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Matar con Mozart y 29 atrocidades más


Enrique Cerdán Tato





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La verdadera historia de las historias siguientes


Unos hechos

El asesino más antiguo de este libro cometió su crimen -puede que a sangre helada, quizá llevado por los hervores de la sangre- y, poco después, se borró hasta de la memoria de sus paisanos: entonces murió del todo.

De él, aunque para entonces a él esto apenas le importara, únicamente quedaban los papeles. Que empezaron tras su muerte a cobrar polvo y ratas: unos, entre los legajos del Juzgado; otros, cada vez más amarillos, ocupando un nimio espacio de papel en las hemerotecas de la ciudad. Pero todos, puesto que estaban abandonados, sólo eran un leve peso de letras muertas o un peso muerto de papel mojado. Es decir: nada.

Años después de los criminales hechos sólo algún viejo, en su pueblo o en su barrio, seguía desfigurando para sus nietos la antigua historia del asesino. Sin embargo, y porque también los viejos están destinados al olvido, la verdadera historia al fin sólo permaneció, muriéndose poco a poco de moho, en los archivos de un juzgado y en las hemerotecas de la ciudad. No tardaría ni un siglo en ser incinerada.




Otros hechos

El escritor, unos años antes del otoño de 1988, había visto una película en blanco y negro. En la película dos jóvenes (uno era alto, delgado, rubiasco, asténico; el otro bajete, regordillo, moreno, pícnico), como si fueran don Quijote y Sancho pero con premeditación, se cargaban a una familia entera y verdadera y sin calentarse la sangre. En la película eran capturados, juzgados, condenados a muerte, se reían. En la película esperó cada uno su muerte en su celda. El escritor, en la película, oyó el ruido colgado de dos muertes y los vio morir defecando, pataleando, FIN.

Cuando acabó la película el escritor no cenó. Tampoco durmió porque las imágenes, sobre todo las de una muerte que se espera a plazo fijo, le impidieron el   -8-   sueño. Además el sueño de los escritores es tan débil. A eso de las cuatro de la madrugada se amodorró con levedad y, sólo durante medio minutillo, soñó en blanco y negro, descoloridamente como quien dice: él, sólo por ser él, se vio esperando una muerte que otros le habían fijado sin pedirle permiso y que le llegaba inevitablemente para dentro de muy poco, se vio con la impotencia y el agobio respiratorio de su espera en capilla, se vio con el temor hecho una mano durísima en su estómago, se vio temblar hacia el patíbulo o el pelotón de fusilamiento -esto no lo recordaba muy bien al despertar-, vio cómo lo ahorcaban o lo baleaban y se vio, el escritor, morir defecando y pataleando o cayendo con toda su sangre dentro de la oscuridad del paredón. No le dolió nada, pero sufrió lo mismo. Desde entonces no soporta ninguna escena de ninguna película (aunque sea en color) donde echen cosas de estas.

Después leyó la novela de Truman Capote. A sangre fría era una novela tan real como la vida misma. Demasiado real, diría. Tan real que la película había salido perfecta fotografiando sólo la novela, sin adaptar esta en absoluto. Pensó que el cine podía ser eso. Pero que la novela no tenía que serlo necesariamente. Pensó además otra cosa, esta: que los hechos, si no se contaban con el lenguaje escueto de los juzgados y de los periódicos, además de ser unas historias buenas para leer de uno o varios tirones, seguirían siendo eso, hechos. Y, sin dejar de ser tan reales como la vida misma, se convertirían en una historia de las que a uno lo emocionan tantísimo cuando las lee, ¿no? Un relato que, al pie de la letra, inventaría la realidad, la haría existir.

Bueno, era una posibilidad: luego era un reto. Pero, llevado por el trajín de su vivir, el escritor lo pospuso.




Unos hechos se reúnen con otros y...

De pronto (los escritores son así y van por sus ventoleras), otra madrugada de varios años después -y ya estamos en el otoño del 88- el escritor no podía quitarse de la cabeza la historia que un fiscal amigo y colorado le acababa de contar la noche antes delante de una barra donde ambos celebraban la amistad tomándose unas copas paralelas.

Esa madrugada (él siempre trabaja por las mañanas, mientras los demás duermen o mueren) los dedos empezaron a picarle escandalosamente y, para no despertar al vecino (porque hay que decir que con su familia tenía confianza para eso, y además están acostumbrados), se vio obligado a rascárselos escribiendo a mano una historia: la de Pedro Merino o «Las oscuras vísperas», la que su amigo acababa de contarle. La terminó en dos horas pensando: «Cuatro folios en dos horas: no está tan mal, coño». Antes de volver a acostarse, seguramente para no dormir, releyó los folios. Entonces se acordó de su viejo reto y de su sueño sin color   -9-   y añadió este final: «se le vino de golpe toda la muerte encima. Algunos periódicos le dedicaron apenas unas líneas. Tampoco merecía más una simple y sangrienta pelea entre rufianes». Cuando la gente iba a sus trabajos sin ni zorra memoria de quien fuera ese tal Pedro Merino, el escritor volvió a acostarse pensando que aquello no era ni mucho menos Truman Capote (Capote jamás habría escrito que a nadie «se le vino de golpe toda la muerte encima», sino simplemente «murió», o «expiró», o algo así aunque muy bien puesto). Tampoco era T. Wolfe (este sólo escribe testamentos, nada líricos por cierto; y una historia o es lírica o no es historia). «Menos mal», dijo en voz alta. Estas dos palabras despertaron a su mujer y entonces el escritor se durmió. Tan a gusto.

Cuando se levantó, mecanografió durante una hora larga y llevó su historia al periódico. El Director la leyó delante de él de un tirón. Dijo:

-Esto no está nada mal, Enrique. Nada mal, chico. -El Director enseguida lo vio-: Oye, ¿por qué no nos escribes una historia de estas cada semana?

-Pero, ¿tú crees que a la gente pueden interesarle las angustias?

-Ingenuo, que eres un ingenuo, que ya te lo tengo dicho yo muchas veces: a la gente lo que le interesa más que nada es la sección de sucesos. Y si estos, los sucesos digo, son de su pueblo o de sus conocidos, pues no veas. -Y el Director volvió a la suya-: Ahora, que si no te apetece o no quieres... ¿O es que no puedes o... no sabes?

El reto estaba como un guante encima de la mesa. El escritor solo tenía que alargar la mano para recogerlo. La alargó:

-Por mí...

-Hecho. El jueves que viene necesitamos otro original.

-Te pongo una condición: las voy a hacer, estas historias, como me dé la gana a mí. La gente ya tiene bastante periodismo con los sucesos y las crónicas negras y los reportajes de escándalos y... Y ya tiene bastante novela negra americana y española y tibetana... Así que voy a contar las cosas por dentro y, a la vez, por fuera. Y la gente se va a reír o temblar o... con lo que mastique; y, a la vez, se va a saciar.

Y el jueves siguiente, bien a tiempo para el suplemento del domingo, el periódico tenía en redacción «Un cadáver en la basura». Esta segunda era una historia contemporánea. Pero ¿qué más daba el tiempo? Precisamente la exactitud de la literatura consiste en que cualquier historia coge carne y, suceda cuando haya sucedido, al leerla se pone tan tierna como recién hecha.




... así resultó que la verdadera historia no es la historia verdadera

Desde ese momento, cada semana, el escritor tuvo que dedicar muchas, muchas   -10-   horas a la desinfección y desinsectación personal: casi tantas como pasaba entre archivos, legajos, polvo, ratas, espuertas de papel. Es una lástima que las historias se conserven habitualmente en esas condiciones antihigiénicas. A veces tenía que pedir permiso a los archiveros para llevarse aquellos focos de lepra a su casa por aquello de que no está tan tirado convertir quinientos folios de un caso judicial en cuatro o cinco de una historia. En estas ocasiones los introducía en su casa de matute para que su mujer no se pusiera a limpiarlos. Pero ella siempre supo cuándo él los tenía en casa porque tiene el olfato muy fino, ella. Lo que pasaba es que, para no interrumpir el trabajo del escritor, respetaba el secreto del sumario. Sólo a mí me confesaba por teléfono:

-Paisano -porque somos casi paisanos y eso une mucho aquí en el extranjero- nos tiene locos a todos con tanto matusalén como se trae. Pero todo sea por el oficio.

-Nada, mujer, nada: eso se pasa y ya verás cómo sale algo decente.

-No, Trino, si es lo que yo digo. Si no... un baño de zotal les metía yo a todos esos sótanos. Y a él. No, a él no: yo creo que no se me contagiará. Por lo menos yo lo desinfecto.

Y sí. El Director, los lectores del periódico que lo siguieron durante treinta semanas -casi casi nueve meses como quien dice-, su mujer, el fiscal y hasta yo mismo creemos que salió algo más que decente: esta literatura viva que nace de hechos tan sangrientos como verdaderos, estas veintinueve barbaridades más además de «Matar con Mozart», que son los hechos tal y como sucedieron haga poco o mucho tiempo. Pero que, también y no menos verdaderamente, son narraciones cortas y, por eso (por ser narraciones, no por ser cortas), verdaderas. De forma que la verdad, en cierto momento, ya no fue el mamotreto judicial: la verdad de lo que en cada caso paso es esta que aquí se cuenta y que fue escrita gracias a la conjunción de dos hechos: un crimen antiguo y un escritor insomne tras ver una película. Reuniendo historia y palabra, durante treinta semanas, el escritor puso en boca de los personajes las palabras que dijeron no probablemente: realmente; vio el paisaje con los ojos de los que en él se persiguieron, pero lo vio mejor que ellos; y nos trae las viejas historias como si nunca hubieran dejado de suceder en «sombras nada más». Porque las verdaderas historias no son las que se encuentran empolvadas en los archivos: las verdaderas son estas que siguen. Y si ustedes, mientras las leen, en el cuarto de al lado o detrás de su butacón oyen un ruido sospechoso, no se asusten, no se levanten a ver, no vuelvan la cabeza: el Carapito, ese que sorprendía a la gente en su casa, ya ha muerto «violentamente en la cárcel». ¿O no?

Luis T. Bonmatí





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Nota previa

Las historias que se cuentan en este libro son ciertas. Sólo en algunos casos se ha enmascarado la auténtica identidad de los protagonistas por razones comprensibles.

El autor encontró estas historias en viejos periódicos y en archivos. La empresa no fue fácil y cada caso exigió una larga y exhaustiva investigación.

El autor ha procurado echarles un poco de humanidad a los personajes y liquidar cualquier síntoma de maniqueísmo. «»En definitiva -se dijo- eso de los buenos y los malos no deja de ser asunto de westerns; y él, decididamente, no estaba por tan impertinente clarificación.





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Las oscuras vísperas

En la madrugada del 19 al 20 de febrero de 1936, Pedro Merino, de 25 años de edad, murió en el Hospital Provincial, a consecuencia de diversas heridas de arma blanca. Pocas horas antes de su muerte, Manuel Azaña había formado gobierno. Un hecho sórdido y todo un acontecimiento histórico que aparentemente no guardaban relación alguna entre sí.

El lunes, día 16 de aquel mismo mes, Pedro Merino había sido apuñalado en el carrer de la Caballa por tres individuos que se dieron a la fuga, tras la agresión perpetrada brutal y despiadadamente. El único testigo, un pescador que se dirigía al varadero de El Postiguet, escuchó, según sus declaraciones, estruendo de lucha, insultos estrangulados, gritos y unos pasos que se alejaban.

-Estaba muy oscuro. Yo sólo vi a dos sombras que se deslizaban cuesta abajo.

Cuando descubrió el cuerpo ensangrentado del joven tipógrafo, el pescador pidió ayuda a unos vecinos y trasladaron al herido hasta una casa próxima.

Luego, se avisó a la Policía.

Se investigó el caso, sin advertir pista alguna que propiciara la captura de los asesinos. En plena campaña electoral y en medio de un apasionamiento desbordado, los agentes no prestaron demasiada atención a aquel suceso que no pasaba de ser, según todos los   -14-   indicios, una vulgar reyerta entre indeseables. Se archivó el asunto.

Pedro Merino no tenía ni familiares ni amigos. El carpetazo coincidió con el escrutinio de los sufragios, sin que nadie se ocupara de reclamar el cadáver que terminó en una fosa común.

En la prensa, apenas unas líneas, junto a los grandes titulares que anunciaban la formación del nuevo Ejecutivo, y una nota en la que se invitaba a deponer las legítimas pasiones de la contienda electoral a todos los españoles, sin distinción de ideología política.

Desde que el general Mola definiera la guerra como necesidad biológica, el joven minero del valle del Turón había iniciado una intensa actividad pacifista que trasladó al fondo de las galerías, a las tabernas, a círculos sociales y culturales.

-Me he pasado los últimos días en el calabozo. La Guardia Civil me detuvo por incitador al servicio de los bolcheviques -Merino sonrió, con cierto escepticismo-. Ahora, no me readmiten en la mina.

A partir de entonces vivió prácticamente de la solidaridad de sus compañeros y de algún que otro trabajo esporádico, hasta que entró de aprendiz en una pequeña imprenta regida por un socialista. Pedro viajó a Madrid, en varias ocasiones, y anduvo con Trifón Medrano, del que recibiría no pocas enseñanzas. Decididamente, se inflamó de idealismo, suscitó en su torno un grupo de muchachos a quienes trató de transferirles sus inquietudes, y concluyó por establecer un centro de estudios, donde imperaba una moral estricta y un concepto casi místico de la revolución.

Pero en octubre del 34 el joven minero se convirtió en un verdadero dirigente, impulsado por la dinámica de los acontecimientos. Luchó, junto a Belarmino Tomás, en el Nalón y recibió un disparo en el asalto del cuartelillo de Ciaño que le obligó a retirarse del escenario de las operaciones. Aquella herida le salvó de las represalias del comandante Doval, una vez el comité provincial revolucionario de Asturias aceptó la rendición propuesta por el general López Ochoa.

Posteriormente, y con el mayor sigilo, Pedro, junto con otras   -15-   personas comprometidas, fue evacuado a Madrid. Meses después, se trasladó a Alicante.

Consciente de su responsabilidad y del peligro, adoptó una actitud retraída y casi hosca, con objeto de evitar errores e indiscreciones. Pedro era un joven introvertido y silencioso que apenas tuvo dos amigos en nuestra ciudad. Dos amigos que no llegaron a conocer su verdadero nombre, ni la pena capital a la que había sido condenado en rebeldía. Dos amigos que ni tan siquiera se enteraron de su muerte.

-Claro que lo supe, pero tres o cuatro años más tarde y de manera casual. Pedro era muy agradable, pero reservado y taciturno, como él solo.

Cada mes se desplazaba a Madrid. Los informes que traía acerca de la situación política y militar, así como de la ascensión fascista y de sus pretensiones insurreccionales, llegaban puntualmente a su destino: un piso vacío del que Pedro Merino tenía una llave y al que sólo debía de acudir a determinadas horas y en días muy concretos, para depositar o recoger los mensajes en el interior de un cajón con doble fondo. Durante aquellos tiempos en una sola ocasión modificó sus hábitos y viajó a Valencia, para escuchar a Azaña, ante ochenta mil personas, en un acto presidido por el catedrático Juan Peset.

-Me extrañó verlo allí, porque no me parecía nada prudente.

Cuando el 31 de diciembre de 1935, se decretó la disolución de las Cortes y Portela Valladares anunció la convocatoria de elecciones generales, Merino rindió su último viaje a Madrid. Regresó con una agenda muy apretada. Se negociaba el pacto entre republicanos y partidos obreros, pacto que se firmaría el 15 de enero. En el programa se incluía la amnistía general y la reintegración a sus puestos de trabajo de todos los represaliados por la revolución de octubre. Pedro Merino estaba cansado y añoraba su tierra.

La campaña electoral se inició con un despliegue propagandístico inusitado. Las polémicas periodísticas eran frecuentes y a los mítines acudían multitudes enfervorizadas.

Como había previsto el joven revolucionario, la situación en Alicante se deterioraba día a día.

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-Vi a Pedro el 10 ó el 11, no lo recuerdo bien. Lo felicité anticipadamente: pronto podría volver a su casa. Pero lo noté preocupado, como nunca.

El atentado que sufre «El Luchador» se inscribe en esa tónica de encrespamiento, en esa espiral virulenta que viven los alicantinos y que asumen ambos bandos. Merino redacta unas notas apresuradas, cuarenta y ocho horas antes de los comicios, que no alcanzarán su destino. Quizá nunca se sepa qué decía en ellas. Pero cabe suponer que había descubierto algo importante, puesto que de otro modo, y en virtud de su cautela y responsabilidad, no hubiera actuado con tanta precipitación. Quizá tan sólo advirtiera de la vigilancia de que era objeto. Quizá fuera una angustiosa llamada de socorro. No se sabe. Aquellas notas nunca alcanzaron su destino.

Pocos días antes de que las urnas proclamasen el triunfo del Frente Popular, Pedro detectó a cierto individuo sospechoso. Fingió ignorarlo, en tanto comprobaba sus presunciones. No tardó mucho en disipar sus dudas. Por entonces ya eran dos desconocidos los que le seguían descaradamente.

No quiso recurrir a la Policía, aún convencido de que las izquierdas iban a obtener la mayoría. De modo que decidió hurtarse de aquella persecución por sus propios medios. La noche del 15 al 16 de febrero se internó por el laberinto de Santa Cruz. Por fin, creyó que había logrado despistar a sus incómodos e implacables verdugos. Pero no fue así. Cuando, desde el Raval Roig, descendía hacia El Postiguet, por el carrer de la Caballa, tres individuos se abalanzaron sobre él. Mientras lo acuchillaban repetidamente, le llamaron rojo y bolchevique. Cuando recuperó el conocimiento, ya en el Hospital, conoció la noticia: las izquierdas habían ganado en Alicante con el 54,11 por ciento de los votos.

Pedro Merino esbozó una leve sonrisa. Estaba amnistiado. Y paradójicamente sintió en su carne cómo se cumplía la sentencia capital a la que había sido condenado en rebeldía a manos de tres sicarios de quién sabe quién. Se incorporó para revelar su verdadera identidad, pero se le vino de golpe toda la muerte encima.

Algunos periódicos le dedicaron apenas unas líneas. Tampoco merecía más una simple y sangrienta pelea entre rufianes.



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Un cadáver en la basura

-Qué porque, María -murmura María del Prado, lívida y espantada, al filo del vómito, en tanto limpia frenéticamente el viscoso charco de sangre y vino tinto con fragmentos de vidrio.

Se aleja el Seat 133, en dirección al vertedero, por una oscuridad del color ácido de las zarzamoras. Isidro conduce una pesadilla: el cuerpo de la víctima se estremece en las curvas, se incorpora en los peraltes, salta en el asfalto estrujado de la carretera que se desliza de Jijona a Alicante. Los asesinos se desinflan de violencia y permanecen absortos. En el interior del vehículo flota un acidulado aliento de alcohol. El automóvil disminuye la velocidad, gira a la derecha y se detiene finalmente. Es una medianoche apacible de mayo, del 7 de mayo de 1979.

Un par de kilómetros más arriba, Andrés Giménez arrojó a un barrancal los cuatro cuchillos salpicados aún de estragos. Ahora, hay que librarse del cadáver, concluir la faena de una condenada vez. Conocen bien aquel lugar de inmundicias, se mueven con soltura en un ámbito de desperdicios y hedores repugnantes.

-Venga chico, agárralo por los hombros.

Federico tira del cuerpo de su padre. Federico tiene algo más de quince años de infierno y los ojos húmedos. Entre él e Isidro llevan el cadáver hasta el pie de un terraplén. «El Cojo» se rezaga.   -18-   Los tres jadean y sudan, mientras excavan, con sus manos, una fosa. Antes de enterrar a su víctima, «El Cojo» la despoja de las zapatillas, fetén, me están fetén. Cuando, pocos días después, los detuvo la Policía, las llevaba puestas.

-Sí, se las quité al muerto -dijo en el interrogatorio.

Una hora más tarde regresaron al domicilio de María del Prado.

-Ya está, madre -musitó Federico-. Lo hemos metido donde las basuras.

Luego, Isidro y el propio Federico salieron de nuevo con el coche: tapicería y alfombrillas estaban empapadas de sangre.

Lo abandonaron en un camino poco transitado y le prendieron fuego.

Que no quede ni una huella chico.

Ambos observan cómo arde el vehículo y la manta que envolvió el cuerpo destrozado de Luis Ramón. Luego, emprenden la vuelta a pie.


La proposición

El sábado 5 de mayo, y tras hacerse con el vehículo, «El Cojo» le propuso a su primo Isidro desplazarse a Jijona. «El Cojo» trabaja de basurero, en la Jara de Denia, sí, aunque nací en Silla, va a hacer, en junio, veintiséis años. «El Cojo» tiene un tenebroso itinerario de calabozos: Palma de Mallorca, Valencia, Cartagena, Murcia y Alicante. Algunos le dicen «quinqui».

-Cosas menudas, sí, señor, algunos hurtos, algunas riñas. Me acusan de peligrosidad social, ¿pasa algo?

Y la jodida polio esa que me desgració la pierna izquierda. Se arrastra con una muleta y, en ocasiones, ejerce la mendicidad.

¿Sabes? Cuando te enfila la suerte del revés, no hay quien te tienda una mano, Dios, qué gente.

-Vámonos a Jijona, Isidro.

A casa de Luis Ramón. Familia de ley, te digo.

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Llegaron aquel sábado, sobre las once de la noche. Luis Ramón los invitó a unas copas. A la mañana siguiente, Luis Ramón, su mujer, María del Prado, y los dos amigos, se trasladaron a Alcoy, para recoger a Federico, el hijo mayor del matrimonio. Isidro dijo que el automóvil rojo en que viajaban era de su hermano.

Ya en Jijona, se pasaron la tarde hablando de cosas, largándose sus buenos tragos y ojeando la televisión.

-Nos acostamos alrededor de la una de la madrugada -declaró María del Prado.

Pero el lunes amaneció con presagios inquietantes. Bajo el signo de la cazalla, de la ginebra y del coñac, se les disipó el propósito de acudir cada cual a sus asuntos.

-Bebimos cantidad, Luis Ramón se gastó unas tres mil pesetas y recorrimos todos los bares del pueblo.

Después de comer, Luis Ramón se tumbó en el sofá y se envolvió en una manta.

-Estaba borracho.

Luis Ramón se despierta de pronto y pide una botella de vino. Pero María del Prado trata de disuadirlo.

-Me cago en todos tus muertos andaluces, hija de puta. Federico mira a sus padres.

Les dice a Isidro y «El Cojo»:

-Ya empieza, como de costumbre.

Fue aquella ciertamente una tarde de zozobras, de insultos, de tensiones.

-Arremetía contra todos. Pero a su mujer la tenía frita.

Luis Ramón se toma un par de carajillos, vuelve al sofá y se cubre con la manta, hasta la cabeza. La tarde avanza inexorablemente.

-Hay que liquidarlo de una vez. Así no se puede vivir.




Toma de decisión

María del Prado, su hijo Federico, Andrés «El Cojo» e Isidro deliberan,   -20-   en voz baja. Se toma una decisión y la mujer abandona el saloncito. Sobre el aparador, brillan cuatro cuchillos. Entonces Andrés empuña una botella de vino, se acerca al sofá y la rompe en la cabeza de Luis Ramón, le siguen Isidro y Federico. El hombre lanza un alarido y se desploma. Y llega la tremenda carnicería. Los cuchillos cosen materialmente el pecho, la espalda, el cuello de Luis Ramón. Uno de los aceros se dobla al alcanzar una costilla.

-Mierda, dame otro.

Esta vez, la hoja entra con voracidad hacia el corazón.

Luis Ramón es un guiñapo. Se ha perpetrado el crimen y el saloncito parece un matadero. En las conclusiones médico legales se puede leer: «La causa de la muerte han sido las hemorragias producidas por heridas de armas blanca».

-Madre, ya lo hemos hecho todo.

Llevan el cadáver hasta el Seat 133 aparcado en la puerta. Mientras María del Prado se apresura a limpiar la sangre, el vino, los añicos de botella, el coche rojo se pierde por una oscuridad del color ácido de las zarzamoras, en dirección al vertedero de basuras.

Sin embargo, al día siguiente, cuando anocheció, Isidro Giménez y el hijo de la víctima, sigilosamente y en una «Mobylette», regresaron al vertedero, desenterraron el cadáver y, colocándolo sobre el pequeño vehículo, lo ocultaron en una oquedad en los parajes de Albalat, en el término de Jijona y a unos doscientos metros de la carretera nacional 340. Allí lo encontraría la Guardia Civil, tres días después, cubierto con plásticos y piedras, y a raíz de que María del Prado denunciara el abandono de su marido.

El nueve de mayo, Isidro «El Cojo» y Federico se marcharon en el autobús de línea a Alicante y se hospedaron en una pensión de la calle Barón de Finestrat. El trece, la Policía, que investigaba el robo con violencia de un Seat 133, color rojo, que se había consumado en Denia, detuvo a tres presuntos asesinos. El mismo día, en Jijona, la Guardia Civil arrestó a María del Prado.

-Un asunto sórdido -comentó uno de los abogados de oficio.





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Y pagaré estas muertes con mi muerte

Sintió, impotente y horrorizado, cómo la punta del cuchillo penetraba lentamente en su garganta. Estaba tumbado, boca arriba, en su propia cama, y aquel adolescente, de pupilas dilatadas y volátiles, lo tenía inmovilizado.

De pronto, el hombre desorbitó los ojos y la sangre fluyó con abundancia, a golpe de corazón. El acero le había alcanzado la carótida y todo su cuerpo se acalambró de agonía.

El muchacho se incorporó y contempló a su víctima con extrañeza. Estaba aturdido y sin entender muy bien qué había sucedido. La vista de la sangre lo obsesionaba, hasta conducirlo al borde de una violenta convulsión.

Entonces, entró en la alcoba su compañero y se quedó paralizado por el espanto.

-¿Qué has hecho, Pito?... ¿Qué has hecho? -balbuceó.

Pero Pito permanecía allí, con el arma en la mano, todas las ropas ensangrentadas y una mirada distante y ajena. De súbito, se quebró el patético silencio y dijo:

-Creo que lo he matado. Te juro que no quería hacerlo, pero creo que lo he matado.

Se vuelve hacia su colega y le indica que se largue. Sus pupilas son ahora apenas dos ranuras heladas de cobalto. Y aún percibe el gorgoteo turbio de la sangre y un apagado estertor.

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Pito reacciona: cubre el cadáver con una manta, toma un frasco de colonia y la vacía sobre los siniestros despojos. Vacila unos instantes. Por último, le prende fuego. Tenía que destruir cualquier pista, cualquier huella, dígame, usted, ¿qué hubiera hecho en mi lugar? Y casi lo consiguió.

Era la madrugada del 27 de marzo de 1982. La víctima se llamaba Leónidas Gómez García.


En primera persona

Paseaba con mi colega, por la pinada del castillo de San Fernando y habíamos tomado ácido -el crepúsculo se les iluminó como una bengala sin fin-, entonces vimos a un hombre de unos cincuenta y tantos años que se aproximaba, y le digo a mi colega: «¿Lo asaltamos?». Y él: «No, déjalo». «Bueno -le respondo- lo dejaremos». Pero conforme se acercaba, me entran más ganas e insisto. «Está bien -dice el colega-. Vale».

Así que agarro al tipo, lo zarandeo y le saco lo poco que llevaba encima. La verdad es que no me quedé satisfecho y lo seguimos. Y cuando ya iba a entrar en su casa, que estaba muy a mano, me abalanzo sobre él, le arrebato las llaves y nos metemos dentro. Pero se me revolvió y me sacudió un puñetazo en la cara. Le di un fuerte empujón y fue a parar contra la pared. Se hizo un corte, no sé cómo, vi la sangre y me puse a temblar: me entró el vértigo y ya todo fue como de pesadilla. Recuerdo que le dije a mi compañero que registrara la casa. Él no tuvo nada que ver. Tan sólo sabía que estábamos cometiendo un robo. Pero nada más.

Entonces lo tiré sobre la cama y lo amenacé. Me dijo: «Os he reconocido y os voy a denunciar a la Policía». Tuve miedo, cogí un cuchillo de cocina y se lo puse en el cuello. Yo no quería matarlo, pero hizo un movimiento repentino y otra vez la condenada sangre. Luego, cuanto sucedió me resulta oscuro, porque me vino el ataque ese y no recuerdo más, hasta que mi colega, muy pálido, entró y me preguntó qué había hecho. «Creo que lo he matado, te juro que no quería, pero creo que lo he matado», repliqué de un   -24-   susurro. Lo cubrí con una manta y lo rocié de colonia. Le pegué fuego y ardió como una tea.

Tanto que al forense casi se le cuela de matute el asunto. Y es que el cuerpo mide lo que un saco de carbón. Pero un examen minucioso le permitió advertir nerviosamente el tremendo agujero en el cuello, por donde le había saltado en añicos la vida. «Fíjate, fíjate en esto». Le tiraron a degüello, cuando ya la noche traía bajo el sobaco unas salpicaduras de luz.




Botín de herramientas

Trece mil pesetas para esnifárselas. Eso les dieron por aquellos avíos de mecánica, con los que sellaron el cruento trajín. El porro era apenas un inocente sabor de matalauva; las anfetas y los ácidos, paraísos de saldo; sólo el seductor galope de la droga dura. «Pero no me pico más, ¿oyes?, que luego no veas cómo me cae. Rayas, las que me echen, eso sí».

Pito o Carapito se metió en un tren que iba a Madrid. Tenía siete años. Lo pescaron y volvió a intentarlo. «¿Y qué? Yo iba a lo mío. Me expulsaron del colegio "Joaquín María López"». Un profesor me arreaba con una vara. Había sido poli anteriormente. De modo que quise incendiar todo aquello. Lo hice por odio. Porque yo era tan sólo un niño y nunca trataron de ayudarme, nunca. Nada más que golpes y castigos. Cosas así me estrujan la memoria. Y unas ganas enormes de escaparme, de ser libre, de no depender de nadie, «¿oyes lo que te digo, Pepe?». Cuando ocultaron las herramientas que habían robado a su víctima, ambos estaban llorando. El retal de aquella noche de zozobras, Antonio Pastor Pastor, alias el Pito o Carapito, lo escurrió de sangre, en casa de su colega.

Contaba diecisiete años escuetos e imprevisibles cuando liquidó a Francisca, la anciana a quien con frecuencia acompañaba a cobrar su pensión a una Caja de Ahorros. Carapito y su familia ocupaban la planta baja; la anciana vivía sola, en el primer piso. Subió con el propósito de quitarle el dinero. La droga le urgía. Se echó sobre ella. Y un par de minutos después, la vio en el suelo   -25-   ensangrentada, materialmente deshecha a machetazos. Antonio el Pito, Antonio el Carapito, se quedó aterrado. Cuando logró sobreponerse, abandonó la casa a toda prisa y escondió el arma en las ruinas de una vieja escuela. Luego, recogió a unas amigas. Quería divertirse, ponerse ciego, aturdirse, porque no conseguía comprender sus propias y brutales acciones, no conseguía desvelar la feroz agresividad que le provocaba la sangre. Aquella tarde la pasó en una pista de autos de choque, en la avenida del Catedrático Soler. Era la tarde del 18 de mayo de 1982. Casi dos meses después de que cometiera su primer crimen.

El jueves, día 20 de aquel mismo mayo, lo detuvo la Policía cuando jugaba como un adolescente de diecisiete años en uno de aquellos coches. Definitivamente, se dio de bruces contra su propia confusión mientras pretendía esquivar la vida, los golpes de la vida. En Comisaría confesó. Y cargó también con lo de la violación. Total. Y no, porque nunca me han faltado chicas. Eso sí que no.




Anuncio de su muerte

A principios de septiembre de 1983 lo visité en la prisión de Fontcalent. Había recurrido la sentencia que lo condenaba a treinta y cuatro años y cuatro meses. Andaba preocupado por el futuro, no por el mío necesariamente, sino por el de otros muchos jóvenes. Hablamos durante una hora y me dijo que quería ser médico o astrónomo.

¿Médico? Médico precisamente para superar esa aversión que me produce la sangre, para conocer el origen de los arrebatos que sufro. ¿Astrónomo? Sí, resulta apasionante ir más allá de todo límite, conocer si hay vida en otras galaxias, una vida mejor, más justa.

El tono de su voz se hace suave, en tanto esboza de nuevo una sonrisa, entre escéptica y melancólica.

-Siento una profunda pena por las personas a quienes quité la vida. Y sé que cuanto he hecho sólo lo pagaré con la mía.

No mucho tiempo después Antonio el Pito o el Carapito moriría violentamente en la cárcel.





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Enigma bajo una tumba sin nombre

El cadáver de don Esteban lo descubrió Mauren Barr.

-Sí, estaba en la cama. Subí a llevarle algo de comer a su solitaria y miserable habitación de Llombay y lo encontré muerto.

Tras una pausa, la vieja dama de York murmura. «Todo muy extraño, muy repentino».

Por el valle la niebla se crece, con la complacencia metálica de un jet, hasta los riscos. Y cae una llovizna imperceptible y aromática.

-Me lo advirtió. Me advirtió que acabaría así, de golpe -añade cautelosamente la señora Barr.

Estuvo con él la tarde anterior. Don Esteban parecía alterado, pero no dijo nada que hiciera presumir un final tan próximo y misterioso.

La casa de Mauren Barr tiene algo de mercadillo de objetos inverosímiles y animados: se acumulan en las sombras y restallan de humedad. La casa es una tetera, en el crepúsculo desapacible y arrasado de expectativas.

-Hablaba muy poco y nunca o casi nunca del pasado -acaricia su tacita de porcelana, pensativamente-. Sólo me contó que se encontraba en Italia, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, consiguió evadirse... Qué ¿de quién?... No lo sé. Pero logró llegar a Suecia y allí trabajó como actor de cine. Bueno,   -28-   era reservado y eso fue cuanto me contó, porque, ya digo, hablaba muy poco.

De pronto a la vieja dama de York se le alumbran las pupilas del color de la ciruela; se levanta, revolica un ángulo de penumbra y regresa con un cuaderno todo pintado de intrigas.

-¿Y?

-Sus dibujos -dice.

Es un fascinante testamento de jeroglíficos. Un código meticulosamente elaborado y de traza indescifrable.

¡Qué ocurrencia! Nativo de Leo, su horóscopo le presagiaba el infortunio. Y se me olvidó avisárselo aquella tarde, estúpida, que eres una estúpida. Sin embargo, recordaba los datos del padrón de Benialí: Stephan Gregor Raiter Riter-Riter, natural de Ivankovo, Yugoslavia, nacido el 21 de agosto de 1916, hijo de Felipe y Teresa, de profesión médico dentista y pintor.


El coche emparedado

Casi nadie, en la Vall de Gallinera, sabe cuándo llegó don Esteban o Stephan Gregor, aunque debió ser por los cincuenta y muchos. De aspecto arrogante y aristocrático, adquirió una casa en el fantasmal pueblo de Llombay, del que llegaría a ser su único y turbador habitante. Poco después, emparedó su automóvil, se fue a una mercería de Benisili y compró un centenar de bobinas de hilo de todos los colores. Durante horas, acodado en un puentecito, las deslió sosegadamente sobre el arroyo, hasta que las aguas se pusieron como de verbena.

-Era un tipo taciturno y muy raro. Hacía cosas increíbles. Se dispara una teoría de conjeturas y contradicciones: altivo y humilde, coherente y desequilibrado, bondadoso y agresivo. En ocasiones, invadía un olivar, acotaba un huerto o vivaqueaba entre los frutales, dejando noticia de su presencia con la impronta delatora de la svástica. Pero tan sólo se trataba de pasajeras y melancólicas incursiones perpetradas merced a la tolerancia de sus convecinos. Stephan Gregor ya no tenía bajo su mando a los hombres de las SS.

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-Parece que el propio Papa Pío XII le arregló los papeles para entrar en España. Desde luego, era un hombre culto y hablaba varios idiomas.

-Sí, por aquí venía alguna vez -comentaban en el bar-. En cierta ocasión, nos dijo que había sido coronel del ejército. ¿De cuál? Pues ya no estoy muy seguro. Por lo que entendí, de esos que eliminaban a los judíos.




Reconocimiento paciente

Un paciente reconocimiento del desmoronado edificio que ocupó en vida Stephan Gregor se salda con el hallazgo de un manuscrito de tintas desvaídas y casi ilegible, donde se repiten insistentemente las palabras Kremlim y Rasputín. Del coche emparedado no queda vestigio alguno. El enigma parece tallado en piedra y resulta invulnerable. Un día, la radio del bar se refirió al juicio de Nüremberg y Stephan Gregor experimentó una sensible reacción física: le entraron tiritonas y su rostro de zanahoria se puso lívido. Murmuró:

-Es inútil. Terminarán conmigo, después de tanto.

Era un hombre que huía. Era un hombre que se refugiaba en las escabrosidades del valle.

-Tal vez fuera un nazi. No sé, todo resulta muy confuso.

Esteban está muerto y enterrado. En cierta ocasión vino un coche de matrícula extranjera, y entre dos mujeres y un hombre trataron de secuestrarlo. Hubo un forcejeo y Esteban gritaba cosas en un idioma extraño. Por fin, logró desasirse y se echó monte arriba. Yo lo vi, desde lejos.

Cuando el párroco de Benisili acudió donde se encontraba el cadáver descubrió un breviario en latín, ciento once pesetas y unos singulares dibujos firmados por don Esteban Gregor Gregorijo Gregorijino. ¿Una burla?

-Lo enterramos por lo católico.

El párroco ignora si sus apellidos eran Raiter Riter-Riter.

-El único documento que guardaba celosamente don Esteban es este.

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Se trata de una cédula de inscripción para prófugos, desertores y refugiados políticos, expedida por la Dirección General de Seguridad, en la Comisaría de Valencia, el 29 de mayo de 1959. Y dice así: nombre, Stefan Gregor, nacionalidad, apátrida; ha declarado ser refugiado político, huido de Yugoslavia.

Hacia la Vall de Gallinera se dirigían dos reporteros del «spingel». Habían estado en Benidorm y buscaban a un fugitivo que manipuló los hornos crematorios del desamor y de la sinrazón. Quizá buscaban a Stephan Gregor que llegó con el misterio y se fue definitivamente con él. Un misterio que ahora yace bajo una lápida sin nombre, entre los cerezos de un recogido y hermoso valle.





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Una Baretta de cañones recortados con sabor a heroína

«Esto es un atraco», y «El Rubio» encañona con su mutilada Baretta a las cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, que se encuentran en el establecimiento, ya prácticamente con el cierre echado. A toda prisa, Sonia se introduce tras el mostrador y abre la caja registradora. Afuera, Antonio Gómez permanece atento al volante del camión de reparto, dispuesto para la fuga. Como de película, que sí.

Pero inesperadamente se desbarata la tensa escena. El propietario de la carnicería ha salido de la trastienda: titubea unos segundos y pregunta que qué pasa allí. Se dirige hacia «El Rubio» y blande una macheta del oficio. Un close-up del atracador, que percibe cómo se desliza una helada gota de miedo por la espalda y quizá piensa: esto no estaba en el guión, ¿y ahora, qué? El estampido enturbia instantáneamente la imagen. Pero el disparo a quemarropa desvela la inmediata y trágica secuencia: Antonio Emilio Ortín se lleva las manos al abdomen, por donde se le ha colado un despilfarro de plomo letal, se dobla sobre sí mismo y, por último, se desmorona, ya sin vida.

Y el vértigo salta de golpe. «El Rubio», zas, emprende una veloz e inútil huida. En la calle un empleado del comercio se abalanza sobre el frustrado atracador y consigue sujetarlo, a pesar de que en la trepidante contienda su adversario le pinchó varias veces en el   -32-   tórax y se le iba a chorros el ímpetu. Finalmente, arremeten contra «El Rubio» otras personas y lo reducen. «Yo no quería, no quería matarlo. Le grité: ¡Estese quieto! Pero como si nada, y continuó avanzando hacia mí. El arma, ¿sabe?, el arma no tenía puesto el seguro y él... él la golpeó con algo y se disparó. Yo...

Yo no quería matarlo», declararía Juan Cirarda, «El Rubio», poco después.

Sonia Miralles vio apenas como un relámpago todo de azul pálido al hombre que se acercaba. El repentino estrépito escampó los dineros que había saqueado de la caja y saltó, entre el jadeo de la lucha y la pólvora quemada, hasta alcanzar el camión Ebro de una improbable huida.

-Todo ha salido mal -dijo la muchacha.

Antonio enfila la carretera de Alicante. Apenas hablan y el silencio se ilumina con la ciudad tan a mano. Casi está ahí el trajín que aturde, el enjambre de los viernes noche, ese tiempo elástico para el viaje. Tan a mano. Y el Ebro que frena frente a Juan XXIII y los funcionarios de la Policía consumadamente petrificados que amurallan la angustia. Les han fulminado una leve intermitencia de consuelo.

-No, no amenacé ni agredí a nadie con el cuchillo -afirma Sonia, en el interrogatorio.

Pero no recuerda si lo tiró en la calle.

-Lo que tiré fueron las llaves de la carnicería que cogí al entrar.

Los acontecimientos tuvieron lugar en La Vila, sobre las nueve de la noche del 31 de octubre de 1986. Y La Vila se conmocionó de estupor y de espanto.


Colegas a caballo

«¡Quietos todos y manos arriba, ¿entendido? Que esto es un atraco!»... Noooooo, no es así. Vamos a ver, vamos a ver. Ya está: la voz más cortante, más segura. Y una frase escueta. El gesto, ni qué decirlo, talmente como un témpano. De película. Tiene que salir de película. Quizá recuerda a John Garfield o a Richard   -33-   Widmark, tan puestos, tan aparentes. Quizá tan sólo se afane en representar su papel con precisión, asediado por el síndrome. La heroína lo ha enganchado por las solapas y lo zarandea. En cualquier caso, una simple hipótesis de ensayo, por ejemplo, mientras repasa la escopeta, la carga con dos cartuchos del 12 marca FN, y la introduce en una bolsa verde.

-¿La escopeta?... Me la dio un individuo... No, no sé ni su nombre ni donde vive, no sé...

Yo la escondí, la enterré en un lugar próximo a Juan XXIII. Tenía ya la numeración borrada.

El plan se pone en marcha.

Sonia, que conoce a «El Rubio» desde pocas semanas atrás, tomará parte en el asalto. Sonia, de 21 años de edad, es también adicta.

-Estoy empeñada. Dejé el trabajo y necesito mil duros cada día para la droga.

Dos días antes de los hechos, Juan «El Rubio» y Sonia mantienen una sigilosa conversación con Antonio Gómez. El encuentro se celebra en las cercanías de la iglesia de las Mil Viviendas. Antonio, como repartidor de leche, va siempre de un lado a otro y conoce el paño. Se cierra el trato. Objetivo: una carnicería en Villajoyosa.

-El propietario es un hombre que paga al contado y maneja dinero.

El informe pericial señala como causa fundamental de la muerte un disparo efectuado por arma de fuego, con cartuchos cargados de perdigones. Shock traumático por perforación abdominal, con rotura de grandes vasos. En el mismo informe se contemplan otras varias heridas incisas, en la región frontal, en la mano y en al antebrazo izquierdo.

-Efectivamente, tomé un cuchillo del mostrador, pero lo solté tan pronto como vi al propietario salir de la trastienda.

No le metí ningún pinchazo. Tal vez fuera Sonia. Conforme se acerca la hora, los nervios pegan unos calambrazos insoportables.

-Quieres heroína, ¿no? Pues adelante.

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«El Rubio» se palpó el machete de monte que llevaba en la cintura, observó la bolsa verde que contenía la tremenda Baretta de cañones recortados, trató de esbozar una sonrisa, hizo un gesto a Sonia y ambos se dirigieron a la carnicería que ya tenía la persiana a medio bajar.

Antonio está cerca, con el camión dispuesto para la fuga. Como de película, que sí.

Faltan unos minutos para las nueve y a pocos kilómetros les espera un paraíso imprevisible.





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Cuando el SIDA ejecuta la pena capital

Juan Manuel contempla ahora sus zapatillas deportivas «Ellesse» y se queda como en trance. La penumbra del autobús le produce una somnolencia dúctil. Los faros del vehículo enlazan las luces de la ciudad. Aquel 4 de febrero de 1987, Juan Manuel sufrió una irresistible descarga de violencia y se convirtió en asesino de chiripa. «Nos peleamos y Pablo hizo ademán de sacar un objeto, no sé qué, de su chaqueta. Entonces tomé mi navaja y se la clavé en la pierna izquierda, creo». Juan Manuel recuerda vagamente cómo Pablo corrió unos cien metros, antes de derrumbarse, mientras sangraba en abundancia. «Pero no tuve intención de matarlo».

Luego huyó, en compañía de Mamen. «Estaba asustado por todo aquello», confiesa.

La Guardia Civil, entre tanto, montó un operativo de vigilancia, en Alicante. Sobre las nueve cuarenta y cinco del día siguiente, provista del correspondiente mandamiento, detuvo a la menor Mamen Pérez y a Juan Manuel Galindos, de veinticinco años de edad, cristalero y drogadicto. Ambos se encontraban en el domicilio de la hermana de Mamen.

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Morir a la carrera

El martes, día 3 de febrero de aquel mismo año, Mamen mantuvo una viva discusión con Pablo Caturla, a quien acompañaban dos chicas. Inesperadamente, se produjo una riña de la que Mamen no salió muy bien parada. Eran tres contra mí, pensó. Y, en principio, decidió no contarle nada de cuanto había sucedido a Juan Manuel. Así se evitarían problemas. Además, la cosa carecía de importancia. A los quince años, Mamen abandonó a su familia y se fue a vivir con Juan Manuel, en Calpe. La necesitaba. Juan Manuel tenía muchos problemas y la heroína andaba siempre de por medio.

Sin embargo, cometió una imprudencia y Juan Manuel supo de aquella disputa. Por la noche, se fue en busca de Pablo, a quien no logró localizar.

Ya habría tiempo de poner las cosas en claro.

Pero fue al día siguiente cuando se lo echó en cara. Estaba con Mamen, en el bar Álamo, cuando lo vieron.

«Entonces Juan Manuel lo llamó. Observé que hablaban y luego se dirigieron hacia una travesía de la calle de Santa María, junto a un descampado.

»Me encontraba con un amigo de Pablo, cuando me di cuenta de que este salía corriendo, con la mano en una pierna. De pronto, cayó al suelo. Se levantó y volvió a caer, a la altura de la avenida de Gabriel Miró. Entonces me acerqué y... lo insulté. Creo que lo insulté. Pero tampoco lo tengo muy claro».

Posteriormente, en el Renault color verde de un amigo, llegaron hasta Benidorm, donde aguardaron al coche de línea. Mamen le dijo a Juan Manuel que pasarían la noche en casa de su hermana, en Alicante.

-Verás como todo se arregla.

En la penumbra del vehículo, Juan Manuel se quedó en trance. Se encontraba bajo los efectos de la droga. No sabía que con su navaja le había asestado a su rival un golpe de muerte: le seccionó la arteria femoral. Pablo, en muy poco tiempo, se vació de sangre y la vida se le fue en algo menos de cien metros, a media tarde de un día de febrero desapacible.



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El vuelo de la vendetta

Un oficio del Gobierno Civil, dirigido al Centro Penitenciario de Fontcalent, advierte de la actitud sospechosa de un hermano de la víctima, «considerado como delincuente habitual y que mantiene activas relaciones con sectores de la delincuencia», que se interesa por el lugar donde está encerrado Juan Manuel. Por lo que en el escrito se dice que: «No puede descartarse la posibilidad de que intente alguna acción contra la integridad física del referido, incluso desde dentro del mismo». A Juan Manuel lo trasladan a la cárcel de Murcia, en la que «es sometido a las medidas previstas en el artículo 32 del vigente reglamento penitenciario, con objeto de asegurar su persona».

La sombra de la «vendetta» planea sobre Juan Manuel que, mientras, se consume lentamente a consecuencia de una fiebre pertinaz, dolor torácico y deterioro importante de su estado general, náuseas, debilidad y una considerable pérdida de peso. Juan Manuel siente que algo lo pudre inexorablemente.

El día 15 de enero de 1988 escribe a su abogado: «Hoy he recibido su carta, la cual me ha dado mucha alegría. En la época en que pasaron los hechos, yo estaba enganchado a la heroína. También lo estuve a otras drogas, desde los trece años.

»Me hice una cura de sueño en el Hospital Psiquiátrico Doctor León, de Madrid, y posteriormente pasé una temporada en una granja de toxicómanos en Guadalajara. La oficina se llama AMAT, en la calle Ríos Rosas, de Madrid, el número no me acuerdo».

El juicio oral fijado para el 20 del pasado mes de septiembre se aplaza. Juan Manuel empeora. El médico de la enfermería del Centro Penitenciario de Cartagena informa que: «Ante este agravamiento de su estado, no respondiendo al tratamiento que lleva, y encontrándose en un estado de caquexia que le impide incluso levantarse de la cama, para cualquier necesidad (...)».

El día 27 de octubre tampoco puede asistir a la Audiencia Provincial de Alicante. Ni ya nunca. El SIDA lo ha ejecutado implacablemente.





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Matar con Mozart

En comisaría, Julio Florit no quiso declarar.

-Mi estado psíquico no me lo permite. Me siento absolutamente incapaz.

El reloj se precipitaba sobre las doce de aquel domingo, seis de mayo, sin que Julio comprendiera qué hacía allí. Su conciencia confusa le impedía reconstruir el curso de los acontecimientos que habían tenido lugar en el dormitorio de sus padres, alrededor de las ocho y media de aquella misma mañana. Julio acuchilló a Julio. Sí, recordará más tarde, creo que fueron once puñaladas. Y agrega que entonces el demonio le dijo que se había vuelto a equivocar. El correspondiente parte médico aprecia múltiples heridas por arma blanca en ambos hemitórax y brazo izquierdo, y shock hemorrágico. Julio Florit Garrido murió, en la Residencia Sanitaria «20 de Noviembre», unos treinta y cinco minutos después de la repentina agresión. Exactamente a la misma hora, Julio Florit García se alistaba de parricida, en medio de un vertiginoso vendaval de silencio.

A la una, en una breve entrevista con su hermano Alfonso, murmuró:

-Y dile al papá que no se le ocurra morirse.

Sus palabras sonaban monótonas y distantes, pero algunos policías de uniforme se percataron de que no era mudo.

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Dos días más tarde le confesaría al juez, que sólo a aquella hora había empezado a ver las cosas claras:

-Todo ha sido por causa de una sexualidad reprimida.

Y añadió que posiblemente un psicoanalista podría explicarle su problema.

El lunes, día 7, el forense informó de que el detenido Julio Florit García «presenta una actitud y comportamiento totalmente negativista, nivel de conciencia disminuido, por aparente obnubilación, por lo que estima no se encuentra, en el momento actual, en condiciones de prestar declaración. Igualmente estima que, para un adecuado estudio del examinado, es conveniente su ingreso en establecimiento psiquiátrico».


Cuando la noruega se da a la masturbación

He de superar esta endiablada eyaculación precoz, piensa Julio mientras contempla, impotente y deprimido, cómo la mujer se masturba a su lado y le susurra: «Me has dejado insatisfecha». Por entonces, yo sólo tenía diecisiete años y ella era mayor, con experiencia, y resultaba insaciable. No sé. Es algo que pasó y que, en alguna medida, me enseñó a contenerme, a comportarme. Tan sólo era un adolescente. Me parece que fue por aquel tiempo cuando obtuve una beca para continuar mis estudios en el Conservatorio de Sevilla.

A esa edad Julio ya había concluido los estudios de bachiller y de profesor elemental de piano. La música lo absorbía, a pesar de las recomendaciones de su padre.

-Preferiría una carrera universitaria, algo más práctico. Pero Julio ya lo había decidido: Mozart, Beethoven, Hayd... Una sinfonía era algo preciso, exacto, matemático. Y Julio Florit apostaba por la perfección, por el orden, por el rigor. Del «Óscar Esplá» saldría hacia Sevilla, para ampliar sus conocimientos. De Sevilla, a París, al Conservatorio Superior de Música, de París. Julio cumplía veintidós años y el deseo irrevocable de alcanzar sus propósitos. Su hermano Alfonso lo define como inteligente, voluntarioso y capaz.

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Sin embargo, algo ambiguo e indescifrable golpeó aquel equilibrio familiar, personal y profesional de Julio. Lo golpeó, una y otra y otra vez, hasta pulverizarlo cruelmente.

Quizá fuera asunto de una sexualidad reprimida. La noruega con la que hacía el amor. «Sí, creo que era bisexual, pero me conturbaba la idea de que también ella tuviera que masturbarse, después de acostarnos. De manera que frecuentemente me despertaba angustiado, sudoroso, como si ella estuviera allí, en mi cama, haciendo eso». Los terrores nocturnos lo llevaron a mantener las luces encendidas, durante toda la noche. «Pasaba de la vigilia al sueño, y mi sistema nervioso se resentía. Los estudios se me hacían más y más difíciles». A Julio lo invadió un territorio de contradicciones, de incertidumbres, de delirios. Abajo Mozart y Beethoven y Hayd y Shostakovich, «todos sois unos burgueeeesees». Entonces quiso componer otro tipo de música, no sabía muy bien cuál, pero algo diferente, nuevo, más fresco.

«Afectividad lábil, acusada represión de sus afectos. Sintoniza con el entorno de forma lenta, fría y distante. Buen dominio de su estado de ánimo, lo que no siempre consigue, cayendo en situaciones de angustia y de presión. Nivel elevado de aspiraciones, auto sobreestimación, super-Yo rígido. Tenacidad, energía y escasa influenciabilidad: angustia sexual y conflictos homosexuales latentes, preocupación narcisista por su esquema corporal».

Julio se abandona. Los cambios se operan lentamente y no pasan inadvertidos para sus familiares, quienes perciben rarezas en su conducta y un considerable grado de excitación. Tal vez todo sea pasajero. Tal vez se deba al esfuerzo que está realizando en París, para sacar sus estudios adelante.




Julio afirma su condición gitana

Años atrás, cuando se encontraba en Sevilla, un gitano lo amenazó con una navaja. Luego, le dijo que le perdonaba la vida. Un suceso fugaz que deslumbra a Julio. Un singular síndrome que le provoca la invención de una ascendencia gitana.

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«Los gitanos me aseguraron que si era así, yo debía de llevar siempre un hierro».

En abril de 1979 llegó a su casa, a pasar unas vacaciones.

Las prolongó. Estaba empeñado en que una chica se marchara con él a París.

El sábado, 5 de mayo, le puso a su hermano un cuchillo en el pecho, por nada. Lo abrazó, después. Salió a la calle. Cuando regresó, comentó que venía de matar a una muchacha que iba en un caballo blanco.

A las ocho y media del día siguiente entró en la alcoba del matrimonio y acuchilló a su padre. Se dejó desarmar, sin la menor resistencia. No recordaba nada, tan sólo que su padre le había preguntado que cómo estaba.

El 4 de marzo de 1981 la justicia lo absolvió del delito de parricidio, pero decretó su ingreso en un establecimiento apropiado «del que no podrá salir sin previa autorización del Tribunal».

El diagnóstico de los especialistas médicos concluye afirmando, entre otras cosas, que «padece una psicosis esquizofrénica paranoide».

El 6 de noviembre de 1992 se fuga del hospital psiquiátrico. El 7, ingresa en la Residencia «20 de Noviembre». Sufre una paraplejía traumática. Está prácticamente paralítico, en una silla de ruedas. Julio Florit se arrojó al vacío desde un tercer piso. Quizá buscó el autocastigo. Ahora, asoma a sus ojos un misterio inescrutable, el adagio de una sinfonía tremenda que difícilmente se podrá escuchar.

Y también esa ternura que lo lleva de uno a otro lado, cada día, como alejándolo de aquella conmoción. A padre se le ocurrió morirse, sin que Julio, por entonces, encontrara salida del laberinto.





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La «Goteta» de sangre

El cadáver presentaba la cara y el cuello cubiertos de sangre, llevaba una cadena con la estrella de David y un crucifijo, pantalones de pana y un jersey gris. En sus bolsillos encontraron dos monedas de a veinticinco pesetas, otras dos de a cinco, su documentación personal y la de una joven. Se llamaba Jaime Almagro Parra y tenía veintiséis años.

Murió de un escopetazo, en la tarde del tres de febrero de 1982, cuando el crepúsculo.


A la busca de un especialista

Anselmo «El Diminuto» anda con un tiovivo instalado en la sesera. Y aquello gira y gira y gira, hasta el vértigo. «Un día de estos me lo apaño», cavila. Las disputas con su vecino Jaime se han salido de madre y la temperatura de la discordia alcanza ya el imprevisible punto de la ofuscación. «Y todo por unos centímetros de terreno, hay que joderse».

Jaime le advierte que le pondrá una denuncia si continúa realizando obras en su huerto, obras que invaden su propiedad.

-¿Una denuncia? Eso será si te da tiempo.

Pero Anselmo «El Diminuto» conoce la mordida del plomo, en   -46-   su carne: que le descerrajaron una perdigonada, allá en la carretera de La Ñora, por Murcia, cuando servía tintos en «El Mesón del Gitano». Y además, su condenado historial de arrestos gubernativos, de reyertas, de turbios asuntos relacionados con la prostitución, de lesiones y robos, y de tantas y tantas otras zarandajas e invenciones. «La vida, leches, que se me embiste como un miura, y ahora ese drogadicto encima me quiere gallear. Vamos, que la cosa tiene pelotas». Pero está claro: el trabajo sucio se lo endilgará a algún babisca muerto de hambre, que para eso le sobra labia y persuasión. Y luego, cada cual se las componga, pues que él, previsor y sagaz, dispone de un plan amañado al detalle. Sólo le falta el «especialista».

Al «especialista» le dicen «La Oca» y ha nacido en El Esparragal. A «La Oca» lo han empapelado por robaperas y embriaguez. Llega a Alicante el treinta y uno de enero, con «El Diminuto», en cuya casa se hospeda un par de días. Anselmo le ha prometido empleo en un restaurante que va a montar, en cuanto venda sus tierras, por quince o veinte millones. «La Oca» se encandila. Pero cuando Anselmo «El Diminuto» le pide que le «meta el miedo en el cuerpo a su vecino» que trafica con «mandanga», «La Oca» bizquea y emprende el regreso a su pueblo. Coño con «El Diminuto», ¡qué cosas! En declaraciones posteriores, «La Oca» afirma que el referido Anselmo es persona de muy mal carácter, violento y agresivo, que ha «pinchado» a más de uno, que también ha oficiado de «macarra» y que les sacudía lo suyo a las mujeres que explotaba, si no les sorbía hasta los tuétanos.




Cerrojazo policial a lo Harrelson

Sin embargo, aquel primer fracaso no lo hace desistir de su obstinado plan. Anselmo «El Diminuto», en compañía de Pepa, «con la que vive amancebado», vuelve a Murcia y localiza, en el bar «El Tío de Juana», a Felipe Núñez, a quien expone sus temores. «Ahora voy yo para allá y verás cómo corto el asunto», afirma Anselmo que le replicó Felipe Núñez, un «especialista», con   -47-   pedigrí y generoso currículum, a saber: abusos deshonestos, agresión a un policía, amenazas de muerte, estupro, usurpación de funciones y robo. A las tres y diez de la tarde, toman el ferrobús para Alicante.

A eso de las seis, creo, ya en donde el Anselmo y la Pepa, comimos unos boquerones y bebimos vino, luego Anselmo me invitó a dar un paseo por su finca. Me dijo que quería venderla porque vivía por allí un muchacho que fumaba hachís y que no lo dejaba en paz. «Me va a buscar la ruina, ¿sabes? Prefiero irme antes que matarlo», algo así le explicó «El Diminuto». Y a mitad del camino, en un desnivel, me pidió que escarbara «ahí mismo» y desenterré unos sacos que envolvían una escopeta de cañón recortado.

Entonces me la quitó y despectivamente gruñó:

-Trae, que tú no la sabes manejar.

Por la parte alta del talud se acercaba un hombre joven y con barba quien, según el «especialista», increpó a Anselmo.

Le gritó que era un chivato y un perro. Anselmo, desde abajo y casi sin apuntar, le soltó un tiro.

Ambos salieron a toda prisa y ocultaron el arma, en otro lugar, cerca ya de la carretera de Valencia. Anselmo le ordenó a Felipe Núñez que se marchara a Murcia y que él se iba al hospital, «así tendré una buena coartada».

Pero Anselmo asegura que las cosas ocurrieron de otra forma. «Efectivamente, Jaime nos seguía, con un palo y no sé bien con qué intenciones. Mi amigo Felipe le salió al paso y ambos discutieron mientras se alejaban. Escuché un tiro y pensé que Felipe, como ya le advertí, había disparado al aire, sólo para asustarlo. No obstante, me fui a la Comandancia de la Guardia Civil y denuncié el caso, pero me dijeron que llamara al 091. Volví a mi casa y encontré a mi mujer y a los niños llorando, porque habían escuchado que se había producido una muerte». Anselmo aguardó hasta que la Policía le gritó por unos altavoces que saliera con los brazos en alto. Anselmo «El Diminuto» no ofreció resistencia alguna: aquello estaba cercado de coches policiales, no quedaba ni un resquicio. El careo entre ambos sospechosos resultó interminable. Finalmente,   -48-   Felipe Núñez, quien se había imputado la autoría del asesinato, declaró que Anselmo ejercía una considerable influencia sobre él y que le había ofrecido varios millones si se echaba la culpa.

El 6 de febrero de 1986, cuatro años después de los hechos, la justicia absolvió, con todos los pronunciamientos favorables, al presunto «especialista», y condenó a Anselmo Fuertes Cuenca «El Diminuto» a un total de 35 años y cinco meses de cárcel. A Jaime le pulverizaron la vida, cuando el crepúsculo. La joven que convivía maritalmente con él manifestó que dos días antes del asesinato acompañó a la víctima quien denunció, en la Comisaría de Policía, a Anselmo por «amenazas con arma de fuego». A pesar de todo, la amenaza se consumó ferozmente.





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Los asesinos de Vistahermosa

Cuando aquella ardiente mañana Víctor Vidal tomó el autobús de las nueve y media, con destino a Alicante, no podía sospechar ni remotamente que moriría a martillazos unas dos horas después, en un hotelito de Vistahermosa, con el gratificante mar casi a un tiro de piedra. Le machacaron la cabeza, un día enfebrecido de vientos africanos, cuando el termómetro marcaba treinta y tres grados. Era el treinta de julio de mil novecientos cincuenta y cuatro. Víctor Vidal Marín, cobrador de la sucursal del Banco Central de Elche, tenía treinta y un años. Tras muchas conjeturas y peripecias en torno a su repentina desaparición y posible paradero, se descubriría su cadáver, en avanzado estado de descomposición, el veintitrés de noviembre de aquel mismo año.


O cazador o cazado

Estaban bañándose en la sierra, en el paraje conocido por «Los Tubos», y de pronto Joaquín dice:

-Un asco. Necesito dinero, ¿entiendes? Al precio que sea.

Bajo el sol, que ya arrasaba, de junio, Juan Sánchez Palao sintió aquellas palabras como una salpicadura de hielo. Había en ellas una oscura y rotunda convicción.

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Joaquín se tumba y permanece inmóvil, pensativo, ausente. Rompe la estampa un curioso tic de sus labios, como si pretendiera ensalivar la lámina de cobalto recalentado del cielo. Y súbitamente, formula la desoladora pregunta.

-¿Quién traslada los fondos de tu banco, de Alicante a Elche?

Juan titubea y afirma que no lo sabe. «Bueno... depende. Hay un ordenanza ¡Eeeeh!, pero qué idea».

Joaquín sonríe y se incorpora. A manotazos, espanta un gran insecto que le sobrevuela el hombro izquierdo.

-Tranquilo, muchacho. Tú, tranquilo.

Luego se levanta y hace unos rápidos movimientos como de arte marcial.

-¿Te das cuenta?... Un par de llaves, agarro la cartera y que me alcancen.

Juan sonríe y le llama peliculero.

-¿Peliculero? Puede que sí -y agrega con firmeza-: Pero aún no me has respondido.

-Bueno... hay un ordenanza, un tal Víctor, creo, que los jueves... los jueves o los viernes, recoge los fondos en Alicante y los trae aquí.

-¿Solo?... ¿va solo?

-No estoy muy seguro, pero me parece que sí, que va solo.

Joaquín Lozano Guardiola comienza a vestirse.

-Ahora es cuestión de vigilarlo, de conocer sus movimientos...

-¿Y después?

-No te impacientes, muchacho. Ya se me ocurrirá algo.

Juan piensa que se trata de un juego.

-Todo esto resulta absurdo -murmura.

-¿Absurdo?... No. Estamos en plena jungla, ¿entiendes?, y unos han de caer para que otros sobrevivan. Así de claro. Y tú, dime, tú, ¿prefieres ser cazador o cazado?... Y no hay término medio. Porque el término medio convierte al hombre en un triste vagabundo.

-Mira, yo no quiero ni lo uno ni lo otro.

-Pero, ¿si tuvieras que elegir?

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Juan Sánchez duda, entre escéptico y acorralado. Le molesta que su amigo lo tome por un blandengue.

-Hombre, si tuviera que elegir, elegiría ser cazador, por supuesto.

-Muchacho, eres un tío.

Regresan, entre un estruendo de cigarras. Y se despiden con un gesto rutinario. Una conversación más, se dice Juan, una conversación sin sentido. Pero un proyecto tremendo acababa de ponerse en marcha.




La fórmula para hacer quinielas

En el Gran Teatro echaban dos buenas películas: Pánico en las calles y Guantes grises, quizá se metiera en el cine, con su novia, la hermana de Juan, o quizá fuera él solo, por la noche. Permanentemente, Joaquín se sentía abrumado.

Su origen ilegítimo, hijo de padre desconocido, ¡mierda!, como si hubiera sido una decisión suya, y todas las puertas dándole en las narices. Pero qué sociedad más injusta, más despiadada, más cruel. Claro que si tuviera dinero... Seguramente a toda aquella gentuza no le importarían un comino sus antecedentes familiares, menudos sinvergüenzas. Además, Joaquín era decidido, dinámico y casi deslumbrante. Con Juan estudió inglés, practicó la cultura física y se enfrascó en alguna que otra discusión filosófica. Le encantaban todas aquellas cosas. La hermana de Juan y Joaquín se hicieron novios y concluyeron casándose el diecisiete de noviembre del cincuenta y cuatro, mientras el cadáver insepulto de Víctor Vidal Marín se pudría en el chalet «Pequeño», de Vistahermosa, sin que Juan lo supiera. A Juan le contó que lo había tirado al fondo de un pozo. Pero mucho antes, le reveló su secreto:

-He descubierto una fórmula matemática para acertar quinielas. Necesito, cada semana, de mil a mil quinientas pesetas.

Por medio de un amigo, consiguieron un préstamo de usura. Pero la inversión no prosperó.

La fórmula de Joaquín no funcionaba.

  -52-  

-La perfeccionaré -afirmó resueltamente.

«Ciertamente -confiesa Joaquín- me encontraba, por entonces, deprimido e irritable.

»Estando en la sierra, les dije a los amigos que no me detendría ante nada, con tal de obtener una posición en la vida. Por supuesto que yo hablaba en abstracto. Cosas de esas que se dicen sin pensar demasiado.

»Aunque les puse como ejemplo que incluso me atrevería a cometer un atraco, algo, en definitiva, que me pusiera a flote de una puñetera vez. Repito que tan sólo hablaba en abstracto».




Trampa para un mujeriego

Bueno, pero ahora sí, ahora tengo que decidirme. El calor me agobia, me impide clarificar las ideas y no puedo continuar así, con tantas vacilaciones.

Juan me sugirió que podríamos intentar un apaño con Vidal, el ordenanza: cuando retire fondos de Alicante, se oculta en un lugar seguro, mientras nosotros le facilitamos la salida del país.

Parece que está dispuesto a marcharse a Venezuela. Tiene problemas. Al parecer se lo confirmó a Juan la propia mujer de Víctor Vidal. No obstante, el asunto no me convence. No me fío un pelo. Vidal podría fácilmente jugarnos una mala pasada. Pero si es tan mujeriego, como dicen...

Joaquín Lozano se puso un traje azul, después de afeitarse cuidadosamente. Impecable. Se desplazó a Alicante y, en tranvía, hasta Vistahermosa. Luego, preguntó en un estanco si sabían de algún chalet para alquilar. Lo enviaron al número ocho de la calle Camarada Llopis y allí lo atendió una señora que administraba algunas fincas.

Dispongo de uno que quizá le interese.

Lo visitaron y, a pesar de que no estaba en muy buenas condiciones, se adecuaba a los propósitos de Joaquín, quien le entregó quinientas pesetas a cuenta de las tres mil que subían los alquileres de julio, agosto y septiembre. Pretextó que era para un   -54-   comandante que vivía en Albacete y con el cual tenía una deuda de gratitud. La administradora le entregó la llave.

 
-[53]-
 

A Juan le comentó que todo estaba listo.

-La cosa es sencilla. Un día de estos, bajas a Alicante, cuando lo haga Víctor Vidal, y te lo encuentras... casualmente, ¿entiendes? Entonces le dices que se vaya contigo a Vistahermosa, donde te esperan unas amigas que... que tragan, ¿eh?...

El plan no podía fallar. Y Joaquín fijó la fecha: el próximo viernes, veintitrés de julio. Ese día, alquiló una motocicleta «Guzzi» y, acompañado de Juan, se dirigió a Alicante. Dejó a su cómplice en las inmediaciones de la estación de autobuses.

-Os espero en el chalet -dijo Joaquín.

A las 9'45 llegó Víctor Vidal Marín, en el coche de viajeros, con otro empleado del banco.

Juan se estremeció: no había nada que hacer. Salió disparado hacia Vistahermosa. La puerta del chalet «Pequeño» estaba entreabierta, como habían acordado. Llamó en voz alta y Joaquín avanzó lentamente por el pasillo. Estaba muy pálido.

Cuando supo que Víctor llegó a Alicante con otro empleado del banco y que consecuentemente Juan no pudo arrastrarlo a la trampa, Joaquín soltó una imprecación. Había pasado casi una hora de angustiosa soledad. Una hora interminable, terrible, deshaciéndose en sudores y escalofríos, para nada. El tic le alcanza la boca y escupe una saliva densa.

-Será la próxima semana. El día treinta -afirma.




Primera versión de una muerte cantada

Juan Sánchez Palao habla pausadamente: «Fue el mismo Víctor Vidal quien me avisó, a primera hora, que se iba a Alicante a retirar fondos. Tuve el tiempo justo para pedir permiso con objeto de pasar consulta en el ambulatorio de la capital.

»Poco antes estuve en la calle Gerona, y el médico que me reconoció me advirtió que debía volver dos días después, para examinarme por rayos X. Una coincidencia magnífica. De manera   -55-   que hice el viaje con Víctor, aunque apenas cambiamos palabras, para disimular. Él sabía ya.

»Yo me marché al Seguro y, a eso de las once, pasó a recogerme Víctor, con la cartera que contenía unas doscientas cincuenta mil pesetas. Tomamos un taxi y nos fuimos al chalet de Vistahermosa, que había alquilado mi amigo y futuro cuñado Joaquín Lozano y que serviría de refugio y escondite a Vidal hasta que consiguiéramos embarcarlo hacia Sudamérica.

»Apretaba el calor y soplaba un viento africano, cuando llegamos. Le pedí el dinero, tal y como ya habíamos convenido, parte del cual le reintegraríamos en su momento. Pero yo no sé lo que entendió Víctor Vidal. El caso es que se puso como una fiera, se abalanzó sobre mí y persistió en su ataque.

»Enarbolaba un objeto, una especie de martillo que cogió del alféizar de la ventana. Esquivé el golpe y me defendí como pude. Vidal me atenazó por el cuello y apenas si podía respirar. Entonces le arrebaté aquel martillo y lo golpeé hasta que se desplomó, con la cabeza destrozada.

»Me levanté. Temblaba de miedo. Me limpié la sangre con unos trapos viejos, tomé el dinero y salí a la carrera. El taxi aguardaba en las inmediaciones. Sí, me parece recordar que el dichoso martillo lo dejé tirado por algún rincón de aquel maldito lugar.

»Estaba muy excitado, aunque no había hecho más que obrar en legítima defensa.

»Cuando estuve en el centro de Alicante, me acerqué al quiosco situado en el parque de Canalejas, donde me esperaba Joaquín. Pedí una horchata. Tenía la boca seca. Me sobrepuse y le conté por encima, lo que había ocurrido.

»Joaquín me pidió la llave y el dinero. Me advirtió que me calmara y que él procuraría arreglarlo todo».

El viernes, treinta de julio de mil novecientos cincuenta y cuatro, a eso de la una y media, el termómetro alcanzó los treinta y tres grados. Por entonces, el cadáver de Víctor Vidal, con las piernas recogidas hacia atrás y atadas con un cinturón, ya estaba empaquetado, en medio de una habitación desolada y abrasadora. Las voraces moscardas no tardarían mucho en dar con él.



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La llave perdida de la razón

No pude hacerlo desaparecer, confesaría Joaquín Lozano, porque perdí la llave del chalet. No sé cómo, pero la perdí. Sin embargo, tranquilicé a Juan, que se encontraba muy abatido, asegurándole que había arrojado el cuerpo al fondo de un pozo.

Aquel día, Víctor Vidal, de paso hacia el banco, pudo ver los fotogramas de Moulin Rouge en el cine Ideal: grandioso programa doble, sobre pantalla panorámica, a seis pesetas la butaca de patio. Siguió a toda prisa. Estaba citado con Juan Sánchez, en el ambulatorio de la Seguridad Social. Juan le había hablado de unas chicas, de unas veraneantes amigas suyas, con las que no sería muy difícil meterse en la cama. Una orgía. Víctor compuso una mueca gozosa. Llevaba, parte del dinero que había retirado en una cartera. El resto, billetes de mil y de quinientas, en los bolsillos del pantalón. Se limpió el sudor de la frente. ¡Vaya infierno!

Sobre las once y cuarto, Juan y él, tomaron un taxi. Juan le dio la dirección al chófer y el automóvil partió hacia Vistahermosa. Mientras, Joaquín estaba seguro de que el plan saldría adelante. Era un alivio darle al acelerador de la «Guzzi» y remover el aire pesado que desprendía el asfalto. Le alegró la vista del mar levemente rizado y azul con vetas. Unos chicos se zambullían desde unas rocas próximas al Tiro de Pichón. Cuando llegó al chalet, dejó la moto en un discreto paraje. Abrió la puerta y tuvo la desagradable sensación de que penetraba en una cripta.

Las diez y cuarto. Sabía, casi paso a paso, lo que estarían haciendo Juan y Víctor. Sonrió.

Era «el cerebro».

«Bien, ya estoy aquí. Falta poco para que esto termine de una puta vez. Es un mal trago, pero hay que apurarlo. Merece la pena». El tiempo transcurría con una lentitud exasperante. Ojeó el reloj, en varias ocasiones. El sudor le corría por la espalda, por los brazos, por las manos.

Se miró las manos y le temblaban ligeramente. Pero, ¡cálmate, imbécil!

«Siento una tremenda angustia. Siento deseos de echar a correr,   -57-   de alejarme de esta pesadilla. No, no soy capaz de matarlo. No soy capaz».

A las once y veintiocho percibió sus pasos. La puerta estaba entornada, tal y como habían acordado. «Yo me encontraba exactamente oculto en la segunda habitación a mano derecha y espiaba por una rendija. Se detuvieron en la entrada de la alcoba frente a donde me escondía. ¡Ya! Salí como una furia y le asesté un golpe en la cabeza. Pero dio un traspiés y no cayó. Le volví a sacudir con más fuerza. Y de forma involuntaria se me desvió la punta del martillo y noté cómo se le abría el cráneo. Se precipitó al suelo y se quedó allí, como arrodillado. Entre tanto, observé que Juan vaciaba la cartera y envolvía el dinero en un papel. De inmediato, se largó.

«Tuve unos momentos de debilidad y me arrepentí sinceramente de lo que había hecho. Traté de reanimar a mi víctima. Le di unos golpecitos en la cara y lo senté, con la espalda apoyada en la pared. No, no puedo precisar si entonces estaba muerto. Yo había perdido todo control. Vi la tremenda herida en su cabeza y le puse un paño, con objeto de taponársela... El sudor se me había helado, comencé a tiritar y me desplomé en el centro de la habitación. Quise incorporarme, pero fue inútil... ¡no podía moverme!... Así debí permanecer unos veinte minutos. Me levanté, por fin. Todo giraba a mi alrededor. El corazón de Víctor Vidal no latía y, sin embargo, su boca emitía unos extraños sonidos... ¡cuánto horror!... Salí al aire, al sol, pero se me rompió la llave cuando intenté cerrar la puerta. Tenía que concluir lo que había comenzado.

«De forma que me decidí y, aparentando la mayor tranquilidad, visité a la administradora del chalet, le pedí una nueva llave y le entregué a cuenta otras quinientas pesetas».

Joaquín Lozano volvió a la ciudad, compró una manta en la calle de Bailén, un saco y una cuerda en una alpargatería de Alfonso el Sabio, y un cubo de cinc en una ferretería, junto al Mercado Central.

«Cuando regresé al chalet con todo aquello, el cadáver de Vidal se hallaba tendido en medio de un gran charco de sangre y no sentado como lo dejé.

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»De nuevo, me asaltó la depresión y tuve deseos de llorar.

»Pero ya era tarde. Así que envolví el cadáver con la manta y el saco. En los bolsillos del pantalón llevaba billetes de quinientas y de mil, un pañuelo, una pluma estilográfica, papeles, documentos... Parte de todo aquello lo quemé y el resto lo tiré al mar, lastrado con una piedra, cerca del Club de Regatas. Del martillo me desharía en un lugar llamado "Del Sol", cerca del Huerto del Cura.

»Me atormentaba la imagen del cuerpo insepulto de Víctor Vidal. Quise quitarlo de allí, cuanto antes, pero entonces perdí la segunda llave. No sé cómo, pero la perdí. Bien, algo se me ocurriría. Y mientras, para calmar a Juan, le dije que lo había tirado a un pozo. Y el tiempo pasó y pasó, sin que consiguiera enterrarlo. Con frecuencia me despertaba, en mitad de la noche, con náuseas y gritos, y me juraba que tenía que hacerlo, como fuera».

Nunca, sin embargo, llegó a cumplir sus propósitos. Los macabros despojos del infortunado cobrador del Banco Central fueron descubiertos e identificados meses después, concretamente el martes, veintitrés de noviembre de aquel año. Dos días más tarde, la policía detuvo a Juan Sánchez Palao en su domicilio de Elche.

Y el dos de diciembre, en Murcia, a Joaquín Lozano Guardiola, paradójicamente cuando, en compañía de su mujer, hermana de Juan, se disponía a cobrar una quiniela de 14 resultados correspondiente a la undécima jornada de Liga, y por la que iba a cobrar 127.806 pesetas. La fórmula le funcionó inoportunamente.




El garrote vil de epílogo

La justicia condenó a ambos a la última pena. Sin embargo, a Juan le alcanzó la medida de gracia y fue indultado. El miércoles, veintitrés de julio de 1958, INFORMACIÓN decía: «sentencia cumplida. A primera hora de ayer fue cumplida, en el Reformatorio de Adultos de Alicante, la sentencia de pena capital impuesta a Joaquín Lozano Guardiola por el llamado "crimen de Vistahermosa" (...)».

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Anónima y sigilosamente, el verdugo vino de lejos. En la madrugada de un martes caluroso, ante la tensa expectación popular, se iba a cerrar uno de los capítulos más vidriosos de nuestra crónica negra.

Joaquín avanzó hacia el verdugo, que no me haga daño, que no me haga daño, por favor. Temblaba. Por supuesto, era la primera vez que pasaba por un trance así. El verdugo aguardó al pie del siniestro artefacto, mientras se acercaba el reo. Procuraré no hacerle daño, lo procuraré. También temblaba. También era su primera vez.





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En Alicante imperan los matones

A las once y diez de la noche, aproximadamente, sonaron dos detonaciones. Federico Llopis se puso lívido.

-Fuera, fuera... Cada uno a su casa -les gritó de malos modos a los habituales parroquianos.

Luego, echó los cerrojos por dentro y se quedó sobrecogido de miedo. Los disparos venían de muy cerca y eran como de pistola browning. Llopis no quería meterse en líos. Habían estado allí, en su bar, en el Bar Trueno, pocos minutos antes.

Pero sin problemas. Tan sólo, algunas frases soeces. Ya se sabe, cosas de la bebida. Sí, sí.

Tomaron coñac. Todos. Es decir, todos menos Piqueres. Federico Llopis no sabía nada más. Estaba asustado.

A la misma hora, dos jóvenes novilleros se dirigían al Bar Trueno cuando percibieron los pistoletazos. Se detuvieron en seco, se miraron y reanudaron el paso, calle de los Árboles arriba. En la esquina con Juan de Herrera advirtieron el cuerpo de un hombre, en el suelo.

-¿Está muerto?

-No, parece que no. Pero hay sangre por todas partes.

Levantino y Metrallero no sabían qué demonios hacer. No se veía un alma. Entonces, y casi simultáneamente, empezaron a soltar prolongados y agudos silbidos.

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-Teníamos que llamar la atención de la gente, como fuera. Al hombre se le iba la vida a chorros. Y no se nos ocurrió nada mejor.

Acudieron varias personas y algunos vigilantes. A toda prisa trasladaron al herido a la Casa de Socorro, donde fue atendido urgentemente por los médicos de guardia Guillén Tato y Pinedo.

-Su estado se puede calificar de gravísimo.

Presentaba un cuadro desesperado. Probablemente, el proyectil le había deshecho las arterias iliacas.

En la misma Casa de Socorro la víctima se lo dijo al juez Antonio Aguilar, quien le tomó declaración.

-Ha sido... ha sido El Habanero... -casi no podía hablar.

Los hechos ocurrieron en la noche del sábado, día 16 de noviembre de 1918. Vicente Piqueres Muñoz, de 37 años, murió, en el Hospital Civil, dos días después. Empleado de los almacenes de salazones Martínez y Ródenas y con domicilio en la prolongación de la calle de Castaños número 20, Vicente Piqueres Muñoz, de buena conducta, estaba casado y tenía seis hijos, de los cuales tres padecían parálisis.


Matonismo y caciquismo

El Tiempo señala a la autoridad gubernativa el deber que tiene de ordenar a los agentes de vigilancia y guardias de seguridad que actúen preventivamente, con objeto de evitar que la ciudadanía se encuentre amenazada por los numerosos profesionales del matonismo que llenan la ciudad. Por su parte, el diario republicano El Luchador escribe, el martes 19 de noviembre de aquel año: «Alicante está invadido de gente maleante y si la Policía continúa con esa, al menos aparente, pasividad, será precisa la presencia del actual presidente del consejo, para que, al igual que hizo como ministro de la Gobernación en Barcelona, imponga los correctivos merecidos y destituya a los que estén incapacitados para cumplir con su deber».

Entre tanto, un solitario e imparcial investigador meditaba   -63-   sobre aquel extraño suceso. Sí, ya sé, ya sé, circulan rumores insistentes acerca del súbito nerviosismo de ciertos conocidos políticos. Incluso se asegura que, en la madrugada del domingo, se les vio zascandilear de aquí para allá. Pero la sospecha de que algún cacique ande interesado en que el crimen quede impune carece de base. Me faltan pruebas. Aunque verdaderamente el asunto resulta siniestro, confuso e intrigante.

La misma noche en que Piqueres fue herido de muerte varios testigos confesaron que habían visto a «El Habanero» huir en dirección a «Les Olivaretes» de la Fábrica de Tabaco, en donde trabajaba. Y un operario del alumbrado público se cruzó con él, en la calle de Pelayo, próxima a la de Rodrigo Soriano, en cuyo número 3 vivía el presunto agresor.

-¿«El Habanero», eh? -inquiere un periodista.

-Sí, «El Habanero». O si lo prefieres Melchor García García.

-Menuda ficha. Hace unos cuatro años también hirió a mi compañero Antonio Moscat. Sí, hombre, el director de Alicante Obrero.

Alguien comenta que son ya ocho las víctimas del matón.

-Está muy claro que tiene algún poderoso protector.

-Imagínatelo. ¿Quieres nombres?

El periodista sonríe con desgana.

-Quiero hechos concretos. Nombres me sobran.

La apatía e indiferencia de las autoridades resultan estrepitosas. Desde una publicación se lanza la siguiente pregunta: «¿Qué ha hecho la Policía de Alicante que cobra y está al servicio de este fin? Es decir coopera a la acción de la justicia como hacemos nosotros modestamente como periodistas?

»Tal pasividad denota su fracaso y singularmente el de sus jefes».




El enigma del bastón

«El Habanero» se presenta al director de la cárcel de Benalúa y se declara autor de la agresión.

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-Discutimos por nada. Habíamos bebido y Piqueres llevaba un bastón. Yo saqué la pistola y... sólo quería defenderme. Un bastón, algo doblado y con alma de hierro, se encontró junto al herido. En uno de los bolsillos de la chaqueta del moribundo descubrieron una hoja de cuchillo envuelta en papel de seda color rosa.

-No era de él -declara la mujer de Piqueres-. Mi marido cenó sobre las ocho, y salió a dar una vuelta. Pero no llevaba ningún bastón.

Federico Llopis, el propietario del Bar Trueno, antes Bar Charlot, situado en la calle de San Vicente o de los Árboles, frente al Hospital Militar, recuerda que con Piqueres y «El Habanero» había otras dos personas de las que ignora su identidad.

-Bebieron todos, menos Piqueres. Pagó «El Habanero»... Bueno, quiero decir, Melchor García. Y no me pareció ver ningún bastón. Tampoco me fijé demasiado, la verdad.

El juez Aguilar ordenó que se trasladara al detenido al Hospital, con objeto de carearlo con Vicente Piqueres Muñoz. Pero la víctima del brutal atentado agonizaba ya. Murió a las cinco de la tarde.

A las dos y media del día siguiente se le enterró en el cementerio de San Blas. Acudieron cientos de personas de la más variada condición. Sólo la prudencia del padre evitó que los asistentes se manifestaran ante el Gobierno Civil en demanda de justicia.

-No, por favor -murmuró-. Espero que las autoridades procedan rectamente.

Aquella misma noche unos tres mil alicantinos, reunidos en el Palace Hotel, aplaudieron al joven filósofo Ortega y Gasset cuando afirmó «que el tiempo nuevo entre en una España nueva».





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Un caso de acoso sexual

Que no me toques, sinvergüenza... ¡Te he dicho que no me toques!...

La voz del hombre les llegó suave y persuasiva.

-Pero, mujer, cálmate. Por favor, cálmate.

Se escuchó un leve forcejeo y un estrépito de cristales. El silencio alarmó a los huéspedes que se miraban sin saber qué hacer. Una señora corpulenta y decidida se acercó a la puerta de la alcoba y pegó materialmente el oído.

-Doña Pura... -le recriminó la dueña de la casa.

-Déjeme, déjeme usted.

La señora fisgó por el ojo de la cerradura y se incorporó de pronto, muy sofocada.

-¡Jesús!... Está en corsé -exclamó, mientras se abanicaba enérgicamente con un pay-pay de colores pálidos.

Dentro del dormitorio el altercado se volvió más violento.

-Está bien. Si no quieres por las buenas, será a la fuerza.

La voz del hombre les llegó ahora autoritaria y destemplada, seguida de unos gritos entrecortados.

Un caballero de bigotes a la fernandina se pasó la mano por el cuello almidonado y alzó su bastón de caña de bambú.

-Esto es intolerable. Hay que avisar a la autoridad.

-No quiero escándalos, ¿me oye? Esta casa siempre ha gozado de muy buena reputación -dijo Teresa Gómez.

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El caballero de bigotes a la fernandina miró a la propietaria del establecimiento de arriba a abajo, murmuró unas frases ininteligibles y se limpió el sudor de la frente con el pañuelo. Estaba más que harto de aquella escena y no quería perderse la reposición de La venganza de don Mendo, en el teatro de verano.

-Te juro que te mato, Presen. Te mato y me pego un tiro.

-No lo harás. Tú no eres más que un cobarde.

Arreció la discusión y una silla se desplomó, con un golpe estricto y premonitorio. Hubo una breve pausa y súbitamente sonaron dos disparos.

Los cinco huéspedes y Teresa Gómez se sobrecogieron de espanto y se agruparon en el centro del vestíbulo. Estaban helados, a pesar de las temperaturas de aquel mes de agosto.

Se percibió el clic del pestillo y la puerta de la habitación, donde había tenido lugar la tragedia, chirrió con aspereza sobre sus goznes, mientras se abría lentamente. Por último, apareció en el umbral una mujer joven, estremecida y con los ojos desorbitados. Despacio, se acercó a un sillón de mimbre, mientras mecánicamente se abrochaba los botones de una blusa de violetas.

Parecía que se iba a desvanecer en cualquier instante.

-Pero... ¿qué ha pasado? -inquirió Teresa Gómez.

La mujer joven la miró desde muy lejos y dijo:

-Llamen a un médico, Creo... creo que está muerto.

Teresa corrió a la cocina, a por un vaso de agua, y el caballero de los bigotes a la fernandina y cuello almidonado se pertrechó de entereza y entró en la alcoba. Apenas unos segundos. Cuando salió de allí, tenía toda la apariencia de la cera.

-No miren, señoras, no miren. Se lo ruego -musitó.

A los pies de la cama había un hombre moreno y vigoroso, como sentado en el suelo y con la cabeza ensangrentada, abatida sobre el pecho. Vestía camisa blanca y pantalones azules.


El teniente Maeso, a la caza

-¿Suicidio?... quién sabe. No estoy autorizado declarar nada.

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En la Casa de Socorro se mantuvo el mayor hermetismo. Se supo, poco después, que el juzgado se personó sin que el herido pudiera decir nada. Presentaba dos heridas de bala en las regiones temporal y parietal del lado izquierdo, y se encontraba en estado de coma. Murió a las seis de la madrugada del día 25 de agosto de 1919. Su cadáver fue trasladado al Hospital Militar.

Era teniente del Cuerpo de Seguridad. Tenía 40 años y se encontraba destinado en Cartagena. Se llamaba Julio Maeso Vélez. Sobre las ocho y media de aquella fatídica tarde el inspector de guardia recibió impertérrito la voluntaria confesión de una mujer joven y atractiva. Llevaba una blusa de violetas y los ojos húmedos.

-Yo le disparé -dijo.

Presentación Fonseca Mandey, de 35 años, casada y natural de Madrid, se había comprado un revólver pocos días antes. No podía soportar más la persecución de que era objeto por parte del teniente Maeso.

-Sí, fuimos amantes. Pero lo dejamos hace ya seis años. Y desde entonces mi vida ha sido un infierno. Julio me perseguía implacablemente. Me acosaba, obstinado en que reanudáramos las relaciones. Pero yo no quería, no quería...

Las lágrimas interrumpieron sus manifestaciones. El inspector le tendió un pañuelo.

-Prosiga.

Había huido a Granada, luego regresó a Madrid, a su domicilio de la travesía de San Mateo, pero todo inútil.

-Fíjese, usted, hacía que los guardias a sus órdenes me siguiesen.

Por fin, decidió trasladarse a Alicante, con una de sus hijas.

-Estuve primero en casa de un amigo, de don Hilario Beltrán que es maestro de primera instrucción y vive en la calle Ramales. En el número cinco. Puede usted comprobarlo.

Luego, Presentación Fonseca se instaló en la casa de huéspedes de Sagasta, 36, que regentaba Teresa Gómez.

-A mi hija, la dejé en las Oblatas. Estaba algo delicada. Pero Julio, es decir, el teniente Maeso me localizó. No sé cómo, pero me localizó.   -68-   Y... Y esta misma tarde, a eso de las ocho, se presentó inesperadamente en mi alcoba -la mujer hizo una pausa, respiraba con dificultad-. Trató de... de forzarme, ¿sabe? Discutimos. Le dije que me dejara en paz de una vez. Pero había enloquecido, me amenazó de muerte y sacó su pistola... Entonces... Todo ocurrió muy deprisa, ¿comprende?... Sólo recuerdo que cogí el bolso donde escondía el revólver y... -de nuevo la mujer se echó a llorar. El inspector la observó atentamente. Aquella endiablada historia pasional no terminaba de encajarle. Tanto y tan rocambolesco acoso...

-Supongo que tendrá usted pruebas, testigos de esa... pertinaz persecución.

Presentación Fonseca Mandey levantó la vista y exclamó, con serenidad:

-Sí, señor. Mis testigos son el general La Barrera, director de Seguridad; su compañero, el inspector don Carlos Blanco; don Rogelio Pérez Olivares, redactor de Mundo Gráfico; la esposa del propio teniente Maeso...




El mismo camino que el repulsivo Bravo Portillo

A raíz de aquel suceso un diario madrileño escribió: «Lo ha herido una mujer joven en defensa de la libertad de sus sentimientos, tal vez en legítima defensa de su persona. El teniente herido era uno de los casos típicos de España: un déspota convertido en autoridad. Y con él se daba el caso, también repetido en España, de que, sabiendo sus jefes su condición moral, no solamente no le apartaban de su peligroso cargo, sino que prestaban oídos de mercader a cuantas quejas y denuncias se presentaban contra él».

El periódico afirmaba que «donde se revelaba con todo su bárbaro esplendor el despotismo de Maeso era con los obreros», y enumeraba sus provocaciones en diversas huelgas y en la manifestación del 1.º de Mayo. «El teniente Maeso llevaba el mismo camino que el repulsivo Bravo Portillo. Una mujer le ha cortado la carrera».





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Ciego en el prostíbulo

El ciego Ginés Gil se gastaba muy mala leche. El ciego Ginés Gil iba de costumbre algo mamado y les cantaba coplas de encargo a las mozas de fortuna. El ciego Ginés Gil era natural de La Unión y llevaba un garrote nudoso y terrible de tallo de rota. El ciego Ginés Gil vivía a la intemperie, hasta que le metieron un palmo de navaja cabritera en mitad del corazón. También fue tino.

La noche en que mataron al ciego Ginés Gil, actuaban en el Gran Music-Hall (antes «La Giralda») nada menos que «La Perla Madrileña» y «churri el Bonito». Qué jodida suerte la suya. El Gran Music-Hall era, como decían los anuncios, el local más amplio y ventilado de todo Alicante y además estaba servido por bellas y elegantes señoritas. No, si es que lo que no le pasara al ciego Ginés Gil...


Somatenes para el alumbrado público

Y eso que los hijos de las mejores familias andaban por las calles, con la pistola al cinto, encendiendo las farolas. Qué gente aquella tan apañada y cívica. Y todo porque los guardas del arbolado se negaron a prestar los servicios del alumbrado público y el alcalde les dio el cese.

  -70-  

Don Antonio Bono Luque lo tenía muy claro.

Sometía a los empleados municipales a un contundente interrogatorio: ¿Pertenece usted al sindicalismo o es adicto a la ciudad? Y no había vuelta de hoja. El adicto a la ciudad se quedaba en nómina, y el del sindicalismo de cabeza al desempleo.

El alcalde era hombre muy puntilloso en sus cosas, y en los plenos corporativos se desgañitaba, tanto que un gacetillero mordaz y algo impertinente compuso unos versos que decían:


No está bien mirado
ni ello es de buen tono
que afónico quede
don Antonio Bono.



El mismo gacetillero advertía a los ediles:


Haya más mesura
y más comedimiento
cuando ustedes vayan
al Ayuntamiento.



Aun con tanto somatén y tanta sátira, al ciego Ginés Gil le dejaron el corazón como unas bragas. Claro que los señoritos no se llegaron, aquella cálida noche de agosto, a iluminar la calle de los Platos donde Juan Conesa se cargó al desdichado, por dos reales.

-Déjame dos reales -le dijo el ciego Ginés Gil.

Juan Conesa le soltó un improperio y ambos se metieron en una bronca de aúpa.

-Tu puta madre.

El ciego Ginés Gil, enfurecido, levantó el terrible bastón de tallo de rota y descargó un tremendo golpe, con tan mala puntería que dejó lisiada a la vecina Encarnación Larios Gutiérrez, que tomaba la fresca en la puerta de su casa.

-Qué haces, desgraciado... ¡Me has quebrado la pata!

Pero el ciego Ginés Gil siguió buscando a su enemigo, hasta que se empitonó en la afilada navaja de Juan Conesa.

  -71-  

-A mi madre no la insulta nadie -exclamó, mientras el ciego se derrumbaba en medio de un charco de sangre.

Un ordenanza de Telégrafos detuvo al asesino. Juan Conesa no se resistió. Le entregó el arma y se fue con el ordenanza hasta Comisaría.

No era más que un puerco.




De la mina al Garbinet

-¿Por qué lo mató?

Juan Conesa estaba todavía bajo los efectos del vino.

-Por dos reales.

-¿Por dos reales? -el inspector alzó la cabeza.

-Sí, señor. Me los pidió y me negué a dárselos. Siempre me sacaba los dineros y ya me tenía más que harto.

El policía se levantó y anduvo unos pasos.

-¿No hubo ninguna otra cosa?

Juan Conesa se encogió de hombros.

-Me dijo que mi madre era una puta y empezó a soltarme garrotazos.

Juan Conesa Almodóvar trabajaba en La Unión, en una mina de plata. Su hermana se lio con el ciego Ginés Gil y ambos se trasladaron a Alicante.

-Me aseguraron que aquí la vida era más fácil. Así que dejé la mina y me vine.

-¿Y ahora?

-¿Ahora?... Estoy en el basurero del Garbinet, ya sabe.

A Carmen Conesa la encontraron donde les había dicho Juan: en una cueva del castillo de Santa Bárbara. Era una mujer aún joven, pero desmedrada y casi sin alientos.

Cuando le dieron la noticia no se inmutó. Sólo murmuró:

-Lo tenía visto.

A eso de las diez y media de la noche del martes 24 de agosto de 1920, los señoritos, agotados de encender tanta farola, decidieron acudir al Gran Music-Hall (antes «La Giralda») donde actuaban nada menos que «La Perla Madrileña» y «churri el Bonito».

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Qué espectáculo.

Tan sólo dos de ellos, se dirigieron hacia la calle Duque de Zaragoza. En la cervecería «La Sinnombre» había buen ganado. La verdad, nadie sabía quién era el ciego Ginés Gil, aquel que les cantaba coplas de encargo a las mozas de fortuna.

Coplas de amor y de picardías por las que le daban unos céntimos.





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Un sucio asunto de vampiros

La niña Rosita se fue adonde su abuela y le dijo que las lecciones se las había aprendido de carrerilla.

-Tenemos un maestro muy bueno.

Comieron juntas, como cada día, y a eso de las dos la niña Rosita emprendió el camino de regreso a su casa. Ya nunca más volverían a verla con vida.

Aquella misma tarde aullaron los perros lúgubremente. Los hombres de la batida encontraron, en el barranco del Rincón Ample, entre Sella y Relleu, algunas piedras y un trapo con sangre. El padre de la niña Rosita se quedó lívido y sin pulso.

-Eso es cosa de los sacamantecas -murmuró uno de los agricultores que formaba parte del grupo.

El juez de Villajoyosa, Diego José Gómez del Campillo, actuó con energía y ordenó la detención de todos los sospechosos. El misterio se hacía, por minutos, más denso e impenetrable.


La sangre que ha bebido el Eusebio

El Chato sólo tiene catorce años y está confuso y aterrorizado. Apenas logra balbucear algunas palabras ininteligibles.

Luego, tiembla y pone los ojos en blanco. El juez trata de infundirle confianza y le habla en tono paternal y persuasivo.

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-Tranquilízate, muchacho, tranquilízate. Aquí, nadie te va a hacer daño -se levanta, da un par de vueltas por el despacho e intercambia una mirada con el sargento de la Benemérita-. Verás, hijo, tan sólo queremos saber qué pasó la otra noche.

Pero El Chato permanece acurrucado e inmóvil. Casi no se percibe su respiración. Repasa su vida de vagabundeo y mendicidad, de golpes, de hambre, de miseria. Pero, ¿qué pasó la otra noche? Bueno, se encontraba en una cueva, muy cerca de Relleu, al abrigo de unas brasas, y escuchó cómo Anastasia le preguntaba a su madre:

-¿Duerme?

La Roja contestó destempladamente:

-Creo que sí. Pero qué importa. No es más que un imbécil.

El Chato sintió, una vez más, el tremendo desprecio de su madre y le entraron ganas de orinar. Se incorporó y fue a salir, pero La Roja lo zarandeó con violencia.

-¿Qué has oído, desgraciado?

El Chato movió la cabeza.

-Nada, madre, no he oído nada.

-Mejor para ti. Pero si dices algo, te mato -le advirtió Anastasia, con una repugnante mueca.

-Entonces, ¿escuchaste algo o no? -le pregunta el juez, benévolamente.

El Chato mueve la cabeza, aún ovillado e insignificante.

-Sí, señor. Sí que escuché algo.

Diego José Gómez del Campillo toma asiento y se frota las manos.

-Bien, hijo, bien. Y ahora, dime qué escuchaste.

Con un hilo de voz, frágil y remota, El Chato afirma:

-Escuché cómo mi madre le decía a Anastasia: la sangre que ha bebido Eusebio y las cataplasmas que le pusimos luego, le han probado mucho.

-¿Eso es todo?

El Chato titubea.

-Yo estaba medio dormido, ¿sabe usted? Tenía ganas de mear y entonces ellas me zarandearon.

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Cuando el juez interrogó a El Madrileño, recibió una respuesta desabrida y socarrona.

-Ese chico es idiota, créame. Oye voces en sueños y echa espuma por la boca, como un perro con rabia.

La Roja manifestó que la sangre que se bebió Eusebio era de bestia.

-Se la mercamos a un matarife que va por las casas de la sierra, degollando borregos y cerdos.

La Roja no sabía nada más. Ni Anastasia.

Ni tampoco Eusebio, un hombre de unos treinta años, débil y con una tuberculosis avanzada.

-Ellas me cuidaban, señor juez. Sí, recuerdo que me dieron sangre tibia y me pusieron unas cataplasmas en el pecho -Eusebio tose hasta el ahogo-. Sí, sangre de animal, dijeron. Y se me quitó la fiebre y andaba como más recio, le digo a usted, señor juez.

En Altea, la Guardia Civil también prendió a Domingo Pérez Herrero que practicaba el curanderismo. Llevaba un billete de veinticinco pesetas y varias monedas de a duro.

-¿De dónde has sacado tanto dinero?

Era un hombre de aspecto hosco y altivo.

-Me lo ha dado la gente.

-¿Qué gente?

-No sé. De limosna.

El juez Diego José Gómez del Campillo metió a todos en la cárcel, y a El Chato en el Hospital de Villajoyosa. Estaba desconcertado y la niña Rosita seguía sin aparecer.

Nos faltan pruebas, sargento. El sargento se cuadró.

-Sí, señor.

El sargento parecía abrumado. En medio de todas las huelgas y conflictos de los pasados meses en la comarca, y de las inquietantes noticias acerca de los agitadores libertarios, se le metía aquella tenebrosa historia de vampiros, ¡Dios!, qué paciencia.

Entre tanto, el alcalde de Sella publicó un bando en el que solicitaba la colaboración del pueblo en la busca de la niña Rosita   -76-   Monerris Soler, de nueve años de edad, que había desaparecido, el pasado viernes 28 de marzo, en el camino de la partida de El Sagnon. Ya era lunes, 7 de abril de 1919. El mismo año en el que las Sociedades de Oficios Varios de La Nucía, Benidorm y Polop, bajo la activa influencia de los anarcosindicalistas, dejaban la UGT para afiliarse a la CNT. Los caciques iban de cabeza y los esquiroles se andaban con mucho tiento. En la Marina Baja se malvivía y muchos se embarcaban en Altea rumbo a la incierta prosperidad de las costas africanas.

Pero el juez Gómez del Campillo, ajeno a tantos trajines, se obstinaba en sus pesquisas. El tremendo enigma lo tenía en vilo, cuando le alcanzó el aviso de una nueva captura.




La loca Teresa no durmió con el Tursúa

A la loca Teresa Pérez Solbes la pillaron de chiripa, mientras se disponía a marcharse a Elche.

-Yo sólo quería ver al niño que crie -dijo.

Los médicos Alfonso Esquerdo y Juan Santaolalla le pasaron el dictamen a su señoría: la Teresa Pérez Solbes es afecta a dolencia mental denominada manía crónica, implantada en una degenerada. Pero no la consideraban capaz de perpetrar ella sola el delito que se le imputa. Ni siquiera capaz de disimular tan execrable crimen.

Un zagal que trabajaba en el pastoreo de ovejas, con el marido de la perturbada, declaró:

-La vi el mismo día que desapareció la niña Rosita. Llevaba las manos ensangrentadas. Sería a eso de las seis de la tarde.

Al día siguiente comenzaron las excavaciones en el corral de Les Saleres Velles y en sus inmediaciones.

-Aún nos faltan pruebas, sargento -gruñó el juez.



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Los vampiros de Sella se desvanecen

La niña Rosita Monerris Soler desapareció definitivamente, un viernes 28 de marzo de 1919, en el camino de la partida de El Sagnon. Cuando salió de dar lecciones, como de costumbre, comió con su abuela, en Sella, y, a eso de las dos, emprendió el regreso a su casa. Ya nunca más volverían a verla con vida.

Tras la detención de varios sospechosos, todo un enjambre de lisiados, limosneros y tísicos, se apresó también a la loca, como le decían a Teresa Pérez Solbes, casi de chiripa y en Alicante. Después del dictamen médico y del testimonio de un zagal que ayudaba al marido de la loca en las faenas del ganado, el juez mandó que se excavara en el corral de Les Saleres Velles y en sus cercanías por si acaso descubrían sepultado el cadáver de la niña Rosita.

La loca Teresa Pérez Solbes dijo que había pasado la última noche en El Campello, durmiendo con el «Tursúa». Pero el «Tursúa» juró que de dormir con aquella mujer nada de nada.

-Ni siquiera sé cómo se llama, señor juez. La vi en El Campello apenas unos minutos, con una amiga mía.

José Baeza «Tursúa» descalabró, con buenas razones, la hipótesis de complicidad en tan tenebroso asunto, sin embargo, la loca insistía:

-Pasé la noche acostada con el «Tursúa».

Los doctores sentenciaron.

-Una de las características de la dolencia que sufre Teresa Pérez radica en la volubilidad de sus ideaciones.

Al juez Diego José Gómez del Campillo se le esquinaban las cosas. La niña Rosita se había evaporado. Era ya 12 de abril y todo continuaba prácticamente como al principio.




Las invisibles mudanzas de la loca Teresa

-Sí, yo vi a Teresa en la mañana del 28 de marzo -replicó el recovero-. Llevaba una aguja larga y muy fina en la cintura. Le pregunté: pero, ¿qué haces con eso, mujer? Y me dijo que iba al   -78-   afilador. Pues ándate con cuidado, no te la vayas a clavar, le advertí.

El afilador declaró que aquel día la loca Teresa no se había ni asomado por su casa.

Un hombre se presentó voluntariamente a la Guardia Civil:

-¿Sabe, usted? El viernes, sobre las tres de la tarde, barrunté a una mujer enlutada que iba con una niña, por el camino de Relleu. Yo estaba recogiendo laña y no me fijé demasiado. Además, qué quiere que le diga, me quedaban lejos.

Se conoce, por otros testigos, el posible itinerario que el referido día siguió la sospechosa Teresa Pérez Solbes: Relleu, Aguas y Santa Faz. Aunque nadie sabe de seguro cómo se las apañó para tanto y tan impetuoso desplazamiento.

Según parece, se presentó en la finca de los Alberola, donde su madre servía de cocinera, y, al no encontrarla, pidió cincuenta duros.

-Tengo que irme muy largo de aquí -murmuró.

Pero no sacó ni una perra gorda. Fue aquella noche en la que, de acuerdo con su relato, estuvo con el «Tursúa», en El Campello.

El juez andaba desazonado.

-Nada, sargento, que de pruebas, nada.

El sargento se cuadró.

-Lo que usted mande, señor juez.

El sargento pensó que aquel enredijo era cosa de los anarquistas, que son unos degenerados, coño, que me la están armando bien, los muy cabritos, ¡qué gente, Dios!... ¡Qué gente! Si yo le contara, señor juez...




El enigma de un romance de ciegos

A eso del mediodía del sábado 12 de abril llegó el forastero. Ninguno de las afueras del pueblo lo recordaba. Era un hombre alto, enjuto y sin ojos.

Llevaba un sombrero de peregrino, una capa pluvial andrajosa y un garrote de mucho cuidado.

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-Escuchadme, buenas gentes, la historia que vengo a deciros, y socorred a un pobre ciego, que va de camino en camino.

Con una voz oscura y arrebatada recitó la larga agonía de un ángel, mientras un círculo de chiquillos y braceros lo miraban, como en un pasmo. El ciego concluyó su monótona melopea:


Un aire fino y fatal le atravesó sus dos alas.
El ángel tocó una estrella y se nos fue por el agua.



Dos días después apareció el cuerpo de la niña Rosita flotando en una balsa. La autoridad no quiso ni oír hablar del enigmático forastero.

-Ya está bien -gritó el juez-. Tengo la cárcel que parece la corte de los milagros.

Además de la loca, habían arrestado a su marido, Vicente Asensi Giner, a su madre, a dos de sus hermanos y a un tío que vivía también en Les Saleres Velles.

-¿Y qué puñetas hago yo con todos ellos?




La niña Rosita murió estrangulada

El forense casi se desvanece del hedor que despedía el pequeño cadáver. Y eso que lo habían rociado con zotal.

-No, señor juez, no se advierte herida o señal alguna que pruebe que se le haya extraído ni una gota de sangre.

-¿Entonces?

-La estrangularon.

Tampoco hubo violación ni siquiera intento, posibilidad que se barajaba, entre la del vampirismo y la del secuestro.

El cuerpo sin vida de la niña Rosita Monerris Soler lo descubrió un muchacho, en la balsa del molino harinero de Sella, entre los ríos Amadorio y de las Vueltas, muy lejos de donde se suponía que se había perpetrado el despiadado asesinato.

Aparentemente sus ropas y peinado no presentaban desarreglo alguno. El juzgado se personó, cuando ya oscurecía, y dispuso   -80-   su traslado al cementerio de Sella. Los campesinos del lugar, apesadumbrados y temerosos, alumbraron con antorchas el lúgubre cortejo.

El médico forense Miguel Ruiz reiteró:

-Ha muerto por estrangulamiento y en modo alguno por sumersión.

-Que la entierren -dijo el juez, desconcertado y abatido.

El misterio le parecía impenetrable. Dos largas semanas después de su desaparición, se enrevesaba el asunto. Porque, ¿si los presuntos culpables estaban entre rejas, quién había arrojado el cuerpo de la niña en aquella charca?

-Le digo a usted, sargento, que esto es un rompecabezas.

El sargento se cuadró.

-¿Quiere ordenar, su señoría, nuevas detenciones?

El juez Diego José Gómez del Campillo hizo un gesto de fastidio.

-No, no más. Nos faltan pruebas.

Y puso en libertad a todos, menos a la loca Teresa, a su madre y a un hermano, a quien llamaban Salvador.

Aquel mismo día salieron los lisiados, los mendigos y los tísicos.

-Los pongo en libertad porque se ha demostrado que no le han sacado a la víctima ni la sangre ni las mantecas -sentenció, resueltamente, el meticuloso jurista.




Absolución y polémica

A raíz de la absolución de los procesados se desató una polémica en los medios informativos que pronto adquirió insospechados matices. Alfonso de Rojas inició una campaña periodística con objeto de provocar nuevas actuaciones judiciales capaces de esclarecer el confuso y vidrioso asesinato. Era julio de 1921. ¿Quién mató a la niña Rosita Monerris Soler? Pero, a pesar de abrir un nuevo sumario sobre el caso y de nombrar un juez especial, el hecho quedó impune. La loca Teresa Pérez Solbes, de 26 años de   -81-   edad, se esfumó, definitivamente y sin el menor rastro, el 29 de junio de 1920. Y se hablaba de que con aquella larga aguja introduciéndosela por el oído podía haberle sorbido la sangre.

El diario republicano El Luchador escribía: «Nosotros hicimos la advertencia y las autoridades no nos prestaron atención, preguntamos y no se nos contestó. ¿No es inhumano también que una pobre demente desaparezca y nadie se preocupe de su paradero?

»El señor Rojas, que con tanto interés inició la campaña por la niña de Sella, ya que a él le hicieron más caso, ¿por qué no inicia otra con este título: dónde está la loca?».

En Finestrat, un forastero alto, enjuto y sin ojos, con la voz oscura y arrebatada, recitó un extraño romance:


El ángel tocó una estrella
y se nos fue por el agua.
Las manos que la vertieron
eran manos que mandaban.



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Con traje de terciopelo y botas de charol

-Nos pasamos toda la noche de aquí para allá, por los lugares más peligrosos. Pero, le repito, que no la vimos ni viva ni muerta, por ningún lado. Y, por supuesto, que estuvimos por donde el puente, en dos ocasiones, y nada.

-Mienten o se confunden quienes aseguran tal cosa.

-Pero, ¿por qué íbamos a mentir?... Nosotros salimos voluntariamente, cuando cundió la alarma, ¿sabe usted? Tal vez no nos percatamos, aunque las antorchas bien que alumbraban el terreno, bien.

Un vespertino local afirmaba, dos días más tarde del suceso: «(...) nada hacía sospechar los motivos de la desventurada muchacha, pero en la autopsia se han podido advertir señales de violación y ello ya ofrece caracteres para las conjeturas, y cabe pensar que la muchacha haya sido asesinada. Las autoridades practican diligencias para aclarar el hecho».

En el mismo periódico se evocaban dos crímenes impunes: el de la niña de Sella y el de Alfaz del Pi. «El juez de Villajoyosa está ausente y actúa en este asunto don Nicolás Zaragoza quien, al parecer, ni siquiera es abogado».

Engracia Martínez Soler salió, la tarde del domingo anterior, con tres amigas. Ellas fueron las últimas que la vieron con vida, cuando menos, que se sepa.

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-Estuvimos por el paseo Colón. A eso de las seis y media o siete, Engracia nos dejó. Tenía que hacer una visita al otro lado del puente del ferrocarril. Como ya era oscuro, le dijimos de acompañarla, pero no quiso.

¿Tenía alguna cita o acaso había tomado la fatal decisión del suicidio?

A las nueve de aquel domingo, «les Nasies», hermanas acomodadas que habían prohijado a Engracia, notificaron a las autoridades la desaparición de la joven. Casi de inmediato se organizó una partida de hombres de a pie y carruajes. La encontrarían ya muerta, en circunstancias muy extrañas, cuando despuntaba el lunes.

A lo largo de un mes se sucedieron todo tipo de hipótesis y sospechas: desde el accidente fortuito al suicidio; desde el crimen pasional a la muerte, tras las aberraciones sexuales de algún sádico. La Vila se conmovió. Engracia era una joven esbelta y con un futuro próspero.

«Las señoras con las que vivía, no como sirvienta sino como hija, eran rentistas de la viuda de don Gaspar Mayor, persona conocidísima, y habían exteriorizado sus propósitos de hacerla heredera de su fortuna, aunque tenían parientes cercanos (sobrinos) a quienes podría corresponderles legalmente».


Los confusos orígenes de la muchacha

En un principio se dijo que Engracia Martínez Soler era hija de padres desconocidos. Después se matizó la cuestión: su madre, soltera, tuvo relaciones amorosas con uno de sus cuñados. De los subrepticios encuentros nació la joven, que fue encomendada a «les Nasies».

Finalmente saltó a la opinión pública una nueva versión: Engracia Martínez Soler procedía de Orihuela, de una familia humilde que la depositó en la Casa de la Beneficencia. «A la sazón, murió un hijo lactante de unos arrendadores de "les Nasies", y aquellos decidieron sacar un bebé de la beneficencia. Después la recogieron las hermanas y se encariñaron con ella».

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Entre tanto prosiguieron las pesquisas y se descartó pericialmente la posibilidad de una violación. Con la llegada del juez titular de Villajoyosa, el turbio capítulo experimentó una considerable agilización. Se llevaron a cabo varias detenciones, pero sin resultado alguno.

Las coartadas se comprobaron escrupulosamente y todos los detenidos fueron puestos en libertad.

-No hay nada nuevo -solía contestar el juez a las preguntas de los reporteros.

Y, sin embargo, las especulaciones crecían más y más. «Les Nasies» eran propietarias de una casa de campo en el camino de La Pileta, al otro lado del puente del tren. Ahora los rumores apuntaban a que Engracia anduvo por aquel paraje, el domingo, a eso de las ocho de la noche. Pero, de acuerdo con las investigaciones, tal suposición era absolutamente insostenible: no había testigos ni pruebas.

-Según se comenta, las hermanas querían que la chica se casara con uno de sus sobrinos. Pero ella no se mostraba muy dispuesta, ¿entiende? Bueno, así se dice.

-Engracia, ¿tenía novio?

-Me parece que sí. Aunque novio, novio, no sé, compréndalo. Eso son cosas que... ¡vaya usted a saber!

El periodista no consiguió más que vaguedades y evasivas. Estaba harto ya de tanto secreto sumarial y de tantas mudanzas en el curso de aquellas semanas de inútiles indagaciones. Cuando regresó a Alicante, se encontró con Maximiliano García Soriano, que acababa de sacar el semanario Idella, de Elda.

-¿Has visto qué firmas? Colaboraban Gabriel Miró, Rafael Altamira, Azorín...

-Te felicito -murmuró.

No, por supuesto, no pensaba asistir a la fiesta que el Diario de Alicante había organizado en el Teatro Principal para el próximo sábado, 13 de febrero.

Se encontraba abatido.

-Quizá sea algo de gripe.

-Quizá.

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Después de que Leopoldo Castro cerrara el asunto, a instancias del fiscal jefe de la Audiencia Carlos Carrasco, el periodista andaba como ensimismado. Una vez más repasó sus notas: la joven Engracia Martínez Soler vestía traje de terciopelo, medias de seda gris y botas de charol. «Parecía feliz», había escrito con su caligrafía descuidada. Pero, ¿se suicidó, realmente? Había algo, una pieza, que no terminaba de encajarle en aquel dichoso rompecabezas. Cuando la encontraron, al alba de un lunes de enero de 1926, tenía las ropas desgarradas, las manos sobre el sexo y una enigmática sonrisa en sus espléndidos ojos abiertos a la nada.





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La vida, al tres de espadas

A Joaquín Cano le dieron tres golpes de estoque: el primero, en el pescuezo, y se agachó; el segundo, en el frontal, y saltó la sangre; el tercero y definitivo, en el pecho, de un lado a otro lado del pecho. También fue coincidencia que en el último envite no le entrara el naipe al que apostó su vida, la misma que se le iba, entre la estridencia de los grillos, aquella noche del jueves, 31 de julio de 1919.

-Se lo jugó todo al tres de espadas, qué pena de hombre.

Poco antes, Juan Ferrando se lo encontró de camino.

-¿Alguna partida de «golfo»?

Pero Joaquín Cano dijo que no. Dijo:

-Voy a casa de Montaner, a por unos corderos.

A la oscura, le ajustaron las cuentas, en «La lloma», ya en el término de Benidorm, junto al riu-rau de una masía abandonada.

-Sí, esa finca es de mi padre. Por eso, sólo por eso, me veo entre estas cuatro paredes -admitió José Montaner Timoner, mientras sus ojos, inquietos y azulados, miraban a uno y a otro, como en un vértigo.

Ricardo Urrios, abogado del presunto culpable, le recomendó serenidad, y aseguró que tenían la partida ganada.

-Tenemos la partida ganada.

-Ya lo verán, ya -Urrios sonrió confiadamente.

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La cárcel estaba en la calle de Alfonso XII, de Villajoyosa, muy cerca del monumento al doctor Esquerdo.

-Estuve con Joaquín el martes, 29 de julio, dos días antes de que lo asesinaran.

Según José Montaner, aquel martes, con unos amigos de Alfaz del Pi y Polop, tomaron el tren de Alicante, en la estación de Benidorm.

-Allí, nos encontramos con Joaquín, quien también bajó a Alicante.

Casualmente, se lo volvió a tropezar en la calle Mayor, en la Maison Doreé.

-Yo regresaba de casa del señor Prytz, con el cual tenía que cerrar unas operaciones comerciales, pero, como no estaba, me fui a tomar el vermouth. Luego, siempre con otras personas, nos marchamos a comer. Joaquín Cano se quedó en la Maison Dorée. No lo vi nunca más.


Aparecen el cadáver y unas monedas de plata

Hasta el 2 de agosto, no se supo nada de Joaquín Cano Iborra. Ese día, en medio de la solanera, un zagal advirtió el cadáver y dio aviso a Vicente Fuster, encargado de aquellas tierras y cuñado de José Montaner. Poco después se procedió al levantamiento del cuerpo sin vida del jugador. La Guardia Civil encontró un bastón de estoque ensangrentado y varias monedas de plata.

-Que descartan el móvil del robo.

-Probablemente. Y hasta parecen indicar, de manera... bíblica, una cierta deslealtad.

A raíz del hallazgo se iniciaron las pesquisas y la Benemérita practicó diversas detenciones, en los Altets, tras un registro de todas las viviendas. Declararon Francisco Almiñana Soler, José Montaner Timoner, Antonio Molina y Tomás Meliá. A primeros de septiembre, sólo el segundo continuaba en los calabozos.

El diario madrileño ABC, después del enigmático asesinato de la niña de Sella, dudaba del esclarecimiento del crimen perpetrado en Alfaz del Pi.

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-Y El Día, de Alicante, da por seguro que yo soy el autor de la muerte de Joaquín -José Montaner se encogió de hombros-. Sí, incluso escribe que me encontraba agobiado por las deudas y sin recursos económicos, y eso es absolutamente falso.




Las viejas amistades

José Montaner Timoner y Joaquín Cano Iborra se conocían desde niños y siempre mantuvieron una buena amistad.

-El año pasado me proporcionaron más de dos mil arrobas de almendras, ¿sabe? Y les pagué con la debida puntualidad: un real por arroba, como comisión. Además tanto a él, a Joaquín, como a su hermano, les gratifiqué con cien pesetas. Me gusta hacer el bien. Y cuando gano, ganan también los que están a mi alrededor.

El 9 de septiembre, el supuesto asesino declaró ante el juez que era acreedor de diversas cantidades prestadas a otras tantas personas.

-Es más, poco antes de la tragedia, la víctima me devolvió cierta suma que le facilité y en la actualidad su propio hermano me debe cincuenta duros.

José Montaner traficaba con uva y almendras y frecuentemente visitaba Alicante, con objeto de negociar con la casa Pritz y Cía.

-No, todo esto es una pesadilla.

Admitió que había jugado al «golfo», con Joaquín Cano y otros amigos, en la posada de Ramis.

-Pero hace ya unos cinco meses que no he vuelto a poner los pies por allá.

El crimen se cometió entre las ocho y las once de aquel jueves de julio. José Montaner pormenorizó todos y cada uno de sus pasos durante las citadas horas.

-Precisamente a las ocho llegaba a mi casa Juan Ferrando, de Benidorm. El mismo me acompañó hasta donde un tal Miquel de Domingo, con quien tenía que concluir un trato. Recuerdo que también me tropecé con Pepe Alba que, por cierto, me ofreció uva, pero no me convino. Más tarde, con un tal «Herrero», un tipo de   -90-   Alfaz, regresé a mi domicilio y estuve de tertulia con un podador, al que dicen Pedro Muñoz, hasta cerca de la medianoche. Y puede dar fe de ello la vecina Asunción Alcolea, que estaba con mi mujer.

Ricardo Urrios lo tenía todo bien anotado, en una pequeña libreta.

-Son nuestros testigos. Tenemos la partida ganada. Ya lo verán, ya -sonrió confiadamente.




Un burro mordedor crea la duda

La Guardia Civil detuvo a Montaner en Gata de Gorgos, cuando regresaba de Valencia.

-Estuve allí algunos días, y me traje a mis sobrinitas, cuando me agarran y me registran. Me cogieron unos billetes y dijeron que uno de ellos estaba manchado de sangre. Bueno, pues que lo digan los peritos, ¿no le parece? Me he sometido a la prueba dactilográfica, no vaya a usted a creer.

-¿Y las heridas de la cara?

José Montaner mueve la cabeza, con desconsuelo.

-Tengo un burro mordedor e indomable. El otro día se me escapó y, persiguiéndolo, me di un batacazo de aúpa.

Al recaudador de contribuciones lo tuvieron entre rejas porque se habían descubierto unas colillas de cigarro puro en las proximidades de la masía donde asesinaron a Joaquín Cano.

-Pero no eran de la marca que yo fumo -asegura Tomás Meliá.

Finalmente, uno tras otro, los sospechosos fueron liberados. El misterio no se disipaba. Tampoco se disipó en los años siguientes.

A Joaquín Cano lo estoquearon en la noche. Días atrás, en una partida de «golfo», envidó. Pero el tres de espadas le dejó colgados aquellos quince puntos que hubieran podido salvarle la vida. Cosas del azar y de la mala uva.

Los crímenes de Sella y Alfaz del Pi quedaron impunes. Alguien insinuó ciertas implicaciones, en voz muy baja, por si acaso. Pero nada se pudo probar. Un impenetrable enigma descendió sobre la comarca.





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El asesino de los vicios solitarios

Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy», era un virtuoso de los vicios solitarios. Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy» se cepillaba, por la vía de la evocación del onanismo, a las más seductoras hembras. Así, cualquiera. Y, mira por donde, si aquella mañana hubiera tenido las manos donde habitualmente las tenía, aún viviría el bueno del doctor Llaguna. Al bueno del doctor Llaguna se lo cepilló también, y no por el procedimiento de las figuraciones y de la práctica masturbatoria, sino de un tajo en la sien.

Era el día 24 de junio de 1932 y el alcalde Lorenzo Carbonell afirmaba que las fiestas de Sant Joan, por sus trazas, semejaban una palmera que «arraigando en la tierra con enmarañadas y firmes raíces, levanta el tronco rectilíneo para sostener las palmas que cobijan a todos», concluyó líricamente, en tanto mordisqueaba un espléndido cigarro puro. A todos, menos al bueno del doctor Llaguna. Al doctor Llaguna se le desparramó la vida por once tremendos boquetes, con el estruendo de los pasacalles y de la pirotecnia.


Cuántos trajines los de «El Noy»

El amor a pelo no le iba. «El Noy» andaba mustio y desconcertado.   -92-   Mira que si ahora resulta que soy marica. Y dale que te dale, hasta que se le vino a la memoria las cosas que se hacía cuando niño. Y a partir de entonces, se esfumaron las dudas. De modo que, cuando se tropezaba con una mujer apetecible, la examinaba minuciosamente. La boca, los pechos, el vientre, las nalgas. Se metía a toda prisa en el primer retrete que encontraba, cerraba los ojos y caía en un vértigo de fugaces y aberrantes escenas. Y así fue como Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy» encontró un punto de serenidad en sus frecuentes arrebatos eróticos. Era, en definitiva, un voyeur itinerante e inofensivo a quien el placer solitario le parecía gratificante y económico. Hasta que le rebanó el pescuezo a un tipo bisojo y malcarado.

Fue en Larache, en un cafetín del puerto, y todo por una morita a la que observaba con delectación. De pronto se le echó encima aquel individuo con olor a oveja y «El Noy» no se lo pensó dos veces. Sacó la faca y se la hundió en la yugular. Y qué cosas, lo detuvieron tiempo después por un simple robo, y lo enviaron con una cuerda de presos al Puerto de Santa María.

Más tarde, en una celda de castigo, agredió a dos reclusos con una navaja de afeitar, y le metieron más años, por homicidio frustrado. Joder con la justicia, si es que no me deja en paz.




Aquí, como Dios

De puta madre, se dijo Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy», cuando lo trasladaron a Alicante. Como andaba medio pachucho, el médico del Reformatorio benévolamente le concedió permiso para moverse de un lado a otro.

-Este chico necesita ayuda.

El pobre, siempre tan retraído y solitario, dijo Tomás Llaguna y Pascua, médico del establecimiento penitenciario.

De manera que a nadie le extrañó el hecho de que, en la mañana del 24 de junio, «El Noy» entrara muy tranquilamente en el taller donde varios internos manufacturaban cestos de mimbre. Anduvo por allí, como si tal cosa, y, en un descuido, se agenció una «corteza», una afilada cuchilla adecuada a aquellos trabajos.

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Luego, «El Noy» se apostó en el patio.

Como todos los días, sobre las nueve, Tomás Llaguna se dirigió a la enfermería. Minutos antes, tras el desayuno con su mujer y sus otros seis hijos, acompañó al mayor de ellos camino del instituto, que seas más aplicado, le recomendó. Aunque era día de San Juan, aquel viernes el chico tenía unas lecciones. Por la noche, Llaguna quería llevar a toda la familia a la hoguera de Gabriel Miró: «Hay que embellir Alacant».

Al bueno del doctor Llaguna, natural de Madrid y médico del Reformatorio de adultos de Alicante, le metieron por sorpresa once puñaladas. Una, enorme, en la sien. Miró con asombro a su agresor, mientras se desplomaba, sin remedio.

Un grupo de reclusos y dos oficiales del Cuerpo de Prisiones se abalanzaron sobre Enrique Lamarca Barque, «El Noy», que aún trató de degollar a uno de los carceleros.

A toda prisa dos soldados de cuota y médicos también de profesión, Joaquín Sala Hernández y Valentín Ruiz Ruiz, trasladaron al doctor Llaguna al botiquín y pretendieron contener tanta hemorragia. Pero murió a los veinte minutos.

Un día antes «El Noy» visitó al doctor y le pidió cierto preparado afrodisiaco. Llaguna le replicó que no podía atender tan execrable demanda. «El Noy» lo contempló con arrogancia y se dio media vuelta, sin una palabra. Pero ya lo había sentenciado.

El gobernador civil Echevarría Novoa almorzó en el Hotel Samper y declaró a los periodistas que las «fogueres» eran la más amplia manifestación democrática de un pueblo. Cuando le informaron del trágico suceso, se puso pálido y sintió un retortijón en la tripa. El doctor Llaguna gozaba de la estimación popular.

Lo enterraron al día siguiente y presidió los funerales el director general de Prisiones, Vicente Sol.




Una urgente necesidad

El 17 de octubre de aquel mismo año se vio la causa. Los jurados dictaron veredicto de asesinato, con las agravantes de premeditación y reincidencia.

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La Sala, encabezada por el presidente de la Audiencia, Julián Plaza, lo condenó a 17 años y cuatro meses; y a otros tres años, seis meses y veintiún días, por atentar contra la vida de un oficial.

En su defensa, el abogado Gomis Iborra alegó irresponsabilidad por locura alternativa y calificó el hecho de homicidio con las atenuantes de degeneración mental, arrebato y obcecación. El fiscal recabó el dictamen de los peritos médicos quienes no apreciaron enajenación alguna.

Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy», escuchó la sentencia impasiblemente. Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy», murmuró: joder con la justicia, si es que no me deja en paz.

Enrique Lamarca Barque, alias «El Noy», había entrevisto por el ajetreo de los juzgados a una joven sinuosa, y tenía urgentes necesidades. Sólo quería que lo devolvieran, cuanto antes, a la soledad de su celda. A esa tía, me la voy a beneficiar a lo grande, pensaba.





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Dos perras gordas de parricidio

Mal año aquel de 1913 para los caciques, todo revolicado, ¡hala!, y los obreros siempre en la calle, con la conjunción republicano-socialista achuchándolos, ¡qué gente tan ordinaria!, le digo a usted, don Edmundo. Mal, muy mal año aquel de 1913 para Rosa Llopis Verdú. Y tan malo, coño, si es que a Rosa Llopis Verdú la degollaron mientras dormía como una bendita.

-Y su propio hijo, ya ve, don Edmundo. ¡Qué bestia!


Veinte céntimos para el sacrificio

El martes 28 de enero Enrique paseó por la Feria, de un lado para otro, curioseándolo todo, hasta que finalmente se detuvo frente a un trajinante manchego que vendía navajas.

-¡De Albacete!... ¡son de Albacete!...

Enrique examinó la fascinante mercancía. Estaba como en éxtasis. Por último tomó un cuchillo de doce centímetros de hoja fina y deslumbrante.

-¿Cuánto?

-Dame un real.

Enrique se rebañó los bolsillos: tan sólo llevaba una perra gorda y dos chicas. Miró resignadamente al comerciante, mientras mostraba las monedas en la palma de su mano.

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El manchego se encogió de hombros y tomó el dinero.

-Anda, es tuyo.

Enrique se metió el cuchillo en el cinturón y se alejó de allí muy ufano y seguro de sí mismo. Había nubes y soplaba un poniente de aúpa. Se caló la gorra y se cubrió el rostro con la bufanda color café que le había hecho su madre.

-Y ahora a ver qué pasa.




Familia católica y muy normal

Los Narbona llegaron de Cullera y se empadronaron en Alicante, en el número trece de la calle de Roteros. Labradores y gente de bien, muy de misa, don Edmundo, muy de rezos y rosario, para que se percate usted de cómo se nos encabritan las cosas, con tanto agitador suelto.

Todos los meses, el padre se iba de viaje, a echarles una ojeada a los huertos.

-A saber lo que hace por ahí, el muy bribón -les decía Enrique a sus amigos.

Aunque menuda, Rosa Llopis Verdú gobernaba a sus cinco hijos con severidad. No les pasaba ni una. Salvador trabajaba de dependiente en una curtiduría, y Francisco, el menor, era alumno del colegio de vocaciones eclesiásticas.

-Este chico será príncipe de la Iglesia. Si no, ya le apañaré yo.

Concha y Rosita la ayudaban en las faenas domésticas. Y bordaban primorosamente. Tenéis que ser unas verdaderas señoritas, les advertía la madre.

Pero, con Enrique, iba de mal en peor.

-Ay, Dios mío, que esta criatura no se me endereza y un día me da un no sé qué y le rompo la crisma. Desvergonzado, que es un desvergonzado y un pagano.

Con veintiún años encima, a Enrique lo arrastraba su madre hasta la colegiata todos los domingos y fiestas de guardar. A Enrique se le disparaba el arrebol y no hacía más que gimotear inútilmente.

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-Nada, ¿te enteras? Que en mi casa no quiero ateos ni anarquistas.

Luego sus compañeros de carpintería se metían con él y le sacaban burlas.

-Meapilas que no eres más que un meapilas.

En el establecimiento de don Juan Castaño, en la calle de Guillem de Castro, le daban un jornal de dos pesetas y cincuenta céntimos. Se guardaba una para sus gastos y el resto lo entregaba en casa.

-Y para qué quieres tanto dinero, ¿eh? El dinero sólo conduce al vicio y a la perdición.

-Pero madre, soy joven...

-Joven y desvergonzado -le replicaba abruptamente Rosa Llopis Verdú.

Y Enrique, aunque de carácter irascible, bajaba la vista y se mordía los labios.




Hasta la madrugada dormí a pierna suelta

A principios de octubre último, Enrique abandonó su empleo. Alegó que, además de tísico, se encontraba enfermo de los nervios. No podía manejar las herramientas de su oficio. Se le agarrotaban las manos. Le temblaban. Con frecuencia asistía al consultorio médico municipal de la calle Santa Teresa. Y empezó a darle vueltas y más vueltas a una idea.

-Me voy a morir de tantos disgustos -exclamó en una ocasión Rosa, refiriéndose a la situación de su hijo Enrique. Y Enrique, con una voz pausada y honda, le contestó:

-De disgustos, nada, madre. A usted no la ha de matar nadie más que yo. Y no tardará mucho.

Sus dos hermanas se estremecieron, pero no se atrevieron a intervenir. Observaron atentamente las flores de hilo que crecían en el bastidor.

El lunes, tres de febrero de 1913, se desarrolló con la rutina de costumbre.

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«Nos acostamos sobre las once -declararía Enrique a la autoridad- y yo dormí a pierna suelta, hasta la madrugada. Me desperté, me vestí en silencio para no molestar a Salvador, y me dirigí a la habitación de mi madre. Estaba a oscuras y, como Concha se acostaba en la misma cama, tanteando, di con el cuello de mi madre. Entonces le hundí varias veces la hoja del cuchillo que le había comprado a un tipo de Albacete, ¿sabe, usted? Pues aún la condenada me sujetó la mano izquierda y comenzó a gritar.

»Salí a todo correr de casa y escuché como Salvador decía: "¡Agarreulo, que a mort a ma mare!". De pronto, tropecé con un guardia municipal, forcejeamos, pero, cuando estaba a punto de escaparme, llegaron otros dos, y me trajeron hasta aquí».

Los tres agentes, con los números 28, 175 y 181, se llamaban respectivamente José Latorre, Antonio Albert y Eduardo Jimeno. A Rosa Llopis Verdú, entre sus hijos y unos vecinos, la trasladaron a la Casa de Socorro del Museo. El doctor Candela Gil sólo pudo certificar su muerte. Dos profundas cuchilladas le habían seccionado la yugular.

Enrique Narbona Llopis, de veintidós años, grueso y con un bigote incipiente, permanecía sereno, casi distante de aquello.

-Tenía que hacerlo, ¿comprende?

Y de pronto cayó de rodillas, extendió los brazos en cruz y se recitó el padrenuestro de un tirón.





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Complicidad policial

Pepe Onteniente se acercó al detenido, lo observó con una sonrisita cínica y masculló ¡vamos, que te voy a poner fino! Ramón, muy pálido y tenso, se desbarató de pronto y metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón. Entonces, sonó un disparo. Por las calles de Castaños, Sagasta y Teatinos, cundió la alarma y las gentes se apresuraron a refugiarse.

-Yo, su señoría, me escondí en un portal -declararía Pepe Onteniente.

Un minuto después, otras dos detonaciones y un silencio casi eucarístico. En medio de la calzada yacía un hombre y la sangre se le iba velozmente.

-Es Ramón... Ramón Ayela -exclamó uno de los curiosos, aún con el miedo volteándole las pupilas.

-No, no sé cómo se llamaba.

No lo conocía, ni tan siquiera de vista.

«En mi condición de vigilante de primera corrí a toda prisa hacia el Gobierno civil. Tenía que informar de lo ocurrido, en tanto mi compañero Valentín Ruiz se quedaba en el lugar de los hechos. Bueno, él había arrestado a aquel joven, y yo me encontré con ambos por pura casualidad, poco antes de que se produjera el suicidio...».

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La acusación privada le advirtió que no sacara conclusiones ni tratara de confundir al jurado popular.

-Sí, claro. Disculpe usted, señor abogado.

A Valentín Ruiz Gomis, según su propia confesión, le dijo su amigo Enrique Ayela que le ayudara a buscar a su hermano.

-Estaba preocupado y nervioso. De manera que accedí a su petición. Y no tardamos mucho en encontrarlo. La Fuensanta me dijo que estaba en una casa de... señoritas, en Castaños. Y hacia allí nos dirigimos.

-¿Y luego? -Guardiola Ortiz apenas le dejaba tiempo para hilvanar aquel frágil apaño.

-¿Luego?-necesitaba tranquilizarse-. Sí, luego bajamos los tres, ¿sabe? Me pareció que el joven andaba taciturno, deprimido...

-Limítese el acusado a contestar a mi pregunta y guárdese sus muy personales apreciaciones.

-Por supuesto, por supuesto -murmuró Valentín Ruiz Gomis.

En la calle se dieron de bruces con Pepe Onteniente. Apenas cambiaron unas frases, cuando se escuchó una detonación.

-¿Y usted qué hizo?

-¿Fue tan repentino todo que me puse a cubierto. No sabía qué estaba pasando.

-De manera que usted también se ocultó, ¿no es así?

-Sí, señor.

-Y no pudo advertir qué sucedió, ¿me equivoco?

-No, señor. Sin embargo...

Sin embargo, en un principio, Enrique Ayela manifestó que llegó a presenciar cómo su hermano Ramón sacaba un revólver y se disparaba un balazo en el pecho.

-No recuerdo bien. Estaba confuso, desorientado, y Valentín me insinuó que... se evitarían muchos problemas. Tenía miedo, ¿comprende?

-¿Y ahora? ¿Lo recuerda ahora?

-A mi hermano lo asesinaron. No sé quién, pero lo asesinaron. No llevaba ningún arma.

Tampoco había motivos para quitarse la vida.

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El defensor de los dos agentes, Antonio Martínez Torrejón, entregó unas cartas al presidente de la Audiencia, José Gómez Barberá. En ellas Ramón Ayela se despedía definitivamente de su madre. Y fue precisamente la amante de Pepe Onteniente Cuenca quien invalidó aquellas pruebas.

Ramón era un chico encantador. Estaba enamorado de una camarera y ambos proyectaban irse, para siempre, decían a Tetuán.


Conmoción en la opinión pública

Unos treinta testigos declararon en aquel juicio que mantuvo en vilo la expectación popular. Los peritos médicos manifestaron que el suicidio resultaba prácticamente imposible de admitir.

-Yo presencié los hechos y vi cómo uno de los acusados disparó contra el joven -dijo un carabinero retirado.

A pesar de los testimonios y de las evidencias, los dos policías fueron absueltos. La indignación desbordó. La casa del letrado Martínez Torrejón sufrió las iras de un numeroso grupo de gentes. Ni uno de los cristales de su domicilio se salvó de las piedras. Al día siguiente de la sentencia, Alicante despertó cubierto de pasquines: «A las rejas de la cárcel / no me vengas a llorar, / que hoy me darán el indulto / y mañana la libertad».

Cientos de personas se dirigieron al Gobierno Civil. Los guardias desenfundaron sus sables y arremetieron contra la multitud. Aquella noche los edificios públicos estuvieron custodiados por efectivos policiales.

Una comisión de periodistas, encabezada por Florentino de Elizaicin, visitó a la primera autoridad provincial con objeto de pedir una revisión de la causa y la aplicación de medidas disciplinarias para el presunto autor del homicidio y su cómplice.

Los ánimos andaban en ebullición. Se sucedían escenas violentas entre manifestantes espontáneos y fuerzas de la Policía que no dudaron en cargar repetidas veces. Se practicaron varias detenciones y los directores de El Tío Cuc y del Diario de Alicante fueron denunciados, a raíz de la actitud crítica que habían adoptado sus respectivos periódicos.

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Entre tanto el director general de Seguridad permanecía en silencio, aunque también la prensa madrileña se hizo eco de tan turbio suceso.




Eugenio Noel, observador asombrado

Precisamente un día antes de iniciarse la vista de aquella «causa ruidosa», Eugenio Noel habló en la Asociación de la Prensa sobre «El periodismo y la actual situación de España».

A propuestas de Florentino de Elizaicin sería nombrado socio de mérito de la entidad profesional. El novelista asistió estupefacto al estallido popular frente a una sentencia calificada de arbitraria.

En el turbulento episodio se barajaban muchas cosas. Y, mientras la gran guerra seguía su curso, la opinión pública afirmaba que Pepe Onteniente no era más que un chulo de putas y que el homicidio de Ramón Ayela se debía a una sucia venganza. Aquella segunda mitad de mayo de 1915, la ciudad se estremeció.




Los agentes se ponen a salvo

En la noche del miércoles 21, Pepe Onteniente Cuenca y Valentín Ruiz Gomis, auxiliados por un funcionario judicial, abandonaron subrepticiamente la Audiencia. Atemorizados por tanto revuelo, anduvieron hasta Torrellano. Posteriormente se refugiaron en Torrevieja, hasta donde consiguieron llegar en ferrocarril.

Por fin, Menéndez Alamis, director general de Seguridad, tomó medidas: Onteniente fue trasladado a Palma de Mallorca; Ruiz, a Granada. Se cerraba así un virulento capítulo de corruptelas y complicidades vidriosas con la llave de un increíble suicidio.

En cualquier caso Ramón Ayela abandonó para siempre la fascinante aventura de Tetuán.





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El imprevisible efecto de los celos

El hombre alto, enjuto y de abundante barba blanca se acercó pausadamente al grupo, se detuvo frente a Bartolomé Pons Cabrera, lo miró a los ojos en profundo, sacó el revólver Smith del bolsillo derecho de su americana, y le descerrajó un disparo a quemarropa.

A las diez de la mañana de aquel quince de junio un sol brasilado acometía la plaza Mayor de Pedreguer, y una moscarda troqueló de zumbidos el duro silencio de la muerte. Casi dos años más tarde, en la sala del crimen, el hombre alto, enjuto y de abundante barba blanca declararía que apenas si recordaba cosas.

-¿El revólver?... No sé. Tal vez me lo eché encima la noche anterior. Estuve de ronda con un primo mío que era teniente de alcalde.

Pero aquella mañana de junio de 1925 el juez Jaime María Ferrando Costa se presentó en el cuartelillo de la Guardia Civil y dijo:

-Cabo, he matado a una persona.

El cabo de la Benemérita, Pedro Molina, lo examinó entre perplejo y escéptico.

-¿A quién -preguntó, por fin.

-Todo el pueblo se lo puede confirmar. He matado a don Bartolomé Pons.

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-¿A don Bartolomé?... Pero...

El cabo Pedro Molina no salía de su asombro.

¡Qué jodido lunes! Por la calle rodaba un estrépito inusual de voces y gritos, de ajetreos apresurados. El cabo Pedro Molina murmuró:

-Queda usted detenido, señor juez.


De aquí a que pasen treinta años

Dios, aquella enfebrecida noche de bodas, cuánto dolor. Sudoroso y convulso, de pie, en medio de la alcoba, contempló a su mujer con náuseas y se le acalambraron las expresiones soeces.

-Te juro que nunca lo había hecho... Te lo juro... -suplicaba María entre sollozos.

De pronto se abalanzó sobre ella y estuvo en un tris de quebrarle el frágil y esbelto cuello.

-Te juro que nunca... -musitó, mientras sentía que se asfixiaba.

Casi dos años más tarde, en la sala del crimen, varios testigos confirmaron el carácter violento, colérico y vehemente del juez Jaime María Ferrando Costa.

La noche de bodas concluyó en la más tremenda desolación.

-Te aseguro que te haré confesar -y la miró con un desprecio demoledor.

Convencido de la infidelidad de María, la sometió a un acoso incesante. Para ambos la vida en común era una angustiosa pesadilla.

-Hasta que me lo dijo todo.

Me dijo que Pons la había violado, cuando apenas si tenía dieciséis años.

Y citó al respetable cura de Teulada quien podía aportar testimonios de tal violación.

-Mi propia esposa lo ha autorizado a revelar cómo fue objeto de los abusos sexuales de ese individuo.

Pero el respetable cura de Teulada manifestó que María lo   -105-   había visitado bajo las presiones y amenazas de su marido. Él no tenía dispensa alguna para vulnerar los secretos de la confesión.

Dos años después de las nupcias el juez Jaime María Ferrando Costa repudió a su mujer, y la envió a casa de su familia. Su presencia le producía vértigo.

Desde entonces se volvió más taciturno, más introvertido, más áspero. Con frecuencia lo asaltaban visiones obscenas protagonizadas por su mujer: María, delicada y joven, se entregaba voluntariamente a Pons, una vez y otra y otra. Y Pons manoseaba aquel cuerpo desnudo, espléndido, enfierecido de oscuros placeres, voluptuoso y dispuesto para la lujuria. El juez despertaba en mitad de la noche, tembloroso y húmedo. Entonces le entraba un llanto casi infantil o, muy por el contrario, se exacerbaba hasta la desesperación, ¡qué tormento!

-Nunca conseguí librarme de aquellas tremendas escenas. Me asediaban de continuo y me impedían desarrollar mis actividades con normalidad. En ocasiones pasaba días y días sin comer, obsesionado por la conducta inmoral de la que habría de ser mi esposa.

El juez Jaime Ferrando Costa sufría frecuentes crisis depresivas y en sus desvaríos levantaba perversiones incalificables. Por que tenía la intuición de que las relaciones entre María y Bartolomé jamás habían cesado.

Una mañana se acercó pausadamente a un grupo donde estaba Bartolomé Pons, lo miró a los ojos en profundo, y le escupió en la cara. Fue en la plaza Mayor de Pedreguer, en el mismo lugar donde, andando el tiempo, habría de matarlo.

Bartolomé Pons Cabrera hizo las maletas y se marchó del pueblo. Tan sólo regresaría cerca de ocho años después, con la esperanza de que aquella tensa situación se hubiera disipado definitivamente.




Tampoco era virgen de espíritu

La vista de la causa se celebró en marzo de 1927. La expectación,   -106-   dadas las circunstancias y los protagonistas de la dramática historia, crecía por momentos. Y hubo ciertamente una muy brillante exposición por parte de los peritos médicos acerca de la presunta enajenación del acusado.

Allí estaban los doctores Juan Peset, Sanchis Banús, Tomás Maestre, José Aznar... teorizando fervorosamente sobre las modernas aportaciones del psicoanálisis, debatiéndolas y arrimándolas al caso, según estuvieran de parte de la acusación o de la defensa.

Para los primeros, Jaime María Ferrando no presentaba enfermedad alguna, de modo que ni su temperamento ni su carácter le privaron de la conciencia al cometer el crimen. Para los segundos, el juez era un individuo tarado, con perfiles paranoicos y síndrome de epilepsia larvada, imposible de definir numéricamente, según las técnicas actuales.

En la sala del crimen, el acusado dijo:

-Ni tampoco era virgen espiritualmente, como creí en alguna ocasión. Se burlaba de mí, se reía de mí, por todo el pueblo. Aquello era un infierno.

El juez Jaime María Ferrando Costa cargó las baterías del odio durante treinta años. Cuando ya tenía sesenta se fue a la plaza Mayor y le descerrajó un tiro a quien siempre consideró el causante de su deshonra e infelicidad.

-¿Celos?... No. Tenía la seguridad de que Pons había abusado de mi esposa antes de que yo la conociera.

No hubo cadena perpetua ni absolución. El día 28 de marzo de 1927 el presidente de la sala, señor Chulvi, leyó la sentencia: ocho años y un día de prisión y cinco mil pesetas para los herederos de Bartolomé Pons.

-Obró -dijo el magistrado- como un menor de dieciocho años.

Jaime María Ferrando Costa cerró los ojos. Y sonrió con una curiosa sonrisa de ternura. Ah, si a los dieciocho años se hubiera enamorado de María...





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Los Agredas se lo cobraron

-Que se lo digo yo, sargento. Que lo vi con estos ojos.

Los ojos de Francisca eran oscuros, vivaces y rasgados. Y el sargento les husmeó un asomo de miedo y otro de firmeza. Era sábado, aquel 1 de agosto de 1926, y anochecía.

Casi un año más tarde, cuando la acosaran el fiscal y los defensores, Francisca ni parpadeó.

-Lo mataron los dos hermanos Agredas.

Francisca Milán tenía dieciocho años y una seguridad demoledora. Era la única testigo de aquel asesinato de Villena y ni la sutileza de los abogados Guardiola Ortiz y Pedro Torreblanca lograron el más insignificante titubeo. Sus declaraciones restallaban en medio de una sala abigarrada de curiosos.

-Lo mataron los dos hermanos Agredas.

Cuando aquella fatídica noche llegaron los de la Benemérita al lugar de los hechos, encontraron el cuerpo de un hombre material mente cosido a balazos. Lo identificaron casi de inmediato. Se trataba de Macario Román Bueno, de treinta y un años.

-Y qué ficha -comentó el sargento.


Dicen que a la Virtudes se la llevó con él

Se la habían birlado y Pedro andaba enfurecido y como en estado de pasmo.

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-Que te la cameló el Macario, dicen.

Tan sólo, un rumor. Pero al Macario se la tenía jurada. En varias ocasiones le había plantado cara. Y no quedaba sitio allí para los dos. Ya le ajustaría las cuentas, ya. En definitiva aquello de la Virtudes se le daba un comino. Más de una vez se había liado con otros. Cosas del oficio, murmuraba ella cuando la llevaba pacientemente de vuelta al pueblo.

-Era un señorito de mucho postín.

Y Pedro alargaba la mano. No quería gresca si mediaban los duros. Y nada de celos, ¿eh? Que Pedro respetaba a cada cual si iba por lo derecho. Legalmente, vamos. Pero lo del Macario era grave. Se le había metido en su terreno y eso sí que no podía tolerarlo. Así que lo de la chica tampoco le quitaba el sueño, a menos que hubiera sido una provocación más del Macario.

-Ándate con tiento, que él también te busca -le advirtió su hermano.




Tendré que enseñarle los dientes

Aseguran que Macario Román los tenía bien puestos. Macario Román ejercía de carterista. Macario Román era culo de mal asiento y se le veía de aquí para allá, siempre con una sonrisita entre cínica y desesperanzada. En el fondo, Macario quería establecerse. Pero se tropezó con los hermanos Agredas. Y un día y otro, juraría Pedro, se lo espetó en toda la jeta.

-Mira y vete con cuidado que te dejo tieso.

«Me amenazó de muerte», le diría al fiscal Garrido el día del juicio.

-Yo sólo me defendí, señor juez.

Poco antes el Macario había comentado: «Tendré que enseñarle los dientes a ese matón de mierda».

-El Macario sacó su arma, antes que yo. Y me dijo cada cosa que para ni mentarlas, ¿sabe, usted, señor juez?

El caso levantó interés y polémica.

-Es que ni con Primo de Rivera.

-Esto no tiene arreglo, don Edmundo. Se imponen medidas   -109-   más drásticas. Ya sabe usted lo de ese desvergonzado de Retama, ¿no?

Por aquellas fechas, a Álvaro Retama lo habían condenado a cinco meses de cárcel y multa de mil pesetas por escritor inmoral.

-Qué insolente. Ni siquiera se presentó en la Audiencia.

-Pero lo condujeron entre dos agentes, que ordenaron su detención por desacato.

-Una decisión ejemplar, don Edmundo.




Las viejas cuentas

-Que dicen que anda por ahí el Macario, Pedro.

Pedro examinó su revólver y le metió seis proyectiles. Luego, se lo echó al cinto.

-Vamos -le dijo a Juan.

El bar Romero quedaba en las afueras. Macario Román apuró su segundo vaso de tinto cuando barruntó a los hermanos Agredas. Apenas cambiaron unas palabras. Pero se midieron de arriba a abajo. La animadversión y hasta el odio venían de muy atrás y eran ya muchas las viejas cuentas acumuladas que habían de saldar de una puñetera vez por todas.

-Mi defendido no hizo uso de arma alguna.

El cadáver de Macario presentaba siete impactos. Según el forense eran de distinto calibre.

-Yo no disparé, señor juez -aseguró Juan Agredas-. Era una cuenta pendiente de mi hermano Pedro.

Y Pedro asumió toda la responsabilidad.

-Actué en defensa propia. El Macario me apuntó con su pistola y yo fui más espabilado.

Cuando Macario Román regresó a Villena tampoco se recató.

-Que venga si es hombre.

No mucho después yacía sobre la tierra, con siete balazos en el cuerpo.

-No yo no vi nada -declaró el dueño del bar-. Eso sí, escuché los disparos, pero nada más.

Le habían asesinado con dos armas de calibre diferente.

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-Mi hermano Pedro llevaba un revólver en cada mano cuando se inició el tiroteo. Fue todo muy rápido.

Pero el fiscal se mantuvo en sus trece; insistió en que, de acuerdo con el informe del forense, habían sido dos los agresores: los dos hermanos Agredas. Y pidió, para cada uno de ellos, la misma pena; catorce años, ocho meses y un día de reclusión, además de las indemnizaciones que ascendían a mil pesetas.

Llamaron al estrado a la joven Francisca Milán.

-Lo vi todo. Y fueron ambos los que dispararon contra aquel otro hombre -manifestó tajantemente.

Además, según la única testigo de los hechos, Macario Román no tuvo ocasión de defenderse. No alcanzó a empuñar arma alguna, ni profirió insultos contra nadie.

Guardiola Ortiz insistió en que Pedro había obrado en legítima defensa y que se apreciaban atenuantes en su acción.

Pedro Torreblanca abundó en la inculpabilidad de su defendido, Juan Agredas, quien no había tomado parte alguna en la muerte de Macario.

El fiscal Garrido realizó un brillante y minucioso análisis de los procesados, de su carácter y de su conducta. Y pretendió elocuentemente desvanecer aquella atmósfera de matonismo y chulapería que rodeaba el espectacular caso. Concluyó su intervención con una prueba irrebatible.

-En el revólver de Pedro Agredas sólo había dos cápsulas vacías. Entonces, ¿quién efectuó los otros cinco disparos?

Pedro reiteró públicamente que sólo él era culpable y que su hermano nada tenía que ver en aquel asunto.

-Era cosa nuestra. De Macario y mía. Juan trató de disuadirme.

Pero los condenaron a ambos. Los condenaron a ocho años de cárcel.

-Demasiada benevolencia, don Edmundo. Demasiada.

Pero don Edmundo exclamó:

-¡Hombre! ¿Lo ha leído usted? La Xirgu anuncia el estreno de Judith, ¿qué le parece?

-Ese Azorín...





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Gente que va de paso

Olía a romero. Olía a tierra húmeda. Por el Pla del Espino los segadores de Busot barruntaron el carro, ruedas arriba. Cerca, piafaba una mula y, algo más allá, el borriquillo tenía los ojos de espanto.

-¡Dios! -exclamó uno de los segadores.

Era esa hora en la que el sol se resuelve en un fogonazo, a poniente, y la gente que va de paso se apresura.

-¡Dios!

Entre ambos, levantaron el carro apenas un palmo. Lo suficiente para echarse toda la tragedia encima. La fugaz visión de aquel cuerpo ensangrentado los dejó atónitos. De pronto, y aún con el agotamiento de la jornada, salieron a toda prisa.

-¡Un accidente!... Hay un hombre aplastado...

En el pueblo, dieron el aviso a golpe de jadeo. Y para allá se fueron el juez municipal, Zaragoza Montoya, el secretario, Picó, y un alguacil. Había que proceder al levantamiento del cadáver, si es que lo había. Porque los dos segadores tampoco estaban muy seguros de casi nada.

-Con tan escasa luz... Y el susto que se nos metió, cualquiera se percata... Eso es asunto de la autoridad, ¿o no?...

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Érase un leñador honrado

Se recorría la comarca pacientemente y tenía una clientela de postín. En Alicante las cerámicas de teja no cesaban de hacerle pedidos.

-Necesitamos más leña, Pepe.

Y Pepe iba de un lugar a otro, con su carro, sus aceros bien afilados y sus bestias de tiro, atendiendo los encargos, del alba hasta la puesta. Un hombre cabal y emprendedor, como el primero.

-Pero Pepe, que te vas a quebrar.

Tenía mujer y dos hijos, y nada más que sus manos vigorosas y su palabra para sacarlos adelante.

Cada mañana, de San Juan a Muchamiel, a Busot, a los pinares de Aigües. Una faena laboriosa, de la que regresaba derrengado y con hambruna.

-Que así no puedes continuar -le decían los de la sociedad de Oficios Varios-. Que te están explotando.

José Pérez Sánchez, pocos días antes de morir, presenció la manifestación del 1.º de Mayo que se celebró en San Juan.

Jamás antes de entonces había ocurrido una cosa así. Aquello le impresionó. Era el año 1920.

Y los de la UGT conocían de seguro que andaban por allí dos blavets, de Benissa.

-Mucho tiento, compañeros, con esos esquiroles. Son capaces de cualquier cosa.

Pero José Pérez Sánchez no entendía de política. Él se pasaba la vida en la soledad del monte, haciendo leña. Iba a lo suyo. Y cumplía.

-Siempre fue un hombre honrado y trabajador -sentenciaron las gentes de orden cuando supieron de su desgracia.

Ciertamente, la incesante actividad de José Pérez Sánchez levantaba envidias y rencores entre algunos de su mismo oficio. En definitiva, y aunque le echaba muchas horas a la faena, no se podía quejar. Vendía arrobas de leña. Y se sacaba sus buenos reales.

-Mira, por ahí bajo anda ese -señaló Vicente Morant a su hermano.

  -113-  

-¡Qué cabrón! Nos está arruinando el negocio.

Cuando apenas escuchaban el traqueteo del carro, les entraba una mala uva de aúpa.

Aquellos eran sus dominios y nos les parecía nada limpio que el tipo de San Juan viniera a desvastarlos. Además, se había hecho con el mercado y les mordía la reputación de que gozaba.

-El día menos pensado le metemos un meneo. A ver si le coge canguelo a estos andurriales.

«Els Melonets» siempre permanecían al acecho, pero no se atrevían a llevar a cabo sus propósitos. Tampoco querían líos.

-Pero un susto... No le vendría mal, no.




Un crimen tremendo

El juez de instrucción de Jijona, cuando observó el cadáver, se puso lívido.

-¿Accidente, ha dicho usted?

-Bueno, el carro volcó y...

José Entrena García, el juez de instrucción de Jijona, ordenó que le practicasen la autopsia.

No le gustaba aquel asunto.

Hasta diecisiete heridas de arma blanca contó el forense Fernández Pérez.

-¿Cuchillos? Armas cortantes, desde luego. Quizás, un hacha.

Una de las heridas dejaba al descubierto la masa encefálica.

-Un golpe brutal.

Aquella tarde se reunieron en la venta del tío Juan y de allí partieron hacia Busot. El sargento de la Benemérita les acompasaba con dos números.

Era viernes, 7 de mayo.




Acometida por sorpresa

A media tarde del jueves José Pérez Sánchez decidió regresar a   -114-   casa. La jornada no había sido demasiado fructífera y no llevaba ni la mitad de la carga prevista. Pero se sentía agotado y aún le quedaba camino por delante. De pronto le salieron al paso dos individuos y le dieron el alto. José Pérez Sánchez los conocía de vista. Detuvo el carro.

-¿Qué pasa?

-Nada, hombre. ¿Qué tal el día?

-Pues regular.

-Vaya, vaya. Un oficio duro, ¿eh?

-Y que lo diga.

Uno de ellos sacó la petaca y empezó a liarse un cigarrillo.

-Va hacia abajo.

-Hacia abajo voy.

Le preguntaron si podían subir. Hacían el mismo camino y andaban también fatigados.

-Arriba -les gritó.

Luego, quitó el freno y azuzó a las caballerías. Miraba atentamente el camino cuando sintió un tajo en el hombro. Soltó las riendas y trató de volverse, pero algo se le metía como una brasa entre las costillas. Cayó sobre la leña y fugazmente vislumbró el fogonazo del sol, a poniente. Y un hierro que le abría el cerebro. Los dos hombres saltaron del carro y lo observaron cómo se alejaba, dando tumbos.

Mientras corrían por entre los pinos percibiendo un estruendo. La sangre les había salpicado hasta el rostro.




La redada

Vicente Samper Vilaplana, sargento de la Guardia Civil, no se anduvo con remilgos. En un tris detuvo a cuantos tenían alguna relación con la víctima. Y los interrogó de uno en uno.

-Todos tienen coartada, señoría.

En el pueblo, se generalizó el mutismo. Estaban atemorizados por aquel crimen. Alguien comentó que había visto a dos forasteros aquella misma mañana.

  -115-  

-No sé quiénes eran. Gente que va de paso.

No, no, apenas los recordaba.

-Bueno, vestían una blusa azul de dril.

Pero el testimonio no sirvió.

No mucho después de la redada, los detenidos abandonaron el calabozo. Tan sólo «Els Melonets» fueron procesados y encarcelados. Con el tiempo los hermanos Morant serían declarados culpables del asesinato de José Pérez Sánchez, traficante de leña.





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De la fatal historia de «La Francesa» y «El Argelino»

Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», garantizaba el género. A la casa de Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», se llegaba de tapadillo una clientela de respetables banqueros, de adinerados fabricantes de tejas, de comerciantes de ultramarinos y de mayoristas de mojama. La aristocracia del salazón, como les decían los más insolentes.

Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», manejaba el negocio con soltura y discreción.

-¡Y qué mujer, don Edmundo!... ¡Qué mujer!

Don Edmundo se asomaba por encima de sus lentes de miope y replicaba con una sonrisita de complicidad:

-Caramba, don Isidro, no me sea usted tan arrebatado.

A Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», se le agostó pronto aquella mancebía, ¡cuánta fogosidad la de estos hombres!, exclamaba al echar las cuentas, con Saturnino, cada madrugada. De modo que se decidió por reclutar nuevas y jóvenes mozas de fortuna y abrir una sucursal por todo lo alto. El piso de Bazán 15 ya no daba para tanto ajetreo.

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Las dos razones de Emilio «souteneur» de casta

Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», después de una considerable inversión en la calle de Aranjuez, le arrendó la sugestiva sucursal a Clotilde Hernández.

-Verás, chica, cómo se te pone esto.

Clotilde Hernández se había traído de Orán modales de dama y un chulo de tiros largos, ¡y quién era el guapo que le tosía! Emilio, además de un aplicado trabajador del amor, tenía todo un carácter.

-No, chulo de ninguna manera. Emilio es un... «souteneur» -y Clotilde suspiraba.

Emilio Fernández Mas, alias «El Argelino», no pasaba ni una.

A Clotilde le sacudía lo suyo cuando le birlaba un duro. Y a las pupilas se las beneficiaba tan pronto se recogían en la sucursal.

-Pero hijo mío, cuanta incontinencia -le reprochaba Clotilde Hernández, entre celosa y deslumbrada.

-Es cosa de la industria, mujer. Al parroquiano hay que tratarlo con mucho estilo, ¿entiendes? Y tengo que comprobarlo personalmente, antes de que cometan cualquier torpeza -se encogía de hombros, con cierta resignación-. Esas chicas están por desasnar, Clotilde.

Pero la sucursal, decorada con estuco y cortinas adamascadas, con ninfas de bronce y silloncitos de raso azul celeste, con divanes de guardarropía y alfombras supuestamente orientales, no terminaba de encajar.

A Clotilde Hernández los números le daban tiritonas.

-Esto es una ruina, Emilio.

Una verdadera ruina.

Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», se la había jugado bien. La clientela de posibles continuaba visitando la casa de Bazán, 15. Y un día, se lo dijo en su cara.

-Que no, Clotilde. Que estás equivocada. Que lo sé muy bien. La culpa la tiene Emilio.

-¿Emilio?

-Sí, Emilio. Me lo dicen a mí, ¿sabes? Y eso porque me tienen confianza.

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Emilio Fernández Mas, alias «El Argelino», «souteneur» de casta, amedrentaba a los sigilosos y efímeros huéspedes del prostíbulo con bravatas y confidencias mordaces.

Y si alguno de ellos se tomaba la libertad de manosear a Clotilde, Emilio lo dejaba clavado, con su mirada provocativa, y solía mostrarle la empuñadura de un revólver bien afianzado en el cinto.

-Ándate con mucho tiento, que este te deja en la calle. -Le advirtió «La Francesa».




De cómo las putitas se revolicaron a tiro limpio

Un día, Clotilde Hernández rescindió el contrato. Saturnino Díaz García, el marido de Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», comprendió la situación y no tuvo ningún empacho en devolverle mil pesetas y aceptarle la renuncia al arriendo.

-¿Y qué vas a hacer?

-No lo sé -murmuró Clotilde-. Quizás regrese a Orán.

Pero aquella misma noche, cuando le comentó entre balbuceos y sobresaltos a su amigo cómo estaba el asunto, Emilio soltó una sarta de procacidades y le arrimó dos contundentes bofetadas a Clotilde. Que si quién era la muy zorra para tomar decisiones a su antojo. Que si le iba a poner las peras al cuarto a «La Francesa» de mierda. Que si con él no se podía jugar, porque era demasiado hombre y los tenía en su sitio.

A las tantas de la madrugada Emilio «El Argelino» dejó a Clotilde quejumbrosa y atemorizada y se largó dispuesto a todo. «Eran las tres o por ahí. Poco antes había llegado mi marido del bar "Balón", en la calle de Castaños, y se acostó de inmediato. De pronto llamaron a la puerta. Abrí y entró "El Argelino" como una fiera. Insultó a algunas de mis chicas y a mí me zarandeó brutalmente. Quería más dinero y sabía que acabábamos de vender el coche por ocho mil pesetas. Le planté cara a ese chulo de pacotilla y le grité que no me asustaban sus amenazas. Entonces me soltó un tremendo empujón y me arrojó sobre un sofá. Me dio tanta rabia   -120-   que salté sobre él y quise sacarle los ojos. Estaba frenética. Con tanto escándalo, se despertó mi marido y salió de la alcoba...». Un sollozo interrumpió la declaración de Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa».

Pero la Policía reconstruyó meticulosamente el suceso con los testimonios de las putitas que aquella madrugada se habían revolicado a balazo limpio.

Saturnino Díaz salió del dormitorio, bajo los efectos del sueño y del coñac. Tanto tumulto lo había levantado de un brinco.

En el saloncito se tropezó de golpe con una escena de escalofrío: «El Argelino» atizaba a su mujer en medio de un coro de chillidos y aspavientos. Se abalanzó sobre el agresor. Emilio soltó a «La Francesa», sacó dos revólveres y disparó a quemarropa sobre Saturnino. Se revolvió, empuñando ambas armas, e hizo fuego contra las pupilas. Al instante desaparecieron como por ensalmo.

Emilio lanzó una mirada a su víctima. Un disparo le había entrado por el ojo izquierdo; otro, por la nariz; y un tercero, por el pecho. No se demoró ante aquel sobrecogedor espectáculo.

Bajó las escaleras a saltos, perseguido por «La Francesa» que no cesaba de llamarlo asesino.

Corrió con desesperación, hasta que dejó bien atrás a aquella endiablada mujer. Por la Explanada perdió una de las pistolas.

Pero no se detuvo. Era martes, ocho de septiembre de 1931.

La Policía no logró alcanzarlo. No había pistas. Se pensó que tal vez hubiera logrado huir, oculto en la bodega de algún barco. Se cursó la orden de busca y captura.

Entre tanto Isabel Ballester Mora, alias «La Francesa», con la amargura de aquel trágico desenlace, acusó a Clotilde Hernández de inducir a su amante.

-Ella es la verdadera culpable de todo lo ocurrido.

Y dijo que sabía muchas cosas. Que Clotilde llevaba documentación falsa. Que en Mostaganam había tomado parte en el asalto a una joyería y en el asesinato del propietario de la misma.

Clotilde no se amilanó.

-Que lo demuestre. Esa furcia no sabe lo que se dice.



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La insólita fuga de «El Argelino»

Un par de semanas después, Emilio Fernández Mas, alias «El Argelino», fue arrestado en Barcelona. Procesado, ingresó en una cárcel flotante, a bordo del vapor «Antoni López», en espera del juicio. A través de un ojo de buey enrejado contemplaba los muelles, las grúas y hasta el Tibidabo, con nostalgia. No le gustaba nada, pero que nada, aquella situación.

Y un día, no se sabe muy bien cómo, Emilio desapareció del barco. Lo buscaron inútilmente.

El 23 de octubre, cuando ya oscurecía, «El Argelino» se deslizó felinamente por una maroma, hasta el mar. Luego calculó a ojo el rumbo y empezó a nadar hacia las costas norteafricanas, sin prisas.





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Ajuste de cuentas en el Parque de Canalejas

Observaron cómo el hombre se apoyaba en una palmera y se deslizaba hasta el suelo.

-Está como una cuba.

El otro hizo un gesto de contrariedad.

-Me parece que es algo más grave... Vamos.

A la difusa luz del alba se acercaron al desconocido.

Cuando lo incorporaban, vieron el tremendo boquete y la abundancia de sangre que se le escapaba. Se quedaron atónitos, sin saber muy bien qué hacer.

-Se nos muere. Este tipo se nos muere.

-Date prisa... Y avisa a la Policía... a un médico... Pero, corre, corre.

En la Casa de Socorro le apreciaron una herida de arma de fuego en la región pectoral derecha. Poco después se personó el juzgado y trató de tomarle declaración. Pero agonizaba y no le sacaron más que un profundo estertor. Al cadáver, sin identificar, lo trasladaron al depósito, en tanto se disponía la instrucción de las oportunas diligencias.

-Un asunto difícil.

-Estoooo... ¿sabes?

-¿Qué?

-Me huele a maricones.

El inspector Soler miró a su compañero.

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-¿A maricones, eh?... Puede que sí, puede que no.

Sacó un pañuelo y se limpió el sudor del pescuezo. Aquel martes, 27 de julio de 1931, los termómetros se aupaban por encima de los treinta y cuatro grados.

-Joder, tú, es que con este calor...

La víctima del presunto ajuste de cuentas entre homosexuales no llevaba ni un papel en los bolsillos. Le encontraron una pistola y un formidable cuchillo.

-Sabe Dios a quién pensaba descuartizar.


A «El Rubio» lo asaltaron en el parque

No muchas horas más tarde se presentó en la Casa de Socorro José Marín Pagán.

-Sí, señor. Me llamo José Marín Pagán.

-¿Natural de...?

-De Pozo Estrecho, Murcia.

-¿Edad?

-Treinta y dos años.

-¿Y a qué se dedica?

-¿Ahora?... Estoy sin trabajo.

Tras una cura de urgencia ingresó en el Hospital. Le habían metido dos navajazos en la parte escapular izquierda.

-¿Quién coño te pinchó?

-Anda, eso quisiera saber.

Las declaraciones de José Marín Pagán eran muy confusas. El inspector Soler parecía desconcertado.

-Verá usted, señor, yo iba por el parque ese con unos amigos, tan tranquilo, cuando de pronto se me echó al cuello un individuo, me insultó y... si me descuido, ya me contará usted, ya.

-¿Y no lo conocías de nada?

-Pero qué va... En mi vida lo había visto.

Al día siguiente, en una cueva del barranco de las Ovejas, detuvieron a El Gordito, amigo de José María Pagán.

-Que sí, que le repito que sí. Que El Rubio dice la pura verdad.   -126-   Que lo asaltaron brutalmente, cuando tomábamos la fresca, por el parque de Canalejas.

-¿Reconocerías al agresor?

-¿Yo?... Todo sucedió tan rápido...




Pistas que se evaporan al sol

El misterio no se disipaba. Ni siquiera con el testimonio de unos vecinos que oyeron gritar a un hombre.

-Pero, ¿recuerdan ustedes qué gritaba?

-Algo así como «tírale, tírale que me ha herido» -aventuró uno de ellos...

-Bueno, yo creo que... más que «tírale», gritó «tíralo»... Pero tampoco estoy muy seguro, compréndame -murmuró otro.

El inspector Soler caviló que El Rubio podía ser el autor de aquellos gritos. Pero ¿quién disparó?

-¿Porque escucharon también los disparos?

-Sí, dos detonaciones.

-Perdone usted, pero fueron tres.

-Discúlpeme, don Edmundo, pero se equivoca. El inspector les preguntó si aquella voz...

-Sería temerario por nuestra parte. Nos encontrábamos relativamente lejos del lugar donde se produjo el altercado. De modo que... entiéndalo usted. Es prácticamente imposible.

Aquel mismo jueves el alcalde Lorenzo Carbonell se había reunido con los concejales de la comisión municipal de beneficencia para organizar la verbena de la «gota de leche».

-¿Asistirá usted, no, don Edmundo?

-Como siempre. Pero no nos precipitemos que aún falta algo más de dos semanas.

El inspector Soler movió la cabeza con pesadumbre.

-Con este jodido sol me hierve la sesera.

Se contempló las manos húmedas y vacías. No tenemos nada, nada en absoluto, murmuró.

Por la tarde, se efectuaron dos nuevas detenciones: Manuel Brotons y Emilio Solves.

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La noche de autos también habían estado en el parque. Y no lo negaron.

-Solemos pasear por allí, ¿es acaso algún delito?

Juraron que no habían visto ni oído nada de particular. Se retiraron a eso de las tres de la madrugada. Más o menos a la hora en la que debió de cometerse el crimen.

-¿Y qué hacemos? -el inspector Soler se dirigió a su compañero.

-Me parece que se nos escapa el asunto.




Señas de identidad

Mientras los políticos discutían el anteproyecto del estatuto de la Región Valenciana, en los ficheros de la Dirección General de Seguridad se pudo identificar a la víctima. Tenía un amplio historial de ladrón, estaba acusado de homicidio frustrado y se había fugado del penal de Chinchilla.

-Aquí está todo.

Se llamaba Manuel Pujante Luna, de 40 años y empadronado en Molina de Segura.

-Tú fíjate, ¡qué tipo! En 1920 tomó el expreso nocturno de Madrid a Valencia, del 22 de enero. Armado de un hacha se agenció una gorra de ferroviario fingiéndose revisor del tren, se introdujo en el departamento de don Fortunato Turín. Lo amenazó de muerte, si no le entregaba joyas y dinero. La Guardia Civil llegó a tiempo de evitar un asesinato.

-Se escapó de la cárcel, hace ya once años. Y mira tú por donde se viene aquí a espicharla. También es mala suerte, ¿no te parece?

-Por cierto, de maricón ni pizca,

-¿Entonces...?

A los detenidos los pusieron en libertad. No había ninguna prueba en su contra.

-¿Qué piensas?

El inspector Soler pensaba en lo bien que le vendría un baño en la Albufereta. No soportaba tanto calor.





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El caso del misterioso oficial francés

Sonó la sirena por segunda vez. El vapor estaba a punto de zarpar y la tripulación iba de uno a otro lado, con la lumbre añeja de una última noche de vinos y amores de volatín.

De pronto, por la pasarela asomó un apuesto militar y miró en torno altivamente. El capitán del mercante se apresuró a saludarlo, entre marcial y zalamero.

-¿Monsieur...?

El oficial francés hizo una leve y elegante reverencia y contempló con cierta melancolía los muelles, pintorescos y bulliciosos, de Cette. Luego se volvió al marino que esperaba y le dijo en un castellano impecable:

-Mi querido capitán, asuntos confidenciales y urgentes reclaman mi presencia en España. Le ruego, pues, que tenga la amabilidad de acomodarme en un camarote de acuerdo con mi rango.

-Con mucho gusto, monsieur.

-¡Ah! Y mis disculpas anticipadas, capitán. Pero, debido precisamente a la premura de este viaje, abonaré el importe del mismo a quien usted me indique -sonrió con displicencia-. Por supuesto, con el recargo preceptivo.

Algo turbado, el capitán asintió.

-No se preocupe, monsieur. Lo atenderemos como usted merece -con un gesto llamó a uno de sus hombres-. Entre tanto, monsieur, si me permite sus documentos...

  -130-  

El oficial francés le entregó el pasaporte. Estaba expedido tres días antes.

Todo parecía en regla.

-Pero... monsieur...

-¿Qué sucede, capitán?

-¡Por Dios!... Si carece usted de visado.

El oficial francés se dio una suave palmada en la frente.

-Con tanta prisa, mi querido capitán... No obstante, le aseguro que apenas lleguemos a puerto resolveremos esta... formalidad en el Consulado. Ya ve, ¡qué memoria la mía!

El capitán se rascó la barbilla pensativamente.

-Lo siento, monsieur. Lo siento, pero me es imposible admitirlo a bordo. Compréndalo. Ambos infringiríamos la ley.

El oficial francés levantó la cabeza.

-Señor, asumo toda la responsabilidad.

-No, no se trata de eso. Verá...

-La reserva a que me obliga la naturaleza de este desplazamiento me impide ser más explícito. Le ruego, una vez más, que acepte mi palabra de militar en la seguridad de que, ya en España, recibirá usted muy cumplidas satisfacciones.

Pero el capitán dijo que no.

-Lo lamento, monsieur, pero no insista. Y abandone el buque, por favor.

Y lo invitó a desembarcar en tanto atendía a unas pasajeras. El oficial francés, arrogante y ofendido, se dirigió hacia la pasarela.

Miró de reojo y ágilmente se deslizó por la escalerilla que descendía a la cubierta de popa, en un tris. Nadie se había percatado de su audaz y veloz maniobra.

Quince minutos después el vapor «Antonio Ferrer» se hizo a la mar.


Noticia de un polizón encandilado

Tras cinco horas de navegación un fogonero descubrió al hombre oculto en una de las bodegas. Y estaba tan ensimismado que ni   -131-   siquiera se apercibió de aquellos marineros que, sin demasiadas cautelas, lo sorprendieron de acuerdo con las instrucciones del capitán. No opuso resistencia alguna. Se dejó conducir mansamente hasta la cabina del comandante de la nave.

-Dígame... ¿quién es usted?

El pasajero clandestino ofrecía un aspecto casi grotesco. Llevaba un traje raído y desmesurado, y tenía una expresión entre candorosa y pusilánime. El capitán lo observó con curiosidad. Aquel individuo le recordaba a Charlot.

No sabía ni remotamente que, por entonces, Charles Chaplin se encontraba en San Sebastián con objeto de asistir a las corridas de toros. Claro que el dato no hubiera influido en absoluto en tan singular trance.

Irónicamente el capitán le preguntó:

-¿Y su distinguido uniforme, monsieur?

El desconocido esbozó una tímida sonrisa y se ruborizó. Pero permaneció en silencio. No quedaba en él ni una pizca de la marcial bizarría que exhibiera no mucho antes, cuando se presentó a bordo.

-Está bien. Ya que se obstina usted en mantener en secreto su identidad, no le interrogaré. Lo que tenga que declarar lo hará en el momento oportuno.

Luego ordenó a dos tripulantes que lo llevaran a la bodega y lo mantuvieran bajo una estricta vigilancia. El capitán se encontraba desconcertado.

Anotaba tan insólita incidencia en el cuaderno de bitácora cuando se presentó uno de los engrasadores muy excitado.

-Tome, señor.

Le entregó una pistola automática, último modelo, de 35 cápsulas y fabricación francesa.

-La encontré al pie de unos fardos. Muy cerca del polizón ese.

El capitán examinó el arma, entornó los ojos y descansó la frente entre sus manos.



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Alarma en el «Antonio Ferrer»

Casi de inmediato recibió la visita de los pilotos. Le mostraron periódicos de Cette y Montpellier.

Cuatro días antes habían sido asesinados a tiros dos empleados de una empresa de aguardientes de Cette tras retirar la suma de sesenta mil francos para el pago de la nómina. El cajero y su ayudante fueron asaltados y muertos por un individuo que posteriormente se dio a la fuga en un automóvil, en donde le esperaban dos presuntos cómplices. La descripción del autor facilitada por algunos testigos coincidía con la del polizón.

-Un asunto peligroso -murmuró el capitán.

Resueltamente se enfrentó con el falso oficial francés y mandó a sus hombres que lo cachearan.

Sólo llevaba cien francos en los bolsillos.

Aquel individuo protestó débilmente del trato de que era objeto.

-Señor, créame, nada tengo que ocultar. Necesito imperiosamente llegar a España y carezco de medios. Por esa razón tan sólo me vi precisado a recurrir a ciertas argucias. Pero le digo a usted que soy un hombre honrado.

El capitán se reunió con sus oficiales, después de extremar la vigilancia. El tipo parecía sincero. Y, sin embargo, ¿de dónde había salido la pistola?, ¿qué había hecho con el uniforme?, ¿cómo se agenció aquel holgado traje?

Faltaba poco tiempo. De manera que, cuando el buque atracó en el puerto de Alicante, el capitán notificó lo sucedido a la autoridad de Marina. Una hora más tarde la Policía se hacía cargo del detenido. El capitán del «Antonio Ferrer» resopló de satisfacción.

-Por fin, ¡qué personaje!




El artificio policial juega sus bazas

No valieron de mucho las intimidaciones de los agentes. Ni las más tremendas amenazas agrietaron su contumaz mutismo. Con   -133-   su aspecto estrafalario y desmedrado aquel hombre resultaba invulnerable.

El inspector Lorenzo Aguirre era un profesional hábil y astuto. Conocía los resortes de la persuasión y sabía enmascararse con la cosmética de la bondad y de la compresión. Se encerró a solas con el sospechoso y le ofreció un cigarrillo. Tranquilo, tranquilo, le dijo. Nadie te va a hacer daño.

Una media hora después había desentrañado el rompecabezas. El detenido se llamaba Enrique Reig, era natural de Villena y tenía treinta y tres años de edad.

-Sí, señor inspector, yo los maté. Trabajaba en aquella fábrica de aguardientes.

-¿Y el dinero?

-Lo enterré al pie de un árbol, en las inmediaciones de Cette.

Enrique Reig no sabía nadar.

-Tampoco encontré ningún salvavidas. Quizá hubiera logrado escaparme.

Dos días más tarde Enrique Reig fue puesto a disposición judicial e ingresó en la cárcel. Pero nadie logró sacarle qué había hecho con aquel uniforme ni quiénes fueron sus cómplices.

Lorenzo Aguirre leyó en al periódico de aquella misma mañana que el próximo domingo, 30 de agosto de 1931, se le ofrecía un banquete a Rodolfo Llopis en el balneario «La Alianza». Quizá estuviera libre de servicio para entonces. Y pensó que, con sesenta mil francos, uno podía darse muchos banquetes.





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Cuando al sátiro Isabeleto le pega el vicio

¡Copón!... Pero... pero, ¿qué leches era aquello? Se restregó los ojos.

A la medianoche le sudaba una sola hilaza de luna y, enfundados en la sola y pálida hilaza de luna, los dos cañones a un palmo de su rostro equino. Y de golpe le llegó la voz grave y le preguntó dónde estaba el cuchillo con el que pretendió degollar a su víctima. ¡Copón!...

Se le metió el canguelo hasta la rabadilla. Y la voz grave le preguntó de nuevo por qué había arrojado a su víctima al abismo.

A Francisco Lorenzo Rebollo, el Isabeleto, se le aflojó el vientre. Lo sobrenatural siempre le caía como una purga. Soltó un prolongado ronquido, volteó las pupilas, y se desmayó con la charolada visión de un tricornio espectral.


La boda huertana, en vísperas de San Juan

Muy cerca de la estación de ferrocarril Rojales-Benijófar se celebró el convite. ¡Vivan los novios! Y el capataz de la vía andaba de un lado a otro, muy ufano y sonriente, atendiendo a los familiares y amigos. Su hija se había casado con el chico de Francisco Muñoz, un labrador respetable y muy sabio en los asuntos de la tierra. ¡Vivan los novios!

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A alguien se le puso el gesto agrio cuando barruntó entretantos invitados a Francisco Lorenzo Rebollo, el Isabeleto.

-Déjate ahora de historias, ¡qué panocho!

El Isabeleto había pagado aquella guarrada.

Hay cosas que nunca se pagan.

El Isabeleto se había tirado una buena temporada en presidio, por abusos deshonestos.

Casi desgració a una chiquilla de doce años.

-Y se le conocen cosas parecidas.

-Escucha, nadie se las ha podido probar. Así que...

La boda se animaba por momentos. ¡Vivan los novios! Corrían el vino y la música. Era un sábado de júbilo y de mosquitos aquel 23 de junio de 1917, vísperas de San Juan.

Entre tanto la niña Teresa jugaba a la gallina ciega, con sus amigas en un descampado. La niña Teresa tenía unos padres tan menguados de recursos que la prohijó Joaquín García, un hombre cabal y de la mejor hechura. A eso de las siete de la tarde Joaquín García llamó a la niña Teresa y la envió a un recado, muy cerca de allí. La niña Teresa, sin rechistar, tomó el camino.

-Vuelvo enseguida -dijo.

El alboroto era de aúpa, de modo que nadie advirtió la salida del Isabeleto inmediatamente después de que la niña Teresa tomara el camino. ¡Vivan los novios!, y el grito sonaba ya desinflado y etílico.




La angustiosa búsqueda

Durante toda la noche las partidas batieron los parajes a la trémula luz de los hachones. La autoridad de Benijófar organizó el despliegue cuando Joaquín García se percató de la ausencia de la niña Teresa Juan.

-La envié ahí mismo, por un encargo. Pero hace casi tres horas.

Estaba desencajado y tembloroso.

-Bueno, bueno. Sobre todo tranquilidad, ¿eh? Que los niños, ya se sabe.

  -137-  

Pero la búsqueda resultó inútil. No encontraron ni rastro. Por la mañana los hombres regresaron agotados, sin apenas alientos.

-Es como si se la hubiera tragado la tierra -murmuró uno de ellos.

Pero aún sacaron resuello y se fueron casa por casa, hasta la de Francisco Muñoz, el padre del novio.

-No, no sé dónde puede estar.

Con Francisco Muñoz se encontraba su yerno, Francisco Lorenzo Rebollo, el Isabeleto, muy sosegado, sonriente y silencioso.

En la cárcel le habían sacudido más de una soberana paliza los reclusos de ley.

-Degenerado, tú, que no eres más que un sucio degenerado. ¿Qué?... ¿No te gustan las hembras de verdad?

Pero el Isabeleto habitaba un singular y seductor paraíso de seres angélicos y asexuados donde la lujuria le ardía por todo el cuerpo. La carne adulta se le antojaba viscosa e impura. Su mujer no le producía satisfacción alguna, ni aún las mozas de mancebía con las que también había probado por ver de sacarse de encima tantas y tan urgentes obsesiones.

Francisco Lorenzo Rebollo, el Isabeleto, de cara equina y bigote rubio, se mantuvo sosegado, sonriente y silencioso. Tampoco él sabía nada. Ni tan siquiera conocía a la niña Teresa.

A media tarde del domingo llegó a Benijófar el padre de la niña Teresa Juan. Llegó despolvorido y con la mirada perdida.

-Me han dado el aviso, hace una hora.

No demoró. Con un tal Antonio Pérez se echó a la huerta. Ambos recorrieron un largo trecho hasta la boca de un pozo, en la finca de Manuel Cánovas, ya en el término de Torrevieja.

Se asomaron al oscuro agujero y gritaron:

-¡Teresa!... ¡Teresa!...

Sólo una marea de grillos y un lejano croar de ranas.

-¡Teresa!... ¡Teresa!...

Y mantuvieron la respiración.

De pronto, percibieron unos débiles gemidos.

-¡Está ahí abajo!...

  -138-  

-¡Teresa!...

Se repitieron los gemidos.

-Corre, corre... Necesito una cuerda.

Poco después, a la luz de unas antorchas, el padre de la niña Teresa descendió hasta el fondo. Y allí estaba, con sus nueve años destrozados.

-Vamos, hija, vamos.

Costó lo suyo subir aquellos veinte metros de angustia y desesperación, con el cuerpo de la pequeña apretado contra su pecho. De inmediato la trasladaron a casa del padre adoptivo Joaquín García, mientras daban parte al médico titular de Rojales, César Carrera, y a la Guardia Civil.

-Se salvará, no se preocupen. Se salvará -la reconoció minuciosamente y dijo-: Esta criatura ha sido violada.

El lunes, día 25, la niña Teresa Juan relató cuanto le había sucedido.

«Un hombre que estaba en la fiesta me dio tres peladillas y me pidió que le acompañara a cazar perdices. Luego... luego me hizo cosas muy feas... y daño, mucho daño...». Se puso a llorar desconsoladamente. El hombre con cara de caballo y bigote rubio le puso un cuchillo en el cuello, pero desistió. La tomó en brazos y anduvo durante unos minutos, se detuvo, la cogió por los tobillos y la dejó caer en el vacío.

-Tenía miedo y no me podía mover. Entonces llegó una niña como yo, vestida de blanco y con un resplandor sobre su cabeza, y me acarició y se quedó allí conmigo, toda la noche.

El doctor Carrera hizo un gesto ambiguo.

-Sin duda el sufrimiento le produjo alucinaciones.




Cosa de fantasmas

A Francisco Lorenzo Rebollo, el Isabeleto, lo sorprendió cuando dormía en su casa de Los Montesinos. Si la niña está muerta, pensó, ¿cómo pueden saber lo que pasó? Esto es cosa de fantasmas.

Estaba completamente aterrado.

  -139-  

Entró en Benijófar escoltado por la pareja de la Benemérita. Querían su cabeza. El pueblo entero la quería. Una orquestina lo siguió, tocando la marcha fúnebre de Chopin. Pero Isabeleto andaba encandilado. ¡Copón! Es que cuando me pega el vicio...

Lo trasladaron al Juzgado de Instrucción de Dolores y cuando don Trinidad Serrano, su titular, le echó un vistazo, supo que tenía que enfrentarse con un tipo frío y estoico. ¡Dios, qué cruz!





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ArribaAbajo

El macabro hallazgo de la Calle Huerta

Parsimoniosa y pericialmente los forenses Fernández y Moró recompusieron el esqueleto, hueso a hueso.

-Me falta una escápula.

-¿Una escápula?... -revolvió entre el montón de tierra, restos humanos y excrementos de cabra y roedores-. Vamos a ver... Vamos a ver... Sí, aquí está.

El hedor que se desprendía de aquella fosa puso a pie de náusea al segundo jefe de policía.

-Retírese, retírese usted -le sugirió uno de los médicos.

Pero Lorenzo Aguirre se negó, impulsado por un estricto celo profesional. Él había destapado aquel repugnante asunto y estaba dispuesto a concluirlo, con todas sus consecuencias.

Por el castillo de Santa Bárbara asomó el borde oscuro de la tormenta. El juez de instrucción le dijo al secretario:

-Esto se pone feo.

Los vecinos permanecían acurrucados y temblaban de frío y de horror.

-Bien. Ya no podemos hacer más -murmuró el doctor Moró.

El macabro rompecabezas se extendía sobre el patio de la vivienda, con los brazos paralelos al tronco y las piernas algo separadas.

Un tipo corpulento -comentó el policía cubriéndose la mitad del rostro con la bufanda de color avellana.

  -142-  

-Mide uno ochenta.

La envergadura coincidía con la del desaparecido Eugenio Méndez.

-Por fin... -exclamó Lorenzo Aguirre.

Los forenses y los médicos de la Casa de Socorro reconocieron las piltrafas. La masa encefálica se encontraba en pleno estado de putrefacción. En el cráneo se apreciaban varias fracturas. El dictamen fue unánime.

-A este individuo le sacudieron en la cabeza repetidas veces. Luego, probablemente aún con vida, lo arrojaron a la improvisada sepultura abierta en el patio, entre el pozo y el muro que da a los espaldones del Benacantil.

El secretario judicial sintió que se desmoronaba; lívido y balbuceante, musitó:

-¿Lo... lo enterraron vivo?

-Mire, las fracturas que se aprecian en el occipital no parecen mortales, ¿comprende? Por supuesto, debió perder el sentido. Quizá el asesino o los asesinos lo dieron por muerto -dijo el forense Fernández.

-En cualquier caso, resulta prácticamente imposible una mayor precisión. Esos restos llevan aquí casi dos años -dijo el forense Moró.

Era el 30 de noviembre de 1910. El 24 de diciembre de 1909 el vigilante de las calles de Esperanza y de la Huerta fue quien lo vio por última vez.

-Sí, le felicité la Navidad y me contestó con un gruñido. Ya saben, tenía un carácter agrio y hosco.

Méndez compró la finca número 44 de la calle de las Huertas en 1904, ante el notario Tiberio Vidal. Pagó por ella 500 pesetas y apenas si salía de allí. Unos ocho meses antes de su definitiva desaparición contrató como sirviente a Juan Alcolea, «El Castellá», porque había nacido en Pozo Hondo.

-Un tipo poco recomendable -opinó el vigilante nocturno.

El vigilante nocturno conoció a «El Castellá» en la mili.

-La hicimos juntos. Primero en Valencia y luego en Cuba, casi nada aquella jodida guerra. Ah, si yo les contara...

  -143-  

«El Castellá» bebía lo suyo, pero honestamente, palabra. Sin embargo, tras la desaparición de su amo, se retiraba de madrugada como una sopa. Además gastaba a base de bien. Sí, un tipo de cuidado.

Juan Alcolea tenía 36 años, una querida y una hija de siete.

-No, coño, con la Pura no quiero nada. Que se las ventile por ahí.

Purificación Oltra se ganaba la vida lavando ropa por las casas de vecinos.

-¡Anda y que le den morcilla a ese desgraciado! -gritaba la Pura, cuando le mentaban a «El Castellá».


El vino del milagro

Era cosa de ver cuando «El Castellá» se agarraba la melopea con su cuñado «El Cojo». «El Cojo» se las pelaba a la carrera.

-Joder, lo mismito que una liebre. A «El Cojo» no había quien lo alcanzara, don Lorenzo. Se lo digo a usted: un milagro.

La Cuca lo ponía de vuelta y media.

-Que no salgas con mi hermano, que un día te vas a volver tísico con esos maratones que te pegas.

-Mujer, es que el vino me da como... como alas -y se metía renqueando en su cuchitril.

La denuncia por la desaparición de Eugenio Méndez la formuló su cuñado, don Jerónimo Ríos, con domicilio en Madrid, en la calle de Alcalá.

-Ciertamente, no manteníamos relaciones personales. Pero nos escribíamos con frecuencia. En las últimas semanas, sólo recibimos una carta de ese criado suyo, de Juan Alcolea, creo que le dicen.

La policía interrogó a «El Castellá».

-El señor Méndez me dijo confidencialmente que le había tocado el premio gordo de Navidad y que se iba a Madrid a cobrarlo porque aquí, en Alicante, tenía que pagar no sé qué cosas.

Lo sometieron a una discreta vigilancia en tanto continuaban las pesquisas.

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Mientras, «El Castellá» le pagó un humilde jornal a un chiquillo para que le hiciera compañía y le sirviera. Puseta no quería dormir en aquella casa

-Me da miedo, madre. Además «El Castellá»...

-¿Qué pasa con «El Castellá», hijo?... Mira, mientras te largue unos reales, tú, chitón.

-Sería asunto de homosexuales, ¿no le parece, don Edmundo?

-No sé, no sé. Esa gentuza es capaz de las mayores aberraciones por dinero. Su avaricia no tiene límites.

-Pues, por los testimonios del vigilante, ese Eugenio Méndez, tan retraído y solitario, parece que le daba a los dos palos.




La pista de las cabras

Un buen día Juan Alcolea, «El Castellá», vendió varias cabras del ganado de su patrón.

-Pero, hombre, ¿cómo te atreves? -le recriminó el vigilante nocturno.

-Si me lo dice en un papel. Mira, mira.

Y le tendió un sobre con sellos franceses que venía de Argelia. El vigilante leyó aquella carta y se la devolvió con un gesto de asombro.

-¿Y qué hará el muy jodido por tierra de moros?

De la venta de aquel ganado tuvo noticia inmediata el segundo jefe de Policía, Lorenzo Aguirre. Bien, bien, bien, Habrá que extremar la cautela, se dijo.

Pero el 29 de marzo de 1909 «El Castellá», instalado en una de sus descomunales cogorzas, se lio a tiros con un grupo de individuos, mientras tomaban copas en un bar. De la refriega «El Cojo» salió con la otra pierna descalabrada.

-Ahora veremos si el vino te hace más milagritos -le gritó la Cuca.

A Juan Alcolea «El Castellá» le echaron un año, ocho meses y veintiún días, y lo enviaron a cumplir la condena a Monóvar. La Pura visitó a «El Castellá», que no paraba de jurarle amor y prometerle una vida más sosegada.

  -145-  

-Por nuestra hija, Pura. Hazlo por nuestra hija. Mira que el amo me ha prometido la casa si me porto bien.




Se descubre la falsificación

Con la ayuda del notario Tiberio Vidal y de un perito calígrafo se descubrió que la supuesta carta de Eugenio Méndez había sido falsificada por «El Castellá». Aún así, Lorenzo Aguirre quiso disponer de todas las pruebas. Visitó a un tal señor Llobregan, conocido de Méndez, a quien sí le había correspondido un buen pellizco del premio extraordinario de Navidad.

-Que yo sepa, a Méndez no le tocó nada. No jugaba ese número. Al menos, eso me dijo.

El segundo jefe de Policía pidió a don Jerónimo Ríos que se desplazara a Alicante. Y el 30 de noviembre, en presencia del juzgado, registró la casa número 44 de la calle de la Huerta. En el patio descubrieron una sepultura clandestina. «El Castellá» llegó esposado y custodiado per la Guardia Civil de Monóvar. Pálido y mudo asistió a la exhumación de los despojos y observó con terror cómo recomponían el esqueleto.

-Estaba muerto, estaba muerto... lo juro -dijo en un sollozo.

Anochecía y empezó a llover.

Salieron de aquel siniestro antro.

Lorenzo Aguirre se mostraba ufano: había desentrañado el enigma.




El exaltado chovinismo de un gacetillero

A la mañana siguiente un periódico afirmaba: «Hasta ahora en este horripilante affaire todo parece acusar una sangre fría espeluznante en el criminal, el tal "El Castellá", ya que sobre él recae la evidencia. Y nos ha desacreditado. En la región levantina, en estas tierras meridionales en las que dejaron sedimentos los árabes, éramos hasta ahora impulsivos, impremeditados, y se realizaban   -146-   los grandes actos de modo impensado, y cuando el crimen guiaba nuestro brazo no lo detenía para estudiar refinamientos ni para pensar en la impunidad, accionados e irreflexivos llegábamos en el momento a los más gloriosos o trágicos extremos. Este hecho ha sido realizado por un siniestro hijo del norte o de Castilla».

-Nos han desacreditado ciertamente, don Edmundo. Ya lo ve.

-De antología.

Entre tanto la lluvia y el fango iban cubriendo piadosamente la frágil filigrana de aquel esqueleto abandonado a la intemperie.





  -147-  
El enigma de la chica guapa

El hombre enjuto, bisojo y descolorido que hacía caracoles de oficio; casi pierde pulso y aliento: de aquel envoltorio surgía algo maligno.

Se le figuró una cabeza humana, aunque la delusoria luz de la luna, por aquellos parajes, se tejía de espectros con la osamenta de algún que otro macho cabrío.

El hombre enjuto, bisojo y descolorido no pudo ni gritar.

Salió como en volandas, con el pavor de espuela y una jaculatoria de encargo, para conjurar fantasmas y ángeles abatidos.

-Estaba allí, en una cueva, por el barranco de Las Ovejas -se le quebró la voz, con el recuerdo-. Olía como una ventosidad de Satanás talmente.

Se lo había contado a Pedro Rabasco, confidente al detalle, y Pedro Rabasco se lo contó al sargento de la Benemérita.

-Ni un duro, Rabasco. Que eso son cosas de una mala calentura.

Y de pronto el sargento soltó un improperio.

-¿Qué pasa?

- La chica. Es la chica, claro.

El sargento humedeció con salivilla las guías de sus imponentes bigotes y sonrió imperceptiblemente. Pero qué olfato.

-La chica esa que desapareció en el Bacarot.

  -148-  
En la casa de la muerte

El Baronet asomaba unos ojos de azul eléctrico, con la batería a la baja. La desolación lo devoraba. Y tenía un pasmo que apenas si le permitía poner en pie palabra alguna. Emilia Ruiz, su cuñada, le echó una mano:

-Que Vicentica siempre ha sido formal, seria y obediente.

El Baronet se limitó a ratificar, con un gesto, las virtudes enunciadas de tirón.

-Que Vicentica no se fugó por voluntad propia.

El Baronet asintió de nuevo.

-Que Vicentica es víctima de aojamiento o así.

Las pupilas eléctricas del Baronet se aguaron.

-¿Dónde está mi hija, Dios mío?

José Torregrosa, el Baronet, es propietario de doce caballerías y de cinco carros en los que transporta piedras, arena y tierra arcillosa. Hombre acomodado y cabal, vive con su mujer y sus otros ocho hijos, en la casa de la muerte.

-Pero... ¡qué historia, don Edmundo!... ¿La casa de la muerte?... Se percata, usted.

-Me percato, sí señor. Me percato.

La casa de la muerte se encuentra en la partida del Bacarot, entre los kilómetros 1 y 2 de la carretera de Elche, muy cerca de la venta «La chica guapa».

En aquella casa residió mucho tiempo un individuo solitario, alto y de aspecto cadavérico, a quien decía el tío Pep «la mort».

La joven Vicentica, de 19 años, se evaporó como por ensalmo en la noche del domingo 8 de agosto de 1927.

-Yo madrugo para aviar las bestias. Aquella mañana me levanté sobre las cinco -comenta el Baronet-. Escuché ruidos en la alcoba de Vicentica, donde duermen también otras dos de mis hijas. Pero no les di importancia alguna. Pensé, con perdón, que iba al retrete.

Fue Francisca Ruiz, su mujer, quien advirtió la inesperada desaparición.

-Sobre las siete y media del lunes entré a la habitación y no la vi. Le pregunté a Josefina por su hermana.

  -149-  

-No sé, madre -me dijo-, anoche, nos acostamos temprano y parecía muy tranquila.

El Baronet y su esposa se pusieron en marcha. La buscaron por todas partes. Por toda la provincia.

-Llegamos a Murcia y a Cartagena, donde tengo un hijo cumpliendo el servicio militar.

Pero todo resultó inútil.

Francisca Ruiz se acercó a Benalúa, a visitar a su madre.

-Esto es un asunto de cuidado. Iremos a una mujer que tiene poderes.

Mientras, el Baronet pudo seguir el rastro de su hija: había salido a una pequeña terraza, desde la cual saltó a un tejado y finalmente a un barril.

-El rocío dejó sus huellas clavadas.

No, no había notado nada en especial. Tampoco descubrió otras pistas que no fueran las de Vicentica.

-Podría haber alguien abajo, escondido en el matorral.

-Podría.




Elmer, la divina tuerta

A Elmer le habían sacado un ojo, pero veía más allá de las cosas, más allá de los tiempos, de los tiempos pasados y de los por venir.

-Y eso que un desgraciado le metió un estilete por el párpado derecho, que si no... vaya usted a saber dónde hubiera podido situarse con tantas facultades.

Elmer la adivina corrió los pesados cortinajes y les dijo que se sentaran en torno a un veladorcito en el que había un jarrón con azucenas.

El Baronet y Francisca la contemplaban con cierto asombro. Elmer, la adivina, llevaba un parche del color de la amatista cubriéndole aquel vacío. Elmer la adivina entornó el único y penetrante ojo y entonces se dieron cuenta de que el párpado tenía también el mismo color de la amatista.

Vicenta Torregrosa Ruiz, dime dónde te encuentras -su voz   -150-   había adquirido unas singulares resonancias. Tras unos segundos de silencio, volvió a preguntar-: Vicenta Torregrosa Ruiz, te ordeno, en nombre de Dios Nuestro Señor, que me digas dónde te encuentras.

El Baronet y su mujer se estremecieron.

-Estoy encerrada y lloro mucho, porque quiero irme con mis padres -la voz de Elmer la adivina se había hecho joven y angustiada. Su respiración se agitaba por instantes.

Francisca Ruiz se puso a sollozar desconsoladamente.

-Pobre hija mía, pobre hija mía.

-Pero, ¿vive? -inquirió Baronet.

-Veo una casa grande y otra pequeña muy próxima. En la pequeña se encuentra Vicentica.

-Y esas casas...

-Están entre montañas... ¡un momento!... Veo también un estanco y en el estanco un hombre impedido... Y ahora, ahora mismo, veo a dos hermanas de Vicentica que pasan frente a la casa pequeña y unas personas las saludan, aunque las niñas no se detienen... Veo a dos muchachos y los dos se llaman Rafael.

El Baronet se levantó como un resorte.

-¡Canalla! -gritó-. Ya sé de quién se trata.




Persecución del ciclista

Rafael Sempere Brotons, el Palleret, nunca llegó a tragarse que Vicentica anduviera enamorada de Rafael Baeza.

-Sí -confesó Rafael Baeza lleno de rubores-. El domingo que desapareció Vicentica estuve en su casa, con sus padres y sus hermanos. Y en un momento que nos quedamos solos le pregunté... le pregunté si quería ser mi novia.

-¿Y qué te contestó?

Rafael Baeza balbuceó algo.

-Más fuerte.

-Que sí, que sí. Me contestó que sí.

Vicente Baeza, su padre, había comprado la hacienda del Barón   -151-   de Finestrat, precisamente donde nació José Torregrosa a quien por esa circunstancia apodaban el Baronet.

-Si mi hijo dice que sí, es que sí -sentenció con rotundidad.

Vicente Baeza había adquirido la hacienda poco después de que mataran misteriosamente al padre del Baronet.

Entonces el Baronet exclamó, en un arrebato:

-Ha sido el Palleret. Ha sido Rafael Sempere Brotons.

Rafael Sempere Brotons, el Palleret, nunca llegó a tragarse lo de aquellas relaciones. Él pretendía también a Vicentica y sabía por un carretero amigo suyo que la chica no quería a Baeza.

-Es un patizambo y un pasmado.

El Palleret estaba destinado en el Regimiento de la Princesa número 4. Pero no lo pudieron localizar de momento.

-No, por el cuartel no lo van a encontrar. Tiene suerte el condenado. Ahora está de ciclista en el Gobierno Militar.

El Baronet y el alcalde de la partida se dirigieron hacia donde les había indicado el oficial. Antes registraron la casa pequeña, sin encontrar ni rastro de la joven. Pero Elmer, la adivina, no se había equivocado: el dueño del estanco del Bacarot, Antonio Santana Casanova, sufría una parálisis en una pierna; dos de sus hijas, Josefina y Paquita, habían salido aquella misma tarde y recorrieron el itinerario descrito por Elmer, la adivina; incluso ambas recordaban que los familiares del Palleret las habían saludado, aunque ellas prosiguieron su camino. Todo, pues, coincidía. Y, sin embargo, el minucioso registro no dio resultado alguno.

Andaban desconcertados cuando recibieron la visita de un sargento de la Guardia Civil.

-Tiene usted que acompañarme -le dijo a José Torregrosa.

-Pero, ¿qué sucede?

El sargento tenía el semblante preocupado y hosco.

-Pronto lo sabremos.

El Baronet se puso la chaqueta de pana. Aquel mes de septiembre venía húmedo y destemplado.

-¿Dónde vamos?

-Al barranco de Las Ovejas -le replicó el sargento. Y echó a andar hacia el automóvil.

  -152-  

La misteriosa desaparición de Vicentica, hija de José Torregrosa, el Baronet, en la noche del 8 de agosto de 1927, conmocionó a los vecinos de la partida del Bacarot y especialmente a los propietarios de la venta «La chica guapa», muy próxima a la finca de «Las Atalayas» o casa de la muerte, como le decían. Un mes después del extraño suceso, nada tenía sentido. Los dos pretendientes de la joven, Rafael Sempere el Palleret y Rafael Baeza, ignoraban su paradero y las sospechas que, en un principio se tuvieron sobre ambos, se habían disipado.

-Tienen coartada y son buena gente.

Quedaba tan sólo el vago descubrimiento de un cabrero y las declaraciones de un hombre enjuto, bisojo y descolorido, quienes denunciaron la presencia de un bulto siniestro y de un hedor nauseabundo en una cueva del barranco de las Ovejas. Las pesquisas se orientaron, pues, hacia la única pista verosímil.




Una cabra bien guapa y con collar

Era de noche y no había luna cuando el sargento de la Benemérita, el padre de Vicentica y algunos familiares se desplazaron en coche hasta cerca del cementerio civil. Allí abandonaron el vehículo y continuaron a pie alumbrándose con una linterna.

-Aquí es -dijo el confidente Rabasco.

Examinaron el interior de la oquedad. Semienterrado entre piedras y tierra arcillosa encontraron finalmente un saco, dentro del cual sólo había un bañador femenino de la misma tela.

Iluminaron aquello y el Baronet se puso lívido.

-¿Lo reconoce?

-Pues... no sé qué decir. Mi hija tiene un bañador parecido. Pero... no sé.

Regresaron a la casa de la muerte. La mujer del Baronet temblaba cuando le mostraron la pieza. De pronto echó a correr escaleras arriba y poco después regresaba con dos bañadores muy similares. Estaba más sosegada.

-No, este no es de Vicentica -aseguró.

  -153-  

Sin embargo a santo de qué aquel embrollo. La confusión se hacía más impenetrable.

Por la mañana visitaron la hacienda de «El Pato», muy cerca del lugar donde se había descubierto el bañador. Gaspar Sempere, su propietario, reiteró que efectivamente unos días atrás también él percibió un olor fuerte y desagradable procedente de las inmediaciones de su casa.

-De modo que busqué y busqué por esos andurriales.

-¿Y?

-Encontré un trapo negro y liado. Dentro estaba la cabeza de una cabra.

-Che, qué cabra más guapa. Con collar y todo.

-¿Y esa cabeza...?

-Se la comieron los perros.

El hijo del labrador Gaspar Sempere manifestó:

-Pocos días antes vi a Santo Fortuna que llevaba en un carrito el cadáver de una cabra.

El pastor Santo Fortuna no lo negó.

-Se me han muerto varios animales últimamente. Quizá alguna epidemia.

Pero afirmó que el no había cortado la cabeza.

-La enterré entera, en una de esas cuevas, y la cubrí con tierra. Buscaron por las inmediaciones y descubrieron huesos y un collar blanco.

-Sí, ese collar lo llevaba el animal.




Rumores en torno a un enterramiento clandestino

-El caso adquiría proporciones insospechadas. El Baronet se obstinó en que se practicaran exhumaciones en el cementerio civil, convencido de que su hija había sido asesinada y sepultada. Pero no disponemos de prueba alguna, ¿comprende? Tendríamos que poner patas arriba todo aquello... y bueno, como un sacrilegio. Además, se necesita autorización, papeleo. Ya sabe.

Pero José Torregrosa no se avenía a razones. Se supo que visitó a varias videntes más.

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-Mi hija está enterrada. Estoy convencido.

-Mire, no podemos ir al juzgado con esas cosas. Nos echarían a patadas.

-¿Entonces?...

La desesperación de aquel hombre resultaba ciertamente patética.

-Se nos escapa algo. Aunque, la verdad, no acierto a comprender qué.

Ni nadie lograba encontrar una explicación a aquel enigma.

-Vicentica era una chica formal y muy seria.

Sorprendió a todos el hecho de que el Baronet mudara súbitamente de actitud. Pidió que la buscaran por conventos y casas de mala nota.

-Hay que distribuir su fotografía por todas partes. Alguien tiene que haberla visto en algún sitio. Una persona no desaparece así como así.




Aquella noche aulló un perro

Las conjeturas y habladurías de unos y otros crearon una atmósfera más lóbrega y desconcertante.

-La noche que se fue Vicentica escuché aullar lastimosamente a su perro.

-Sí, teníamos un perro. Pero lo atropelló un camión tres o cuatro meses antes de que ocurriera esto.

Aquella madrugada del lunes alguien observó la presencia de un automóvil cerca de la casa de la muerte.

-Había una persona dentro. Pero apenas si pude distinguirla. Tenga en cuenta que aún estaba oscuro.

-Yo vi a un desconocido la tarde del domingo. Iba por la carretera, así, como si esperara a alguien.

Y, de pronto, una revelación absolutamente inquietante: el Baronet estuvo en el barranco de las Ovejas la mañana del lunes, temprano, muy temprano.

-¿Es cierto?

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José Torregrosa asintió.

-Sí, sí. Llevé dos carros a las terreras del Fondo de Piqueras. Había que transportar material a la cerámica de don Juan Esteve, en la avenida de Alcoy. Pero..., no es nada malo. Después, como ya he dicho, estuve buscando a mi hija. Y por la tarde me fui a Cartagena.

El sargento permaneció en silencio. No le salían las cuentas.




La larga, la angustiosa espera

A partir de aquel entonces poco más se supo de la joven Vicentica.

Llegaban, eso sí, avisos de todas partes. Quién la había visto en Valencia, quién en Campoamor, quién en Madrid, incluso. Pero las investigaciones no prosperaban.

La angustia crecía más y más.

Por fin un chófer de la empresa de autobuses Farrio, apellidado Coro, cuando llegó a las oficinas manifestó al señor Baeza, el administrador, que el 25 de agosto último, al regresar de Cartagena, vio subir a su vehículo a la joven Vicentica, en Guardamar.

-La reconocí por la fotografía.

-¿Iba sola?

-No. La acompañaba un hombre bien vestido.

El Baronet se desplazó a Guardamar y con la Guardia Civil anduvo en indagaciones. En una venta recordaron que la pareja estuvo allí, días atrás.

-Llegaron de Rojales, en una carriola.

Les mostraron la fotografía de la chica.

-Sí, era ella.

En una fonda de Rojales, también la reconocieron.

-Pasaron aquí una noche.

Pero la pista se disolvió casi de inmediato. Nadie supo más acerca de aquella joven ni de su acompañante. En la casa de la muerte, esperaron resignadamente durante meses. Tan sólo les alcanzó alguna remota noticia casi siempre infundada.

-Mi hija está muerta -murmuraba el Baronet. Pero cada mañana la esperaba de nuevo, con el amanecer, inútilmente.





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Tercera y última muerte de El Pellicoco

El primer disparo le entró por el espalda. El segundo, por detrás de la oreja izquierda. El hombre aún avanzó dos o tres pasos. Luego se detuvo, por unos instantes, y cayó de bruces. «El cuerpo se encontraba en posición de cúbito prono», dijeron los forenses. Eso significa boca abajo, ignorante. Continúa.

En la calle gris, húmeda y solitaria, de Saint-Marceau, justo frente al portalón de una ropavejería, lo dejaron tieso. El inspector Langeais ordenó a uno de los gendarmes que llamaran a la ambulancia.

No llevaba ningún documento encima. Nada que pudiera identificarlo.

-¿Seguro, inspector, que era uno de los atracadores?

-Seguro, señor. Le seguimos la pista durante dos días. Cuando fuimos a detenerlo, sacó un revólver del 3B y nos hizo frente.

-¿Y el arma?

-El inspector Langeais compuso una mueca de contrariedad.

-No lo sé -aclaró la voz-. Debió de arrojarla por alguno de aquellos descampados en la persecución.

-Tiene que aparecer.

-La estamos buscando, señor...

-Era un tipo de apariencia normal, quizá algo corpulento, de edad indefinida. No, no más de cincuenta años.

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-¿Extranjero?

-Puede.


«Son muchas muertes, no me fío»

A mediados de junio de 1925, La Noche, de Barcelona, notició la muerte de El Pellicoco, en París, después del asalto frustrado a un banco en compañía de otros dos individuos.

Ángel Benavides sonrió, con escepticismo.

-Son muchas muertes, no me fío -exclamó.

El comisario Ángel Benavides había mantenido relaciones amistosas con El Pellicoco y fue también uno de los que participó en su detención, casi dos años antes. Lo conocía a fondo.

-Es un elemento escurridizo y sinuoso.

-Sin embargo, los de identificación...

-Benavides solía reunirse con un grupo de compañeros, en un café de las Ramblas. Tomaban copas y charlaban acerca de asuntos políticos y profesionales. Por entonces Primo de Rivera era todo un torbellino de incontinencia verbal. Y había que estar al tanto, aunque sin pasarse.

-Acordaros de lo de aquellos anarcosindicalistas -insistía un viejo colega refiriéndose al asalto del cuartel de las Atarazanas, el 6 de noviembre del año anterior-. Una tenebrosa trama de provocadores a sueldo de la policía, descubierta por un capitán de carabineros.

-Sí, sí. Cueto. Capitán Juan Cueto.

Aunque lo de El Pellicoco no tenía implicación política alguna. No pasaba de ser un vulgar maleante.

-No tan vulgar, Ángel. No tan vulgar.

Cierta tarde le presentaron a un tal Santiago Díaz. Vivaz, elocuente, hábil en el diálogo.

Decían que si era de la Unión Patriótica, que si pertenecía al Somatén, que si andaba reclutando «ganado joven» para algún pez gordo muy cercano al Directorio. En cualquier caso Santiago Díaz llegó a se r un contertulio más, pero a quien se le escuchaba siempre con interés y cierto respeto.

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-Un intrigante. Nada más que un intrigante -murmuraba de costumbre el viejo colega, ya al filo de la jubilación.

Pero los demás sólo constituían un grupo de detectives, encargados de meter en cintura a desventurados robaperas, a chulos, a rufianes de timbas o a escurridizos timadores. El lumpen de la delincuencia. No resultaba nada extraño, pues, que prestasen atención a Santiago Díaz que les contaba historias de enjundia, con personajes influyentes de por medio.

-Discreción, señores, sólo les pido discreción -les advertía su bien informado amigo, con un gesto displicente y confidencial.




Órdenes de la superioridad

De la mismísima subsecretaría de la Gobernación recibió información el general Arlegui acerca del peligroso asesino conocido por el Alias de El Pellicoco. No podía defraudar en nada a Martínez Anido, quien lo tenía por leal e infalible mano derecha y al que debía su cargo al frente de la seguridad del Estado. Repasó concienzudamente el voluminoso cartapacio. Y poco después convocó a sus mejores hombres destacados en Barcelona. El Pellicoco se encontraba en algún lugar de la populosa y alterada ciudad.

-Lo quiero en los calabozos de inmediato.

Arlegui ordenó oficialmente la búsqueda y captura del pistolero.

Había que proceder con tiento. El Pellicoco actuaba con sigilo y frialdad. Apenas si se disponían de noticias de sus andanzas en los últimos años.

Se le presentía tras la comisión de diversos crímenes, pero ni una sola prueba, ni un solo rastro desde que se escapara de Alicante de forma realmente inaudita.

Fue mientras lo trasladaban de la Audiencia a la cárcel. Iba aherrojado y bajo una estricta vigilancia policial. Aún así, y contra cualquier pronóstico, El Pellicoco saltó del vehículo, se despojó de las cadenas y emprendió una veloz huida. Le efectuaron varios disparos mientras él se precipitaba por un barranco próximo a la   -160-   estación del ferrocarril. Encontraron un reguero de sangre, un abundante reguero de sangre.

-Este hombre ha debido morir -sentenció un médico.

Pero nunca se encontró su cadáver.

-¿Algún cómplice?

-Y qué sé yo. Hay por ahí tanto desalmado -replicó don Edmundo.

En Alicante El Pellicoco se había despachado a un policía, en la cervecería Iborra. No se lo pensaba dos veces. Había que proceder con tiento. Se enfrentaban a un tipo de mucho cuidado.




El Pellicoco cae en la trampa

Julián Gutiérrez se lo sugirió, con ciertos apuros y reticencias, a su superior y amigo Ángel Benavides.

-¿Santiago Díaz?... Pero...

-No entiendo cómo se te ha podido ocurrir algo tan... tan descabellado.

-No, si yo... La descripción ¿sabes?... La forma de comportar se... En fin, creo que me he equivocado.

Sin embargo se inició una minuciosa investigación y se comprobaron los antecedentes de aquel enigmático y desconcertante Santiago Díaz Morales. Se desplazaron a Barcelona dos inspectores procedentes de Alicante. Se procedió al examen dactilográfico y se contrastaron sus presuntas vinculaciones con personalidades de las finanzas, de la industria y de la Administración. Una semana después ya no había duda alguna: Santiago Díaz era el propio asesino al que buscaban.

Los policías de la tertulia de aquel café de las Ramblas se ruborizaron. Les había tomado bien el pelo, el cabrón. Y ellos, los muy imbéciles, encima le habían facilitado no pocos datos e informaciones en el transcurso de las apacibles veladas.

La trampa se la tendieron, con toda la cautela posible, en un bar del Paralelo. Le iban a presentar a dos encantadoras muchachas provincianas y algo ligeras.

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Cuando El Pellicoco entró en el local, se abalanzaron sobre él sus burlados amigos. No tuvo ni un segundo para reaccionar. Lo registraron. Llevaba encima cuatro pistolas y dos puñales.

-¡Qué arsenal!

Lo introdujeron en un coche fuertemente custodiado. Les precedía otro y uno más lo seguía a escasos metros. Durante todo el trayecto llevó dos metralletas hincadas en el pecho.

Lo insultaron, pero El Pellicoco no se inmutó. Mantenía, eso sí, el gesto displicente y altivo.

El general Arlegui felicitó a sus hombres. Un buen servicio.

Aquella misma tarde la Guardia Civil recibió la orden de conducirlo a prisión. Le esposaron las manos y los pies.

De pronto, al pasar un puente sobre la línea férrea, El Pellicoco se dejó caer al fondo del vehículo, dio un golpe en la portezuela trasera, la abrió y saltó al vacío. Los de la Benemérita dispararon sus máuseres. Desde arriba, y a la difusa luz del crepúsculo, lo vieron tambalearse y deslomarse. Pero, cuando llegaron al lugar, sólo vieron un gran charco de sangre. Lo dieron por muerto. Pero nunca se encontró su cadáver.

-¿Ha leído los periódicos, don Edmundo?

Don Edmundo dormitaba en una butaca del casino.

-Mire, mire aquí. Dicen que han matado a El Pellicoco.

-¿Otra vez? -y con la mano cubrió discretamente un bostezo.

-¿Pero cuántas vidas tiene ese individuo?

Mediada una tarde de junio de 1925, la policía francesa abatió de dos balazos a un presunto atracador. El cuerpo yacía en «posición de cúbito prono», justo frente al portalón de una ropavejería, en una calle gris, húmeda y solitaria del sórdido arrabal parisino de Saint-Marceau. Dijeron que se trataba de El Pellicoco, casi de una leyenda.





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Crónica de los desventurados amantes

Percibió el traqueteo del carricoche y los cascos de las bestias batiendo rítmicamente la tierra reseca del camino. Por entre las cañaveras, observó la curva: una densa revolica de polvo le aceleró los pulsos. Todo estaba a punto de consumarse en aquella ardiente mañana de julio. Apenas un ligero titubeo cuando ya la diligencia enfiló la irremediable tragedia. José Bonmatí se le echó de frente. El mayoral casi salta catapultado del pescante mientras trataba de gobernar el tiro.

En medio del desconcierto José Bonmatí se asomó por una de las ventanillas del carruaje y, en tanto las caballerías piafaban, introdujo el brazo derecho.

El sol reverberó en el níquel del revólver fugazmente. Sonaron tres disparos consecutivos y la joven viajera se encogió sobre sí misma, con los ojos desorbitados.

El cochero fustigó a los animales y la diligencia partió, entre gritos de desconsuelo y estridencias. Sus ocupantes aún pudieron ver, con espanto, cómo el repentino agresor, en una de las márgenes de la carretera, volvió el arma sobre su propia cabeza. Escucharon varias detonaciones. Pero, contra todo pronóstico, jurarían que seguía avanzando espectralmente entre la polvareda que el vehículo dejaba atrás.

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El amor es un pájaro enjaulado

A la atardecida, con la faena más que sudada, el apuesto y dócil labrador iba de El Altet a Santa Pola, a festear. A sus veinte años Dolores, lozana y prieta de carnes, hacía dulce la diaria caminata.

-Mundo, demonio y carne, don Edmundo. Y, ya ve, el Ripalda no se equivoca.

Pero don Edmundo andaba embelesado con la conquista de los ejércitos alemanes al mando de Komprinz de las trincheras de Tour-París.

-Veinticinco oficiales, 1.710 soldados, 19 ametralladoras y 40 lanzabombas -recitó casi en éxtasis.

José Bonmatí acariciaba los senos agitados de su novia. Y Dolores se ruborizaba.

-José...

José Bonmatí retiraba las manos, avergonzado de su conducta. Era púdico, respetuoso y esmerado con los mandamientos. Sólo que, a veces, la proximidad de Dolores, el jazmín, la noche como una madreselva, lo descontrolaban.

Muy en secreto José Bonmatí escribía versos y los escondía en el arcón del desván que olía a membrillo y naftalina. Los versos de José Bonmatí eran apasionados, místicos, casi teresianos. Desbordaban de admiración por el martirologio femenino. Santa Águeda lo sumía en una tierna turbación: la doncella que sufrió la pérdida de sus pechos antes que abjurar de su fe. ¡Qué entereza, coño!

Y se imaginaba a Dolores recién desposada, desnuda, entre las finas sábanas de hilo, intacta, mujer, intacta lo mismito que una virgen de la Historia Sagrada.

Pero se le llegaba la madre de sopetón y palidecía. Erguida la madre, altanera y seca, le amputaba los sueños, despiadadamente. Ella y sólo ella dictaba el destino en su casa. Y había diseñado toda una estrategia para cada uno de la familia.

-Te he dicho que no. Con esa, no.

Y José se retiraba ya vencido, cabizbajo, incapaz de enfrentarse a quien ordenaba, de forma imperativa y rotunda, hasta el más insignificante detalle de su propia vida.

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-Con esa, no. Así lo he dispuesto, en tu bien.

-La Francia es como un gran pájaro enjaulado, don Edmundo, ¿no le parece? -Y don Edmundo, en su duermevela, se dijo que el amor también. Ripalda y Komprinz cabalgaban a la par.




Final de trayecto

Dolores le contó aquella noche que su madre había reservado tres asientos en la diligencia que salía a las ocho de la mañana siguiente hacia Alicante.

-En el tren de las dos, partiremos para Albacete.

Iban a llevar a Llanitos, la hija de un matrimonio amigo de los padres de la joven, a la ciudad manchega.

-Pero estaré aquí la semana que viene, José.

José se puso triste. Le prometió que saldría al camino tan sólo para decirle adiós. Luego, la besó suavemente en la mejilla y emprendió el regreso a El Altet. José Bonmatí había tomado una grave determinación.

En la puerta, lo esperaba su madre.

-¿Se lo has dicho?

José compuso una mueca ambigua y a hurtadillas miró a su madre con un odio asfixiante. En su dormitorio, y a la luz de un candil, escribió durante horas una carta y un largo y extraño poema.

A eso de las seis José Bonmatí sacó el revólver que tenía oculto en el armario. Pausadamente introdujo los proyectiles en el tambor. Luego lo escondió en la faja y salió en silencio.

Su madre ya trasteaba en el fogón. Sonrió amargamente.

Jamás volvería a escuchar aquellos ruidos domésticos, ni tampoco las ásperas e inútiles discusiones que concluían, por lo común, en un guirigay ensordecedor. Los tenía en un puño, la muy jodida. A su padre, a él, a todos. Y conocía de sobra que no lograría resquebrajar tanta y tan tenaz oposición. Pues bien, así las cosas José Bonmatí sólo encontró una solución definitiva, heroica, casi romántica.

Anduvo hacia la carretera de Santa Pola. Le hubiera gustado   -166-   exponerle la situación a Dolores en la seguridad de una respuesta afirmativa. Aquel amor tan diáfano e intenso les hacía leve el tremendo sacrificio.

Pero la noche anterior, con lo del viaje, apenas si estuvieron solos y se retiró antes de lo acostumbrado.

Pensó que era preferible. Dolores sufriría menos y él también. Además, el asunto se zanjaría en cosa de segundos. José Bonmatí llegó hasta un cañaveral y tomó asiento en el ribazo. Desde allí, divisaba la pronunciada curva por la que, una hora y media después, aparecería la diligencia.




El fenómeno Dann: cinco años y 497 pares de sandalias

Aquel viernes, 3 de julio de 1915, y en el vapor «Cataluña» procedente de Palma de Mallorca, desembarcó en Alicante el andarín rumano Demetrio Dann después de haber recorrido 90.000 kilómetros de los 200.000 previstos. Había partido de Bucarest en 1910 y aún le quedaba cuerda para un rato.

Eran 49 los países visitados por el fenómeno Dann, algunos de los cuales se encontraron en guerra, y llevaba pulverizados cerca de quinientos pares de sandalias. La gente se mostraba tan interesada en aquella proeza que apenas si prestó atención a la fatalidad de los desaventurados amantes.

-Un estúpido crimen pasional más, don Edmundo. ¡Una cochinada!

Dolores Andreu Pujalte, su madre, y la niña Llanitos tomaron la diligencia a las 8 de la mañana del viernes, en Santa Pola. Iban con ellas otros dos viajeros. El mayoral azuzó a los caballos.

A Dolores le ilusionaba el viaje a Albacete, aunque sentía pena por José. Una semana era mucho tiempo. El carricoche daba tumbos y brincaba con tanto bache. Pero ya faltaba poco para llegar a El Altet donde vería brevemente a su novio.

De pronto el cochero gritó, las bestias relincharon como despavoridas y la diligencia se detuvo. José la miró desde fuera con una mirada llena de ternura. Luego alargó el brazo como si pretendiera   -167-   acariciarle los pechos y sintió que le abrasaba la sangre, antes de desvanecerse.

El mayoral Ramón Bailé se quedó como en un pasmo.

Pero reaccionó de inmediato, soltó el freno y fustigó a las caballerías. Se volvió para observar aterrorizado cómo el joven asaltante se pegaba un tiro en la cabeza y, sin embargo, juraría, como los demás ocupantes del vehículo, que siguió caminando espectralmente, por entre la polvareda.

Ramón Bailé no se detuvo más que en la misma puerta de la Casa de Socorro de Alicante.

Dolores Andrés Pujalte presentaba tres orificios de entrada y otros tres de salida, provocados por arma de fuego, en el brazo derecho, en la mejilla del mismo lado y en la región supra orbitaria. Tras las curas de urgencia fue trasladada al Hospital Civil donde ingresó, en estado grave, en la sala de San Juan de Dios, cama número 12.

Horas después un peón caminero y varias personas más llevaron a José Bonmatí Bru al mismo establecimiento. El parte médico decía: «Herida región sigomática derecha. Otra, ángulo externo ojo derecho. Dos, en la nariz atravesando en sedal la misma. Otra, en el párpado derecho, con gran equimosis y congestión de este ojo. Y otra, en el párpado izquierdo, con congestión y equimosis en el mismo».

En la tarde del domingo el juez que se hizo cargo del caso escuchó el concierto de la Banda Municipal, en la Explanada.

Bizet, Saint-Saens. Pero pensaba en la carta y en los versos de aquel muchacho tan extraño.

Con Carmen, al juez le sobrevino la congoja. José Bonmatí ya nunca más vería a su novia: no tenía ojos. Mientras, Dolores agonizaba sin saber que ciertamente el amor era ciego.





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Algorfa, como Fuenteovejuna

Apenas un flash. La agresión se produjo repentinamente: un golpe estricto en la región occipital y un solo y definitivo disparo en la cabeza. Después la multitud se disolvió, sobrecogida y silenciosa. Hasta las cigarras enmudecieron. Algunos miraron de soslayo: sobre la tierra áspera y ávida de sangre yacía el cuerpo sin vida de Carlos Rojas, hijo del marqués del lugar.

El aire de aquella tremenda mañana de junio se revolicó, de pronto, entre sauces y limoneros. Luego el relumbre de los tricornios que se acercaban apresurada y cautamente. Un diario de la capital reclamaría «ejemplaridad, decoro y decencia para la República». Tintas y ánimos habrían de encresparse ante el trágico suceso. Corrían tiempos imprevisibles y era mucho, quizá ya demasiado, el resentimiento de aquellas gentes sometidas a las actuaciones caciquiles.


«Poc a poc...»

En Alicante, aquel mismo día, el alcalde Lorenzo Carbonell se disponía a visitar las Hogueras de San Juan. A raíz de los recientes acontecimientos políticos, afrontaba una temática de actualidad: «República triunfant», y «En plena libertad», «Poc a poc la República   -171-   avança»... Mientras Alfonso de Rojas, antiguo conservador, y ex dirigente del Partido Liberal, se desplazaba a la Vega Baja tras conocer la muerte violenta de su sobrino.

 
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-¿Se da usted cuenta, don Edmundo?

Don Edmundo salió de su dulce sopor veraniego.

-Diga, diga...

-En Sevilla, los trabajadores agrícolas ya se echan a la calle gritando ¡vivan los soviets!, como si tal cosa. Y aquí mismo, a un tiro de piedra, como quien dice, la barbarie asesina impunemente a un caballero católico y muy formal. Le aseguro que...

Pero don Edmundo profirió un ronquido suave y prolongado.

Aún olía a pólvora de júbilo cuando la Benemérita practicaba doce detenciones en Algorfa.

-Al alcalde también se lo han llevado por delante.




Cuando los canteros se amotinan

«Tanto vale la vida del hijo de un marqués como la del más humilde de sus criados», afirmaba un comentarista semanas más tarde.

La instrucción de la causa se inició en el Juzgado de Orihuela; y posteriormente se designó un juez especial de Elche, para el esclarecimiento de los hechos. Pero cincuenta días después la mayoría de los detenidos permanecía en prisión, sin que aún se hubiera dilucidado quién fue el autor material de aquella muerte. La crispación crecía y desde diversos medios se abogaba por la reforma de las leyes de procedimiento civil y criminal, con objeto de evitar «situaciones y espectáculos como este».

«Es un hecho que la víctima recibió un solo disparo de bala y está probado que sólo se efectuó un solo disparo. Por lo tanto no puede haber más que un solo causante».

Pero los nueve de Algorfa continuaban en la cárcel de Orihuela. Aquello provocó una razonable irritación en la opinión pública que expresaba un periódico republicano drásticamente: «Los jueces son unos funcionarios del Estado como los demás, unos   -172-   servidores de los ciudadanos y no una clase privilegiada de la sociedad a la que le sea dado ir contra la igualdad que informa la garantía de paz y justicia.

»Tan respetable como la vida de don Carlos de Rojas es el derecho a vivir en sociedad de los nueve de Algorfa que sin acusación concreta sufren prisión en Orihuela.

»Los jueces no pueden detenerse ante el temor del "qué dirán" para hacer justicia. Eso sería una cobardía que los haría indignos de su función».

Los ánimos andaban desatados y revueltos. Entre tanto, varias familias de la pequeña comunidad agrícola se debatían en una interminable pesadilla.

Se hablaba de pasiones políticas. Incluso de diferencias personales. El mismo diario afirmaba: «En los autos se evidencia que el alcalde de Algorfa fue agredido por el interfecto sin premeditación y alevosía, en lucha tumultuaria».

El 24 de junio de 1931 los canteros se amotinaron. Probablemente nadie presumía aquel trágico desenlace.




Gentes que callan

Durante siglos, subordinados a la nobleza terrateniente y a la influencia eclesiástica más conservadora, los huertanos de Algorfa guardaron un silencio impuesto por la necesidad y el temor. Y aunque «se siente la opresión caciquil del marqués como si estuviésemos en la Edad Media», en 1930 pusieron en pie una Sociedad de Obreros Agrícolas que les permitió defender tímidamente sus intereses y adquirir una conciencia más nítida de su situación. Sólo la República consolidaría tal avance.

Y se produjo tan lamentable acción. Pero ciertamente muchas de aquellas gentes de Algorfa guardaron otro silencio, tras la muerte de Rojas. Tal vez un silencio de reivindicación colectiva, de responsabilidad conjunta. Como en Fuenteovejuna.



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Unos hechos confusos

Al parecer Carlos de Rojas se negó a que sus trabajadores sacaran piedra de una cantera de su propiedad. Cundió el descontento y los mismos canteros aseguraron que recurrirían a la Guardia Civil con objeto de zanjar tal conflicto. Ahora gozaban de derechos a los que no renunciarían. Las tensiones aumentaban por momentos.

El alcalde, José Martínez Serna, encabezó un grupo de unos veinte vecinos y se dirigió en busca del hijo del marqués con el propósito de resolver el asunto. Lo rodearon. Y un golpe de azada lo hizo caer al suelo. Después sonó un disparo.

Uno solo. Y el señor Rojas quedó sobre la tierra áspera, en medio de un charco de sangre, mientras las gentes se dispersaban silenciosamente, como siempre habían vivido.

La prensa imputó una intervención directa al alcalde y exigió decoro y decencia para la recién inaugurada República.

Había que adoptar medidas severas y ejemplares.

Cincuenta días después nueve hombres continuaban encarcelados. Probablemente era el suyo un silencio solidario.










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