capaz de contenernos juntos, a América y España.

(1928)



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Sobre una intimidad


Esta tortura de ver siempre claro dentro del propio corazón, Carlota, puede atenuarse al volear en el papel nuestra desnuda intimidad. La confesión fue siempre medicina. Esta angustia de la sinceridad llega a trocarse en deleite -deleite enfermizo, aunque intenso-, en un vicio secreto y, por serlo así, de los más sabrosos. El diario íntimo de un hombre excepcional, es el fruto de una concatenación de estos goces. Una superación del Narciso. Narciso se veía la piel: eso es muy poco, comparado con verse las entrañas.

La intimidad -y su fruición- es el don más alto concedido al hombre. Cuando un hombre puede encerrarse en el sótano de sí mismo, ya puede darse por bien logrado un espíritu. No hablo del amor al silencio: el ruido más estridente no resta intimidad. No hablo de la soledad: la intimidad resiste todas las presencias, todas las luces. Intimidad es ese recogerse las alas del espíritu para guardar, con mimo, su propio calor. No todas las alas merecen que se vuele hacia ellas; no todas, que les abramos el regazo.

Y precisamente en esas horas de almacenar intimidad, es decir, calor, energía, se están fraguando   —136→   los más audaces vuelos. Vuelos de renovación que disciplinan el espíritu para soportar todos los climas.

Porque la intimidad no es cierto depósito de ideas y emociones, susceptible de indefinidas importaciones, es una colmena donde las que


hoy son flores azules,
mañana serán miel.

Porque el hombre no ha de ser cofre ambulante, sino una sensitiva máquina de devolver en deleite personal el combustible de ideas comunes que hurte de aquí y allá. Un fino aparato de elaborar, de escoger, de pesar, de desdeñar. Y para él, como para todo instrumento de precisión, es preciso un aislador, un fanal, la intimidad.

Inconfundible con la familiaridad. El espíritu capaz de intimidad, no piensa en entablar con las ideas y las cosas, relaciones conyugales: las va abrazando como a amantes. El verdadero espíritu no piensa en almacenar, sino en transformar. En ir y venir, como la abeja. Es la inquietud, es el movimiento quien produce los espíritus. Nunca el reposo. Y toda intimidad está elaborada de inquietudes.

De ahí la fertilidad de estos hombres que no encuentran reposo en el amor, en el arte, en la fe. Hombres que de continuo se imponen una áspera tarea, la duda. (Nada más fácil que creer. Unusquisque mavult credere quam judicare -escribía ya el viejo Séneca-.) De aquí la heroica generosidad de estos   —137→   hombres cuyos minutos son siempre de tránsito; no del tránsito que pudiéramos llamar cristiano -tan cómodo para el creyente, siempre apoyado, fortificado, por la esperanza en un luminoso epílogo de inmarcesible paz-, sino de un tránsito hacia otro, de una a otra inquietud. Hombres cuya vida es una delgada pasarela sin fin, sobre el abismo. Temerosos de la felicidad -la eluden como a su peor enemigo-. Espíritus hirsutos, siempre en pie de guerra ante el resto del orbe.

«Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción -escribe el maestro José Ortega y Gasset-. Si algo de divino posee, es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado, y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos.» Insatisfacción de lo que nos rodea, mutilado, imperfecto. Insatisfacción de lo que hay dentro de nosotros, tan por debajo del módulo ideal, de la «norma entrevista».

A un tiempo cruzaron por el mundo estos dos insatisfechos. Stendhal, Benjamín Constant. Stendhal, el desplazado. Constant, el desarraigado. Vive éste en su siglo, aunque en perpetua lucha con su siglo y consigo. Stendhal no puede luchar, no conocerían sus armas. Como Jesús no era de este mundo. Stendhal no es de ese siglo.

Lee, Carlota, la preciosa edición del Diario íntimo de Benjamín Constant, que ahora nuevamente se publica. Verás cómo ese libro -como Diario íntimo escrito por un alma leal a sí misma -deja toda una vida   —138→   a la intemperie. Y seguir la línea de uno de esos espíritus insatisfechos, es asistir al más delicioso -y angustioso- espectáculo. «Es preciso tiempo para acostumbrarse a la especie humana», escribía Adolfo. Pues este periodo de aprendizaje, nosotros lo podemos saborear en el Diario del autor de Adolfo.

Podemos, entre otras cosas, seguirle en su nerviosa marcha a través del espíritu de Goethe, que comienza por repeler a Constant y termina por cautivarle. A través del de Schiller -«casi únicamente poeta»-, a través de su admirado Montesquieu, a través de las mujeres, a través del amor -«Encanto del amor, ¿quién podría pintarte?»-, a través de la vida social -«He comido con un atajo de imbéciles»-, a través de gentes de selección -«Las gentes de espíritu tienen casi tanta monotonía como las bestias»-, a través de la muerte -«He contemplado la muerte sin espanto»-...

Tiempo es este de indiscreción, en editores y en lectores: el mejor tiempo para dar a luz la historia del arte de escribir. Va interesando ya más el andamio que la obra. Mejor. Así se irán desprendiendo doradas escamas, así quedarán muchas médulas al desnudo. Los espíritus atados al tronco, que puedan resistir las flechas, cuya lozana musculatura acaba por fascinar a los verdugos, esos irán quedando firmes, como jalones, en la historia del arte literaria. No los hinchados fantasmas tradicionales, incapaces de insatisfacción, ayunos de intimidad. En torno al mismo Benjamín Constant hallaríamos algunos de esos grandes   —139→   artefactos de conmover, instalados en fanales hueros, en cerebros incapaces de dar otra cosa que bengalas, redobles de tambor, fiesta cordial barata.

(Porque hay románticos de escuela y románticos de calidad. No es el romanticismo puro un módulo circunstancial del arte, es un estado del espíritu. Si coinciden la escuela y el estado, como en Adolfo, como en Bécquer, la suma será espléndida. Tomado como escuela, suele dar como producto una mala comedia de profundidad, como en tantos Hugos de menor cuantía.)

Benjamín Constant, en quien el adjetivo -esa ventana abierta hacia la vaguedad, por donde la niebla penetra en la frase- es un ceñidor más del pensamiento, no podía sumarse a la grey desmelenada. «A medida que se avanza en edad -escribe, aún muy joven-, la naturaleza parece ser menos charlatana. Recuerdo el tiempo en que yo escuchaba una especie de murmullo que parecía surgir de las plantas, de todo lo que me rodeaba. Era, como si escuchase la vida de la naturaleza. Hoy encuentro ya muy disminuido este murmullo.»

Es curioso advertir cómo Benjamín Constant pasa del vago panteísmo romántico al más agudo individualismo. Quien escribió: «la soberanía de la ley es un despotismo impersonal» -¡qué sugerencias las de Constant político!-, no podía tampoco soportar las soberanías artísticas en boga: soberanías de la mujer, de un lago, de unas ruinas. Benjamín Constant es esclavo únicamente de su misma individualidad. Incapaz   —140→   de crear más de un personaje, Adolfo -es decir, Benjamín Constant- es su única, su admirable aportación al mundo extrarreal.

(Acaso para crear otros seres sea preciso una resignación que los mismos dioses no poseen. Prefirieron siempre crear seres a imagen y semejanza suya. Acaso el novelista sólo sea un resignado, un hombre infeliz para quien el mundo concreto existe, y, en ese mundo, seres de toda índole, de los que muchos no accederán a ser recreados a imagen y semejanza de nadie, que preferirían abrazarse -como los entes pirandelianos- a un autor capaz de ver el mundo paisaje por paisaje y los hombres tipo a tipo: a un autor que sepa ver los árboles, aunque el bosque en masa se le pierda.) Por eso este Journal intime, tan golosamente releído, se nos figura siempre como un magnífico fragmento de Adolfo, implacable autopsia novelesca.

Benjamín Constant, hombre sensitivo -dentro de un siglo sentimental, que no supo qué hacer de los sentidos-, de la fina raza de los pensadores, apenas supo nunca qué quería. Le han llamado: «Un hombre de rectitud maravillosa de pensamiento y de extraordinaria incertidumbre de conducta.» Al hombre del matiz se le llamó siempre inconstante. Los axiomas están puros de toda ondulación. El juez no matiza, aplica la ley. Y el crítico pontifical. Pero el artista, hombre de excepción, opera también por excepciones.

Hace tiempo escribía: «Una vacilación es siempre más significativa que un acto rectilíneo. Las curvas   —141→   del carácter son las que debe estudiar el buen biógrafo, como las curvas del camino debe conocerlas el buen chófer. No las fáciles rectas que unen puntos extremos, saltándose el tembloroso camino.»

Todo en este Diario son curvas. Nerviosas. Claras. De una penosa desnudez.

(1928)



  —143→  

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Sobre la verdad poética


Hoy te hablaré, Carlota, de aquel diálogo -uno de los más famosos de la historia que sostuvieron en Erfurt, el día dos de octubre de 1808, dos césares, Napoleón y Goethe, acerca de otro césar, del César por excelencia: Julio. Quería Napoleón ver a su ídolo transfigurado en gran héroe de tragedia. Proponía a Goethe ir a París para emprender la gran obra malograda en manos de Voltaire.

«Sería preciso -decía Napoleón- mostrar al mundo hasta qué punto César le hubiera hecho feliz. Cómo hubiera todo acontecido de manera diferente, si se le hubiese dejado tiempo para realizar sus planes tan altos. Venga a París: lo exijo, absolutamente, de usted.»

A Goethe -Müller lo cuenta- le preocuparon mucho tiempo estas palabras del emperador. Pensó ir a Paris. La empresa era tentadora. Quería el emperador ver utilizado a César como tema de arte, es decir, a su favorito -a su rival ya lejano- reconstruido por Goethe. César visto por Goethe y leído por Napoleón: no puede pedirse más. Pero César acabó por no tener esa fortuna. Goethe, al fin desistió.

  —144→  

¿Presumía el emperador -este emperador que tuvo tiempo para leer siete veces alguno de los libros de su época, tal como el Werther- que César hubiera acaso perecido en manos de Goethe, que hubiera pasado a mejor vida, al pasar a la del arte? No, no lo presumía. De seguro la esperada ejemplaridad hubiera fracasado. Porque un héroe de libro, de un ilustre libro histórico tal vez puede ser maestro de algo, pero no un héroe de tragedia. En su excursión por el gran país goethiano, César hubiera perdido -y ganado mucho. Para quien la mera naturaleza no tiene sustancia estética, para quien -como sucede a Goethe- la obra artística es una plena armonía de facultades, no la pintura de un hombre o de un paisaje, César, hecho tema, hubiera tenido que resignarse al sacrificio. Una ley de armonía hubiera de seguro mutilado al héroe y el ejemplo. El fruto de esa obra que Napoleón pedía a Coethe, acaso hubiera sido no un César vehemente subrayado sino un César genialmente traducido.

En el trayecto, César habría perdido buena porción del bagaje, difícil de salvar en las aduanas del arte, aunque hubiera ganado otra -más rica- del equipaje individual de Goethe.

Recuerda, Carlota, el sacrificio de Julio César realizado por Bernard Shaw. De César, sólo queda en la obra una divertida representación de Bernard Shaw. Goethe hubiera quizá sido menos irreverente, pero más artista: es decir, más verdugo. Lo hubiera profanado menos, pero -implacablemente- lo hubiera transustanciado más.

  —145→  

Porque todo gran espectáculo estético ha de ser meditado y construido según una sensibilidad, según un espíritu, sin pedir opiniones a una época, sin contar mucho con el haz de sugestiones de un suceso.

«Toda pintura -decía Leonardo de Vinci- es cosa mental.» También lo es todo libro. Como toda sinfonía. Hablaba Napoleón en pleno territorio del sentimiento, en plena zona de instintiva admiración hacia un glorioso antecesor... Hablaba desde un punto de vista ajeno a los del arte. A Schiller no le complace ver morir a su Juana de Arco en lo alto de una pira encendida, y destruye la verdad histórica haciendo morir a la doncella, con menos crueldad, en pleno campo de batalla. Goethe, el gran amigo de Schiller, ¿no hubiera hecho con César algo semejante?

Un mundo estético cualquiera, el artista no lo encuentra sino en el mismo proceso de su elaboración. Proceso que frecuentemente no sigue líneas paralelas al proceso histórico. Es la creación estética un inflexible río que va eliminando despojos, depositando médanos, rectificándose a sí mismo la ruta, abriéndose a sí mismo cauces inesperados.

La vida no puede producir una obra de arte. La vida se queda en la estación inicial del recorrido. Pero es condición precisa en toda obra artística que un tropel de objetos vivos -primera etapa- haya invadido al autor, por las puertas, por las ventanas de los sentidos. Una vez dentro, ya el invadido se convierte en sultán. ¡Todo el mundo a filas! En silencio, va ordenando su nuevo lote de sensaciones; por la misma ventana, arroja a la calle lo raquítico, lo   —146→   deforme; jerarquiza el resto. A ésta, unas estrellas, a la otra, unos galones. Primero la favorita, luego las menos incitantes.

El creador, entonces -segunda etapa-, subordina, arquitectura su harén. Y, una vez organizado, hay que encontrarle un sentido -tercera etapa-, una expresión, una representación del rey absoluto: el hijo.

Es decir:

Tumulto a las puertas de los sentidos. Materia. Dominios generales. Zona común: recolección. Después, orden, organización, ritmo, estructura de las sensaciones. Forma. Zona acotada. Sólo para técnicos, para artífices... Por fin, la representación. Un espíritu se asoma. Expresión. Estilo. Personalidad. Zona específica del artista. Rostro singular del poeta...

La belleza recorre el itinerario. Nada hay en el arte -parodiemos la afirmación escolástica- quin prius non fuerit in sensu. Nada que antes no haya pasado por un taller. Nada que no traiga consigo una fisonomía. No la de César, sino la de Goethe. Con todo un bagaje en equilibrio, es decir, en plena armonización. Y entonces, sólo entonces, comenzaremos a leer en la escala de los valores estéticos.

Fue aquello un error de Napoleón. Días antes, Goethe había padecido otro semejante. Explicar a unos oficiales de Artillería, el emplazamiento de los cañones. También hizo sonreír a la ciencia con la famosa «teoría de los colores». Goethe, en la primera estación -zona común, de la que se parte para la ciencia, para el arte, para la utilidad doméstica- solía detenerse alborozado. Emprendía viajes no incluidos   —147→   en su kilométrico de artista y solía tropezar y divertir a las gentes.

Pero su botín para los viajes de escritor, crecía, se enriquecía sin descanso. Ochenta años de aprovisionamiento de sensaciones.

Esta es una de las admirables lecciones: el culto a los sentidos, con todos sus riesgos y virtudes. Los sentidos son las ventanas del espíritu -según los viejos especialistas-; también son la puerta principal del arte. No entrar por la escalera de servicio: es para los artesanos, para la servidumbre, para la gente menuda que limpia, barre y da brillo, cocina y comadrea. Ni fiarse de los ideales aviones. Prohibida la entrada a todo lo que no llegue por los caminos de la tierra.

Esta es -repito- una de las admirables lecciones de Goethe, lamentable explicador del emplazamien1 de una batería... Pero autor del Fausto.

(1929)



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Sobre revistas juveniles


Para la nueva revista juvenil, Estudiante, acabo de escribir, Carlota, un breve apunte que quiero aquí copiar. Comienza con estas palabras de Kierkegaard:

«Hay quienes construyen sistemas como esos hombres que se edifican un enorme castillo, para luego vivir, cerca de él, en una granja. Aquellos no viven dentro de sus sistemas, no hacen de ellos su mansión. Pero, en el mundo del espíritu, eso es y será siempre una objeción definitiva. En ese mundo es necesario que los pensamientos de un hombre sean como el recinto donde él se aloja. De otro modo, nada valen.»

Las he comentado como sigue:

«Querer construir algo tan nuestro como una obra espiritual y pretender que ella viva aparte de nuestra propia vida, es condenarla a muerte inevitable. Y nuestra vida es todo lo que nos mueve a obrar y todo lo que por nosotros se mueve. Nuestra vida es el espacio y el tiempo en que vivimos, el dinero que gastamos, la mujer que escogemos... Son nuestros odios, nuestros deleites, nuestros afanes. Si -en el terreno del arte- alguna de nuestras obras ha de persistir, comencemos, no sólo por defenderla de la   —150→   intemperie, sino por incorporarla a nuestra propia vida.

»Obra nuestra es un libro, un cuadro... Pero puede serlo una revista. La revista es el resultado del pensamiento de un grupo, de las predilecciones de un grupo. Es una forma vital colectiva, mucho más interesante, a veces, que una forma vital individual. Puede serlo más que un libro ya que el libro suele tener mucho de anaquelería, de nicho, de aula impertinente, unipersonal, sin contradicciones. Hay en la revista hervores de zoco donde las ideas se gritan, se traspasan, se adjudican al más rico postor, como esclavas que se someten a quien mejor las adereza y enjoya. O se denigran, se exaltan, se posponen, se consumen...

»Viven. Y mueren, que es también un acto del vivir. La revista cumple un fin social que pocas veces logra realizar el libro. El libro español de calidad suele ser un grito en el desierto; pero aún ese mismo grito algún día eficaz que brota del libro, lo fue mucho más cuando se dio por primera vez en la revista.

»Ceder generosamente a alguien -o a algo- parte de nuestra vida equivale a multiplicarla. Así es -en general- el sacrificio, y hablo del sacrificio porque sin él no podría subsistir ninguna publicación española verdaderamente literaria. Así es la generosidad: una forma superior del egoísmo. Que es preciso cultivar y propagar. El hombre generoso suscita interminables ondas, mientras el mezquino estrecha cada vez más sus propios límites. Si queréis que vuestra vida crezca, prendedla al mayor número posible de obras generosas. Especialmente de obras del espíritu.

»Muchas revistas juveniles se han suscitado en España. Murieron unas, languidecen casi todas por falta de generosidad. No suelen faltar medios materiales a sus progenitores, pero si les falta... la necesidad de crear una vida más amplia, les falta vocación artística, les falta todo eso que no puede surgir del frívolo atolondramiento ni de una repleta caja de caudales. ¿Por qué no decir serenamente que la mayor parte de esas publicaciones sólo fueron hijas de un capricho más del señorito satisfecho? (José Ortega y Gasset ha fustigado oportunamente al tipo.)

»Pero el arte nunca fue, nunca podrá ser un capricho más de señoritos satisfechos. El arte -repitamos hasta la afonía que literatura es, no ese resto tan vilipendiado, sino el arte de escribir- no puede ser algo así como una nueva corbata. El arte debe ser una porción de nuestra propia vida. No tan sólo la de los productores, también la del buen lector o espectador. Y como nadie puede salirse de su vida, tampoco nosotros podemos salirnos de nuestro arte. Si alguna obra acertamos a construir, debemos alojarnos en ella, se trate de una choza o de un palacio; porque de otro modo, desprendida aquella o éste de nosotros, la obra será verdaderamente una de esas inútiles cajitas de cartón donde, en efecto, se guardan los bombones de la frivolidad, del inútil capricho.»

(1930)



  —153→  

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Sobre el espacio


Uno de los modos, Carlota, de destruir algo -un hombre, un libro, un producto cualquiera del arte- es engrandecerlo desaforadamente, desquiciarlo, echarlo fuera de sus propios límites. Por eso no conocemos a nuestros contemporáneos, la obra -en cualquier terreno- de nuestros contemporáneos. Sus amigos la destruyen, desorbitándola. Sólo sus enemigos, al quererlos disminuir, favorecen al hombre y a la obra.

Tiene cada ser sus propios confines, su horizonte propio. Ni éste ni aquellos son elásticos. Al estirarlos se rompen. Vivir es moverse, evolucionar ágilmente dentro de unos límites.

O dicho de otro modo: la cosa -o el hombre- tiene su espacio peculiar, el que puede nutrir con su propia substancia vibrante, iluminar con su personal irradiación. Porque si en un globo se insufla aire excesivo, el globo estalla, y si en un hombre, también. De uno y otro modo queda en un ente arrugado, ridículo. No nos inflemos, pues. Hagamos que no nos inflen.

Pero no me proponía escribirte acerca de la vanidad -vieja asesina del espíritu, espejo turbio que nos   —154→   destruye o deforma al romper o borrar nuestros contornos-; me proponía señalar este espléndido tema poco tenido en cuenta entre los profesionales de la crítica: el tema del espacio, de nuestro espacio.

La crítica literaria, de pintura, del arte en general, aun la del hombre y su encadenamiento con los hombres -política, sociología- prefiere, suele preferir caminos fáciles. Cuando intenta situar a un hombre o una obra comienza -y a veces termina- por comprar, por repasar lo ya sabido, por revisar mojones, por anudar hitos de referencia. Métodos ingenuos, primitivos. Un cuadro, o un libro, o un hombre serán mejores o peores según su distancia aproximada a Velázquez, a Quevedo, a César. Una mujer será tanto más o tanto menos bella o virtuosa según su careo con Ninón o con María... Es un modo castrense de situar. Por estatura, como en la fila táctica. Y a esto se viene llamando crítica, a este procedimiento muy eficaz para elegir criado o coche; malo, malísimo, para desentrañar el parvo o abundante contenido, para analizar la original estructura de una cosa o de un hombre.

«Fulano será pregonero, porque tiene mejor voz», cuentan que se leía en un papel encontrado en los bolsillos de cierta muy católica reina. El resto le era indiferente. En un concurso de pregoneros basta, para ser elegido, tener la mejor voz. Pero en un concurso de artistas ya no se sabe qué basta, ni quién será capaz de medir las voces: por eso toda clase de concursos literarios y artísticos fracasa. Deben ser suprimidos por incapacidad del tribunal.

  —155→  

No hay diapasón que señale precisamente el tono del espíritu, ni resonadores que exactamente recojan el timbre de una obra, es decir, el estilo. De modo que resulta poco menos que imposible establecer escalas de espíritus como se organizan pelotones de reclutas.

No queda otro recurso que situar verdaderamente: tener en cuenta, no escalas -a veces, tarifas- de valores ya acreditados, sino directamente los valores mismos, los nuevos valores con sus confines y su horizonte también nuevo, desconocido. Fijar el espacio que éstos llenan y el que pretenden llenar. Decir cómo llenan el que aparentemente ocupan. Este es el problema.

Se llegaría a deducciones sorprendentes. Una crítica concienzuda daría resultados de este tipo: «La plaza de Cataluña no existe». Ni la Puerta del Sol, que ni es puerta ni es plaza, sino un espacio vacío adonde dan algunas calles. (Que la plaza de Cataluña no existe lo aclara el hecho de que la estén perennemente construyendo, de que se ensaye lo más vario y costoso por darle al fin una estructura.) Han creído algunos que un espacio cualquiera rodeado de casas por todas partes constituía una plaza. Enorme error visual. La plaza no se compone de unas casas y un espacio vacío en medio de ellas, sino de la armonía entre lo edificado y su recíproca distancia, entre la altura de los muros y la amplitud y calidad del suelo.

Guardar las formas, y más que las formas las distancias, éste es el secreto de la vida social como de la vida arquitectónica. Y de todas las vidas. Por eso la   —156→   pintura que no sepa guardar las formas es, llegará a ser pronto indeseable. Como lo debió ser el crítico que no supo guardar las distancias, es decir, jerarquizar, aislar, divisar una obra, un autor y examinarlo aparte.

¿Cómo llena un artista su propio espacio que espontáneamente le fue abriendo el resto de los seres, la pista donde debe realizar sus primores, arriesgar sus miembros en faenas ágiles? ¿Cómo lo llena un político, un hombre de mundo, un hombre de ciencia? ¿Cómo lo llena un cuadro, un libro, una construcción cualquiera? Decir esto, expresar esto lealmente, sería un comienzo de verdadera crítica.

Compara la obra con la intención del autor, al autor con el aro peculiar que en torno suyo ha abierto o pretendido abrir. Elimina el vetusto horror al vacío -que ahora es, sencillamente, ignorancia del espacio- y llénalo no de inútiles comparaciones sino con la más aproximada estructura y atmósfera del hombre o de la obra. Averigua dónde termina y que puntos muertos haya en esos misteriosos, en esos ideales contenidos.

Desdeña esas lejanas perspectivas que el artista se finge, borra todos los ensoñados, todos los indecisos derroteros que la obra apunta, todos sus escapes hacia lo que antes se llamaba el infinito. (El infinito es la última estación de todos los vagabundos del arte.) Desdeña, en fin, todas las intenciones no intentadas, los sueños nunca revelados, los proyectos en perpetuo esbozo. Declara, Carlota, la guerra a todos los puntos suspensivos.

  —157→  

Y proclama el culto al hecho. Al hecho aún el más sencillo, con todos sus tropiezos, con todos sus desfallecimientos, superior a todas las geniales intenciones, a todas las ilusiones de llenar un espacio mayor. En las que suelen coincidir todos aquellos que no se sienten alojados en un espacio individual; quiero decir los afiliados a escuelas. La escuela es un recinto común que ahoga toda originalidad cuando no le dispara gallardamente hacia afuera. La escuela -el ismo- es un espacio lleno adonde suelen acogerse muchos espíritus vacíos.

Pero me haría falta mucho más espacio, para poder seguirte hablando de él, Carlota.

(1929)




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Sobre el piropo


EL pequeño tema del piropo ha sido desarrollado por los más sesudos tratadistas, Carlota. Yo mismo, en otro tiempo, bosquejé acerca del piropo un estudio -felizmente desaparecido- que hoy pudiera habernos proyectado alguna luz -de joven aturdido, naturalmente- sobre la cuestión. Ahora sólo se me ocurre decir esto: que lo más considerable en el piropo a la mujer transeúnte, es su absoluta inutilidad. En lo que pocos reparan, ya que suelen desviar su atención hacia problemas éticos y estéticos casi siempre desenfocados.

El verdadero piropo -no se habla aquí del aullido infrahumano que provoca toda hembra apetecible- nunca es inmoral, y puede en ciertos individuos ser bello. Pero es siempre completamente inútil. (A una mujer codiciable le basta un rebrillo de los ojos transeúntes para adivinar el deseo, y si es inteligente prefiere que la claridad de tal deseo no se empañe con ese menudo borrador de poema lleno de faltas de sintaxis que suele ser el piropo.) Suprimámoslo, pues, definitivamente.

E implantemos, en cambio, el piropo a los hombres -y nada torcido se quiera sorprender en esta   —160→   rotunda afirmación-; el piropo vehemente, oportuno, largamente meditado; el piropo que electriza y pone en pie a una multitud, ese piropo que transmita a las gentes en un segundo lo que al cerebro le costó elaborar un mes o un año. Ese piropo que puede hacer cambiar el rumbo de la historia de un pueblo o al menos de un grupo.

El buen piropo tiende a producir cierto choque de dispersas vehemencias capaces de juntar su calentura. Un beso puede ser cierto piropo realizado; un voto unánime, popular, es también la realización de otro piropo. Al desbordarse llaman unas veces pasión, otras entusiasmo, según los grados de frenesí. Pero si el beso para nada necesita el piropo, y a veces por él fracasa, el encauzarse las gentes en un claro sentido sí que lo necesita. El piropo auténtico es siempre una invitación. Como toda invitación tiene mucho de piropo. Así vemos que las gentes no acuden si no se sabe piropearlas bien.

El buen cartel es un delicado piropo a los ojos del transeúnte. El transeúnte acudirá a comprar el jabón o el libro que mejor haya aprendido el arte del piropo. Aprendan los editores. El jabón, el libro o la idea política. Todo el siglo XVIII está lleno del arte de piropear a los grandes. Y todo el siglo XIX, del arte de piropear a los pequeños -aquí decir grandes y pequeños, es un modo más rápido de hablar-. De ese arte nació toda la historia de ambos siglos.

El siglo XX está lleno de piropos al dinero. El hombre no cuenta. El valor hombre está depreciado, y como consecuencia el valor hombre se arrincona, se   —161→   pierde tras una máquina de calcular. Y con la inhibición se restaña del organismo social la ternura, los turbios estados afectivos; pero se destacan cada vez más los valores minerales. Se llega a una estructura de cartón piedra cuyo único idioma es el idioma de la Bolsa.

Cuando un pueblo llega a este sentido aritmético -y mineral- del grupo; cuando los hombres desdeñan toda liga afectiva, toda ambición común, no tarda en surgir un número que, dando por supuesta una masa no existente, comienza a actuar sobre ella. No hay contacto entre esos unos perennemente solitarios; pero se da por realizada en ellos una prieta agrupación. Se llega a inventar un piropo especial, colectivo, que no tendrá larga eficacia porque no existe la verdadera colectividad; se llega a simular, plásticamente, la masa trémula de júbilo ante el piropo rotundo omnipersornal; se llega a inventar una pauta de vida colectiva, en vista de que la colectividad -que se compone de huraños individuos sueltos, es decir, que apenas existe- permanece callada.

Porque a una apariencia de organismo corresponde un falso piropo. Sólo ante el auténtico pueden los hombres agruparse. Y claro es que el auténtico piropo ha de nacer de unos labios auténticos; quiero decir de un hombre verdaderamente guía, como no parece haberlos hoy.

Se invoca la obediencia de las masas, la docilidad de la materia donde se ha de fraguar una nueva religión, una nueva disciplina social; pero no se recuerda   —162→   que estos individuos sueltos, capaces de una eficaz agregación, desconfían ya, razonablemente, de todo piropo; que comienzan por decir al falso caudillo, lo que decían a Romain Rolland unos amigos, cuando Romain Rolland agregaba que sólo escribía para la masa:

-¡La masa lo serás tú!

Y acaban por tener razón. Es difícil recibir complacidos una estimulante invitación a convertirse en bloque, a perder su personalidad. Sobre todo cuando no se piensa en mentes que dirijan bien, sino en el vigor, en la audacia aprovechable de las muchedumbres... Es como pensar en los émbolos de una máquina, sin preocuparse del salto de agua. O al contrario

Antes de hablar de grupos, hay que hablar de buenos, de legítimos agrupadores. De excelentes agrupadores que conozcan el arte de piropear al hombre, el arte de conquistar al hombre. Y puede este piropo ser mudo: en poesía el silencio es muy poco; en música es ya bastante; en política puede serlo todo. Una conducta puede ser el mejor piropo, la mejor invitación a obrar. Pero aquí, en nuestros países, donde el piropo goza de una tradición tan opulenta, es preferible que las lenguas hablen como puedan, que se les deje hablar, que se les deje tomar parte en este concurso de piropos a la masa.

Aunque este piropo comience por ser un insulto. si la masa lo merece, por delitos de indolencia. El insulto es un piropo invertido. Muchos artistas de los   —163→   llamados nuevos comenzaron a piropear a las gentes valiéndose del insulto. Las gentes reaccionaron igualmente. Sonrieron, comentaron, llegaron algunos a comprar libros, a adquirir los cuadros. Las gentes no resisten al insulto; no resisten al piropo, directo o indirecto.

Sí, sí, es preferible, es necesario conquistar al hombre. La mujer -por tarifa, por contrato, por capricho, por fiebre pasional- es más fácilmente conquistable. El piropo a la mujer es, por tanto, suprimible. Lo que es preciso aprender es el otro piropo, el gran piropo que hace poner en marcha a los hombres.

(1929)



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Sobre un año menos


Pretendes, Carlota, que te resuma un año que se nos va. Ante todo, ¿cómo poner puertas al año? ¿Cómo averiguar exactamente el día en que un año -hablamos del año espiritual- nace y muere? Resumir el año moribundo de 1929 equivaldría a encerrarlo en un polígono de invisibles lados. Ya es imposible calcular el número de sus días; pero queda además el problema de la intensidad vital de esos días: solución mucho más difícil, porque si el espíritu recorre trayectorias firmes, incapaces de ser burladas, alguna vez puede ser interrumpido su curso con pretexto de contener su audacia o su vehemencia.

De modo que en un mismo año pudo haberse adelantado como diez lo que apenas se adelantó como cinco. Y estas dilaciones no suelen producirse por choques bruscos, por la brutal contradicción. Cuando esto ocurre, el espíritu -como un caudal irrefrenado brinca por encima del obstáculo y sigue corriendo. Es el desdén lo que actúa, es el silencio en torno a las obras del espíritu; es la escasa afluencia de opiniones, de estímulos, de coyunturas para salir a la   —166→   pista los espíritus contrarios: es todo ello lo que actúa como fuerza retardataria del espíritu.

Alguna vez, Carlota, te hablé de cómo algunos espíritus suelen gozar de tan mezquina elasticidad, que una postura continuada los empuja al moho. Al paso que un choque violento pudiera empujarlos a la apasionada genialidad. De aquí el error de entorpecer su libertad de movimientos. O de no entorpecerla de tal modo que la potente reacción supere toda violencia: he aquí al buen revolucionario. Lo demás son caricaturas de rebelde.

Este año espiritual de 1929 -coincida o no con el almanaque- creo que ha sido el más fecundo entre los años que van de siglo: hablo siempre del año 1929 español. Seguramente es el libro el mejor pulsómetro del espíritu, y el libro se produjo y vendió aquí en unos cuantos meses, con más exuberancia que nunca. Seguramente que la curiosidad es su barómetro, y en este año, la curiosidad del lector español -y por lo tanto, en proporcionalidad, su atención- se ha multiplicado hacia todos los diferentes sectores de la cultura. Ha adquirido una masa considerable de ideas importadas. Ha acudido al pensamiento traducido con el mismo fervor que al indígena.

Autor y editor vieron crecer considerablemente su colaborador indispensable: el lector. Se han aumentado las tiradas, se ha intensificado la propaganda del libro. Han surgido saludables competencias, se han removido los escaparates con torrentes de cubiertas audaces, de títulos exóticos y traviesos... Se ha estimulado   —167→   al indiferente lector a salir de su apatía, y por modos inteligentes, eficaces.

Libros de ciencia, libros de arte. Biografía, viajes, filosofía, ensayismo, novela. La misma política que acaso no pudo evolucionar libremente en la calle, ha podido seguir evolucionando en el libro. Las empresas editoras anotaron cifras aun modestas -es cierto- en el resto de Europa, pero insospechadas dentro de España. ¿Hemos llegado, Carlota, al umbral de una magnífica renovación de la cultura española?

¿Será verdad que hoy, en España, el hombre de letras es algo más que un pobre diablo, de pensamiento, mirada y chalina errantes?

Precisamente porque se llegó a extremos de implacable disciplina, de rudo aprendizaje literario, el arte de escribir -y de pensar- fue dignificado por un buen contingente de jóvenes escritores. El arte de escribir subió de tono. Y de tono colectivo, aunque todavía el escritor no haya llegado en España a constituir plenamente ese poder social a que tiene derecho. Porque si antes la literatura -y aun la producción de libros- era patrimonio del buen tipo medio, del inquieto espíritu de unos pocos cientos de empleados, de profesores, hoy buscan el libro otras gentes de zonas económicas más humildes, tanto como nuevos lectores de más firme posición económica. Unos, quizá los primeros, por placer -es el deleite menos caro-; otros, por snobismo, seguramente, pero del snobismo puede pasarse a la franca atención, a la curiosidad sincera, fuentes del auténtico amor a la vida del espíritu.

  —168→  

No puedo aquí darte cifras, nombres de autores, títulos de obras... Este ligero apunte no lo puedo convertir en catálogo, aunque éste fuese para ti más útil, mucho más fiel. Se correría, por otra parte, el albur de omitir, de mal destacar, de oscurecer, de mal jerarquizar. Por hoy baste con un ingenuo toque de clarín, lleno de optimismo y fe que debes compartir. Fe en el espíritu de España que lentamente va perdiendo su tradicional apego a la momia artística académicamente conservada, a las ideas mohosas, a tantos legendarios vestigios que en otros territorios han sufrido ya tremendas sacudidas.

Fe -también- en el espíritu de la juventud que briosamente comienza a volver la espalda al pasado, a pensar con toda alegría y serenidad en el presente, único modo de elaborar en firme los años que han de venir. Fe en el espíritu de tolerancia y comprensión que va filtrándose entre las gentes que leen, único modo de llegar a una plena armonía de pensamientos y propósitos, a una fértil asimilación de elementos importados.

Porque si el espíritu de una nación no se nutre con sustancias de hoy, la nación dejará de vivir, se trocará en una dorada momia, se encerrará en su respetable vitrina por todos los siglos.

Que esto no nos ocurra. España es algo más que un puñado de Ávilas y Toledos, con ser ya por esto maravillosa y venerable. España es algo más que un puñado de libros de mística, de cuentos de pícaros y de memorias de aventureros. España es un haz de   —169→   energías poderosas que en gran parte permanecen inéditas.

Aquí el extranjero tiene más, mucho más que contemplar que ruinas de castillos y bandadas de espectros, de esos espectros que rezongan las dudosas glorias de nuestro inútil Cid. Aquí el extranjero tiene algo más que ver y sentir, desde las carreteras hasta los laboratorios. Pasando por el libro, la música y el cuadro españoles, diariamente enriquecidos por su propia genialidad, aumentados con lo más vigoroso del pensamiento europeo.

La vida espiritual española de 1929 ha de comunicar su empuje a los años venideros, ha de ser acrecentada con una labor aun más potente y libre del pensamiento nacional y universal. Esto es lo que espero de él, Carlota.

(1929)



  —171→  

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Sobre Orfeo y Orfeón


Te escribo, Carlota, rodeado de espuma estrepitosa por todas partes, menos por una senda clara que me conduce siempre a ti. Estoy sentado en un café con música. No es terceto, ni sexteto. Es una banda. ¿Comprendes bien, Carlota, cómo una banda puede remover, en sentido marcial, a un público de café? Como no puede imprimir su ritmo a los pies, lo imprime a las cucharillas...

Después de todo, cuando el café es de mediana calidad, lo mejor es tomarlo con leche. Y cuando ambas sustancias -como ahora- son deficientes, lo mejor es tomarlo con música.

-¿Por qué? -te oigo preguntar.

Porque la música, sin contar otros sentidos profundos, posee dos virtudes hasta hoy nunca o pocas veces subrayadas. Es una, la de apagar ciertos fuegos polémicos que estallan sobre las marmóreas lápidas bajo las cuales sigue enterrando su tiempo el español; y otra, la de añadir a la tan discutible infusión -ahora tan espléndidamente pagada- unos terrones más de azúcar. A veces, una traca de semifusas -traca en el sentido luminoso, no de estrépito- disipa súbitamente,   —172→   al modo pirotécnico, el humo apretado y acre de una cuestión artística o política que entre nosotros acaba siempre por ser una cuestión personal.

Abierto el espíritu a Beethoven se cierra para Juan Miró. Se eleva el tono; de la llamada realidad se pasa al llamado ensueño... Sabido es que un concierto, a muchas almas de plomo hace creer que vuelan. En él todos pueden colaborar -místicamente al menos-, porque si no son capaces de llevar el compás con el espíritu, pueden, al menos, llevarlo con el índice.

O con la cucharilla. «Aquella melodía que merezca un coro de cucharillas de café será irremisiblemente gloriosa» -he escrito alguna vez-. Pero, de uno u otro modo, es de esencia de la música la expresión de una filigrana entrañable, sea ésta alguna rebelde crispadura sentimental o una vehemencia clara del instinto; y como todos los asistentes son capaces de gozar de unas u otras sutilezas, el hecho es que la música va poco a poco dominando al auditorio. Y mientras ella habla, calla todo lo demás. Su imperio no tiene fronteras, y aun sus mismos adversarios -los filósofos, los geómetras...- inclinan frecuentemente la cabeza ante la hechicera de idioma universal, venga con látigo de rosas o con dos terrones más de azúcar.

(Sólo el técnico -ese hombre desgraciado que comienza por mirar a la batuta y termina por oír sólo a la batuta-; sólo el técnico está privado del sedoso azote y del terrón melifluo. Preocupado en manosear la rosa, queda incapacitado para olerla. Sólo el técnico, el catador incapaz de embriagarse, es arrojado   —173→   fuera del círculo musical. De tanto conocer el engranaje pentagrámico, pierde de vista la ironía de los tresillos, la agilidad de las semicorcheas, la pasmada serenidad de las redondas, la graciosa lentitud de las blancas y las negras. El técnico fue siempre un jarro de agua fría sobre la fogata. En medio de una fiesta vital nos recuerda siempre el código. Y cuando algún momento de la vida se nos presenta como deleite, los recuerdos -placeres menores- huelgan.)

¿Por qué no hacer de los cafés, en vista de que en ellos se suele instalar definitivamente la vida de tantos buenos ciudadanos, talleres de reparación espiritual, de refinería -al menos- sentimental? ¿Por qué, además, no recoger de los cafés, por medio de discos oportunamente, estratégicamente distribuidos, tanta riqueza mental desparramada?

Durante docenas de años, gran parte de jóvenes escritores y pintores españoles ha pintado y hablado en el café sus obras completas. ¿Por qué privar al mundo de ese regalo, perdido tal vez para siempre? En él podrían ser modificadas las orejas y los espíritus. Escribía Diderot en su famosa Carta sobre los sordos y los mudos.

«En música, el placer de la sensación depende de una disposición particular no sólo de la oreja, sino de todo el sistema nervioso. Si hay cabezas sonoras, también hay cuerpos que de buena gana llamaría armónicos; hombres en quienes todas las fibras oscilan con tanta prontitud y rapidez, que, bajo la experiencia de los movimientos violentos que les produce la armonía, perciben la posibilidad de movimientos   —174→   aun más violentos, y llegan aún a la idea de una música que les haría morir de placer. Entonces su existencia les parece como ligada a una sola fibra tensa que alguna demasiado fuerte vibración puede romper.»

La música es quien mejor encubre las redes tendidas al espíritu. Por eso al comienzo de cualquier empresa heroica suele haber un himno místico o guerrero, terrón de azúcar o azote de domador. Porque hay Orfeo y Orfeón. Gentes que siguen calladas y gentes que siguen cantando.

Y de ambas músicas hay ejemplos en nuestros cafés. Hay una música que conduce de un ensueño a otro; hay otra que empujaría del ensueño a la acción si persistiesen sus efectos: esta es la música preferida por los hombres de poca voluntad, puesto que unos recios acordes le bosquejan una más firme. Limpiándole de telarañas el cerebro.

Música de gran calibre, con tambores y trompetas. «El redoble del tambor disipa los pensamientos -escribía Joubert-. Por eso este instrumento es eminentemente militar.» Algo así como una arenga instrumentada. No para crear o dispersar melancolías, sino para poner en juego músculos, para empujar un balón o una de esas sencillas ideas ya redondas de tanto rodar por los cafés.

Música épica... y desafinada -bienaventurada la canción que logra hacerse popular, porque de ella serán todas las desafinaciones-. La otra música es   —175→   lírica. Por tanto, amante de la sordina, de la penumbra, del tiránico silencio. Son dos tendencias musicales que es preciso respetar; una prefiere acariciar, no romper nunca esa cuerda misteriosa a que se refiere Diderot; otra la sacude bruscamente para arrancar de allí el máximo dinamismo... Cafés de orquesta y cafés de banda. Líricos y épicos. Orfeo y Orfeón.

(1930)



  —177→  

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Sobre una frase


Quiero ensartar en tu obsequio, Carlota, unas cuantas frases acerca de otra frase, Es ésta de Victor Hugo -el gran especialista en frases- y dice así:

«Todo pierde, por turno, la popularidad. Quizá también el pueblo acabe por ser impopular.»

Celebremos, Carlota, el primer centenario de estas palabras con cinco minutos de glosa melancólica. La verdad es que una frase sólo es una frase, pero ante el miedo de que pueda llegar a augurio... Porque ¡sería tan triste ver que el pueblo -nuestro pueblo, espléndida cantera de vida espontánea y fértil- perdiese su popularidad! ¡Verle convertido en un huerto sin perfume, en un vino sin alcohol!

Porque entiendo por popularidad cierta atmósfera simpática que algunos hombres, o sus frutos, han logrado irradiar. Se decía: «Murió en olor de santidad». Podría decirse: «Vivió en olor de popularidad». Ser popular es algo que, aun aparentemente a veces desdeñado, todos, en lo más hondo, apetecen. (Porque hay una buena y una mala popularidad... ¿Quién ignora estas cosas?) Ser popular es tanto como existir   —178→   socialmente en calidad de excepción -en uno u otro grado, zona o matiz- en calidad de excepción admitida y respetada.

Y, como se dice de individuos, puede esto decirse de los pueblos. ¿Quién duda que el pueblo español alguna vez logró ser uno de los más populares del planeta? Supo existir, y obrar como tal pueblo original, al margen de elementos rectores; decidió por sí en conflictos donde el Estado -un Estado abyecto- no sabía decidir; arrojó en la balanza histórica su sangre, su dinero, su vida; se ganó -a espaldas casi siempre del Poder circunstancialmente soberano- su perfil vigoroso y, con él, la popularidad.

Ser popular es, en fin de cuentas, afirmar, justificar su existencia en el mundo, puesto que, las gentes la aceptan y la aplauden; es percibir cómo la propia vibración va encerrando en sus ondas a los hombres. Los muros personales son tan densos que raras veces se dejan traspasar por lo que no sea cierto agresivo proyectil...

Pero, a veces, hiende el muro una flecha espiritual. Una onda emotiva empapa la recelosa entraña. Porque si hay una electricidad mental que se propaga, también una fiebre cordial que se contagia. De un modo u otro, el hombre popular -con peligros o sin ellos- prolonga su vida en medio de gentes, enlazándola a ellas, arraigando en zonas comunes del pensamiento.

(¿Qué especie de arraigo, qué irradiación es nuestra preferida? Esto podrá discutirse tratándose de individuos   —179→   -no se trata de pueblos- porque el pueblo se hace siempre popular por contagio afectivo).

Ampliemos la frase, Carlota, con esta observación:

«Todo lo que ahora se realiza en el orden político es sólo un puente de lanchas. Sirve para pasar de una a otra orilla, pero no tiene raíces en la corriente de ideas que corre por debajo y arrastró últimamente el viejo puente de piedra de los Borbones.»

¿Quién escribió estas palabras? ¿Cuándo? ¿Fue aquí en España y en 1931? No. Víctor Hugo las escribió hace un siglo. También decía:

«Es asombroso ver las criaturas que nacen, ya completamente formadas, en la noche que sigue a una revolución. Hay algo de ésta en el hombre político. Azar e intriga. Grupito y lotería.»

Y también:

«¡Qué cosas más raras se ven por la calle al día siguiente de una revolución! En todo momento os están dando con el codo el vicio y la impopularidad representadas por alguien con escarapela tricolor. Muchos se imaginan que la escarapela les esconde la frente...»

¿Ha pasado un siglo? ¿Hemos pasado los Pirineos? Víctor Hugo podría hoy escribir en nuestros periódicos, sin cambiar una coma de su Diario de ideas y opiniones de un revolucionario en 1830. No ha pasado un siglo. Es que ha vuelto a pasar la Historia. La de Francia, la de todos los países. Veamos la de Inglaterra. Aquí está la de Hume, continuador de Guizot, que comienza:

  —180→  

«Grande fue la confusión en Inglaterra después de abolida la dignidad real. Cada ciudadano, por decirlo así, había formado su plan de República, reflejando el mismo ardor para hacerlo prevalecer y aun imponerlo a la fuerza...»

No han pasado dos o tres siglos. Es que -repito- ha vuelto a pasar la Historia. De nuevo el puente de pontones, mientras se forja el de piedra. Ha vuelto a sufrir el pueblo su rudo examen de popularidad, su terrible examen de bondad de corazón, de capacidad de ese contagio afectivo que aglutina fuerzas, que conserva -oscilantes, pero firmes- los puentes. Y sería espantoso que en esa reválida de soberano, nuestro pueblo, anduviese ahora entre vacilaciones y torpezas, ignorante de los hombres y de las cosas, alucinado por algunas frentes vacías cuya escarapela es cuanto poseen, precipitándose al cruzar el puente, no eliminando a esos hombres que, según la expresión victorhuguesca, nacieron ya creciditos aquella noche memorable, con toda la cartilla aprendida. O a esos otros que -personalmente impopulares- se tapan la frente deshabitada con la providencial escarapela... El pueblo se contagiaría, devendría también impopular, como esos hombres sin documentación que hablan en nombre de él.

Preguntarás, seguramente:

-¿Cómo puede un pueblo llegar a ser impopular?

-Pues lo mismo que otro soberano cualquiera. En cuanto, en vez de gobernar, dicte.

Si el pueblo se limita a dividirse en dos grandes y desiguales zonas -gentes que disponen de un fusil   —181→   y gentes que no disponen de un fusil- cesa entre ellas todo contagio efectivo, toda comunicación simpática, toda popularidad. La fuerza -ésta o aquélla- nunca puede ser popular. Sólo puede serlo la gracia. Y la gracia al alimón con la sabiduría, es la máxima fuente de irradiación humana. (Vieja lección que hace unos años quiso dar el autor de Viviana y Merlín). Quien no goce de ninguna de estas dos cosas, que apele -rey o Roque- a la ametralladora...

Y con esto queda modestamente celebrado el centenario de una frase.

(1931)



  —183→  

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Sobre el público


En estas crudas tardes de invierno, Carlota, el espectáculo del sol hace desfilar a las gentes por las anchas avenidas. Se ve que el sol sigue siendo el gran número de la temporada de invierno. La multitud se desentumece, durante unas horas flota en el optimista polvillo de oro; a veces, sentimos que sueña con realidades más altas, con las del arte, por ejemplo. Sale a tomar un poco de sol, ¿por qué no tomar, también, un poco de espíritu?

Unos se desparraman por la feria de libros, otros acuden a oír una conferencia, algunos entran en una salita donde se exponen unos cuadros, unas piedras cinceladas... Esta porción de multitud ¿no habrá elegido la peor cara, la más fosca, del espíritu?

Estas buenas gentes miran, remiran estos cuadros o esculturas, desde aquí y desde allá, sin encontrar un puesto firme de espectador; padecen esa zozobra del que no sabe ser bien alguna cosa; algo así como la inquietud del comensal tímido en un banquete de gala. La verdad es que no sabe si, lo que tiene delante, fue puesto allí para subrayar la ignorancia de quien lo mire o, sencillamente, la de quien lo ha pintado o esculpido. Estas buenas gentes -cuando no tomen a   —184→   broma el espectáculo- cuchichearán ante cada cuadro, abrirán mucho los ojos, consultarán el catálogo...

Mientras allá, desde su cumbre enfática, un autor contempla desdeñosamente al público, le adjudica los tradicionales epítetos, los resobadísimos tópicos que el artista viene utilizando en calidad de proyectiles contra la masa anónima.

Porque los lugares comunes acerca del arte suelen repartirse por igual entre autor y espectador. El primero acusa al segundo de incomprensión, mientras el segundo acusa al primero de voluntaria y caprichosa oscuridad. Yo, tercero en discordia, para quien el público existe no como un montón de cerebros obtusos, sino como un elemento más del arte, con quien el arte ha de contar, hoy me veo precisado a defender al público.

¿No conoces la vivienda del esquimal? Parece que se construye una casita de nieve helada, en forma de media naranja, en la que abre una angosta puertecita con objeto de dificultar la entrada de las fieras. No contento con esto, construye fuera una especie de vestíbulo, bajo y estrecho, algo así como un túnel, por donde sólo cabe un hombre arrastrándose y éste de poca estatura, como lo es el esquimal.

El artista contemporáneo, cuando no intenta cerrar herméticamente a los demás el mundillo que acaba de inventar, deja en éste umbrales tan angostos, construye túneles tan difíciles de recorrer, que con frecuencia esos espacios maravillosos se quedan sin visitar. El público se aburre y se va. Cuando no los   —185→   toma a risa, les otorga su desdén. No sabe ser espectador y abandona el ruedo.

¿Por qué el artista no quiso retenerlo? ¿No lo retuvo Miguel Ángel y Goya? ¿No le fijaban exactamente la distancia, el punto preciso desde el cual debían asistir al espectáculo?

Porque de la obra de arte surgen haces de rayos que convergen en un punto; el espectador desde allí percibe toda la cálida irradiación del pequeño mundo artístico incrustado en el gran mundo real... A este punto de convergencia que no estará marcado a la misma distancia para todos los hombres sino que variará en proporción de cada capacidad receptora, podremos llamarle punto de simpatía.

En ese punto el lienzo o el mármol hacen saltar la chispa si en el lienzo o en el mármol ha puesto un hombre algo más que una helada y aprendida técnica, algo más que una enigmática arbitrariedad. Si la salita está llena de algo más que de una serie de ingeniosos acertijos, el espectador de buena fe, ante este o aquel cuadro, quizá frente a todos ellos, se sentirá interiormente llamado a formar parte de estas porciones de mundo recién dado a luz. Si el artista no ha construido su mundo como el esquimal su choza, el espectador irá acercándose a la obra por zonas de luz cada vez más anchas, hasta llegar al corazón de la nueva maravilla. Una vez aquí no aspira el cronista a que el espectador conozca totalmente el cuadro o la escultura, ha entrado en un mundo cuyos resortes   —186→   quizá nunca comprenda. Avaramente, el artífice suele esconder su instrumental y sus recetas.

Pero esto no importa; para sentir el goce artístico no hace falta conocer sus fuentes; acaso lo entorpece el conocerlas demasiado. Para sentir el goce artístico es, en cambio, preciso que el autor lo haya sentido y quiera hacerlo compartir; es preciso que el desbordamiento de vida determinante de la producción artística, presuponga un humano recipiente donde caer. ¿Se concibe un producto sin consumidores?

En el comercio espiritual del arte, ¿quién será tan soberbio que sólo produzca para sí mismo?

Uno de los espíritus más finos de Inglaterra, Catalina Mansfield, decía en junio de 1919:

«Si la poesía moderna nos da una tan pobre satisfacción, es en gran parte, porque no se tiene la certidumbre de que pertenezca a aquél que la ha escrito.»

¿No podríamos decir otro tanto de la pintura y de todas las demás artes contemporáneas? Ese foco de simpatía, ese punto de encuentro de dos espíritus -el del autor y el del espectador- ¡qué difícil es encontrarlo en gran parte de nuestras salas de exposiciones! Los cuadros están allí despectivos, narcisistas, a veces en dudoso contacto con la vida profunda del autor, productos de una inquietud periférica, de un deseo efímero, cuando no de una simple concurrencia de vanidades. Los cuadros están allí, muy orgullosos, quizá, de haber resuelto un problema   —187→   técnico, indiferentes a toda expresión vital de un espíritu.

Pudo haberlos pintado otro técnico, puesto que no arrancan de una total y personal armonía humana. No tienen detrás un hombre en plenitud, mucho menos una generosidad ávida de difundirse; ¿cómo hablan de ganarse la atención de los hombres? No querían simpatizar, solamente querían sorprender, cuando no asustar, no querían producir admiración, muchas veces les bastaba con producir indignación; no invitaban, agredían...

Por eso, Carlota, el espectador de buena fe, que en estas crudas tardes de invierno sale a tomar con un poco de sol un poco de espíritu, vuelve de su paseo con una doble frialdad. Ha visto un mundo en que no se le ha invitado a entrar, un mundo petulante de donde se ve excluido.

(1931)



  —189→  

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Sobre la envidia


Con frecuencia, Carlota, he sentido -y has sentido- los efectos de esta dolencia universal de ordinario llamada envidia. Pero entiendo que le concedes excesivo alcance... Lo mejor es estudiarla con toda serenidad. Para lo cual, te recomiendo un tratado muy útil de botánica social: el libro L'envie que acaba de publicar Eugéne Raiga. En él recogió el autor, «con el mayor método posible» un curioso haz de experiencias realizadas durante toda su vida, ya no corta. Libro que podría ser paseado a lo largo de cualquier camino, en la seguridad de que pocos hombres dejarían de ver allí reflejado un poco de sí mismos.

Porque -nos dice el mismo autor- si se pudiesen radiografiar sentimientos y pasiones, como se radiografían huesos, ¡qué pocos hombres podrían ofrecer un esqueleto limpio, anatómicamente puro! Torceduras caprichosas, violencias, al menos un bosquejo de curvas, de desviaciones... Toda la gama de la deformación.

«Tiene su hez cada espíritu» -decía Joubert-. Toda armazón ética está siempre amenazada de herrumbre.   —190→   A veces la enfermedad es imperceptible, desconocida por el propio enfermo.

Esta herrumbre es la envidia. Nace en silencio, solapadamente. Actúa siempre embozada. Da origen a un haz de fenómenos insospechados... Sus efectos -escribió Taine- son lejanos y sutiles. ¿Dónde comienza? ¿Dónde acaba? ¿Qué afortunados espíritus pueden librarse de ella? El morbo ataca sin distinción de clases. En cualquiera podemos ver un caso. La envidia comienza en la familia y acaba en la política internacional. Desde la sociedad doméstica a la sociedad de naciones.

¿Por qué? Porque hoy nadie en el mundo disfruta de una valoración definitiva. Cualquier hijo de vecino puede llegar al puesto que sepa ganar y defender, sin que en la mayor parte de los casos le preceda un exacto conocimiento de sus límites: la garantía de muchos valores recién acuñados sólo puede concederla el éxito... La lucha, pues, entre valores es mucho más intensa. No hay tribunal que determine rígidamente -como antaño- el puesto definitivo de los hombres.

«Los privilegios legales han desaparecido -anota Eugéne Raiga-. La conquista de los nuevos privilegios es más dura, pero en ella sólo pueden entrar en juego armas auténticas.»

Quiere decir: el hombre no vive ya de reflejos de sus antepasados, debe adquirir luz propia. Y tener conciencia de esa luz para lanzarse a la brega. De la   —191→   imprecisa valoración de luces propias, de la injusta valoración de las ajenas, nace la envidia.

He aquí -muy breve- el cuestionario de la envidia: «¿Por qué no podría ocupar yo ese cargo, teniendo las mismas facultades...? ¿Por qué no seré yo el preferido, si reúno mejores condiciones que...?»

Pero sus expresiones son innumerables, limitadas sus consecuencias. A veces opera como saludable reactivo; provoca soluciones justas...

«Sin la cólera y el resentimiento -escribía Diderot-, el débil quedará abandonado sin remedio a la tiranía de los fuertes, y la Naturaleza hubiese agrupado alrededor de alguno de sus violentos hijos un tropel innumerable de esclavos... Las pasiones no son precisamente vicios: son vicios o virtudes, según cómo se utilicen.»

Así, la envidia puede engendrar virtudes. Por lo pronto, en el envidiado suscita la modestia, crea estados de humildad. Una modestia de tipo maquiavélico, pero modestia al fin, humildad que puede llegar a ser auténtica. ¡Qué multiforme es el papel social de la envidia! Una terrible calamidad para el que la padece, una prodigiosa varita de virtudes para quien no sufre el contagio.

Habría que inventar la envidia si ya no existiese con tal profusión. Porque, insistamos, ¿no es la modestia -simpática, encantadora virtud social- cierta colección de trucos para ocultar una evidente o presentida superioridad con el fin de hacerla tolerable a nuestros prójimos?

El autor de L'envie lo cree así. Necesitamos de la estimación de los demás, por lo menos de su neutralidad amable... La envidia nos alecciona, nos obliga a buscar un método de hablar y obrar que no hiera demasiado el amor propio de las gentes atacadas de envidia. Porque, naturalmente, en lo más hondo y primitivo, todo hombre, Carlota, es un chulo, cuando no es un pobre diablo, de mollera deshabitada. La primer inquilina que admitimos es la soberbia, cuando, -más débiles- no es la vanidad. Pero el mundo nos da en seguida sus lecciones, y pronto hay que admitir otra inquilina: la modestia.

Hemos lanzado a los otros nuestra personalidad como una pelota. Pero esta pelota da en zonas frías, duras, erizadas de envidia, y vuelve a nosotros, perdido su alborozo, acribillada, es decir, repleta de experiencias. Entonces, si el dueño lo es -verdaderamente- de sí mismo, cesará de disparar con violencia y seguirá su juego con una fina sencillez, entre cautelas. ¡Feliz contrarreacción!

La personalidad -lo más insoportable del mundo para el ente envidioso- provoca pasiones, estas pasiones suscitan una sabia estrategia... Porque la modestia no es una virtud natural, es una excelentísima virtud que se adquiere jugando a la pelota, a la pelota de nuestra personalidad. Y, con frecuencia, no nos es dado elegir el frontón.

Insistamos: el hombre, naturalmente, es un matón, cuando no es un subhombre. Es en el juego social donde la matonería se va poco a poco disfrazando,   —193→   en un juego social indispensable a quien no se decide a continuar siendo cavernícola. La modestia es una virtud social, inasequible en estratos salvajes, indispensable en zonas cultivadas. Suavizar, redondear las aristas de nuestra personalidad es tarea difícil, áspera, de aguda inteligencia. (No confundirla con la abyección, con la docilidad servil...)

Ya Chamfort aconsejaba acompañar a toda expresión demasiado brillante de nuestra personalidad algunas manchas bien visibles para que nuestros actos luminosos pudiesen circular libremente por la historia de los hombres. Arrojar un hueso al prójimo por si le gusta roer. A limpia y clara acción, pasaporte con borrones. Un pegote en la cara de Ninón para que Ninón pueda ser soportada...

En mi librote Paula y Paulita, dice un personaje algo así:

«Se necesita emplear buena parte de nuestra inteligencia para hacernos perdonar el resto...»

Dice una frase popular: «Perder de su derecho»...

Pues todo, en la sociedad, se mantiene a costa de estas pérdidas. No oponer a la envidia virtudes negativas.

Contra envidia, generosidad, es decir, cesión, desinterés. Pero no falta de interés, no inhibición. La inhibición, como la neutralidad, es un comienzo de vuelta a las cavernas, una confesión de insociabilidad.

No cuenta lo contradictorio, sino lo contrario. Hay que oponer -cautamente- a la envidia, su virtud contraria.

  —194→  

Eugéne Raiga, después de un breve examen de los orígenes de la envidia, redacta su catálogo de fenómenos. La envidia entre los sabios, la envidia entre los artistas, entre los políticos, en la familia, en el ejército, entre los clérigos...

El capítulo dedicado a los poetas es el que nos produce más tristeza. ¡Infelices espíritus atropellándose hoy por una página de las antologías, por un hueco en las futuras bibliotecas! Son los más implacables, porque entre ellos coquetea -invisible y astuta- la inasible entidad llamada gloria. Fingen despreciar el aplauso de las gentes y, al mismo tiempo, se ceban, sañudos, en cualquier cofrade levemente aplaudido. Y la saña no es proporcional a la flaqueza mental del aplaudido, sino al fervor de los aplausos.

Porque el mediocre es siempre más respetuoso y preferido. Al fin, no salpica a nadie con su nombre.

Entre poetas -de todas las artes, no sólo entre versistas- la envidia produce fenómenos especiales; uno de ellos es el falso cenobitismo. Por la sola extraña razón de no suscitar aplausos, algún artista se cree genial. Tal vez la razón no es suficiente, pero él la cree suprema. Y, de acuerdo con ella, se declara cenobita y, más tarde, santón.

Convengamos, Carlota, en que una obra no aplaudida puede ser excelente, hasta genial; pero de la falta de aplausos no puede deducirse nada. Un poeta no aplaudido por las gentes -no hablamos aquí de ciertos aplausos domésticos- puede perfectamente ser un tonto... Etc.

  —195→  

Hay en el libro de Raiga otro capítulo, el dedicado a los políticos, de enorme interés. La envidia entre los aspirantes al poder público es tan sañuda como entre los aspirantes a la gloria. Una falange de mediocres cultiva toda clase de cizañas que ahoguen la personalidad. Ante el peligro de que un hombre excepcional suscite el entusiasmo del pueblo, no vacilan en proclamar la soberanía de la mediocridad, en proclamar como nociva toda excepción.

«Prejuicio desastroso», dice el autor. Lo mantienen la ambición y la impotencia. «La nación -continúa- que ya no produce hombres escogidos está condenada a la decadencia y, pronto o tarde, a la ruina.» España los ha producido. La ruin envidia ha venido, Carlota, inutilizándolos. He aquí su verdadera tragedia.

(1932)





  —198→  

ArribaAbajoQuince años después


Nuestro arte es provocación, por
lo que libera de rutinas y da
formas.


Jean Giraudoux                



ArribaAbajoEl arte mágica de Giraudoux

De muy buena gana te reproduzco aquí fielmente, Carlota, el primer bosquejo de mi confesión de fe literaria, como la llamas, en vista de los fragmentos -que viniste leyendo aquí y allá- de un eternamente inconcluso ensayo sobre Jean Giraudoux. Este bosquejo fue publicado en la revista Alfar de la Coruña, en 1924; Nada -ahora- quito ni pongo en él, salvo alguna leve rectificación gramatical.

Puedes creer, mi buena amiga, que en mi vida literaria, de constante aprendiz, es este bosquejo una grata posada y un jalón, un punto de partida del que jamás podría renegar. El bosquejo dice así:

LAS REDES LUMINOSAS

Desde muy arriba, las miradas del artista y del filósofo sorprenden ya cosas semejantes. Esta vibrátil red de canalillos, túnica sensitiva de nuestro espíritu, ellos la ven temblar sobre todos los seres. Visto desde su atalaya, el mundo es para el arte -como para la filosofía- un peregrino paisaje surcado de nervios invisibles al profano, una gran selva sutilmente enmarañada.

Luego las miradas se reparten. Las del filósofo se pierden en pesquisas subterráneas, buscan las últimas   —200→   raicillas de la red innumerable. Pretenden atrapar el cabo para saborear la golosina de tirar del hilo, aun con peligro de destruir la frágil malla.

Las miradas del artista, por aguardar y reproducir esta red tan sugestiva, renuncian a perseguir hilos extremos, se contentan con encerrar en marcos ideales aquellas parcelas donde el fino encaje vibra con más armoniosa intensidad. En lugar de llevarnos hasta esas ultimas raíces decoloradas y borradas toscamente en el terruño, nos brindan las ramas tiernas que se entrelazan y besan en el aire.

ESPIRAL, LÍNEA DEL ARTE

Marcel Proust y Jean Giraudoux han visto su mundo desde la atalaya del arte y han sorprendido esta vibrátil red de canalillos. Envolviendo nuestro asombro en un suave reproche, admiramos el minucioso esfuerzo -inimitable- de Proust, al percibir y anotar las más finas ramificaciones. Cada página suya es una dulce pero fatigosa excursión por breñales sensitivos. Su inquietud se asomaba a cada laberinto, recogía todas las leyendas de los troncos... Llega a internarnos en esos blancos refugios «donde los hombres se repliegan como esfinges». En una encrucijada, Marcel Proust elegía todos los caminos. A veces, los de la filosofía, menos luminosos.

Jean Giraudoux elige un solo camino, no rectilíneo, sino en espiral, que es la línea más graciosa del arte.

  —201→  

Acaso elige el más fértil en recodos y hondonadas donde suele florecer la sorpresa, el más granado de limpios troncos donde ir clavando las aladas banderitas de sus imágenes: tan numerosas que llegan a empapar de su propio color el aire. Cada ráfaga nos trae luego, no las viejas palpitaciones de un rosal o de un corazón, transidos de perfume lírico, sino la suave llamarada de un color nuevo, de ese color campeón que en cada libro vence al azul cotidiano.

Encantadores laberintos de la prosa de Giraudoux, donde se olvidan siempre las tijeras -el hacha quedó colgada en un roble de las antiguas selvas. No nos servirán de nada. Viene a arañarnos la frente una rama juguetona, y la caricia nos hace cerrar los ojos. Al abrirlos, pasado el estupor, ya se nos tenía oculta una nidada de pájaros que rompen a volar, dejándonos confusos, incapaces de impedir que otra rama, a su vez, nos fustigue.

Al salir de esta red de sorpresas, nos sentimos en franca derrota, perdidas las tijeras de la crítica, fatigados ya los ojos para prender un último rizo de luz que se nos huye, riendo.

Porque Jean Giraudoux ha desflorado la rectilínea virginidad de la luz. Jugaba tanto con los manojos luminosos, haciéndoles seguir rutas de tantas refracciones, que ya la quebrada trayectoria se trocó en una curva ceñida a las ondulaciones de las cosas. Pero la luz atraviesa su caprichoso sendero sin dispersarse nunca, sin producir esas fáciles irisaciones, esos falsos nimbos de las cosas. Puede hallar «Juliette», en medio del campo, el cuerpo desnudo de su novio, Gerard,   —202→   sin que la carne -tan fresca, tan lozana- irradie otra luz que la pura luz de la emoción estética.

Y una clara vibración de alegría. El arte debe a Giraudoux un franco retorno a la verdadera alegría. No a la llamada alegría del vivir con sus triviales banquetes de sensualidad y de tedio por corona. No a la pirueta del clown enharinado que recibe ruidosas bofetadas y tropieza con escollos previstos. Tampoco a ese gozo de los valles horacianos con su colofón sentimental o el ruidillo de las ranas que punzan los lagos tranquilos como flechitas verdes. Giraudoux nos trae la alegría de una de esas praderas, limpias de ruinas venerables, milagrosamente verdes. «En un terreno no condenado por Jehová» -delicioso olvido divino que se nos revela en la Priére sur la Tour Eiffel.

¡Alegría ingenua de esos prados tan fragantes por donde brinca el arroyuelo primitivo del Edén, de quien sólo Giraudoux conoce ahora el manantial!

El estilo de Giraudoux tiene la alegría de ese brazuelo de agua que riñe con los niños en la rambla, escondiéndose entre las piedras o hundiéndose en la arena para surgir aquí y allá, dejando su fina espuma por corola de un guijarro, por collar de un haz de juncos. O es esa luminosa cabellera de agua de las grutas, vivo cristal que convierte las estalactitas del fondo en figuras calientes, en relieves palpitantes.

Relieves tallados mientras fluía la risueña cabellera de agua. Nadie los vio, no existían antes de sumergirse en la fresca luz de la gruta. Los iba forjando Giraudoux, no con arcillas indígenas y ese indispensable   —203→   soplo del esprit vernáculo -ya tan mixtificado por los aluviones cosmopolitas- sino con un poco de barro recogido al azar, en el planeta, y... con su propio espíritu. Barro de tal diafanidad que se duda de su tangible existencia. Pero al arte nuevo le bastan esas maravillosas concreciones de aire, teñidas de humanidad.

Giraudoux no siempre encierra sus luminosas concreciones de aire en moldes humanos. No los necesita para entrelazar en la malla de su prosa su ademán y su voz. Giraudoux creó una especie nueva con las parcelas estéticas de todas las especies visibles e invisibles, zoológicas, o metafísicas, y la dotó de idioma y gesto propio.

Todo, en los libros de Giraudoux -la manzana y el mosquito, el colegial, el aire y la tortuga hablan en el mismo lenguaje metafórico de su creador, bien claro y traducible. Al arroyo se le prohíben los viejos murmullos, al viento sus gemidos ancestrales y a las alondras esos cantos borrosos al alba, sobrantes ya después de haber despertado de su arrobo a la otra Julieta...

Toda indeterminación -refugio del arte poco maduro- es repudiada por Giraudoux. El viento dice claramente lo que quiere, y el arroyo, si a ello se le invita, nos cuenta sus menudas impresiones con toda transparencia. Un ruiseñor, en Simon le pathetique, da una nota, una sola y breve nota, sencillamente para anunciarnos que allí, entre las ramas, un ruiseñor, «durante largos intervalos se callaba».

  —204→  

Como ese ruiseñor adorable nos hablan todos esos seres enjaulados en las aéreas mallas del estilo de Giraudoux. Un sagaz anotador de normas nuevas censuraba al pobre pajarillo. «El ruiseñor canta mal», nos decía. Giraudoux, entretanto, «le hacía cantar de otra manera». He aquí la diferencia entre Jean Cocteau y Jean Giraudoux. No sabemos si éste logra inventar una técnica. Sabemos que ha creado un nuevo mundo estético; o, al menos, una nueva lente.

LA BALANZA EN EL FIEL

En arte hay dos caminos para llegar a la emoción: «el estilo de Haydn y el estilo de Cimarosa» -según la sencilla fórmula stendhaliana; «la armonía sublime y la deliciosa melodía»-.

Giraudoux prefiere «la deliciosa armonía». Sus libros no son viajes, ni aún esa encantadora excursión de Juliette au pays des hommes; menos, viajes stendhalianos, como no lo es el vuelo de una mariposa en torno a la luz.

No hay en Giraudoux ese largo -y dulzón- tema melódico, a lo Cimarosa, pero en cada página nos sorprende con un hallazgo de inesperada orquestación.

Y en cada libro nos traza en redor de sí mismo, hecho polo magnético, esas líneas oscilantes, asimétricas, isógonas, por temor a fundirlas en los triviales paralelos. Su gran secreto es la zona precisa donde sus tipos extrahumanos se engendran y comienzan a fijar su contorno. Tal vez los halló en esa altura donde el humo espeso lucha ya con el grana de las nubes,   —205→   en ese plano donde aún negrea de humanidad y ya comienza a empaparse de limpio azul. Explorador de las atmósferas del arte, gusta de detenerse en esa linde en que los cohetes se deshacen en polvo polícromo y aun no azotan la frente las turbadoras serpentinas disparadas en la danza de los astros, en esa zona donde ni ciegan las estrellas ni el polvo plebeyo.

En la balanza del arte, si la solemnidad pesa en un platillo, pesa en el otro la vulgaridad.

Giraudoux tiene siempre la balanza en el fiel. Evita el vuelo de las águilas, tan inútil para él como la rueda doméstica de un pavo real. No le atraen las cimas de hielos perpetuos ni los jardinillos de sentimental marquetería.

Prefiere añadir antenas a ese bosque alzado en la zona media donde se cruzan tantas ondas frenéticas o apacibles, pero ya purificados de sus gritos más agudos, de sus más doctorales zumbidos.

El arte desconfía del que pretende volar entre las estrellas como del que gusta de pasear obstinadamente por los suburbios. Quede la vieja angustia de atrapar lo infinito para los buenos visionarios de velador. Allá la lenta caravana teológica recorre a una todas las estaciones -hasta la última, la del Caos- persiguiendo los fugitivos entes metafísicos. Allá los aviones de la ciencia recorren audazmente la indeterminada trayectoria de una hipótesis.

UNA INTERROGACIÓN

¿Qué hay aquí de bello -preguntaba cierto agrimensor después de escuchar Ifigenia-: Sófocles no me demuestra nada.

  —206→  

Giraudoux «tampoco demuestra nada». La vida es para él un magnífico fenómeno estético, de grata contemplación, que él mismo nos hace contemplar desde los miradores de sus libros.

Algo demuestra Giraudoux, no con razones sino con otros fenómenos: Que es posible el arte literaria, un arte literaria, «todo pura literatura». En sus libros, la pluma no canta ni pinta ni construye fantásticos baldaquinos. Sencillamente -y prodigiosamente- escribe. Pocos literatos, como él, «tan literarios».

Y no es ingenuidad recalcar esto. Se tenía un poco desdeñada la literatura-literatura -utilicemos fórmulas corrientes-; y de ello se aprovecharon los beocios para llamar irónicamente «vaga y amena» a la literatura que, según su pomposo y anquilosado juicio, «no demostraba nada».

LÍMITES PROVISIONALES

Sería difícil rotular estas aéreas estructuras de los libros de Giraudoux. Quizá las rechace el grupo laborioso -un poco tiznado- de los novelistas «reproductores» de la realidad. Acaso lo sean también por los ceñudos filósofos.

Porque Giraudoux es un tremendo profanador de las ideas. Este ágil hondero sólo ve en ellas otros tantos guijarros de aristas y colores nuevos, capaces de vibrar en el aire después de bien bruñidos; de trazar graciosas parábolas y caer en grupos armónicos, encendidos por su impulso juvenil.

  —207→  

Giraudoux es un prófugo de esas filas donde todos inscriben sus productos en el registro retórico. Él lanza a la calle puñados de capítulos sin bautismo alguno. En casi todos los libros de Giraudoux surge el problema de una clasificación.

Intentemos, siquiera, definir al escritor: Giraudoux es un delicioso barroco de la frase. Es un travieso burlador de las ideas generales. Es un ingenioso escamoteador de su propia cultura. Es un vivaz centinela de sus posibles fruiciones eruditas. Es un vigoroso domador del estilo. Es un raro arquitecto de la imagen. Es un preciosista de la pura emoción.

Pero estos aun no son sino choques musicales de palabras. Sería preciso intentar una huida de esa red fascinadora, hurtarse a esa primera e inevitable presión y avizorar serenamente en la columna silenciosa donde se elaboran los panales nuevos; las formas inesperadas de creación; entrar en esa penumbra sensitiva, donde las membranas se adelgazan y tiemblan con más vehemencia, esperando la vibración más lejana.

Habría que sorprender la actitud de las cosas, su gesto de saludo, de incorporación de la vida transeúnte a ese mundo de su peculiar representación donde las membranas se adelgazan y tiemblan con idioma. Y, sobre todo, fijar el instante en que la intuición alerta se debilita o cesa y se inicia o robustece la fantasía; en que la pupila estética se cansa de perseguir los leves latidos de las cosas y fía a las hermanas menores en la escala de percepción la tarea de cubrir de carne y de piel coloreada los organismos sorprendidos en plena y vibrátil desnudez.

  —208→  

EL INFATIGABLE

Porque hay un momento de cansancio en todo creador, que decide a favor de la memoria o de la fantasía ese dilema tenaz entre la intuición indisciplinada, recreadora, y esas otras facultades reproductoras, acopladoras de fáciles y libres -y más asequibles, elementos-.

En la gran obra de Proust, hay esos momentos de cansancio. Pero Giraudoux, acotador de más breves y acaso más gratas parcelas, puede ver siempre pasar las cosas sin sentir cansancio alguno. El espera -además- a que las cosas le muestren su plano más bello, su arista más fina, su curva más ágil.

No tiene prisa por ver, por agotar. De la danza de los seres aprisiona la actitud más armoniosa: el resto lo desdeña. Giraudoux sabe situarse y escoger.

Luego esa arista o esa curva son el todo de las cosas en las perspectivas de sus libros. En la obra todo nos ofrece su costado preferido... Pero son tan sugestivos los escorzos, se mueve tan grácilmente el grupo en la danza del estilo, que creemos ver en las figuras seres íntegros, además de ingrávidos, tornátiles, luminosos.

LOS ENGARCES INESPERADOS

Podríamos ir precisando un poco la definición: Giraudoux es el más hábil espigador del arte. Él nos   —209→   ofrece sólo un haz seleccionado de todas las posibilidades estéticas de las cosas. Es un sagaz químico, eliminador de lo menos bello, o, quizá, de lo intuido con menos fragancia. Es un agudo geómetra que trenza en la red de sus paisajes las preciosas coordenadas. En Giraudoux, la fantasía apenas amplifica y reconstruye, y la memoria no necesita recordar nada. En él la anécdota tiene calidades de primera piedra; y nadie, al contemplar un monumento, suele recordar las primeras piedras, como el lector de Giraudoux no suele recordar los «argumentos».

Giraudoux es el maestro en la lenta labor constructiva de esas redes maravillosas en que cada idea se engarza con las más remotas afines, cada metáfora con sus amantes más lejanos.

Él sabe todos los parentescos de las cosas. Él conoce todos los poéticos amores de las ideas y los persigue incansablemente. En su obra los más lejanos amigos se abrazan y los amantes más reñidos se besan. Nadie supo de dónde vinieron, cómo llegaron a su delicioso punto de cita...

Hay gran distancia entre la disciplina germánica y la circulación de la sangre. Pero en Siegfried et le lemousin, el emperador y uno de sus hijos se sorprenden en un trance no previsto en el protocolo. El príncipe llega acompañado de una actriz, y todos en traje de baño muy somero. Es difícil acentuar las jerarquías, no llevando los dos hombres más que calzón... Sólo Giraudoux podía resolver este delicado,   —210→   problema, haciéndonos ver al corazón imperial «latir dos veces más de prisa que el corazón del príncipe».

PRESENCIA DEL CORAZÓN

A veces, en ese bosque de antenas sensitivas de Giraudoux, llegan ondas más delgadas. Cruza el aire la dulce palpitación de una mujer. Nunca nos hiere el rudo timbre de la vibración carnal: es sólo una voz tenue, un matiz, un perfume. Siempre es mujer, no hembra, la que se anuncia. Y, siempre, mujer apasionada. Es el amor la razón de su vida: por eso las mujeres de Giraudoux aman siempre o sueñan amar. Su juguete, su bombón, es el amor.

Juliette -por ejemplo- va detrás de su carnet, no a verificar unas notas, sino a buscar un amor más travieso que el amor tan apacible de su novio. Y, a su vez, las mujeres son la más delicada golosina de esos estuches de sorpresas de Giraudoux. Como de todo, sólo ofrece de ellas un perfil; aunque escoge el más encantador, como de todo.

Él sabe gozar en la mujer un nuevo deleite -al menos sabe exprimir mejor su zumo-: el de su tierna fugacidad. «Cada mujer, al acercarnos a ella -nos dice- es sólo la sombra de la mujer deseada».

GOLIAT Y LAS MARIPOSAS

No acusemos de infantilismo a Giraudoux, porque alguna vez se divierta en cazar mariposas. Él es un delicioso asesino de lo desmesurado. Este ágil hondero   —211→   encuentra siempre el guijarro cristalino, de afiladas aristas, capaz de hundirse en la frente del gigante parlachín, inflador del pensamiento.

Que rezongue el gigantón, mordiendo el polvo. Allá los filisteos le socorran. Fueron ya sacrificadas muchas víctimas graciosas en los altares de lo enorme: que, ahora, ante la gracia se vayan derribando los gigantes.

Sabíamos ya que el arte puede derribar un bosque para labrar un cofrecillo. Hoy ya queremos que ese cofrecillo esté repleto de sorpresas.

Y los gigantes suelen dar pocas sorpresas. Suelen ser «grandes caracteres», de tan enorme bagaje que difícilmente logran brujulear por los recodos de la aventura. Siguen rutas previstas. Avanzan entre la multitud que aplaude, hacia un epílogo rotundo. Cruzan la escena como dioses wagnerianos, arrastrando su densa divinidad. Suelen ser «caracteres sostenidos». Tienen su leit-motiv, es decir, su línea recta. Pisan tan recio que abren el paso a esos fangos de psicología doméstica que enturbian tantos libros. A sus burdos zapatos, llaman alas; y a sus zumbidos, pensamientos.

Giraudoux prefiere caracteres más pequenos, más ondulantes. A esos otros graves y «sostenidos» caracteres les halló una solemne utilidad decorativa. En los desfiles de algún libro los convoca para cubrir la carrera. A lo largo de las avenidas del arte deben alzarse esas rígidas estatuas de escayola, tan felizmente profanadas   —212→   por las pedradas de los chiquillos y el humorismo de los pájaros.

PLEGARIA EN LA TORRE EIFFEL

Desde la Acrópolis a la Torre Eiffel, hay tendido un cordón de oro que recorre ágilmente el espíritu viajero de Jean Giraudoux. Ya en la plataforma de la Torre, le hubiera sido fácil hacer desfilar bajo sus pies a la vieja literatura contemporánea, vencida. Él prefiere seguir creando otra nueva.

Desde la plataforma de la Torre, él lanza su «plegaria» ingenua como de un hombre que vive «en ese intervalo que separa la creación y el pecado original», como de un hombre «que ha sido exceptuado de la maldición en bloque».

Algún crítico ha dicho que Giraudoux viene a liquidar el realismo del ochocientos...

No es preciso liquidar nada. Tal concepto financiero del arte lo desdeña todo creador. Queda para los modestos glosadores. En Giraudoux no hallamos, por fortuna, esos libros sobre libros donde toda luz es periférica, reflejo de lámparas ajenas. En él la llama viene de sí mismo. Y cada página suya es una red de inesperadas interferencias.

Hay cuerpos que emiten, al ser iluminados, colores que la luz incidente no posee. Son sus cuerpos fluorescentes que dan más belleza que reciben. Así el   —213→   cerebro creador ante las cosas. En Giraudoux culmina tan prodigiosa característica. Da ciento por uno.

POSTDATA EN 1939

Han pasado quince años, Carlota: los años -eso dicen- en que una generación se desarrolla y fructifica. Excepcionalmente, más que ninguna otra, esa generación -la de Jean Giraudoux, la mía- ha sido zarandeada, fustigada... ¿Por qué? Por su carácter de risueña y audaz rebeldía. Por su carácter verdaderamente revolucionario. Porque la verdadera revolución es siempre heroica, y el heroísmo asusta al cobarde, al mal dotado... Por eso, todos los falsos demoledores la vinieron atacando, hasta llegar a proclamar el estado de estupidez literaria.

Quería -quiere- esa generación elevar el nivel del arte, por los arduos caminos de la inteligencia, por los delgados caminos de la sensibilidad. Quería evitar -como aconsejaba Nietzsche- todas las facilidades... Pero los hombres de nula o roma inteligencia, los hombres de escasa o roma sensibilidad prefirieron -como ellos dicen- «llamar al pan, pan, y al vino...» Sin saber, naturalmente, elevar el pan y el vino -y todo lo demás- a esa zona poética donde supieron elevarlos -desde Safo, desde Homero- los grandes creadores.

Culpaban a esa generación de delitos de frivolidad, de inutilidad. Llegaron a reprocharle su alegría,   —214→   signo de fortaleza, de gran ánimo... Hoy es Jean Giraudoux, por ejemplo, uno de los hombres más útiles a Francia. Y su mágica prosa -lee, Carlota, Pleins pouvoirs- no tiene que renunciar a seducción alguna para ponerse al servicio de los hombres. Porque el poeta es útil para muchas faenas, incluso para la de encauzar inteligencias sin rumbo, para fundir dispersas energías, voluntades.

(1924-1939)








ArribaObras del autor

Mosen Pedro. Ensayo biográfico.

El Profesor Inútil. Tercera edición. (En breve.)

El Cantar de Roldán. Versión castellana.

Ejercicios. Notas críticas.

El Convidado de Papel. Nueva edición, aumentada.

Delacroix. Conferencia.

Sor Patrocinio, La Monja de las Llagas. Tercera edición.

Locura y Muerte de Nadie. Nueva edición, aumentada. (En prensa.)

Paula y Paulita. Novela.

Salón de Estío. Novelas breves.

Viviana y Merlín. Nueva edición, ornamentada.

Teoría del Zumbel. Novela.

Zumalacarregui, el Caudillo Romántico. Segunda edición.

Las Siete Virtudes. (En elaboración.)

Escenas junto a la Muerte. Novela.

Rúbricas. Notas críticas.

Lo Rojo y lo Azul. Novela.

Bubu de Montparnasse, de Ch.-L. Philippe. Traducción y estudio.

Sobre la Gracia Artística. Conferencia.

El Amor en la Novela. Conferencia.

Fauna Contemporánea. Ensayos breves.

San Alejo. Biografía libre.

Castelar, Hombre del Sinaí. Libro de Esther. Biografía y crítica.

  —222→  

Discurso a los Holgazanes. Conferencia.

Feria del Libro. Ensayos breves.

Tántalo. Novela.

Doble Agonía de Bécquer.

Sala de Espera. Monodrama.

Cita de Ensueños. Figuras del Cinema.

Don Álvaro o la fuerza del Tino. Novela breve.

Discurso a un Combatiente. Conferencia.

Viaje a un Diván. Novela breve.

Cardenio. Monodrama.

La Novia del viento. Novela. (En prensa.)

Correo de Ultramar. Ensayos breves. (En prensa.)

Su Línea de Fuego. Novela. (En prensa).

La Mesa de los Poetas Feos. Novela escénica. (En prensa.)

Eufrosina o la Gracia. Ensayos. (Inédita.)

La Novia de Otelo. Monodrama. (Inédita.)

  —223→  

Este libro se acabó de imprimir el día 7 de junio de 1940, en los Talleres de Acción Moderna Mercantil, S. A., en tipos Caledonia de 12 puntos y en papel «Eggshell Book» blanco de 70 libras, al cuidado de Daniel Cosío Villegas y José C. Vázquez.