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La muerte de Abel

Representación de la tragedia titulada «La muerte de Abel» largo tiempo prohibida

Mariano José de Larra

La ilustración de nuestro Gobierno parece haber dejado en pie las tragedias en cuaresma por este año y algunas otras representaciones; sólo han quedado excluidos del ensanche dado al arte los bailes nacionales: efectivamente, la autoridad ha conocido que se puede muy bien ver comedias y salvarse; lo que parece estar todavía en duda es que se pueda uno salvar viendo bailar bailes nacionales. Yo estoy con el Gobierno por la negativa. Los bailes suizos, como los de la ópera El Guillermo, que se sigue representando, tienen otro ver: los nacionales son los especialmente desagradables a los ojos de Dios, con la circunstancia de que Su Divina Majestad parece llevarles más en paciencia el resto del año que en ciertos cuarenta días, llamados Cuaresma. Esto parece querer decir que hay circunstancias para todo, y que lo que es bueno en tal mes, es malo en tal otro, aun a los ojos del cielo. Lo mismo se dice de las ostras, las cuales sólo son buenas en los meses de erre. Un historiador podría inferir de aquí que las danzas que bailaban los israelitas alrededor del arca del Testamento no eran bailes nacionales, sino bailes del Guillermo, bailes suizos. Es probable que fuese así.

Convengamos en que hay pocas cosas más ridículas, ni más insolentes, que la petulancia con que suele el hombre autorizar con el nombre tan sagrado de Dios sus pequeñeces.

La muerte de Abel es un hecho incontestable, y esta tragedia una de las acreditadas obras literarias del repertorio de Máiquez. Muchísimo mérito debería de tener aquel célebre actor cuando adquirió su fama en las obras que representó, y cuando se la comunicó a ellas mismas. Entre todos los dramas representados por Máiquez no recordamos uno bueno.

Es preciso tener muchísima precisión de hacer una tragedia para hacer La muerte de Abel. Advertimos que no vamos a hablar del asunto, consignado en las Escrituras sagradas, que respetamos: vamos a hablar sólo de la tragedia y de los medios de que para llevarla a cabo se ha valido el autor.

Los primeros padres empiezan a poblar el mundo. Adán parece un buen objeto; Eva, al fin, mujer. Abel es un verdadero pisaverde, tierno, rubio y adamado. Delicado y poco trabajador; ha escogido por tanto el oficio de pastor: lleva y trae las ovejas, reza y duerme, y como es feliz, quiere a todo el mundo. Es natural. Caín es robusto, fuerte, rehecho, feote, poco amigo de dengues: labra la tierra y sustenta con su fruto a toda la familia, mata a los leones y les roba la piel para abrigar a todos con ella: si esto es malo, venga Dios y véalo. No tratamos de hacer la apología de Caín; ya es pleito perdido; pero sí de poner las cosas en claro y la poca habilidad del autor Legouvé. Seguramente que no pasarían las cosas como él las pinta. A pesar de todo eso, como Abel es más zalamero, y siempre tiene la risa en los labios, quiérenlo más. Caín gasta mal humor y quiérenlo menos. He aquí la ventaja de los buenos modales. Pero tener mal humor no es delito, sobre todo cuando se trabaja mucho. En estos dimes y diretes, en estos chismecillos de vecinos, pasa el primero y segundo acto: sobre si Caín quiere, sobre si no quiere a su hermano. Tantas veces se lo dicen al pobre, que ya da al diablo a Abel y a sus parientes; dícele a su padre las verdades del barquero: castellano, viejo, el pan, pan, y el vino, vino. Entonces no había pan ni vino; por consiguiente no he dicho nada. Pero de allí a poco vuelve en sí; oye un sermón del gran Papá, pide perdón, se reconcilia con Abel y llenos ambos de fervor, vuélvense a Dios, que anda por allí cerca, según luego se ve, y depone cada uno su ofrenda en su respectivo altar; de inútiles flores Abel, de productivas espigas Caín.

Era costumbre entonces que bajase una pella de fuego de la bóveda azulada, que se ha descubierto después no ser más que aire, sobre el don que más agradaba a Dios. Así es que, de allí a poco, baja la llama revoloteando y consume el de Abel. He aquí a Caín furioso de nuevo. ¿Es esta llama la justicia? Hostigado y frenético, jura odio y venganza eternos. À qui la faute?

En el tercer acto ha soñado Caín: es muy común en los héroes de tragedias el soñar; véanse Dido, Edelmira, Malvina; en una palabra, todos. Los fisiólogos no han podido dar todavía con la causa de esta singularidad. Sea que como comen poco y tienen muchas penas, hagan malas digestiones, sea que cenen demasiado tarde, sea en fin lo que sea, el hecho es indudable. Caín, pues, ha soñado que veía a la posteridad de Abel, rezando siempre y dándose buena vida a costa de la suya, atareada y laboriosa. De aquí vino sin duda decir: Sueños hay que verdades son; porque ha sucedido ce por be todo lo soñado por Caín. Con este motivo éste mató a Abel de un porrazo. El autor ha sustituido en este lugar a la célebre quijada del animal mal sonante y sufrido una especie de azadón. ¿Por qué? Ésta es alteración notable y que pudiera inducir en error al público. La cosa fue quijada y esto lo aseguramos como si lo hubiéramos visto.

Lo mismo es caer muerto Abel, que se levanta un airazo de todos los diablos: los naturalistas no han podido nunca descubrir que el homicidio levante aire, pero otros tiempos, otras costumbres. Éste es uno de los muchos secretos que se han perdido y que mueren con el poseedor. Caín se horroriza, y más su familia. De allí a poco se ve en el fondo de la Naturaleza un triángulo rodeado de rayos de oro; cuyo triángulo habla y le pide cuentas a Caín, condenándole a vida vaga y execrada. El delincuente no sabe qué responder y toma las de Villadiego, terminándose la función con una divertida y copiosa lluvia, efecto también sin duda del homicidio.

No negaremos que hay por aquí y por allí algunos rasgos sublimes, pero como dice Virgilio: Apparent rari nantes in gurgite vasto.

Nos ha chocado mucho que se usara del adjetivo sangriento en tiempo de Adán hasta con abuso; pero más que todo, que el buen señor Adán incurra en el anacronismo grosero de hablar de sus cenizas aludiendo a su muerte. Todos sabemos que hasta muchos siglos después no se quemaron los cadáveres: no es de sospechar que el respetable anciano, de suyo poco pedante, estuviese tan al corriente de la historia egipcia, griega y romana; lo uno porque Adán fue un tanto anterior; lo otro, que es lo principal, porque nació ya grande para aprender. La figura retórica de las cenizas está, pues, inoportunamente colocada en boca de Adán. Es verdad que en el día también se llama cenizas a los cadáveres y se cree decir una cosa muy elegante: en nuestro entender lo que se dice es un disparate, ahora lo mismo que en tiempo de Adán.

Y ésta es la ocasión de decir de paso que la lengua de los primeros hombres debería ser poco rica y nada a propósito para largos parlamentos metafísicos de teatro: debería reducirse a unos pocos nombres propios. Pocas sensaciones, pocas ideas; pocas ideas, pocas palabras. Y esto, dado caso que hubiesen llegado ya a formarse y fijarse palabras, y que no fuese más bien sonidos casi inarticulados toda la conversación gastada en los primeros tiempos de este mundo perecedero y de pura conversación, ya en el día, merced a los adelantos de los hombres.