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El humor en la literatura

Ema Wolf





Confieso que de los temas que circulan por la literatura, ésos que convocan a mesas redondas y encuentros, el humor no está entre los que me desvelan. También confieso que nunca me ocupé a fondo del tema.

No porque el humor no me interese, por supuesto, muy por el contrario. Tampoco porque sea algo extraño a mis textos, más bien es el común denominador de casi todos ellos; cualquiera puede notar que lo valoro, y mucho. Sin embargo suelo declinar los convites para hablar de él.

Entonces trato de averiguar por qué.

Una razón es personal. La otra literaria, por así decir. En el fondo, creo que son la misma razón, sin adjetivos.

La personal es que me niego a hacer la vivisección del humor. No tengo ganas de abrirlo para ver que hay adentro, de escarbar en sus motivos ni en sus mecanismos, y mucho menos tratándose de mis propios textos. Tengo miedo de romper algo, de estropear una relación que es valiosa y que tal vez sea frágil.

El humor es viejo como el mundo. Los seres humanos aprenden a reír antes que a hablar.

Es una manifestación muy local, no es fácilmente transferible -asunto de la antropología cultural-, no todos los grupos reaccionan igual ante un mismo estímulo, lo saben bien los profesionales del humor cuando les toca actuar en otro país. Pero cuando una expresión de humor está en línea con nuestra propia cultura, o con algo que resulta afín a ella, atraviesa el tiempo y la distancia, y todavía hoy podemos reírnos con la carta de Ximena al rey pidiéndole que le devuelva más seguido a su marido o con una puesta de Las Ranas de Aristófanes.

En lo cercano, sin embargo, se comporta de un modo que a mí me desconcierta: ¿qué hace que mi vecino de butaca se ría de algo de lo que yo no me río? Suelo ir al teatro y al cine con un grupo de amigos y últimamente se nos ha dado por preguntarnos eso. Por supuesto lo atribuimos a una cuestión de edad, de frecuentación, de rodaje, en fin: muchos años yendo al teatro o al cine pueden insensibilizar el nervio del humor al hacer que algunas cosas tengan el sabor de lo ya visto. Pero tampoco eso explica todo. Porque también existen formas personales de leer, lecturas distintas de cada individuo. ¿Qué hace que la mitad de mis amigos adore La conjura de los necios y la otra mitad lo rechace de plano? Se puede afirmar, en general, que la reacción ante el humor depende de eso que se llama experiencia, que es algo más bien vago. Y sí... Pero también depende del estado emocional del momento. Con lo que sigo sin entender nada.

Creo que el humor es refractario a la definición y a la descripción, que sólo hay que entregarse a él. Es un ejercicio de la afectividad y de la inteligencia, sin duda destinado a seducir. Se le atribuyen ventajas de todo tipo, en las que creo con fervor: catárticas, salutíferas, anti-age -mi madre decía que el humor alargaba la vida, se reía de todo, y pasó los 97 años-. Además es generoso: parte sustancial del disfrute de quien lo propone es brindarlo a otros. Para mí, ha sido sobre todo eso: una expresión de generosidad. Siempre me sentí agradecida hacia los que me hicieron reír, cualquiera fuera el soporte en que el humor se presentara: libros, cine, graffiti, imágenes de Youtube, historietas, una conversación... Una palabra graciosa puesta en el momento justo la agradezco como un regalo.

El humor está asociado de manera muy consciente y muy nítida a mi infancia y a mi juventud antes de los veinte años. Lo recuerdo ligado a la radio, las historietas, la televisión... Pero en la literatura, hubo tres cosas que fueron significativas para mí:

La primera -alrededor de mis nueve años- llega con la figura de Yañez, el lugarteniente de Sandokán, un portugués flemático que ante situaciones de extremo peligro se permitía bromas. Yo disfrutaba con el desenfado y la desaprensión del portugués. (La saga de Sandokán tiene catorce libros, así que fue un largo disfrute.) El sentido del humor lo instalaba como contrafigura del héroe, que según los códigos del relato romántico, como sabemos, no puede hacer chistes, no sin despintarse al menos. (Nadie imagina al Corsario Negro, con su melancolía ojerosa, haciendo un chiste.) Yañez era la figura que aliviaba la tensión provocada por la amenaza, incorporaba el toque deportivo en la contienda, algo así como «bueno, esto no hay que tomarlo muy en serio». Al mismo tiempo, de ese modo reforzaba la implacable condición heroica de Sandokán.

La segunda, ligada a mi adolescencia -con esto los voy a sorprender- fueron los artículos de Germán Arciniegas en el suplemento cultural del diario La Prensa. En mi casa de Buenos Aires compraban La Prensa, un diario fundado en el siglo XIX, que traía cada domingo una columna firmada por Arciniegas -les estoy hablando de principios de los '60-. No recuerdo exactamente qué artículos eran, de los miles que escribió Arciniegas para los periódicos. Quizás provenían de Diario de un peatón. O no: tal vez él los estaba escribiendo en ese momento. Eran aguafuertes. En mi casa se celebraban. Ésa era le palabra: celebrar. Alguien estaba leyendo el suplemento, se topaba con el artículo, se reía, de inmediato lo volvía a leer en voz alta para cualquiera que estuviera cerca (para poder reírse de nuevo, claro), y al día siguiente se comentaba con tíos que también compraban La Prensa... Era textos que invitaban a ser compartidos. El humor, como el mate, se comparte. En este caso, dentro de la familia.

De Arciniegas recuerdo una prosa perfecta, refinada, un tipo de humor sutil, muy sarcástico, que fustigaba las costumbres -en la vieja tradición española-, y que podía ser muy surrealista, absurdo, en la línea de los textos de nuestro Macedonio Fernández, que conocí después.

Ahora advierto que el envase tenía importancia: La Prensa era un diario «serio» -años después descubrí que también era bastante reaccionario-, y me sorprendía la presencia de humor en un espacio que yo suponía «serio», las cosas de la cultura eran serias. Ese humor no estaba en la página de los chistes, estaba en la literatura. Para mí no era lo mismo reírme leyendo una historieta de la revista Billiken que leyendo el suplemento cultural de La Prensa. Esta circunstancia le daba al humor una estatura y una legitimidad que me resultaban encantadoras. (Se acaban de reditar).

La tercera, que fue como la frutilla del postre, fue el descubrimiento de Francisco de Quevedo apenas ingresada a la carrera de Letras. Ingresé cuando estaba por cumplir dieciocho años y en ese primer cuatrimestre se produjo la llamada «noche de los bastones largos» que dio lugar al éxodo de muchos profesores que se negaron a dar clases con las universidades intervenidas y la policía adentro de las facultades. Así que para paliar el problema de las cátedras desiertas, se suspendieron las correlaciones y nos encontramos muy jóvenes cursando materias del final de la carrera. La facultad todavía era un lugar intimidante para mí, la profesora también -muy estructurada, muy erudita-; de nuevo me encontraba en un lugar «serio» ante un escritor «serio», el más grande de la lengua, como me lo señalaron ya entonces; y como si fuera poco, tenía que estudiarlo... y aprobarlo.

La irreverencia descomunal de Quevedo, con su escatología, su desparpajo, con su poesía carcelaria -sus jácaras-, su poema a la nariz, sus libelos difamatorios, con aquel capítulo del licenciado Cabra en Historia de la vida del Buscón donde describía las sopas de agua sucia y el hambre que reinaba en aquel internado, ese Quevedo que arrancaba al lector risa y piedad, con esa capacidad para cruzar lo sublime y lo grotesco, se me presentó, en ese espacio tan austero como era la cátedra de Literatura Española II, con una libertad tan maravillosa que, les confieso, hasta me intimidaba. Me preguntaba si correspondía reírse, si se podía.

Quevedo era el verdugo de la solemnidad, el que desbarataba la hipocresía, el que desnudaba a esa España económicamente quebrada y endeudada, a esos clérigos inescrupulosos, a esos hidalgos falsos que medraban con la simulación desparramando miguitas sobre la pechera para fingir que habían comido. He ahí un genio que hacía gala de humor. Y la suya era una elección, porque también tenía piezas místicas y amorosas de un lirismo exquisito. Fue Quevedo el que, delante de mis ojos, liquidó, temprano, los prejuicios de lo cómico con relación a lo trágico. Instalaba el humor en un sitial magnífico, avanzaba como una topadora sobre las convenciones, se reía, hacía reír y con ese mismo recurso mostraba el drama y la miseria. (A aquel mismo cuatrimestre le debemos Aventuras y desventuras de Casiperro del Hambre, el libro de Graciela Montes, que también se chifló por Quevedo y la picaresca. Años después nos enteramos que habíamos cursado esa misma materia, sin conocernos, claro.)

Les acabo de mencionar tres manifestaciones de humor muy distintas, leídas en distintos momentos y con distinto peso para mí, pero las tres me marcaron. Es como si ellas me hubieran ido mostrando, habilitando el humor en etapas sucesivas. Esos textos de algún modo me animaron. Le escribía cartas a mi tío abuelo, que vivía en Córdoba, y algunos hilos de humor empezaban a aparecer en esas cartas.

El humor no es ingenuo, nunca lo es. Sin embargo, yo conservo una mirada ingenua sobre él. Digo ingenua en el sentido de que lo tomo como se presenta, igual que cuando tenía diez años, como un beneficio asombroso. Tiene secretos, lo abrazo y no me pregunto mucho más.

Anduve husmeando por la Wikipedia -para que vean que revelo las sesudas fuentes de mis sesudas ponencias- y aparecieron algunas clasificaciones del humor. Una: técnicas de humor verbal (hipérbole, lítote, silepsis, sarcasmo, anticlímax, oxímoron, gestos, etc. -esas figuras retóricas que nos enseñaban-) y técnicas de humor no verbal (gestos, caídas y resbalones). Otra dividía la comicidad en capítulos: verbal, de repetición, de carácter, de situación, etc. Otra se apoyaba en los desenlaces: previstos e imprevistos; los imprevistos a su vez podían ser con planteamiento latente, que a su vez podía ser concreto o incorrecto, o bien con planteamiento expreso, etc., etc.

Intentos de taxonomías, igual que si se tratara de ranas. Y ahí me volvió la idea de la vivisección, con lo que abandoné la búsqueda.

Definitivamente todos reconocemos el humor de inmediato, y las clasificaciones no sirven ni para generarlo ni para gozarlo. De un chiste podemos explicar la trama, pero sabemos también que la explicación lo destruye; con algunas piezas de humor netamente visual ni siquiera hay una trama explicable (Oski).

Lo que quiero trasmitirles, en definitiva, es que el humor está más ligado a mis afectos que a mi intelecto; que si me dedicara a lucubrar acerca de sus resortes apenas lograría ser obvia; el humor se reiría de mí si me viera hacer eso.

Umberto Eco, en un texto de un viejo libro suyo, La estrategia de la ilusión, señala una diferencia entre lo cómico y lo humorístico.

Dice que lo cómico da por descontada la regla y no se preocupa por reiterarla -la torta en la cara hace reír porque se supone que en una fiesta las tortas se comen y no se estrellan en la cara de los demás; pero no hace falta explicar esta convención porque todos la dan por conocida-. La violación de la regla es cómica, hace reír, y punto. Y dice que el humor, en cambio, nos remite a la causa de las cosas, toca al sentimiento. Con el humor a veces uno no se ríe, sino que apenas sonríe; el humor nos obliga a identificarnos con el que padece la ruptura de las reglas. El soneto de Quevedo a la nariz podría ser cómico; la vida de los alumnos en el internado del licenciado Cabra hace reír, pero al mismo tiempo obliga a revisar lo que se da por sentado; en el humor se percibe un punto de fricción, lo gracioso avanza hacia la reflexión de por qué las cosas son de ese modo.

No es que lo cómico sea conformista y el humor revulsivo, pero sí es posible reconocer que hay una risa que se monta sobre lo previsible, los valores acordados, sobre los prejuicios en definitiva; y otra que moviliza, que instaura una mini-crisis, que ilumina la eventualidad de un cambio. Las dos formas coexisten. A lo mejor la divisoria de aguas no es tan nítida, pero está. Si me pongo a pensar en algún texto mío, yo misma alcanzo a percibir esa diferencia: si digo que el contramaestre de La sonada aventura de Ben Malasangüe se comió las bolitas del árbol de Navidad creyendo que eran frutas, puedo reconocer un tipo de comicidad distinta de la que aparece en El contador de tigres donde hay una ironía que apunta a la desaparición de los tigres. La historia no propone ningún mensaje en el sentido de «tengamos cuidado con esto o lo otro» o «debemos hacer -o dejar de hacer- estas y tales cosas», pero algo acaba de ser puesto entre signos de interrogación.

También cuando empecé a escribir, el humor apareció temprano. Fue en los primeros artículos que me encargaron para las revistas.

El humor es algo que me sale. Una tiene una voz, y mi voz contiene ese recurso. Es como un par de zapatos con el que camino cómoda. ¿Por qué? No sé. Averiguarlo sería tarea de mi psicoanalista, si lo tuviera -Freud se ocupó del humor, si no me equivoco-, a mí simplemente no me atañe. Es la parte del iceberg que está bajo el agua, la parte de mi iceberg que está bajo el agua. La fuente del humor ocupa ese lugar invisible, y nunca se sabe hasta qué punto vulnerable. Aspiro a entenderme con la parte visible, y ya bastante trabajo me da.

Supongo que el hecho de construir mundos paralelos -eso que hace la gente que escribe ficción-, por sencillos y amables que sean, no deja de ser una anomalía. Nadie que se dedique a estas cosas es muy lisito, siempre tiene algún desacomodo, algo que le hace ruido. Que no le da patente de artista ni mucho menos, es sólo eso: algo que cruje. Como si la realidad fuera uno de aquellos dibujos fuera de registro: hay una parte de la superficie de color que encaja en el dibujo, y otra que no. Bueno, se escribe con la parte que no encaja.

La otra razón por la que suelo desatender las invitaciones para hablar del humor es porque se espera que lo explique como un recurso de la literatura para niños; el humor en función de alguna estrategia relacionada con la edad de mis lectores.

Y no es así en absoluto.

Incluso me sorprende que se insista tanto en esta cuestión. Hay temas que se abren hacia otros temas, son fructíferos, obligan a formularse preguntas. Cualquier tema relacionado con la literatura para niños -el funcionamiento de los libros en la escuela, la existencia o no del tan mentado género infantil, hasta el mismísimo Harry Potter-, lleva a asuntos que van más allá del tema mismo, estimulan la discusión. Pero el humor, así, en crudo, no me parece muy conducente; es autoconclusivo: existe, es fantástico, ¿qué más? No veo -hasta que alguien me lo haga ver, claro- que tenga patas muy largas.

Algunos educadores sí lo encaran como una estrategia. Promueven el humor en las aulas como manera de abordar mejor las dificultades, tanto del enseñar como del aprender. El humor mejora la disposición del docente, le sirve de alivio emocional en una tarea que a largo plazo resulta agotadora; al mismo tiempo mejora la disposición del alumno para involucrarse en lo que recibe. No tengo competencia en estas cuestiones, pero sin duda una clase relajada y risueña es lo mejor que puede suceder en un aula. Lo será, siempre que esto no se convierta en imperativo, en técnica a aplicar. A veces ocurre: algo que se descubre como naturalmente beneficioso se vuelve ejercicio de manual y se desvirtúa; la escuela descubre la bondad del goce y, en cuanto nos distraemos, la obligación del goce.

¿Por qué no puedo ver el humor como recurso propio de la literatura infantil? Por un lado, porque, como les decía, mi primera relación con el humor estuvo vinculada con textos no necesariamente infantiles. Salgari, como otros autores que leía de chica, no era un autor infantil, era un escritor popular que con el correr del tiempo devino en escritor para los niños. Por otro lado, cuando me tocó escribir en revistas, siempre que el tema lo permitía, apareció el humor. Y no eran revistas para niños. El humor se me presentó toda vez que quise comunicar algo a alguien, fueran chicos o grandes.

Si me permiten, voy a poner las cosas así: algunos de mis lectores nacieron hace mucho tiempo y otros hace poco tiempo. Entiendo que los mecanismos de comprensión y las expectativas que ponen a funcionar en el momento de leer son los mismos, la responsabilidad que me imponen en tanto lectores también es la misma, ellos son mis pares, siempre. No reconozco un escalón entre los chicos y yo -imagino que los psicólogos no estarán muy de acuerdo-, y es porque, en mi historia personal el humor circuló indistintamente a través de todos los géneros, siempre, por todos los territorios, en textos, escritos o leídos, destinados a todas las edades. Entonces el humor nunca podría ser una cubierta azucarada que yo empleara premeditadamente.

Por ejemplo, alguna vez escuché que en la literatura de terror para chicos se introducía el humor para evitar que fuera perturbadora. En este caso no sería introducirlos en un género sino más bien en un «como si», un sustituto del género, lavado y descafeinado. No le veo sentido a hacer algo así: cuento con que el chico puede cerrar un libro que lo asusta, es decir puede «irse» del libro; o bien puede esperar y leer a Poe o a Stephen King cuando esté en condiciones de encontrarle el gusto a eso.

Traigo esta cuestión porque en varios de mis cuentos hay momias, vampiros y cosas así. Bueno, no sé qué pensarán, pero un lugar donde uno se ríe nunca es un lugar donde uno tiene miedo. Donde el humor se instala, el terror desaparece. De modo que no hay forma de que uno atenúe los efectos del otro, simplemente se excluyen. Por otro lado, está claro que un vampiro no hace un cuento de terror; una mera momia no alcanza. Estos personajes están lo bastante amortizados como para no asustar ni a nuestros niños, y hoy se prestan a un abordaje paródico. Mis momias y mis plantas carnívoras no tuvieron un tratamiento diferente del que tuvieron mis piratas, mis abuelitas, los niños de mis historias, los náufragos, las maestras, los gatos, todos personajes más o menos inocentes -las maestras un poco menos- de cuentos donde el humor está presente, pero nunca con sentido protector porque no hay nada de lo cual proteger. Digo: no usé un recurso diferente para mis monstruos.

No reconozco esa fórmula de «terror con humor». Lo mío es humor. El terror es un género que me encanta, lo respeto y me parece tan difícil que nunca fui capaz de escribirlo. Si lo hiciera, me involucraría yo antes que nadie en la historia, no la disfrazaría de nada, no la cerraría con un paso de comedia, me esforzaría para que mis lectores se estremecieran y no me importaría qué edad tuvieran.

Decir que los niños tienen sentido del humor es una afirmación innecesaria a esta altura.

Leía hace poco un pasaje de La vida del drama, un libro muy valioso, de Eric Bentley, donde dice que los chicos adquieren sentido del humor a medida que abandonan la inocencia original, que les basta con oír unos pocos «cantos de experiencias» -así los llama-, que no son sino cantos de pequeñas derrotas, de frustraciones.

La inocencia, decía, es una e indivisible. Con la experiencia llegan la división y la dualidad, sin las cuales no es posible que haya humor. Y es verdad: un chico que ya lee está en condiciones de tomar distancia de las cosas y de sí mismo, puede comprender la mordacidad, entregarse a la pequeña trampa que está contenida en una ironía, aceptar de buen grado el juego de que le digan blanco para que entienda negro.

Vuelvo a esta idea de que el humor de mis libros no sirve a un plan exterior. El humor no contiene mensaje, es el mensaje. No me interesa «lo adecuado para los niños», ni la literatura que arranca de una tesis a demostrar. No quiero incurrir en paternalismo, ni enseñar, ni concientizar, ni «bajar línea» como se decía en los '70.

En las escuelas a veces los chicos me preguntan qué quise decir cuando dije tal cosa. Los niños no preguntarían eso si los adultos no hubieran instalado en ellos la presunción de que hay un mensaje aleccionador o contenedor. Donde los adultos suponen que hay una intención, no la hay, pero la encuentran igual. El trabajo mismo no nos habilita a sentirnos muy poderosos: el autor, pobre, a menudo no busca más que un final verosímil, la forma de zafarse con honor de una peripecia complicada. Hace años en un programa humorístico, en radio, un crítico de cine supuestamente culto le hacía un reportaje a un falso Ingmar Bergman. El crítico trataba de desentrañar el sentido de los símbolos en las películas de Bergman; en una de ellas aparecía un pato y el crítico indagaba sobre si el pato significaba tal o cual cosa, sesuda, elaboradísima. Bergman le decía: no, estábamos filmando y justo se cruzó un pato, qué íbamos a hacer.

Bueno, a veces nos veo a los autores un poco así: presionados para dar cuenta de lo impredecible. Y el humor está en esa zona.

Es cierto que hay muy poco de casual e involuntario en la escritura: hay esfuerzo, hay búsqueda... Pero es un esfuerzo que se orienta hacia el texto y que también se resuelve en el texto. La mirada del autor aparece allí aunque él no se lo haya propuesto. Por eso nunca pude considerar al texto una herramienta para alcanzar algo más importante. Y con respecto al humor, por instinto, uno no se ríe de cualquier cosa, se ríe de algunas y de otras no. En esa diferencia está presente su visión del mundo, sus valores, su ética en definitiva.

Será que yo tengo una resistencia muy grande hacia la ficción que me quiere «vender» algo, esa que se me presenta para revelarme una verdad. Me impresión es que me invade, aplasta mi libertad, y no puedo evitar ponerme a la defensiva.

Quería cerrar con un comentario.

En la literatura para chicos que se escribe en la Argentina -también en otras expresiones como el teatro, las canciones, los títeres- el humor es una presencia habitual. Se debe a que tenemos referentes importantes, como Javier Villafañe -que era un pillo- y como María Elena Walsh, a partir de los '60. Gente que abrió «permisos» en esa dirección: ¡ah, esto también se puede hacer! Algo parecido a lo que me ocurrió con aquellos escritores que les mencioné. Los rioplatenses de las dos orillas, sobre todo, somos bastante zumbones. Inventamos el tango, y algún antídoto había que encontrar.

Y ocurrió también que, con la vuelta de la democracia -esto fue en el '82- este humor proliferó / levó. Como fenómeno no consciente por supuesto, empezamos a reírnos más. De los monstruos, entre otras cosas.

No quisiera montarme en ese determinismo fácil de «esto ocurrió por esto otro», pero sospecho que algo tuvo que ver el hecho de habernos sacado de encima aquella losa pesada. No me parece del todo casual que en los años que siguieron el tono dominante haya sido el que está exactamente en las antípodas del discurso autoritario. Para este discurso, cualquiera sea su signo político, el humor es demoledor. No hay nada que lo socave más, porque lleva implícita la ausencia de miedo, que es donde este discurso se sostiene. Encima, es escurridizo: es lo que con más éxito esquiva la sanción.

Esto es algo menos que una hipótesis, además son asuntos muy sensibles y muy cercanos todavía, y además soy parte de ese paisaje, por eso quizás no pueda ver con claridad.

Pero sería interesante que alguna vez, alguien, con más distancia, con más serenidad, pudiera ver en los textos para nuestros niños las huellas de esos años no considerando únicamente su contenido explícito. Que pudiera ver también las señales más escondidas, más sutiles, las reacciones que los propios autores no calcularon, las líneas comunes que, como isobaras, seguramente están uniendo esos textos. Señales que mostrarían respuestas más íntimas, no sólo de duelo, sino también de resistencia, de supervivencia. Esas actitudes que, como la de Yáñez, aliviaba la tensión de la amenaza.