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Segunda Parte

Y después que los siete truenos hablaron, iba yo a escribir; pero oí una voz del cielo, que me dijo:

-Guarda en secreto lo que dijeron los siete truenos, y no lo escribas.


El Apocalipsis                



- 8 -

Honorato Saña recibió a su sobrino con cierta actitud altanera, sin encubrir la contrariedad que le había ocasionado tan inesperada visita. No obstante, lo hizo pasar tras el mostrador y le ordenó que lo siguiera, a través de la penumbra de un amplio almacén que olía a carbonatos alcalinos y perfumes franceses, a sustancias sulfúreas y aguarrás, a loción after shave e insecticidas, hasta una pieza, mitad despacho, mitad saleta, decorada con antiguos potes de porcelana de apotecario, con sugestivos rótulos en un latín de caracteres de misal, copias de ídolos de culturas precolombinas y marchitas aves disecadas en un gorjeo definitivamente secuestrado.

Honorato Saña tomó asiento en un sillón giratorio situado frente a la mesa repleta de papeles pajizos, facturas, albaranes, libros de contabilidad y letras de cambio (sin duda) impagadas, pero todo adecuado a una disciplina rigurosa, casi castrense, inviolable y operativa. Se quitó los anteojos de lentes gruesas y oscuras y las limpió con distraída minuciosidad, insuflándoles un vaho rebosante de efluvios de coñac y ácidas secreciones intestinales, frotándolas con una delicada gamuza.

Luego, siempre manteniendo las distancias y con un gesto convencional, invitó al joven -que hasta entonces había permanecido en pie- a acomodarse en una de aquellas butaquitas tapizadas de plástico floreado y peceño.

-¿Y bien?

Por unos momentos, Sabrino estuvo tentado de proferir una impertinencia y marcharse de aquel lugar nauseabundo y opresivo. Pero reprimió sus primarios ímpetus, consciente de que si actuaba con astucia y se fingía dócil y respetuoso, conseguiría los propósitos que lo empujaron hasta allí.

Y habló humildemente -escrúpulos, a un lado- de sus estudios facultativos, de sus proyectos, de su precaria situación económica que procuraba superar con diversas ocupaciones adicionales, para así costearse matrículas, textos, pupilaje y otros gastos menudos. Habló también, con una estrategia retórica de alabanzas discreta y ladinamente introducidas, del respeto y aun de la admiración que le había profesado, casi a hurtadillas y desde el punto en que le alcanzó la noticia de su exótica y legendaria existencia, en las márgenes del Orinoco, tanto por su limpia estirpe criolla, cuanto por su talante emprendedor y resuelto para los más variados negocios que siempre manejaba con firmeza y honradez, según tenía por sabido.

Tras una pausa de dudas y exasperaciones (tío Honorato maliciaba de todo y mantenía su árida compostura), Sabrino recurrió a la muerte de su padre -era una baza de efecto-, apenas si hacía un año, terrible, algo muy terrible, murmuró, la prolongada agonía del cáncer, húmedos los ojos, con una humedad histriónica y guardó silencio, con la cabeza baja.

Tío Honorato ojeó unos papeles.

-¿Y mamá?

Bien. Mamá estaba bien. Trabajando. De fregona en unas oficinas, concluyó.

-Vaya. Lo siento.

Una fórmula fría, de compromiso. Quizá sintiera especialmente, su fracaso de indiano, con dólares, rechazado en sus obscenos requerimientos. Y recordó, una vez más, cómo aquel presuntuoso minorista de mercería pretendió acostarse con su madre, por unos duros, para que tú y la niña podáis comer -él no había nacido todavía-, eres casi viuda ya, una viuda joven y apetecible, mujer, mira bien lo que te conviene, porque a ese desgraciado que tienes por marido le van a dar plomo de inmediato, mientras su padre aguardaba, en la cárcel de Alicante, la orden de ejecución.

-Vaya. Lo siento.

Pero, no. No cedió la madre, labradora hermosa de antigua y serena hermosura morisca, gestada en el recóndito y abrupto valle de los cerezos, y transida de fidelidades al hombre sentenciado y a la tierra prieta, como su cuerpo. No cedió, nunca cedería, al envolvente acoso de aquel militar a quien precedían el adagio de las rebeldes medallas exhibidas ostentosamente en la vitrina de su pecho victorioso y un hedor picante y depurativo de pólvora recién quemada en cunetas y tapiales de cementerio. No cedió, nunca cedería, ni sus pechos henchidos de hierbabuena, ni sus altos muslos morenos, al emboscado coso del pariente venido de las Américas, con salvoconducto de redentor falsario, que quiso, por último, rendirla a sus antojos (inasequible como era a la frustración) especulando con hambre y soledades.

-Vaya. Lo siento.

Y recordó también fílmicamente las insólitas revelaciones del padre, ya en la pleamar del alcohol, desahuciado y recomido de calenturas y ahogos, lo mataré, te digo que lo mataré, una chapuza aquí, luego semanas de taberna y delirios, mano de obra adquirida a bajo precio para los destajos, a veces, descargador de trigo argentino en los mismos muelles donde lo capturaron las mercenarias bayonetas de Gastón Gambara. Lo mataré, te digo que lo mataré. De pronto, le ardió la mirada con los impulsos homicidas del padre sepultado. Fue como un relámpago. Tan fugaz como un relámpago. Tan violento.

Tío Honorato ojeó unos papeles.

-¿Y mamá?

Bien. Mamá estaba bien. Trabajando, como siempre. En unas oficinas, de fregona.

-Vaya. Lo siento.

Sabrino Saña Bolufer se resolvió en un gesto indefinido. Había que narcotizar los viejos agravios que le rebrotaban, y asegurarse un futuro. Por eso, amordazando toda su visceral aversión, dijo correcta y suavemente:

-Le quedo muy agradecido por su interés, tío Honorato.

Honorato Saña Mendoza inició una leve y circunspecta sonrisa que se le congeló de golpe, cuando creyó advertir un relámpago de muerte, en los ojos ahumados y fúlgidos del joven. Quizá tan sólo fuera el reflejo de su propia y bien oculta flaqueza. No obstante, titubeó. Porque conocía de sobra a los de aquella maldita y ponzoñosa ralea: holgazanes, pendencieros, ladrones, blasfemos, salteadores, patibularios. Sí, claro que te conozco bien, so hipócrita, y sé que algo quieres. Te conozco como conocí a tu cochino padre y también él trató de hacerse con mi dinero torpemente. Y recordó. Honorato Saña había visto a su primo Sabrino en dos ocasiones. De la primera, no guardaba más que unas desvaídas reminiscencias de juegos infantiles. De la siguiente y última, en un precipitado e intempestivo viaje de negocios a una España republicana y conmovida de júbilos populares, retenía aún vivo, conturbador y punzante el gesto de un hombre sarcástico y mendaz, para quien nada que no tuviera una estrecha relación consigo mismo, valía un ápice. Desvergonzado y rastrero pretendió convertirlo en víctima de una estafa mal urdida, de la que se zafó poniendo océano de por medio.

-Le quedo muy agradecido por su interés, tío Honorato.

Recordó entonces, dándole vueltas al tiempo, a una María Bolufer, joven y seductora en su abandono, seis años ya de continencia obligada, en tanto su marido se pudría literalmente en la cárcel, condenado a la pena capital. Pero lo rechazó una vez y otra. Y él se enardecía más y más ante la incomprensible obstinación de una mujer espléndida que atentaba así contra la naturaleza. Volvió con nuevas e inútiles ofertas económicas, para ti y para la niña, que ella no tiene culpa de esta situación, mujer, mira bien lo que te conviene y no te andes con tantos melindres. Hasta que una calurosa madrugada de julio, la sorprendió con el sueño quebrantado y arrebujada en una sábana que traslucía sus desnudeces. Exhalaba un penetrante olor a hembra y quiso forzarla, antes había tomado unas copas para procurarse ánimos, pero desistió temblando de ardores y de miedo, frente al enorme y afilado cuchillo de cocina que esgrimía aquella furia de pupilas contraídas y desdeñosas.

-Le quedo muy agradecido por su interés, tío Honorato.

Desde tan lejano día ya, apenas si supo de la denigrante y hostil parentela. Le llegaron dispersas y confusas noticias acerca del indulto de Sabrino y de su posterior libertad. Pero andaba demasiado absorbido en sus asuntos unas posibles e importantes concesiones petrolíferas, en el Estado de Zulia, como para prestar atención alguna a ciertos rumores que, por otra parte, no le merecían el menor interés. Y ahora, de pronto, irrumpía en su vida aquel incómodo intruso, para desenmohecer, con su presencia, los más sórdidos sedimentos de un pasado microscópico y casi irrecuperable en la laberíntica y abrumada memoria de un hombre activo, arriesgado y de muchas y simultáneas empresas, como él. Pero allí estaba, desbaratándole los años y las cosas, en el álbum de las desvaídas escenas: la increíble agonía de su esposa, calabresa añorada del siroco, seis meses de tránsito e inconsciencia, en el lecho guarnecido de larvas repugnantes, de voraces insectos insensibles a fumigatorios, ungüentos y expulsivos -se le fue la plata en arrebañar la botica- que le iban sorbiendo los tuétanos, hasta que su esqueleto, respiraba aún fétidamente, sonó como un órgano de liturgia gregoriana. Una santa, una santa, decían. Una santa que lo dejó, a fin, viudo, sin hijos y en la ruina. Levantó el campo, compungido y asediado de acreedores, y se instaló de apañador de relojes y diminutos artificios mecánicos -cajas de música con valses centroeuropeos, automóviles y muñecas de cuerda-, en El Tigre, una ciudad con la demografía disparada de fornicaciones y buscavidas. Su diligencia y aplicación hicieron que pronto el modesto taller artesanal se convirtiera en un prestigioso comercio, donde se podían adquirir curiosos objetos de importación, ingenios suizos, porcelanas de Sajonia, guitarras españolas y sofisticados perfumes de París. Sí, él, Honorato Saña Mendoza prosperó de nuevo gracias a su iniciativa y a su olfato para el chalaneo. Y siguió prosperando, con las ventas aplazadas y el préstamo usurario, hasta que el pueblo amputó la mano firme e implacable que gobernaba un país extenso de indolencia y salvajismo, y el orden social se tambaleó. De modo que, cuando las petroleras americanas desmantelaron equipos y tecnología, él liquidó todos sus bienes (había por allá mucho «coño e madre» expoliado y con el machete embravecido e insurrecto) y salió, como de puntillas, por La Guaira, una vez obtenidas las garantías y bendiciones, para sus caudales, del First National Bank. A bordo de la motonave, en singladuras antillanas, observó desabridamente, al rosicler de la aurora, cómo cientos y cientos de peces bruñidos rompían la cabrilleante superficie y volaban junto a las amuras. Semanas después, en Madrid, superados ya trámites y papeleos por la componenda de las divisas incorporadas, comenzó una nueva y venturosa andadura de especulaciones, porque en la patria de sus ilustres antepasados imperaba una pacífica sumisión y una fiebre de competencias mercantiles. Atrás, pues, la corrosiva y deletérea actividad del trópico (el cadáver momificado de su mujer emitiendo notas a través de un humus inquietante de pequeños seres viscosos, su quinta asaltada y demolida por la ignorancia del peonaje crecido en la revuelta, el monolito ribereño levantado a la memoria de su abuelo, prócer de errabundo destino final, también violado por la ingrata turba); frente a él, la perspectiva de una decorosa consideración: don Honorato Saña Mendoza, empresario y promotor de modernas urbanizaciones. Porque, sin duda, la rama desgajada y podrida de los otros Saña se habría extinguido en su propia execración. Y ahora, de pronto, irrumpía en su saludable y holgada vida aquel intruso y desconocido Sabrino Saña Bolufer.

-Le quedo muy agradecido por su interés, tío Honorato.

Aunque después de todo... Se ajustó las gafas (los cristales oscuros le conferían cierta reconfortante impunidad) y escrutó al joven curiosa y detenidamente. Sí, era un redondo bribón, un socaliñero, un farsante, que fingía, sin empacho, mansedumbre y templanza, donde golpeaba la insolencia. Tenía la mirada al sesgo, tal como su padre, y una actitud despectiva. Reflexionó acerca del probable móvil de la imprevisible visita. Dinero, claro, el muy jodido necesita dinero y me viene con la vaina de su difunto, para aguarme el guarapo. Sabe Dios cómo diantre habrá dado conmigo. Pues aviados estamos, con el doctorcito. Pero dijo:

-Vaya. Lo siento.

Estúpido, petulante, hortera y puerco. Y, sin embargo, Sabrino moderó sus impulsos, consciente de que si procedía con cautela y se mostraba dócil y respetuoso, podría apañarse un empleo eventual que le permitiera proseguir los estudios. De modo que respondió, correcta y casi amablemente:

-Le quedo muy agradecido por su interés, tío Honorato.

De súbito, un fugaz pensamiento lo conmocionó: si María Bolufer (a quien imaginaba ya obesa, arrugada y marchita) hubiera accedido a sus insistentes pretensiones apasionadas, muchos años antes, aquel joven sería, de seguro, hijo suyo. Aunque después de todo... Se ajustó las gafas y lo examinó con atención. Universitario, futuro hombre de carrera, erudito, algo, en definitiva, que jamás se había dado en su familia, porque el muchacho era un Saña, por supuesto, y de eso, ni la más insignificante duda. Advirtió un tenue amago de orgullo. Y se encontraba solo, muy solo, qué carajo. Bueno, pues si busca faena de verdad, se resuelve con plata. Y nos dejamos de lavativas. Además, ya se encargaría él personalmente de someterlo a una discreta, pero estricta vigilancia. Y hasta, quizá, con el tiempo y un poco de disciplina, lograra enderezarlo, ahora que el fallecimiento del padre lo exoneraba de su nefasta influencia. Por pura rutina, dijo:

-Vaya. Lo siento.

Y con la misma indiferencia, Sabrino respondió:

-Le quedo muy agradecido por su interés, tío Honorato.




9, 10, 11 y 12

Cerca de las ocho de la tarde y después de un prolongado y meticuloso análisis de las cuentas, a dos columnas, recogidas en el libro mayor, y de las operaciones mercantiles registradas en el diario, tío Honorato cerró satisfactoriamente el balance de comprobación y saldos. Tanto el negocio de mercería como la venta al por menor de drogas marchaban bajo los mejores auspicios.

Afuera, caía una lluvia menuda, helada y persistente. Se habían quedado solos, en el pequeño despacho de la trastienda, bien afianzadas las puertas metálicas del comercio, desconectados los rótulos de neón y a punto el dispositivo de alarma instalado reciente y previsoramente por tío Honorato, quien solía guardar las cuantiosas recaudaciones semanales en una vulnerable y mal disimulada caja fuerte de la oficina, hasta los sábados en que verificaba, con todo tipo de precauciones y garantías, el correspondiente depósito bancario.

Sabrino, irritado por la precisión de aquella inusitada abundancia de cifras, cálculos y asientos contables, echó un apremiante y consolativo vistazo al reloj: a las nueve, tenía una cita con Begoña Oteiza, para pasarle ciertos apuntes de Historia medieval. Pero su irritación creció, aún reprimida, cuando tío Honorato se acomodó en una de las butaquitas tapizadas de plástico floreado y peceño, y con un ademán displicente le indicó que tomara asiento en la otra, mientras llenaba dos copas de coñac.

Después de cinco meses a su lado, Sabrino sabía muy bien lo que significaba aquello: era el efusivo preámbulo del relato minucioso y tantas veces ya repetido de sus prodigiosas hazañas y aventuras, bajo la bóveda ondulante y aérea en el vuelo encendido del guacamayo o en el majestuoso de la garza, del alto e intrincado Orinoco. Relato que inexcusablemente concluiría con la ferviente exaltación de su abuelo, el prócer Honorato Saña Eiroa que fundó la subrepticia y errátil ciudad de Santa Olaria de la Caribera y a quien un acuoso coro de homéricos rapsodas lo sublimó por su filantropía y caridad.

El día en que reventó, por fin, Honorato Saña Eiroa, las trescientas doce almas de Santa Olaria de la Caribera se iluminaron por dentro de una elemental y genesíaca fulguración.

No obstante, y con la astucia crecida en la mansedumbre, aplazaron cautelosamente el beneficio de la libertad, en los lienzos de un luto rendido a punta de revólver y a golpe de látigo. No hubo, aun con tanto ardid, ni plomo ni cuero bastantes para estrangular, aquella noche, un suspiro anónimo y coincidente en su delatora unanimidad, que alzó el vuelo, como un ángel anunciador, por encima de la milenaria arboleda.

La requerida muerte del cacique, fiada al tiempo y, en algún caso, a las secretas prácticas de teogonías letales, puso, sin embargo, a las trescientas doce almas sumisas de Santa Olaria de la Caribera, al borde mismo de la incertidumbre.

Sobrevino el excitante acontecimiento, en medio de las fiestas conmemorativas y con la época de las lluvias anticipada en la cornisa de basalto mesetario y verdinegro que obstruía los bosques.

El cadáver de Honorato Saña Eiroa yacía en un sólido y fastuoso ataúd de caoba, rodeado de cirios, bisbiseo, miríadas de moscas y de ya ociosos guardaespaldas.

El cadáver de Honorato Saña Eiroa espiaba sarcásticamente el inusitado ajetreo funeral. Lo espiaba por aquel ojo linfático y de párpados buidos con el tósigo inflamatorio del anófeles. Aquel ojo rebelde que no se había plegado ni a las exigencias del postrero tránsito, ni siquiera a la obstinada y reiterativa clausura imposible de sus deudos. Ojo polifémico, terrible y precursor, en los turbios líquidos segregados donde se nutrían las ávidas moscas, aberto, en fin, desde un más allá de algo o de alguien referencial, a la inminente y definitiva catástrofe.

Lucía el difunto, sobre la pechera almidonada del inmaculado liqui-lique, todo un baratillo exótico y coruscante de cruces, medallas, placas y encomiendas (la efigie de aleaciones ligeras del abisinio rey de reyes Teodoro I acariciaba los senos cortados en bronce de Olaria, la mártir, vecina intercostal de un niquelado París burbujeante aún en su primera y espléndida exposición cósmica). Pero, en medio de tanta metalada y de tanto esmalte, se erigía la heráldica vaporosa y casi hipnótica del virreinato de la Constelación de Casiopea: cinco estrellas carmíneas, entre dos grifos rampantes, formando una W, en campo azur, con veros, según el osado diseño del barón Ernst von Holthusen. Pero bien es cierto que el barón Ernst von Holthusen, por entonces maestro cantor de la Universidad de Santa Olaria de la Caribera, había proyectado el escudo de armas siguiendo disciplinada y fielmente las instrucciones que, en su día, le facilitara el propio don Honorato acerca del legendario y poco esclarecido título genealógico. Sólo se permitió, por su cuenta y riesgo, y en un instante de arrebatada inspiración nobiliaria, el detalle de algunos ornamentos de segundo orden, quizá en nostálgico homenaje a su ilustre sangre prusiana.

El cadáver de Honorato Saña Eiroa se licuaba minuto a minuto y expedía fétidas ventosidades, sin que fray Andrés terminara de llegar, para administrarle los auxilios de la extremaunción. Honorato Saña junior, corpulento y agresivo, no aguantaba ya ni la impaciencia ni las náuseas que le urgía la impetuosa descomposición del cuerpo de su padre.

Maldijo, una vez tras otra, al miserable misionero repudiado tanto por los superiores de su orden como por los indígenas supuestamente catecúmenos, y quien, a buen seguro, andaría de aldea en aldea, dándole lo suyo al alcohol de caña o buscando el consolativo sexo de algún muchacho piaroa, mientras proseguía el fascinante y remoto inventario de dioses, ritos y holocaustos. ¡Ese lanudo, papel quemado, marico más que marico...! Brotó estentóreo el torrente de invectivas, el discurso soez y autoritario del nuevo y joven cacique, señor de Santa Olaria de la Caribea, el pueblo deslizante y magnetizado por la selva pluvial, incómodo bajo la atenta vigilancia de aquel ojo cuyos humores destilaban un tornasolado amasijo de insectos estridentes. Pero el cadáver de Honorato Saña Eiroa, y era asunto de ley, demandaba sepultura de cristiano, con pompas y latines apropiados a su dignidad.

Afuera, en la calle única y encharcada, con bambusales y lirios silvestres, para la hozadura del puerco, se esfumó el bullicio ferial, en un duelo desafinado. Se alzaban, expectantes, los tenduchos y harapos de lona donde fermentaba la efímera y ácida mercadería: la piña perfumada de azúcares, el ñame, el mapuey feculento, la jalea de guayaba, el cambur manzano, el pan de chicharrón, la arepa de maíz sancochado, el queso criollo de palma, el bollo con tocino y anís, el guiso de hallaca envuelto en hojas de banano, el mismo aire hecho todo él de fuertes efluvios orgánicos (estimulantes o vomitivos, según) y sorbido por una inmunda bichería. Y allí, junto al abigarrado emporio de penurias, el indio fluvial y ausente, en su misma presencia, el ambulante vendedor de naderías, el aventurero enviciado de placeres diamantíferos, el rítmico mulato de lejanas sales maracaiberas, la mujer alegrona para la holganza, con lastre de purgaciones, el conspirador fugitivo, el perro de lomo alámbrico, urdidos en el paño de un luto obligado a punta de revólver y a golpe de látigo.

De repente, al cadáver de Honorato Saña Eiroa le estallaron los belfos en un explosivo dicterio de babas y gelatinosos gusanos de un verde fosforescente que se escurrían, retorciéndose, comisuras abajo, en tanto de aquel oscuro agujero donde antes estuvo la boca, manaba ininterrumpida y premiosamente todo un proceso de heces y carroñas intestinales en veloz pudrición.

El joven y nuevo cacique de Santa Olaria de la Caribera no pudo contener el asco. Salió al patio trasero y echó hasta las tripas, sobre una piara de tiernos lechones.

Fray Andrés llegó, demudado y tembloroso, justo cuando despuntaba una luz opaca y caían ya los primeros goterones. Llegó, frustrados sus impuros apetitos, para toparse con la patética desolación.

El día en que reventó, por fin, Honorato Saña Eiroa, de mucho tiempo atrás, larvado de pestes y de bubas secretas, las trescientas doce almas del misterioso pueblo errabundo, desfilaron cabizbajas y en actitud solemne y de apariencia compungida, ante el cadáver menguante de quien, por largos años y hasta entonces, había sido señor absoluto y despiadado de cuanto allí alentaba u ofrecía señales de alentar (ya fuera preñez de hembra humana o porcina, ya mazorca de maíz en agraz, ya sutil hallazgo de polvo de oro). Pero las trescientas doce almas sumisas aplazaron el beneficio de la anhelada emancipación, mientras se cumplían las exequias del prócer.

Durante aquella interminable y fatal noche de conmemoraciones en suspenso, se percibieron los hervores de la crecida. El diluvio espoleó al gran río, o a sus afluentes, a los caños selvosos, a los lagunajos caimaneros. Y las nubes comprimieron, lívidas e irascibles, el rotundo mensaje de la centella. Santa Olaria de la Caribera navegaba hacia su aniquilación.



Sabrino Saña miró, de nuevo, el reloj. Aún disponía de algunos minutos. Pero tío Honorato, acometido por el coñac y por los confusos recuerdos, iba ya de delirio en delirio, tratando de reorganizar un pasado respetable, donde apenas si había más que vagas noticias o retazos de una historia tremenda y de muy precaria fiabilidad. Pero el mercero y promotor de urbanizaciones era absurdamente inasequible a la sola sospecha de cualquier descalabro parental.

De modo que, al hilo de una narrativa tan locuaz y vívida como fraudulenta, ya con las últimas luces del siglo en agónica oscilación, Honorato Saña Eiroa entregó su alma a Dios, beatífica y sacramentalmente confortado con los santos óleos que le administrara su leal amigo y confesor fray Andrés, un devoto e intrépido misionero, en aquellas paganas tierras.

Tío Honorato hizo una breve pausa, para llenar su copa por cuarta vez. Luego, se acomodó en la butaquita floreada y peceña. ¡Muerte épica la suya, si las haya! Expiró el magnánimo prócer, con la inocencia del infante y en olor de una multitud afligida y desamparada por la irrepetible pérdida. Pero así era el abuelo, hombre de carácter indulgente y benévolo, y sin embargo justo e insobornable a la hora de cumplir sus obligaciones. Fundó pueblos, universidades, casas de oración, y siempre se mantuvo al lado del débil, del menesteroso. Pero así era el abuelo, hombre capaz de llevar el progreso y la fe, a los más recónditos lugares del mundo, aun a costa de su propio sacrificio. Por eso acudió sereno y puntualmente a la cita definitiva, cuando el cielo lo llamó. Y no hubo remedio. Ni aun la ciencia del sabio y prudente doctor Rómulo Rosso.

La palabra alusiva y manual del guahibo cuenta que fue un hechicero blanco quien pactó con los insaciables peces caribes, una tregua largamente observada. Desde entonces, los temibles capaburros cesaron en sus masivos ataques. Desde entonces también, el hechicero blanco reprimió su no menos insaciable apetito de peces caribes, por los que sentía una casi enfermiza inclinación gastronómica.

Al hechicero blanco de los guahibos se lo trajo, hasta Santa Olaria de la Caribera, el barón von Holthusen después de arduas negociaciones, con un grupo de llaneros empecinados en ahorcarlo. Ernst von Holthusen regresaba de San Fernando de Apure, en donde había adquirido una antiquísima clepsidra para regocijo de don Honorato, cuando presenció la escalofriante escena: aquel hombre obeso y despavorido, yacía maniatado, al pie de un corpulento árbol, mientras los duros jinetes preparaban la soga. Sólo la finura diplomática del barón y una tabaquera de ámbar operaron el rescate del cuatrero. Ernst von Holthusen supo, en apresurada marcha, que el gordo y ahora sonriente y facundo individuo se llamaba Rómulo Rosso y procedía de una miserable familia de viñadores sicilianos de Marsala.

Rómulo Rosso padecía, en cualquier momento, una desorbitada necesidad de comer. Y aquella necesidad implacable lo había llevado, de pleito en pleito y de cárcel en cárcel, hasta los mismos trópicos (en una huida rastreada de regüeldos y de formidables deposiciones), sin que ni bochornos ni fatigas lograran atemperarla.

El siciliano Rosso fue, por cierto, el último musiú incorporado a la comunidad de Santa Olaria de la Caribera, si bien, en un principio, se le tuvo por intruso, holgazán y parásito, despreciado por don Honorato y subsiguientemente por el barón fray Andrés y la doña. En tan poco se le consideraba que, con frecuencia, Jack Walcott y sus matones criollos solían correrlo a tiros, para solaz del patrón que iba, por entonces entre desganado e irascible, víctima de una extraña dolencia que lo incapacitaba para el ejercicio venéreo.

Jack Walcott, enjuto y aún elástico, se pasaba las horas, en el porche de la casa grande, bruñendo sus colts, o bien paseando, arriba y abajo, por la única y escabrosa calle del pueblo, con la arrogancia del sheriff de Silver City, cargo que desempeñó, antes de darse al pillaje y asalto de bancos y diligencias, mucho más rentables que la placa de alguacil, hasta que salió de la Unión a uña de alazán (los sumarios dedos de mister Lynch rodándole el pescuezo, mierda) y anduvo en un vertiginoso nomadismo de fronteras; a veces, disuadiendo suicidas revoluciones del peonaje; otras, propiciando el expolio frutal de feraces e inermes países, hombre, en fin, de plomo y pólvora, mercenario a la baja de las poderosas compañías bananeras; tránsfuga de oficio, estipulada ya su captura por unos dólares, patriarcalmente absuelto y rehabilitado, en la periferia del mundo, por don Honorato Saña Eiroa, quien lo elevó al rango de espaldero en jefe. Y por allá iba, de punta a punta de la única calle del pueblo, en harapos de tejano y haciendo sonar unas espuelas huérfanas de montura. En ocasiones, practicaba su habilidad de pistolero en activo, con algún infeliz sentenciado por el patrón. Poca cosa. Luego, la monótona pausa de un tiempo sin calendario. Le animó la alborotada presencia de Rómulo Rosso. El grotesco, pernicorto y espectacular siciliano corría esquivando las balas, con el inverosímil abdomen zarandeado, hasta echarse, sudoroso y rendido, en el lodazal, presa de una histérica y aflautada risa, ante el desconcierto de Jack Walcott y sus secuaces, quienes pronto se cansaron también de aquel juego e incluso parecieron olvidarlo.

Aun así, entre bromas y humillaciones, Rómulo Rosso no abandonó, en ningún instante, su devastadora acción nutritiva. Devoraba raíces, drupas ácidas, redrojos, pájaros, insectos y capaburros. Cuando descubrió la caribera y acuciado por tan incontenible apetito, ingenió unas artes de pesca de urdimbre vegetal, con las que obtuvo copiosas redadas. Durante meses, el caribe sazonado a la brasa fue su bocado predilecto. Pero Rómulo Rosso tenía ambiciones, de manera que envidó toda su secular astucia sobre el húmedo tapete de las selvas.

A partir de entonces, la palabra alusiva y manual del guahibo cuenta de un fabuloso armisticio entre el hechicero blanco y orondo, como un ídolo de abundantes cosechas, y los voraces caribes. Ya se podía, pues, vadear el riacho, sin sangraduras ni primicias viscerales. Y es que Rómulo Rosso se sentaba finalmente a la bien guarnecida mesa de don Honorato Saña Eiroa.

Para conseguir tan notable como desusado privilegio, el siciliano recurrió (no sin poner en peligro la vida del cacique y, en consecuencia, la suya propia) a una evanescente farmacopea de pócimas y filtros. A la sombra refrescante de un cañabraval y rumiando yuca, reflexionó acerca del milagroso recetario de Ambrosini, el curandero de la volcánica región de Maccaluba y -según se decía- descendiente, por vía paterna, de un célebre arúspice ligur. Recetario, en verdad, abrumador, donde se consignaban desde la matriz de golondrina o la punta de la verga del lobo, hasta los flujos menstruales y aún la mandrágora faliforme y la cicuta. Y siendo como era aquél un herbario rico y diferente al de su abrupta isla, buscó y espigó laboriosamente plantas y bestias de parecidas propiedades, con las que elaboró, al dictado de la fluida memoria, un espeso bebedizo de urgencias afrodisíacas.

Rómulo Rosso sabía que si lograba levantar la contumaz impotencia que sofocaba al patrón, cambiaría su precaria suerte. Por eso, y con el jaspeado frasco del imprevisible prodigio, se plantó frente a la casa grande y solicitó audiencia, entre los insultos de Walcott y sus cuadrilleros. Pero Rómulo Rosso no cedió en sus pretensiones, acuciado por la hambruna generacional. Y en vista de que los ruegos no doblegaban la negativa actitud de aquellos desalmados, emitió un risoteo caudaloso y tan alarmante como el unánime relincho de todos los caballos de la creación. Su procaz recurso dejó atónitos a los matones e hizo que don Honorato saliera precipitadamente, provisto de una potente carabina.

No se acobardó el siciliano ante la desaforada cólera del cacique, cuando se informó de qué o quién había sido el causante de su sobresalto. La emprendió con él y le dio de patadas en el adiposo trasero, hasta que lo tumbó boca abajo, en un herbazal, y lo cubrió de orines, saliva e improperios, mientras Rómulo Rosso, bien protegido el frasco de su probable rehabilitación, entre lamentos y estrangulados espasmos, hilvanaba el rosario de virtudes adjudicadas a su fórmula, enumerando deleites, acoplamientos incesantes y prepotencias de garañón.

Por fin, cuando lo hubo tundido a placer, don Honorato tomó bruscamente la pequeña vasija de vidrio jaspeado y husmeó su contenido, con un gesto de repugnancia. No obstante, se lo guardó y anduvo hacia la casa, en tanto Rómulo incorporándose, le dosificaba, a gritos, la bárbara medicina, dos cucharadas, señor, antes del almuerzo y otras dos por la noche.

Se quedó parado el prócer en el umbral y sin volverse dijo que habría de fusilarlo personalmente, si aquella endiablada pócima no le enardecía la virilidad, desesperado y harto de tanto remedio inútil de botica y de tanta cocción mágica. Luego, de un golpe, cerró, tras de sí, la puerta.

Santa Olaria de la Caribea vivió los tres días más largos, tensos y agobiantes de su historia. Un muro de expectativas cercó al pueblo y los trabajos cotidianos se resolvieron con el mayor sigilo. Nadie quería perturbar el silencio alborotado de zumbidos, bramas y gorjeos, contrapunto del tema monótono e inmensurable de las aguas del gran río. Pero todos, a hurtadillas, observaban la casa enclaustrada del patrón.

Jack Walcott, meticuloso e impávido, lustraba sus armas, imitado por los cerriles pandilleros que capitaneaba; fray Andrés optó por ausentarse, invocando sus evangelizadoras competencias; Ernst von Holthusen se asiló en la grata penumbra de su choza y rememoró sus apasionantes escaramuzas de joven hegeliano, la ruptura familiar (estimulada en un torbellino de nobiliarias apelaciones de pureza prusiana por su connivencia degradante con aquellos burgueses revolucionarios de Tréveris), su destierro, su nostalgia blasonada, sus desvaríos operísticos; la doña dispuso sus más incitantes prendas íntimas, por si acaso, y cambió las sábanas de su lecho, a la espera de una presumible acometida; Rómulo Rosso, a la intemperie habitual, trataba de desceñir aquella risa nerviosa e inoportuna que delataba su escondrijo, con un miedo agudo, como una lanceta, hurgándole las carnes.

Pero el primer día nada sucedió. Honorato Saña Eiroa, después de ingerir el amargo brebaje que lo puso al borde del vómito, contempló por enésima vez la fastuosa cornucopia en medio de aquel muro de mampostería encalada y caleidoscópico de insectos despanzurrados, con el matamoscas, en sueros rebuscentes, verdinos y blondos. No quiso, en su desánimo, ni asomarse a la puerta. Se echó en la hamaca y reanudó la lectura del «Genio del cristianismo o bellezas poéticas y morales de la religión cristiana», obra de Francisco Augusto Chateaubriand, según la traducción libre de don Torcuato Torio de la Riva, oficial del archivo de la Secretaría de Estado y del Despacho de la Guerra, por lo perteneciente a Indias, y publicada en Madrid, setenta años antes, con la preceptiva licencia, por un cierto Ibarra, impresor de cámara de Su Majestad (aunque nunca llegó a saber a cuál majestad se refería, ni tampoco le importó, siendo como era hombre de muy cabales creencias republicanas y rendido admirador del generalísimo Simón Bolívar y Ponte).

De pronto, cerró el libro y lo lanzó violentamente contra la pared. No entendía nada de aquella «geometría intelectual, primera de todas las ciencias, la que ve a Dios detrás de su círculo y de su triángulo», y jamás conoció al tal Leibnitz o al tal Descartes o al tal Newton, a buen seguro un hatajo de cipotes y gandules. El barón von Halthusen con tan estúpido obsequio no había conseguido más que enfurecerlo, con la revelación de su absoluta ignorancia.

Honorato Saña Eiroa se miró la entrepierna, lleno de asco y despecho: allí estaba aquel pene arrugado, insensible y estéril. De nuevo, se sintió profundamente abatido por la súbita desgracia que pulverizaba de forma prematura, execratoria y casi bíblica su solicitado esplendor sexual. Entonces, toda la soledad de su voluntario confinamiento se hizo más sórdida y pungente que nunca. Viudo de pocos meses, después de unas nupcias in extremis, con doña Águeda de Hinojosa (dama caraqueña, a la que tuvo por concubina favorita durante treinta años, y que habría de morir, comida de chancros y pápuñas, sin que la moderna terapéutica de yodo y mercurio lograra colapsar el proceso sifilítico) evocada ahora, en el sombrío y espectral dormitorio de la yacente, protagonizando una época de adolescentes devaneos iniciáticos que concluyó en un embarazo estruendoso (la aristocracia criolla soliviantada y solidaria reclamaba su cabeza), con padrinos y duelos que rehusó, dándose a la fuga con la joven en el laberinto palúdico de los confines amazónicos, muy posiblemente impulsado ya por su sino de fundador.

Como ensalmado, visitó la vacía habitación de su hijo, único de los muchos bastardos reconocido legítimo, en aquella postrera liturgia esponsalicia, y que andaba, en uno de sus frecuentes y aventurados viajes de negocios, con unos madereros libaneses, en explotaciones forestales, por la región virgen del delta del Amacuro.

Honorato Saña Eiroa examinó, con cierta perplejidad, los santos de escayola de facciones monstruosas por la lepra del tiempo y de un sol impío y corrosivo, en hábitos y sayales de sutiles telarañas, y como suplicando el retorno a su informal origen. Y recordó, embridada la memoria, cuando allí, su hijo, aún niño, musitaba unas plegarias, cada noche, arrodillado junto a la madre.

Luego, siempre mohíno, regresó al vestíbulo, se acostó de nuevo en la hamaca y entornó los ojos (imaginaba escenas libidinosas), mientras sus manos acariciaban, incansables, el prepucio, en una masturbación desazonadamente ineficaz.



La inesperada muerte de la abuela Águeda motivada por unas calenturas desconocidas, llevó a su amante y afligido esposo a la más absoluta postración. Desde aquel aciago día y siendo aún vigoroso y muy varonil, nuestro conspicuo antepasado hizo solemne voto de castidad y, para no quebrantarlo, pues que era caballero de sólidas convicciones y fidelidades, se mortificó, con cilicios y disciplinas, soslayando así la tentación de los impuros placeres carnales que se contemplan prohibitivamente, en el sexto mandamiento. Poco después, fió los delicados asuntos públicos en la gerencia de sus más próximos y honrados colaboradores, y se entregó a una vida ascética, de recogimiento y lecturas sagradas, en la soledad apacible y casi monástica de su casa, tío Honorato disimuló un eructo, que en boca de mi buen padre, mucho tenía de santuario.

La botella de coñac mediaba, cuando, por tercera vez, consultó el reloj: las nueve menos veinticinco. Pensó en Begoña Oteiza, mientras percibía, entre el rumor de la lluvia, la extravagante retórica de su tío.

A las doce en punto del segundo día, los herrumbrosos goznes de la puerta de la casa grande conmovieron a Santa Olaria de la Caribera que maliciaba, en cualquier momento, el cataclismo.

Las encubiertas y pusilánimes miradas espiaron atentamente a don Honorato quien se limitó, con un gesto destemplado y fulminante, a dar un par de vueltas, por el porche, antes de reintegrarse, con una brutal sonoridad, al inaccesible y tenebroso orbe de sus aposentos.

No se requerían las facultades y martingalas del clarividente, para interpretar el presagio de la efímera aunque notoria intromisión de Honorato Saña, en la flotante y tóxica calina que evaporaba la arquitectura vegetal del pueblo. Hasta la invisible fauna merodeadora conocía la respuesta: el amo ya no es hombre.

Jack Walcott, emboscando una cínica sonrisa en el espeso y canoso bigote, desenfundó los colts y revisó, con su acostumbrada pericia, la munición de plomo. Instalado en el cobertizo del alojamiento que ocupaban la doña y sus pupilas (alojamiento frontero a la casa grande y no por casualidad), podía vigilar, sin moverse, la calle de extremo a extremo. Escudriñó malezas, palmas, letrinas y bambusales, hasta descubrir la guarida del gordinflón siciliano.

Rómulo Rosso se ocultó en un ámbito infrahumano de raíces, líquenes, élitros y semillas calcáreas, disputándoselo a un animal fabuloso, mitad perro, mitad reptil, que le cedió finalmente (hubo un transitorio combate de advenimientos antropológicos) el pudridero colmado de ávidas garrapatas. Soportó el asalto feroz de los cientos de parásitos que le sorbieron la sangre alterada, en medio de una comezón progresiva. Pero el peligro venía del otro lado de aquel trasmundo. Cuando a través de la hojarasca, observó la pasajera aparición de don Honorato, dos días después de que le facilitara el portentoso filtro, desfalleció de terror, seguro ya que habría de cumplir su palabra de fusilarlo sumariamente. Desazonado por tan fúnebre perspectiva, desmenuzó, entre sus dientes blancos y caninos, los restos rancios de una torta de manioca, mientras contenía la regurgitación de su neurótica e indiscreta hilaridad.

Barruntó también la escueta figura de Walcott y supo que lo tenía sometido a una inflexible custodia. El gringo lo odiaba desde el momento en que él, Rómulo Rosso, el insignificante y despreciado Rómulo Rosso, averiguó (en un afán morboso de curiosear lo ajeno) sus asiduas refriegas con la doña, durante la obligada abstinencia genital del patrón. Porque el tejano Jack Walcott, antiguo sheriff de Silver City, mercenario de las compañías fruteras yanquis que operaban en las minúsculas oligarquías centroamericanas, y proscrito por una voluble legislación, era aún mucho más rápido en las entregas seminales que en el manejo del revólver, lo cual constituía una auténtica proeza digna de verse, como había hecho fortuitamente Rómulo Rosso (madame Molenruch jadeaba, en cueros vivos, cuando el pistolero a quien sólo se le distinguían unos glúteos escurridos y sedeños, tuvo tres orgasmos tan retumbantes como otras tantas detonaciones, en poco más de cinco minutos). La adquisición de aquella escena repetida y el recelo de un chivatazo, pusieron a Walcott sobre ascuas, encargado por el patrón de mantener la continencia de la doña, el tiempo que permaneciera afectado por la crisis.

Por eso Rómulo Rosso, movido por la doble amenaza, pretendió abandonar el pueblo, en vano, porque todas y cada una de sus salidas estaban bajo el control de los sicarios de don Honorato. Capituló frente a los insalvables obstáculos y decidió amadrinarse en aquel hoyo repelente, a la espera del funesto desenlace.

Sin embargo, y en contra de los vidriosos augurios, al día siguiente se solventó la enojosa causa de forma imprevista. A primeras horas de la tarde, ocurrió algo que sumió a los vecinos de Santa Olaria de la Caribera, en un revuelo petrificado: Honorato Saña Eiroa asomó a la calle un semblante ensombrecido que gradualmente, como si se tratara de un soberbio fenómeno de transmutaciones alquímicas, cedió el paso a una ilusionada confrontación (con ambas manos en los bolsillos se ludía, jactancioso ya, el bajo vientre), para expandirse, por último, en una sonrisa arrolladora y triunfal.

Cuando madame Molenruch lo vio avanzar, erguido y retador, hacia el prostíbulo (vencía la anchura con el impulso de una ansiedad desbordada), intercambió con el amo un parpadeo tan rotundamente positivo que abandonó de un salto la desvencijada mecedora mimbreña y, aún en el pórtico, comenzó a desabotonarse la blusa.

Segundos antes de que don Honorato llegara a la puerta, salieron del garito, medio desnudas y asustadas, una exuberante negra brasileña y tres mulatas de piel acanelada, con los turgentes y espléndidos pechos exhibidos en el apresuramiento del ardoroso e inapelable desahucio.

Aquella caprichosa y orgiástica reclusión se prolongó más de cuarenta y ocho horas. Del burdel, llegaban, incesantes, carretas, risas, susurros, gemidos y clamores, en una homofonía testicular de corroboradas preeminencias. De vez en cuando, borracho y desnudo, el cacique se plantaba en el umbral y pedía, a gritos, otra botella de ron.

Poco a poco, el pueblo recuperó su pulso de labores irrisorias e indolentes. Los cerdos y las gallinas invadieron la calle y los míseros y evasivos peones regresaron a una agricultura subterránea, de cosechas apócrifas o rezagadas, con los ambiguos deslizamientos de Santa Olaria.

A pesar del satisfactorio cariz que adquirían las cosas, Rómulo Rosso permaneció en el repulsivo hoyo, embadurnado con sus propios excrementos, ante el temor de que Walcott disparara contra él, antes de que pudiera confiar a don Honorato cuanto sabía acerca de las relaciones entre la doña y el tejano.

Pero lo cierto era que ni Jack Walcott pensaba ya en matar a nadie, temiendo como temía la iracundia cianótica y perversa del patrón, ni al mantecoso siciliano le quedaban arrestos, para irse de la lengua, con chismes de bragueta que le proporcionaran nuevos y apurados conflictos.

Así, pues, aquel clima de prórrogas discordantes sólo se desvaneció cuando Honorato Saña Eiroa, compensados con generosidad los ayunos sexuales, paseó toda su recuperada hombría, muy ufano y enhiesto, por Santa Olaria de la Caribera, saludando a la población indiscriminadamente, en un alarde de insólitas indulgencia y galanterías.

Al cabo de la peculiar ronda, el cacique se recogió en sus aposentos y ordenó que le llevaran, en volandas, a Rómulo Rosso.

Cubierto de garrapatas e inmundicias, Rómulo Rosso fue sumergido en una bañera de agua hirviente y enjabonado por las expertas pupilas de madame Molenruch, antes de entregarlo (en condiciones higiénicas aceptables) a los secuaces de Walcott, quienes, a su vez, lo condujeron hasta la casa grande, donde lo esperaba don Honorato, lleno de impaciencia y curiosidad.

Apenas se encontraron ambos, ya solos, en el profuso y heterogéneo vestíbulo, el cacique inspeccionó aplicada y minuciosamente al voluminoso y órfico individuo (la risa como una florescencia reiterada de notas e intervalos acústicos), sin mediar palabra, dándole vueltas y más vueltas, quizá algo vacilante y meditabundo en su reconocimiento, hasta que, de pronto, rebuscó en una gaveta del escritorio y entregó, por fin, al atónito Rómulo un reloj de plata antigua, en prueba de gratitud, y luego lo abrazó, con los ojos húmedos, y alabó su admirable ciencia que le habría restituido y aun aumentado la perdida virilidad.

Honorato Saña Eiroa, en aquel éxtasis de remuneraciones, tuvo la inspirada medida de otorgarle, por tan señalados servicios, el título y la dignidad de doctor. Rómulo Rosso, estupefacto y encogido, por la repentina noticia de su reciente e inopinada graduación, sufrió un ligero vértigo del que se repuso gracias a las dos enérgicas bofetadas que le sacudió su bienhechor.

No demoró el prócer en cumplir la promesa formulada, por cuanto, además, la sola idea de disponer, en cualquier momento, de un médico, le confería una sensación confortativa, estando como estaba a filo de las dolencias y achaques presumibles en un ya muy próximo septuagenario.

De modo que llamó a von Holthuesen y le encomendó la confección de un diploma, en piel de res, bien raída y adobada, donde se hicieran constar los privilegios del doctorado en artes y ciencias patológicas, concedido por él, Honorato Saña Eiroa, magistrado supremo de Santa Olaria de la Caribera, al honorable Rómulo Rosso.

El barón delicada y discretamente le advirtió que sólo las instituciones académicas de rango superior podían expedir tales documentos. Algo molesto por la inoportuna referencia del engreído prusiano, el cacique se abismó en ríspidas cavilaciones: no era hombre que rehuyera problemas ni dificultades. Y casi de inmediato alzó la leonada cabeza, impulsado por aquella juvenil, irrefrenable y avasalladora pasión fundacional. Entonces, ordenó al barón Ernst von Halthusen que escribiera, con su pulida y suntuaria caligrafía gótica, un decreto por el cual se creaba la universidad anatómica, filarmónica y teológica, de Santa Olaria de la Caribera, bajo la protección y auspicios de Honorato Saña Eiroa, magistrado supremo de la dicha ciudad y de los adyacentes territorios amazónicos.

En la misma resolución, se confería al honorable Rómulo Rosso el título de doctor en artes y ciencias patológicas, ya avalado, según el protocolo, por tan magnífico establecimiento docente, cuya rectoría se adjudicaba también al dignatario recién investido.

Y como quiera que el barón, aun con sus consuetudinarios formalismos y escrúpulos, nada más objetara al procedimiento observado, don Honorato dictó ciertas normas complementarias, por las que todos y cada uno de los habitantes del pueblo, fuera cual fuese su estado o condición, se obligaban a cooperar (bien con su fuerza de trabajo, bien con sus aportaciones en dinero o especies), en la edificación denodada del centro facultativo, por cuanto suponía una obra de carácter social y benéfico.

Durante cuarenta y siete días se faenó a destajo, en aquel enfebrecido afán de ingeniería arboriforme levantada a partir de un sinuoso raudal de tierras removidas y encarroñadas de chinches: se abrieron zanjas, se talaron laureles rosados, mangles, cedrillos y toda una metalescente nómina forestal de resinas embriagadoras, se trenzó una cordería auxiliar, se cubrieron techumbres de palma, se practicaron vanos y se atornillaron, sobre un herraje de bisagras, puertas y postigos.

Honorato Saña Eiroa que había recuperado su vitalidad, galvanizado por la nueva proeza, contempló, ya rematada, la construcción: tres grandes y destartalados barracones que ocluían la única y asimétrica avenida de Santa Olaria, en su extremo occidental. Aquella perspectiva inédita, hasta entonces, lo confortó de tedios y taciturnas divagaciones.

Una semana después, se celebró la ceremonia inaugural, ante un público estrictamente analfabeto y todavía asombrado. Fray Andrés bendijo el campus universitario y don Honorato, luciendo sobre la pechera almidonada del inmaculado liqui-lique, placas, medallas y cruces, izó, en un mástil aún enramado, el pendón de la capital de las perdidas comarcas fluviales: un paño verde selvoso, con el seno de una mujer equilibrado inestablemente en el punto de apoyo del pezón, y dentro del cual navegaba, en mordeduras bordadas de azul plata, un pez caribe.

Cerró el acto, el doctor Rómulo Rosso con un hermético y disparatado discurso acerca de la fisiología quirúrgica, apelando a las fantasías vasculares del «Christianismi restitutione» (el libro de Miguel Servet, junto con algunos viejos prontuarios de medicina, un estetoscopio de trompetilla, una lanceta y un escalpelo, se lo había regalado el prócer, cuando le hizo entrega del diploma acreditativo).

Cumplido el acontecimiento, el siciliano, en su calidad de rector, reunió al claustro y dispuso materias, horarios y programas de enseñanza: el barón von Halthusen se encargaría de las clases de solfeo y armonía; el fraile, de las de liturgia y catecismo; mientras que él, como era obvio, impartiría las disciplinas propias de su doctorado.

Con la apertura de la universidad anatómica, filarmónica y teológica, de Santa Olaria de la Caribera, en vísperas de la Epifanía, el énfasis wagneriano de Tannhaüser y Lohengrin penetró la cúpula vaporosa de los bosques y los indios se espantaron de aquellas palabras eruptivas y conminatorias (quizá intuyeron otros exterminios) que el barón les hacía recitar, embriagado, bajo el infinito auditorio con orquestaciones líquidas y silvestres, por un éxito coral (con la subsidiaria amnistía), en la futura confrontación de voces de los júbilos operísticos de Bayreuth.

Mientras, en la cátedra teologal, el misionero sodomita levantaba una conturbadora iconografía religiosa donde el anciano Quetzalcohuatl azteca reñía un culto de sangre a Nuestra Señora del Remedio, o el asirio Ennugi, el Jehová de los dispersos israelitas y el Monan hacedor de los tupinambas brasileños rivalizaban en la abundancia devastadora de sus respectivos diluvios. Y allí iba fray Andrés, de ara en ara, entonando los salmos de David o profiriendo conjuros mágicos, porque, según solía afirmar, en cada persona verdadera había muchos dioses distintos.

A la incongruente polifonía germánica resuelta en monótonas entonaciones tribales o en el clamor rabioso de los mosquitos ahuyentados por el ritual fumífero del franciscano, se embarullaban los lamentos agónicos de cuantos convalecientes servían a las vivisecciones alucinatorias del doctor Rosso.

En presencia de un variopinto y trémulo alumnado, el sabio doctrinante amarraba al enfermo, desnudo y dócil, a la tosca mesa quirúrgica y abría y hurgaba, agitado de inquietudes, cráneo, tórax y vientre. Luego, exhibía, ante sus casi desvanecidos discípulos, un paquete de vísceras purpúreas, abrevadero de moscones vomitorios, tratando de explicar la hipotética función de cada una de ellas. Por último, y tras baldear el matadero, sus ayudantes entregaban el cadáver a la caribera, para que los carnívoros peces dejaran un esqueleto mondo y útil.

Por aquel tiempo, el médico siciliano, con la mayor reserva, trasladó a un don Honorato perplejo el fruto de sus primeras investigaciones patológicas: después de un detenido examen de las pústulas escamosas y hediondas de los lazarinos, había llegado a la conclusión de que la lepra resultaba de todo punto incurable, porque no existía. Era tan solo un fenómeno óptico merced al cual se podía descifrar la naturaleza híbrida (ayuntamiento de mujer con macho quimérico o algo más depravado) del sujeto que la aparentara.

A raíz del pasmoso y convincente informe, el cacique organizó una batida por sus territorios, para purificarlos, de aquellos seres inmundos. La hecatombe se celebró en medio de sollozos, lamentos y alaridos. Más de dos centenares de engendros, con una engañosa contextura humana, fueron calcinados, en el horno crematorio de una caverna de pórfido.

A la mañana siguiente, Honorato Saña Eiroa respiró un aire limpio de hálitos abominables.



La sutil alusión a cierto mestizaje (ayuntamiento de mujer india con macho de casta castellana), atragantó al droguero y le hizo escupir una babosidad de alcohol resentido. Calumnias, nada más que calumnias e infundios, arguyó arrebatadamente, en tanto dejaba la copa. Y observa, muchacho, cómo se ha procurado difamar a los Saña, incluso por algunos irresponsables de la misma familia (había un perceptible tono de reproche en su alteración), con falsedades y deliberadas ocultaciones, cuando hay documentos que prueban la integridad de nuestro linaje. En fin, su abuelo fue siempre un adelantado de la fe y de la cultura, así reconocido por varios gobiernos, cuyo altruismo lo puso al servicio de los indígenas de aquellas regiones inexploradas.

Sabrino apenas percibía el rumor penitencial del panegírico, un poco también enfoscado por el coñac, y pensó en Begoña Oteiza que le esperaba, bajo la lluvia. Ni siquiera sé de qué hablas, tío Honorato, ni me importan tus historias ni las que se me vienen, ignoro de dónde, tan infundadas unas y otras, tan delirantes. Ya eran casi las nueve y tenía que acudir a la cita.

Con los datos que les facilitó el prócer, iniciaron las pesquisas en torno a los enigmáticos deslizamientos de Santa Olaria de la Caribera que, desde el día de su fundación, unos veinticinco años antes, había recorrido alrededor de seiscientas millas, según verificó, en las viejas cartas geográficas, Ernst von Holthusen, algebrista y músico desterrado de su país, por el presunto delito de conspiración revolucionaria.

Aquellos sugestivos estudios, en los que participó (con el prusiano y Rómulo Rosso) indio Margarito, de la aguerrida tribu de los motilones, cristianado, por fray Andrés, en las aguas venenosas de un estero, y hábil como pocos en el alfar, suscitaron varias osadas hipótesis. Hubo unanimidad en lo referente a la trayectoria descrita por el pueblo, en su traslación: de un lado, parabólica (así, seguía, a contracorriente, el curso del gran río); de otro, zigzagueante (así, soslayaba el choque demoledor con las amuralladas selvosidades). También se coincidió en la velocidad media anual del misterioso movimiento y en su aceleración máxima, durante la época de las lluvias torrenciales. Sin embargo, fue a la hora de establecer las causas locomotrices, cuando se produjeron las discrepancias que habrían de concluir en una enconada polémica. Mientras el doctor Rosso sostenía la tesis del magnetismo animal (los caribes atraían a Santa Olaria y viceversa), de acuerdo con los principios de Mesmer, von Holthusen interpretaba tales mudanzas, en virtud de las permanentes transformaciones geológicas (se confesó neptuniano, sin rubores), a las que se encontraba sometido el planeta. Entre tanto, el motilón, incrédulo y cáustico, insistía en la irreverencia de ambas exégesis, ya que, según él, el pueblo mismo no era sino una pesadilla expulsada del vientre de las divinidades flatulentas.

Los debates públicos tenían acomodo en la espaciosa aula de solfeo y don Honorato actuaba de moderador. Ponía punto final a las profusas disquisiciones vespertinas disparando su pistola, con una certeza que descorazonaba al barón, contra los sufridos ejecutantes de aquella orquesta en óleo que presidía la clase y la cual recibió von Holthusen, en su exilio parisiense, de su joven y rico contertulio Edgar Degas, un buen aficionado a la pintura clásica.

La controversia continuaba, cuando aparecieron los extraños cazadores. Realmente, nadie, ni aun el propio Honorato Saña Eiroa, supo por dónde habían llegado. Ya estaban allí, en el centro de la calle, al escampar la espesa niebla del amanecer.

Su repentina presencia conmocionó a la población de Santa Olaria de la Caribera quien, una vez más, evocó, en la lobreguez de los bohíos, las leyendas pánicas de los espantos. Aun el intrépido sheriff de Silver City se sintió inseguro y espeluznado frente al grupo de los doce hombres provisto de vetustas armas y cubiertos de hierro que aguardaban, con una arrogante inmovilidad.

Salió finalmente don Honorato (sobrepuesto, en parte, de la súbita consternación) y anduvo hacia los intrusos, con la carabina engatillada, seguido a malas penas, por los espalderos de oficio.

Entonces, se adelantó uno de aquellos extravagantes forasteros y tras una gentil reverencia, habló (su voz parecía fluir, sin inflexiones ni matices, de algún ámbito soterraño y tenebroso de ecos en desuso). Somos los cazadores, dijo, la pupila torva, penetrante y helada, y solicitamos licencia de vuesa merced, para capturar al monstruo en las tierras y en las aguas de esta provincia. Explicó, luego, que desde hacía muchos años, tantos que ni siquiera ya podían recordarlos, iban tras un peligroso reptil, devorador de conquistadores, empecinado en darse a la mar océano, para cruzarla de punta a punta y precipitarse carnívoramente sobre el Sacro Romano Imperio. El tal reptil, perseguido y acosado desde el delta del gran río, se ocultaba ahora, afirmó, en su glauca jurisdicción, donde todo un cielo de ramazones se hundía, como una frágil e improbable draga, en los pantanos de untos sépticos, cerrando así uno de los extremos del orbe.

Honorato Saña Eiroa anonadado por la enigmática consulta, accedió, no sin antes exigir el pago de ciertos impuestos dominicales. Sin vacilaciones ni regateos, el abanderado de tan peculiar milicia tomó de su bolsa cinco monedas de oro y se las entregó. De inmediato, en silencio y con sigilo, los anónimos cazadores se partieron hacia la espesura.

Don Honorato contempló fascinado las refulgentes monedas, en cuyo anverso, y entre cuarteles de palos, leones rampantes y castillos, se leía: Carolvs. D.G. Hispaniarvm. Rex. No quiso atender las eruditas especulaciones numismáticas de von Holthusen y corrió al interior de su casa, con el inesperado tesoro reverberándole entre las manos.

Cuando aún no se había cumplido un mes, regresaron los fantasmales aventureros. Y de nuevo cundió el pavor. Porque, con ellos, arrastrándolo, jadeantes y pálidos, traían, envuelto en redes y lianas, malherido y premoriente, al gigantesco caimán de humo.

Con el cendal de la floresta amarantina del atardecer, el cacique advirtió enajenado el espejismo de aquel cortejo de fábula. Entonces, y para cerciorarse de que no era víctima de un encantamiento, se irguió amenazador frente al terrible monstruo y el terrible monstruo, en su lenta agonía, lo miró, con una mirada de infinita ternura.

Como si viniera arrolladoramente del principio de los tiempos, le alcanzó un soplo de bastardas mitologías. Honorato Saña Eiroa, asediado por las atávicas supersticiones, descargó su arma en los ojos de la bestia.

Todo sucedió muy aprisa. Los misteriosos cazadores se disiparon con las nieblas matinales y de su paso tan sólo quedó el monstruo amazónico más viejo del mundo, encharcado en una sangre oscura que lamían los perros, en una feroz algarada. (Poco después, el doctor siciliano precedido por los expertos rastradores de ciudades, saldaría el corpulento cadáver al mulato Napoleón Bardeiras, taxidermista de profesión, quien, tras preparar magistralmente los despojos del saurio, con pupilas de lapislázuli y las fauces abiertas, húmedas y carmíneas, como si sesteara sobre un yesquero, se lo adjudicó, en trato lucrativo, al museo de ciencias naturales, de donde saldría, por derribo y pasados muchos años, más impasible y deteriorado que nunca, para exhibir sus gusaneras, en la carpa seductora y alegre de unos feriantes.)

Y fue a partir de aquella pesadilla, cuando don Honorato dio en la costumbre de dialogar consigo mismo. A veces, irascible; otras, calmo y como transferido a una diáfana república ávida de fundaciones, iba gesticulante y ajeno a todo y a todos, en su oral consagración. De acuerdo con las confidencias de Jack Walcott, por las noches, sollozaba ininterrumpida y lúgubremente o profería obscenidades y dicterios contra un ilusorio visitante de cristal.

Acopiando síntomas y veleidades, el doctor Rómulo Rosso que de ninguna manera se atrevía a auscultar al supuesto paciente, diagnosticó a vista de zahorí: Honorato Saña Eiroa estaba afectado por el morbo maligno de las más apremiantes y abstrusas memorias ultrauterinas.



Sabrino se levantó, algo vacilante, en tanto su tío proseguía el relato de unas utopías emblemáticas, ininterrumpidas o distorsionadas, sólo momentáneamente, por las leves pausas amnésicas del licor. Pero el énfasis salpicado de saliva bituminosa y agria, se esparcía, incontenible e hiperbólico, resolviendo en épica de conquistas y descubrimientos, un probable y sórdido arcano: el envés de aquella historia magnificada por el megalómano comerciante no podía ser sino otra historia de mezquindades.

La imaginación asesina la imaginación. Bien. Y ahora necesito el monóxido de los automóviles, los empujones de la muchedumbre corriendo bajo la lluvia, las aceras mojadas y fluorescentes de anuncios, todo, en fin, cuanto me permita evadirme de esta atmósfera corrompida por los siglos y la exasperación.

-¿Te marchas? -preguntó tío Honorato, abstraído en el examen de su copa.

-Sí. Me marcho.

-Diluvia -musitó.

Ya se percibían los hervores de las aguas desbocadas. Fray Andrés barruntó azorado la estridente podredumbre del difunto: hasta los metales de las estrafalarias encomiendas y placas se desvanecían en contacto con los corrosivos humores de aquella materia viscosa que exhalaba unos efluvios metíficos. Movido por la aversión y por el trueno de la impetuosa tempestad, alegó la invalidez sacramental de los óleos sagrados, tantas horas después de haberse producido el luctuoso desenlace. No prosperó, sin embargo, el subterfugio. Honorato Saña junior le sacudió un pescozón y le gritó que su padre era cristiano y que como cristiano recibiría sepultura, así que a lo tuyo, marico más que marico.

Apresuradamente, el misionero se puso la estola morada y tomó el hisopo, mientras las lluvias caían, torrenciales e inmoladoras, sobre Santa Olaria de la Caribera que navegaba, entre honras fúnebres y secretos regocijos, hacia su aniquilación.

El primer embate de las furiosas aguas, vencido ya el dique de las vegetaciones, penetró por la parte posterior de la gran casa y desbarató el túmulo. A fray Andrés le pareció escuchar la trompeta del tercer ángel del Apocalipsis que predecía el derrumbe ardiente de la estrella Ajenjo sobre la tercera parte de los ríos y manantiales, e inició una sabia retirada. Pero un nuevo y rotundo pescozón le hizo desistir de su empeño. Se acercó al cadáver y, en aquel momento, la llama de una libélula vibró tan afín al ojo rebelde, sarcástico y avizorante del muerto que simuló un súbito parpadeo de moscones enrabiados. El religioso brincó hacia atrás y aulló como un poseso.

Pero el aullido (y toda la vocería aterrada del vecindario) naufragó en la ola de estruendos y raigambres que inundó la casa y se llevó el ataúd, en lo alto de una cresta albarazada y aceitosa, ante el estupor de allegados y plañideras de tarifa que lo vieron pasar, por el espacioso recibo, aproando la calle como un navío.

Tras el veloz ataúd, chapoteando a la desesperada, iban el hijo del difunto que sostenía por el cuello al endeble fraile, el barón prusiano, Rómulo Rosso y la partida de espalderos.

Santa Olaria de la Caribera impulsada por la corriente tumultuosa de la crecida y bajo la presión de la cúpula violácea que se derramaba, urgida por la bárbara pirotecnia del relámpago, en columnas acuosas, corría inexorablemente al encuentro del gran río.

Después de muchos esfuerzos, Honorato Saña junior logró asir el féretro que se balanceaba refrenado por un cañabraval, cuando ya el nivel de las aguas amenazaba con cubrirlo. Entonces, subió sobre sus hombros a fray Andrés, medio desfallecido por los pescozones y su pertinaz hidrofobia, y le ordenó encolerizado que le echara a su padre todos los responsos y bendiciones que fueran precisos.

Desde lo alto, el misionero divisó el cadáver, en cuyo desfigurado rostro se acomodaba ahora un gran sapo hinchado y agresivo. Apenas con un hilo de voz, murmuró: ego te absolvo a pecatis tuis, in nomine patris et filius et spiritus santi, amén.

Otro violento turbión arrastró la caja de caoba y sumergió a los dos hombres, en aquel caos de cienos, hojarasca y animales. Sólo el joven Honorato consiguió alcanzar la superficie y nadó vigorosamente, hasta un robusto y elevado árbol. Luego, poco a poco, quemando las escasas energías que le restaban, trepó a la enramada copa en ebullición de aves y colores.

A Honorato Saña junior, efímero cacique de la ciudad deslizante, le cupo el raro privilegio de ser único testigo presencial del fantástico e inconcebible hundimiento de Santa Olaria de la Caribera, en las túrbidas pozas del grande y caudaloso río.

Aquellas escenas fueron tan alucinantes que, años más tarde, su memoria habría de rechazarlas, por absurdas y febriles. Pero cierto que vio al pueblo (gentes, bestias y viandas feriales) debatirse afanosa e inútilmente, contra toda una hidrografía poderosa, bramante y desbordada. Cierto que vio al barón Ernst von Holthusen, de la más añeja aristocracia prusiana, bracear, con una marcialidad impecable, hacia su trágico destino. Cierto que vio también al apócrifo doctor Rómulo Rosso, siciliano de Marsala y hechicero de los guahibos, morirse de risa, poco antes de que los voraces y vengativos peces caribes mondaran de grasas, vísceras y órganos su osamenta. Y cierto que vio asimismo al legendario sheriff de Silver City, Jack Walcott, disparar sus rápidos revólveres, en el vórtice de la tormenta, mientras se hundía a bordo de la calle, con las espuelas puestas y bien bruñidas.

Se mantuvo firme, cuando la lluvia arreciaba, cerró los ojos a tanta fiereza, y Honorato Saña junior, buscador de maderas preciosas, maldijo a todos los frustrados fundadores de ciudades huérfanas de mapa y cementerio.

Y aún vio, curso abajo, el ataúd sorteando rabiones y torbellinos, como si lo pilotara el encarroñado lastre de la muerte.






- 13 -

Y diluviaba, en efecto, cuando llegó, puntualmente, al lugar de la cita: el gran reloj de la torre de la iglesia parroquial de Santa María del Prado se desgranaban, entonces, graves y presagiosas, nueve campanadas.

El joven se guareció, aterido y calado hasta los huesos, bajo el tejaroz de la ancha puerta hospedadora, y aguardó, ya sin demasiados ánimos. Porque ella (ahora estaba más que seguro) nunca habría de acudir al pie de la aventura. No obstante, escuchó, con el mayor cuidado, sobre el monótono y firme estrépito de la lluvia que embarraba los polvorientos callizos y sacudía todo el villorrio de sus prolijas sequedades. Y, de pronto, percibió un tropel de pasos apresurados que se acercaban. Sabrino se agazapó junto al poyo de la venta, presumiéndose la batida. Contuvo a duras penas el agitado resuello, en tanto se erguía, a menos de una vara, la silueta acechante del embozado; y columbró el relámpago del verdugillo carnicero ávido de hígados y arterias, a dos palmos escasos de su nariz. Sólo el miedo que lo tenía bien trabado, impidió venturosamente una alocada y fatídica fuga. Así transcurrieron aún tensos instantes de una espera tan hosca y repelente como la misma mortaja, hasta que alguien (cuya identidad no pudo descifrar) voceó: nos ha burlado el bellaco. Vayamos, pues, de camino que no debe tomarnos ventaja holgada. Por fin, se alejó la sombra propincua, entre un chapaleo de fantos y bosta mular.

Sabrino Saña se permitió una tregua, para desentumecer los miembros y reparar el desacompasado pulso. Luego, cuando advirtió el rumor de las aguas, ya cernido de interferencias sospechosas, partió aprisa, pero con el necesario recelo de quien todavía husmea la emboscada, en itinerario opuesto al de sus contumaces y excitados perseguidores.

Fue ciertamente aquélla un noche agotadora, acuciosa, espeluznante. Casi tanto como la de su huida de la ciudad apestada, en el carro de los muertos, donde cargaron el cadáver desnudo, gangrenoso y lleno de bubones supurativos, de su padre, muchos años atrás.

Corría a la desesperada, horadando las lóbregas tinieblas, con los fríos goterones al sesgo, despabilándole la memoria, y la zancada imprecisa por la paramera sin límites, mientras se sucedían las alucinantes escenas de los distritos infectados por la terrible enfermedad: la agonía de los moribundos y el desconsuelo audible y aspaventoso de parientes y vecinos, condenados a permanecer insoslayable, o bien a precipitarse contra el acero de los corchetes a quienes las autoridades habían encomendado su confinamiento y custodia, a fin de evitar que se propagara la epidemia.

Durante muy largos y sofocantes meses, la ciudad conoció la dantesca pesadilla de aquel azote, sin que las medidas arbitradas por el consejo de los más conspicuos doctores consiguieran aplacar su virulencia. Y así, Sabrino recordaba, con horror, el cuerpo de una anciana, caído bajo los soportales de cierta plazuela, víctima del voraz ataque de los grandes roedores que se disputaban, entre ásperos chillidos, tan miserables despojos. O la espectral visión de un hombre carniseco de ayunos y con la mirada febril y maligna que se abalanzaba de improviso sobre cualquier solitario transeúnte y le escupía su aliento pútrido y asqueroso, en tanto juraba que había de llevarse a la sepultura a todos cuantos le salieran al paso. Sabrino vio la muerte encabalgada en unos cientos de ángeles flamígeros que se vertían sobre aquella desolación, iluminando la taza de los saqueadores ahorcados. La vio posarse en medio de la inmundicia, lívida y soberana, como si pretendiera reclutar para sus ejércitos, por pragmática inexcusable, a los súbditos de un imperio ya postrado. La vio y aunque de inmediato acerrojó los párpados, supo que la tenía adentro y que siempre habría de tenerla con él.

Entonces fue cuando debí tropezar, con unos rastrojos (o con algún desperdicio urbano), y rodé por ciertos lodos (o irisados aceites industriales) crudos, resbaladizos y aliviadores, sin embargo, tras el esfuerzo, y me quedé allí, tumbado boca abajo e inmóvil, sabiendo como sabía de sobra que si me encontraban, no vacilarían en inhumarme vivo (lo hicieron, en muchas ocasiones y en nombre de no sé quién y no sé cuántos, y aún lo harían décadas y centurias después, por las mismas o parecidas sinrazones), porque yo era una amenaza, para la salud pública, con la corrupción del germen pestífero encima (seguro que ya olfateaban, en su celo de intransigencias y virtudes establecidas, otras más sutiles plagas), pero pasaron muy cerca, demasiado cerca, agentes de la justicia y enterradores, que no escape, que no escape, decían, puede contagiar a todo el pueblo, de ganglios (o de ideas), y no dieron conmigo (tan solo un galopín enteco y acobardado), aunque me golpeó su hedor de cementerio y carcelería, bien oculto en el fangal, como estaba, y con aquellas tinieblas casi impenetrables que se desaguaban finalmente a extramuros de la ciudad maldita.

Llegaron a la villa y corte de Madrid, por vez primera y última, semanas antes de que apareciera la epidemia, y se alojaron, según lo convenido, en el desván repleto de chirimbolos, cucarachas y ratones, de David Pedroñero, agraviador de finas artes, dado a la trata y pupilaje de mozcorras y filósofo peripatético, de tan leído y aún mejor informado de confidencias e intrigas palaciegas. Hurtar la bolsa del prójimo que la ostenta y dilapida es, en verdad, acto caritativo, pues que harás, muchacho, del putañero y adúltero, hombre recatado y esposo honesto; y del ebrio y glotón, sobrio y moderado; y pródigo, de aquél que padece el achaque de la avaricia y al cual, con tus servicios, siendo, sin duda, cristiano viejo, pones en trance de acceder al reino celestial, por el ojo de la aguja evangélica. De estas enseñanzas, deduce que confesor y ladrón, ambos a dos, auxilian al que peca y tiene el infeliz alma y conciencia engorrinadas.

David Pedroñero les mostró la populosa urbe, de cabo a rabo. Era, por cierto, persona conocida y respetada no sólo por los de su misma condición, sino también por algunos alguaciles y gentes de muy diverso estado: mercaderes y boticarios, poetas y barberos, farsantes, mendigos y lisiados. De tales afirmaba que el ciego se las veía venir todas y que del manco había que librarse, por cuanto de tan veloces, sus dedos se hacían de sustancia invisible. Y si por ventura hubiereis de apretar la zancada, concluía, entre burlas y veras, seguid al cojo que rápido y lejos os llevará.

Con todo, Sabrino Saña iba fatigado y aturdido del alboroto y nada entendía de la hostil industria cortesana. Advirtió a su cofrade que pusieran término a las diligencias que le habían traído a Madrid, ya que, en barruntado lo barruntado, espoleaba la presteza. De modo que, por muy pocos reales, le daba al Sabrinillo de criado y discípulo, para que los instruyera en sus mañas a trueque de asistencia, en aquello que más le cumpliera (el zagal estaba hecho al zurriagazo), mientras él corría leguas y regresaba, de nuevo, a sus trajines y andanzas.

Pero, por entonces, se registraron las primeras muertes repentinas y la ciudad se llenó de confusos rumores. Sin embargo y pese a la evidencia de los síntomas específicos de varios casos diagnosticados, no llegó a cundir la alarma por cuanto aquellas defunciones se atribuyeron oficiosamente (prevalecieron los erróneos criterios confortativos) a causas tenidas por comunes y convencionales, como la ingestión de alimentos deteriorados, por los prematuros y fuertes calores que ya se dejaban sentir, la miseria e insalubridad de las parroquias, donde se habían producido, o, en el más riguroso de los supuestos médicos, a ciertos brotes aislados, transitorios e inofensivos de tabardillo o viruela confluente.

Pero, dos semanas después, se observaron indicios de un ajetreo inusitado e inquietante. Sucedió que, en cayendo las vísperas de San Juan, muchos nobles y señores principales de la Corte, así como banqueros, batidores de oro y otras gentes acomodadas, se partieron de la villa, con carruajes, enseres, valijones y criados, hacia sus granjas y fincas de recreo, en las márgenes del Manzanares y el Tajo, en la sierra del Guadarrama o, incluso, en los frondosos bosques de pinos segovianos. Se desvelaban así las claves de un secreto que habría que reventar, en las siguientes horas, salpicando de efluvios maléficos, de convulsiones y ácidos vómitos, a toda una turba desvalida y frenética.

El presagio amaneció en un nubarrón acaballado y execrable que flotó sobre la ciudad desprendiendo un ardiente olor a ozono, y que, por último, se desvaneció misteriosamente, en un acto premonitorio, de vagos desórdenes y cataclismos memorables. Una muchedumbre despavorida por el fenómeno corrió a refugiarse en atrios y oratorios, implorando la clemencia de Dios. Pero Dios, sentenció David Pedroñero, jactancioso y blasfemo, ha cogido también las de Villadiego. Y si, como arguyen príncipes y doctores de la Iglesia, algo de él hay en todas partes, aquí, en esta indigente y desdichada cloaca, acaso tengamos los contenidos de su bacinilla. Luego, el truhán se reía con una risa campanuda y estentórea de sus propias irreverencias, ante el estupor de los Saña que en absoluto entendían de tales discursos, en particular cuando andaban afligidos e intimidados, por los aún incipientes padecimientos.

Entre tanto, la peste se difundía, sórdida e incontenible, sin que ni proclamas, ni actuaciones sanitarias consiguieran desmantelar los circuitos volátiles o subterráneos de su infestación. En cosa de días, la ciudad fue un atroz lazareto, con muy parvas y expuestas posibilidades de escapatoria. En cada cuchitril, había un afectado por el repugnante y deletéreo mal: enfebrecido, diarreico, con el estigma inflamatorio del carbunclo, en ingles y sobacos. Y, junto al lecho, sorbiéndole los corruptivos hálitos, en virtud de una despiadada cuarentena, sus familiares, entre delirios, preces, invocaciones, llantos y sahúmos de azufre y brea. La ciudad ardía, por los cuatro costados, en fuegos que exhalaban un nauseabundo tufo, y muchos desgraciados deambulaban, por las calles, confesando públicamente sus culpas, hasta que caían, de súbito, fulminados por la muerte, como en una anticipada visión del Josafat.

Y, en medio de aquel desgobierno, David Pedroñero que se declaraba hecho de carnes inmunes, los incitaba al pillaje y al desmán. Asaltaron capillas, palacetes abandonados y sitios de abolengo. Y todo un variopinto botín de sagrarios, aderezos, patenas y joyeles, se acumuló, pronto, en su guarida.

-No obstante -reflexionaba el señor David, en sus nocturnas e insomnes divagaciones-, percátate, Sabrinillo, de que, aun con tanto flete de plata y oro como llega de las Indias, la pobreza diezma estos reinos y el hambre se extiende y las cosechas se arruinan, falta de brazos y sobra de impuestos, y los vasallos buscan asilo y garantías, en lejanos solares. De cierto, te digo, que, gran fábrica de linajes y tradiciones, de santidades y honras, es éste nuestro país, que no de otras industrias. Porque, si requieres de cosas groseras, pero precisas, para el cuerpo, tendrás que adquirirlas fuera de aquí, y a tan elevado precio que nunca hay dineros suficientes, para saldar la calamidad. Curioso parece el trance y propio de sabios discernirlo: se inflan las arcas mientras las tripas gimen por un caldo.

Y concluía, grave y melancólico:

-Date por contento, pues, con admirar este soberbio e inútil esplendor que de más no ha de servirnos. Muchacho, bien conozco ya la suerte final y fatal: o se te lleva el que siempre alegan castigo divino o el poder te despacha, por la barriga, poco a poco, o de golpe, por el cuello.

Cuatro días después, el victorioso y arrogante soldado de la remota batalla de Nördlingen, asesino a jornal, ladrón de múltiples tretas, estudiante rebotado de clérigo y corredor de mozas del partido, murió de golpe, por el cuello, tal y como había vaticinado.

A escondidas, los Saña lo vieron subir al cadalso, paciente y altivo, con otros malhechores atrapados también cuando se daban al pillaje. Era un alba de neblinas opacas, rojigrises, tan candentes que asfixiaban (las remitieron enemigas latitudes africanas), y que, por fin, se derramarían en pavesas, acelerando el pataleo de los estrangulados, por la soga.

Sabrino Saña, padre, sintió, frente al brutal espectáculo, cómo se le encabritaba el vidrioso destino de su estirpe, y murmuró:

-Jamás debí entrarme en esta manada de soledades donde se perece por la apariencia y no por la necesidad simple del aire. He de apresurarme, si quiero sobrevivir.

Maldijo y salió por piernas, seguido apuradamente por el muchacho, hasta alcanzar el cubículo, en el cual se encerraron, no sin antes pintar en la puerta la cruz de los apestados.

-Quizá la añagaza resulte.

Y resultó, en efecto. Porque, cuando se presentó la ronda que los descubrió, junto con el desafortunado David Pedroñero, la noche anterior, profanando una iglesia, se detuvo amedrentada por el envenenado aviso. Faltó la intervención del zagal que fingía auxilios y favores, para que la guardia desistiera de su empeño y se limitara a facilitar el parte del edificio contaminado.

Pero la oportuna patraña pronto habría de volverse en contra suya. Casi una semana duró la agonía. Y los cáusticos escaróticos que le aplicó el cirujano, con su espátula, sobre los endurecidos tumores, con objeto de establecer un exutorio supurante -según manifestó, en su hermética jerga, el facultativo- no consiguieron sino abrasarlo, en un tormento indescriptible, que desembocó en denuestos y despropósitos. Velé, como mejor supe y entendí, el dilatado acabamiento de mi padre, más por la vigilancia en que me tenían que impulsado por un respeto y cariño imposibles, hacia aquel hombre que me había ignorado, salvo para descargar en mí sus iras.

Y lo amé, por último, en su muerte, de forma inesperada. Porque, en los delirios provocados por las altas calenturas, me reveló la profunda amargura de una vida llegada del patíbulo (la que yo mismo heredé, desde entonces) y sin otro término que no fuera el patítulo (donde me encuentro ahora, aunque no estoy muy seguro de por qué) o el castigo que dicen de Dios, tal vez para justificar el abandono, en que nos sumen. O el secreto de unas leyes insolidarias y administradas al antojo de unos cuantos, según sople la ventolera de sus intereses y privilegios.

En el tránsito, tuve asaz noticia de mis confusos orígenes. La palabra atropellada del enfermo me transfirió un mundo alucinado e inconcebible de violencias y amancebamientos monstruosos. Y así surgió de la oscura lejanía de los tiempos (décadas y aun siglos), el arrogante hereje que ardió en la hoguera escarnecedora; y un tal Indiosabrino descendiente de un lagarto gigantesco y padre del abuelo de mi padre, quien se desposó, a punta de cuchillo, con una hermosa hechicera cíngara; y un cierto y versátil Honorato (según deduzco, hermano de mi propio abuelo), que mudó el Saña maldito por un foráneo Sagna, cuando se pasó al francés, en una guerra que tampoco le incumbía (en sus desvaríos el enfermo dijo textualmente: porque las guerras siempre las pierden los que no tienen otra cosa que perder, sean de uno u otro bando); y muchos, pero muchos más, deshilvanados y frágiles, en su recuerdo (que se me reintegra en este definitivo trance).

Juro, pues, que mi padre murió, entre vomiteras y contorsiones, y que lloré abrazado a su cadáver, hasta que acudió el fatídico carro, con su monótono tableteo, y lo echaron en él, como un fardo. Y juro que me escurrí, por una gatera inverosímil -anochecía y las sombras me protegieron- y me precipité, de un brinco, en aquel vehículo de cuerpos ya en proceso de descomposición. Quería tan sólo seguir sus instrucciones delirantes, pero efectivas, y huir del pudridero de la Corte.

Cuando el carro se detuvo, Sabrinillo, espió por una rendija de las desvencijadas maderas: en una enorme fosa excavada en las afueras, los sepultureros arrojaban los despojos de los apestados a la lumbre oscilante y fantasmal de las fogatas. No lo pensó dos veces. Saltó de entre los muertos y emprendió una veloz carrera, ante la mirada medrosa y atónita de un enterrador que creyó en la resurrección de la carne.

Pero de inmediato, se organizó la caza. Que no escape, que no escape, gritaban sus perseguidores, puede contagiar a todo el pueblo. Poco después, estalló la esperada tempestad.




- 14 -

Y ahora me debato en el lodo, como de niño, cuando escapé de la ciudad infecta, tras enredarme con unas raíces, y siento el sabor acre de estos secanos y su palpadura helada y prieta, y me digo que, desde entonces acá, no he dejado de correr y correr, de huir posiblemente de todos, de mí mismo (del miedo ancestral y confuso que me empuja), por atajuelos y roquedales, donde apenas queda indicio de mi paso, e intuyo que habré de pararme, también de golpe, al extremo de una cuerda de cáñamo, porque los Saña, según se me da (por los informes alucinados de mi agonizante padre), no amanecemos al mundo con el pan, pero sí con el verdugo.

Es el destino. Y contra él me revuelvo, ya que el destino que me endilgaron lo repudio por ilegítimo, aunque de muy poco o nada valga la lucha emprendida, por cuanto voy viendo. Pero, aun con todo, me afirmo en la idea de que cada hombre debe de construírselo, para sí y de acuerdo con sus propias hechuras, y allá se las entienda luego.

Ay, si me fuera otorgado el beneficio de la palabra escrita, como al instruido David Pedroñero, bien que habría de poner en orden experiencias, conjeturas y padecimientos, para que encontrara aprendizaje y avío quien tenga que sucederme, en tan disparatada y gratuita desdicha. Y en ganando tal madurez, vengo en la obligación de confesar que desfloré y yací, en repetidas ocasiones, con Petra Algaba. Más que sus encantos, me sedujo el único y ruin propósito de hacerme con los caudales de su mezquino progenitor y, por aquel tiempo, también mi despiadado amo, al que ineluctablemente asesinaría (unos tres años después de mi fuga bajo la tempestad y posteriores reconciliación y faustos nupciales), para que ese destino al que aludo, escriturado, sin duda, por algún inicuo y poderoso rival, se cumpliera y yo me presentara ante la ley y escuchara sus extrañas, por capitales, sentencias, para quien ya estaba sentenciado a muerte, desde su origen. Pero eso, no parece (no parecía) importar demasiado, pues que hay (había) todo un aparato de estipulaciones previsto e inmutable. Y que así conste, señorías.

Escudriñó el sombrío panorama, desde el estrado donde se levanta la horca (una filigrana patética, sobre el fondo de los cielos diáfanos), cuando el ejecutor de la justicia, diligente y certero, me ciñe el dogal, os repito que vais a colgar a un difunto, y contemplo la muchedumbre ávida y apasionada, hasta el paroxismo, la misma que, meses antes y paradójicamente, me exaltó a no sé cual heroísmo, tan deleznable, tan absurdo, y es que ya nunca llegaré a comprender nada, como el acto que aquí se rinde y en el que concluye ésta mi crónica del desamor.

El holocausto de la púbera Petra Algaba se celebró en el sugestivo henil. La sangre del himen destrozado por las impetuosas acometidas del gañán, discurrió, abundante y densa, por el bálago de la trilla y penetró, gota a gota, la tierra agobiada de sequías. El lance fue doloroso, pero tan apetecible y placentero, que ella no se opuso a los continuos requerimientos de un Sabrino enterizo y de semen incendiario y lubricante. Pasaron horas de una tarde lánguida y ludida de cigarras, entregados sin medida la una al otro, como traspuestos ambos, por aquel deleite casi onírico.

Con el crepúsculo, la recién desvirgada se ajustó el corpiño y las enaguas, y tras obtener la promesa de próximos y fecundos encuentros, abandonó subrepticiamente el pajar. Sabrino, cautelando cualquier presencia extemporánea, la seguiría, algunos minutos después, hasta introducirse, neutro e incólume, en la promiscua algarabía de los braceros que clausuraban, con vino recio y ajiaceite, una jornada más.

Fue aquél un prolongado verano de bochornos y enardecimientos que los insaciables amantes apuraron (desmoronados ya los primerizos melindres de Petra Algaba), en un erotismo resuelto en innovadoras y calenturientas violaciones y procacidades desenfrenadas.

Todo discurrió de acuerdo con los cálculos de Sabrino, hasta que un caliginoso mediodía la joven le notificó, entre balbuceos y dengues, su incipiente, pero confirmada preñez. Por unos instantes, el sobresalto ocasionado por la inesperada situación, lo privó del poco seso y le demudó el rostro. Conociendo como conocía el temperamento desabrido y cizañero del amo, vislumbró toda una desaprensiva venganza de afiladas hoces, cebándose en su pescuezo. De modo que se le desbarataban frente a la especie del inoportuno embarazo. Había que tomar, de nuevo, la trocha y perderse en las escabrosidades serranas.

Sin embargo, encalmó sus desbordados temores que lo obnubilaban, y perfiló obstinadamente una audaz estrategia. Bajo ningún concepto iba a abandonar la fortuna que Teófilo Algaba escondía en los confines de su vasta heredad (labrador enriquecido hijo de labradores pudientes) y que ya la muchacha, enviciada de voluptuosidades y fiando en sus repetidas promesas esponsalicias, estaba a punto de entregarle, según insinuaba, rendida, en las dulces indolencias que seguían a las fogosidades del orgasmo.

Más apaciguado con tales pensamientos, convino con Petra una cita, para aquella misma tarde, y en el curso de la cual (tras poseerla volcánica y persuasivamente), le expuso la pertinencia de escapar ambos de allí, con la suficiente provisión de talegas, para soslayar estrecheces y penurias a las que no debía habituarse, poner sus asuntos en orden ante la Iglesia, como buenos cristianos que eran, y regresar luego, con papeles y bendiciones, para alumbrar, por último, en la paz del Señor y en el seno de la virtuosa familia.

Y todo ello -razonó Sabrino, con mesura- tenemos que despacharlo con presteza, antes de que tu padre conozca su deshonra y lleve a cabo, en ti y en mí y en la criatura que ha de nacernos, un crimen irreparable y condenatorio -hizo una pausa de apesadumbrados fingimientos y sentenció abatidamente- crimen que en beneficio de su alma y de nuestra felicidad hemos de impedir, con esta dura, pero aconsejable resolución.

Petra Algaba titubeó, en un principio, para concluir otorgando su consentimiento. Entonces, Sabrino concretó el inmediato desarrollo de la intriga: al día siguiente y cuando en el gran reloj de la torre de Santa María del Prado dieran las nueve campanadas del ángelus del anochecer, puntual y bien dispuesto para la marcha, la aguardaría, con el hato de ropa y con cuantos doblones de oro pudiera afanar, para, ya juntos, emprender el camino de la coyunda y de una posterior vida en común de intensidades amatorias, sin recatos ni espantadas, rendidas en un amplio y mullido lecho.

El nublo se desgarró repentinamente, después de varias semanas de una pertinaz y sofocante secura. Sabrino Saña escuchó las horas, bajo aquel diluvio, con cierta desazón, y esperó, en la parte trasera de la venta de los Llanos, a la altura de la herrería, de acuerdo con lo acordado. Y se mantuvo allí, afligido de frustraciones, hasta que se percató de la asechanza (le vino el atisbo de su cabeza hendida por el hacha) y huyó, como tenía por costumbre, desde niño, perdiéndose en la borrascosa noche.

Cuán ingenuo y estúpido fui poniendo mis secretos en aquella hembra, pues la muy zorra, como habría de conocer en pasando algunos meses, me delató a su padre y le exigió para lenificar la afrenta de la que la hice objeto, mi persona sometida o, al menos, las partes impúdicas de las que usé para inferirle el ultraje. Y Teófilo Algaba, celoso de su honor y de sus cuartos, montó en cólera, azotó a la supuestamente involuntaria pecadora, a quien dejó las nalgas de las que tanto gocé, en carne viva, levantó a criados, segadores y ovejeros, y se puso en mi persecución, sabiendo, por la infidente, el lugar en el cual me hallaba. De manera que, si me descuido, hubiera dado en castrón o en picadillo. Pero escapé, por los pelos, y corrí, como un endemoniado, toda la noche, bajo la lluvia y las centellas.

¡Maldita buscona! Me tienta con picardías, suspiros y aceptaciones, y luego, cuando ya tenía prácticamente en mis manos un buen pellizco de oro, me vende y pide mi ensangrentada virilidad, ignoro con qué propósitos. Y eso que la tomé por necia. Es claro que tampoco yo pensaba cargar con ella. En cosa de días, la hubiera precipitado por alguna sima o tal vez cedido, con el mejor talante, a las cuadrillas de salteadores que andan faltos de mujerío, para holgarse como corresponde. Pero se me anticipó, la puta.

A raíz de aquel suceso, me eché al monte y trabé amistad con un pastor de cabras (creo recordar que se llamaba Efrén y me pareció morisco) quien me brindó la hospitalidad de su chozo y me dio a comer queso fresco, unas legumbres aciduladas y leche. Durante las dos semanas que pasé en el inhóspito, pero casi inaccesible refugio, no se metió en mis asuntos y respetó siempre mis silencios, como yo los suyos, en un tácito pacto de reservas imperturbables. Me inquietaban, sin embargo las misteriosas letanías que modulaba a la puesta del sol, genuflexo y en arrobo, y sus no menos extravagantes y atrevidas solicitudes para con las viscosas víboras del peñascal, a las que prodigaba caricias y lisonjas, sin sufrir de ellas daño alguno.

Me partí, al cabo, del agreste paraje, movido por ciertos impulsos incontenibles (Efrén, pues juraría que ése era, en efecto, su nombre, me llenó el zurrón de cuajada y pan ázimo), y quise conocer otros solares, donde no hostigaran ni pestes, ni miserias, ni hierros, ni supersticiones. En verdad, qué candidez la mía. Porque de cuantos sitios visité, salí mal parado y a la carrera. Y consideré, entonces, que la sombra de Teófilo Algaba habría de acompañarme, hasta la consumación del degüello o acaso de la capadura.

De modo que, ultimadas las pretensiones comunicativas, ingresé en los vericuetos de los montes que llaman de Alcaraz y sólo me supe a salvo de vituperios y artimañas, cuando coroné la crudeza de sus cumbres. Pero el invierno me sacó destempladamente de aquellas alturas y di en el merodeo de valles y collados de climas más benignos y en los cuales la búsqueda de la cotidiana pitanza resultaba tarea laboriosa, pero asequible.

Y un día, harto y embebido de tan profusos aislamientos, me aventuré en la aldehuela de Cilleruelo, en donde nadie apenas reparó en mí, yendo como iban sus vecinos taciturnos y consternados. Pocos después, ya en el término del Masegoso, me enteré accidentalmente de los funestos rumores bélicos, por unos habitantes trajinantes del mesón, en el que sosegaba mis acústicas tripas, con una escudilla de atascaburros. Según discerní de tanta y tan peregrina locuacidad, el país olía a pólvora, por culpa de dos influyentes príncipes extranjeros que se disputaban, a costa de la gente llana, la Corona y los tesoros del reino.

La llegada de varios jinetes de aspecto desabrido, me volvió a mis aciagas preocupaciones, que no me correspondía mediar en temas ajenos y muy propios de tales eminencias que de ordinario se los adjudican, en ejercicio y provecho de sus ambiciones. Allá, pues, se las ventilaran entre ambos y acogiera el trono los cuartos traseros del más veloz en la prueba o del más audaz y afortunado en la liza, por cuanto a mí ni se me iba el uno, ni se me venía el otro, no siendo sus manos tan largas y temidas, para mis testículos y sesera, como las de Teófilo Algaba.

Por eso, a la caída de la tarde, abandoné el lugar y tomé las sinuosas y escarpadas veredas de las montañas. No sospechaba yo entonces, ni por asomo, la sorpresa que se me deparaba, en aquellos desérticos andurriales. Pero es el caso que, a los tres días de marcha y cuando confiadamente remontaba un angosto desfiladero, se me echaron encima unos hombres, todos de uniforme emblemático y bien armados, quienes me redujeron a la impotencia y me llevaron ante sus jefes. Tras desnudarme e inspeccionar prendas y alforjas, con el mayor cuidado (mientras acumulaba estupefacciones en tan humillante situación), decidieron juzgarme, en consejo de guerra sumarísimo, como habría de saber más adelante.

Se celebró la vista de la causa, en medio de una hoya, donde tenían instalado el campamento. Me dispusieron maniatado y entre dos enhiestos infantes, frente a unos severos y ceñudos señores que, por su porte y arrogancia, debían de ser, cuando menos, mariscales. De pronto, se inició el interrogatorio. Se sucedían las preguntas, en un idioma bárbaro y gutural del que supuestamente no entendía nada, en absoluto, pero que me provocaba algo así, como un vago encandilamiento. No obstante, e instado por los golpes de mis guardianes, hablé. Hablé de mí, de mi azacanada vida, de mi padre consumido por la peste, del viejo y sabio David Pedroñero, de Petra, de la pérfida Petra, y de Teófilo Algaba, del peligro en que estaban mis vergüenzas y de todo aquello cuanto me alcanzó la memoria, incluso de mis antepasados míticos.

No pareció satisfacerles el relato de tantas desventuras, porque, después de mirarse entre sí, con infinito asombro, profirieron lo que se me antojaron obscenidades y desenvainando sus bruñidos sables, me amenazaron con amputarme la cabeza. Luego, ya más recatados y solemnes, rubricaron los pliegos que les tendió el escribano y me hicieron comprender, por señas que se pretendían graves y protocolarias, pero que resultaron grotescas, el veredicto: sería ejecutado, al amanecer.

No pasaron muchas horas antes de que me visitara en la improvisada celda de una oquedad granítica, cierto caballero aragonés, el cual, con exquisita cortesía, me explicó que había sido condenado a la última pena, por los delitos de alta traición al legítimo pretendiente y de servicios de espionaje para el enemigo. Perplejo por aquel disparatado embrollo, quise informarme del cabal significado de tales cuestiones. Pero el aragonés esbozó una negligente sonrisa, alabó mi astucia y se despidió con una reverencia, dejándome aún más confundido que nunca, y sólo en compañía de un corpulento, rubio e impasible soldado.

Con las primeras sombras de la noche, me desprendí fácilmente la ligaduras, empuñé una piedra compacta y me deslicé, hasta colocarme a espaldas del centinela. Todo se resolvió en unos instantes: le sacudí dos cantazos consecutivos al desdichado que se desplomó, sin una queja, con el colodrillo deshecho (recuerdo, señorías, que las manos se me impregnaron de una sustancia cálida y untosa). A continuación, y después de salvar algunos obstáculos sigilosamente, me lancé a una nueva y desenfrenada huida, amparado por las tinieblas.

Mas la fatalidad o lo que quiera que sea, me puso apenas una legua abajo, prisionero de otra tropa, cuyos jefes se parecían tanto a los anteriores que usaban también de una jerigonza que tenía mucho de gargarismos. Vino de inmediato el interrogatorio de rigor y se me acusó (según supe poco más tarde) de deslealtad para con el legítimo soberano y de intrigar en beneficio de los invasores. Me limité a contarles mis peripecias, sin que lograra impresionarlos.

Por fortuna, para mí, se presentó a tiempo un gentil hombre toledano, quien, tras escuchar mis confidencias, las trasladó al coronel o general que mandaba aquella milicia. A partir de entonces, el asunto adquirió un cariz más favorable. Con objeto de salvaguardar mi cabeza, me comprometí a conducirlos, por las familiares quebradas, hasta la hoya en donde vivaqueaban los austríacos, pues que eso dijeron que eran. Y así lo hice. De manera que llegamos al alba (al filo de mi frustrada ejecución) y las compañías se aprestaron, para el ataque.

Presencié la batalla desde un risco cercano y me estremecí de tan grande y aberrante mortandad. Por fin, los austríacos fueron derrotados y los cautivos, pasados por las armas, sin demora. Cumplida tan ingrata misión, salí del abrigadero y opté por alejarme, deprimido y hastiado, de la tremenda carnicería. Pero ya se abalanzaban sobre mí los victoriosos escopeteros que, en contra de cualquier previsión, me aclamaron como a un héroe y me transportaron, en volandas, dejándome frente a su general que me abrazó emocionadamente y me besó, en ambas mejillas, lleno de gratitud, por mis buenos oficios.

Afirmo aquí, con el debido respeto, que me conminaron a desfilar con ellos, al paso marcial de sus himnos, y a horcajadas de una paciente mula, y que me exhibieron, ufanos, por caseríos y villas, incitando así a los lugareños a seguir mi ejemplo de valor y patriotismo, en la defensa de la justa causa del rey, nuestro señor. Y tanto énfasis vertía el noble toledano, en sus arengas apologéticas, que la reputación de mis extraordinarias proezas se extendió por aquellas comarcas y hasta mi nombre fue exaltado, en los pliegos de cordel y en las coplas de ciegos. Naturalmente, con la desorbitada fanfarria, pronto sucedió lo que ya me venía temiendo. De manera que, encontrándonos en Argamasilla de Alba, con el regimiento acampado a un tiro de piedra, se me echa encima Teófilo Algaba y, cuando me dispongo a recibir el golpe definitivo, me dice hijo mío, con lágrimas en los ojos. Confieso que me quedé de una pieza.

Hubo una afable conversación, entre el comandante en jefe de la tropa, el cortesano y el tozudo labrador, a resultas de la cual mis valedores convinieron en ponerme temporalmente bajo la tutela del último a objeto de que satisfaciera mis deberes y compromisos nupciales (deberes y compromisos, puntualizaron, subordinados, en su momento y en virtud de mi presunto civismo, a la imperiosa demanda de la integridad nacional), para, más tarde, y probadas ya, con todo merecimiento y sacramentado regocijo, las primicias del matrimonio (el militar francés sonrió, con galantería; el aristócrata castellano, con voluptuosa connivencia; y el rústico ofendido, con acritud mal disfrazada), obtener de la superioridad competente las recompensas y honores a los que, por mi valerosa conducta, frente al adversario, me había hecho acreedor.

Pues bien, señorías, al hilo de esta exhaustiva relación, se celebró el desposorio muy aprisa, pues que así estaba preparado, y en la intimidad del hogar, dadas las anómalas circunstancias. Al cabo de un mes, nos nació el Sabrinillo. Y mi suegro, en vista de que no amanecía recaudo alguno de palacio (para mi ventura y decepción), se mostró cual en verdad era y me trató, desde aquel entonces, como al más despreciable y zafio de los porquerizos. Transcurrieron de este modo unos tres años, hasta que cansado de los incesantes requerimientos sexuales de la Petra, de los llantos del mamón y de las frecuentes injurias de Teófilo Algaba, cavilé largamente en la oportunidad de recuperar mi albedrío y volverme a los montaraces asilos, no sin antes llevar conmigo buena parte de las talegas de aquellos doblones que tantas vicisitudes y riesgos me habían ocasionado.

Y fue precisamente la noche en que me afanaba en el descubrimiento del escondrijo, cuando me sorprendió el amo registrando el cobertizo de los aperos y se precipitó sobre mí, armado de un enorme cuchillo. Juro que no pude hacer más que lo que hice: agarré, con brío, una guadaña, le atravesé el pecho, de parte a parte, y lo dejé clavado en la puerta. Viéndolo debatirse y aspear los brazos, entre muecas, estertores y bocanadas de sangre oscura, tuve la vaga y curiosa sensación de una fugaz tormenta iridiscente de mariposas agónicas, lo que en manera alguna alego en mi gracia y cuyos principios tampoco he de revelaros, pues pertenecen a una época y a ciertas identidades que escapan, ilustrísimas señorías, a la acción de vuestro efímero poder judicial.

Si contemplo el paisaje humano que se congrega en torno al patíbulo, me sé ejecutado cientos, quizá miles de veces, porque todos cuantos están aquí y ahora, asistiendo, ávidos y sobrecogidos, a tan deplorable espectáculo, quieren matar en mi muerte algo de cada uno. Que ése, según infiero, es el sentido de la insana y multitudinaria concurrencia. Y no se percatan, ni siquiera el experto verdugo, de que van a ahorcar a un cadáver.

Momentos antes de que el dogal le quebrara el cuello, Sabrino Saña barruntó a su hijo, en medio de aquella abigarrada muchedumbre, esto que te conturba, heredas, ¿y qué será, entonces, de ti? El crío lloraba, como de costumbre, acurrucado en el regazo de su madre, también huérfana reciente, cuando sonó el estrépito de un cuerpo que caía.






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Tercera y última parte

-¡Ay! -decía el ratón-. El mundo se vuelve cada día más pequeño. Primero era tan ancho que yo tenía miedo, seguía adelante y me sentía feliz al ver en la lejanía, a derecha e izquierda, algunos muros, pero esos largos muros se precipitan tan velozmente los unos contra los otros, que ya estoy en el último cuarto, y allí, en el rincón, está la trampa hacia la cual voy.

-Sólo tienes que cambiar la dirección de tu marcha -dijo el gato, y se lo comió.


Franz Kafka                



- 15 -

-¿Todo en orden? -preguntó Lucas al Heteo que espiaba minuciosamente, a través de los visillos, la recogida y solitaria calle de las afueras.

-Sí. Todo en orden -replicó el Heteo, con su voz profunda y siempre confidencial.

Lucas se dirigió a Begoña:

-Tú, primero. -Le dijo y agregó, como en un acto de rutinas deformantes: -El bolso. Ya sabes. Ni un papel, ni una dirección, ni un teléfono.

Begoña Oteiza sonrió y le susurró a Sabrino que lo esperaba en su apartamento.

Lucas miró el reloj: eran las seis y veinticinco de la tarde.

-Saldréis, uno a uno, cada cuarto de hora.

El siguiente fue Alain, un joven y enérgico fresador a quien su empresa había despedido, por incitación a la huelga. Y luego, el Alquimista, ojizarco y miope, de aspecto desaliñado, pero todo un perito, en materia de explosivos.

Lucas observó, desconcertado, a Sabrino Saña Bolufer.

-¿Tienes miedo?

Sabrino emergió de aquel abismo enrarecido de premoniciones hereditarias, a la inquietante superficie de un crepúsculo de luces difusas.

Lucas insistió:

-¿Tienes miedo?

-Sí. Supongo que sí.

-Bien. En cualquier caso, te quedan unos minutos -hizo una pausa-.Ya conoces las instrucciones.

Sabrino asintió y reanudó el frágil curso de sus pesquisas que propiciaban la evasión de un fabuloso y amenazante ceremonial de conspiraciones, para trasladarlo, aunque no con la fluidez apetecida, a los subterráneos laberintos donde se gestaban los embriones del desastre, seguro (y lo presentía próximo además) de que de un momento a otro, encontraría los orígenes de un proceso secular e ininterrumpido y entonces y sólo entonces estaría virtualmente en condiciones de yugular aquellas vesánicas e inútiles hecatombes.

De pronto, el Heteo que permanecía apostado en la ventana, se volvió hacia ellos. Al Heteo, el semblante se le había puesto lívido.

-Están ahí. Creo que nos han descubierto.

El revulsivo anuncio (ensayado, tantas noches, en los fríos sudores de la pesadilla gozosamente pulverizada) conmovió un ámbito de aplomos (adquiridos por vía disciplinaria) y lo trasmudó en una sucesión de alteraciones provocada por el acarreo hormonal de adrenalina.

Sabrino admiró el portentoso dominio de Lucas sobre el excitado ímpetu de la sangre.

-¿Cuántos?

El Heteo refrenó la nociva pudrición de sus hálitos.

-Dos... No, no espera. Son tres. Tres y el que conduce.

Lucas introdujo un proyectil en la recámara de su pistola.

-¿Vienen?

-Sí. Ya vienen.

El Heteo levantó su arma y apuntó parsimoniosamente hacia la calle.

-Lo tengo -murmuró.

Pero Lucas, impávido y tenso, dijo taxativamente:

-Déjalos. Déjalos que suban.

Desde un principio se había entregado desaforadamente a la crítica de arte, como si no hubiera en el mundo ninguna otra cosa que le importara. Y, sin embargo, aquella entrega no era sino un inconfesable subterfugio más de los tantos que iba disponiendo al correr de los años, como para no dejar huella alguna ni indicio fiable de su ambiguo trayecto. Debiste de quedarte en Madrid, con ese tío tuyo criollo y emprendedor, muchacho. Aquí no hay nada que hacer, te digo. Sabrino sentía un gran afecto por Ignacio Alted, reportero veterano e insobornable. Y puteado, muy puteado, concluía, sarcástico. Con frecuencia, tomaban unas copas, en el bar de junto a la redacción. Qué te has creído. Me la van a dar, pero no permitas que se te baje la sangre a los zancajos. Luego, se quejaba del duodeno ulceroso, mientras bebía ávidamente, desde que lo pusieron en una mesita a escribir notas de bodas, bautizos y necrologías. ¿Sabes? Si no me haces caso y te largas, terminarás compartiendo conmigo este panteón.

Pero la sola presencia de tío Honorato, su detestable engreimiento, lo ponía al borde mismo de la náusea. Era algo visceral, de acuerdo, pero tan asfixiante que no encontraba forma de evitarlo (quizá, porque todos los poros de su quimérico pariente se hubiera saturado, en un mimético proceso olfativo, de amoníaco, de extractos vegetales, de ácidos cáusticos, de cuantos productos volátiles se almacenaban en el despacho de drogas). Ni las sugestivas promociones inmobiliarias en Marbella o Fuengirola, lograron vencer su renuencia. Por otra parte, trataba de persuadirlo tío Honorato, te relacionarás con personas influyentes, con financieros, con industriales, con políticos,

con el intruso de la metáfora plastificada en óxidos de cobre del irónico poeta y pintor Max Ernst, paseante de una oculta realidad peatonal, ajeno a las conveniencias sociales e inquilino del área cerrada de ese ojo de silencio siempre avizorando, con la mayor impudicia posible, las intimidades del museo de la Universidad de Washington, donde él nunca conseguiría ir, donde tú nunca conseguirás ir, querido sobrino, si no aceptas mi proposición y te labras un futuro respetable,



le dijo que lo pensaría, que necesitaba tiempo para decidirse, bien, bien, tómate unos días, descansa, pero reflexiona, mientras tanto. Aquella misma noche, salió en tren hacia Alicante. No lo esperaban ni su madre ni su hermana, los tres quisieron hablar simultáneamente y se echaron a reír. Sabrino dejó que amainara la luminosa tormenta de sobos, de besos, de frases inconexas, de suspiros gemebundos antes de reconocer, una vez más, su pequeño dormitorio, en cuyo armario escondía una inverosímil colección de objetos (canicas de barro de colores desvaídos, un antiquísimo reloj de la casa «Rosskopf & Co» número de serie 8995, el esqueleto de una lagartija como de frágil porcelana, minerales feldespáticos, anzuelos, la acorazada concha de un galápago, un imán, fotografías pornográficas, el dibujo de cierta evanescente heráldica de estrellas carmíneas y grifos rampantes), luego ordenó libros de texto y apuntes manuscritos, en la estantería de metal verde jaspeado, y se preguntó qué iba a hacer, ahora que ya tenía la licenciatura, en el bolsillo.

La tarde plácida y oreada de fragancias por el imperante lebeche, la pasó, en un itinerario de abstraídas divagaciones, por las callejas del Arrabal Roig. Regresó a casa, cerca de las once, y su madre lo aguardaba, para cenar con él. Se retiraron a sus respectivas habitaciones, después de una breve sobremesa, tu hermana se ha ido al cine, porque Sabrino aún arrastraba toda la fatiga de los exámenes y del reciente viaje.

María Bolufer no pudo conciliar el sueño: había vislumbrado, en torno a su hijo, un aura de fatalidades. La misma que advirtió en su marido, muchos años atrás, cuando lo distinguía entre la agitada penumbra del locutorio de la cárcel. La mujer, turbada por la infausta revelación, se entregó a una fértil vigilia de llantos.

Durante un mes, vivió despreocupadamente como si ya hubiera resuelto las acuciantes dudas acerca de un -futuro- respetable, bajo los auspicios de su poderoso tío y archipámpano de todas las urbanizaciones de lujo, don Honorato Saña Mendoza, nieto de prócer errante y de dama de interino régimen de concubinato. Había comenzado la temporada veraniega, en las remesas de un turismo mediocre (pequeño-burgués, según los presuntos lectores de Marx), y cada día resultaba más difícil encontrar una cala limpia de inmundicias, apacible y solitaria, bien en el Cabo de la Huerta, bien en las inmediaciones del Campello, por donde solía bañarse y pensar, mientras tomaba el sol. Y fue una de aquellas mañanas abrumadoras, cuando se tropezó materialmente con Xavier Dols, vecino de pupitre en el viejo instituto de San Fernando, y, chico, cuántos años ya, pero qué coño es de ti, dime, y le dijo. Claro que trataría de ayudarlo, en mi periódico van a publicar unas páginas culturales, ¿me oyes?, y tú podrías coordinarlas, escribir cosas, comentarios, críticas, te sacarías una pasta, no mucha, desde luego, pero una pasta, ¿qué te parece? Nada, hombre, vente por la redacción y verás cómo resolvemos este asunto. Y ahora, mira, Dols le presentó a un par de muchachas extranjeras, fíjate qué tetas tienen las tías, además, tragan, ¿sabes?, y eso que son lesbianas, bueno, por lo menos, te montan unos números de puta madre, unos números tan excitantes que te ponen al rojo. Entonces, le sugirió que se fuera con ellos, al apartamento de las jóvenes holandesas. Aún no eran las doce. Que sí, que sí, que lo iban a pasar en grande. Hoy he tenido suerte, sonrió entre cínico y triste, se ha ahogado un niño, en la playa del Postiguet. Xavier Dols hacía sucesos, en el diario local.

La semana siguiente discurrió en un disipado sopor de alcoholes, música y promiscuos acoplamientos sexuales, las muchachas efectivamente actuaban libres de prejuicios, de cuerpos, por último, capitulados en lánguidas expectativas, ¿te lo advertí, no?, y sumergidos en las aguas de la bahía, para una transitoria restauración.

Durante aquellos días de vehemente aturdimiento, Sabrino apenas si paraba en su casa más que lo justo para cambiarse de ropa, ¿te quedas a comer?, le preguntaba su madre, casi por inercia. No, no, respondía él, estoy con unos amigos, con unos compañeros, compréndelo, y hasta es muy posible que consiga un buen trabajo. María Bolufer se resignaba, aunque cada vez el estigma del hijo se le esclarecía, como el de aquel hombre que abandonó la cárcel, muchos años atrás, convertido ya en un espectro.

Por entonces, recibió la inesperada carta de Begoña Oteiza. Una carta breve, pero conturbadora. Begoña le pedía, le ordenaba más propiamente, que alquilara, para la segunda quincena de agosto, un pequeño estudio o algo así. Concluía insistiendo en que era muy urgente y le facilitaba un número telefónico, para que se pusiera en contacto con ella, cuanto antes. A Sabrino lo invadió el azaroso vértigo, entre anhelado y rehuido, que le suscitaba Begoña, con sus increíbles mudanzas. Pero a partir de aquel momento, se espaciaron las voluptuosas intimidades con las holandesas (el juego oferente y perentorio de sus labios, de sus pezones endurecidos a la húmeda temperatura de la lengua, de sus incitantes y delicados asaltos dentales), pero, ¿qué te ocurre? Visiblemente nervioso, improvisó un pretexto familiar, nada, nada, te aseguro que no me ocurre nada, problemas, ya sabes, que si esto, que si aquello. Y Xavier Dols, locuaz y descreído, en el principio fue la carne y la carne se hizo verbo y murmuró entre nosotros.

Sabrino tuvo la certidumbre de que la anunciada visita de Begoña Oteiza habría de incidir notoriamente en su vida, muy a pesar suyo. Ya durante el último curso, se desveló, en parte, la elástica naturaleza de unas relaciones iniciadas en el estricto ámbito de los intercambios metafísicos, para dar en el lecho de Begoña, un revoltijo siempre cálido como si acabara de levantarse, bajo la suspicaz atención de una adusta y mítica iconografía: Bakunin, Trostki, «Che» Guevara, Ho Chi Minh. Hacerte el amor, musitó, es toda una praxis revolucionaria. Pero ella, en la onda apasionada del paroxismo, tan sólo emitía tenues gemidos de placer, sinuosa y posesiva, hasta que se resolvió en el delirio de una verbosidad incoherente de citas memorables, de frases inflamativas y vacuas, hasta derrumbarse (desnuda y con la piel irritada por el forcejeo) sobre la moqueta, en un estado depresivo, sin precedentes. Márchate, márchate de aquí, le dijo de pronto, tumbada boca abajo, ¡márchate! Sabrino salió casi de puntillas, todavía perplejo por la virulenta reacción de la muchacha.

Y aún no había digerido aquella absurda sospecha acerca de una repentina y transitoria invalidez biológica (donde podían esconderse las incontroladas motivaciones de Begoña), cuando la vio, en dos ocasiones, y en ambas se mostró altiva y glacial, como si fuera un perfecto desconocido (actitud tanto más lacerante cuanto ratificaba a Sabrino en sus desoladoras apreciaciones). Sin embargo, días después, uno de los dependientes del comercio de su tío le participó que la señorita (titubeó y tuvo, por fin, que recurrir a un papelito arrugado) Begoña Oteiza lo esperaba, a la hora del café, el próximo sábado.

Encontró a Begoña en compañía de un tipo vigoroso y de pelo ensortijado que se llamaba Alain. Alain había nacido en Nimes y era hijo de un refugiado político y de una berebere. Llevaba algo más de un año, en España, trabajando de fresador. Es un hermoso país, pero sepulcral, dijo, con un extraño acento. Se fue al poco tiempo de llegar Sabrino. Pero antes, mantuvo una discreta conversación con Begoña quien le entregó un sobre doblado. Al despedirse, la besó en la boca apretadamente.

-¿Te gusta?

-¿Alain?... Sí, me gusta. Me gusta por su entereza, por sus convicciones.

Hubo una pausa de silencios afilados.

-¿Os acostáis juntos?

Un avaricioso fulgor roía, contrayéndolas, las penetrantes y oscuras pupilas de Begoña.

-A veces. ¿Te importa?

Sabrino hubiera deseado una respuesta rotundamente negativa o dilatoria, cuando menos. Una respuesta que lo eximiera de aquel flujo de complicidades con no sabía muy bien qué recónditas maquinaciones. Pero brotó, y hasta con énfasis, la vergonzante duda:

-Quizá.

Se levantó y recogió su paquete de ducados. Encendió un cigarrillo.

-¿Te vas?

-Sí. Me voy. He de hacer algunas cosas. En la droguería, con mí tío. Asientos contables, balances de saldos, operaciones rutinarias... -hablaba con deliberada precipitación-. Estamos a fin de mes.

-¿Enfadado?

-¿Qué?

-Que si te vas enfadado por lo de Alain.

-Creo que no tengo ningún derecho.

-No te he preguntado sobre tus derechos, sino por tu estado de ánimo.

-¡Déjame en paz! ¿Quieres? -y anduvo hacia la salida.

Pero Begoña se anticipó y le cerró el paso.

-Ahora, escúchame.

Erguida y serena, frente a él, Begoña Oteiza había domeñado la momentánea arritmia de su torrente sanguíneo, hasta adquirir la compostura pétrea de una matriarca en trance de revelar los más insondables y evanescentes arcanos. Le recriminó su versátil conducta, su catálogo de inhibiciones cívicas, su melancólica y falsaria aventura por los espacios deshabitados, su balsámica evasión de la realidad,

sus recomendables subterfugios artísticos, cuando ya ella se quitó los ceñidos vaqueros y el suéter de lana, mientras enumeraba agravios, como una fría doncella del obseso Paul Delvaux que él nunca podría descifrar, que tú nunca podrás descifrar, querido Sabrino, si no me aceptas como soy y participas en un futuro de libertades.



Lo arrastró un suave perfume a la enardecida militancia de esperma y jadeos.

-Pero, ¿de qué o de quién huyes?

Conformó un gesto dubitativo.

-Lo ignoro. Pero me atormenta un pasado borroso que se encarniza en mí. Tengo miedo, un miedo irracional pero infranqueable, ¿comprendes?

-No, no demasiado.

-Ya. Lo suponía.

Y la poseyó nuevamente a la desesperada, como si pretendiera encalmar un súbito fogonazo de ansiedades indefinidas. No quiero quererte, le susurró al oído, creo que debería alejarme de ti.

-Inténtalo.

A ambos les invadió una grata lasitud y se sumieron en una calentura de invocadas omisiones.

El Heteo se acercó a la puerta y contuvo los alientos.

-Suben. Están subiendo.

Lucas levantó el brazo seguro y mortífero.

-Apártate -dijo, en tanto su índice oprimía, con exasperante lentitud, el gatillo de la Luger.




- 16 -

El día que conoció al Alquimista, los periódicos, en grandes titulares, noticiaban el atentado contra una central hidroeléctrica, en el que había muerto uno de los vigilantes nocturnos. Desde el diván, el Alquimista lo saludó, con indolencia, y sin más preámbulos, recitó: «Hay épocas en la vida de la sociedad humana que la revolución se convierte en necesidad imperativa, en que se proclama a sí misma inevitable. Nuevas ideas germinan por doquier, pugnando por abrirse paso hacia la luz, por encontrar una aplicación en la vida; por todas partes se les opone la inercia de los interesados en mantener el viejo orden. Se asfixian en la agobiante atmósfera de prejuicios y tradiciones», y, bien, ¿sabes quién lo escribió? Sabrino lo ignoraba ¡Kropotkin!, gritó jubiloso, mientras exhibía un libro, en cuya portada resplandecía la efigie venerable del matemático y anarquista ruso.

-Fíjate, lo escribió nada menos que en 1880 y se conserva tan vigente como si lo hubiera escrito ayer mismo, ¿no te parece?

El Alquimista exhalaba unas fétidas emanaciones de arsénico, ceras y sulfuros. Como Helvetius. Puede, advirtió perspicazmente, pero que conste que tan sólo he sido iniciado en la cábala de Enrique Malatesta y del noble trinitrotolueno.

Se largó, por fin, casi a empujones, flaco y desgarbado, con sus ojos de un azul desvaído enclaustrados en unos gruesos lentes. Begoña le aclaró que se trataba de un buen amigo, no, no es mi eventual amante. Y agregó risueña, nunca ha respondido ni a mis encantos ni tampoco a mis procaces estímulos. Te confieso que fracasé con él. Padece una impotencia pertinaz.

-No, en serio, el pobre Alquimista sufrió un grave accidente, cuando realizaba un experimento con no sé qué ácidos. Se salvó de la muerte, pero ahora es un eunuco. Con la explosión, le volaron los cojones. Con frecuencia, se debate en una crisis de identidad. Resulta verdaderamente dramático, -y concluyó-. Pero ha encontrado en... en nuestra organización motivos suficientes y poderosos para sobrevivir. Y ahí lo tienes, dispuesto a lo que sea.

Pero él había ido a verla no para escuchar las desgraciadas tribulaciones del Alquimista ni los elogios de un activismo, por el que no sentía el menor interés, sino movido por la urgencia de la nota que le habían entregado en la droguería. Begoña lo apaciguó.

-Espero una llamada. Entre tanto, te ruego que no me hagas preguntas.

El teléfono sonó exactamente a las seis. La muchacha tomó el auricular y sólo dijo de acuerdo, colgó, se dirigió a la cocina y regresó con un paquete no demasiado voluminoso.

-Quiero que me guardes esto, por favor.

Sabrino observó el paquete con desconfianza.

-Son papeles -exclamó ella, indulgente-. Nada comprometido, no te preocupes.

Aun así, Sabrino vaciló unos instantes.

-Nadie podría encontrarlo, en el almacén de tu tío -sugirió Begoña.

Cuando llegó, el encargado estaba echando los cierres, don Honorato le espera en su oficina. Sabrino asintió y se introdujo, por la trastienda, en la espaciosa nave que olía a carbonatos alcalinos y perfumes franceses, a biolavantes y aguarrás, a loción after shave e insecticidas, hasta alcanzar a tientas e insonoramente la alacena del fondo, donde ocultó, en el abigarrado conjunto de objetos desahuciados, el enigmático envoltorio de Begoña. Con el mismo sigilo, volvió sobre sus pasos y dio unos golpecitos en la puerta de aquella oficina abominable, con sus dioses de arcilla y sus pájaros momificados.

-Adelante, adelante.

Tío Honorato permanecía meditabundo, en una de las butaquitas de plástico floreado y peceño, mientras espiaba a través de la copa de coñac.

-¿Has leído la prensa? -inquirió de pronto- ¿Sí? Otro crimen abyecto, otro acto ignominioso contra la paz y el orden. Si no hay más mano dura, no sé dónde vamos a parar -bebió un abundante trago-. Ay, si yo los cogiera por mi cuenta... Asesinos, eso es lo que son. Asesinos a sueldo de Moscú.

Sabrino disimuló una imperceptible sonrisa. Begoña siempre hablaba despectivamente de los comunistas y de su política de reconciliación, se han bajado los pantalones, a instancias del Kremlin, decía. Pero tío Honorato se deslizaba ya por las cómodas pendientes del tópico exonerando a los nativos (a casi todos los nativos) de tan impías y monstruosas prácticas.

-Hordas siberianas de herejes y ateos, bestias sin Dios ni principios morales que se obstinan depravadamente en socavar la civilización occidental, si viviera el abuelo, te aseguro, que habría de pararles los pies.

Tío Honorato embarcado ya en una oscilante retórica elaborada a base de regüeldos vínicos y de fragmentos escogidos de los teóricos del Movimiento, esparcía, en sus desairadas invectivas, una babosidad coruscante y pulverulenta, sobre el ancho rostro de los ídolos y también sobre el plumaje desteñido de aquellas aves en perpetua cautividad.

-Y todo esto, ¿sabes por qué, muchacho?

-¿Por qué?

-Porque se-ha-per-di-do-la-fe.

Y, de nuevo, por los crepusculares átomos de la embriaguez, se le engavió la manía de apañar apócrifas hazañas de quienes fueran presuntos cabezas de linaje. Hubo, querido sobrino, en tiempos del gabacho, un Saña de nombre discutible, pero con toda probabilidad padre de mi abuelo o abuelo de tu padre, que, después de combatir al invasor, en la guerrilla, se retiró al monte y edificó un templo, en acción de gracias, por las derrotas infringidas a las huestes napoleónicas. Son muchos los prodigios que se le atribuyen, tantos que, en repetidas ocasiones, se ha solicitado respetuosamente a Roma que instruya el correspondiente proceso de canonización, una vez aportadas las pruebas requeridas por la autoridad episcopal. Que me lo recuerdes, ¿estás? Que tengo que hacer gestiones cerca de la secretaría de la congregación de ritos del Vaticano (anota: enviar también cinco garrafas de masaje a granel «La lujuria de los trópicos», para el colegio cardenalicio), para agilizar el asunto, ah, y ver a quién leches ponemos de advocatus Dei, para que nos ayude a subir a los altares al pariente, el cual subió a los cielos en cuerpo y alma, como cuando lo de Cristo, cerca de Betania (Betania, el Cabocañaveral de los lanzamientos espaciales evangélicos, pero Sabrino enmudeció la blasfemia, por si se la descontaba luego del raquítico estipendio). No lo olvides y sírveme otra copa, gracias, que hay que brindar por el bendito. ¡Te imaginas! Un San Saña patroneando las falanges del nacional-catolicismo y de cosecha familiar, muchacho, que bien habría de valernos, en justa compensación, para nuestros perecederos negocios mundanos. ¡San Saña!... Si me parece que lo estoy viendo ya agarrado a la diestra de Dios Padre, y que se jodan los comemierdas.

Sansaña se pegaba como una flema a los talones del furriel de aquella compañía de granaderos franceses, por si se le iba algún mendrugo. En las acampadas oficiaba de alcahuete y apalabraba mozas del contorno, para solaz y recreo de los veteranos. A cambio, le ofrecían un cuartillo de aguardiente. Cuando se emborrachaba, les decía muy ufano que, en llegando a París, lo primero que pensaba hacer era tirarse a la puta madame Josefina.

Una noche, Sansaña como una cuba se robó el hermoso morrión emplumado de un teniente imperial y se fue con él bien encasquetado, al vecino pueblo, por si acaso y viéndolo así de arrogante, a las hembras les entraban ganas. Pero, ya disipados los efluvios alcohólicos, tuvo miedo de su acción y se refugió en lo más intrincado de la cordillera.

Mucho tiempo después, se tropezó por tan desolados parajes con un extraño carromato arrastrado por un par de mulas tordas y en cuyo pescante viajaba mister Borrow, un distinguido caballero inglés, con redingote y chistera, que vendía biblias en lengua romaní y un ungüento milagroso para el reumatismo y las paperas. Mister Borrow, cuando barruntó la liebre que aquel día había cazado Sansaña, se puso en tratos con él y le ofreció por el animal moribundo y con el hocico sanguinolento, un tarro de pomada terapéutica y un ejemplar del Nuevo Testamento, según la versión del padre Scío, pero sin notas ni comentarios.

Sansaña, taciturno, miró la liebre, la remató de un golpe en la nuca y decidió que no, que aquello no tenía trazas de comercio entre cristianos, porque no asomaban los dineros por ninguna parte. Resultó de todo punto ocioso que el inglés aumentara el lote con un singular libro de salmos, en edición manchú, y por el cual quisieron darle nada menos que mil rublos, en una ciudad llamada Simbirsk, donde había estado el año anterior.

Pero como Sansaña no se demudó ni con lo de los rublos, mister Borrow recurrió a sus conocimientos de Hokkano baro o engaño maestro que aprendió de la prolongada convivencia con las tribus errantes de gitanos. Y así le brindó la fórmula infalible para obtener cuanta plata y oro le viniera en gana.

Accedió, por fin, al trapicheo, entregó la liebre y recibió las precisas instrucciones que, si seguía al pie de la letra, lo convertirían en el hombre más rico del mundo.

La fórmula decía: En lo alto de un monte alto, construirás una torre circular y hueca que mida de la base a la cúspide doscientos pies y treinta y cinco pulgadas y cincuenta pies de diámetro. Una vez hecho esto, tomarás una barra de hierro dulce y la frotarás enérgicamente, hasta que le transfieras tu propio magnetismo. Luego; en una noche clara, subirás al punto más alto de la torre y acercarás la barra de metal a la estrella más próxima. Será cosa de ver cómo ésta dirigida por tu mano irá a parar al fondo de la torre. Y con ella, todas las demás estrellas y soles y astros de la bóveda celeste, pues que se hallan sujetas entre sí por sutiles hilos auríferos. Y ese día amanecerá antes, por cuanto la preciosa pedrería de la noche yacerá, colmándola, en tu torre. Y tú serás, de esta guisa, el hombre más rico del mundo.

Mister Borrow tomó la liebre (sus tripas llenas de ausencias ejecutaban ya una alegre zarabanda), subió al carromato, azuzó a las caballerías y se alejó de allí, mientras Sansaña emprendía el camino de una elevada cumbre. No más llegar, comenzó la ciclópea obra y en ella estuvo todo un invierno de nieves y tempestades.

Cuando en primavera los tenebrosos nubarrones se desprendieron de la cima, todos los habitantes del valle observaron, con espanto, aquella misteriosa excrecencia. Reunidos en excepcional cabildo, síndicos y jueces coincidieron en arbitrar una urgente investigación in situ, a fin de esclarecer la naturaleza del fenómeno. Partieron hacia los elevados riscos, con el párroco mosén Antonio, por si acaso resultara asunto satánico o encantamiento de algún mago liberal y fueran de menester sus exorcismos, y bien flanqueados por la pequeña, pero aguerrida, guarnición militar, con su sargento al frente. Les seguía, a prudencial distancia, una caterva de intrigados vecinos.

Y la sorpresa no tuvo límites, una vez que, superados los últimos repechos, descubrieron tanto la ingente maravilla, cuando a su solitario arquitecto que, abstraído en el laborioso empeño, no les sintió llegar. Hubo, en consecuencia, cortesías y parabienes, y Sansaña, con sus barbas hasta la cintura, el sayal desgarrado y el morrión del gabacho que de los muchos años a la intemperie, más parecía mitra papal, se les antojó varón venerable y entregado a Dios. Mosén Antonio le conminó a publicar si aquella torre la construía para acercarse a los cielos. Y Sansaña, astuta y complacientemente, respondió que sí. También le conminó a manifestar si lo hacía con el firme propósito de encontrar una vida mejor. Y Sansaña volvió a decir que sí. Entonces el párroco lo bendijo y, con los ojos anegados, pronunció un sermón enalteciendo las virtudes de quien había sido capaz de inaugurar, en medio de las turbulentas luchas fratricidas, una nueva y prometedora Tebaida.

Durante los meses estivales, cada domingo, los lugareños subían a la cumbre y ayudaban al santo anacoreta en su obra, ganando así las indulgencias prometidas por mosén Antonio. De manera tan fortuita los proyectos de Sansaña experimentaron un notable progreso y ya veía cerca la hora de recoger los frutos de tanto desvelo.



Tío Honorato, tras sus habituales delirios de establecer un pasado solemne, se quedó como traspuesto, profirió un estridente ronquido y se despertó sobresaltado.

-Me encuentro mal -murmuró-. Esta gastritis... Puedes... llevarme a casa, muchacho. El... el dichoso atentado me ha puesto enfermo.

Sabrino sintió náuseas y recordó lo que había escrito Pedro Kropotkin acerca de las ideas que se asfixian en la agobiante atmósfera de prejuicios y tradiciones, aunque fueran espurias, como las de tío Honorato, con sus héroes y patriarcas de confeti. Mientras conducía, lo acometió el asco y el desprecio (ignoraba Sabrino que, días antes de su ejecución, aquel paquete escondido y olvidado en algún lugar del almacén de drogas, habría de llevar a su estólido pariente a la frontera, acusado de un delito de propaganda ilegal, sin que Sansaña intercediera por él. Honorato Saña mudaría el maldito apellido por un tolerable Sagna, cuando reanudó sus frustrados negocios, en Grenoble).

Una noche, a mediados de septiembre, se dejó oír, en la abrupta comarca, un suave zumbido. Los habitantes contemplaron atónitos la cima de ermitaño. De allí surgían destellos intermitentes y de colores rojos y amarillos. Momentos después, algo se elevó: con lentitud, al principio, para luego adquirir una gran velocidad, hasta perderse en el infinito.

Y tan extraordinaria fue la visión que acudió el prelado de la diócesis, en persona, acompañado de sus vicarios generales. De madrugada y tras un frugal refrigerio, se encaminaron todos hacia la sorprendente cumbre.

Como supieron los más devotos, Sansaña había desaparecido. Un examen del terreno reveló, a tan lúcidas mentes, la existencia de un hecho sobrenatural: sin duda, el iluminado anacoreta había subido a los cielos, en cuerpo y alma. El obispo se postró de hinojos, y con él cuantos le seguían, bisbiseó unas plegarias y proclamó que, en lo porvenir, aquel monumento se denominaría Basílica de la Nueva Ascensión.






- 17 -

El Heteo le produjo la confortante sensación de un hallazgo prefigurado en las abstrusas fronteras de la memoria. Llegó, con Begoña, en el automóvil deportivo de la joven, y fue como si ambos recuperaran los vestigios de un diálogo, no necesariamente oral, censurado, aun antes de iniciarse, en los atolladeros de la sospecha.

Cuando en el reloj del Ayuntamiento daban las diez, el coche de Begoña Oteiza aparcó frente a la cafetería de la Explanada, donde habían convenido el contacto. Declinaron la invitación de Sabrino, no te preocupes, hemos hecho parada y fonda en Chinchilla. Ahora, sólo nos apetece descansar.

-Está bien. Vámonos.

Subieron los tres al turismo.

-Conduce tú, por favor -le pidió Begoña-. Salimos muy de madrugada, sobre las cuatro y éste no tiene carné.

El Heteo sonrió como disculpándose.

Sabrino se puso al volante y los llevó, por la carretera de la costa, a la playa de San Juan. Se detuvo frente a un edificio alto y solitario.

-Aquí es -dijo.

Cuando los dejó instalados en el estudio que le había conseguido Xavier Dols, se despidió.

-Volveré luego.

Begoña le entregó las llaves del coche.

-Llévatelo. A mí no me hace ninguna falta.

Sabrino se acercó a casa de las holandesas. Habían dormido juntas, estaban completamente desnudas y exhaustas sobre el lecho. La habitación olía a hierba. Casi como en un juego, las metió a ambas bajo la ducha y abrió el agua, a ver si os espabiláis. Pero salieron chorreando y tan sonámbulas que desistió de su empeño de ponerlas en condiciones. Se sentó y hojeó una revista de mujeres que se recreaban practicando el sadomasoquismo, entre sí. La tiró, hastiado, y encendió un cigarrillo.

A las dos en punto, regresó donde Begoña.

-¿Todo bien?

Begoña terminaba de comerse un par de tomates y parecía recuperada de su agotamiento.

-Todo bien. Me he dado un baño en el mar y hasta he hecho la compra en el autoservicio de abajo.

El Heteo roncaba profunda y apaciblemente sobre un colchón neumático, en la terraza.

-Me recuerda mucho a Peter Ustinov.

Begoña lo llevó a su alcoba, se tumbó en la cama y se despojó de la parte inferior del bikini. Ven, musitó. Y como quiera que observara en él un gesto de indecisión, no te preocupes, no lo despertará ni un cañonazo.

La inesperada presencia de Lucas fomentó un clima de inquietantes expectativas. Lucas era frío y reservado, y ejercía un notorio influjo sobre Begoña y el Heteo. A raíz de su llegada, Sabrino se sintió incómodo y desconcertado (luego, conocería la reciprocidad de aquellas sensaciones), y optó por frecuentar lo menos posible a los subrepticios inquilinos del apartamento. Sabía que no se encontraban allí de vacaciones y pretendía mantenerse al margen de sus asuntos, a pesar de las sutilezas de Begoña por involucrarlo.

El día antes de que se fueran, paseó por la playa con la muchacha quien se mostró agresiva y reprobó su conducta. Él no se come a nadie, afirmó, ya lo irás comprobando.

Pero se aplacó frente a la apática actitud de Sabrino y quiso indagar lo que le sucedía. Que el mundo se me estrecha más y más.

-Cámbialo entonces.

-¿En qué dirección?

-En la mía. En la nuestra.

La miró con escepticismo.

-Sí, como en la fabulilla de Kafka.

-¿Cuál?

-No importa.

Se despidieron aquella misma noche. El Heteo le dio un abrazo. Lucas murmuró un rotundo hasta pronto. Begoña Oteiza lo acompañó a la parada del autobús. Estaba nerviosa.

-¿Te ocurre algo?

Se encogió de hombros.

-Quizá. Creo que estoy enamorada de ti.

Él no dijo nada. Se besaron varias veces.

-Te esperamos en Madrid. Tienes muchas cosas que hacer, ¿vendrás?

-No lo sé.

A principios de septiembre, Sabrino Saña Bolufer inició sus colaboraciones en el periódico. Había decidido olvidarse de Begoña y de tío Honorato (rompió una reciente carta en la que le ofrecía un cargo ejecutivo en sus oficinas de Marbella y que terminaba con un estúpido «mis más respetuosos saludos a tu señora mamá»), olvidarse especialmente de las tan sórdidas como contradictorias opciones que una y otro le proponían.




- 18 -

Durante varios meses, no abandonó su ciudad natal más que en fugaces excursiones dominicales, entregado como estaba por entonces al estudio y catalogación de las obras de Modigliani (le fascinaba la categoría estética del pintor maldito y del judío refractario) y a sus especulaciones en torno a la conveniencia de un arte integral que exponía luego fervorosamente a la consideración de Xavier Dols (para quien un chorizo o un proxeneta aborígenes valían por todos los genios de la Escuela de París) y de Ignacio Alted (que sufría en su propio duodeno el flagrante deterioro urbanístico).

El subterfugio funcionó, hasta que las súplicas telefónicas de Begoña se revelaron indeclinables y decisivas. Iré, iré este fin de semana, te lo prometo. Pero no quiero ver a nadie más que a ti, ¿entiendes? Ella accedió enseguida (la quejumbrosa voz había adquirido un timbre vivaz) y estuvieron juntos cerca de cuarenta y ocho horas, en su confortable pisito de Doctor Esquerdo. No me dejes, no me dejes nunca, le pidió ya en la estación de Atocha, cuando se apresuraba a coger el tren de regreso a Alicante.

Y volvió con frecuencia. Y advirtió que la deseaba, en los sucesivos desplazamientos, y que Modigliani se desvanecía arrasado por el esplendor de aquella fiebre de reencuentros gratificadores. En ningún caso Begoña evocó el pasado de intrigas (era una mujer lozana y homogénea) que se le hacía episódico y como fílmico. Tan sólo una vez, y de forma casual, se tropezaron al Heteo, en un bar, mientras tomaban cerveza. El Heteo los saludó, aunque sin grandes efusiones (le pareció muy distinto, posiblemente por la espesa barba que se había dejado crecer y que desdibujaba las remembranzas de Peter Ustinov).

Hay amores que arruinan, muchacho. Dols le recriminaba su despilfarro, en idas y venidas. Despilfarro de los escasos recursos (colaboraciones y algunas clases particulares a domicilio), pero las amistosas admoniciones no surtían efectos, porque necesitaba estar con ella, por encima de todo (era como un absorbente torbellino del que no podía, ni quería escapar). Tendremos un hijo, Begoña, un hijo que llegará con el verdugo debajo del brazo, para perpetuar esta estirpe oscura y patética. Pero la frase, una frase escuchada repetidamente en las borracheras del padre, les puso a flote la sonrisa.

En una ocasión (él se había concedido varios días de asueto), Begoña le anunció, con mansedumbre, que Lucas (¿Lucas?, le sonaba distante y ajeno aquel nombre) lo esperaba. A Sabrino se le ensombreció el semblante.

-¿A mí?... ¿Para qué?

Begoña le aseguró que no lo sabía.

-Él mismo te lo explicará.

-No me interesa nada de ese tipo, ¿lo oyes? Nada, en absoluto.

Begoña no insistió. Sofocada, se encerró en un mutismo expiatorio.

-Está bien, está bien. ¿Cuándo? -Sabrino intentaba preservar a toda costa el delicado equilibrio de aquellas relaciones.

La cita era para las seis de la tarde, en casa del Heteo. Cuestión de minutos.

-¿Irás?

-Iré -respondió, con cierto fastidio.

Begoña lo invitó a comer en un pequeño restaurante italiano, pero él se encontraba tan ensimismado que perdió el apetito. Déjalo, cenaré con más ganas. Solo quería que el tiempo corriera, en tanto se reprochaba su falta de carácter.

Luego, un taxi los llevó a un remoto y miserable suburbio. Aún pasearon durante media hora. A las seis menos veinte, Begoña dijo:

-Es ahí, a unas manzanas -lo cogió de la mano y echaron a andar pausada, pero decididamente.

Cuando llegaron (un edificio de dos plantas, casi ruinoso), estaban Alain, el Alquimista, Lucas y, por supuesto, el Heteo. Parecían contrariados.

-Me molesta que hayáis hecho un viaje en balde, pero hemos tratado de localizarte, Begoña, para que no vinierais.

Begoña le preguntó a Lucas si ocurría algo.

-No, no creo. Posiblemente, una alarma sin fundamento. Sin embargo, conviene extremar las precauciones de seguridad.

Según el Heteo, un individuo sospechoso había rondado la solitaria calleja.

-Gracias, Sabrino, por tu visita. Hablaremos en otras circunstancias.

Lucas le hizo unas rápidas advertencias, por si acaso, y dirigiéndose al Heteo que espiaba a través de los visillos, inquirió:

-¿Todo en orden?

-Sí. Todo en orden.

Lucas miró el reloj: eran las seis y veinticinco. Les dijo que saldrían, de uno en uno, cada cuarto de hora.

De pronto comenzó la pesadilla. Lucas oprimió el gatillo de su Luger y simultáneamente se oyó un lamento estrangulado, al otro lado de la puerta. De allí partió un fuego insaciable. Ponte a salvo, ponte a salvo, le gritó Lucas, en medio del fragor, mientras disparaba.

Sabrino se refugió en la angosta cocina, detrás de un viejo frigorífico. Estaba aterrado. Asomó la cabeza y vio al Heteo, a unos pasos, inmóvil: un proyectil le había hendido la garganta. Se desplomó y su arma fue a parar a los pies de Sabrino. La empuñó mecánicamente, en un gesto cuyo significado nunca lograría descifrar.

Lucas lo sacó de su escondite y lo arrastró hasta un ventanuco. En aquellos instantes, el miedo lo mantenía tan envarado que apenas si podía moverse. Salta, salta, muchacho, ésta no es tu guerra. Salta ya de una vez. Saltó, por fin, desde el primer piso a un traspatio, salvó el obstáculo de un tapial y corrió por el descampado, bajo el repentino aguacero, por entre las aún tiernas sombras del crepúsculo, mientras percibía, cada vez más distante, el retumbo de la definitiva lucha.

Entonces fue cuando debí tropezar con algún desperdicio urbano (o con unos rastrojos) y rodé por ciertos irisados aceites industriales (o fangos primitivos) crudos, deslizantes y aliviadores tras el esfuerzo, en una huida reiterada y confusamente original, como un pecado de nuestros primeros e innominados insurgentes.

Pero soy un cobarde, Begoña, un sucio cobarde. Lo dejé solo, cubriéndome las espaldas, y habrá muerto acribillado, como murió el Heteo (en su última mueca ya no quedaba ni rastro de Peter Ustinov). Tú no podías hacer nada, nada. Y él te lo dijo: ésta no es tu guerra. Lloramos abrazados toda una noche de alucinaciones. Y apareció de súbito la insolente prueba de aquel nueve corto, en uno de mis bolsillos. Ya ni lo recordaba. No he soñado, Begoña, no he soñado. Me dolían las sienes de estrépitos y de fugaces centellas, dime, Begoña, ¿siempre ha de suceder así? Monté la pistola, encolerizado, y la deposité sobre la mesilla (jamás antes supe el acalambrado tacto de una siderurgia vulneraria). Era el Heteo. Ahora es mía. Sonreíste con una tristeza inconcebible. Y lloramos de nuevo.

La noticia vino turbia, como el amanecer, por la magia impertinente de la palabra transistorizada: un inspector gravemente herido y dos terroristas muertos. Al parecer, un tercer individuo, no identificado, había conseguido escapar.

-Márchate, por favor. Márchate.

Pero Sabrino resolvió quedarse con ella. Resulta menos sospechoso, arguyó. Además, tú no tienes ninguna culpa.

-Te metí en esto, aunque no sé muy bien con qué objeto -esbozó un rictus dubitativo- ¿Sabes? Leí la fabulilla que insinuaste de Franz Kafka.

-¿Y?

-Que creo que soy como el gato.

-No, no, Begoña. Deja ya de atormentarte.

-Pero...

-Mira, quienes como yo no han sabido desentrañar los errores de su historia, estamos condenados a repetirlos.

Cuatro días después de consumados los trágicos acontecimientos, salieron al cine. Regresaron pronto a casa e hicieron el amor intensamente. Begoña cubrió, con sus bragas, el frío metal de la pistola.

El niño mamón Sabrino Saña Oteiza nació a la misma hora que fusilaron a su padre, un veintisiete de septiembre.








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Casi un epílogo

Los evanescentes feriantes criollos ofrecieron, como número bomba, el prodigio de un espectacular acuario, con luminarias, piedras de artificio y nenúfares de plástico, en cuyo fondo sesteaba secularmente el monstruo amazónico más viejo del mundo.

El público se quedó maravillado. De pronto, un niño muy pequeño se desprendió de la mano de su madre, se acercó al borde de aquel singular ingenio hidráulico y, sin que nadie pudiera impedirlo, se zambulló en las transparentes aguas. Hubo un grito unánime de angustia. Pero todos mantuvieron el corazón en vilo, mientras admiraban su nítido itinerario subacuático, hasta que se introdujo limpia y alborozadamente, en las carmíneas fauces del monstruo abiertas en un bostezo de infinito cansancio.






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