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Donde se contienen, de manera fragmentaria, algunas de las pasmosas revelaciones de la Sapa, sobre la remota década glorificante de copiosos débitos y embarazos matrimoniales


Pero la evidencia sólo llegaría a últimos del mes de abril, cuando un vigoroso y cálido levante derramó toda una delicada lluvia de mínimas flores de peral y de novísimos billetes del Banco de España, sobre el cadáver de la Aguedica.

Y aunque la sorprendente noticia conmocionó los teletipos y levantó, en las redacciones, comentarios y algún que otro sofoco acerca de la ya muy vieja historia de una suerte desvanecida, era demasiado tarde para Leo Ros quien balbució: «Lo sabía. Sabía que dejé K.-O. al enanito maricón», y continuó escrutando su propio vuelo definitiva y fatalmente irreversible.

Por aquel entonces, las mujeres de Puebla llevaban la preñez sin complicaciones, y parían hijos robustos, largos y con la huella del dedo índice de Nuestro Señor Dios Jesucristo, en el hombro derecho. Fue, en verdad, una época fecunda y pródiga, para el sacramento del matrimonio tan alabado por el canónigo don Nicomedes Gallardo que, desde el púlpito y con aquella inflamada oratoria que le echaba a sus sermones, provocó amores arrebatados y bien satisfechos, noche tras noche. Cosa ciertamente digna de ver cómo las desposadas aguardaban a sus maridos, ansiosas y sonrientes, en las veredas y ambos a dos, apenas oscurecido, se iban para el lecho, diciéndose palabras tiernas y levemente salpimentadas que el mismo don Nicomedes les inspiraba y las bendecía también, para que pudieran usar de ellas, sin rubores ni remordimientos, pues   —52→   que es ley divina y ya lo dijo el Supremo Hacedor, creced y multiplicaos, ¡multiplicaos!, ¿entendéis bien lo que significa?, y yo os digo además: arrancad las cerdas de vuestros corazones y la fatiga de vuestros miembros y ¡multiplicaos!, ¿entendéis bien?, y ahora id, id y tomad a la mujer que os ha sido otorgada ante el altar y cumplid con los débitos conyugales, como está escriturado, amén. Y así conoció Puebla una década de prosperidades y natalicios, jamás conocida desde su aún próxima fundación. Puebla contó, por aquel tiempo, casi con mil vecinos. Tenía concejo, alcalde ordinario, síndicos y parroquia, para el pasto espiritual de la feligresía; y las cosechas eran abundantes, tanto como el cáñamo para la manufactura de la alpargatería o como las plantas barrilleras para fabricar los jabones. Pero todo aquello comenzó a anclar de pie quebrado, con la muerte de don Nicomedes Gallardo, quien finó a consecuencia de unas misteriosas, de unas inclementes calenturas, ya va para dos siglos.

La Sapa inició su discurso, a las cinco de la madrugada del miércoles 14 de diciembre de 1966, en la entrada de la casa del tío Maximino Meroño, justamente el día en que se sometió a referéndum la ley orgánica del Estado, y estuvo durante setenta y tres horas seguidas (según cronometró Cuatro Santos Coronados Barragán, en el reloj de bolsillo Rosskopf & Co que había heredado de su abuelo) hablando y hablando, sin parar. Como siempre que ocurría tal prodigio, el vecindario organizó los correspondientes turnos de auditorio, para que bien de memoria o bien por escrito, se recogieran todas y cada una de sus palabras.

-Sólo así podremos reconstruir nuestra verdadera historia, sin ninguna necesidad de que nos la amañen a su conveniencia, esos sabios de por ahí -decía el tío Maximino.

En aquella ocasión fue tan dilatado y nutrido el parlamento, que Práxedes Rabasco se mamó dos turnos de a seis horas cada uno, cuando tenía doce años. Anotó precipitadamente lo que refería la Sapa, en una libreta escolar llena de problemas de granjeros que vendían huevos y compraban fruslerías y nunca acababan de enterarse si   —53→   ganaban o perdían, con su estrafalario comercio. Pero no pudo reprimir un vago sentimiento de vergüenza al leer, poco después, todo cuanto él mismo había escrito de carrerilla, con su letra menuda y, en buena parte, ininteligible. No quiso entregarle al tío Maximino Meroño los desconcertantes apuntes y alegó, como muchos otros auditores, que era tan caudalosa y veloz la relación de la Sapa que apenas si había podido transcribir más de cuatro frases inconexas.

-Tengo la memoria descabalada -se excusó Bienvenido Rufete.

-Con esta sordera, no le escuché sino como un rezo -arguyó el tío Capacho.

La asamblea se disolvió, sin que Maximino Meroño lograra recomponer un pasado que se le figuraba tenebroso, por lo que personalmente había descifrado. Qué remedio. Le tocaba esperar a que la Sapa hablara de nuevo, si es que para entonces aún vivía. Entre tanto, sabía que cada habitante de Puebla guardaba un renglón o una página incluso de aquella crónica esquiva y turbulenta que debió de urdirse a raíz del fallecimiento del canónigo magistral don Nicomedes Gallardo, aunque no encontraba las fórmulas de persuasión que le permitieran hilvanar las fragmentarias y encubiertas reseñas. El miedo a encararse de una vez por todas, con los viejos espantos colectivos constituía un obstáculo insalvable.

Desde aquel verecundo descubrimiento, Práxedes Rabasco se supo apestado y procuró ocultar la condenada marca purpúrea que exhibía en el hombro derecho y de la cual su propia madre, siendo todavía él muy chiquito, le había repetido hasta la saciedad que llevaba encima la gracia, que aquello era la huella de Dios, que la has recibido de tu padre, como tu padre la recibió de su tata. Pero, no. No era la huella de Dios, sino la pezuña de Satanás, que eso le reveló la Sapa, cuando vació el costal de verdades como puños, en aquella canturria del mes de diciembre de 1966, mientras los españoles todos o casi decían gregariamente sí a la ley orgánica del Estado. Y años después, en Melilla, donde lo remitieron al servicio de la patria, se hizo tatuar el hombro contaminado con una calaña   —54→   maligna, para que ya nadie le anduviera sorbiendo el seso, con milagrerías de retruque. Se sofocó, sin embargo, la noche de bodas, desnudo y con el obsceno macho cabrío encaramado al omóplato. Jesús, José y María, se santiguó la Aguedica, desorbitada de pánico. Le costó lo suyo llevársela a la cama, que son cosas de la mili, mujer, que uno se aburre y comete tonterías. Apagaron, por fin, la luz, y aún así, la Aguedica le cubrió la terrible figura, con un paño higiénico empapado de un agua mirífica, por si acaso.

A la Aguedica se la ganó en una carrera de cintas. Práxedes Rabasco trabajó para su padre que se dedicaba, por entonces, a la crianza del gusano de seda, en Rafal. Pedro Larrosa lo tenía en buena estima y le confiaba una cosecha que se acercaba a las dos onzas, pero cuando se percató de las incipientes relaciones le dijo destempladamente que la miel no se había hecho para la boca del asno y lo puso, sin más, en la calle. Pero todo resultó inútil. Práxedes Rabasco porfió y se llevó a la doncella, en tanto Pedro Larrosa, con la industria en crisis, ni se opuso, enfrascado en créditos y en pleitos con los del Servicio Nacional de Sericicultura, y hasta les prodigó bendiciones, en unos momentos en que no salía de zozobras y pesadumbres.

Y se fueron a Puebla, tras la ceremonia nupcial celebrada el último domingo de octubre, exactamente tres días después de que Práxedes, con muchas precauciones, para no encabritar más al futuro suegro, les diera el sufragio a los socialistas y los acomodara en las poltronas del gobierno, que había que cambiarlo todo, hasta la meteorología. Luego, en la misma casica de sus padres (sus padres estaban de porteros, en un edificio de postín, en la playa de Muchavista), bien encalada y curiosa, se entregaron a las fervorosas prácticas del matrimonio, con tanto celo y tan desbordada profusión, que apenas si concedieron importancia al inopinado mensaje de la Sapa, quien les susurró: durante siete noches seguidicas he soñado con las siete iglesias de Asia. Sólo cuando saldaron generosamente sus siempre perentorias refriegas, meditaron   —55→   acerca de aquellas sublimes palabras. La Aguedica dijo, como iluminada:

-Me parece que la Sapa nos ha traído un milagro en el nombre de la Virgen.

Práxedes Rabasco le miró los senos prietos y vibrantes, y no pudo contenerse. Tiempo habría de sobra, para las cavilaciones y los cálculos.

Y de pronto aquel tipo presuntuoso que vuelve y que los acosa despiadadamente, con sus preguntas, con sus fotografías, con sus hostigamientos, hasta enloquecerlo, con la Aguedica ya embarazada y corroída por el mal, y un día, mediaba enero, desmontó al mierda de Tonico Cañizares de su flamante ciclomotor y le metió la segadera en el gollete y en un tris estuvo de desangrarlo de un tajo, por qué me sigues, so cerdo, por qué me sigues, ¡contesta! Y el otro: Cálmate, Práxedes, cálmate. Me lo ha mandado don Leo. ¡Don Leo, Dios qué plaga! Pero bien que purgó tanto desmán, que se lo llevaron de allí, entre los destellos cerúleos de la ambulancia, unos despojos que hedían a alcohol y a sulfatos, alguien que les cambiaba el nombre a las personas y a las cosas rebatosamente, semanas antes de que su Aguedica agonizara, ¡la pobre, preñada y tan chica aún!, y quiera Dios y la santísima Virgen del Socorro que haya palmado también aquel veneno de individuo sin entrañas, clamó.

Estaban ya las mujeres de Puebla en severo régimen de velatorio, esgrimiendo rosarios de azabache, de olivo, de plata, y preces de difuntos, con el cadáver aromado de espliego y metido en su mortaja de tules y raso, muy propia, como el día de su boda, y los hombres afuera, revueltos en el bordoncillo de la rutina funeral y del tabaco de picadura, y él, Práxedes Rabasco, ofuscado y solo por aquella pérdida que no entendía demasiado bien, pero, eso sí, fingiendo hombría y con las lágrimas heladas en el corazón, seis meses de amores sedentarios y públicos, y el destino abruptamente le dinamitaba en pedazos el mundo, pues todo tal cual, cuando se desamarra un impetuoso viento en la bahía, se arremolina y sorbe aliño en la huerta y, por último, invade la casa, arrobado de corimbos de peral, la sacude, desgozna la trampilla del sobrado, donde   —56→   se acumula el secreto papel del Banco de España todavía virgen de manoseos, y derrama sobre la muerta, hasta sepultarla, una portentosa lluvia de mínimas flores blancas y de millones de dineros.

Práxedes se salió a orillas del alfalfar, con los rumores a la espalda.

-Le prometí que viajaríamos muy largo, hasta Melilla y hasta la misma Asia, si se curaba del mal, mi pobre Aguedica -le dijo a la doctora Mercedes Amorós.

Pero Mercedes Amorós no le hizo ningún caso. Se asomó a la alcoba mortuoria y observó a aquellas mujeres que había suspendido de golpe todo el alarde de plañimientos, para cuchichear el presagio, siempre aspaventosas, enlutadas, lúgubres. Apesta a podrido, pensó y se abrió paso por entre el vértigo y los desencadenados chismorreos, apesta a podrido, como mi padre, como las monsergas de mi padre, como la farsa de mi padre, pensó y corrió hacia el Segura que también apesta a podrido, pensó y evocó a Leo Ros, el fabuloso conquistador de Puebla, después de un contumaz asedio, y patéticamente pulverizado.

-Patéticamente, no, Mercedes. Patéticamente, no. Di mejor grotescamente.

Lo advirtió, por unos instantes, lúcido, irónico, ágil, casi rejuvenecido, junto a la desembocadura del río. Una cloaca, ¿lo ves?, una cloaca: plásticos, aceites, residuos químicos y ¡mira, mira! hasta un bolígrafo, ¿te das cuenta?, hasta un bolígrafo, en medio de tanta y tanta bazofia, pero qué absurda premonición, querida. El río se degrada y se degradan otras muchas cosas, con él. ¡Un bolígrafo!

Mercedes percibió aquel súbito azoramiento.

-¿Qué buscas, Leo?

-Ya ni siquiera me acuerdo, pero busco. ¿Y tú?

-¿Yo?... Yo sólo huyo.

-¿De qué?... ¿De quién?...

-Pues... Bueno, pues la verdad es que no lo sé muy bien... En cualquier caso, no creo que importe... ¿Nos vamos?

Fue de camino hacia el coche, cuando ella lo besó.

- Leo Ros dijo:

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-Y una mierda... El hombre no transforma la naturaleza, el hombre la corrompe.

Unos dos meses más tarde, Mercedes llamaría, por teléfono, a la mujer de Leo, le repito que se lo lleve cuanto antes, no puede continuar así.

Del otro extremo de la línea, le llegó la voz pulcra y altanera de Lidia Infantes de Ros.

-Pero... ¿Quién es usted, por favor?

-Soy médico, señora. Y su marido está enfermo, ¿me oye? Enfermo de cierta gravedad -colgó el auricular apresuradamente, porque apenas si podía dominarse.

Sólo entonces Lidia se percató de que Leo no había dado señales de ningún género, durante las tres últimas semanas. Se puso al habla con César Valdés.

-Ni idea, hija, ni idea -el fatuo director del semanario «Entrevista» parecía molesto y contrariado-. Sí, ahora recuerdo que me telefoneó a primeros de febrero... Andaba a vueltas con una de esas historias... digamos fantasmagóricas... Y te ruego que me disculpes, Lidia, pero nadie mejor que tú conoce a Leo... En fin, qué quieres, me llamó de todo... Sí, sí, algo muy desagradable, aunque, como comprenderás, no se lo tomé en cuenta... Ya sabes, estaba con unas copas de más y... Lo siento, Lidia, lo siento mucho.

-¿Por qué lo has hecho? -preguntó Mercedes.

-Porque es un trepa y un perfecto lameculos -contestó Leo Ros.

El viernes, 4 de febrero, estuvieron en Santa Pola. Leo no paró de beber, en toda la tarde. Sobre las ocho, le dijo que iba a llamar a Madrid, perdona, Mercedes, cuestión de minutos. El teléfono se encontraba al otro lado del mostrador, pero Leo vertió una diatriba tan retumbante, contra un tal César que espantó a la clientela de la cafetería. Sus aplomados insultos estremecieron un ámbito de asuetos y máquinas tragaperras.

-He quemado mis soberbias naves carbonizadas -dijo.

-¿Por qué lo has hecho? -preguntó Mercedes.

Leo Ros examinó el fondo glacial de su vaso.

-Porque es un trepa y un perfecto lameculos -llamó al camarero y pidió más whisky-. Ni una semana de prórroga,   —58→   ni una semana... Pero no te preocupes, no pienso tirar la toalla, ahora que ya lo tengo... Al enano maricón, ¿sabes?, ya lo tengo arrinconado, Mercedes.

Incluso juraría que lo noqueó, un par de noches antes, de un certero y poderoso uppercut, cuando salía del bar Casa Capucha, con Cuatro Santos Coronados.

-No, señorita Mercedes, don Leo, aquella noche, no podía tenerse en pie. Lo acompañé, hasta la fonda, y sólo me dijo cosas raras.

-¿Qué cosas?

-Cosas como si fuera un falucho -exclamó, con unos ojos socarrones-. A ver si no, señorita, dijo que soñaba un sueño de amarguras, en el que no se le permitía soñar lo que estaba soñando. ¡La Virgen qué galimatías! Y me lió, vaya que me lió con tantas palabras y tantas filosofías, que don Leo era muy pródigo en esas industrias, le aseguro a usted, señorita Mercedes, pero que muy pródigo.

Cuatro Santos Coronados no le contó, sin embargo, cómo Leo Ros lo llamó, de pronto, enanito maricón y le soltó un manotazo que logró esquivar, por los pelos. Ni un duro, ni un duro, le gritó, pero a Cuatro Santos Coronados le resbalaba el despido, cuando ya abominaba del trapicheo y aún más del mercado de brazos del puente de Rojales, donde acudía, en ocasiones, para tratar de sacarse un jornal.

-Lo siento, Práxedes, qué pena.

El velatorio se dispersaba sospechosamente. Mal asunto aquel de los dineros desparramados sobre la muerta. Calculó las probabilidades y se decidió de una vez, harto de incertidumbres y disimulos. Vendrían de nuevo tipos obstinados, como Leo Ros, y no estaba dispuesto a soportar más fisgoneos, allá se las arreglara cada cual con lo suyo. Vio a Mercedes Amorós corriendo entre los chopos, con sus vaqueros bien ajustados, y murmuró para sí:

-Poquica chicha tienes, pero te haría un favor, que ese Leo te habrá puesto suave.

-¿Te marchas? -le preguntó el pedáneo, que se preparaba para presidir el entierro.

-Me marcho, Bienvenido, que estoy sin género y con pocas perras.

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Montó en la bicicleta y se alejó, con parsimonia. A su madre, le avisó que no se impacientara. Me llegó la hora de cerrar unos tratos, en Murcia, y usted sabe que yo no falto a mi palabra, madre. No quería presenciar la voladura de Puebla y se le había metido en el cuerpo todo el trabucazo de la profecía del tío Maximino Meroño, cuando cascó arriba de un siglo recién cumplido; que llegará alguien que pondrá de patas ruinas y tierras; que saldrá a flote mucha porquería; que nos salpicará la mierda. Ay, tío Meroño que no te conté lo que nos contó la Sapa, aquel miércoles, 14 de diciembre de 1966, el mismo día que Franco nos pidió el sí, como un enamorado irresistible. No, no te conté nada y tú ibas de un lado para otro, con esa manía tan tuya de recomponer nuestra historia, sin que ningún ajeno nos la amañe, decías. Y no te conté absolutamente nada, porque me dio risa, después de no sé cuánto tiempo de escuchar a la Sapa, que, bueno, era como un cinta magnética usada, muy usada, y sin faltar, ¿eh?, sin faltar que uno tiene sus principios. Pero se me fue la pesadumbre de niño discriminado, porque nunca se apareció la huella purpúrea del dedo índice de Dios, en mi hombro derecho. Sí, me dio mucha risa, aunque me callé entonces, después de barruntar el sonrojo de cuantos hacían conmigo el turno de oyentes.

-Con esta sordera, no le escuché sino como un rezo -musitó el tío Capacho, con la colilla apagada entre los labios y sin zafarse de la pasmosa revelación.

-Tampoco pude yo sentirle toda la plática, que me quedé en un sopor y perdí el hilo -se excusó Florencio el Panizo, mientras se tanteaba el hombro derecho, con visible aversión.

-Tengo la memoria descabalada -dijo el pedáneo Bienvenido Rufete, así como muy quebrantado en sus fidelidades y convicciones patrióticas.

A Práxedes Rabasco lo vio salir despavorido, metiéndole estrujones al cuaderno escolar, en el que había cogido de carrerilla el discurso de la Sapa.

-Que no, hombre, que no. Apenas cuatro palabricas sueltas, que hablaba demasiado aprisa, para mi escritura -alegó, inseguro y achicado.

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Setenta y tres horas seguidas invirtió la Sapa, en su relato de una época conturbadora, según estableció él mismo, Cuatro Santos Coronados Barragán Illescas, gracias al antiguo reloj de plata Rosskopf & Co que acababa de heredar de su abuelo. Un verdadero récord que se apresuraría a registrar, en su libro de hazañas, entre calcomanías florales y marcas de oficios litúrgicos y competiciones pedestres. Luego comentaría:

-Mientras se procedía a efectuar el recuento de votos emitidos, la Sapa nos refirió la improbable ascensión a los cielos del canónigo magistral, don Nicomedes Gallardo, que se esfumó casi dos siglos antes, a raíz de un presunto levantamiento de labradores, cuando dieron con el origen de la huella del dedo índice de Nuestro Señor Dios Jesucristo.

No quiso ser más explícito, no le pareció procedente ni para el estado general de las cosas, ni para su propia integridad física, pues que ya andaban los vecinos de Puebla del Socorro, con la ira y el fogaje embridados, pero muy a flor de piel, como para provocarlos deliberadamente.

Fue un miércoles, 14 de diciembre, cuando la Sapa se refirió a la década olorificante de copiosos débitos y embarazos matrimoniales, a las óptimas cosechas de la tierra, a las fatídicas fiebres que abatieron definitivamente a don Nicomedes Gallardo y a la supuesta ascensión a los cielos del corpulento cadáver del canónigo magistral, doctorado en teología y titular de una cátedra, en la pontificia y real universidad de Orihuela, que más que acreditada tenía, para desempeñar dicho cargo, la pureza de su sangre y la legitimidad de su linaje. Así y todo, continuó la Sapa, se juramentaron las gentes y dijeron lo de la ascensión a la justicia y al vicario diocesano que se personaron, bien provistos de armamento y bulas de excomunión, tan pronto se corrió la mala nueva del presunto y bárbaro sacrilegio. Dijeron: nuestro amado y santo padre don Nicomedes Gallardo se ha subido, por los aires, en cuerpo y en alma. ¡Un milagro, eminencias, un gran milagro! Y nada se pudo hacer ante la piadosa muestra de fe multitudinaria y humildemente proclamada, que tampoco se halló prueba ni resto que apoyara lo que ya se calificó de especie   —61→   calumniosa, vertida contra los devotos habitantes de Puebla, por algún enemigo morisco, marrano o apóstata. De niño, don Nicomedes asistió, maravillado, al insólito espectáculo del capuchino levitador.

-Cuando sea mayorcico, yo también me haré santo y podré volar hasta el cielo -dijo, con una profunda convicción.

En un principio, y estando como estaba en medio de la muchedumbre, el niño Nicomedes creyó que se trataba de un saltimbanqui, pero salió de su equívoco, cuando aquella misma muchedumbre se arrodilló enfervorizada y un silencio inmemorial consagró el prodigio. Sucedió en la calle del Ángel, durante la procesión del Corpus: el fraile, de tez pálida y carniseco de ayunos, los ojos, en blanco, y su frágil porte, acalambrado, entró en éxtasis y comenzó a elevarse lentamente, inflado el sayal, por un soplo misterioso.

Aquel singular hecho, prendería en el niño Nicomedes, unigénito de un modesto funcionario de la Inquisición, una devastadora e inexpugnable chamarasca religiosa. Y, a partir de entonces, cada día, aduciendo que si éste o este otro comodín y a campana tañida en víspera, corría a la calle del Ángel y se quedaba pasmado frente a la lápida que conmemoraba la efemérides y cuya leyenda decía: «Hasta aquí llegó el Santo.» Ya más reconfortado, regresaba a su casa, absolutamente convencido de que él, con la oración y la penitencia, habría de adquirir la naturaleza volátil de los elegidos.

Y así, inició el aprendizaje, a hurtadillas, en el seminario conciliar, lanzándose al vacío desde lo alto de un muro o de un árbol, porque me consta que, en el momento en que la Providencia a bien lo disponga, flotaré en el éter, liberado de toda execrable atadura, amén. Prosiguió las arriesgadas prácticas, con más ahínco y fortaleza de ánimo, una vez ordenado sacerdote y aún proseguiría, en lo sucesivo, a pesar de tanta descalabradura y tanto costalazo, sin que nunca, en vida, lograra emular la pericia del diminuto capuchino levitador. Sólo a sus cincuenta y seis años de edad y ya cadáver, su cuerpo finalmente subiría por los aires, pero convertido en un denso y nauseabundo   —62→   humo. Que tampoco embustearon a porfía las desgraciadas gentes de Puebla, cuando declararon, a curiales y alguaciles, lo que tenían por acuerdo de buena ley declarar, apostilló la Sapa, en la hora cuadragésima octava de su parlamento.

Es la carne, ¡la carne!, la que me aplasta contra el pecado, la carne, y sólo la carne, la que me impide batir las alas del espíritu y levantar el vuelo, se lamentaba don Nicomedes, a quien le arremetió una insaciable sed de conocimientos y se dio al estudio de la mecánica celeste, de la cosmografía, de la fábrica del astrolabio, de la influencia de las estrellas, de la periodicidad de las lluvias y de las tempestades, sin averiguar en aquéllas y otras varias disciplinas consultadas, las causas suficientes, para que sus cotidianos ejercicios de adiestramiento concluyeran en sinapismos o en cirugías menores. Es sólo la carne, pues que al mundo y a sus pompas ya los derroté, en ocasión de un viaje a Bolonia, y al demonio lo puse en fuga y maltrecho, la sobretarde en la que se me apareció, disfrazado de gentilhombre austríaco y hablándome como en jerga lemosín, en las cercanías de la aldea de Rebate, y yo le grité ¡vade retro, vade retro! y él, por toda respuesta y al percatarse de mi reciedumbre cristiana, va y me suelta cuatro tremendos pedos sulfúreos que logré detener con el concurso del escapulario cubriéndome la nariz, que muy sutil treta fue la suya, para envenenarme sueros y alientos, y, de seguido, mi mano empujada por Santa Bárbara, le acerté un cantazo en toda la crisma y se esfumó, entre alaridos de bestia inmunda. Es la carne, digo, la que me aflige y me reduce a la tierra. El canónigo se flagelaba, cada noche, el cuerpo desnudo y velloso, y, en especial, su desarrollada virilidad, por ver si así, con mortificaciones y cilicios, refrenaba tanta incontinencia. Luego, se aupaba a la cúspide del armario ropero, extendía los brazos en cruz, cerraba los ojos y con una plegaria en los labios, se precipitaba inexorablemente en los abismos.

A consecuencia de la escabrosa y denigrante crónica que la Sapa expuso a la luz, aquel miércoles, 14 de diciembre, o quizá el jueves ya pero en cualquier caso, cuando los españoles todos o casi casi refrendaron filial y paladinamente   —63→   el régimen del Caudillo Franco, el pedáneo Bienvenido Rufete anduvo mustio, por algún tiempo.

-Tengo la memoria descabalada -llegaría a mentirle al tío Maximino Meroño, con sus fidelidades y convicciones enfilando el naufragio.

-Tampoco yo pude sentirle la plática de un tirón, que me quedé como adormilado y se me escapó el hilo -pretextó Florencio el Panizo, mientras se tanteaba el hombro derecho, con ostensible aversión.

-Cada quien oye lo que le cuadra -dijo cautamente Cuatro Santos Coronados, a punto de perder la compostura y soltar de una vez el flujo de su risa.

Pero Bienvenido Rufete se reconfortaría pronto, con las místicas flamas del Catecismo Patriótico y el hipnótico recuerdo de las viejas canciones marciales. Y más que nunca, antes de entonces, sintió su ensoñada condición anfibia: mitad monje, mitad soldado. Se bruñó, con orgullo, la marca purpúrea que lucía en el hombro derecho y que certificaba tanto la pureza de su sangre, cuanto los vínculos, por línea directa, con una doctísima y digna jerarquía eclesiástica, ¡qué legado, hostias, qué legado!, marca que también él había difundido, con toda clase de martingalas y coacciones, por otros muchos lugares de la vega del Bajo Segura y aun allende sus límites.

-Te lo repito, mujer, que es un trueque justo. Túuuu... siempre me has gustado, así que... Yo me la juego y te saco al marido de la cárcel, pero, a cambio, nos divertimos un ratito, en la cama, ¿te hace?... Vamos, mujer, vamos, que a tu Paco nos lo van a jarrar de cuatro balazos, si no procedemos con apremio... Quita ya y déjate de pamplinas y recatos... Y luego, aquí, nada de nada, ¿estás?... Pues todo como muy natural, que uno es hombre de hechuras cabales y buen creyente, y de esto, ni palabra, por mi padre, fíjate, por mi padre.

Después de satisfechas sus turbias necesidades, Bienvenido mira despectivamente a la hembra sometida y llorosa, mientras se pone los pantalones negros, el cinto con la pistolera, la camisa emblemática, y se dice: volveré a joderte, desgraciada muerta de hambre, que el cabrón de tu marido ya está echando cuernos bajo tierra. Y si alguna   —64→   se resistía, un trago de aceite de ricino por delante, hasta que se le soltaba el vientre, entre las burlas de los escuadristas que la veían mudar el color de la vergüenza a otro de un lívido cianótico. Qué años aquellos de la victoria, porque suya era también, aun emboscado de quintacolumnista, para la práctica de la delación, de la confidencia, de la venganza y de la rapiña, con el campo de Albatera y el seminario oriolano repletos de una canalla disponible, que por allí iba frecuentemente de comisionado, para identificar a cuantos se le antojaban indeseables y perdularios.

-Al paredón, hijo de puta, te llevamos por rojo y por decapitar la imagen de San Andrés, ¿te acuerdas, verdad? Que yo estaba presente, para contarlo ahora y hacer que recibas tu merecido.

No quiso, sin embargo, disparar contra Senén el del Melondra, por un vago respeto de vecindad. Senén cayó acribillado, con dos tipos más de su ralea, en las tapias del viejo cementerio de Puebla del Socorro. Era un agitador de mucho cuidado, un ateo y un libertario a quien tan sólo el plomo pudo contener.

Senén el del Melondra tiene las manos amarradas, a la espalda, con una soga de esparto que lo despelleja vivo, pero ni un quejumbre se le sale del cuerpo, mueve la cabeza sorprendidamente que los capturaron, a él y a sus compañeros de Mojácar, cuando merodeaban por Punta Margalló, en las proximidades de Torrevieja, para robarse un barco que los pusiera a salvo en Orán. Un mes casi de peripecias y regateos, con los fascistas venteándolos como perros que eran, como perros que sois, les habría de gritar, ya encañonado, y el Bienvenido Rufete que lo reconoce y dice que se lo entreguen, madre, todo cubierto de chatarra el meapilas, dice: cabo, a éstos déjamelos que me conozco el paño y se les formará juicio. Y el cabo se encoge de hombros, cansado de tanta guerra, y le dice que bien, que allá se las compongan.

Una luz violeta, en la madrugada de un viernes a últimos de abril, lo alumbró junto a las tapias del cementerio de Puebla, a trescientos metros de los suyos, de su casa, y se le figura que se encuentra con su hijo Juan y le   —65→   vuelve a recitar aquello de que el Santo Padre, en Roma, como Dios, en tanto nosotros nos pudrimos en la miseria y en la injusticia, de pronto le larga un abundante escupitajo en pleno rostro al Bienvenido, sonríe y abomba el pecho, hasta que los máuseres se lo desgajan.

A toda prisa, metieron los cadáveres en un hoyo profundo, al lado mismo de las tapias, y aquí no ha pasado nada de nada, ¿eh?, que yo no he pegado ni un solo tiro, ¿está claro? ¡La Virgen! Que si alguno suelta palabra, se cae con todo el equipo, por mi padre, fijaros, por mi padre.

Muchos años después, el tío Meroño agonizó, recién centenario, en medio de una retahíla de vaticinios apocalípticos: que llegará alguien que pondrá patas arriba todo esto; que saldrá a flote mucha porquería; que nos salpicará la mierda. Y Bienvenido Rufete no hacía más que estremecerse con la idea de que ese alguien anunciado, por el tío Meroño, descubriera la sepultura clandestina, que él, por la cuenta que le traía, ya se afanó en disgregar presunciones y habladurías, que no, que os garantizo que no, coño, que el Senén se las piró, por el puerto de Alicante, a bordo de un buque inglés, el Stranbrook o algo por el estilo, me parece que le decían, poco antes de que los espaguetis del general Gastón Gambara invadieran la ciudad, si lo sabré yo, que entonces tenía mis influencias y recursos, para interesarme por los nuestros, que una cosa son los bandos y las diferencias políticas y otra, la querencia de las personas de un mismo lugar. Así que, en el cementerio, no hubo ejecuciones sumarísimas ni... asesinatos, como dejan ir ciertos elementos cobardes, sabe Dios con qué infames propósitos; que fue asunto de un grupo de muchachos, con unas botellas de vino y la sangre joven y bulliciosa, que soltaron unos cuantos disparos de fogueo y menudo susto nos pegaron a todos, ¿te acuerdas Rita que me levanté de un brinco? ¡Los muy condenados...! Pero nada más ¿eh?, si lo sabré yo.

Bienvenido Rufete le compró dos tahúllas a la mujer del Senén para que salgáis del apuro el chico y tú, hasta que regrese tu marido y se arreglen las cosas. Pero Juan el del Melondra a quien recomendó para monaguillo, dio en el vicio de arrimarse al cementerio y husmear por todas partes.   —66→   Mira, le decía, no hagas caso de las historias que cuentan por ahí, que la gente es demasiado fantasiosa y te llenan la cabecica de pájaros, tú a lo tuyo, a la misa y al catón, que tu padre andará por las Américas probablemente y ya volverá el hombre, cuando lo considere oportuno, verás como sí. Pero, con el tiempo, Juan el del Melondra se tornó más taciturno y le creció la manía aquella de palpar con la mayor ternura las tapias del cementerio mientras entonaba fúnebres latinajos.

-¿En qué te ocupas Juan? -le preguntó una vez el tío Capacho.

Juan el del Melondra estaba de cuclillas removiendo la tierra con el azadón junto al muro de poniente.

-Busco el plomo que pasaportó a mi padre para el otro mundo -dijo, poniéndose en pie-. Sé que he de encontrarlo antes o después pero sé que he de encontrarlo. Y hay algo que me fuerza.

-¿Ah sí?

El tío Capacho sacó la petaca y se lió un cigarro.

-De eso han transcurrido muchos años y apenas si se conoce de seguro lo que verdaderamente le sucedió a tu padre.

Juan el del Melondra se restregó las manos, en el trasero del pantalón y asintió, con un gesto.

-Ya, pero uno nunca se resigna -y agregó-, pero, ¿qué oyó usted, aquella mañana, tío Capacho?

-¿Yo?... Como todos. Oí unos tiros. Era aún muy temprano y nadie se atrevió a meterse en averiguaciones, que corría la desgracia a raudales y no te podías fiar ni de tu sombra.

-¿Y luego, tío Capacho?

-Luego, con el sol y unos guardias, nos partimos para aquí.

-¿También el Bienvenido?

-También -dijo, recordando-. Iba vestido de uniforme y con el revólver empuñado, como muy echado para adelante. Lo registró todo: el cementerio, tumba a tumba, y los alrededores, palmo a palmo, siempre con los guardias y dos falangistas amigos suyos, creo que de Callosa.

-¿Y?

  —67→  

-Encontraron unos casquillos. El Bienvenido se puso a gritar que no toleraría desmanes de ningún género y que estaba dispuesto a solventar el asunto en un santiamén.

-¿Y?

-Pues... Bueno, sí. Al día siguiente, esto es, el sábado, 29 de abril de aquel año, del año 39, hablamos, y mediada la tarde -puntualizó el tío Capacho, con la sordera desatada, pero con una memoria de registro civil-, nos tranquilizó, confirmándonos que la cosa carecía en absoluto de importancia y que, en consecuencia, nos abstuviéramos de comentarios y chismorreos.

Ambos emprendieron el regreso a Puebla, asediados por un aire de membrillo en sazón.

-Según nos informó, casi de manera oficial y con cierta benevolencia, el sobresalto se debió a la jarana de unos jóvenes soldados del regimiento de San Quintín, que habían bebido bastante más de la cuenta.

-¿Y se lo creyeron?

-¿Qué quieres que te diga?... No teníamos razones, para poner en duda sus palabras. No, no las teníamos... Aunque de cualquier forma...

-Continúe.

-... De cualquier forma, poco o nada se podía hacer, en aquellas delicadas circunstancias.

-Sin embargo...

-Sí, sin embargo, circularon rumores y hasta se vertieron veladas acusaciones, pero...

-Pero, ¿qué?

-Ay, hijo, ¿es que no te das cuenta?... La gente prefería callar y seguir viviendo, fuera como fuese.

-¿Y ahora?

-¿Ahora?... Pues ahora han pasado más de veinte años y esas mismas gentes se han hecho como ganado, ¿comprendes?, viven ya mejor y no quieren problemas.

-¿Y usted qué piensa?

-¿Yo?... Tiro para viejo y sólo deseo irme en paz, con todos.

-Pero, ¿qué piensa, tío Capacho, que piensa usted de todo esto? -insistió, casi en una súplica, Juan el del Melondra.

  —68→  

-No lo sé, hijo, ni creo que importe mucho lo que yo piense o deje de pensar -se detuvo, en las inmediaciones de «Villa Soberana», para liar parsimoniosamente otro cigarrillo de picadura-. ¡Vaya por Dios, con esta encabronada humedad! Me roe los huesos, como una rata... ¿Que qué pienso, me preguntas, no?... Pues, no lo sé, te repito... Mira, una vez, leí en un libro que quienes se olvidan de su propia historia están condenados a sufrirla de nuevo, ¿lo entiendes?

-La pura verdad es que no, tío Capacho.

-Pues, eso.

Juan el del Melondra tuvo una infancia triste; una juventud, triste; y una madurez que se le entristecía, por momentos. Su pobre madre se pasó treinta años esperando al esposo y cuando comprendió, por fin, que ya nunca iba a regresar, se murió silenciosamente. Poco antes de morir, le dijo a Juan si sabía lo que significaba aquella marca purpúrea de su hombro derecho y Juan le replicó que sí, que lo sabía y demasiado bien, por la Sapa, que lo pregonó el 14 de diciembre, o quizá fuera el 15, del 66.

-¿Y te sientes avergonzado?

Él le dijo que se sentía avergonzado.

-Entonces, hijo mío, reza cuanto puedas por mí, porque yo también pequé -suspiró-, aunque, si te sirve de consuelo, Senén la tenía igualica que tú.

Juan el del Melondra nunca se casó, le repugnaban las mujeres, pero periódicamente visitaba el burdel de madame Duchamp y se acostaba, el tiempo justo, para desahogarse, con cualquiera de sus chicas. Son una pandilla de guarras, pero qué remedio, se exculpaba, con los buenos oficios de Cuatro Santos Coronados que atribuía su puntual calendario excitativo a una simple cuestión de hormonas gonadales y es que en metiéndonos en temas del sexo las cosas marchan a base de fórmulas así como quien dice bioquímicas, ¿lo entiendes? Pero Juan no entendía nada, sólo sé que me produce asco el calor de esas carnes puteadas. Hasta que un día del último mes de junio, Cuatro Santos Coronados se lo llevó al naranjal y le endilgó el catalejo, por el que se le vino la estampa cromática de una hermosa mujer, en cueros vivos. Juan el del Melondra experimentó seis espasmos   —69→   casi consecutivos, se llenó la boca de clorofila y conoció el placer higiénico y aéreo. ¿Te percatas, amigo Juan? Ni sudorosos contactos, ni deprimentes condones, ni remota posibilidad de males venéreos. Y es que la ciencia todo lo resuelve, si se la sabe manejar con solvencia y buen tino. Juan el del Melondra supo, por el portento de aquel aparato óptico, de la embriaguez de unas nupcias secretas, distantes y libres de cualquier cicatería o servidumbre.

Cuando el cortejo fúnebre llegó al cementerio, Juan el del Melondra ya estaba allí. Bienvenido Rufete le dedicó una ojeada de soslayo. Al principio, no le concedió demasiada importancia a los rastreos sentimentales del hijo de Senén, pero su persistencia, al cabo de tanto tiempo, lo ponía sobre ascuas. Ciertamente, el pedáneo andaba crispado: los singulares huéspedes de «Villa Soberana», su paulatino descrédito ante las autoridades (ni la Guardia Civil valoraba ya sus confidencias), las incómodas pesquisas de aquel reportero borracho y tenaz, la actitud huraña de Juan el del Melondra, todo, en definitiva, le invitaba a levantar el vuelo, sin más dilaciones, antes de que las profecías del tío Meroño dieran al tratarse con los pomposos proyectos que disponía arteramente muy lejos de aquel ámbito asfixiante.

Puebla del Socorro culminaba su enojoso proceso de aniquilación. El cadáver de Aguedica envuelto en el desconcertante sudario de flores de peral y de billetes malvas y verdeceledón constituía más que un aviso, un estrépito de llamativa fanfarria. Apenas hacía media hora que Cuatro Santos Coronados Barragán se le escabulló olímpicamente.

-Me marcho, Bienvenido, que estoy sin género y con pocas perras.

A Rosa de la Luz se la llevaron, como en un relámpago, sus familiares pretextando la conveniencia de unas súbitas atenciones que nunca antes le habían prodigado, ni por asomo. Por su parte, el tío Capacho, con lo del reuma que padecía de antiguo, insinuaba su probable traslado a otra región de clima más benigno, para su salud, no soporto esta encabronada humedad que me roe hasta los tuétanos. Y Florencio el Panizo, siempre tan pusilánime y apegado a sus raíces, comentaba que si aquella pertinaz sequía continuaba,   —70→   se vería precisado muy a contrapelo de sus deseos a emigrar a Francia donde un hermano suyo era propietario de un próspero negocio de frutas confitadas, allí me dará empleo.

Bienvenido Rufete se dijo que ya estaba bien de aplazamientos y que aquél sería su último acto público como alcalde pedáneo de Puebla. Se apartó y dejó paso al cura y al ataúd que transportaban a hombros algunos vecinos. Detrás, entre lutos improvisados y aflicciones, Práxedes Rabasco y Pedro Larrosa, el padre de la Aguedica. A Pedro Larrosa se le atravesó un sórdido destino: perdió todos sus pleitos, tuvo una agarrada con el perito agrónomo, roció con gasolina los sacos de capullos de la campaña otoñal de la seda y vio, impávido, cómo se evaporaban las crisálidas, luego el mal malo se le llevó a la hija. Sólo le quedaba el milagro de aquellos dineros llovidos del cielo, que así lo recompensaba de tanta pérdida. Mi hija Aguedica siempre fue una santa y se me antoja procedente que de su probada santidad, recibamos siquiera el amparo de estos beneficios que, aun terrenales y perecederos, poco, pero algo confortan, en la amargura sin fin del duelo. Porque, vamos a poner temple en la cuestión, ¿si no ha habido milagro, de dónde vienen los caudales? Mi yerno, ni una perra, que siempre fue un pobruso, además de descreído y materialista, y no rechistes delante de la santa, que me sé de muy buena tinta a quien diste el voto, desdichado, y ya arreglaremos cuentas, ya. Práxedes palidecía, por segundos, mientras el sacerdote bostezaba responsos, en medio de una liturgia de avispas y la caja de la muerta penetraba como un torpedo, en el polvo, y todos -Bienvenido Rufete, el primero- asentían gravemente, que sí, que Pedro Larrosa llevaba razón, que por allí no se manufacturaba ni una moneda con la efigie borbónica de Juan Carlos y que, por consiguiente, andaba aquel golpe de la fortuna muy en olor de santidad.

Luego del entierro, el pedáneo le preguntó a Mercedes Amorós:

-¿Qué, doctora, cómo se encuentra su amiguito? -y trocó el sarcasmo por un gesto atribulado-. Que no queremos más desgracias irreparables, ¿sabe, usted? Con lo   —71→   de la Aguedica es mucho dolor, y para don Leo mis respetos, que uno se hace cargo de las cosas, no vaya usted a creer.

Tiento, Bienvenido, tiento, porque el señor padre de esta entrometida ocupa un puesto de categoría, en la capital, y mejor te vale tenerla de cara, por si acaso, se pensó, aunque, en otra época, los hubiera liquidado a su estilo. Saludó a don Felipe, que se distraía leyendo inscripciones funerarias.

Don Felipe Ruiz de Peñamora percibió el plañido de las mujeres, en el porche de su casa, precisamente cuando acababa de tomar una drástica decisión: suspender, de momento, sus aspiraciones al marquesado de Peñamora, cuya titularidad le correspondía por línea materna, según legitimaban sus obcecados estudios, en la ciencia del blasón, y el puntual seguimiento del frondoso árbol de su genealogía, tan sólo pendiente de la consulta de ciertos documentos testamentarios y catastrales.

Poco después, irrumpía Fuensanta, en la quietud de un recinto decorado de bestias fabulosas, para anunciarle patéticamente el fallecimiento de Águeda Larrosa.

-Dicen que, mientras la velaban, han llovido sobre su cadáver flores de peral y billetes de banco.

Don Felipe se quitó las gafas, se frotó los ojos y repitió, con extrañeza:

-¿Billetes de banco?

-Eso dicen.

Tras las oportunas averiguaciones que aprovechó para cumplimentar el protocolo de la condolencia, el licenciado volvió a su escritorio y se quedó cabizcaído, con el monótono balanceo de la mecedora, hasta que sintió llegar a Fuensanta y la reclamó, de un grito.

-La agonía de este lugar resulta deprimente e intolerable, y me impide proseguir, con el debido rigor, las investigaciones heráldicas -comentó, absorto y pausado, como si pensara en voz alta-. En su consecuencia, he dispuesto un temporal traslado, a cualquier otro sitio, al objeto de fortalecerme, en el sosiego y, ¿por qué no?, también en la saludable práctica de alguna inocente diversión.

Fuensanta tenía cuarenta y dos años y durante los seis   —72→   últimos no había salido de Puebla del Socorro más que a Almoradí y Orihuela, para efectuar compras de carácter doméstico, y sólo en dos ocasiones a la capital de la provincia. Por eso, todo su estupor se dispersó gradualmente en una radiante y seductora expresión, que dejó fascinado al propio don Felipe.

-De modo que ya puedes ir preparando las maletas -y advirtió con severidad-, pero, entre tanto, tú, la boca bien cerrada, ¿está claro?

Cuando abandonaban el cementerio, camino de Puebla, se produjo un sobresalto colectivo: a unos cien metros, inmóviles y espiando la comitiva, se encontraban don Erasmo Figueroa, sus hijos Isaías Dallas y Jeremías Kansas, y el gran danés Sitting Bull. Escasamente, cinco horas antes, el tío Capacho barruntó los vehículos, entre una gran polvareda: el primero, con el pasaje a la intemperie y un cofre enorme, en la parte trasera; el segundo, oscuro y largo, como un furgón de cola. Al pasar, don Erasmo le dedicó un displicente saludo. El tío Capacho se santiguó, mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal. Ojalá te partas el alma, tonto del pijo, musitó complaciéndose en la revancha.

Pero nunca más jugarían al dominó. No muchos días después de su regreso, los intrusos serían detenidos por la Guardia Civil y acusados de asesinato.



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ArribaAbajo- 5 -

Crónica de ciertos desajustes de la ecología que provocaron el pánico y la burla comarcanos y en la que se registran asimismo algunas de las más preclaras hazañas ecuménicas del reportero ebrio y achuchador


Aquel día, sin ir más lejos, las ranas asaltaron el caserío de Los Almarjos y pusieron en fuga a sus diecinueve pobladores. Estaban muy furiosas, dijeron.

La alarma fue cosa de un niño y bien temprano, cuando sintió que la tierra brincaba y escuchó un estruendo antiguo, pero indefinible, así como de metales enfrentados, que crecía y crecía, por instantes. El niño se echó a correr y penetró de bólido, en su casa, demudado, jadeante y con apenas una hebrita de voz. Entonces, todos los perros se pusieron a ladrar.

Los diecinueve pobladores de Los Almarjos miraron hacia la parte del río y se quedaron de una pieza: un horizonte viscoso, elástico, frío y de colores irisados se precipitaba sobre ellos irrefrenablemente. Se rompió el ensalmo de golpe y cada familia escapó por donde pudo, con lo puesto y entre una sonora histeria que se confundía con la batahola del invasor. Sucedió una mañana nubosa y húmeda que auguraba las tan invocadas lluvias.

¡Y cómo se venteó la inusitada calamidad! A lo poco, se hacían cruces, en los pueblos ribereños del Bajo Segura. Una pizca de aquí y otra de allá, se enredó el asunto de las ranas, hasta adquirir proporciones que espolearon la memoria de tantas terribles catástrofes provocadas por las aguas ensoberbecidas y arrasadoras o por las contumaces sequías o por las epidemias pestilentes y algún coadjutor erudito y de muchos relumbres, a quien la cosa le vino que ni de chiripa, se encarama al púlpito y se larga uno   —74→   de esos sermones de época, hijos míos, siglos atrás y más exactamente, en el año de gracia de 1411, ya nos lo previno Vicente Ferrer, el muy santo y muy elocuente predicador, el cual, hallándose en Orihuela, dirigió su mirada al río, señaló la huerta y sentenció: «¡Este lobo se comerá a esa oveja!» Y a renglón seguido, se refirió al pecado.

Pero los jóvenes ecologistas dijeron que el pecado estaba en los vertidos de la industria de conservas vegetales, tirando cauce arriba hacia Molina de Segura, y en el incumplimiento de la legislación, con respecto a las depuradoras, y que sí, que bien, que San Vicente sabría mucho de teología y de intrigas papales, pero que de ecosistemas y de sustancias contaminantes y de obras hidráulicas, ni puta idea, con el mayor respeto. Entonces, los ecologistas se fabricaron unas grotescas máscaras de batracio, tomaron sus bicicletas y se fueron de un municipio a otro, croándoles estrepitosamente a sus respectivos alcaldes, que más de uno sufrió un vahído, aquella tarde, a la vista de la ruidosa y fenomenal compañía que, ¡me cago en la hostia!, con el susto, que se me figuraron, así, de repente, como esos que dicen del Ku Klux Klan. Y los ecologistas, pues, ahora, que se chinchen, que les hemos entregado pliegos de protesta, con miles de firmas, y tú, ni caso. Y a contárselo todo a los periódicos.

Sobre las once, Tonico Cañizares introdujo a un pequeño grupo de jóvenes airados, en la amplia y turbativa alcoba de Leo Ros. Quieren hablar con usted, don Leo. Pero Leo dormía su enmarañado, sudoroso e interminable sueño pugilístico.

-¡Eh, don Leo, don Leo, despiértese ya, hombre...! Don Leo, ¿me oye?, que quieren hablar con usted.

Por fin, Leo izó unos párpados de cemento, bostezó con largueza, no dijo nada y se arrancó de encima la cubierta de ganchillo, con la que, sin duda, había mantenido un enconado combate. Su aliento, con ráfagas de jengibre y mofeta, podía inflamarse al igual que la pólvora viva, al menor roce.

Entre tanto, los jóvenes escrutaban, desconcertados y con ciertas vacilaciones, todo aquel soberbio apilamiento de máquinas de escribir, de cámaras y teleobjetivos, de   —75→   tomavistas, de grabadoras sofisticadas, de rotuladores y papeles, de recortes de prensa extranjera (con sus respectivas cabeceras de crédito: «Paris-Match», «La Stampa», «Life», «France-Soir», «New York Times», «L’Humanité», «Herald Tribune», «Le Monde», «Daily Mirror», «Corriere della Sera», «Washington Post», posters contraculturales de los 60 y fotos, muchas fotos de celebridades (con sus cagaditas de mosca), junto a las que inevitablemente aparecía Leo Ros en persona, muy ufano y seguro de sí mismo. Fotos que los desplazaban, en un santiamén, por el vértigo de la noticia, desde Saigón hasta la tribu de los balubas. Se miraron, con un gesto de incertidumbre: ¿Nos encontramos aún y físicamente, en Almoradí? Ya, en su primera visita, Mercedes Amorós había comentado:

-Me recuerda el ambiente de una película, no sé si de James Cagney o de Edward G. Robinson. Una película en la que el protagonista grita algo así como: ¡Lo conseguí, estoy por encima de todos!

Y, en medio de aquel orbe rural, oleaginoso, nutrido de tradiciones y cobijado en el atrio, Leo Ros, con su otro mundo que perpetra el flash, se despereza y pregunta que qué pasa con ese escándalo de las ranas.

-Que han asaltado Los Almarjos.

Leo Ros se levanta, bosteza de nuevo, se frota los ojos, siente un ligero vahído, se recupera y observa fugazmente a los tres desconocidos.

-¿Las ranas?... ¿Los Almarjos?...

Uno de ellos le dice que son antiguos terrenos pantanosos y salinos, donde antaño se cultivaba la barrilla, que hay allí cuatro o cinco casas y otras tantas familias que salieron por piernas, a eso de las siete, cuando se les embistieron millares de ranas y sapos que dejaron el río, los azarbes, las acequias, sin saber muy bien por qué. Quizá sea cosa de la humedad, el día está nublo y habrá desorientado a los animales.

Leo Ros contempló en el espejo de azogues desconchados su propio rostro macilento, de surcos acentuados y tenue barba encanecida. Cogió la afeitadora eléctrica, pero desistió de inmediato: el zumbido de la maquinita podía destruirlo, como destruyó un miliciano khmer al camera-man   —76→   Raymond, mientras filmaba, para televisión, a los dos mil refugiados en el templo de Angkor, y escuchó, por entre el apasionado discurso del joven ecologista, la advertencia de Puissesseau a ¿Brincourt? «no te inquietes, papi, un periodista muerto es un periodista inútil», y se preguntó: ¿Me encuentro aún y físicamente en Camboya o estoy en un fabuloso lugar, donde las ranas ponen en fuga a los hombres?... Ya lo tengo: ¡el síndrome de Aristófanes!... Ja, ja, ja... El síndrome de Aristófanes, sí, sí... Se quedó absorto, de repente, y exclamó en voz alta:

-¿De Aristófanes o de Karel Capek?

-¿Decía, usted? -inquirió uno de aquellos muchachos.

Leo, recién lavado, le pidió a Tonico Cañizares que le subiera media docena de cafés bien cargados y con un chorrito de coñac.

-Que cómo comenzó la historia ésa de los bichos.

-¡Huuuuyyyy!... El dichoso asunto rueda de mucho atrás -dijo Carlos Cases, un maestro de barba espesa y sin plaza, pero de ideas y actitudes radicales-. Mira, aquí, todos han escurrido el bulto, alegando que si esto y que si lo otro, ¡so pandilla de mangantes e incompetentes!... Y, bueno, ahora, esto se va al garete, se nos pudre, por tanta dejadez y tanto compadreo, ¿me explico?

Te explicas que sí, respondió desabridamente Leo, pero al grano, ¿eh?, que fuera al grano, sin necesidad de divagaciones ni de recursos retóricos. Porque a él, a Leo Ros, puño de hierro, ¿y los cojones, qué?, la memoria se le escabullía, melancólica y laberíntica, ¡menuda resaca, colega! De modo que, Carlos Cases con todos sus dicterios y exabruptos, y él, Leo Ros, ya estaba rodando de mucho, pero de mucho más atrás, exempli gratia, por la embriagadora Plaza del Reloj, de Praga, y llevo oculta en el slip una camarita minnox, para fotografiarme de matute a los turistas de uniforme y a los tanques soviéticos, mientras al corresponsal del «Life» lo han enganchado, con todo el equipo, ja, ja, ja, pero qué absurdo, el ranal en plena ebullición, decían, y él, Leo Ros, disponiéndose a actuar bajo el síndrome de Aristófanes, ¿o de Karel Capek?, que para eso había volado de continente en continente, para concluir   —77→   de cronista, en aquella huerta, escribiendo cómo una presunta plaga de batracios desalojaba al personal, de sus casas y barracas. Leo Ros, Leo Ros, se recriminó, con aspereza, noquea de una puñetera vez al enanito maricón y lárgate a Londres, a ver si metes tus narices, en el affaire de la abeja Rumasa, que ya está bien, hombre, que ya está bien.

Que es cosa de un grave desequilibrio ecológico, que la semana pasada, no se podía ni transitar por las calles de Rojales de la pestilencia que emanaba del río, que las espumas masacraron decenas y decenas de peces y que sus cadáveres flotaban luego, en el hoyo del azud, como un testimonio patético de los flagrantes atentados contra la naturaleza.

Redondo, te ha salido redondo, macho, pensó Leo, que sorbía pausadamente el café, para despejarse e instalar su conciencia en aquella actualidad disparatada y casi onírica, quizá noticiable, e incluso le dio vueltas a una titulación deducida más que directa, ¿no le parece, señor profesor? ¿Y un tieback? ¿Le meto también un tieback, con las salamandras de Karel Capek, señor profesor?... ¡Qué resaca, colega, qué resaca! Y percibió la voz atropellada de Carlos Cases y así es, afirmaba, categórico, cómo los vertidos industriales exterminan a las carpas y, ¡claro!, sin carpas, en el Segura, las ranas proliferan.

-¿Sabes cuántos huevos puede poner una rana hembra, en el período del apareamiento?

-¿Cuántos?

-Pues hasta unos diez mil.

¡Coño con las ranas! Como los chinitos. Y recordó cuando, de colegial, enviaba sellos de correos, para salvar a los chinitos de las misiones y luego se enteró de que a los chinitos los estaba salvando el Mao Tse-tung.

-¿Y qué hacían, entonces, con los sellos?

-¿Decías? -preguntó, muy intrigado, Carlos Cases.

-Que procuraré informar ampliamente a la opinión pública de las causas del tan pintoresco y desastroso fenómeno -vació el termo de café-. ¿Os parece bien?

Satisfecho su objetivo, el comando ecologista se esfumó, porque aún tenemos que realizar muchas otras gestiones.   —78→   Nos espera un día conflictivo, pero de ésta, se enteran.

Media hora después, salió de Almoradí, con Tonico Cañizares.

-Pero, ¿dónde quiere ir usted, don Leo?

-A... A ese lugar... No sé cómo se llama.

-¿A Los Almarjos?

-Exactamente. A Los Almarjos.

Tonico Cañizares se detuvo de golpe y movió la cabeza, entre cauto y acobardado.

-Es una temeridad, don Leo, una gran temeridad. Nadie sabe de seguro qué cosa hay allí.

Leo encendió otro ducados, Leo los empalmaba, y le confió con fingido mérito:

-Bueno, pues... resulta que a nosotros nos corresponde averiguarlo, ¡y qué remedio!

A Tonico se le desorbitó la mirada. Tonico andaba, escurridizo y pasmado, como un alma en pena, desde aquel lunes, a mediados de enero, en que Práxedes Rabasco le hincó los dientes de la hoz, en la garganta, hasta sacarle de encima todas sus asechanzas y estratagemas, que me lo manda don Leo, le había dicho, y ya los remordimientos lo azuzaban de continuo.

Por la sierra de Crevillente, corrían briosas y oscuras las nubes, y el aire húmedo y sofocante proclamaba la lluvia. Apenas veinte minutos más de camino y les llegó el estrépito de las ranas.

-Ahí las tenemos -exclamó el periodista.

Entonces Tonico Cañizares se plantó, con el semblante demudado.

-Yo no sigo, don Leo -casi sollozó-. Mire, mire usted, estoy temblando.

Y Leo lo miró, con una leve sonrisa de menosprecio.

-Está bien, está bien. Pero cálmate, hombre, y dime por dónde coño voy, hasta... ¿cómo se llama?...

-Los Almarjos, don Leo -levantó el brazo y agitó la mano-. No deje usted la senda y, cuando alcance aquellos cañares, échese a la derecha, en seguida, a unos trescientos metros, verá usted las casicas de Los Almarjos.

Leo Ros se adentró por el abandonado paraje, con sus   —79→   botas, sus vaqueros y su camisa descolorida, de corte militar. Llevaba, a la bandolera, dos magnetófones y una nikon, sobre el pecho. Una botella de whisky elaborado en Murcia, pero «envejecido en barriles de roble americano», rezaba la etiqueta y vaya por Dios, con el ingenio nativo, pendía de su diestra y se columpiaba al compás de una marcha imperiosa, tan imperiosa y tan incierta, como la que nos mamamos la tía Madaleine Riffaud, de «L’Humanité», y un servidor, con cuatro jóvenes guerrilleros del Vietcong que se las sabían todas, a través de una jungla erizada de bambúes y lianas, hasta la frontera china. Y Madaleine me cuenta, en un momento de euforia, que ha logrado un scoop de primera, que ha estado nada menos que en Bingia, en los arrabales de Saigón, valiéndose de los subterráneos construidos por los hombres de Ho Chi Minh y que, allí mismo, es decir, con todo el ejército USA, a unos palmos de su cabeza, se ha tomado un scotch on the rocks, Johnny Walker, puntualiza. ¿Y cómo? Un chico nos lo traía muy tranquilamente del bar de la esquina.

Conforme se acercaba, el ruido era ensordecedor, de acuerdo, querida Madaleine, me tomaré un scotch murciano y sin hielo, a la salud de tu primicia informativa, sí, supiste colocarte a tiempo, en el escenario apropiado, por tu maestría, y se metió en el cuerpo un trago de aquel whisky, mientras cientos de ranitas de San Antonio saltaban, a su paso.

-¡Don Leo!... ¡Don Leo!...

Se volvió. Tonico Cañizares daba brincos, en el herbazal, y le hacía señales.

-Don Leoooo... Cuidadoooo... Le espero aquíiii...

Sapo vulgar, bufo, bufo, repasó Leo sus desvaídos conocimientos zoológicos del bachillerato. A mediodía, los bichos croaban endiabladamente, quizá por el aviso del relámpago precursor de un trueno sordo. Pero las nubes continuaban avanzando. Lloverá y si llueve, las gentes de Puebla ya tendrán un buen pretexto para no moverse de sus casas, y yo ¿qué? Pero no llovería entonces, ni tampoco en las semanas y en los meses sucesivos, a pesar del aparato meteorológico, pura pólvora de artificio pirotécnico,   —80→   para sus tradicionales y festivas batallitas de moros y cristianos, en fin, porque la sequía aún habría de suscitar más drásticas restricciones y de prender nuevas alertas rojas, ¡pero cuánto infortunio, mecachis!

A la derecha de los cañares, tal y como le advirtiera Tonico, divisó Los Almarjos, precisamente cuando la náusea le revolvía las tripas: estaba sintiendo, bajo el acorazado tacón de su bota izquierda, el crujido de una sustancia orgánica y gelatinosa. Alzó el pie, con lentitud y aversión, y vio una rana temporaria despachurrada. Al borde del vómito, se empinó la botella y la dejó mediada, porque había reconocido en el mortal rictus del bicho, la agonía del veterano Jean Dirand, fotógrafo del «Match», después de que le pasara por encima un blindado israelí. Se percató de que el panorama era realmente hostil, repugnante y prodigioso. Sin pensarlo mucho, emprendió una carrera hacia el caserío, hermano Kafka, ¿qué harías tú, con todo esto? A su paso, se producía el vacío, pero de inmediato, se reanudaba con mayor intensidad el infinito croar. Es el canto de la lluvia, le dijo con suficiencia Carlos Cases, que les provoca un repentino aumento de humedad en la atmósfera. Y sin embargo, aquello adquiría el estrépito de una división motorizada, en pleno combate.

Cuando llegó a Los Almarjos, apenas si le restaban alientos. Examinó, una a una, las cuatro pequeñas y miserables edificaciones de una sola vertiente, invadidas por los animales y revolicadas, en la precipitada huida. Pero Leo Ros estaba extenuado y el whisky envejecido con roble americano y singulares influjos de la vega, le abatía los ojos. Se pegó otro abundante trago y se tumbó en un enmarañado lecho, tras ahuyentar de entre sus sábanas, un tropel de batracios. Colocó sobre la mesilla de noche, la botella y uno de los magnetófones dispuesto para grabar. Antes de precipitarse en un inquietante sopor, dijo:

-Aquel día, sin ir más lejos, las ranas asaltaron el caserío de Los Almarjos y pusieron en fuga a sus diecinueve pobladores.

Aturdida por la noticia, Mercedes Amorós consiguió que una partida de hombres saliera en busca de Leo, casi con el crepúsculo. Cuatro Santos Coronados se ofreció   —81→   para reclutarla, a cambio de una recompensa que los pusiera a cubierto de cualquier posible riesgo. Nadie sabe de seguro qué cosa hay allí, avisó Tonico Cañizares que había abandonado su puesto de observación, después de varias horas de inútil espera y de soportar aquel monótono fragor.

-Le digo, doctora, que el demonio anda metido de por medio y que Dios la acompañe a usted.

Los de la partida iban armados de garrotes y hubo uno que cargó con una vetusta escopeta de pistón, en mi vida he disparado un tiro, pero su aspecto impone mucho, se justificó delante de los otros, que se quedaron perplejos, cuando lo vieron aparecer con aquella reliquia. Se pusieron en marcha a eso de las siete de la tarde y Tonico Cañizares los llevó justo hasta el linde donde había despedido a Leo Ros. La desazón cundió entre los hombres al percibir nítidamente el guirigay de las ranas.

-Mire que se lo advertí a don Leo, doctora, pero no me hizo el menor caso -murmuró Tonico-. Don Leo estaba como sonámbulo, ya me comprende usted, y ni aun así.

Mercedes Amorós cogió el autobús de las doce, en la capital, almorzó con unos amigos, en Dolores, y sobre las cuatro se encaminó hacia Puebla del Socorro. No quiso que la llevaran en automóvil, no son más que un par de kilómetros y prefiero pasear, pretextó. Anduvo taciturna y sin prisas, bajo un cielo de nubes veloces y bajas que descendían de la sierra de Crevillente. Tenía que decirle a Práxedes Rabasco los tremendos estragos que el mal malo había hecho en la Aguedica y, la verdad, no sabía cómo.

Pero cuando rindió el trayecto, Puebla era una olla de pronósticos, de barullos y de disparates. Todas sus gentes dialogaban, entre bisbiseos y ademanes aspaventosos, mientras los escasos niños de la comunidad, vestidos con las ropas de los días feriados y oliendo a agua de lavanda y a alcanfor, se perseguían con el tú-la-llevas, como si salieran de la misa mayor de los domingos. Mercedes supo fragmentaria y vaporosamente lo que sucedía por Fuensanta quien vulneró, por unos instantes, con la piel descongelada y el rubor abrasándole las mejillas, la áspera   —82→   soledad de su destierro que la mantenía lejos de aquel sospechado paraíso de caricias y de caprichos amorosos. ¿Y Leo Ros permanecía aún allí? Fuensanta pergeñó un mohín de duda. ¿Y las autoridades? ¿Qué medidas habían dispuesto las autoridades? De nuevo, Fuensanta se cohibió en la incertidumbre. A Mercedes la soliviantó la manifiesta actitud de incuria y se encaró con Bienvenido Rufete.

-¿Medidas? -inquirió el pedáneo cáustico y repeloso-. ¿Y qué medidas tomaría usted? Las ranas no son carniceras.

Poco antes, un cabo y dos números de la policía municipal habían realizado una descubierta por Los Almarjos. De regreso, el cabo redactó un parte impecable y antológico: «En el día de hoy, las fuerzas bajo mi mando (Abdón el Mediochavo y Cristobalito Hernández), han reconocido el lugar de los hechos pudiendo comprobar lo infundado de la huida de los habitantes del susodicho caserío, por no advertir peligro alguno ni estropicio en sus propiedades. Una vez cumplido el servicio y ante la gran cantidad de ranas que había por aquel paraje, las referidas fuerzas se replegaron en perfecto orden.»

-¿Y no vieron a Leo Ros?

-No, doctora, no lo vieron. Ese... señor andará por ahí, en cualquier taberna -dijo, viperinamente.

Fue Tonico Cañizares quien le contó a Mercedes Amorós cómo el periodista desoyendo sus recomendaciones, se había internado por entre la retumbante y bíblica plaga.

-Y ya hace lo suyo, que serían alrededor de las doce, cuando lo dejé en el camino.

Consternada por los imprecisos acontecimientos, Mercedes Amorós concibió la idea de salir al encuentro de Leo Ros, antes de que oscureciera. Sin embargo, el ambiente popular no le resultó nada propicio, sino más bien ajeno e incluso hostil. Y así, el proyecto les pareció descabellado y hasta ridículo a don Felipe Ruiz de Peñamora, al tío Capacho y, como era previsible, a Bienvenido Rufete, quien, con un gesto de fastidio, insistió:

-Las ranas no son carniceras.

  —83→  

El propio Tonico Cañizares rehusó su hipotética participación en la empresa.

-Le digo lo que a don Leo, doctora. Le digo que se me antoja una gran temeridad. Porque nadie sabe de seguro qué cosa hay allí.

¿Y entonces? Tonico se encogió de hombros. Él había permanecido en su puesto, cerca de cuatro horas, sin que don Leo diera señales de vida, por más que lo llamó a voces, aunque muy probablemente el estruendo que armaban los animales impidiera el destino final de sus gritos. En su opinión, pues, la cautela aconsejaba aguardar hasta la mañana siguiente.

Pero Mercedes no se amilanó, ni las palabras de Tonico Cañizares le infundieron desaliento alguno. Estaba dispuesta a lo que le echaran y, si era necesario e inevitable, iría ella sola a Los Almarjos, para rescatar a Leo no ya de unas inofensivas ranas, sino de sí mismo:

-Hágame usted caso, doctora Amorós, que en estos asuntos siempre anda el demonio metido de por medio.

Su decisión no admitía réplica. Miró el reloj de pulsera: las seis menos veinte. No podía demorarse. Y de repente la abordó Cuatro Santos Coronados Barragán abominando de tanta negligencia y se le puso a sus órdenes, por si algo se le ofrece a la joven doctora, y que don Leo no se merecía tamaño desdén, ¡qué gente aquélla, la Virgen! Mientras le regateaba el negocio de la recluta de los exploradores, había que asegurarlos de cualquier peligrosa eventualidad, le habló, como si nada, de las grandes culebras ocultas entre las espesuras, tan gruesas y cereñas que talmente semejaban el brazo fornido de un jornalero. Cerraron el trato, sin apenas discrepancias en la cuantía de las recompensas, y Cuatro Santos Coronados pedaleó, a todo meter, en dirección a Almoradí. Cuestión de minutos, le dijo, y se largó pensando en las teticas de Mercedes. Ese Leo te habrá puesto suave y bien que te haría un favor, aunque de carnes, sólo las de los cuartos traseros, para agarrarse. Una semana atrás, los fijó en la lente de su catalejo, cuando corrían por las dunas, después de un baño inaugural, doblado el equinoccio de la primavera. Leo se dejó caer al pie de un corpulento pino y ella se despojó   —84→   de la pieza superior de su bikini muy desmandada y voraz. Luego la vio fugazmente desnuda, ya ambos enroscados, por la arena. Alabó el recurso del onanismo, inocuo y controlado a voluntad, que ya era hora, que el general me prohibió hasta el vicio solitario, refunfuñó, con el guardabosques a sus espaldas.

A las seis y media pasadas, regresó Cuatro Santos Coronados con los expedicionarios, uno de los cuales exhibía una escopeta de museo que causó asombro y no pocas chanzas, entre la concurrencia, pero impone lo suyo, se justificó.

-Cuando usted mande, doctora.

Sobre las siete, la pintoresca partida emprendió la marcha y Tonico Cañizares los condujo hasta la linde donde había dejado a Leo Ros. El desaforado guirigay de las ranas hizo palidecer a los hombres que nunca, antes de entonces, se habían visto en tan tremendo berenjenal. Abrían la formación Cuatro Santos Coronados y un tipo de traza porcina a quien llamaban el Morros; detrás iba Mercedes Amorós, con el estómago lleno de mariposas, sensación con la que definía, desde su infancia, cualquier estado de ansiedad o desconcierto; por último, y en fila india, el individuo de la vetusta escopeta y otros dos bien afianzados en sus garrotas, con las que espantaban a los animales y removían las malezas. De repente, se detuvo Cuatro Santos Coronados y consultó su portentoso e infalible cronómetro:

-Llevamos once minutos y cuarenta y siete segundos, con ocho décimas, de camino, lo que significa que, de acuerdo con mis cálculos, ya sólo nos faltan nueve minutos y veinticinco segundos, con dos décimas, para alcanzar nuestro objetivo, siempre y cuando mantengamos el mismo paso.

Luego, conminó autoritariamente al Morros a que, en virtud de los conocimientos debidos a su condición de sacristán, entonara, con ímpetu, unos cantos de la liturgia gregoriana, que todos los demás secundarían, con la mayor rabia posible.

-No se trata, en modo alguno, de un remedio piadoso, sino de una artimaña, para achantar a esas bestezuelas   —85→   indomables de una vez -le dijo a Mercedes Amorós, con un guiño.

La enrevesada melopea emitida a borbotones, en un lenguaje bárbaro, ininteligible y desquiciado, actuó ciertamente como un eficaz conjuro y enmudeció al inmenso ranal, aunque transitoriamente, por cuanto, repuestos del súbito estupor, los batracios recrudecieron su monótona ofensiva de estampidos. Se entabló así una inverosímil guerra de cadencias. Los expedicionarios, muy irritados por aquel intolerable desafío y bajo la dirección del sacristán, levantaron el tono de sus voces, hasta desgañitarse, y se impusieron a su enemigo. Pero la victoria fue tan efímera como calamitosa, y pronto tuvieron que capitular, sin embargo, vejados en su dignidad, exangües y con una afonía tal que les obligaba a comunicarse con muecas y gestos, ante la creciente estupefacción de Mercedes quien, sin demasiadas reservas, diagnosticó todo aquello de formidable delirio colectivo. Mientras, las ranas, como sometidas a unos pases magnéticos, persistían en el inmemorial y frenético canto de la lluvia y las nubes planeaban fugitivamente sobre un desolado territorio, donde ni las rogativas públicas, bien apoyadas en una abundante imaginería de vírgenes y otros venerables intercesores, ni las convocatorias más solemnes lograban licuar los adoquinados cielos. Apesadumbrado por el fracaso del ardid gregoriano, el Morros expuso a la curiosidad de sus compañeros de aventura, un agnusdéi consagrado ritualmente por el Sumo Pontífice, apenas cinco años atrás, y se lamentó:

-Nadie me dijo que carecía de poderes sobre las criaturas anfibias.

Los cálculos tan minuciosos de Cuatro Santos Coronados experimentaron, no obstante, un error, por defecto, de cincuenta y seis segundos, con nueve décimas, lo que le ocasionó una visible cizaña a la que no pudo darle fuelles, por la fatal ronquera, pero le dedicó varios cortes de manga y señales de cornudo al sacristán quien, sin duda alguna, con su monserga de la reliquia vaticana, había retrasado la velocidad media prevista de la parva tropa.

Ya en Los Almarjos, procedieron a registrarlo todo, de pies a cabeza, con objeto de descubrir, cuanto antes, el   —86→   presunto paradero de Leo Ros. No les llevó mucho tiempo la operación de busca: en el dormitorio de una de las cuatro casas, Leo Ros yacía sobre el lecho matrimonial, inconsciente y ensopado de whisky, con un gran sapo acurrucado, en su desnudo pecho. En la mesilla de noche, había un magnetófono y otro, entre sus manos, con la tecla del play hundida. Junto a la cama, la nikon y una botella vacía. El espectáculo dejó a Mercedes como achicharrada por un fuego de combustión íntima y apremiante. Pero, a pesar de su frágil apariencia, la doctora se recuperó casi de sopetón, tomó la iniciativa y como una generala, en activo, voceó a sus hombres que recogieran todos aquellos cachivaches y que incorporaran a Leo al que administró los vapores de un frasco de sales amoníacas, por ver de reanimarlo. Por fin, Leo entreabrió los ojos y murmuró algo acerca del saxo asmático de un tal Ornette Coleman y de los invisibles helicópteros, en la madrugada neoyorquina de cinabrio, escupió una babosidad nauseabunda, sonrió a la nada y se desplomó de bruces, en el suelo de tierra. Con gran presencia de ánimo y lo mismo que si se encontrara dirigiendo un hospital militar, en primera línea, la doctora Mercedes Amorós improvisó una parihuela, con mantas y unas horquetas, y ordenó la retirada, cuando la tormenta podía estallar, en cualquier momento y la noche ya flotaba sobre las aguas opacas e impuras del río.

Pero antes de la partida y de manera inesperada, Mercedes habría de presenciar una horrible hecatombe: como si se hubieran juramentado, en secreto tres de los expedicionarios se abalanzaron contra los más copiosos enjambres de ranas y la emprendieron a brutales mandobles, con sus garrotes. La refriega se consumó en cuestión de minutos, pero la mortandad y la captura fueron abultadas, tanto que entre los animales destripados y aquellos otros que, poco después, iban a perecer por asfixia, se llenaron dos grandes sacos de plástico. Tras la cruenta acción de represalia, los individuos que la perpetraron desprendían una hedentina que provocaba arcadas. A Mercedes se le revolvió el cuerpo, sintió que se   —87→   desvanecía y tuvo que cogerse a Cuatro Santos Coronados.

-No se preocupe, doctora, todo va bien. Se han cobrado bastantes más piezas de las que había previsto y fíjese -dijo roncamente, mostrándole su portentoso cronómetro-: en tan sólo seis minutos y cuarenta y ocho segundos. Todo un récord, doctora, todo un récord, se lo garantizo.

El camino de regreso se hizo lento y penoso. Cada doscientos metros, los hombres se detenían para reponer bríos y relevarse en el transporte de las angarillas y de los sacos de ranas que también pesaban lo suyo. Durante la media hora larga del trayecto y con tanto vaivén, Leo Ros vomitó dos veces, entre violentos espasmos y frases incongruentes y agresivas. Mercedes lo limpió, con delicada serenidad, y aplacó sus trepidantes pesadillas, aplicándole en la frente un pañuelito de batista empapado de colonia con fragancia de limón. Cuando llegaron al límite donde concluía el difluente distrito ocupado por los animales, junto a Tonico Cañizares esperaban otras diez o doce personas que habían acudido, con el malévolo propósito de divulgar, por toda la comarca, los pormenores de aquella disparatada empresa y muy especialmente el descrédito del advenedizo y disipado reportero que los había incordiado, con absurdas sinrazones y frecuentes impertinencias, en los últimos tiempos. Allí estaban, emboscados en las sombras, Bienvenido Rufete, don Felipe, Juan el del Melondra, Florencio el Panizo, el tío Capacho, la plana mayor, en suma, de Puebla del Socorro, regocijándose con la visión de un Leo Ros destruido. Mercedes los miró, de uno en uno, con una mirada en la que se resolvía toda la miseria del mundo. Entre ella y Cuatro Santos Coronados consiguieron, no sin grandes dificultades, poner en pie a Leo. Ahora tienes que andar, por favor, tienes que andar, le susurró muy cerca del oído. Leo se irguió, dio un paso y se tambaleó en medio de un coro de risas estranguladas. Tuvieron que llevárselo casi en vilo hacia Almoradí. Unos instantes después, Leo Ros entreabrió de nuevo los coralinos ojos y le dijo a Mercedes:

-Siempre supe que volverías, querida Jackie.

  —88→  

A partir de aquel 29 de marzo, uno de esos martes negros en los que las ranas suelen asaltar las asambleas humanas, y sin ir más lejos, Leo Ros dio en cambiar los nombres a las personas y a las cosas, en un arriesgado número de funámbulo que habría de finalizar irremediablemente en la más helada de las soledades. De modo que, cuando algunos días después de la sonora batalla de Los Almarjos, la ambulancia lo recogió, en un corral semiderruido de Puebla del Socorro, Leo Ros les suplicó a los sanitarios:

-Dejadme aquí, os lo pido por favor. Porque Greenwich Village me cuesta veinticuatro horas por jornada y tengo por oficio vivir dos veces una misma agonía.

Vislumbró, desde la camilla, la enjugada pata de un macho cabrío prendida, con una soga, en el vano de la puerta del muladar, donde había pasado las últimas horas, pero la interpretación del supuesto maleficio se le ahogó en un flash de alcoholes rampantes. Luego sólo percibió, en la lejanía de una memoria barajada, el ululato de una sirena, otra vez ataca Jomeini, y se extravió en el travelling de un fulminante uppercut que nunca, nunca jamás acababa de alcanzar a su adversario.

Práxedes Rabasco escupió a la ambulancia y el pedáneo descargó todo un vendaval de imprecaciones y regüeldos. Desde la ventana de su destartalado estudio, don Felipe Ruiz de Peñamora, en el momento de arrancar el vehículo de la cruz roja, sentenció, con el índice enhiesto: No ha sido necesario que yo te empapelara. Tu propia insolencia, tu osadía y tu impudor te han condenado. El caso fue que los vecinos de Puebla, tras largos meses de asedio, soñaron felizmente, aquella bendita noche, sueños de lluvia y abalorios. Aún habrían de transcurrir cerca de tres semanas, para que el mal malo le saqueara los alientos a Aguedica Larrosa y un vigoroso y cálido levante sepultara su joven y ya desportillado cuerpo, en un tropel de mínimas flores de peral y de novísimos billetes del Banco de España.

Pero días antes, en el curso del 29 de marzo de aquel año y hasta bien entrada el alba del miércoles, Mercedes   —89→   Amorós veló el embrollado sopor de un hombre que consecutivamente la llamó: Jackie, Phoebe y Hannah; que le propuso un romance, en el remoto Five Spot Cafe, mientras evocaba la trompeta mágica de Miles Davis; y que le confesó, en estricta y gratuita exclusiva, cómo Melina Mercouri se excitaba frente a la cámara de Gordon Parks.

Cuatro Santos Coronados y Tonico Cañizares, entre resoplidos y tacos, consiguieron acomodar a Leo Ros en la cama de su espaciosa y genuina habitación, le pasaron la factura de sus servicios a Mercedes y se retiraron, con la ostensible huella de la decepción y el mosqueo. Mercedes Amorós se quedó más desamparada que nunca y sin acertar con el remedio adecuado a la situación, porque de pronto se dio cuenta de que todos sus conocimientos médicos se le habían esfumado. Se limitó, pues, a ponerle el termómetro, a tomarle la tensión arterial y a auscultarle el tórax, y ante tamaño desbarajuste pensó en la posibilidad de una lipotimia y consecuentemente en el suministro de un tónico cardíaco, no tenía ni idea acerca del paradero de su vademécum, pero se le desplomó el precoz diagnóstico, cuando Leo que se mantenía en un estado de coma, desorbitó los ojos y gritó escrutando despavorido el suelo, delírium trémens, sin duda, y quiso disputárselo a los repulsivos engendros surgidos del alcohol, con métodos rudimentarios y prácticas heterodoxas, a base de emplastos y de alpargatas usadas por persona nacida en Jueves Santo, según las admoniciones de la Sapa, pero cómo hago para encontrar esas porquerías, y ya era tarde, porque Leo, superadas las convulsiones, la reclamaba en sueños, ven a mi lado, querida Phoebe, y la besó en la frente y le refirió, entre intermitencias y toses bronquíticas y alfilerazos en el hígado, historias muy bellas de gorilas románticamente encandilados con las hadas del cinemascope y gestas de una épica con diseño de cómic e iluminada con fósforo amarillo, y así, de la vigilia inquieta al inquieto sopor, hasta que, sobre las cinco de la madrugada, hilvanó un ronquido suave y los pulsos se le acompasaron.

Sólo entonces Mercedes Amorós sintió el agobio de aquellas horas y le sobrevino una sofocante depresión. Pero no pudo dormir. Por los entornados postigos de las ventanas,   —90→   se coló la ceniza de una luz recién aparecida en el fondo de la bahía. Se asomó y la contrarió un cielo despejado, sin el menor rastro de lluvia. Luego, conocería el tácito armisticio: las ranas habían regresado a sus colonias acuáticas; y los diecinueve supositicios damnificados de Los Almarjos, a sus hogares. La escaramuza se debió, en definitiva, a un desatino en los presagios meteorológicos. Sí, pero los errores y las pifias de unos y otros, nos dejan el cuero cubierto de cicatrices a los corresponsales de guerra, protestaría Leo, a finales de semana, cuando tomaba el aperitivo con Tonico Cañizares, en un bar de Hudson Street.

-Que no diga usted esas cosas, don Leo. Que estamos en Rojales, hombre.

Leo Ros lo observó con recelo. No acertaba a comprender por qué su viejo amigo pretendía enredarlo con nombres raros de calles y avenidas inexistentes. Pero optó por seguirle el juego.

-Como tú quieras, querido Willingham, como tú quieras.

A las seis de la mañana de aquel miércoles 30 de marzo, Mercedes Amorós cogió, al azar, una de las grabadoras que Leo Ros había utilizado en su incursión, la aprovisionó de pilas intactas y, mientras vigilaba el sueño sosegado de su paciente, manipuló el pequeño y preciso mecanismo, hasta que alborotadamente se desmembró el tenue silencio de la convalecencia, en un cataclismo de ruidos que redujo, con la ruedecita del volumen, al ámbito de las ranas, cuando aún no se había producido el sangriento ajuste de cuentas y el augurio de la humedad imperante las tenía hechizadas. Y entre el reiterativo clamor, las palabras a borbotones de Leo: «Aquel día, sin ir más lejos, las ranas asaltaron el caserío de Los Almarjos y pusieron en fuga a sus diecinueve pobladores.» Se le enrevesaron de súbito incógnitos bisbiseos y subterráneos diálogos de otros confines, apenas perceptibles, en medio de la estentórea homofonía animal, pero se le erizó la piel de misterios olvidados y quiso detener el artilugio, demasiado tarde ya, porque una voz de extraño acento, muy impostada y recia avasalló toda la estancia y dejó a Mercedes en un ademán petrificado:   —91→   «... la cultura Tiwanaku, cuya muestra de carbono data del 2580, antes de Cristo, y la de obsidiana nos ofrece todavía una mayor antigüedad... Luego, tenemos el Titicaca, con la roca de los orígenes... Un gigantesco mar interior alimentado por los glaciares de un ramal de los Andes, la llamada Cordillera Oriental o Real... Sin duda, el Titicaca posee una serie de curiosidades notables y así, en lo que concierne a su fauna, nos encontramos con las tremendas ranas de tamaño superior al medio metro...», Mercedes se estremeció e incluso le pareció advertir la presencia intangible de aquellos descomunales batracios, en la penumbra de la alcoba, que acudían a vengar la matanza de su especie, en las márgenes del Bajo Segura, cuando escuchó el grito de Leo, ¡al suelo, al suelo!, y el aeroplano sobrevoló las casas de Almoradí, con sus ametralladoras al rojo de tanto disparo y de inmediato el mismo Leo le formuló varias preguntas a un cierto general Hollingsworth y el general Hollingsworth se puso a croar patrióticamente, sin más, una sutil argucia, para mantener a salvo el top secret de la acción bélica que cedió el turno a toda la arrebatada grandeur de De Gaulle que ensayaba el discurso de su vuelta electoral, en la intimidad de los jardines del Elíseo, y mientras el presidente alimentaba a los cisnes, intimidad que Leo Ros vulneró valiéndose de quién sabe qué trucos, desde su delegación, en París, de un hermoso disparate underground que lo catapultó, con el escándalo, al olimpo de los reporteros de muy reputado cachet.

¿Y cómo escapar de aquellas historias fragmentarias, superpuestas y laberínticas que la tenían allí, en medio de la alcoba, sobrecogida de estupores? Mercedes recordó entonces la conversación aplazada, por los insólitos acontecimientos de la tarde anterior, con Práxedes Rabasco, acerca de la inminente gravedad de su esposa. Quiso frenar la máquina, pero todos los dispositivos estaban bloqueados y Leo hilvanaba una reflexión, al borde mismo de la embriaguez, el genocidio, el crimen encubierto por razones de Estado, la tortura, los trapos sucios de tantos y tantos ilustres personajes, con esos artículos he comerciado durante años y sin escrúpulos, y siento ahora la náusea   —92→   y el tedio de una farsa que se reproduce mezquinamente, en cualquier sitio, aquí, por ejemplo, aquí también y sus palabras se diluyeron en la ebriedad y en la implacable homofonía de las criaturas anfibias, para dar vía libre a otras de un hombre ya difunto que contaba cómo había firmado miles de sentencias de muerte, sin derramar ni una sola gota de tinta de más, porque yo no quería que mi pueblo sufriera nuevos impuestos, para sufragar los gastos de escritorio, pues que siempre fui muy comedido y austero, en el ejercicio del poder.

El juego se prolongaba indefinidamente, grabación sobre grabación, por una galería de ecos, de voces antiguas, de remotos episodios, de reportajes en vivo, de instrumentos exóticos, de tragedias colectivas, he estado donde estaba la noticia y di testimonio de cuanto presencié, ¿no lo comprendes, Lidia?, irrumpió Leo, vacilante y cansado, en el erróneo canto de la lluvia con el que las ranas de Los Almarjos actualizaban dos décadas de una crónica caprichosamente embarullada y reducida a sesenta minutos de impulsos electromagnéticos. Fascinada por el recurso técnico y por el insomnio de aquella turbadora noche, Mercedes advirtió que el pequeño y revelador aparato quemaba ya sus últimas energías, en un soliloquio distorsionado de Leo: Tras una contumaz sequía de por años, aquellas vísperas navideñas, se desparramó sobre Puebla del Socorro toda una fabulosa lluvia de miles y miles de millones y para quéeeeee, y antes de apurarse la cinta, aún croaron las ranas, con un ruido pausado e indescifrable.

Desde el lecho, Leo Ros la miraba, entre confuso y amonestante:

-Mi querida Hannah, cualquier día me vas a enloquecer, con tus extravagantes efectos especiales.



  —93→  

ArribaAbajo- 6 -

De cuando acaeció que las putas de la llamada calle de la Mancebería fueron emplumadas, con grandes muestras de regocijo, y del canguelo que se le metió en el cuerpo a madame Duchamp al conocer el atroz destino que corrieron sus parientas


Mucho antes de que Juan el del Melondra arrasara el cementerio de Puebla del Socorro, con su flamante tractor oruga, en una zalagarda de época, y aun antes también de que Bienvenido Rufete despachara a su propio hijo de un escopetazo, madame Duchamp liquidó, a todo galope y por cuatro perras, el fastuoso y casi fluvial palacio del placer, con los floripondios incluidos, despidió a sus niñas debidamente documentadas con cartas de recomendación, le encargó al marica de Urbano Meseguer, su confidente y correveidile, algunos trámites de última hora, dispuso el equipaje y dejó dicho que se iba a Montpellier, a ponerse al frente de los negocios de su finado marido.

-Que Dios la acompañe, señora Candelaria -se despide Urbano Meseguer, muy compungido.

-Madame Duchamp -corrige ella, con un gesto de suprema e irreprochable altivez.

Un viento de delirio sopló sobre Puebla y sus alrededores, en aquella primavera acre y destejada, sin que nadie, en absoluto, moviera ni un solo dedo, para mitigar tanta y tan empedernida desgracia. Algún tiempo después y cavilando acerca de la naturaleza e índole de los tenebrosos eventos que arruinaron irrefragablemente la pedanía rural, se especuló con la posibilidad de un brote de fiebres tercianas, aunque pronto prosperó la conjetura de una enigmática epidemia de calamidades, cuyas causas había que indagarlas en las emanaciones de unas aguas corrompidas.   —94→   Carlos Cases, maestro sin plaza y martillo de las autoridades comarcales, declaró:

-Cuando se envenena un río, se está envenenando también, impunemente, todo su entorno humano y vegetal. Se destapó de manera descarada el hasta entonces subrepticio y sórdido ajetreo, a raíz de que la estridente ambulancia se llevara del lugar a un Leo Ros desquiciado. Tres días justos a partir de la perentoria evacuación, el licenciado don Felipe Ruiz de Peñamora anduvo en divagaciones y flaquezas, antes de que se resolviera por girar una visita de conveniencia a madame Duchamp. Porque al júbilo suscitado por la vidriosa suerte del recalcitrante periodista, se le atravesó la espina de un albur que amenazaba con desfondarle sus más ocultos proyectos.

La entrevista se celebró en medio de grandes cautelas, con nocturnidad y en solitario. Don Felipe se lanzó a la patraña bien guarnecida por una grandilocuencia tan rotunda y convincente, que dejó a la Cande sin ánimos, para recabar siquiera y con la arrogancia de costumbre, su afrancesado apellido. Don Felipe sacó, en aquella memorable partida donde tanto se jugaba, uno tras otro, los naipes trucados, que no demores, mujer, que tienen pruebas más que de sobra, para empapelarte, con eso de las prácticas abortivas y de la trata de menores, y que las gentes de orden ya hablan de un ejemplar emplumamiento, como antaño. Madame Duchamp se quedó en un pasmo; pasó la noche entre bascas y resudaciones; y a la mañana siguiente, montó la trapisonda, apalabró el traspaso del burdel con una comadre que operaba en el litoral, y preparó baúles y sombrereras.

-Hijas mías -les dijo a sus pupilas-, asuntos urgentes y de envergadura me reclaman en la Francia.

A Candelaria Ramírez, alias la Cande y madame Duchamp, se le había metido el canguelo en el cuerpo. Los detalles del infortunio de sus lejanas parientas la despeluznaban.

Y todo, porque don Felipe, el miércoles anterior y con ocasión de un raudo desplazamiento a Orihuela, se topó con uno de sus viejos profesores del colegio de Santo Domingo, historiógrafo e investigador de apariciones milagrosas,   —95→   muy dado a las más sutiles pesquisas y a la promoción de cruzadas, ya fuera en favor del uso de la corbata, ya de las castas y saludables costumbres. Tenía, por otra parte, y, sin duda, en virtud de sus profundos conocimientos, la singular propiedad de expresarse siempre en plan edición facsímil de añejos sermonarios, propiedad que aún lo hacía más sibilino y temible. En aquel fortuito y desdichado encuentro, don Agustín Meseguer y Arqués clamó:

-La preciosissiima sangre de Christo derramandose, con grande abundancia, nos enseña a sus vassallos españoles el sagrado deuer de defender nuestra fe, en esta ocasion.

Luego, le mostró discretamente un tríptico, con lascivas matronas en actitudes nada edificantes, y unos turbadores textos al pie de cada viñeta: Madame Duchamp y sus exóticas bellezas le ofrecen todos los servicios en el palacio del placer. Francés. Enemas. Relax. Show lésbico. Erotismo de alta calidad. Suite cósmica. Maciza todo fuego. Dúplex. Sauna thailandesa. Ambiente selecto. Sexo a tope. Sado. Cuero. Beso negro. Disciplina inglesa.

¡Leches con aquella sarta de aberraciones! Y mira que se lo advirtió él a la estúpida de la Cande. Pero, por entonces, don Felipe sintió un sucinto vahído y se le fue entintando el rostro de una palidez verdina, mientras el intransigente y docto preceptor retirado le confiaba, en un cuchicheo salpicado de efes y salivilla, que disponía de una colmada información tanto del anunciado y abominable prostíbulo, cuanto de las zorronas que allí propiciaban, con sus perecederos encantos, la perdición espiritual y la ruina económica de los necios, pero, agregó, que ahora rastreaba, con el mayor sigilo, para precaver la desbandada, a toda una cofradía de alcahuetes, chulos y compinches que se estaban lucrando con el obsceno trato. Don Agustín Meseguer y Arqués apuró su apocalíptica soflama asegurándole que, simultáneamente, sobre unas y otros caería, además del merecido castigo de los infiernos, el vapuleo de las personas de bien que ya andaban persuadidas de la conveniencia de aplicar, llegado el momento de la arremetida, las draconianas, pero purificadoras disciplinas de muy pretéritas fechas, y le recordó, de manera sumaria y con objeto de apuntalar sus intemperantes argumentos,   —96→   cómo se atajó la desfachatez de las busconas de la calle de la Mancebería.

Cuando, al fin, se quedó solo, el licenciado don Felipe Ruiz de Peñamora no podía ni tenerse erguido, del descomunal baqueteo. Apañó los desacompasados hálitos, gestionó más que aprisa los asuntos y salió de la ciudad episcopal, en dirección a Puebla, ostensiblemente agobiado. Al alborozo que le produjo el desmoronamiento de Leo Ros, tan encarnizado en sus engorrosas averiguaciones, le sucedía, pocas horas después, aquel terrible avispero. Si alguien ventilaba la autoría de los atrevidos dibujos, le aguardaba un porvenir del todo infausto. Había, pues, que actuar, con diligencia y perspicacia, para librarse de madame Duchamp, cuyo testimonio supondría su definitivo hundimiento, mismamente estando como estaba en los inicios de un mundo embriagador diseñado a escala de sus aspiraciones aristocráticas. Aceleró el depauperado seat 850 y una corriente de sugestivas innovaciones vació de mosquitos el vehículo.

En el paroxismo de sus lances de ficción, Fuensanta escuchó el automóvil de su marido, siempre tan inoportuno, y se escondió los senos embravecidos por las caricias impetuosas de aquel jardinero que se había inventado, para abastecerla tres veces por semana. Colocó las novelitas galantes en el portapliegos y todavía acalorada, por pasiones y carreras, se aferró al bastidor de bordar desvaríos. Don Felipe le dio el beso estipulado canónicamente y ya fósil, y se encerró en su despacho. Durante sus ausencias, Fuensanta se adiestró en el juego de las infidelidades conyugales, sin maliciar que muy pronto llegaría a ser famosa, por sus escandalosos adulterios.

No descubrió dato alguno acerca de los recién evocados episodios de las rameras de la calle de la Mancebería. Y eso que don Felipe se afanó lo suyo, entre tantos papeles y cartapacios empolvados. Pero recordaba que la Sapa se refirió a ellos, en uno de sus agotadores parlamentos, hacía unos diez o doce años. Acababan de instalarse en su refugio de Puebla, cuando tuvo noticia de la Sapa y la sintió hablar, en una primera y única oportunidad. Por supuesto, se manifestó desdeñoso y se negó a pronunciarse   —97→   sobre el portento. No son más que supersticiones y cuentos de vieja, le comentó a su mujer durante el almuerzo. Y, sin embargo, ahora se estrujaba los sesos tratando de recomponer infructuosamente aquellas brutales escenas hechas trizas en su memoria. Por fin, decidió consultar con el tío Capacho.

-Con esta sordera, apenas si puede oírle así como un rezo -le contestó-. Pero pregúnteselo usted a Cuatro Santos Coronados, don Felipe, que, de seguro, él le dirá. Ya sabe que lo lleva todo muy apuntadico.

Al licenciado le fastidiaba la pedantería de Cuatro Santos Coronados Barragán, de linaje poco esclarecido y de profesión indescifrable, pero despachó melindres, acuciado por la gravedad de la materia, y no tardó en localizarlo. El chamarilero se hallaba, en la taberna, bebiendo cerveza con un joven, a quien pretendía endilgarle un diminuto ingenio electrónico, que es japonés, alegaba, y con eso tienes para rato. El joven, como galvanizado, examinaba el luminiscente chisme, con admiración. Sólo cuando cerró el negocio, se dirigió a don Felipe.

-¿En qué puedo servirle?

Con cierto embarazo, don Felipe le expuso el motivo de su iniciativa, aún con la triquiñuela de un repentino interés por las efemérides comunitarias. Sin inmutarse, Cuatro Santos Coronados le preguntó.

-¿Y usted nunca más, desde entonces, ha vuelto a ver a la Sapa?

-Pues... no. Nunca más.

-¿Ni siquiera a mediados del pasado mes de diciembre?

Don Felipe se perturbó, por unos instantes, y estuvo en un tris de zanjar la intolerable audacia, con el recurso de alguna enfática alocución forense. Pero moderó sus impulsos, por la cuenta que le traía. Y de otro lado, en realidad, la noche del 15 al 16 de diciembre apenas si distinguió una sombra fantasmal, en la penumbra de su gabinete de trabajo, y percibió, entre el sobresalto que le produjo el espectro, un débil susurro: durante siete noches seguidicas he soñado con los siete sabios de Grecia. Eso fue todo. De manera que afirmó resueltamente:

  —98→  

-Ya le he dicho que no. Y conste que no suelo repetir las cosas.

Cuatro Santos Coronados Barragán, con una sonrisita cínica y displicente, le salió al paso:

-Está bien, don Felipe, está bien. Pero no se me cabreé, hombre de Dios, que uno no es ningún panocho y, aunque sin tantos estudios y dignidades como usted, ha recibido su pizca de instrucción, en la escuela pública -y con un gesto conciliativo, añadió-: Aguarde un instante, don Felipe, hágame usted el favor, y quizá pueda sacarlo de dudas, no vaya usted a creer.

Abandonó el establecimiento, para regresar en un santiamén, con un libro de áureas grecas, en su portada, decorado con hermosas y anacrónicas calcomanías de flores exóticas y manuscrito, con una impecable caligrafía de pendolista de ministerio decimonónico. Lo hojeó pausadamente, como si pretendiera ritualizar aquel acto y justificar, así, sus estipendios, hasta que exclamó:

-¡Aquí lo tenemos, sí señor!... Mire, mire usted -y le enseñó unas páginas engalanadas con el azul purpúreo del azafrán-. En efecto, don Felipe, en efecto. La Sapa habló, y en olor de multitud, el Viernes Santo de 1970. Según mis notas, nunca jamás, después de entonces y hasta la fecha, ha vuelto a decir ni pío, cuando menos de forma... digamos, notoria -continuó leyendo-. ¡Eeeeeh!... Pues, claro, si fue el día que batió su propia marca. ¡Fíjese!... Habló por espacio de... de ciento nueve horas, cinco minutos y dieciocho segundos, con dos décimas. Una auténtica hazaña, ¿no le parece? Y conste que doy fe de ese tiempo, por la sencilla razón de que yo, personalmente, lo cronometré.

A las siete cuarenta de aquel Viernes Santo, la Sapa emprendió la descarga de su caudalosa elocuencia. Había amanecido a los pies de la cama de Encarnación Carreras, madre de Juan el del Melondra, y allí estuvo, desde poco antes de las seis, momento en que se advirtió su presencia, enredada en ronroneos, como si calentara motores, apostilló el traficante de utensilios fantásticos hasta que soltó la espita de su voz que se desvanecería, por fin, el martes   —99→   siguiente, a las veinte horas, cuarenta y cinco minutos, y dieciocho segundos, con dos décimas.

Como de costumbre, el tío Maximino Meroño dispuso las audiencias y encomendó a sus respectivos componentes el más fiel seguimiento de la prédica de la Sapa, ya fuera por el arbitrio de la escritura o por el de la retentiva, de acuerdo con las virtudes de cada quien. Sin embargo, y como en otras ocasiones, toda aquella estrategia de restauración histórica daría al traste al término del prolijo discurso. Porque, cuando el tío Maximino pretendió ordenar los testimonios recabados, se sucedieron disputas, silencios, interpretaciones controvertidas y peripecias descabelladas, en una barahúnda estrictamente babélica, tanto que, en semejante situación, el tío Maximino Meroño, entre apesadumbrado y escéptico a la vista de los mustios resultados de su obsesivo empeño, no pudo por menos que resignarse, por cuanto, reflexionó, recomponer el pasado se me figura, sobre interesado y sinuoso, un verdadero peligro de enfrentamientos.

Aquel Viernes Santo, la Sapa contó cómo una partida de intrépidos vecinos de Puebla del Socorro logró capturar, tras muchas vicisitudes y arriesgadas correrías, a una fabulosa criatura que tenía aterrorizados a todos los habitantes del contorno. Semanas antes, un tal Pere Rate, al que se le atribuía ascendencia morisca, dio la señal de alarma: a la difusa luz del crepúsculo, había barruntado el monstruo, merodeando por su barraca. Poco después, sus bien fundadas apreciaciones serían corroboradas por otros varios colonos, los cuales describieron al horripilante ser, con apariencia humana, pero todo cubierto de plumas, como un gran pájaro. La autoridad tomó cartas en el asunto y mandó vocear un bando, en el que se prohibía abandonar los hogares, desde la puesta del sol, hasta los maitines. Se organizó un grupo de voluntarios de muy belígera estampa, provistos de hoces, horquetas, jiferos de matarife y algunas armas de chispa, y capitaneados por el alguacil del ayuntamiento, individuo de acreditadas ínfulas y pendencias, y de resuellos avinados. Apenas despuntó el día, un clérigo ordenado de misa esparció cruces en el aire, sobre las cabezas de aquellos valientes, invocó a la Santísima Trinidad,   —100→   recitó plegarias y les exhortó a pertrecharse de medallas, escapularios y otros paramentos píos, por si acaso tuvieran que habérselas con fuerzas soterradas y de procedencia diabólica. Por fin, se partió la pequeña, pero aguerrida tropa hacia los parajes pantanosos, precedida por una jauría de lebreles y rastreros.

Cinco incómodas jornadas invirtieron en recorrer marismas, almarjales, médanos y espesuras, entre celajes de mosquitos enrabiados, con el veneno del paludismo en el aguijón de la hembra, y siempre temerosos de tropezarse con alguna cuadrilla de salteadores y fugitivos de la justicia. Y cuando ya desalentaban, exhaustos y de retorno, los perros, con la pelambre erizada, olfatearon a la bestia, oculta en las escabrosidades de un fangal.

La infeliz nada hizo por defenderse, prosiguió la Sapa, sino que, por el contrario y ante el lógico asombro de los cazadores, se postró a sus pies y se dejó amarrar vigorosamente, en tanto emitía unos extraños lamentos. Satisfechos de su proeza, la arrastraron hasta Puebla, donde toda una muchedumbre enardecida alabó al alguacil y a sus hombres, mientras pretendían lapidar a tan repulsiva alimaña. Por decisión del concejo, fue encadenada a una gruesa morera de la plaza mayor y expuesta a la curiosidad pública, bajo el apercibimiento de sanciones para cuantos le infirieran algún daño o no respetaran las medidas de seguridad adoptadas. De inmediato, el concejo remitió a la gobernación de Orihuela un minucioso informe, en el que se contenían las circunstancias de aquel percance, así como una reseña de las notables características de la pieza cobrada. En el referido escrito, se solicitaba licencia para sacrificar al monstruo, en evitación de riesgos, tumultos y otros perjuicios que su inquietante presencia podía acarrear. Pero el emisario estuvo de vuelta a los tres días, con instrucciones muy claras y precisas: que se mantuviera con vida y en saludable estado a la bestia atrapada, toda vez que por sus singularidades morfológicas merecía un previo y detallado examen científico, antes de proceder a su oportuna destrucción. A tal objeto y en breve plazo, se desplazaría a Puebla del Socorro, una delegación integrada por catedráticos de anatomía y aforismos   —101→   de Hypócrates, eclesiásticos capitulares de la catedral y síndicos de la corporación oriolana.

Sin embargo, transcurrieron los meses sin que se efectuara la visita de los ilustres personajes, ni se recibiera notificación alguna sobre el destino de la extraordinaria criatura que, olvidada por momentos, languidecía revuelta en inmundicias y excrementos y sujeta a los rigores de un invierno desapacible. Al principio de su cautiverio y como quiera que, con sus convulsiones y jadeos, despertó una insana ardentía en los más jóvenes varones del lugar, se la exorcizó convenientemente y se le arrimó una buena mano de palos, para apaciguar sus procaces encelamientos, hasta que ya sometida y amansada, se evaporó el fisgoneo asambleario y sólo la chiquillería se le acercaba, sin demasiadas reservas, para escupirle y sacar burlas a su costa. Sucedió, por entonces algo que pudo haber resuelto el enigma, pero que la desidia y la torpeza de ciertas personas encubrió fatalmente: a una niña de corta edad se le cayó su muñeca de trapo muy cerca de donde yacía la alimaña. La niña se quedó indecisa e inmovilizada por el miedo, sin atreverse a recogerla, cuando, de pronto, la bestia tomó entre sus garras de ave nocturna el juguete y se lo tendió delicada y tímidamente, con un gesto tan alumbrado de nostalgia y ternura que más parecía la visión de un espíritu de luz. La niña la miró a los ojos purulentos y ensangrentados y se los hurgó repletos de unas lágrimas como cuentas de vidrio. Conmovida por un espontáneo sentimiento de misericordia, se echó una veloz carrera, hasta su casa, y le refirió a su padre el milagroso acontecimiento que había presenciado, es Nuestra Señora de la Morera y me ha sonreído, con mucho dolor, pero me ha sonreído, le digo de verdad que me ha sonreído. El padre la zarandeó, le sacudió unos azotes, se lamentó de tener una hija boba, y salió a la calle, reclamando auxilio.

Así empezaron, de nuevo, las discordias y los pleitos, sin que nada ni nadie pudiera aplacar el ímpetu vocinglero. Y por si todavía fuera poco, un bachiller en artes, recién graduado y fatuo como él sólo, sentenció que los pestilentes vientos del endriago habrían de venirse en causa de graves infecciones y estragos, para la salubridad del   —102→   común de las gentes. Ante tales avisos y muy apabullado, el concejo despachó otro propio a Orihuela, en petición de providencias prácticas. El mensajero no demoró en su encargo y regresó demudado, casi me arrestan, dijo, por vuestra ignorancia. En la capital de la gobernación, las cosas marchaban a su compás y los trámites debían de cumplirse de acuerdo con los plazos y autorizaciones del protocolo.

Por ventura, una fuerte tormenta disolvió corros y rumores. Las aguas se precipitaron durante cinco días consecutivos y Puebla tembló de pánico, por si se armaba la riada. Pero al sexto, amainó el diluvio; y al séptimo, ya con un sol tibio de mediados de octubre, llegaron los titiriteros ambulantes, en dos carretas e instalaron todo un arrobador inventario de trastos y tramoya. Aquel prodigio desarboló pesadillas y amarguras, y los vecinos se desplazaban de aquí para allá, como encandilados, en pos de los insólitos personajes, quienes, con tanta agilidad y destreza, rendían el variopinto programa de sus demostraciones: arrojaban fuego, por las fauces; se tragaban sables y cuchillos; caminaban, con los pies desnudos, sobre ascuas; daban brincos y volteretas inverosímiles; tañían, con gran virtuosismo, inauditos instrumentos musicales; y representaban sátiras, alegorías y emotivas escenas de la Pasión. Por último, el obeso y locuaz director de aquella compañía de cómicos, magos y saltimbanquis, anunció estentóreamente la apoteosis final del desfile de los más inconcebibles fenómenos de la naturaleza:

-Damas y caballeros, en primer lugar... ¡el Lucifer del recóndito reino de Liliput!...

Y, como la centella, surgió de entre los raídos cortinajes de color aloque, un enano giboso a grupas de un macho cabrío, de cuyos cuernos brotaba un haz de chispas zafíreas. Le siguieron un felino de tres cabezas, capturado en las frías provincias de los escitas; una serpiente alada, de la remota región donde crece el palo brasil; un bosquimano, con las extremidades superiores de sustancia vegetal y que poseía el extraordinario talento de saber callar en   —103→   siete idiomas diferentes; un estrambótico cuadrúpedo, mitad oveja y mitad lobo, que se perseguía insaciablemente a sí mismo, como una peonza, hasta provocar náuseas.

-Damas y caballeros, y ahora lo más asombroso, lo nunca ni siquiera imaginado por la mente humana: el gigante devorador de conquistadores y misioneros, en los salvajes territorios del Darién... ¡Sabrino... Saña!...

Se levantó un tosco telón de boca y el público lanzó un grito de terror: sobre el tablado, se erguía un descomunal reptil, con las mandíbulas de par en par, las pupilas de lapislázuli clavadas en la multitud y la férrea cola en alto, como preparado para el ataque.

-Damas y caballeros, calma, por favor, calma... -y, como a pesar de las súplicas, el escándalo creciera, con evidentes síntomas de desbarajuste, el director se atusó el ajado mostacho y tronó-. ¡Damas y caballeros!... Teneos ya de una vez, en el nombre de todos los ángeles custodios, que el caimán de humo llamado Sabrino Saña duerme el profundo sueño de los siglos, merced al ingenio funerario de los embalsamadores, de la ciudad de Memfis.

Poco a poco, se embalsaron los ánimos y las gentes, no sin ciertos resquemores, volvieron a ocupar sus respectivos lugares, en aquel sorprendente espectáculo, tan azaroso como sugestivo. Incluso, algunos colonos, envalentonados por el bullaje y la vinolencia, se acercaron al soberbio animal que medía más de diez varas de longitud, y se percataron de que su vientre albergaba una copiosa y repugnante gusanera. En el sórdido sepulcro de sus entrañas, aún se corrompen los cadáveres mutilados de muchos alféreces y predicadores del Evangelio, explicó con la ayuda de un puntero, que se engulló este hijo de Satanás, cuando navegaba por las caudalosas aguas amazónicas. ¿Y por qué cristianarlo? Un diácono blandía el crucifijo, trémulo de indignación. ¡Ah! Reverendo, sabed que lo merqué, con la fe de bautismo, porque Sabrino Saña fue adelantado de Castilla y sólo por un maleficio que nadie ha podido desligar, dio en tan inmunda condición. Damas y caballeros, tal es la desventurada y verdadera historia que nos refieren los cronistas de Indias.

Tras dos días de funciones y cabriolas incesantes, los   —104→   titiriteros empaquetaron sus bártulos, cargaron las carretas y se marcharon por donde habían venido. Con ellos, se llevaron a la fabulosa criatura de apariencia humana y cuerpo emplumado, que desfallecía al pie de la morera. Con sus trapacerías y lisonjas el director se la quedó por unos reales y la anotó en su pintoresco catálogo de fenómenos de la naturaleza epigrafiada como la sirena voladora del archipiélago de Barlovento. Ya nunca más se conocería su suerte.

Pocas semanas después, llegó don Nicomedes Gallardo, con su escolta de oficiales inferiores de justicia, para preservarlo de emboscadas y atracos, y dos mulas, con un equipaje surtido de cofres y cajones. Se instaló, con gran boato, en la casa parroquial y notificó a la feligresía, pero siempre con revuelos de purpurado, que, por disposición de la autoridad eclesiástica y desde aquel momento, tomaba a su cargo el pastoreo de todas las almas del lugar.

Ya en sus primeros y abrasantes sermones, el canónigo arremetió contra los pecados de la carne, en una diatriba que no dejó títere con cabeza, y enalteció el amor conyugal, propiciando recetas y métodos, para su ejercicio santificativo, de modo tan perentorio y persuasor que muy tempranamente se manifestaron los frutos de su perspicua retórica: Puebla del Socorro conoció tiempos de una fecundada imparable. Justo a los diez años del advenimiento de don Nicomedes, se quintuplicó el padrón del villorrio.

En plena Pascua florida y con las campanas arrebatadas por la Resurrección de pliegos de aleluyas, la Sapa les sacó los colores a sus oyentes de turno, cuando relató cómo el propio don Nicomedes Gallardo participó en el emplumamiento de cuatro infortunadas putas del burdel de la calle de la Mancebería. Personalmente, aseguró la Sapa, el sabio predicador del cabildo las puso en pelota viva y les untó el cuerpo de engrudo, entre convulsiones, oscuros relinchos de placer y plegarias. Desde la plaza Mayor, trasladaron a aquellas desgraciadas a una costanilla repleta de plumas de aves de corral, por donde se las arrastró, en medio de una tormenta de arapalos y de un gentío encabritado y devoto. Una de ellas murió allí mismo, a   —105→   resultas de los golpes, si bien confortada con la extremaunción; otra redimió su culpa con el castigo y un período de mazmorra; la tercera sería ahorcada, días más tarde, porque aún tuvo el descaro de revolverse contra sus jueces y de proferir obscenidades y hasta blasfemias, aunque se reconcilió con Dios Nuestro Señor, al pie del patíbulo, en el terraplén de San Francisco; y sólo la cuarta logró evadirse, por entre la turbamulta festiva y febril, corriendo como una monstruosa gallina, hacia el río, en cuyas aguas debió de ahogarse, según el informe de una ronda de ciudadanos que anduvo buscándola inútilmente, hasta bien entrada la noche.

En su plática dominical, el muy ilustre don Nicomedes Gallardo habló de los estragos de la lujuria. Y expuso el ejemplo de aquellas rameras que habían osado vestirse con las prendas de las mujeres honestas, causando así escándalo e incumpliendo las normas. Desdichadas que trafican con su carne e incitan a la concupiscencia y a la condenación eterna; de las tales pecadoras, unas pudieron arrepentirse y limpiarse de inmundicias, antes de emprender el camino de la verdadera vida, mientras que la última, la infeliz que se preocupó tan sólo de salvar las miserias del cuerpo, dio en el barro o quién sabe si fue pasto de las fieras o, lo que aún resulta más denigrante, si cayó en manos de malandrines y rufianes, incapaces de advertir que en criatura tan desaliñada por el vicio también alentaba un punto de gracia. Cuando el clérigo concluyó su homilía, todos los fieles estaban lívidos y cabizbajos. Aquel domingo del mes de noviembre, Puebla cobró conciencia de su iniquidad y hubo que recurrir al auxilio de los frailes de un convento próximo, para atender una rara y contagiosa desazón de confesiones.

Casi doscientos años después, y tras las recientes e incómodas revelaciones de la Sapa, el tío Maximino Meroño recordó, decepcionado:

-No hago ya memoria de quién fue, pero alguien escribió que la historia era arte de nigromante.

Ni el tío Maximino pudo entonces restaurar todo aquel capítulo de confusión y bochorno, ni mucho menos el licenciado don Felipe Ruiz de Peñamora que sólo consiguió   —106→   imprecisas referencias anecdóticas y eventuales escamoteos del patrimonio histórico.

-Pues verá usted, con tanta murga, me quedé transpuesto y perdí el hilo del asunto -se excusó Florencio el Panizo.

-Mire, hablaba demasiado aprisa, para mi escritura. De manera que apenas si le cogí unas palabricas sueltas -afirmó Práxedes Rabasco.

-Sabe usted muy bien, don Felipe, que mi cabeza ya no está para nada. Además todo eso es pura invención, como usted mismo dijo, ¿no? Supersticiones y cuentos de vieja, ¿no? -el pedáneo Bienvenido Rufete parecía enojado.

-Con esta sordera, no le escuché sino como un rezo -musitó el tío Capacho, mientras, impasible y rígido, construía filigranas, con las fichas de dominó, sobre una mesita de la taberna.

-Cada quien oye lo que le conviene, don Felipe -comentó Cuatro Santos Coronados, con su sonrisa cínica y displicente-. Pero lleva usted razón. La Sapa con su palique, dejó como guiñapos a los abuelos de nuestros convecinos.

Aunque superfluamente, el mercachifle remendó parte de los sucesos de las meretrices emplumadas y, en particular, de aquélla que, indefensa y despojada de su condición, fue vendida igual que una bestia, a los titiriteros ambulantes.

Por la noche, don Felipe visitó a madame Duchamp y le apretó las clavijas, que no demores mujer, que tienen pruebas más que suficientes, para formarte juicio, que me lo ha confiado una persona muy principal.

-Bueno, con lo de las prácticas abortivas y ese feo negocio de la trata de menores...

-Ay, Felipito, ¿y qué hago yo ahora? -madame Duchamp había perdido todo su empaque y estaba desteñida, con los afeites disueltos, en un sudor frío e incesante.

-Dadas las circunstancias y si me aceptas un consejo profesional...

-Sigue, Felipito, hijo, sigue.

  —107→  

-Cande, prepara el equipaje y márchate lo más lejos posible de aquí.

Madame Duchamp ni siquiera recabó su afrancesado y discutible apellido. La fatalidad de sus remotas parientas y aun el temor de que ella misma pudiera ser también objeto de compraventa, la tenían enajenada. Y, en efecto, no anduvo remisa. Al otro día y bien temprano, apalabró el traspaso del burdel y dispuso todo, para evacuar el fastuoso y casi fluvial palacio del placer, precisamente cuando gozaba de una clientela respetable. Tan sólo encomendó algunos trámites de última hora, al marica de Urbano Meseguer, su confidente y correveidile.

-Que Dios la acompañe, señora Candelaria.

-Madame Duchamp -puntualiza, con dignidad y arrogancia, con los baúles y sombrereras, en la baca del taxi.

Una semana después, el discreto prostíbulo ofrecía un aspecto desolado. La noticia de su repentina clausura se extendió por la comarca, provocando las más disparatadas conjeturas, muchos júbilos y no pocas frustraciones. Para unos, la voracidad de los mosquitos y las aguas putrefactas del río, habían puesto en fuga a las delicadas señoritas de madame Duchamp; para otros, el acontecimiento se debía a la intercesión divina, invocada con tanto celo como fervor; y para los terceros, la cosa se centraba en un problema de carácter sanitario, por cuanto había que revisar periódicamente las condiciones higiénicas del putaísmo tramontano.

Satisfecho por el venturoso desenlace, don Felipe recuperó el optimismo y se aplicó, con esmero y reserva, a la maduración de sus inminentes actuaciones, soslayado de una vez por todas el peligro de las ya gratuitas indagaciones del decrépito e inoportuno don Agustín Meseguer y Arqués.

-La Providencia siempre está del lado de la honradez y de las buenas costumbres -le comentó, muy pimpante, Bienvenido Rufete, cuando se encontraron casualmente, en Almoradí, y tomaron unas cervezas juntos-. Si hace poco nos libró de aquel malintencionado periodista, ahora se lleva a esas mujerzuelas que tantas perturbaciones y disgustos nos han causado a las personas de orden.

  —108→  

Pero el pedáneo hubiera preferido soluciones más vibrantes y severas, para reprimir el desmadre de una juventud enloquecida y entregada a hábitos abyectos. Reputó loables las iras del justiciero don Nicomedes Gallardo y se dijo que, en otras condiciones, él no hubiese dudado, ni por asomo, en emplear idénticos procedimientos y cortar así, por lo sano. Bienvenido añoró los tiempos en que campaba a sus anchas, por toda la vega, sin que nadie se atreviera a plantarle cara.

-Si no fuera por esta condenada sequía, don Felipe...

-No me hable, Bienvenido, no me hable usted que no sé cómo vamos a salir de una situación tan extremadamente grave.

-Es que el gobierno, con todo ese lío de las autonomías... En fin, yo ya voy para viejo y me conformo con poco, ¿sabe, usted? -dio un ruidoso trago-. Y mire lo que le digo, no le extrañe nada que venda las cuatro tahúllas y me marche a vivir con mi hijo mayor que tiene un buen empleo, en Barcelona. ¡Qué remedio! ¿No le parece?

-Por supuesto, amigo mío, por supuesto. Desgraciadamente, las cosas no siempre son como uno quisiera.

Sin embargo, Bienvenido Rufete nunca viajaría a Barcelona, ni a ninguna otra parte, cuando menos por voluntad propia, porque fulminó todas sus oportunidades, con la pólvora del atroz parricidio perpetrado dos semanas después del sepelio de Aguedica Larrosa y dos antes de que Juan el del Melondra, movido por la melancolía y la inconsciencia, demoliera el cementerio con su poderosa máquina y sacara las mondas al relente. En los interrogatorios que se le formularon, Bienvenido habría de declarar enfáticamente que nada le impresionó tanto en su vida como los tejemanejes y las maravillosas mudanzas obradas por la parentela de don Erasmo Figueroa, a todos los cuales, y en connivencia con el tío Capacho y Florencio el Panizo, consiguió que detuvieran, por presunto asesinato, incluyendo al gran danés Sitting Bull que fue confinado en una perrera, en tanto se practicaban las diligencias de rigor. Embarullado por aquellas obsesiones que se agravarían a lo largo de su condena, no se conmovió ni aun en presencia   —109→   del cadáver desguazado por las postas, de su segundogénito Rufino Rufete. Era un ladrón, dijo.

La apresurada partida de madame Duchamp, escamó a Cuatro Santos Coronados, quien se propuso indagar las causas del intempestivo y anómalo cierre del palacio del placer, y comenzó por el soborno de Urbano Meseguer que ejercía, sin inhibiciones ni empachos, de maricón de playa, propiamente. A base de cubatas y de picardías, logró sacarle lo de la subrepticia visita de don Felipe, que provocó trajines y prisas. Supo además, por pura chiripa de la embriaguez compartida, que el licenciado dibujó a plumilla las desvergonzadas viñetas del escándalo, y dedujo que todo aquello tenía que ver, y mucho, con el súbito interés de don Felipe, por lo que contó la Sapa acerca de las putas de la calle de la Mancebería. Si sus barruntos prosperaban, iba a ser él Cuatro Santos Coronados Barragán Illescas, quien amenazara al insolente y jactancioso don Felipe, con empapelarlo. Por fin, le había llegado su vez. Que se preparara don Felipe, si no lo disuadía con el alborotado aleteo de los billetes.

La muerte de Aguedica ensombreció demasiados semblantes y resonó como un estampido la noticia de las extraordinarias honras funerales: sucumbió a consecuencia del mal malo, pero en medio de una lluvia milagrosa. La mayoría del vecindario eludió cualquier referencia a los caudales que se vertieron por la trampilla del sobrado. No está bien fisgonear en lo ajeno, sentenció en aquella luctuosa ocasión el pedáneo, quien decididamente se dijo que después de la ceremonia, presentaría la dimisión de su cargo. En realidad, se observaron muchos revuelos y no pocas actitudes fingidas. Por ejemplo, a Rosa de la Luz se la llevaron sus hermanos, como en un relámpago. Que yo sepa, murmuró Rita Senabre jamás antes de ahora, habían tenido miramiento alguno con ella. El tío Capacho se quejó de sus achaques y de aquel clima tan pernicioso para el reúma que lo corroía. Y hasta Florencio el Panizo, un auténtico baldragas, mencionó la conveniencia de la emigración, a empellones de la pertinaz sequía. Tras dos siglos de ininterrumpida decadencia, Puebla del Socorro agonizaba. Y así, las campanas que tocaron a muerto por   —110→   Aguedica Larrosa, también lo hicieron por toda una historia de imposturas y deserciones.

Aquellas mismas campanas le quitaron el sueño a don Erasmo Figueroa. Regresaron a «Villa Soberana», cuando conocieron el lamentable epílogo de Leo Ros y sorprendentemente se tropezaron con el azaroso drama que removía de nuevo las razones que les obligaron a ausentarse. A unos cien metros de distancia, se situaron para presenciar el cortejo necrológico. Luego, se retiraron en silencio. A don Erasmo no se le antojó buena señal, por eso, ya acomodados en torno a la espaciosa mesa de nogal, recomendó a todos los suyos que se condujeran con la mayor prudencia y prohibió expresamente a Isaías Dallas y a Jeremías Kansas que, bajo ningún pretexto, abandonaran el parque de la casa solariega. Pero los recursos preventivos no surtieron efecto alguno: al alba del quinto día, la Guardia Civil invadió «Villa Soberana», en una operación vertiginosa. El sargento que mandaba las fuerzas, les comunicó sencillamente que estaban arrestados, por orden de la superioridad. Don Erasmo Figueroa, trémulo y sofocado, quiso hablar, pero se lo impidieron, de forma cortante: Ya hablará usted cuando se le pregunte. A continuación, y provistos como iban de un mandamiento judicial, procedieron a realizar un ingente y minucioso registro: hojearon libros y papeles; revolicaron armarios roperos y cómodas; tantearon paramentos y pisos; vaciaron baúles y cajones; rastrearon macizos y parterres; y así, sucesivamente, hasta que descubrieron los despojos humanos.



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ArribaAbajo- 7 -

Inventario de ensalmos, amuletos y pócimas del que echó mano la joven doctora para sacarle de encima el aojo al libertino Leo Ros, cuando éste confundió el río Segura con el Hudson, también llamado North river, y de la furia que solevantó tamaño desatino


Puebla no había vuelto a vivir una jornada semejante, desde la visita oficial del autobús cargado hasta los topes de sabios en paleontología, y que se celebró con fuegos de artificio y pasmosos discursos acerca de la infinidad de seres orgánicos fosilizados, ya iba para los ocho años. Pero ni aun entonces vieron a una mujer tan hermosa y elegante como Lidia, ni a unos caballeros tan pulcros y distinguidos como aquellos dos que la acompañaban y que olían varonilmente a algas marinas. Se me figuran tal y como esos yachtmen de los anuncios, dijo Cuatro Santos Coronados, con la más absoluta fascinación.

Los forasteros llegaron a primeras horas de la tarde, en un automóvil largo y reluciente, de color de la uva verdeja, con Mercedes Amorós que desentonaba con sus tejanos de siempre y aquel raído suéter de punto inglés. Todos sabían de sobra por qué estaban allí: habían venido para llevarse a Leo Ros, quien, cuatro días antes, asaltó Puebla y ocupó un corral semiderruido. Desde entonces no hacía más que auscultar huertas y casas como un zahorí, increpar a las gentes, en un idioma desconocido, acosarlas y empavorecerlas, sin que tampoco Mercedes pudiera ya impedir sus tropelías. En ocasiones, Leo caía en una especie de estado sonambúlico, se retiraba a sus ruinas y permanecía durante un tiempo imprevisible inactivo y completamente ajeno a cuanto lo rodeaba. Aquella situación alcanzó límites tan insostenibles que Bienvenido Rufete, junto con otros notables de la pedanía, se constituyeron en comisión   —112→   y decidieron poner en antecedentes a las autoridades, para que se encargaran de aquel individuo. Es un constante desafío a la moral y al orden públicos, afirmó don Felipe Ruiz de Peñamora, y deberían de internarlo en el manicomio de la Santa Faz, en evitación de cualquier posible desgracia. Sólo a instancias de la doctora Amorós, consintieron en un aplazamiento de cuarenta y ocho horas, antes de dar curso a sus gestiones.

Por segunda vez, en pocos días, Mercedes telefoneó a la mujer de Leo Ros y la apremió de manera contundente, si usted no actúa con la urgencia que el caso requiere, me veré precisada a tomar las medidas que estime más adecuadas, le dijo, con la palabra alterada y refrenando sus emociones.

-Le recuerdo a usted que se trata de mi marido -replicó Lidia Infantes, posesivamente.

Pero, de inmediato, el tono de su voz se hizo más cálido y confidencial. No eran aún las nueve de la mañana de aquel primer jueves de abril y Lidia le aseguró que a las cuatro se encontrarían en la pensión donde se hospedaba Leo, en Almoradí. Convenida la cita, Mercedes corrió a Puebla y avisó a Bienvenido y a don Felipe. Temía que a Leo le ocurriera algún percance. La noche anterior, alguien había colgado una pata de macho cabrío, en el vano de la puerta del muladar, en el que yacía el reportero.

Lidia llegó puntualmente, en compañía de su hermano que ostentaba un alto cargo, en la administración del Estado, y del doctor Baidal, amigo íntimo de la familia Infantes y bien acreditado especialista en enfermedades nerviosas. Tras unos minutos de tensiones y titubeos, Mercedes les expuso, cruda y sucintamente, todo el proceso de desequilibrio psíquico que, en su opinión, padecía Leo Ros, estimulado por el abuso de las bebidas alcohólicas y precipitado a raíz de su aventura en Los Almarjos, cuando tuvo lugar la invasión de las ranas, y desde la cual cambió los nombres de las personas y de las cosas, con vencido de que se encontraba en Nueva York, y confundió el río Segura con el Hudson, al que, a veces, y con objeto de apaciguar la cólera de ciertos huertanos, accedía a llamar también, y como una graciosa concesión, North   —113→   river. Todo aquello dejó estupefactos a los forasteros, que no terminaban de asimilarlo. En un momento, el doctor Baidal, ostensiblemente demudado interrumpió a Mercedes y le pidió su diagnóstico, para afianzarse en el ámbito de la ciencia médica. Lo siento, doctor, pero no me atrevo a pronunciarme sobre este caso, le contestó Mercedes Amorós, quien aclaró que ni se consideraba competente ni disponía apenas de experiencia profesional. Por supuesto, se calló, a cal y canto, cualquier comentario, por insignificante que pareciera, en torno al hipotético mal de ojo del que Leo Ros podría ser víctima, según le habían insinuado algunos curanderos de la comarca. Lidia, su hermano y el doctor Baidal examinaron, en tanto se recuperaban del soponcio, la amplia y destartalada alcoba de Leo, en la que ya habían entrado a saco, y sin duda, con su indiferente aprobación, Tonico Cañizares y Cuatro Santos Coronados: no quedaba en ella ni una máquina de escribir, ni un magnetófono, ni una cámara fotográfica. Lidia la miró con un leve desdén y le preguntó que dónde se hallaba su marido.

-Muy cerca. A un par de kilómetros o así. Iré con ustedes -dijo la joven.

Lidia hizo un imperceptible movimiento de cabeza como aceptando el ofrecimiento, contempló, con evidente aversión, la caótica estancia y se volvió hacia su hermano, que aguardaba en el umbral de la puerta:

-¿Vamos?

Mercedes se sentó al lado del chófer de uniforme, para indicarle el camino. Durante el breve y escabroso trayecto, nadie habló, excepto el doctor Baidal quien advirtió que todo estaba controlado y que la ambulancia llegaría a las seis.

En Puebla reinaba una gran expectación. Los hombres se habían puesto el traje de los domingos y paseaban por la única y polvorienta calle, mientras las mujeres fisgoneaban a través de persianas y visillos. Cuando apareció el suntuoso coche, dando tumbos y despilfarrando su admirable mecánica en aquel reguero de hoyos, se sintieron como en precario y no acertaron con la índole del recibimiento. Bienvenido Rufete se adelantó hacia los transitorios   —114→   huéspedes, les dispensó las mismas reverencias ensayadas para el agasajo de los sabios y balbuceó unas frases de cortesía a las que los extraños no prestaron la menor atención. Lidia y sus acompañantes siguieron a Mercedes, hasta el corral desmoronado, y descubrieron a Leo tendido sobre la broza, con un pañuelo violeta de seda natural anudado alrededor de la frente. Se detuvieron muy impresionados por aquella escena de escalofrío y todos observaron cómo la esbelta y atractiva mujer se tambaleaba sacudida por un momentáneo impacto. El doctor Baidal se acuclilló junto al enfermo y le tomó el pulso, con un gesto de honda inquietud, y continuó la incómoda exploración, hasta que Leo abrió unos ojos al espanto y escrutó, de uno en uno, los semblantes anónimos y grotescos del abigarrado cónclave, y sólo reconoció a Mercedes Amorós, pero con la identidad canjeada por la de una tal querida Jackie, quien, al parecer, siempre estaba volviendo de algún secreto itinerario. Te esperaba, querida Jackie, aunque me parece que ya no hay respuesta, puntualizó, con un vestigio de consuelo. Fue entonces cuando Mercedes recibió el embate de la desesperación y paulatinamente anduvo de espaldas, intercambiando con Lidia una mirada de recíproca inquina, mientras se perdía por un laberinto de añoranzas, tan abstraída que se sobresaltó con la pregunta, afilada como un bisturí, que le hacía el alto funcionario de la administración pública, acerca de lo que se le debía, por sus visitas y atenciones facultativas a don Leo Ros (¡a don Leo Ros!). En su aturdimiento, Mercedes ni siquiera pudo repeler el agravio iterativo, porque el hermano de Lidia la seguía, enarbolando una cartera de piel, con las iniciales de oro. Se dejó dominar por una reacción espontánea y salió a todo correr de Puebla del Socorro y no paró, hasta el huerto de naranjos, jadeante, con náuseas y alucinada, y allí esperó, nunca acertó a discernir por cuánto tiempo, y allí también tuvo conciencia de que Leo era, y quizá siempre lo había sido, una especie de espejismo o una criatura tan incorpórea y mágica, como la misma Sapa. Repentinamente la conmovió el remordimiento, porque ella acababa de sentenciar a Leo Ros a una soledad perpetua.   —115→   Lo supo, cuando percibió la estridente sirena de una ambulancia.

Inmune a las lágrimas, Mercedes tomó el coche de línea de Alicante. Aquella noche, se embriagaría, por las angostas calles del barrio antiguo, y terminaría en la cama de un desconocido, pero formidable parodiador de los más célebres y legendarios amantes, sin que los audaces juegos eróticos lograran liberarla de aquel profundo sentimiento de culpabilidad. Se despertó, muy temprano, abrazada al cuerpo desnudo, joven y elástico de un hombre al que jamás antes había visto. No tenía nada que reprocharse, pero estaba deprimida y con los pensamientos aturullados, por una persistente neblina de recuerdos guarecidos en frascos de alcohol, sin etiqueta. Se levantó y se vistió, con el mayor sigilo, después de recuperar sus ropas esparcidas por un dormitorio estratégicamente concebido, para excitar las fantasías mórbidas, encontró el baño, se humedeció las sienes y la nuca, bebió en el grifo, con avidez, salió de puntillas del apartamento, bajó en el ascensor y allí mismo se tropezó con el mar. Recorrió dos o tres kilómetros a pie, hasta que un automovilista la recogió, atendiendo a las angustiosas señales de la muchacha que ofrecía un aspecto lastimoso, y la dejó frente al ayuntamiento. Aún no eran las ocho y cuatro, de manera que Mercedes se metió en un bar y pidió un café tras otro. No quería, bajo ningún concepto y menos en aquellas condiciones, llegar a su casa, sin que su padre se hubiera ido ya, para eludir discordias y altercados tan engorrosos como insolubles. Desde hacía varios años, las relaciones entre ambos se deterioraban progresivamente y ninguno cedía un ápice, en sus respectivas actitudes. Cierto que Mercedes no le dio explicación alguna, cuando decidió marcharse a Inglaterra, con Ernesto Roca, un compañero de facultad becado por la Fundación March, para que realizara estudios sobre hemodiálisis y trasplante renal. Le escribió cinco cartas, sin que su padre descendiera de su postura olímpica. Mercedes no insistió y apuró el esporádico romance, resuelto en la promiscuidad de un piso, donde convivían con otras parejas, hasta que, un buen día, Mercedes se decepcionó de todo aquello, habló serenamente con Ernesto   —116→   y emprendió el viaje de retorno, frustrada su primera experiencia sentimental. Su inesperado regreso provocó un escándalo tan desaforado que la joven, desoyendo los llantos y las súplicas de la madre, entre invocaciones de rosario de la aurora, no se amilanó y dijo que se consumía en aquella casa y que se iba a Madrid, en el talgo de la tarde, que ya había cumplido veinticinco años y que tenía un título de licenciada en Medicina y Cirugía para algo y que no estaba dispuesta a soportar los alardes y las veleidades de una dictadura doméstica. ¡Me vais a matar!... Entre los dos, me vais a matar a disgustos, hija mía, se lamentaba doña Patricia que había asumido, con una resignación muy nazarena, su papel de mártir. Sólo la abuelita Gertrudis sonreía, ajena al tumulto, en su ámbito de silencios y de daguerrotipos, casi como una efigie más de la galería de los viejos y ovalados retratos de la estirpe paterna. Pero todo fue en vano. La retahíla de gritos y plañidos no impidió que Mercedes arribara, alrededor de las nueve, a la estación de Chamartín, desde donde tomó un taxi y le facilitó al conductor la dirección de Ana Diéguez en el cercano Parque de Santa María. ¡Pero qué sorpresa!, Ana la abrazó, te encuentro muy bien, ¿y Ernesto? Lo de Ernesto había sido un rotundo fracaso, él continuaba en Newcastle, con sus trabajos acerca de los pacientes con insuficiencia renal crónica y sus frivolidades, y ella, bueno, ya no aguanto a mi padre, menudo oportunista está hecho, se desembarcó de los sindicatos verticales, cuando vio que la cosa se hundía, y en el 77, ¿te acuerdas?, de candidato al senado, independiente, sí, pero avalado con las siglas del PSOE, después de brujulear por no sé ya cuántos grupos y partiditos, y de arrearme un rapapolvo de no te menees, a raíz de que me detuvieran, en una manifestación, en Valencia. ¿Desencantada? Pero, Ana, por favor, yo no creo en los encantadores. Defraudada. Defraudada, porque sí creo en los defraudadores, mi padre es un defraudador de aúpa. A las diez y media, en plena euforia de evocaciones llegó Pedro José, el compañero de Ana, y se mostró exultante, por la inesperada presencia de Mercedes, no, no me cuentes el rollo y vámonos, os invito a un bocata. Estuvieron hasta las tres de la madrugada,   —117→   en un pub inflado de volutas de hierba y con la música a toda pastilla. ¿Te va? A Pedro José, el humo, la penumbra y el estrépito, le ponían la expresión seráfica, soy un penene de instituto y aquí floto, ¿comprendes?, libre de las incertidumbres de mi condición. Mercedes durmió apaciblemente y cuando se levantó, ya no había nadie en casa. Una nota manuscrita de Ana decía: «No vendremos a comer. En la nevera, encontrarás lo que necesites. Cariños.» Junto a la nota, unas llaves, pero Mercedes no salió aquel día ni los siguientes. Prácticamente, se encontraba sola y fuera de órbita. Ana ejercía en una clínica privada, me explotan a base de bien, pero por algo hay que empezar, y Pedro José, con sus clases de historia y sus problemas laborales. Por eso, cuando casi dos meses después, su madre le anunció telefónicamente que había arreglado un armisticio y que faltaba su beneplácito, respondió que de acuerdo. Ana le dejó el dinero para el billete, te lo devolveré en cuanto pueda, y cogió un tren nocturno, de regreso a Alicante.

En un principio, se respetó el pacto y cesaron todas las hostilidades familiares, aunque su padre y ella se mantenían siempre al acecho y sólo se dirigían la palabra convencionalmente. Mercedes se apuntó en la bolsa de trabajo y don Alberto, con la mayor reserva, para no despertar suspicacias en su hija tan indómita como engreída de su empalagosa integridad, movió los resortes de las viejas y de las recientes influencias, de modo que, no mucho más tarde, Mercedes obtuvo su primer empleo, en el ambulatorio de la Seguridad Social, de Callosa de Segura, sustituyendo al titular durante sus vacaciones, en el mes de agosto. A lo largo de aquellas semanas, Mercedes aprendió más que en los años de carrera y de continuo andaba a vueltas con el vademécum y los volantes para el especialista y las altas para la residencia y los certificados de defunción, no se moleste, doctora, que el pobre ya está frío y bien tieso, y se cansó de ver bubas y de apañar dedos amputados por las herramientas agrícolas, y de examinar culos de lancinantes incordios, bájese los pantalones, ordenaba con cierta afectación, y el paciente enrojecía, pero, ¿cómo? ¿allí, delante de ella? No se preocupe, soy médico,   —118→   y le repetía, con más ímpetus, que se bajase los pantalones, y el paciente, en el límite de la humillación y de la trifulca, le trasladaba desairadamente la orden a la mujer, dócil y resignada, por el invisible conducto de los hábitos ancestrales. Pero Mercedes no transigía con aquellas imposiciones machistas, que se lo he dicho a usted, buen hombre, ¡bájese los pantalones, de una vez! Y así, el agobio de un agosto batido por los vientos africanos, en la mínima estancia, con una mesa y una vitrina donde se exhibía un irrisorio instrumental: pinzas, escalpelo, tijeras, fonendoscopio.

Daban las nueve en el reloj del ayuntamiento, cuando Mercedes apuró su tercer café, la resaca de la noche anterior aún le zarandeaba aquel torbellino de imágenes, abandonó el bar y se dirigió hacia su casa, por la calle de Altamira, segura de no encontrarse con su padre. A la altura del Portal de Elche, hilvanó de nuevo la memoria de su paso por el ambulatorio y se estremeció con la dolorosa escena de la muerte de un niño de dos años al que le llevaron ya en coma, electrocutado, había metido sus deditos, en un enchufe, y la descarga eléctrica le inmovilizó el frágil corazón, y ella aplicándole masajes cardíacos durante horas, no disponía de otros medios, inyectándole, haciéndole el boca a boca, sálvelo, doctora, rogaban aspaventosa y patéticamente sus abuelos, sálvelo, pero se azuló todo el pequeño cuerpo y sintió, con impotencia y con rabia, cómo se erigía el rigor mortis. Luego, Mercedes no pudo contener un llanto convulsivo y acusante, sola, recluida en la alcoba contigua, para las escasas pausas de reposo, con una cama plegable y su bolsa de prendas, cosméticos y libros, otro fracaso mucho más sensible y demoledor que su fracaso amoroso con Ernesto, y para qué le habían servido tantos conocimientos teóricos, nada tienes que censurarte, le diría el médico titular, al fin reincorporado a su puesto, nos ocurren estas cosas a todos: a ti, a mí, a cualquier. Pero las frases y los golpecitos consolatorios no la sacaron de su postración y transcurrirían algunos meses, antes de que se repusiera del trance, merodeando por una comarca absorbente y peculiar, a lo largo del río, con los jóvenes ecologistas que se organizaban,   —119→   por entonces liderados por un Carlos Cases de barba espesa y bruñida, que se había entregado casi mesiánicamente a la causa, en tanto Mercedes aprovechaba también los desplazamientos, para consultar en archivos y bibliotecas las crisis epidémicas del Bajo Segura: el paludismo, las infecciones coléricas, la cannabosis, anotándolo todo con el propósito de acopiar datos y analizar condiciones de salubridad, dispositivos de control e incidencias en los comportamientos religiosos, para posteriormente elaborar su tesina de licenciatura. No os alarméis, les advertía a sus padres, estoy muy bien y trabajando en temas de interés sanitario. Pero a don Alberto le alcanzaban noticias poco tranquilizadoras de su hija que vivía a salto de mata, siempre de un lado a otro, sin domicilio conocido y en compañía de gentes extremistas, inadaptadas y problemáticas, actitud nada oportuna, para las maquinaciones de don Alberto, casi en vísperas ya de unas nuevas elecciones generales, que trató de corregir infructuosamente, porque Mercedes se negó en redondo a secundar aquello de fabricarse una imagen propicia al voto, don Alberto negociaba un puesto privilegiado en la lista de la candidatura que se le iría al garete, y el precario armisticio del clan saltó en pedazos. Mercedes espació sus viajes a la capital y cuando iba, acordaba un encuentro con su madre, en cualquier cafetería de la Explanada o en el hotelito desvencijado de tía Marta, en la Ciudad Jardín. ¡Me vais a matar!... Entre los dos, me vais a matar a disgustos, hija mía, y tras los lamentos de doña Patricia, su hermana, con el almanaque detenido en un jueves 11 de octubre del 34, fecha en que su marido de unas semanas y teniente de infantería resultó desmenuzado por un cartucho de dinamita, en Asturias, les servía té con pastas y les contaba cómo, en la última sesión de espiritismo, se le había aparecido su Miguelín, con el uniforme de campaña colmado de cruces y condecoraciones, para proclamar su victoria sobre los obreros revolucionarios, en la fábrica de Trubia. A la pobre tía Marta la enterrarían, seis meses después, con el sable del heroico militar, al que ni un solo día había dejado de sacarle brillo.

Mercedes ojeó el reloj, cuando enfilaba la calle Castaños;   —120→   donde estaba su casa, es decir, la casa de sus padres. Eran ya las nueve y diez. Sonrió, con un rictus de cansancio, tratando de recomponer peripecias y detalles de aquella noche de fingida fogosidad, con un desconocido y presuntuoso galán. Pero no se hizo ninguna admonición. En definitiva, no había supuesto más que una inconsecuente aventura, con el turbio deseo suscitado por el vodka con limón, de infringirse a sí misma un escarmiento, ha sido, pensó, un estúpido acto de masoquismo, sin mayores consecuencias. Y recordó sus conversaciones con una bonita muchacha de la vega, sometida a la desviada penitencia corporal que le impuso su confesor y beneficiario de tales prácticas, por sus incestuosas relaciones con el padre y los hermanos, a efecto de las cuales se hallaba embarazada. Don Joaquín me mandó que me tumbara boca abajo y entonces me bajó las bragas y me la encasquetó por detrás, ¿sabes por dónde te digo, no? y yo le dije que me hacía mucho, pero mucho daño, y él, don Joaquín que se ponía siempre como un burro con aquellas guarradas, me dijo que así, mejor, que cuanto más daño, mejor, porque purgaría más aprisa los pecados tan negros que había cometido, y luego le dijo a mi hermano menor que para redimirse, lo azotara a él, a don Joaquín, con una cincha, mientras me atormentaba con la verga, toda vez, le dijo, que aunque él, don Joaquín, sólo pretendía mi salvación, por el martirio de la carne, también se ensuciaba de culpa y que con los golpes se purificaría su espíritu, como él, don Joaquín purificaba simultáneamente el mío, ¿comprendes, doctora Mercedes?, y hablaba con naturalidad, como si se tratara de algo irremediable y atávico.

-Pero cuando me propuso lo del perro, porque dijo que se encontraba agotado y que además el perro carecía de alma y no pecaba, me sacó de quicio y le rompí una imagen de escayola de santa Catalina de Siena, en toda la crisma, y empezó a sangrar y a gritarle no sé qué cosas al demonio -estoy horrorizada todavía, Gabriel, y ya te harás cargo, porque te lo cuento tal y como me lo contó ayer, la propia Mariana la de los incestos, por obediencia filial, según me comentó, y yo le pregunté: ¿bestialismo?, y ella me respondió-: ¿Y eso qué es? Bueno, pero desde   —121→   entonces don Joaquín ya no ha vuelto, ni con el perro, no se atreve, porque yo me pienso que es maricón o algo por el estilo, ¿no? Y eso que mi padre me mandó a pedirle perdón y a confesarme con él, que tenía la cabeza todica llena de vendajes, doctora Mercedes, ay, si lo vieras, porque mi padre me dijo que atizarle así a un hombre sagrado era muy feo y caía una en el pecado mortal.

-¿Y qué hago con lo del aborto, doctora Mercedes? Porque también será pecado, digo yo, que me he pasado la vida pecando sin saber nunca cómo ni por qué -te lo aseguro, Gabriel sentí su angustia de animal acosado y aún no le he dado ninguna solución.

Gabriel Escudero recibió efusivamente a Mercedes, en una salita de estucos dorados, con moblaje barroco lleno de incrustaciones de bronce sobre un fondo de conchas de carey, decoración chinesca, piezas de vajilla pintadas con motivos inspirados, sin duda, en Watteau y toda una coruscante colección de estatuillas de porcelana representando a cortesanos, a pastores, a figurantes de la comedia italiana, y allí, en aquel ámbito delicado y casi teatral, Gabriel Escudero escuchó la escabrosa historia de las fornicaciones incestuosas y de los vicios nefandos, sin exhalar un suspiro. Cuando Mercedes concluyó su exhaustivo relato de los hechos, le aconsejó que se calmara. Retirado del ejercicio de la Medicina, por una infección que le pudría la sangre, Gabriel llevaba esperando quince años, el envite fatal, en su finca oriolana, un sólo movimiento y me da jaque mate. ¿Y qué quieres? No soy moralista, ni legislador, ni juez, ni policía. A Gabriel Escudero se le turbó el semblante afilado y sutil. No, Mercedes, ya no te puedo ayudar. Además, me temo que mis criterios huelan, como esto, a parafina: están disecados. Bien, te queda la conciencia. Mercedes miró irónicamente a su padrino, convencida de que aún no había pronunciado la última palabra. Gabriel sonrió.

-Sí, ya sé, ya sé. Yo era un joven ginecólogo y recuerdo que tenía la consulta ahí mismo cuando vino a verme una chica, muy atractiva, por cierto, y me dijo que la había preñado su propio padre. Con frecuencia, el límite entre la fe religiosa y la superstición se desvanece. Pero   —122→   nosotros sólo somos parteros y conocemos el arte de traer criaturas al mundo. Y bueno, hice lo que consideré adecuado -se levantó y observó atentamente un fino cristal de Bohemia-. Por curiosidad, Mercedes, analiza la demografía de ese lugar tan a trasmano, y tal vez adviertas un elevado índice de deficientes mentales, en el más dramático abandono. Y entonces, procede.

A las nueve y cuarto, pulsó el timbre y Rosario entreabrió, con desconfianza, la puerta, sin despasar la cadenita de seguridad, pero cuando la distinguió, en la penumbra de la escalera, en cuyo ojo cabía hasta un aeróstato, se le iluminó el rostro y profirió una exclamación de alborozada sorpresa. No te esperábamos, Merceditas, adelante, adelante. Su madre salió de la alcoba matrimonial, desgreñada y abotonándose la bata rosa de lana de los Pirineos, hija mía, hija mía, e inició sus acongojados gimoteos, mientras la abuelita Gertrudis dormía sentada en su lecho, con baldaquín, después de una noche de insomnio dedicada a poner en marcha los cuatrocientos veintitrés instantes más maravillosos e irrepetibles de su vida, conservados, por el artificio de la cámara obscura, en las placas metálicas de monsieur Daguerre y en las fotografías de color sepia. Mercedes no quiso desayunar, se duchó con un agua tibia y reparadora, y se metió en la cama, tengo mucho sueño, y doña Patricia la arropó, con el mimo de cuando era una niña endeble, y corrió las cortinas, para que la luz solar no la turbara, descansa, hija, descansa ahora y no te inquietes por tu padre, que está de viaje. Pero Mercedes oía los pitidos intermitentes de la ambulancia que se llevó a Leo Ros, por los circuitos de la inconsciencia, y lo vio, como el lunes pasado, lanzándose al asalto definitivo de Puebla y tuvo la intuición de que ya no había remedio. Corrió tras él, tratando a toda costa de persuadirlo, con razonamientos y súplicas, hasta que Leo la empujó, con destemplanza, no me detengas, Phoebe, que el general Hollingsworth no se espera este golpe de mano. Pero se equivocaba, porque Bienvenido Rufete, precaviendo cualquier desmán del reportero, había tomado sus medidas, de modo que fue Cuatro Santos Coronados quien alevosamente consumó la traición y le pasó   —123→   aviso de las andanzas de Leo Ros. El pedáneo improvisó un bando, en el que se ordenaba a los vecinos de Puebla que permanecieran en sus hogares, en evitación de altercados y reyertas con aquel individuo, en tanto la autoridad preparaba un plan de salvación pública. Y así fue como Leo Ros, dando traspiés y jijeos, invadió un villorrio fantasmagórico y silente, sin que se apreciara el más insignificante rastro de persona o animal, en casas y corrales, cuyas puertas permanecían cerradas a machamartillo. Cansado de auscultar la tierra y de vilipendiar a los invisibles habitantes del lugarejo, el enfierecido intruso requisó una hediente escombrera, para su reposo. Leo Ros llevaba en aquel malhadado día de abril, un pañuelo violeta de seda natural alrededor de la frente. Era tan sólo un inofensivo amuleto contra el mal de ojo, pero todos jurarían que se había disfrazado de pirata.

Con la manía que le entró de ponerles nombres raros a las cosas, justamente después de escuchar el infundado canto de la lluvia de las ranas, Leo Ros provocó una tensa situación que se acentuaba, muy en particular, cuando le decía Hudson (o North river, en tolerante concesión) al río Segura, hasta el extremo de que cinco notables cronistas de otras tantas villas ribereñas, se entrevistaron con él, durante toda una noche, con el exclusivo y generoso objeto de sacarle de su error. Iban bien pertrechados de mamotretos enciclopédicos, tratados geográficos y documentos probatorios de todo tipo, y aún así, aduciendo testimonios y citas de Pomponio Mela, Plinio, Bartolomé Antiste, Claudio Ptolomeo, Abuscasim, Florián de Ocampo y muchos más eruditos en la materia, tuvieron que elaborarle un nomenclátor con las sucesivas denominaciones del río, desde el Thader de los fenicios, hasta el Wad al-alyad de los árabes, pasando por otras espurias o corrompidas, como Estábero, Alebo, Alana y Serabis, sin que Leo Ros se conmoviera ante tanta sapiencia, ni soltara por un momento su botellita de whisky. Cuando amanecía, los solemnes cronistas le entregaron unos pliegos caligrafiados, muy convencidos de la eficacia de su loable y fatigosa tarea. Leo Ros, tendido en el lecho, leyó detenidamente aquella lista, con sus items y considerandos,   —124→   y luego la despedazó, con indiferencia, afirmando que sí, que bien, que le había resultado un ejercicio muy instructivo, pero que faltaba ¡el Hudson! y que a él no podían engañarlo con sus estúpidas tretas. La cuadrilla de cronistas se quedó estupefacta y sin saber qué decisión tomar ante tamaño ultraje que menoscababa la dignidad y la solvencia de todo el gremio, hasta que uno de ellos, más dispuesto y con mayor desparpajo, se acercó a Leo Ros que, en el ínterin, se distraía lanzando al aire las trizas del surtido nomenclátor, como si fueran confeti, y le dijo:-

-Pero, señor, eso está en el extranjero.

Leo Ros lo fulminó, con una mirada de extravíos.

-¡Aaaah!, ya salió el listillo respondón... ¿Acaso insinúa, usted, que soy un vendido?

El asombro de los insignes cronistas ya no tenía límites. Se les notaba profundamente consternados, después de una larga noche de graves disquisiciones.

-No, señor, por supuesto que no... En ningún caso he pretendido molestarlo.

¿Entonces? Leo puso en pie su tambaleante corpulencia y los echó de su habitación poco menos que a patadas.

-¡Fuera!... ¡Fuera de aquí!... ¡Farsantes!... ¡Necios!... ¡Embaucadores!...

Mientras los cronistas corrían escaleras abajo, Leo se derrumbó de nuevo en la cama y fijó los ojos en el techo, como apagado por un trance hipnótico. Ni siquiera la estrepitosa llegada de Tonico Cañizares consiguió reanimarlo.

-Don Leo, don Leo, que le han dejado el coche convertido en una chatarra.

A primeras horas, unas gentes anónimas y vandálicas se abalanzaron sobre el espléndido ford Granada y lo redujeron a un montón de desperdicios: le rajaron los neumáticos, le rompieron los cristales, le quemaron la tapicería, le llenaron de orines la guantera y se lo untaron todo de mierda fresca y con tanta prodigalidad que incesantes oleadas de moscas enloquecidas le sorbieron, hasta los tornasolados aceites del cárter. El vehículo desmantelado y tan mondo que parecía el esqueleto de un animal   —125→   prehistórico, después del asalto de los insaciables insectos, se interpretó como un presagio de fatalidad.

-Veo los vapores malignos corriéndole por el cuerpo -sentenció Flora Ferri, que había nacido con las facultades de la cruz de Caravaca grabada en el paladar y que viajaba a cientos de kilómetros, en unos minutos, para olfatearles las emanaciones sulfurosas a sus pacientes-. Que le cante los gozos a la Virgen tocaculos de la Balma y los vomitará.

Pero Leo Ros no estaba para demasiados ajetreos y Mercedes consultó, en San Fulgencio, al tío Nicomedes el Churrispas que además de apañador de huesos, tenía el don de la clarividencia.

-Lo ha cogido el mal de ojo, por la cabeza, y también todas sus cosas despiden ya tufos de carroña -se abismó en un sueño de convulsiones y dijo, con la voz muy lejana y enronquecida-: Ponle estiércol en la frente, sujeto con un trapo de color vivo, y una higa de azabache, en el cuello. Tú se lo puedes conjurar, con una zafa de porcelana, un poco de agua y unas gotas de óleo, si recitas la oración que te confío: Dos te lo hicieron y tres te lo quitaron, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Fuera el espanto.

Su padrino Gabriel Escudero, mientras contemplaba, extasiado, una bandeja de cerámica vidriada de la manufactura de Alcora, comentó las investigaciones del marqués de Villena sobre el maleficio del aojo, y ya sabes, mi querida Mercedes, que escribió al respecto, y lo recuerdo casi textualmente, «préstanle escaso auxilio las comunes melicinas al enfermo de esta catadura». Pues, bien, procede en consecuencia.

Cuando conoció la noticia de los más inmediatos percances, el auto destrozado y los cronistas vertiendo diatribas flamígeras, contra el gacetillero borracho y viperino, Mercedes Amorós se dirigió presurosamente a la pensión de Leo. Llevaba su maletín de médico repleto de papelitos con ensalmos y conjuros (de los cabellos, de la piedra de alumbre, del gordobolo, de los tres demonios mayores), con recetas de pócimas y filtros de amor, con jaculatorias para el empacho y raíces milagrosas. Pero Leo Ros no se   —126→   prestó a sus manipulaciones, ni quiso el dije de azabache ni los emplastos.

-Hannah, my love, cualquier día de éstos me vas a chingar, con tus extravagantes antojos.

Después de año y medio de deambular a lo largo del río, de descubrir intrincados y hermosos parajes, de recorrer pueblos, partidas, casas rurales y hasta algunas esbeltas barracas de atoba, ya en trance de extinción, Mercedes mudó sus incipientes estudios epidemiológicos, por una apasionada curiosidad de compenetrarse con aquel mundo que se le ofrecía contradictorio y característico, a veces, anclado en un fondo de remotas tradiciones y costumbres, y, otras, cambiante y versátil, con el Segura siempre regulando los cultivos, los recursos económicos, la vida comunitaria. Y ahora el Segura se nos pudre y con él todo cuanto hay a su alrededor, denunciaban los airados ecologistas, y por esa porquería de residuos venenosos que le echan cauce arriba, y por las depuradoras y por el cuento del trasvase de marras, y los agricultores más jóvenes y por la pertinaz sequía y por las aguas de riego que no llegan o que son insuficientes (pronto se organizarían grupos armados, para evitar el robo de las aguas, con motorcitos clandestinos, y la Guardia Civil muy atenta, por si se producían trifulcas), mientras el viejo huertano hablaba líricamente de la tristeza de los árboles que no daban frutos o porque algún gafe, con cabezas de sapo en las pupilas de diferente color, los había embrujado (Mercedes, alelada con aquellas increíbles revelaciones), que no, abuelo, que los árboles no padecen de tristeza, ni de aojamiento, pijo, que son las tierras que se ponen más salinas, con tanto vertido químico y tanta mierda que lleva el río, pero, ¿es que no se da cuenta, buen hombre?, y que mata todo lo que pilla por delante: las cosechas, los barbos, las carpas, sólo las anguilas resisten aún esos lodos contaminados, y hasta a nosotros mismos que nos está dejando así, como quien dice, con el culo al aire. Y basta de resignación y de rogativas y de novenas y de hostias, que nos han jodido y bien, durante siglos, y no nos pasa por los huevos seguir haciendo el panocho.

  —127→  

-Cuando se corrompe un río, con la especulación y los intereses de muy concretos sectores privilegiados, se corrompe simultánea e impunemente todo su entorno -afirmaba, categórico e indignado, Carlos Cases, maestro sin plaza y martillo de alcaldes y señoritos, que andaba con el trasero pegado al sillín de su bicicleta de tanto ir y venir, a base de pedal, profiriendo alarmas y montando espectaculares manifestaciones de protesta.

Mercedes se coló de golpe, en aquel medio arrebatador, con afán solidario, pero por los vericuetos de unas prácticas curativas tan sugerentes como variopintas. Le costó, en un principio, ganarse la confianza de los empíricos en tales destrezas y fórmulas portentosas, pero finalmente se impuso y debutó sacándole el sol de la cabeza a una niña, después de realizar toda una serie de singulares operaciones: puso a hervir agua en un puchero, sobre el que trazó la señal de la cruz, a continuación la vertió en un lebrillo, en tanto murmuraba, por tres veces consecutivas, viva Jesús y muera Barrabás. A los cinco días, el agua dejó de borbotear y a la pequeña enferma se le fueron dolores y mareos. La tía Jacinta que la había iniciado en aquellos remedios, la miró con dulzura, tú tienes gracia, le dijo, y Mercedes supo que estaba aprobada. Aprendió también a romper las indigestiones, midiendo al paciente con un pañuelo y dándole friegas abdominales con aceite de oliva, y a limpiar la palidez de la ictericia, con trocitos de bayeta, nueve trocitos blancos, nueve trocitos amarillos, nueve trocitos negros, en tanto recitaba una simple jaculatoria: Virgen María, tú con tus manos, y yo con las mías. Su padrino Gabriel Escudero, el moribundo más antiguo de todos los tiempos, la obsequió con la edición facsímil de una obra de Josef Gazola, a cambio de tus poderes sobrenaturales, para que esta sangre se me apacigüe de una puñetera vez, mi querida Mercedes, que ya no me quedan caudales para comprar porcelanas, de modo que agonizaré de caprichos que es algo de muy mala educación e impropio de un caballero republicano y católico. Mercedes leyó que Josef Gazola había escrito que las entrañas de la tierra constituían una oficina de minerales saludables y su superficie, una vistosa botica, en los huertos,   —128→   en los prados y en los montes, y se apresuró a clasificar las plantas medicinales, con la paciencia de un herbolario. Pero fue la Sapa quien habría de introducirla en los arcanos de aquellos encantamientos, en unas confidencias tan inusitadas como luminosas.

Y sin embargo, ni sus conocimientos médicos ni sus esotéricas técnicas, le sirvieron de nada a la hora de recuperar a Leo Ros. A Leo Ros lo conoció en las afueras de Puebla, una mañana de viento. Le dijo que se encontraba allí investigando el misterio de una lotería invisible. Pero descubriré lo que sea. A Mercedes le aseguraron que había un error mayúsculo, que en Puebla, ni un duro, ¡qué más quisieran ellos!, pero ni un duro, en fin, cosas de los periodistas que se las inventan al vuelo, ya sabe, doctora. Y confió en Práxedes Rabasco.

Días después, Leo le confesó que estaba cansado y deprimido, abandona, le aconsejó Mercedes. No, ya no puedo. Es como un reto. ¿Un reto? Pero él tenía prestigio profesional y dinero y familia, ¿no? Sí, sí, mujer e hijos. Y uno, con casi veinte años, le enunciaría, una semana más tarde, como parapetándose en su paternidad, para resistir ociosamente el acoso de Mercedes. Pero yo he cumplido veintiocho, ¿sabes?, y, por supuesto, no soy virgen, le diría ella, erosionando escrúpulos, momentos antes de hacer el amor, sobre las dunas de Guardamar.

¿Un reto, Leo? Y él: un reto, sí. Aunque no sabría explicarte por qué. Mira, Mercedes, siempre envuelto en desastres, en guerras, en atentados, en zancadillas, y una mañana, escucho, por la radio, que cientos, que miles de millones han caído en una insignificante aldea, abatida por la sequía y la miseria, y me digo: voy a presenciar el origen de un nuevo mundo, así de fácil y de ingenuo, porque deseo escribir sobre la vida y todo eso, será la edad, no sé, pero de pronto me asaltan los miedos y a veces dudo hasta de mi propia identidad. Bueno, pues, tomo el primer avión y me planté aquí. ¿Y ahora, Leo?

Leo Ros miró hacia Puebla, casi desvanecida en un remolino de polvo, recuerdo una historia muy vieja: el hombre corre desesperadamente, por un camino angosto e infinito, y el maestro de postas le grita, al verlo pasar,   —129→   ¡eeeeeh!, ¿de qué huye?, pero el hombre no responde y se limita a señalar a lo alto. Al día siguiente, el hombre pasa de nuevo, a todo correr, junto a la casa de postas y el encargado le grita ¡eeeeh!, ¿pero qué persigue?, y el hombre vuelve a señalar a lo alto.