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Todos los enanos del mundo

Enrique Cerdán Tato



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Difícilmente podrán los historiadores de cualquier tendencia dejar de sentirse interesados por las cuestiones de que trata el presente debate. Sin embargo, es posible que quienes no se dedican al estudio de la historia consideren que la decadencia del feudalismo y los orígenes del capitalismo son problemas remotos y académicos. Pero hoy mismo hay muchas partes del mundo en las que estos problemas constituyen cuestiones políticas actuales.

MAURICE DOBB                




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ArribaAbajoTodos los enanos del mundo

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I

Sigfrido de la Gorce, señor de la Gorce y de las maléficas cumbres de Vintrec, quien siendo niño había presenciado ya el paso del cometa anunciador, fue finalmente vencido, después de muchos años de sangrientas batallas y escaramuzas, por tres poderosos cuerpos de ejército, a cuyo frente cabalgaban el lascivo abad de San Flavit y los condes Eriberto Galut y Waldemaro de Usdó, ambos vasallos de la corona.

Una torpe interpretación de ciertos augurios y la astucia clerical lo llevaron, por último, a aquella ultrajante, pero irremediable huida, con algunos de sus más leales mesnaderos.

La matanza fue, en verdad, espantosa. Atrás, sobre la tierra en donde la estirpe de los Gorce había señoreado desde el origen de los siglos, se engavillaban a la noche purpúreos intestinos de frisón y cientos de cabezas, con la lengua brutalmente triturada entre los dientes.

De allí le venía ahora el agónico lamento de los moribundos y el estremecedor trallazo con que se   —12→   quiebran los huesos. Pero no quiso mirar hacia atrás. Descansó sus barbas en el busto del hipogrifo que le cubría el peto con relumbres de azófar y supo cómo su risa se iba, ya tal vez para siempre, engrilletada también a las cadenas con que los hombres del abad sometieron a su esposa a la lujuria y desenfreno de su más despiadado enemigo.

Sigfrido de la Gorce se estremeció de impotencia y sintió como si de nuevo el apestoso humo del incendio que horas antes consumiera su fortaleza, lo sofocara hasta asfixiarlo. Entonces, reparó en el escaso número de gentes que le seguían y tuvo la certeza de que cualquier intento contra la amurallada y bien guarnecida abadía de San Flavit estaba destinado a una suerte fatal. Por el momento, era preferible y muy aconsejable buscar refugio en sus montañas de Vintrec y hurtarse así a la persecución de la que, sin duda, estaba siendo ya objeto. Más tarde, con el pulso helado de los ventisqueros, regresaría con todo el apocalipsis, a sumergir sus manos en las entrañas de quienes le habían arrebatado siervos, cosechas y mujer.

Mediaba la noche de novilunio, cuando el señor de la Gorce y sus hombres alcanzaron las boscosas estribaciones de la cordillera. Sólo entonces detuvo su montura y descabalgó, para escrutar las altas y densas sombras que se erguían hasta más allá de la esfera de las constelaciones. Mucho tiempo antes de que naciera su abuelo y el abuelo de su abuelo, de aquellas misteriosas fragosidades brotó el fuego de la vida y se desparramó por los   —13→   valles, fecundándolo todo y haciendo que todo alentara, con el mismo aliento ancestral y pujante de su estirpe.

Y de pronto, como si hubiera vislumbrado en la incierta carta de la noche, el enigma de su destino, brincó sobre el gran caballo de guerra y lo espoleó con saña, hasta adentrarse fugazmente en la espesura.

Durante cuatro interminables jornadas, aquellos hombres vadearon ríos mansejones, pero con el lancinante filo de los hielos amagado entre sus aguas; salvaron escarpaduras, taludes y torrenteras; anduvieron sombríos desfiladeros, ocultos por el matorral; abrieron en dos mitades selvas de robles y alerces; y sólo, cuando al término del cuarto día, sortearon los casi inaccesibles escudos pétreos, por angostos e ignorados pasajes, en donde la nieve se había hecho de un zarco vítreo, dejaron de oírse los aullidos de la jauría de alanos y mastines, y el estruendo de las armas de sus perseguidores.

A partir de aquel punto, muy pocas noticias se tuvieron ya de Sigfrido de la Gorce, y las pocas que llegaron a valles y aldeas, a castillos y monasterios, con el viento invernal de la montaña, susurraban historias alucinantes y ponían lívidos los humildes semblantes de siervos y menestrales, y aun de grandes señores y prelados. Sigfrido de la Gorce había ido a reunirse con las sombras de sus antepasados, en las altas cumbres de Vintrec, donde sólo se aventuraban endemoniados, leprosos y algunos albigenses huidos de la severa justicia eclesiástica.



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II

El taciturno Magistérulo recibió aquella noche de Sabbat la ofrenda virginal de una joven neófita llegada por los aires de la abrupta región de Andagoya, con una adecuja almagrada que hedía a más de una legua: era grasa de los cadáveres profanados en patíbulos y cementerios, a lo largo de su viaje.

Al fulgor de las violáceas llamas, besó por tres veces consecutivas el trasero de un gran sapo; después, la novicia acercó su rostro picado de viruela a los labios de aquel hombre cubierto todo él de pieles, hasta llenarse de un hálito inmundo. Fue entonces cuando se vino al suelo, entre relinchos y convulsiones. Y mientras la asamblea danzaba en torno y salmodiaba ininteligibles letanías, el Magistérulo la poseyó brutalmente y, tras él, cuantos varones asistieron a la ceremonia.

A los maitines, descendió de la bóveda celeste un helor crudo. Crepitaron las ramizas ya a punto de extinguirse y, se dejó oír el áspero canto de un urogallo en celo. Era, pues, la hora. Sobre la hojarasca y junto a las pavesas, yacía en éxtasis la joven ensangrentada. Pero nadie de los allí convocados aquella y otras muchas noches se le acercó, en tanto el Magistérulo no hubo desaparecido sigilosamente, en la oscuridad de los bosques.




III

Había nacido en el año del cometa y su padre temió que se diera en él la antigua maldición. Y   —15→   así fue cómo vivió de niño bajo la cautela de físicos y estrelleros, de teólogos y sabios hermeneutas de las Escrituras y de los fatídicos textos de Marculfo y Abbón, y para quienes de obrarse el prodigio, supondría la eminente llegada de la noche del mundo, de la que se advertía ya en el milenio agustiniano. Y amén.

Sus miembros fueron sometidos a rigurosos y frecuentes exámenes, siempre con la incertidumbre de que en sus escuálidos hombros apuntara, un malhadado día, el origen cartilaginoso y maligno de una mutación profética. También se auscultaba minuciosamente su destino, en las tablas de la astrología judiciaria y aun en las vísceras de algunas bestias, según el bárbaro rito de los arúspices. Y era tanto y tan grande el celo de su ayo que se le practicaban exorcismos por monjes, con la color quebrada de ayunos y abstinencias, y los ojos encendidos de místicos arrebatos, a quienes les había sido conferida la singular potestad de desalojar los humores satánicos e inmundos que pudieran apoderársele de cuerpo y alma.

Fue ciertamente la suya una infancia triste y sombría. Por eso, Sigfrido de la Gorce, sólo conoció la risa, cuando ya siendo hombre, y liberado, por fin, de recelos y sospechas, hundió su daga en el corazón de aquel engendro.

Bien es verdad que mucho antes se había sobrecogido de espanto con la venida del cometa. La noche se hizo de súbito como una poderosa brasa y un carbunclo fulgurante corrió de uno a otro lado del firmamento, mientras las gentes huían despavoridas o se convulsionaban por los   —16→   suelos como posesos. Poco después, sobrevino la peste, y el hambre asoló aquellas tierras quemadas por el vaho del dragón. Y pasaron así los años y, en tanto, su padre astuto como era y con una copiosa cosecha de grano en los silos, sojuzgó feudos y extendió sus dominios, hasta que el mismo rey temeroso de tanta conquista y hostigado por la amenaza que suponía el creciente poder del señor de la Gorce, urgió alianzas, decretó levas y emprendió su más larga empresa militar, no sin antes regatear, con finura diplomática, los aranceles de la bula apostólica que tantas indulgencias y talegos podía dispensar a paladines y curiales.

Y ardió la guerra por las cuatro esquinas del país y ni aun la prisión y muerte, en el tajo del verdugo, del viejo señor de la Gorce, lo aplacó, pues que ya su hijo galopaba al frente de sus huestes y siguió galopando, año tras año, hasta que los vecinos condes Eriberto Galut y Waldemaro de Usdó lograron finalmente derrotarlo, merced a la perfidia y sagacidad del abad de San Flavit.




IV

Por las vastas cavernas de Vintrec, a lo largo de sus galerías y pasadizos, un viento coral le llevaba, con el pertinaz insomnio, el júbilo de saltimbanquis, los tañidos de las cítaras troteras o el golpe vivo de la fragua donde se templaban sus aceros. Era todo un pasado turbulento que subía   —17→   desde los valles de la Gorce, hasta aquellas elevaciones. Entonces, como enloquecido, barbicano ya y con la pelambre enmarañada, corría a grandes zancadas las grutas, o se detenía de pronto, embelesado por las reverberaciones que las llamas de las antorchas descubrían en las frágiles columnas recamadas de sales, y que se precipitaban, entre gorgoteos y débiles chasquidos, desde aquel inmenso ábside de piedra.

A veces, Sigfrido de la Gorce, empecinado en delirantes reflexiones sobre su venganza, sentía rebullírsele el hipogrifo que pudo haber sido o que quizá ya era, nutrido por la sangre de toda una dinastía. Pero el infortunio estaba con él y durante aquellos primeros meses de destierro ni tan siquiera pudo reclutar para su tropa las partidas de cátaros y herejes, de proscritos y salteadores, asilados en las escabrosidades de sus propias montañas. Incluso algunos de los hombres que le acompañaran tras su derrota, habían desertado o perecido víctimas de las bestias que habitaban las selvas y de los rigores del invierno.

En su soledad, Sigfrido de la Gorce, imaginaba atroces torturas para sus enemigos y vivía, cada minuto, gozándose hasta el orgasmo, con ellas. Pero crecía también su pesadumbre y no encontraba punto de sosiego a aquella angustia que le roía despiadadamente las entrañas y le turbaba la razón. Encontró, por fin, en las noches de los viernes un bálsamo para su zozobra. Y acudía al Sabbat con ánimo de satisfacer su concupiscencia en la carne sahornada de las más jóvenes hechiceras. Pero, semanas después, confundido acerca   —18→   de los singulares poderes que se le suponían y otorgaban a través del inusitado culto, decidió conferir rango de ejército diabólico a aquel grupo de miserables, mutilados y desposeídos.

Fue entonces cuando se dio a la invención de conjuros, filtros y pócimas que luego sus adeptos habrían de introducir, con zalemas y engaños, en alcázares y claustros conventuales.

En las noches de Sabbat, se inició pues, una prodigiosa industria de cuyos alcances hablarían, con pavura, rabadanes y peregrinos, tonsurados y caballeros. Desde los valles, en las tinieblas que se cernían sobre las cumbres de Vintrec, se podía barruntar el resplandor de las grandes fogatas. Allí, sobre las badilas, se abrasaban cráneos de lagarto, genitales de liebre e hígado de paloma, en tanto los calderos humeaban con la lenta ebullición de la fragante valeriana, de la mandrágora, de la nuez vómica y alcaloidea, de la estricnina. Y el Magistérulo iba de uno a otro lugar, murmurando palabras mágicas y atendiendo al cuidado de sus fórmulas, sin que ni el nauseabundo hedor, ni el acre humarazo que se desprendía de aquellos despojos, de aquellas extrañas plantas, pudiera detenerlo.

Pronto supo Sigfrido de la Gorce del fracaso de sus artimañas. Le llegaron rumores de envenenamientos y ciertos peregrinos episodios. Pero nada que pudiera saciar, en definitiva, sus apetitos de expiación: un novicio de San Flavit había muerto echando maldiciones y espumajos negruzcos; en el castillo de Usdó, uno de los más bravos maestros de armas del conde, se había arrojado desde   —19→   las almenas, entre tiritonas y balbuceos, presa -según se dijo- de alucinantes visiones; y hasta el prior de un lejano convento benedictino que, sin duda, debió ingerir un equívoco brebaje afrodisíaco, andaba bajo la férula episcopal, sospechoso de lubricidad y sodomía. Todo aquello, sí, podía promover pánico y desasosiego, pero no iba a devolverle esposa ni feudo.

Desengañado también de aquella estrategia que nada o muy escasamente debilitaba los bastiones enemigos, el señor de la Gorce volvió a la profundidad de sus cavernas, donde quiso sujetar la brida de los vientos, para espolearlos, un buen día, todos de golpe, y precipitarlos contra la soberbia de sus adversarios.

No se sabe muy bien cuánto tiempo pasó aquel hombre en las tinieblas de las grutas, afanado ahora en clasificar de acuerdo con la escala del monje Guido de Arezzo, el timbre y la intensidad de aquellos aires a quienes ya conocía por su nombre propio y con los que dialogaba, en un rumor inasible, de resonancias catedralicias. Acudía aún a la sinagoga de las brujas, más por distraer sus ardores que por proseguir la práctica de un recetario esquivo.

Y algunas tardes, a las vísperas, se le podía ver, entre los vapores anaranjados que ascendían de bosques y ciénagas, erguido sobre el peñascal, con el cabello esponjado y abundante, y los ropones de piel henchidos por el viento. Y, en verdad, que sobrecogía su visión, porque mismamente semejaba, desde lejos y en el crepúsculo, la silueta de un animal apocalíptico.

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Sigfrido de la Gorce, descreído ya de poderes terrenos y sobrenaturales, extraviados sus pensamientos en una noche sin fin y menguadas, por el obligado retraimiento, reciura y pasiones, era apenas una sombra, para quien hasta la memoria de su propia desgracia se diluía en incoherencias y figuraciones. Mas he aquí que, en una ocasión, ahondando en conjeturas acerca de ciertos indicios de su ya dudoso pasado, resolvió amadrigar en aquellas inmensas cavernas a todos los enanos del mundo.




V

Cuando se juzgó poco menos que innecesaria la contumaz tutela y custodia de doctores, físicos y astrólogos, por cuanto su cuerpo se había desarrollado conforme a las leyes anatómicas, en tanto su espíritu se fortalecía con la lectura y meditación de los libros canónicos, siempre bajo el sabio gobierno de preceptores y escoliastas, y como quiera, por otra parte, que configurado ya como estaba, muy improbable parecía el súbito brote de señal o excrecencia que viniera a alterar su normal textura, Sigfrido de la Gorce fue por último exonerado por su padre, quien decidió, satisfecho de que la terrible maldición no se hubiera cumplido en su unigénito, que ya era el tiempo de que el joven se ejercitara en el manejo de las armas y aprendiera el arte de la guerra.

Acostumbrado a la severidad de ayos y guardas de vista, así como al silencio de las más recónditas   —21→   cámaras de la fortaleza, gozó su reciente libertad como nadie gozara nunca. Y aunque de carácter introvertido y adusto, consecuencia, sin duda, de su prolongado confinamiento, desde aquel entonces y cuando apenas despuntaba la amanecida, Sigfrido de la Gorce galopaba los extensos campos y valles de su futuro señorío, celando trillas y esquileos, atendiendo personalmente a la cobranza de gabelas, cánones y laudemios o recaudando, con los peajeros de oficio, nuevos y gravosos impuestos, para subvenir las expediciones armadas de su padre contra los vasallos del rey.

Y fue precisamente con ocasión de una de aquellas salidas en solitario, cuando conoció y dio muerte por su propia mano al repugnante engendro, para suscitar -por primera vez- en aquel rostro crispado y agonizante, una risa abierta, incontenible, desbordada. Luego, tras escudriñar la muerte, se alzó, ya con el bautismo de un poder gozoso, y limpió la daga con un puñado de hierbas, hasta que el acero se tornasoló con el excipiente de sangre y clorofila.

Desde lo alto de su montura, atisbó el cuerpo de la sabandija gibosa y deforme, y se le antojó tan grotesco y festivo que de nuevo afluyó a sus labios la desaforada risa. El cadáver del enano se pudriría a la sombra de un sauce, junto al arroyo, muy cerca del viejo molino en ruinas, mientras Sigfrido de la Gorce -cumplida su inicial hazaña- se alejaba al paso campero de su yegua, con aquella risa juvenil y cruel que sólo se disiparía muchos años más tarde.



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ArribaAbajoVI

Con las primeras nieves, regresaron los mesnaderos, con la última recua de seres planetarios. Durante meses, hasta las regiones más apartadas y recónditas del país, supieron de las misteriosas desapariciones de aquellas cuantas criaturas habían nacido contrahechas, desproporcionadas y monstruosas, ya por desatino de la naturaleza, ya por el influjo de astros mercuriales, ya por aojamiento o sabe Dios qué otros maleficios. Y más de un zagal o de un trajinante capador de puercos, juraban haber presenciado cómo, en los crepúsculos, una partida de jinetes fantasmagóricos perseguían y capturaban a los desgraciados cabezones, pernicortos, a quienes luego arrastraban, entre aullidos y llantos, amarrados al arzón de sus cabalgaduras.

El señor de la Gorce vio así satisfecho su alunado antojo. Las desiertas galerías y pasadizos de antaño, se estremecían ahora de lamentos e invocaciones, de murmullos y gritos enloquecidos: era toda una multitud de miserables enanos, en grilletada a las paredes de roca viva, para solaz y divertimiento del poderoso comendero de las cavernas, quien, a la lumbre de hachones y espartos, se placía con las violentas contorsiones de las bestuzuelas.

Y así fue como Sigfrido de la Gorce recuperó de nuevo la risa.



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VII y último

Apenas quedaba memoria de un pasado que se le ofrecía nebuloso y micélico, en su alborozado desvarío, entreverado con las remotas historias que le susurraban, noche tras noche, los vientos de Vintrec. Embebido, por otra parte, en sus indagaciones acerca del origen y constitución de aquellas criaturas de las que se había erigido en absoluto propietario, ningún otro deseo le apremiaba ya a cumplir promesas ni a tomar venganzas, cuyo sentido se le figuraba todo un despropósito. Regocijaba, pues, sus largas horas examinando muy de cerca los envejecidos rostros cubiertos de arrugas y a los que el mentón pequeño y retraído procuraba apariencia de pájaro. Sin necios pudores, les palpaba miembros y deformidades y, a veces, hundía su lanceta en las gelatinosas espaldas, por verles coágulos y humores; y hasta descuartizó -estremecido de oscuros placeres- a más de un infeliz, para observar detenida y minuciosamente los intestinos e inferir, de tales y otras muy parecidas y bárbaras experiencias, de qué mundo o de qué edad de los siglos procedían aquellos lémures, para quienes el dolor era como un aliento o más propiamente como un elixir capaz de hacerlos aún mucho más ridículos y solazosos.

Con el transcurso del tiempo, las grutas hedieron de dulzonas y mefíticas emanaciones, de excrementos y vísceras descompuestos, de arándano y beleño, de ácidos y secreciones glandulares, de trementina de las antorchas embreadas. Pero   —24→   aquel aire denso y corrompido parecía enaltecer al señor, quien, guiado por una repentina curiosidad fisiológica, iba de uno a otro extremo de las galerías subterráneas, con su risoteo incesante multiplicado en el factor de las bóvedas, ayuntando parejas, obligándolas a proceder contra natura, propiciando bestiales orgías, auscultando a los recién paridos ya increíblemente avellanados desde el punto mismo de su nacimiento, depositando en vasijas y recipientes, orines, sangre y esperma; y anotando en su libro de asientos las incongruentes conclusiones de tales prácticas.

Y tanto y tan grande llegó a ser aquel horror que hasta sus hombres de armas, envilecidos con la degradación de los enanos, resolvieron quebrantar juramentos de fidelidad y vasallaje, y se alejaron para siempre de las heladas y malditas cumbres de Vintrec.

Sigfrido de la Gorce no advirtió, sin embargo, la ausencia, pues que ya había olvidado en los confines de su truncada cordura.

De modo que prosiguió en sus execrables operaciones, ajeno a todo cuanto no guardara relación con las singularidades de sus estudios. Y si acaso, en muy contadas ocasiones, abandonaba las cavernas, era tan sólo para acercarse al conventículo del bosque y posee allí a alguna de las nuevas iniciadas. Y aún eso hasta que llevado de su celo, conoció las insospechadas caricias de una de aquellas hembras monstruosas. A partir de entonces, Sigfrido de la Gorce ya nunca más dejó las profundidades de su guarida.

Llevó consigo a la jorobada a una secreta oquedad   —25→   que había reservado para su reposo y meditación, y allí la encadenó con cierta holgura, dispensándole así por sus pródigos favores, una considerable movilidad. Era apenas una niña, pero pasaron los meses y una noche, ya de retiro de sangrías y tajaduras, la avizoró sobre la yacija con la mirada redonda y serena, desafiante como nunca. Sorprendido, el señor, tomó una antorcha y se aproximó con ánimo de advertir más de cerca aquel gesto casi humano. Y de súbito, al percatarse del abultado vientre de la enana, se le atropellaron los recuerdos y creyó adivinar en el tremendo embarazo la maldición de los Gorce.

Se abalanzó sobre ella y hundió la punta del hachón abrasador en aquellos ojos llenos de una extraña gratitud. Con el estertor, le volvieron los pulsos y la risa rebotó pujante, por todo el antro. Pero se contuvo, perplejo, por las lágrimas que fluían mansamente de las pupilas ya sin vida de la enana. Sumergió sus dedos en ellas, con delicadeza, y allí permaneció contemplando la suave y fúlgida humedad, como si de pronto hubiera descubierto toda la amargura del mundo. Por último, acarició con una ternura infinita el desfigurado rostro, palpó el vientre y percibió aún el latido de un pequeño corazón. Sigfrido de la Gorce se alzó y anduvo lentamente hacia la oscuridad.





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ArribaAbajoCerco de abetos

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I

Tras escrutar de nuevo las enmarañadas selvas, el señor descendió los húmedos escalones y atravesó el rastrillo. Se detuvo, aún vacilante, muy cerca de las poternas y se asomó al borde mismo del foso donde se corrompían las aguas: sobre un lecho de fango albazano, se acuñó, de pronto, su efigie, pero, casi de inmediato, un insecto con relumbres de azófar y patas inverosímiles se posó en la superficie y su imagen naufragó, hasta diluirse en el légamo. El señor de la Gorce se resistió, sin embargo, a suscitar inquietantes augurios, pero, por segunda vez, en aquel mismo día, sufrió un irrefrenable escalofrío.

Poco después y aún sin poderse hurtar a tan humillante sensación de fragilidad, recorrería el patio de armas donde sus más leales y ya escasos caballeros salmodiaban, con visajes de endemoniados, degollinas y flagelos. Tampoco, por entonces, el señor dictó órdenes, ni dispuso siquiera providencias capaces de atemperar los rigores del tan contumaz como enigmático asedio. En tal ocasión,   —30→   como en otras muchas desde meses antes, Stephan de la Gorce lustró acaso, pero siempre muy adentro y sin desbaratar su profunda actitud de ausencia, los blasones de las sobrevistas de sus mesnaderos y quiso desherrumbrar armas por filos, moharras y tajos, en tanto sentía el galope de los grandes cabellos de guerra sacrificados al hambre, semanas atrás, en una brutal matanza de hachazos, relinchos y estertores.

Por último, entre ahogos difíciles de ocultar, cruzó el umbral del arco que daba acceso al alcázar y penetró las sombras del vestíbulo. Cuando, al fin, alcanzó sus aposentos, engarfió los dedos sobre el costillar, desorbitó la mirada y giró en el vacío, hasta desplomarse, como si aquel vaho deletéreo que emanaba del bosque le hubiera alanceado en mitad del pecho. Y en tanto caía, tuvo la horrible visión de una ciudadela sometida y sepultada ya en los tiempos, por la pálida flor del olvido. De la Gorce trató de incorporarse y gritar, pero sólo arrancó de su garganta una oscura y espesa babosidad.

Ardían los parvos alientos y poco más podía sino desencajar las mandíbulas, mientras encolerizado por su propia impotencia, se desgarraba el rostro, hasta que las uñas se le entintaron de sangre. Invocó a Bardas y supo que él sí podría volverlo a la vida, con sus pócimas y sahúmos de enebro. Mas Bardas, a buen seguro, andaría en su remoto taller, gesticulando entre nieblas sulfurosas y singulares artilugios, entre tablas estelares y vasijas de berilo, donde bullía el agua regia y se tornasolaban las sales del azogue.

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Entre tanto, la apelmazada luz vespertina se exfolió en los vitrales y vino a derramarse, sobre el cuerpo yacente del señor, un zigzag de pequeñas esferas ígneas. Convulso y extenuado por el ahogo, Stephan de la Gorce tuvo conciencia de un futuro caótico en el que ni aun los sagrados principios de su estirpe habrían de ser respetados. Y como quiera que tras de sí no dejara varón capaz de perseverar en aquella tremenda lucha, ni tampoco hembra propicia a las apetencias del unicornio, seguro, además, por otra parte, de que el maléfico cerco no sólo se solazaría con su vida, sino que amenazaba con absorber igualmente todo vestigio y memoria de su nombre y del nombre de sus antepasados, Stephan de la Gorce acopió fuerzas y jadeante, logró, por último, quedar de hinojos. Luego desenvainó la espada y la besó en la cruz, antes de alzarla por sobre su cabeza, en un rotundo ademán de reto.

Y fue la suya una tan firme voluntad que se obró el prodigio y refluyeron los humores por el cuerpo y el aire le burbujeó en las arterias y se le ahuyentó la lividez y tornaron los pulsos, por fin, atemperados a su natural compás.

Vencido el espasmo, de la Gorce miró en torno, como si pretendiera cerciorarse, una vez más, de que él era y seguiría siendolo por los tiempos, quien anudaba y desanudaba privilegios y destinos, en los fértiles valles y aun en las más altas cumbres de Vintrec, de los cuales no era sino el brazo poderoso de la misma providencia.

Y fue en aquel momento cuando se agitó toda la tierra desde sus más secretas entrañas, en tanto   —32→   el señor de la Gorce corría, hasta la balconada de poniente, para, ya estupefacto, barruntar cómo el recio muro de hostigo, invulnerable en tantas y tantas otras empresas militares, se desplomaba, sin embargo, ahora, ante la acometida de un altivo abeto rojo.




II

Tuvo noticia, poco antes de que se iniciara el despiadado asedio, de la repentina huida de sus siervos y supo también de la subsiguiente pérdida de cosechas y del lamentable abandono de los campos de cultivo que tantos bienes le habían deparado hasta entonces. La situación se hizo insostenible, cuando le alcanzaron rumores de que por los confines de sus dominios, vagaban viejos salutistas marginados, mendigos, proscritos, cofradías enteras de desolladores, fanáticos grupos de flagelantes y gentes miserables y extraviadas, entre las que se decía, incluso, de muchos monjes renegados. Contra ellos lanzó Stephan de la Gorce no pocas expediciones de castigo y más de ciento de tales lémures fueron, en previsión de posibles revueltas, ahorcados en los lindes del camino y decapitados y expuestas sus lívidas cabezas en las picotas próximas a aldeas y villas.

Pero ni aun así, se detuvo aquel súbito clamor popular. El abad Simón se llegó al castillo alarmado y trémulo por cuanto estaba sucediendo. Apeló a la sabiduría carolingia y a los textos escatológicos. Los latines del abad se aupaban monótonos y   —33→   bisbiseantes, desde una panza recién sazonada de carnes, entre paulinos regüeldos, conversatio nostra en coelis est, que atufaban a Stephan de eruditos mostos fermentados en los sopores del claustro. La hora del Anticristo, sentenció el abad.

El señor de la Gorce pulió los gavilanes de su espada, mientras el consejo de clérigos y paladines, siempre bajo la tutela de Luis el Piadoso, a quien el abad Simón aludía de continuo, decretó la impostura de aquel labriego que, inflamado de mesiánicas y supuestamente apócrifas querencias, galvanizaba a las turbas y las conducía a la desobediencia y al pillaje, alterando así el orden divino. De otra parte, conjeturaron curiales y caballeros, hambre y pestes acuciaban a toda una multitud empavorecida que vindicaba baños de sangre, matanzas y violencias. Tras largas reflexiones, Stephan de la Gorce demandó silencio. Luego, sobre el Libro Sagrado, juró volver, como allí quedaba escrito y bien escrito, cada cosa a su justo lugar.




III

Fue, poco más tarde, y de regreso de una de sus frecuentes y dilatadas expediciones guerreras contra las potencias satánicas, cuando se informó Stephan de la infidelidad de su esposa. En un principio, apenas si pudo conceder crédito a lo que, en su incontenible desesperación, calificó de insidias. Pero abundaban testimonios y evidencias y finalmente, cedió al celo del auditor y a las   —34→   pruebas canónicas que exhibía su mismo consejero espiritual.

La tesis era irrefutable y, en verdad, se argumentaba sobre hechos que ni tan siquiera merecían diatriba alguna de tan monstruosos: Dominica, su esposa, estaba poseída por el inmundo. Presa, sin duda, de un desbocado furor libidinoso se había dado a las más execrables exigencias de la carne, urgida, en su soledad, por las tentaciones de la sierpe escriturada.

De modo que discurrían las noches -en ausencia del señor- entre gemidos, desazones y sofocados orgasmos, según declararon las damas de compañía y aun su aya de por vida y de cuyas palabras, murmuradas con pesadumbre, en el excipiente de jaculatorias y sollozos, obtuvo de la Gorce la certeza de tan lacerante infidelidad.

Por último, fue la adúltera quien confesó, tras la penitencia del flagelo. Una leve sonrisa alumbró fugazmente el gesto mineralizado de Dominica. Luego, no sin cierta añoranza y una apenas perceptible delectación, se avino al exhorto: por las noches, sobre el bastidor románico de la ventana, se erguía la fabulosa silueta de un hipogrifo. Y de pronto a ella, a Dominica, le abrasaba la sangre, hasta el espasmo. Desnuda ya, en el lecho conyugal, entreabría las piernas lenta, placentera, avariciosamente, en tanto lanzaba sus alunados brazos hacia la sombra, en cuyas pupilas fosforescía toda la obscenidad del mundo.

La bestia se abalanzaba sobre Dominica y la poseía una vez y otra vez y otra, hasta extenuarla y penetrarla de viscosos e inagotables flujos. Y así   —35→   sobrevino la preñez, después de varias de aquellas repugnantes experiencias, en las cuales Dominica, sometida por completo a los deseos del maligno, cumplía los más desvergonzados ritos y se prestaba, sin recato alguno, a cualquier requerimiento o forzada postura aun de naturaleza animal, obnubilada por el tremendo poder de su nuevo y fecundo señor.

Con el alba, volvía la soledad al lecho revuelto y húmedo, sobre el que flotaba como un hálito sulfuroso, y Dominica se creía entonces víctima de las más ultrajantes pesadillas. Pero las cárdenas huellas miniadas en torno a sus ojos, la inapetencia y los frecuentes vahídos y vómitos eran otros tantos indicios de la diabólica posesión de que había sido objeto y que, semanas después, se constató de manera rotunda con la hinchazón de su vientre.

Stephan de la Gorce disipó sus ya bastante desalentadas dudas, para aceptar la evidencia. Y cuando el abatimiento parecía en vísperas de consumir toda su reciura, voceó de golpe a los palafreneros que le ensillaran su más veloz cabalgadura, ciñó sus arneses, embrazó el escudo y lanza en ristre se partió del castillo, ante la apesadumbrada expectativa de sus gentes. Durante varios días, anduvo el señor por los más ignorados lugares del extenso feudo y sólo regresó -sosegado el ánimo e inescrutable el gesto- para presidir los debates y diligencias del tribunal eclesiástico que, con su venia, habría de juzgar la impúdica conducta de Dominica.

Junto con el abad Simón y otros monjes del   —36→   monasterio tutelado por los Gorce, estaban allí magros teólogos, exorcistas de órdenes especiales y provistos de bulas apostólicas, algunos canónigos y un cierto fraile mendicante del que se decía muy versado en disciplinas demonológicas. Fue Bardas, a instancias del tribunal y en su calidad de fisiólogo y conocedor de otras artes médicas, quien categóricamente certificó el embarazo de Dominica y aún apuntó, tras un riguroso examen, la posibilidad de que la criatura concebida fuera de textura anormal, aunque se negó a levantar hipótesis acerca del pretendido ayuntamiento demoníaco, por entender que tales juicios escapaban a la competencia de sus saberes terrenos.

Más tarde, se computaron tiempos, se recibió a los testigos y se aportaron cuantas pruebas concluían el adulterio de Dominica. Adulterio, por otra parte, que no sólo atentaba contra las leyes, sino que venía a confirmar la contumacia en el asedio de las potestades infernales, así como las flaquezas del cuerpo, en un mundo subvertido por la herejía y la desobediencia. Recogidas que fueron las conclusiones, el abad Simón, ahíto de ambrosía y tórtola, eructó en agustiniano, qui movit veritatem, movit aeternitatem, muy caritativa y devotamente.

Pero aún se entregaron los tonsurados a materia más sutil, tenida ya por inamovible la culpa de Dominica. Y se inició de inmediato una profunda y arrebatada controversia a fin de desenmascarar la identidad de aquel espíritu que se había beneficiado a la desventurada, con ánimo de multiplicar en ella sus espantos.

  —37→  

Los aristotélicos, por la persistencia de los efluvios sulfurosos en la cámara nupcial e incluso por la fosforescencia del monstruo, arguyeron que se trataba o bien de Astaroth o bien del mismísimo Lilith, proclive este último a las emanaciones pestilentes y a los fuegos del camposanto. No obstante tales ortodoxias escolásticas, el clero secular se pronunció unánime por Drachus, a quien placía, según era notorio, el regocijo cortesano y la voluptuosidad de algunas damas sometidas a largas abstinencias, en tanto sus nobles esposos, para mejor honra de Dios, degollaban infieles y cátaros.

Habló, finalmente, el humilde fraile de la orden mendicante, con voz persuasiva y apenas audible. Y fue, en verdad, la suya una intervención breve, pero concluyente: la naturaleza cartilaginosa y la forma alada del maligno no podía más que corresponder al temible Dythicanus, el mismo que avivara por entonces las brasas de la agonía milenaria, para provocar a los ignorantes y lanzarlos a la revuelta y a la insumisión.

La asamblea cauteló precipitaciones. Se imponía, ante la singularidad del caso, el retiro y la meditación, con objeto de dilucidar sosegadamente y con los auxilios del Espíritu Santo qué remedio convenía a la infeliz, para exonerar su cuerpo de tanta podre, siempre en virtud de las previsiones dimanadas del último sínodo. En cuanto a la identidad demonial, quedó admitida, no sin ciertas discrepancias, la tesis del huésped mendicante, de tal forma que así, con Dythicanus de por medio, el acontecimiento de apariencias domésticas se inscribía en los cambios de relaciones que se   —38→   venían observando y que, en definitiva, no eran sino obra de una misma y perversa naturaleza.

Stephan de la Gorce se confinó en sus aposentos durante dos interminables semanas. No apetecía viáticos y apenas si gustó el frugal desayuno que, cada día, puntualmente y en silencio, le presentaba uno de sus más viejos y allegados siervos ministeriales. En alguna ocasión, le visitó Bardas. Por entonces fue cuando le sobrevinieron al señor los primeros síntomas de aquel extraño mal que le embebía los alientos, hasta el punto de asfixiarlo. Pero Bardas nada dijo, bajo la severa advertencia de Stephan, ni aun cuando el abad solicitó permiso para trasladar la decisión plenaria de los jueces.

Sometida a diversas pruebas de Dios y exorcizada en forma, Dominica era víctima del pecado. Sólo el fuego que los predicadores anunciaban infalible, podía ya purificar su ánima. El abad Simón astutamente evitó citas y comentarios. A él cumplía, al señor de la Gorce, administrar justicia si por justa y prudente estimaba la sentencia.

No demoró Stephan en recuerdos y apacibles veladas conyugales, que si con tanto rigor como celo abatía su brazo sobre fugitivos, relajados y mercaderes, no iba ahora a quebrantar el curso de sus obligaciones y juramentos, por mucho que hubiera amado y aún amara a la joven esposa. Mayormente, cuando aconsejaba la ejecución aquel embarazo sobrenatural, en el que muy bien podía crecerse el maleficio que, desde antaño, gravitaba sobre su estirpe.

Ardió, pues, el cuerpo desnudo de Dominica.   —39→   Ardió frente a caballeros, monjes y servidores. Poco a poco, aquella carne blanca y prieta de la que tanto gozara se licuó en grasas y humores apestosos, hasta reducirse, entre las ávidas teas, a una crepitante osamenta, a un triste despojo sobre cuyo cráneo humeaba todavía una crencha de cabello carbonizado.

Erguido, sereno, templado el ademán, se retiró el señor de la Gorce y tras él, sus gentes de armas y menestrales visiblemente aturdidos por el alucinante suplicio, en tanto los monjes enfilaban el camino de la abadía, entre latines y crepuscularios. Tan sólo el prior se detuvo y observó a hurtadillas cómo los enterradores recogían a paladas aquellos restos. Luego, dejó escapar una ventosidad en joaquinista, rex iniquus, con toda ponderación.




IV

Un malhadado día el rumor se confirmó: en la más remota villa feudataria, una nueva y orgullosa clase de comerciantes reclutaba prófugos de la gleba, establecía mercados y desdeñosamente -protegida por sus propias tropas- se rehusaba a satisfacer los consuetudinarios derechos de peaje y portazgo, bien en especies, bien en oro recién acuñado.

De la Gorce consultó a sus consejeros acerca de aquella inesperada situación que tanto afectaba la imagen, cuando menos, de una autoridad providencial y consecuentemente inamovible. Era un hecho, alegó, Compi, extremando la forzada prudencia   —40→   de sus razonamientos filosóficos, que la actitud de los comerciantes y villanos tenía su origen en el absurdo igualitarismo saturnal, sustentado por un llamado Ovidio, en tiempos inmemoriales. El abad Simón, más pragmático y sagaz, y a quien animaba un oculto desprecio por aquel laico y advenedizo florentino, desestimó tan paganas alusiones, para remitirse a la solvencia ortodoxa de la Iglesia: si los lagares y molinos del señor permanecían inactivos, si las cosechas de grano mermaban y si los campesinos y siervos rehuían sudores, insubordinándose de tal modo contra los preceptos evangélicos y, por otra parte, minimizando con sus impertinencias el caudal de los diezmos necesarios para el fortalecimiento de la obra de Dios, era porque el Anticristo cabalgaba ya al frente de las hordas de Gog y de Magog, sin entender de respeto alguno hacia las establecidas relaciones jurídicas de servidumbre que ordenaban la armonía del pueblo elegido, por los siglos de los siglos. Amén.

Compi insistió aún débilmente, pero Ovidio... ¿Ovidio? Por unos instantes, al abad, le rebulló la sotabarba. Más calmo, miró al señor de la Gorce, ¿qué podía, en suma, aportar al esclarecimiento del caos, aquel músico peregrino, asilado por misericordia, en la fortaleza? ¿Acaso conocía él los textos sibilinos precursores del fin del mundo? Que leyera, que leyera el «Evangelium Aeternum» de Joaquín de Flore, antes de inmiscuirse en tan graves problemas.

Se hizo de pronto el silencio. Compi, ruborizado, hundió la cabeza en el peto de su jubón   —41→   colchado y confesó su estulticia, más por temor al desdén clerical y a la pérdida subsiguiente de olla y lecho, que por persuasiones dialécticas. Compi, poeta, músico ambulante y filósofo de caminos, aunque secretamente devoto del advenimiento de la Tercera Edad, prefirió, una vez más, la humillación al desamparo. Poco, en definitiva, podía frente a las argucias de su interlocutor.

Ya sin más adversidades, el abad se creció. Y entre gorgoteos, salivazos, latines y jaculatorias, abogó por una guerra de exaltación religiosa, por una verdadera cruzada capaz de liquidar desórdenes y levantamientos que situaban al borde mismo del peligro tanto el dogma como las propiedades administradas por el señor de la Gorce, para mejor servicio de Dios.

Stephan anduvo de uno a otro lado del aposento, reservadamente. La monserga del abad a quien él había investido, después de conquistar sus tierras, tampoco disipaban el misterio de aquellas mutaciones. Sin embargo, bien era cierto que el talante hostil e interesado del monje sancionaba, en el nombre de todos los cielos, su indeclinable ansia de poder y de gobierno. Bienvenidas, pues, las groseras disquisiciones, si con ellas se ungía de carisma ante sus gentes y propiciaban el saqueo y la matanza.

De pronto, el señor observó a Bardas que permanecía, entre tanto, como ausente. Se acercó y lo tomó de un brazo enérgicamente hasta volverlo a la realidad. Por unos instantes, el alquimista levantó sus ojos. Y Stephan advirtió entonces una mirada irónica y casi despectiva. No pudo reprimir   —42→   un oscuro presagio y de nuevo se preguntó quién era aquel hombre y cuáles las artes que lo hacían tan sutil como ajeno a cuanto no fueran sus desconcertantes prácticas. Hubiera deseado de él tan sólo un gesto de aprobación, quizá de tolerancia y aun de reproche. Pero Bardas, con la mayor indiferencia y suavidad, se zafó de su mano y se sumió en una actitud abismal. Stephan de la Gorce se agitó de ira y a punto estuvo de abalanzarse sobre el alquimista, hasta estrangularlo. Pero logró dominarse, consciente de que sólo Bardas conocía su mal y cómo atajarlo.

Después de unos momentos de titubeo, el señor ensoberbecido gritó al caballero Gúndal que adiestrara a sus ejércitos y que dispusiera, en fin, todo lo necesario para una larga y formidable empresa militar. El abad Simón dejó ir sus flatulencias por aquéllas que alentó terrae in dominicatae mientras se persignaba regocijadamente.

Y fue, semanas más tarde, y tras un período de intensas lluvias, cuando el bosque comenzó su asedio.




V

Ni aun después que degollara de un solo tajo al conde Ciska, había el señor Stephan de la Gorce empuñado la espada con tanta fiereza. Fugazmente, hendió la hoja un hálito de difusas historias y dio en redoblar, por último, en el granito de una almena. De súbito, le llegó un soplo helado. Y sucedió, en verdad, como si aquel soplo le   —43→   llegara no de las ciénagas, ni tampoco de las cumbres de Vintrec, sino más propiamente del seno de la tierra.

Por entre la roedura de unas nubes espesas y de perfiles acaballados, asomó apenas un rastro de claridad. Supo que ya era el día y miró para los valles selváticos, en los que tal vez acecharan el vestiglo y el unicornio, y de cuyas escabrosidades ascendían aquellos vapores viscosos y sofocantes. Se irguió en lo más alto de la barbacana, cuando percibió el aullido de la jauría. Sofrenando los pulsos, trasonó entonces a sus fieles alanos desgarrando los miembros del prófugo, y aún creyó entreverlos entintados golosamente sus colmillos de alizarina, en el corazón ácido como una baya silvestre o quizá con la dulzura del arándano, en el corazón tibio todavía del prófugo, en tanto, con los maitines, los bosques exhalaban sus venenosos humores.

Con la misma fluidez, se instaló el silencio, acaso turbado por un temblor profundo, por un resoplido de naturaleza ambigua o por el aleteo entre ametalado y undísono de algún hipogrifo que se despulgaba en lo más fosco de la maleza.

Y quién sabe por qué remotas memorias, el señor añoró, al cobijo de una pasajera nostalgia, aquellos amaneceres que se derramaban generosamente por saeteras y adarves, llevándole hasta el lecho la parla del mirlo, el hervor de las aguas espeñadas y los aires abemolados del caramillo de algún gañán que apacentaba el ganado, en los pastos aledaños.

Pero eran, no obstante, aquellos días de guerra.   —44→   De una guerra cruenta, sin treguas ni cuarteles. Y Stephan de la Gorce no apetecía auspicio de recuerdos que pudieran mermar sus fuerzas. Tiempo habría después de adentrarse en el torbellino de solemnidades y mojigangas. Y habría, como antaño los había habido, reposados crepúsculos, en los que, aun con el magnificat resonando por las bóvedas catedralicias, los coperos escanciarían el vino rojo de París o el áspero y bermejo borgoñón, en tanto un músico trajinante punteaba la vihuela de péndola y decía trovas de amor. Y habría noches, muchas noches apretadas de efluvios de trementina y sahumados espliegos, para gozar el vértigo de la carne joven, suave -y en tal punto el señor de la Gorce se trasponía por ensalmo-, carne de alumbre y arrebol, carne de una recién desposada, virgen todavía y excitante en su llorosa pudicia, mientras él desanudaba el cinto de la hopalanda -ya estremecido de anticipados orgasmos-, en aquella alcoba donde tantos y tantos desfloramientos se habían consumado, por derecho de su linaje. Fue así como el señor recobró la certeza de su destino y advirtió que todo, absolutamente todo, volvería al curso normal de los aconteceres, lo mismo que antaño había sido y lo mismo que habría de ser en los tiempos futuros. Stephan pasó, una y otra vez, el velludo dorso de su mano por la frente, tal como si aquel gesto pudiera disolver una debilidad auspiciada por la pertinaz vigilia.

Por entonces la batalla era ya a muerte. Día a día, menguaban sus tropas y las levas no tenían sentido, en un feudo donde los gigantescos abetos   —45→   rojos estrangulaban despiadadamente cualquier síntoma de vida.

Y todo se inició, semanas antes, cuando Gúndal disponía a sus hombres de armas, para aplacar soberbias y volver a su administración la veleidad de aquellas nuevas rutas comerciales. Una mañana, después de las caudalosas aguas caídas, la selva creció, creció y creció, hasta aislar el castillo de los Gorce del resto del mundo.




VI

El singular fenómeno vino a urgir viejos terrores apenas encalmados y desencadenó todo un turbión profético de disturbios y catástrofes: aquellas repentinas excrecencias vegetales y el nacimientos de seres quiméricos eran otros tantos signos premonitores del Último Día. Sobrevino el pánico y hubo monjes que se internaron para siempre, entre exaltadas liturgias, en el Josafat de maleza enfebrecida, afianzados en la exégesis de los textos apocalípticos de Baruch. Quienes salieron en su busca, habrían de regresar demudados por el espanto: los cadáveres de los religiosos aparecieron, al pie de un robledal, lívidos, envueltos en el sudario de sus propios hábitos y sin gota de sangre, tal y como si una repugnante bestia les hubiera sorbido hasta los tuétanos.

El macabro hallazgo exacerbó los enconos de Stephan, para quien cuanto estaba sucediendo en su torno no era más que un encantamiento del que él, junto con vasallos y siervos, se erigía en   —46→   víctima, pero cuyo destino no iba, en modo alguno, a asumir, ¿o acaso las temblorosas florestas y aquellos abetos despeñados desde los parajes más fríos de la cordillera podían doblegar el temple de sus aceros? A fuerza de golpes, partiría en dos mitades las selvas, para precipitarse con todas las huestes sobre la ciudad insumisa y reintegrar así el orden a sus dominios.

Pero el bosque se hacía, por momentos, más tenebroso y apretado, y aumentaba igualmente la zozobra de los hombres que no acertaban a discernir la naturaleza de aquel inusitado prodigio. Por eso el señor de la Gorce aceleró los preparativos recelando mayores desánimos en la tropa y posibles insubordinaciones. Era preciso actuar con tanta cautela como rapidez, si no quería que su autoridad concluyera por deteriorarse, ante las adversas circunstancias que se habían concitado de pronto, contra él.

Apenas si alentó el alba, de la Gorce atalayó cautelosamente las enmarañadas formaciones selváticas que se llegaban ya a los mismos arranques del otero, en cuya cima se erguía el castillo: arbustos y matorrales de afiladas púas invadían, por entonces disolviendo cualquier rastro, trochas y caminos. Stephan se mesó la barba, en tanto cuestionaba una estrategia capaz. Porque intuía, en aquellas espesuras, no pocos y siniestros peligros bien asilados. Mas quiso sosegar el gesto, y lo sosegó, con ánimo de infundir confianza a sus jefes militares.

En la fortaleza, aún a la lumbre de hachones y   —47→   fogatas, la tropa se apercibía activamente. Todo, pues, estaba a punto. El señor dio instrucciones a uno de los caballeros: que se partieran de inmediato gentes de a pie, para desbrozar el camino mayor. Poco después, Stephan de la Gorce, siempre seguido de sus leales, abandonó las murallas. Había también una hora para la inconsecuencia, en la fluida clepsidra de las lluvias.

A la difusa claridad, los añafileros batieron los vientos africanos de sus trompas empinadas sobre las almenas. Desafinó fugazmente la herrumbre del puente levadizo que descendía, y las cítaras troteras abrieron la marcha.

Al frente Stephan de la Gorce, con su fúlgida armadura jacerina, regalo de un príncipe polaco, baja la celada, embrazada la defensa y a grupas de su mejor montura. Tras de él, los paladines: Gúndal, pavonadas armas y sobreseñales, así como el empenachado yelmo, sofrenando el impulso de su caballo igualmente negro; Teobaldo, con el escudo de plata a cuarterones de rosas añiles y cárdenas; Sisladán que enriquecía su roja sobrevista con leones de oro; Dagoberto, vasallo venido de las lejanas orillas del Rhin, favorito en justas, por su vigor y destreza en el manejo de la maza, con su cabalgadura engualdrapada de verde como verde era su escudo y también como su escudo, sembrada de pálidos veros; y otros tantos y tantos héroes en la liza, airosamente pertrechados y casi luminosos, a quienes seguían numerosas bandas de peones, con la ballesta o la grávida lanza al hombro, y los intendentes al cuidado de las carretas en las que   —48→   se transportaban las vituallas suficientes para tan poderoso ejército.

Durante la jornada, no avanzaron más de cuatro leguas, hostigados de continuo por el bosque. Misteriosamente, el camino recién abierto, volvía a cubrirse de garrica tras su paso, de forma que ni la más remota huella quedaba de la formidable hueste. Acuciados por el fenómeno, los hombres se miraban entre sí, llenos de incertidumbre y temor: cuanto acontecía era, en verdad, sobrenatural. Y pronto circularon rumores y se evocó la imagen de aquellos frailes muertos, en extrañas circunstancias, pocas semanas antes.

Pero ni Stephan de la Gorce ni sus guerreros más fieles desistieron de la empresa. Al otro lado del caos, villanos, mercaderes y tránsfugas especulaban con el desorden, rompían vínculos antañones y estipulaban pactos absolutamente irreconciliables con los principios de una autoridad sancionada por la misma Iglesia. La expedición armada tenía que procurar muy cumplidas satisfacciones al señor de aquellas tierras, contra quien se habían levantado de manera tan flagrante.

Con el atardecer, la selva se hizo más lóbrega y oscura. Apenas si se barruntaba el camino. Stephan descabalgó y mandó que sus hombres talaran apresuradamente aquella parte menos intrincada del bosque, al lado mismo de un extenso lentiscal. Poco más tarde, en el calvero, se montaron los tendejones y la tropa se guareció en ellos o donde mejor pudo, que ya era la noche bien cerrada y de nuevo caía la lluvia.

  —49→  

Fue tan de improviso que el terror desbarató las mesnadas, hasta entonces incólumes, en medio de la oscuridad que sólo la intermitencia del relámpago hacía aún más espesa: sucedió que de entre la mullida hojarasca, brotaron sigilosas y reptilinas raíces, sin que la ronda de vigilancia se percatara de la súbita estratagema forestal. Poco a poco, las raíces se ciñeron en torno a muchos de los desdichados, para atenazarlos de golpe y quebrarles cerviz o tórax. La confusión se encrespó con la tormenta que arreciaba por momentos: aullidos de agonía, carreras, gritos. En el centro del ya desmantelado vivac, Stephan, alta su espada, pretendía inútilmente contener a caballeros y peones, en tanto apostrofaba a una selva que no admitía tregua ni reposo.

De madrugada, el ejército regresó a la fortaleza. Pero era un ejército diezmado y vencido. El señor de la Gorce, desgarrada la sobrevista y con la espléndida armadura polvorienta, no podía ocultar vergüenza ni furores. Antes de adentrarse en el recinto amurallado, miró hacia atrás, para llenarse todo él de aquella pesadilla arborescente que avanzaba, entre leves chasquidos, demoledoramente.




VII

Bardas enumeró, en secreto y con cierta conmiseración, las peregrinas recetas a las que ahora apelaba Stephan de la Gorce, por ver si con las tales o con otras parecidas en sus virtudes y de   —50→   tan fulminantes efectos, lograba conjurar de una vez para siempre el enselvado enigma.

Bardas se complació con la memoria de aquel anciano deudo del señor, lujurioso e impotente, quien, sin embargo, se obstinaba en amancebarse con una virgen de su propiedad, y para el que compuso un filtro supuestamente afrodisíaco con matriz de golondrina, testículos de lobo, beleño y sangre menstrual, ante la algarada de Stephan y de sus invitados que, no mucho tiempo después, asistirían a las exequias del viejo barón, víctima -así se dijo- de los orgiásticos excesos a los que le incitó la mixtura, si bien la moza quedó tan intacta como antes, según mantuvieron los más porfiados.

Pero qué podía desvelar de aquellos fraudulentos actos obligados por la ignorancia y la más necia credulidad de su propio señor, para el que toda su sabiduría se concretaba en un tremendo formulario de pócimas, de talismanes amorosos, de monstruos mandragóricos o bien en la adivinación de los influjos astrales y en el posible hallazgo del elixir que prolongaba la vida.

O en aquella otra ocasión que asistió a un caballero templario a quien los infieles castraron y que anhelaba, aun en sueños, admirar la desnudez de una gran dama persa. Atraído por las artes de Bardas rogó al señor de la Gorce que le dispensara la atención de su prodigioso hechicero. Y Stephan magnánimo lo requirió, para que apaciguara al egregio huésped y le volviera, en el dulce sopor de la embriaguez nocturna, una fingida y pasajera virilidad. Y Bardas actuó, porque le   —51→   iba en ello las graves investigaciones que, entretanto y al cobijo de aquella farmacopea mágicamente urdida para solaz de su señor, venía realizando en el mayor silencio. De modo que, no sin empachos, formuló el remedio: tómense dos onzas de raíz de escamonea y de manzanilla romana calcinada, tres onzas de concha de tortuga, mézclese con cinco onzas de grasa de castor macho y dos onzas de aceite de escamonea azul, cogidas en los primeros días de la primavera. Luego, cocido todo con una onza de miel y con rocío de las flores de adormidera, producirá los sueños apetecidos, si previamente se expone el preparado al sol a lo largo de dos semanas.

Muchos meses después, se supo por un fraile limosnero que el templario seguía aún encamado y traspuesto, con el cuerpo recomido por una llaga purulenta y apestosa, y que en sus frecuentes delirios equivocó a cierto purpurado de generosas carnes con la hermosa dama oriental que, durante el cautiverio a que lo tuvo sometido, gustó de saberlo eunuco -quizá despechada, porque sus ardores se atemperaron-, cuando, tras estipular el rescate, decidió concederle la libertad.

La noticia acrecentó los poderes que ya se le atribuían a Bardas, con largueza. Y entonces el alquimista disipó escrúpulos, y dedujo que paradójicamente sólo con el engaño y aún con el sacrificio de su propia dignidad, podría sobrevivir en aquel mundo de estupidez, y continuar, en la soledad del estudio, las observaciones y experiencias que, día a día, lo acercaban más al conocimiento   —52→   verdadero de las cosas materiales y de los cambios que se operaban en el curso de la historia.

¿Y cómo, entonces, confesar a Stephan de la Gorce que ya no existía remedio alguno, que, en definitiva, todo aquello era apenas una sombra de lo que fue y que muy probablemente de su estirpe soberbia y orgullosa no quedara en las crónicas más que un confuso recuerdo? En tal punto, se le antojaba ocioso cualquier amago de esclarecimiento, mayormente cuando él mismo todavía acopiaba datos, con toda premura, y cifraba en su libro las postreras conclusiones que, desde años, alentaba no tanto en las fuentes de la «Summa perfectionis», ni en las teorías obsoletas del pneuma, ni tampoco en los herméticos trabajos filosóficos de Rhases, cuanto en la investigación minuciosa de la naturaleza y del hombre, y de cuyas relaciones y mutuas influencias devenían no pocos de aquellos cambios.

De modo que, espoleado por las coléricas órdenes de Stephan, optó por mostrarse sumiso y solicitó del señor una nueva prórroga al objeto de conocer por las constelaciones el origen del tan angustioso como implacable asedio, y facultar así el hallazgo del conjuro o del sortilegio capaz de vencer las oscuras fuerzas del bosque.

Stephan de la Gorce, señor de la Gorce y de las maléficas cumbres de Vintrec, se avino a la solicitud desganadamente, porque en su abatimiento, recelaba incluso ya de aquel alquimista y estrellero a quien concediera su protección y favores, cuando mucho tiempo atrás, se llegó a la puerta   —53→   del castillo en demanda de albergue y comida, en pago de sus servicios.

Bardas hizo una leve reverencia y abandonó la cámara, en dirección a su laboratorio. Aquel aplazamiento le permitía concluir sus anotaciones. Luego, el futuro y cuantos con el futuro estuvieran que descifraran el mensaje de un tiempo sojuzgado por la metafísica y las órdenes jerárquicas.

Mientras, los abetos rojos subían ya por el otero, precedidos de aquella maleza impenetrable, espinosa y férrea que enmarañaba los pastizales y demolía a su paso chozos, molinos y rediles. En torno a la fortaleza y posiblemente hasta más allá del horizonte, se desarrollaba el despiadado embate de las selvas.




VIII

Tras verificar oportuna y concienzudamente el favorable sentido de los vientos tramontanos, Stephan dio la señal y los arqueros, desde lo alto de almenas y merlones, dispararon, contra la espesura, sus flechas envueltas en estopas alquitranadas. Pero tampoco prosperó aquella táctica, con la que el señor pretendía incendiar los valles de poniente y dejarlos expeditos para el tránsito de sus tropas.

Tan pronto se precipitaban las flechas en la fragosidad, sus fuegos se extinguían, contra toda lógica, en unas tenues hilazas de humo. Por más de veinte veces se tensaron los arcos, para frustrarse   —54→   aquel desesperado intento otras veinte veces. Los hombres agotados, enflaquecidos por las privaciones derivadas del asedio, dejaron las armas y buscaron el refugio de sus cuarteles. Sobre las murallas, quedaron los vigías y el señor de la Gorce, que no cesaba de increpar a todos los diablos, en los confines ya de una razón dispersa.

Sin embargo, hubo aún varias salidas tan audaces como infructuosas: muchos de los expedicionarios, como en otras ocasiones, no regresaron, bien porque perecieran en el insólito combate, bien por que espigaran la alternativa de una fuga prácticamente estéril. Es el caso, en fin, que los efectivos de la aguerrida tropa se redujeron a un puñado de paladines e infantes más inclinados al abandono y a la renuncia a cualquier otra suicida estratagema militar.

Sobrevino una época de hambre atroz. El obstinado cerco había concluido con todas las provisiones almacenadas en silos y despensas. Y fue entonces cuando los hombres llevaron a cabo la cruel matanza de los grandes caballos de guerra.

En el picadero del castillo se libró la dantesca batalla: las bestias enloquecidas se defendieron con bravura y más de un guerrero cayó con el cráneo destrozado por las patas de los animales. Por último, tuvieron que sucumbir bajo el hacha y la pica, hasta que la sangre corrió embarrando la tierra y los purpúreos intestinos se oscurecieron con las nubadas de moscas que también participaron del festín.

Stephan de la Gorce contempló el espectáculo con amargura, pero nada hizo por detener a sus   —55→   caballeros, a quienes ya había sorprendido salmodiando monodias mendicantes, con las armaduras desarticuladas y los espadones enmohecidos. Aún se resistía Stephan a aceptar tan ultrajante derrota, pese a la realidad ineluctable que se le ofrecía, paso a paso. Secretamente, alentaba resoluciones de carácter mágico como mágico era, sin ninguna duda, aquel feroz cerco de abetos.

Una malhadada noche lobera, se cuajó el aire de aullidos espeluznantes. A la difusa claridad de la amanecida, se supo el origen de la nueva desgracia: el monasterio, que distaba apenas un tiro de piedra de las fortificaciones exteriores, había sido invadido y socavado por el bosque. Entre la densa vegetación, se vislumbraban las ruinas del claustro y parte del ábside del templo. Con prisas, el señor de la Gorce arbitró una descubierta, por ver si sobrevivía alguno de los monjes.

Cupo a Sisladán en suerte enfrentarse con la selva, al mando de un exiguo, pero bien adiestrado grupo de peones. Varias horas les llevó cubrir el breve trecho que les separaba de la abadía. Aligerados de ropa y provistos tan sólo de hachas y cuchillos desgajaron ramaje y matorral, hurtándose de continuo y ágilmente de aquellas sañudas raíces que les agredían, entre silbos viperinos.

Desde la barbacana, con los alientos estratificados, el señor y sus notables observaron las escaramuzas iniciales de los expedicionarios, hasta que desaparecieron como absorbidos por la maleza. Luego, se abrió un tenso compás de incertidumbre.

  —56→  

El caballero Sisladán y sus hombres regresaron extenuados, mediada ya la tarde. Y era tanta y tan grave y profunda la turbación que el relato que de la aventura hicieran no pudo demudar más semblante ninguno: habían encontrado los cadáveres de varios religiosos crucificados entre los espinos. Al abad lo descubrieron en el desmoronado refectorio, frente a la mesa, con la cara sumergida en una fuente donde se pudrían unos restos de carne y la mano firmemente agarrotada en torno a un frasco de alcohol de moras, credo quia absurdum, con una fina daga florentina hincada hasta la empuñadura, en mitad de los lomos. Pero de Compi, el músico trajinante, no hallaron rastro. Quizá los bosques hubieran dado buena cuenta de él.

En la soledad de sus aposentes, Stephan de la Gorce se apesadumbró no por el trágico fin del abad Simón, a quien siempre había tenido por farsante y oportunista, sino por todo un mundo que se derrumbaba, sin que, cuando menos hasta entonces, ninguno de aquellos poderes invocados con tanta frecuencia impidieran la misteriosa situación en que yacía sumido. A zancadas, recorrió los vastos salones donde otrora tuvieron lugar las celebraciones de rango o los festines urdidos a instancias de la gula y de la embriaguez. Y todo, absolutamente todo -tapices y pendones, sitiales y doseles- se doblegaba -todo un mundo, todo su mundo, en fin- humillado a la pátina del olvido y de la indiferencia.

Por último, se desplomó sobre el lecho para precipitarse pronto en un sopor espesado de nostalgias   —57→   y agitaciones. Poco después, le arrancaron sobresaltadamente del sueño unos ruidos oscuros y subterráneos: las plantas trepadoras se enroscaban ya en las almenas, mientras los recios abetos se erguían, estrechando más y más el cerco, por sobre las murallas.

En el patio de armas, los caballeros enloquecidos plañían flagelos y degollinas. Pero ya el señor ni dictó órdenes ni dispuso siquiera providencia capaz de lenificar los rigores del contumaz asedio. En lo posible, mantuvo una actitud sosegada, hasta que, tras inspeccionar los destrozos causados por el brusco y repentino avance de las compactas selvas, alcanzó de nuevo sus aposentos y se desató el ahogo: desorbitó la mirada, engarfió los dedos sobre el costillar y giró en el vacío, tal y como si aquel vaho deletéreo que fluía del bosque le hubiera alanceado en mitad del pecho.

Interpeló a Bardas, para que Bardas lo volviese a la vida con sus pócimas y sahúmos de enebro. Pero Barbas andaría en su remoto taller, entre crisoles, redomas, hornos de reverbero y vasijas de berilo, donde bullía el vitriolo de Chipre y se irisaban las sales del azot, tal vez investigando una fórmula para disipar definitivamente aquel maleficio.

Cuando, a golpe de voluntad, se sobrepuso y los humores sanguíneos hirvieron y el aire burbujeó revigorizándole los miembros, ya debelado el espasmo, Stephan de la Gorce desenvainó la espada y la besó en la cruz, antes de blandirla, en un gesto rotundo y desafiante: aún no estaba vencido.

  —58→  

Y, de súbito, se conmovió la tierra, desde sus más foscas entrañas, y el señor se abalanzó precipitadamente, hasta la balconada, para presenciar, entre atónito e iracundo, cómo el sólido y hasta entonces invulnerable muro de hostigo saltaba en esquirlas, frente a la acometida de un altanero abeto rojo.




IX y último

Pero tocaba ya el fin. Los bastiones cedían, uno tras otro, ante la fiereza del ariete forestal. El castillo de la Gorce era, al término de aquella jornada, una completa ruina selvosa.

En las horas postreras y luchando a la desesperada, Stephan avizoró cómo su lugarteniente Gúndal y los paladines Dagoberto y Teobaldo, junto con algunos mesnaderos, perecían sepultados por la torre del homenaje que se vino sobre ellos, en medio de un estrépito espantoso.

Pasó la noche al acecho, guarecido entre los restos del alcázar. Mas no pudo percibir otra cosa que no fuera el apagado pero inexorable rumor del bosque que seguía creciendo.

Una desvaída claridad de cobalto sesgó la espesura y fue a ungir la desmayada cabeza de Stephan a quien el sueño había dominado, por unos instantes. Abrió morosamente los párpados y miró en derredor: los abetos se encontraban junto a él, de tal modo que apenas si podía holgarse en el reducido espacio de su refugio. Se alzó de un brinco y gritó a sus hombres. Pero el grito se   —59→   diluyó en el profundo y alarmente silencio de las selvas. Nadie sobrevivía, pues, ni tampoco restaba más de la soberbia fortaleza que unos escombros sometidos a hiedras y zarzas, como si en una sola noche se hubiera operado todo un proceso secular.

Stephan de la Gorce, señor de la Gorce y de las altas y maléficas cumbres de Vintrec, se despojó de yelmo, armadura y guanteletes, empuñó la espada con ambas manos y arremetió contra el más próximo de los abetos, incapaz, en su desvarío, de ceder los poderes que de muy antiguo le fueran otorgados.

La carga resultó tan brutal como estéril. Durante horas, la afilada hoja descortezó el tronco y lo penetró, hasta que, abatido por aquella furia desencadenada, se precipitó entre la maleza. Empapado en sudor, jadeante y frenético por la victoria, Stephan se revolvió y de nuevo golpeó salvajemente otro de los robustos árboles. Mas el esfuerzo le cortó, por último, los resuellos y rodó, entre convulsiones, sobre el mantillo de una tierra que ya no le pertenecía.

Se incorporó, hasta quedar de hinojos. Luego, después de contemplar largamente su espada, la quebró en dos mitades y postrado como estaba al pie mismo de los despiadados abetos, sollozó con amargura, ocultando el rostro entre sus ensangrentadas manos. Stephan de la Gorce no lograba entender nada de todo aquello. Si él era el brazo armado de la providencia, flagelo de valdenses y cátaros; si él mismo, por derecho consuetudinario de su linaje, anudaba y desanudaba destinos, ¿cómo y por qué, entonces? Arrebatadamente,   —60→   quiso interpelar a los cielos y levantó la vista. Pero de la apretada y aérea floresta, sólo le llegó la imagen, casi inverosímil, del frágil torreón donde Bardas practicaba sus artes de estrellero y nigromante.

Acuciado por el turbador descubrimiento, corrió hacia allí, desbrozando a su paso malezas y boscaje, con su pesado cuchillo de monte. Al acceder a la húmeda escalinata, todo su cuerpo era una llaga por la que se le iba a borbotones la vida.

Bardas supo que ya el plazo expiraba, justamente en el momento de dar por concluido el manuscrito. No se sobresaltó, cuando el señor de la Gorce derribó la puerta. Aun con los entrecortados resoplidos a sus espaldas, cerró el texto, lo mantuvo con la diestra sobre el costado y giró, con parsimonia, hasta enfrentarse a Stephan. Iluminaba el semblante del alquimista una sonrisa apacible, satisfecha y piadosa. En aquel libro se contenían sus investigaciones acerca de los principios y de las leyes de la naturaleza, así como el desarrollo y los cambios sucesivos e irreversibles de las cosas y de los acontecimientos. La verdad, en definitiva, por la que, sin embargo, había vivido en la paradoja del fingimiento y del histrionismo.

Pero la sonrisa de Bardas irritó hasta tal punto al señor que se precipitó sobre él y le puso el cuchillo sobre el cuello, dispuesto a degollarlo si no obtenía de una vez la respuesta que todavía aguardaba.

De pronto, un sonido prolongado reventó el   —61→   aire. Stephan de la Gorce, en los límites de la demencia, atisbó cómo, a través de la ventana y sobre el tierno lienzo del amanecer, se deslizaba velozmente un objeto de irisaciones metálicas, fraguando tras de sí una estela de humos blancos, impolutos y prietos. El señor extravió los ojos, al borde ya de la náusea, y musitó algo sobre cierto fatídico cometa.

Bardas se encogió de hombros: ni aun en los últimos instantes Stephan de la Gorce había logrado comprender absolutamente nada. Aquel hombre no era sino el producto de toda una época que se extinguía en él.

De los cimientos de la torre del físico ascendió un seco trallazo y, poco después, los muros se desplomaron.





  —63→  

ArribaAbajoManuscrito (Quiza) apócrifo de un alquimista

  —65→  

Me llaman Bardas y tengo por oficio la
práctica de la alquimia, la astrología y
las artes de curar. Nací, no sé de cierto
en qué año del Señor, en una aldea
de la Lombardía asolada por la peste,
y fue mi vida de joven azacanada y
taciturna. Eso aun mucho después de
que mi padre o quien como tal tuve,
muriera ajusticiado públicamente en
Chantilly, por orden de un celoso deudo
de los señores de Orgemont. Bien
es verdad que mi padre erró siempre de
lenguaraz y beodo. Porque, frustrados
sus conocimientos acerca de la
transmutación de los metales, vino en
alabar de tan alta ciencia, sus más
sórdidas artimañas. Y así de continuo
proscritos por bulas papales y leyes
civiles, visitamos las más remotas regiones
del mundo. Aquella industria era torpe
pero eficaz: mi padre embaucaba a
nobles, dignidades eclesiásticas y ricos
mercaderes de Amberes o Yprés, con un
  —66→   sencillo experimento que, sin embargo,
solía alentar la ambición de aquellos
poderosos: llenaba un crisol con
mercurio sobre el que vertía unos
supuestos polvos mágicos que no eran
sino cal y plomo nativo, para luego cocer
al horno la mezcla, en tanto la agitaba
con la varilla, en cuyo extremo
previamente había disimulado oro con
cera negra. Por último, el mercurio se
volatilizaba, y en el fondo del crisol
aparecía derretido el deseado metal.
Los incautos pagaban altas sumas por la
receta y cuando más tarde descubrían el
fraude, nosotros ya andábamos a
muchas leguas de allí. La aventura
concluyó un fatídico día, en que fuimos
a dar en las mazmorras del conde de
Brinconnet, donde permanecimos
durante varias semanas, encadenados,
con un agua pestilente hasta los tobillos
y hurtándonos de las grandes ratas que
nos asediaban incesantemente. Mi padre
fue ahorcado en la plaza de Chantilly,
en medio de una multitud delirante.
Presencié el suplicio y su agonía, y sentí
estremecido de horror cómo se le
quebraba el cuello y vi también aquellos
ojos desorbitados y un a lengua negra e
inflada que le crecía por la boca.
El señor conde me condenó a
servidumbre de por vida y fui destinado
a los establos, en los que permanecí
  —67→   trabajando jornadas de dieciocho y aún
más horas, por cerca de un año, antes
de que lograra escapar gracias a la
ayuda de un viejo palafrenero que se
apiadó de mi juventud y de tan triste
suerte. Así, regresé a los caminos y a la
soledad que tanto hiere de mozo y tan
grandes sosiego y reflexión procura en la
madurez. Por entonces, me frecuentó
el hambre que enloquece y que nos
mueve al atropello. Por eso tuve que
sobrevivir del robo, por algún tiempo,
en tanto vagaba por villas y grandes
ciudades, ejerciendo de aprendiz en
gremios y cofradías, o bien por los
campos, metido en partidas de
miserables y huidos de la justicia, hasta
que finalmente di en entrar al servicio
de un anciano y prudente canónigo,
quien al percatarse de mis inclinaciones
por el estudio de las disciplinas
escolares, atendió a mi educación y
pronto me inició en las sutiles teorías
filosóficas, así como en los secretos de la
verdadera alquimia. Varios años aprendí
de tan sabio maestro, y una vez que
hube superado los septenarios
correspondientes a las artes liberales,
cumplí al pie sus consejos y emprendí
viaje a Salerno. Atrás, quedaban las
glosas de los sumistas, tanto como las
profundas especulaciones teológicas
acerca de la fe y del raciocinio que
  —68→   siempre, en verdad, se me antojaron
abstractas y no poco ociosas, quizá
porque ya en aquel tiempo, mis
apetencias intelectivas se orientaban
hacia cuestiones más profanas. Estudié
en la escuela de medicina de Salerno,
cuando todavía eran perceptibles los
estragos infringidos a tan notable centro
por el emperador Enrique VI, y fue allí
donde supe de la fisiología, en los
primitivos textos de Shabehai ben
Abrahan ben Yoel, cuyas teorías
constaté con la disección de cadáveres,
según los métodos de Nicolai. Pero la
falta de recursos motivada por la muerte
de mi protector, me puso en trance de
abandonar la escuela y tuve que hacer de
tintorero y aun de tejedor, si bien
confieso que, impulsado por desmedidos
afanes, profané, ausente de mí toda
misericordia, sepulturas y patíbulos, para
proseguir en los cuerpos de aquellos
desventurados, alguno como mi propio
padre convicto por multiplicar metales,
las prácticas anatómicas. Tanta era y tan
desbordada mi curiosidad científica que
atemperé de arrebatos turbadores con el
rigor y la prudencia necesarios para el
normal desarrollo de las frecuentes
investigaciones verificadas acerca del
origen y naturaleza de las cosas. Mucho
vagué y divagué y fueron muchas
mismamentes las vicisitudes suscitadas a
  —69→   lo largo de mi peregrinaje hacia Oxford,
donde nunca, sin embargo, pude, cual
tenía por estímulo motor, rendir viaje, con
objeto de conocer en sus facultades las
precisiones matemáticas y ópticas que allí
se explicaban según las teorías de
Alhacen, en un medio más adecuado
para escrutar el futuro que el studium
parisiense con sus comentarios sobre las
sentencias bíblicas y las abstrusas
cuestiones cuodlibéticas. Repito, pues,
que anduve de uno a otro lugar, durante
años, sin que finalmente diera en cumplir
mis deseos. Por dos veces, en el curso del
itinerario, logré sosegarme, para
reanudar lecturas y meditaciones:
primero, en un monasterio, al pie de los
Alpes, tras cruzar el paso de San
Gotardo, en compañía de una caravana
de mercaderes venecianos que se dirigían
a Maguncia. Permanecí todo un crudo
invierno, en aquel lugar remoto y
apacible, entregado por entero al estudio
y discusión de los enigmas alquimistas de
Hermes Trismegisto, así como de otros
antiguos sabios persas y árabes, con el
auxilio de un fraile magro y muy
entendido era tales menesteres, a quien el
superior de su orden había propiciado
las debidas dispensas. Pero, después que
hubo deshelado, abandoné la
hospitalidad del establecimiento
cisterciense y me partí hacia Estrasburgo.
  —70→   Los caminos de aquellas comarcas, se
inflamaban por entonces de ardores
juveniles: miles de niños pretendían
conquistar el Santo Sepulcro con la sola
pureza de su corazón, en una hazaña
donde ya tantos reyes y caballeros habían
fracasado. Seguí la ruta comercial hasta
una aldea cercana a la ciudad de Spira y
allí pude, de nuevo, darme, por algún
tiempo, a las experiencias de laboratorio,
pues que un artesano enriquecido y
respetuoso para con los saberes
científicos, me tomó bajo su tutela y me
proveyó de drogas, sustancias, frascos,
alambique, lámparas, horno de reverbero y
kerotakis, tan vez movido por el oscuro
propósito de que, a cambio de su
generosidad y aparente desinterés, le
facilitara, en su día, la fórmula del elixir
que prolonga la vida indefinidamente o
que procura oro, como afirman los
embaucadores y aun creen los zafios e
ignorantes. Mas fueran estos u otros sus
motivos, pronto hubieron de venírsele
abajo, que acusado de practicar artes
diabólicas y nigrománticas, tuve que
ponerme a toda prisa a salvo del celo de
los guardias y jueces eclesiásticos, cuya
severidad tanto se alababa, para mi
mayor infortunio y temor. Entonces,
desalentado y harto de persecuciones,
denuncias y riesgos que turbaban mi
espíritu y me impedían el necesario
  —71→   recogimiento, decidí asilarme en los
confines de aquel agitado mundo y
buscar astutamente la protección de
algún poderoso a quien servir de médico,
estrellero y boticario, en consonancia con
los principios de la época, y aun
desvirtuando mi recta actitud, si de tal
forma lograba continuar estudios e
investigaciones. Porque la verdad
concluye con las propias conveniencias
del prudente y sólo a la verdad he sido
siempre fiel. Pero transcurrieron todavía
varios meses, antes de que, tras
franquear una abrupta cordillera
boscosa, diera, por último, frente a las
puertas del castillo de la Gorce. Sépase,
pues, con abundancia que tan prolija
tirada no encierra otra pretensión sino
rendir a quien esto leyere, noticia de mí y
de mi tiempo, de un tiempo vario y
estremecido por la controversia
aristotélica, la santa cruzada contra los
infieles y una tremenda desigualdad entre
los estados, pero desde el que me es
posible atalayar un futuro más abierto
para los hombres de toda condición y
más propicio también para el libre
proceso de las disciplinas científicas. Y
así, cuanto seguidamente se contiene en
el presente volumen de notas, escolios,
recetas e indagaciones, escrito bajo clave
y con presura, en tanto se hace forzoso
cautelar recelos y encausamientos, aspira
  —72→   a que, en llegando que llegue su justo día
y una vez descifrado como es de menester,
sea instancia provechosa para más
elevadas y útiles conquistas del espíritu.
Porque lo compuso humildemente un
servidor de las artes médica y alquímica
quien gozó con lo mejor de sí para todos
cuantos han de sucederle y quien,
abrumado de continuo por reveses y
zozobras, tan sólo pulió, en el olvido y el
voluntario destierro, el oro amargo con
demasiada frecuencia de la verdad. Y
aquí queda constancia y fe de todo
ello.

  —73→  

En cuanto se refiere a la
transformación de los cuerpos, acudí a
las fuentes más ocultas de la filosofía
natural. Ya al amparo de Stephan de la
Gorce, señor de la Gorce y de las
cumbres de Vintrec, me fue posible
obtener copias de los tratados
enciclopédicos de Zósimo y aun de María
la Judía y Pammenes, cuyos textos,
fragmentarios en su mayor parte, habrían
de ponerme en incómodas meditaciones.
De los maestros griegos, deduzco, pues,
la necesidad de perfeccionar cada cosa en
su misma esencia y luego en la esencia de
las relaciones de cada cosa con las
demás. Pero acerca del carácter entre mágico y
religioso de las operaciones alquímicas de
los dichos sabios, guardo mis dudas y de
él he de preservarme, en tanto, según
conjeturo, constituye un principio
erróneo. De modo y manera que apenas
si disculpo su perseverancia en lo que
respecta a realizar todos los procesos bajo
la influencia de ciertas horas planetarias
o de los cuerpos celestes adecuados.
Porque tengo para mí que el aliento vital
o pneuma al que invocan los tales
filósofos, no es sino un aspecto de la
energía que se requiere o acaso emana de
los aludidos procesos, y que se manifiesta
en ellos a través de una más grande
abundancia de calor o de frío. Me
conturba asimismo la confusión que de
  —74→   sus escritos se escapa sobre el asemos o
metal blanco, y mayormente, la diplosis,
esa obstinada pretensión de conseguir el
doblado del peso del oro agregándole
plata y cobre. En verdad que he llevado a
efecto la experiencia una y otra vez y
siempre al término de la misma extraigo
del fondo de la cubeta una malagna
amarilla, con apariencias de oro. Pero si
se analiza prudentemente se observa de
inmediato la ausencia de las virtudes
características del preciado metal. No se
trata de una semilla que nutra al oro y lo
acreciente, sino tan sólo de una adición
de cuerpos intercambiables que rebajan
la naturaleza de aquél. No infiera el
malévolo desprecio alguno u hostilidad
por varones tan alabados y respetables de
aquellos antiguos siglos, pues que mueve
mi ánimo, como en tiempos debió
de mover el suyo, el propósito de establecer
las verdaderas leyes que gobiernan los
fenómenos materiales.

  —75→  

He tomado una onza
de rejalgar descompuesto, con cobre de
calis, oropimiente, plomo y cobre
nativo, en la misma medida y, por
último, se ha precipitado un cuerpo con
la resistencia del oro puro. Sin embargo y
contrariamente a lo que se contiene en
los viejos manuscritos, tal cuerpo se
ofrece a la minuciosa investigación como
una simple mezcla. En definitiva y lejos
de mí todo engreimiento afirmo que la
llamada agua divina no es levadura que
fermente ni en consecuencia el oro
engendra al oro, como se ha dicho
viendo, sin duda, cómo el león engendra
al león, y la cebada engendra a la
cebada. Mas con objeto de cerciorarme,
he probado en el horno varios
tratamientos del oro alquimista y siempre
se ha reducido a escorias. También es
muy cierto que sometido a las
inclemencias del tiempo, se enmohece,
todo lo cual demuestra que las recetas
para cultivar oro resultan equívocas y no
llega a completarse la perseguida
transformación. Después de mucha
atención a estas frustradas preparaciones
alquímicas, digo que materia y forma son
conceptos impropiamente facturados por
Aristóteles o acaso por sus intérpretes y
traductores. En tal punto, la doctrina
especula en ámbitos que escapan de la
realidad. Porque difícilmente se me hace
  —76→   que oro y cobre constituyan una idéntica
naturaleza especificada en formas
distintas. Otrosí digo que las supuestas
resurrecciones que procedentes de la
muerte y corrupción del cobre,
procurarían a dicho metal las virtudes del
oro, no son más que vanos despropósitos,
toda vez que los procesos con soluciones
sulfurosas resultan incapaces de operar
las requeridas trasmutaciones. Intuyo
aquí, sin embargo, y dispongo mis
intuiciones a la consideración y
generosidad de los tiempos que han de
sobrevivirme, la posible mudanza de la
esencia última de los cuerpos metálicos,
por cuanto barrunto la naturaleza
continua de la materia y aun la
fragmentación de aquellas minúsculas
partículas que los filósofos de la
antigüedad decían átomos. Y digo
también que hasta parece probable,
admitidos que sean estos principios, que
la fuente de tal mudanza se halle oculta
en la energía solicitada para provocar las
sucesivas e infinitas fracturas, tanto como
en la que pudiere fluir acrecentada, si a
instancias de la alteración, la sustancia
sufriera alguna merma o menoscabo en
su cantidad tomada en la balanza
previamente. Ignoro de momento el
alcance de estas teorías que, de
publicarse, me harían reo de heréticas
subversiones. Tal es el sentido de una
  —77→   época rendida a las lucubraciones
metafísicas y en la cual, sin empachos, se
afirma el tema fundamental: philosophia
ancilla theologiae
. Con todo, escrito
queda y a ello he de volver, cualesquiera
que fueran los peligros a que me pongo,
pues que ya la madurez y experiencia de
la vida, me dicta, aun con las reservas
necesarias, unas insobornables normas de
conducta y fidelidad.

  —78→  

Vengo en el acto de testimoniar
mi absoluta incredulidad en
materia de fe. Y llegando esta hora,
imploro la gracia del perdón, sin con tal
perjudicara a terceros, que nunca estuvo
en mí propósito alguno de daño. Pero la
frecuencia de los contactos con asuntos
mundanos y materiales, la indagación de
la realidad más inmediata y hasta
grosera, me ha ido poniendo al margen
de la jerarquía teológica que ordena y
preside todas las disciplinas de nuestro
siglo, de forma que ya no reconozco sino
cuantas leyes provienen de la naturaleza y
del curso mismo de los acontecimientos
históricos. Tampoco me envanezco de mis
conclusiones, más tengo por seguro, que
habré de oponer, en la medida de mis
posibilidades y en el recogimiento del estudio,
rigor dialéctico a los fervores
místicos. Recuerdo, en este punto, las
polémicas sostenidas con cierto
amalriciano intolerante, pero cuyas
argumentaciones se orientaban, quizá
inopinadamente, hacia tesis no muy de
acuerdo con la ortodoxia emanada del
papado. De él tomé, aun sin él saberlo,
gusto por las controversias y meditaciones
acerca del dogma, hasta que di no en la
pureza de unas costumbres harto
relajadas ni en el presunto fortalecimiento
de la doctrina, sino, por el contrario, en
la más absoluta falta de cualquier
  —79→   creencia religiosa. Desde aquel entonces,
eran tiempos de inquietud juvenil,
siempre me he ocupado en cuestiones de
la naturaleza perceptible y de los
fenómenos del universo, fuera del marco
de la Revelación. Convengo, pues, con
Síger de Brabante en la perdurabilidad
de los objetos materiales y en la
preeminencia de la necesidad sobre la
volición. Según hago memoria en nuestro
diálogo, Síger, esclarecido paladín del
intelecto averroísta, dijo que nosotros los
filósofos, nada teníamos que considerar
en los milagros de Dios, en tanto que
sólo hablábamos naturalmente de las
cosas naturales. Y tan justas me
parecieron sus palabras, tan justas y
sencillas, que no he hecho más que
ponerme al estudio e investigación de las
cosas naturales, con el ánimo bien
dispuesto y el deseo de contribuir como
quiera que mayormente me sea facultado,
al conocimiento de todas cuantas artes
pudiera comprender mi razón. Por ello y
aun cuando aquí, en este manuscrito
hermético, se declare la incredulidad en
que he dado, quede también constancia
de mi caridad hacia cuanto alienta y se
debate en medio de las tinieblas que
procuran la ignorancia y la opresión.

  —80→  

Obligado se me antoja también en este
discurso, referirme aun someramente a
los menesteres más habituales a los que
estoy en acatamiento, desde el punto en
que apelé a la ayuda y protección,
dispensadas con largueza, del altivo señor
de la Gorce, y no tanto por relatar vanos
peregrinos episodios domésticos, cuanto
por advertir a quien aquí llegara, cómo
viene un hombre llano, sin más recursos
que su astucia, en la traición de sí
mismo, para bien guardarse de
privaciones y castigos. Porque requerido
por mi señor y según lo estipulado, he
caído en la práctica de oficios que
repugnan a mi conciencia, pero que tanto
enaltecen nobles y cortesanos, fiando como
fían más en el prodigio del milagro o de
la magia que en el ponderado sentido de
las artes. Por ello, asumo, no sin
pesadumbre, la responsabilidad de unos
actos a los que me avine bajo el temor de
verme nuevamente en la desgracia y
privado de todos los medios que tan
necesarios me son para perseverar en esa
busca cuyo objeto último se resuelve en la
verdad y que de propiciárseme habría de
poner en conocimiento de los demás
hombres para que pudieran servirse por
igual de sus beneficios. Tal quisiera y que
de esta forma expiara las culpas
fermentadas al cobijo de la debilidad y la
cobardía. Así movido, elaboré pócimas y
  —81→   filtros de amor, por los que, a buen
seguro, más de un infeliz daría en
padecer dolorosas alteraciones
fisiológicas. Pero como tanto era el fervor
con que se recibían mis recetas, se me
urgió y aún se me urge a descifrar las
favorables conjunciones planetarias, al
vaticinio satisfactorio de las empresas
guerreras, a la factura de talismanes y
anillos constelados, a la imprudente, pero
solicitada, farmacopea capaz de evitar el
adulterio de aquellas mujeres cuyos
esposos se partían para largas expediciones
en tierras de sarracenos, a las mixturas y
brebajes que procuran a quien los ingiere
unas supuestas y apetecidas facultades
viriles, y a otras muchas y parecidas
solicitudes aberrantes que ultrajaban mi
dignidad, pero a las que me sometía, tal
y como ya he dicho, en silencio, celoso,
por otra parte, de amagar los graves
problemas en que iba, cuando por fin,
prestada la requerida actuación, me
volvía al recogimiento del taller al que
Stephan de la Gorce proveyó con
magnanimidad no sólo de cuantos
aparatos y sustancias inventarié, sino de
aquellas plantas, animales y objetos
singulares a los que tan proclive se
mostraba y que cumplían, según su
criterio, a la naturaleza de mi trabajo.
Sobre estos quehaceres ineludibles, he de
comentar, en alivio y descargo de mi
  —82→   espíritu, la espantosa agonía del anciano
barón de Töller, vasallo del señor, para
quien compuse, instado por el fanatismo
y vanidad de Stephan, un bebedizo
afrodisiaco con beleño, testículos de lobo,
sangre menstrual y matriz de golondrina,
todo muy en consonancia con las
creencias bárbaras de la época, y que
habría de proporcionarle la firmeza
sexual suficiente para gozar a una joven
doncella de la que se erigía dueño
absoluto. Y tan apremiantes ardores
consumían sus menguadas y flojas carnes
que no se privaba de tomar a grandes
tragos el bebedizo, y hasta, en su
progresiva locura, imploró mi discreto
concurso, para que rociara el hermoso
cuerpo desnudo de la campesina con
esencia de malvas y ciprés, según era
costumbre en la comarca, por ver si así
también ella respondía a los estímulos de
aquella senil y sórdida lascivia. Mas
cuanto quiera que hice resultó en vano, y
el viejo barón pereció, entre convulsiones
y ronquidos, víctima, sin duda, del activo
veneno en que había venido a dar el
abuso del fraudulento filtro. En tanto la
muchacha conservó su virginidad. Y es
bien seguro, porque, no mucho después,
volvería a mí, por su propio pie, para
entregárseme, sin pudor alguno y con un
apasionamiento insospechado. No me
gozo en éste u otro sucesos de muy
  —83→   semejante laya que tanto hieren mi
conciencia, y si en ocasiones me complací
cruelmente con su memoria, fue más por
desprecio y secreta venganza de cuantos
me forzaban a tales menesteres que por
impías satisfacciones. Para mi fortuna,
durante los últimos meses, las actividades
armadas del señor, me han tolerado una
pausa propicia para el estudio. Se habla de
levantamientos populares y Stephan de
la Gorce mal sosiega su turbación con
una cólera desmedida. Con las
bendiciones del astuto abad quien tan
sólo trata de preservar riquezas y
privilegios, más de cien infelices han sido
ya asesinados.
Por supuesto, la matanza responde a
instancias providenciales, que por la fe,
buenos apaños encuentran. Mas tengo
para mí que esto no ha de parar, pues que
difícilmente puede vadearse el curso de la
historia con sangre y represiones. Y bien
que me guardo tales reflexiones, aun
cuando el señor me interroga de continuo
con la mirada como si quisiera de mí
consentimiento o reproche. Temo sus iras
y una imprudencia podría, dadas las
circunstancias presentes, costarme muy
cara. Entonces, rehuyo todo comentario y
finjo súbitas abstracciones, en tanto me
pregunto qué leyes gobiernan estas
mudanzas que ahora barrunto en sus
inicios y que, de por cierto, se me figuran
  —84→   esquivas a la sola voluntad de Stephan de
la Gorce y a los intereses enmascarados de
celo religioso del abad Simón. Fenómeno
éste que habré de examinar en su
desarrollo que presumo a impulsos de
desasosiego cada vez más perceptible de
los desposeídos y marginados.

  —85→  

A lo largo del crudo invierno,
he acudido con minuciosidad a las obras
de Rhases y Geber, por reparar acaso
alguna omisión o inadvertencia, en las
anteriores lecturas de que ya fueron
objeto. Y he aquí que en la Suma de
Perfección o Compendio del Magisterio
Perfecto de este último filósofo árabe,
descubro unas palabras reveladoras, cuyo
significado más oculto podría muy bien
venirse en auxilio de mis teorías. Las
palabras dicen: Rehaciendo así las
operaciones, se aumenta la perfección de
la Piedra y se multiplica su virtud
transmutadora de los cuerpos
imperfectos. De manera que rehaciendo
continuamente las mismas operaciones de
la Obra, se otorga la multiplicación a la
Piedra, con la que se hace tan perfecta
que una sola de sus partes podría
convertir en verdaderos Sol y Luna, cien
partes del metal imperfecto, luego mil, y
así sucesivamente hasta el infinito. Tal
afirma Geber. Y ello supondría, según
mi hipótesis, la posibilidad de que en la
ruptura de las más minúsculas partes de
la materia tuvieran su origen unas
fuerzas poderosas y capaces de realizar,
ya liberadas, nuevas rupturas, de manera
que en tanto se modificaba la naturaleza
y disposición del cuerpo afectado, de éste
a su vez surgiera otro manantial de
energía que diera en cambiar igualmente
  —86→   cuerpos vecinos, estableciéndose así una
cadena de transmutaciones, como
asegura el filósofo, que concluiría en el
metal perfecto y estable. Conjeturo, pues,
que de todo esto se sigue que no es la
Piedra en sí quien posee virtudes tan
apreciadas, sino algo más sutil que en
ella duerme y espera. Y si como creo el
proceso sugerido estuviese, en verdad, en
la raíz de los cambios, habría que
admitir
a priori la posibilidad de una
merma en las sustancias actoras, por
cuanto a sus expensas nace y crece un
elemento invisible, pero que constituye,
sin lugar a dudas, el principio activo de
las transformaciones. Cuerpo y alma,
para los teólogos, materia y energía, para
quienes nos ocupamos en el estudio de
las cosas más profanas y
perecederas. Vislumbro, sin embargo,
entre tales conceptos relaciones que me
llenan de zozobra, porque sé que de
probarse, habrían de venir en tierra muy
altas e inamovibles instituciones.

  —87→  

Ayer presencié, trémulo de rabia e
impotencia, el suplicio de Dominica. La
joven señora, desnuda y blanca en su
desnudez, ardió mismamente como una
tea. Y lloré luego que todo hubo
concluido, por mí y por cuantos de una
u otra forma posibilitaron el inútil y
brutal sacrificio. Pero en nombre de
quién, me pregunto, se cometen tales
desatinos, y no dejo de preguntarme si la
ciencia y la verdad a la que apelo, no
serán más que pretextos innobles para
conformar mi cobardía. Me consta que
Stephan de la Gorce fortalece así su
autoridad, en tanto sus consejeros
eclesiásticos alaban y proclaman sus
actuaciones en defensa de la fe y para
mayor gloria de la Providencia. Todo está
por consiguiente dentro de los esquemas
cerrados de nuestro siglo y del espíritu
que lo nutre. Pero la misericordia apenas
si tiene cabida como en los textos
sagrados se propugna, cuando ya los
jueces han sentenciado más de acuerdo
con lo que conviene a sus dignidades que
a la veracidad de los hechos. Y así el
pecado de Dominica fue remitido al
capítulo de los desórdenes generales que
conmovían los extensos feudos del señor
y en cuyas causas los más sagaces
hermeneutas reconocían la presencia del
Anticristo. Luego, tan sabios varones, tras
decretar la atroz muerte de la
  —88→   desdichada, se encumbraron en
disquisiciones inacabables al objeto de
identificar a la inmunda bestia que se
había posesionado del cuerpo y del alma
de Dominica. Los miembros del tribunal
exhibieron su erudición en materia
demonológica y allí circularon los
nombres de Astaroth, Lilith, Drachus y
Dythicanus, en tanto la señora era
entregada a sus verdugos que la
atormentaron despiadadamente antes de
sufrir la última pena, en el fuego. Cierto
que se había consumado el adulterio y
aun yo mismo certifiqué el embarazo y
advertí de posibles anormalidades, sin
que de ello se desprendiera ayuntamiento
sobrenatural alguno y sí trastornos
motivados quizá por el arrepentimiento
de la misma encausada. No obstante,
decidí silenciar mis opiniones,
atemorizado por la intolerancia y
fanatismo del ceremonial, limitándome,
pues, a emitir el dictamen facultativo que
se me había solicitado. Astaroth, Lilith,
Drachus, Dythicanus, cuánta ciencia
vana. Y bien que me consta y de ello
doy testimonio, porque, en más de una
ocasión, y estando yo al filo de la
medianoche en prácticas de laboratorio o
dado a la escritura de estas memorias,
he visto cómo ese alfeñique florentino,
poeta y músico acogido a la hospitalidad
de la abadía, merced a los buenos
  —89→   oficios del señor, trepaba por las
madreselvas que cubren los muros del
alcázar hasta las alcobas de Dominica.
Compi y no Dythicanus, como convino la
asamblea a instancias de un cierto monje
limosnero a quien se tiene por muy
versado en tales cuestiones. Y tan
grotesco me ha parecido todo que la
cautela requerida oportunamente, disipó
mayores calamidades. Porque, sin duda,
cumple más al rango del señor y a los
intereses de la política de su gobierno,
las tentaciones e insidias de una relevante
potestad satánica, que de un harapiento
y hasta ridículo trovero. Pues que sé de
seguro que de haber depuesto ante el
tribunal las pruebas por mí advertidas,
también el adúltero y aun yo mismo
hubiéramos corrido la suerte de
Dominica, acusados todos, por iguales
partes, de quién sabe qué pactos
demoníacos. Pero es lo cierto, en ello
estoy, que con las carnes turgentes de la
infortunada se han consumido
simultáneamente las conturbadoras
presunciones del señor de la Gorce acerca
del maleficio que amenaza a su estirpe
desde lo más remoto y que, según
apuntan descabellados rumores, pudo
muy bien verificarse en los desvaríos de
su padre Sigfrido asilado por largo
tiempo en los tenebrosos antros de
Vintrec. De otro punto, el martirio de
  —90→   Dominica exacerba los ánimos y
recrudece las expediciones de guerra
contra los rebeldes que se alzaban antaño
en algunas aldeas y que ahora se alzan
multitudinariamente por todos los valles
y regiones de este vasto señorío, y a
cuantos ya el abad Simón ha
anatemizado teniéndolos como los tiene
por las hordas de Gog y de Magog.
Con la muerte de Dominica, se acentuó
aquella extraña enfermedad del señor,
cuyos primeros síntomas advertimos
durante el proceso judicial de su esposa.
La corte quedó más sombría y hubo una
semana de liturgias funerarias, en tanto
las campanas del monasterio y de algunas
parroquias diseminadas por los valles no
cesaron de tañer a muerto, de los
maitines a las vísperas. Mientras,
herreros y forjadores templaban las
armas y las disponían para las inminentes
operaciones militares que habrían de
seguir al luto decretado. Por mi parte,
regresé en el interregno, a mis asuntos,
para llevar a cabo un hallazgo que aún
me tiene confundido: volaba, como
suspendida en el aire de la tarde, un
águila y admirándola vi otro pájaro que
la sobrepasaba fugazmente y fue
entonces cuando tomé el movimiento de
éste con respecto al punto de referencia de
aquélla. Pero advertí que el águila, a
su vez, si bien con mayor lentitud, se
  —91→   desplazaba con respecto al punto de
referencia de un elevado risco. Me dije y
me repito si tal risco no se moverá
asimismo con respecto a un punto de
referencia instalado en la bóveda de los
cielos que muy bien podría ser el sol,
como ya sostuvieron los antiguos
astrólogos, o la luz que de él nos viene.
Porque de cumplirse ciertamente estos
fenómenos, sobre admitir la
subordinación de nuestro planeta al
influjo de otros astros, cosa que no se
me figura nada desdeñable, todo
movimiento vendría a producirse en
relación a un segundo movimiento más
sosegado y éste aún con un tercero y así
de manera sucesiva, de modo que sólo la
luz del sol tendríamos por ajena al
sistema; con todo lo cual se probaría la
fragilidad de los valores absolutos. Ante
este singular dilema, parece
recomendable insistir en las concienzudas
observaciones, aunque me consta que la
sola observación puede también
desvirtuarse con las conveniencias y
defectos propios del sujeto que la verifica.
En suma, pienso que el criterio de veracidad
de una teoría que pretenda explicar
algún aspecto del mundo, no es
sino su práctica y difícilmente me resulta,
en fenómenos que tanto superan las
posibilidades a mi alcance, hacer algo
más que levantar memoria de los mismos
  —92→   o inventariarlos aquí como apasionada
previsión, en cuanto no se me ofrece
el método capaz de las adecuadas pruebas
para su establecimiento y necesaria
experimentación. Y he de guardarme
bien éstas y muchas otras conjeturas,
mayormente ahora que se anuncia la
visita de unos delegados apostólicos del
Pontífice Inocencio, con el propósito de
indagar los perjuicios que contra el
dogma pudieran derivarse de las revueltas
que conmueven los dominios de la
Gorce, para en su caso, descargar toda la
fuerza de las penas agravadas por los
padres conciliares, para los herejes
impenitentes. Y en nada reparan, pues
hasta el obispo Vigoureus de Baconia,
según se asegura, fue
recientemente ajusticiado, convicto y
confeso de cátaro. A la vista de tales
virulencias y atropellos, quiero ponerme
a salvo, en la soledad de mi taller, para
hurtarme así de cualquier interrogatorio
acerca de mis enseñanzas y
conocimientos, bien viniera de los
inquisidores dominicos bien de los
senescales reales que los acompañan,
aunque a éstos el señor no ha de
concederles licencia, ya que no tolera más
autoridad que la suya. Corren, pues,
tiempos de zozobra y aun intuyo más
copiosas desventuras y tal intuición me
lleva a un trabajo más activo y discreto,
  —93→   si de ellas, en verdad, he de preservarme.
Prosiguen los conflictos más
generalizados, si cabe, y parece que en
la ciudad se recluta una milicia popular
de vagabundos, tránsfugas, aventureros
y expoliados. Estas son las noticias.
Mientras, el caballero Gúndal, fiel
vasallo del señor y uno de sus hombres
de confianza, instruye apresuradamente
a las tropas. Está en el ánimo de Stephan
de la Gorce un castigo ejemplar que
ahogue en sangre y que concluya, de una
vez para siempre, con todas cuantas
discordias socavan los principios
consuetudinarios y ya seculares sobre
los que descansa su autoridad, y cuyos
orígenes, en tal creencia se afirma,
proceden de Dios. Bien conozco, en
llegando aquí, que la verdad no reside
ordinariamente en el poder, más a su
cobijo, puede el paciente encontrarla y
aun volverla contra aquél, si aquél no
auspiciara la justicia y la equidad para
todos los estados y órdenes, como es de
menester. Y tal sucede en este asunto,
pues que poco lícito se me antoja el
hecho de que unos hombres que se dicen
a sí mismos elegidos y providenciales,
puedan disponer y dispongan del trabajo
e incluso de la vida de los demás. A lo
largo de mis años de juventud y
y errabundez, he conocido y aun he
tomado parte en diversos levantamientos
  —94→   movidos unos por predicadores y
profetas, otros por el hambre que asolaba
muchas regiones y unos terceros por la
glorificación de la pobreza, y todos ellos
han sido contemplados con arreglo a la
doctrina de los Padres de la Iglesia y
referidos a una infamante heterodoxia la
mayor de las veces de carácter herético.
Y así se ahorcó a un miserable
campesino borgoñón a quien los
habitantes de Valenciennes vistieron de
púrpura y exaltaron al rango de
emperador de los Últimos Días, bien lo
recuerdo como recuerdo el brutal
exterminio de judíos en Worms, la
matanza, a la que difícilmente escapé,
de flagelantes y begardos del Libre
Espíritu, decretada por tina bula papal,
las torturas a que fueron sometidos,
siendo yo aprendiz en un telar, los
tejedores y bataneros de las laboriosas
villas del norte, porque se rebelaron
contra el abuso de la nobleza, y tantos
y tantos otros despropósitos que me vienen
a la memoria, siempre
justificados por el celo que llaman
evangélico y del que usan para proteger
los bienes de los ricos, según sanciona
más cercanamente un joven y brillante
profesor ordinario de teología, en París,
dicen que del limpio linaje de los Aquino.
Mas encuentro en todo ello otras
motivaciones y en el alejamiento en que
  —95→   vivo y atemperado por el rigor, me repito
si no habrá en estos afanes tumultuarios
unas leyes como aquellas otras a las que
obedecen los procesos naturales, aunque
conciliadas éstas con la conciencia y
asumidas por las masas de desarraigados,
cuyas necesidades les empujan quizá
ciegamente, en ocasiones, a los cambios
de esta edad y al desarrollo de los
acontecimientos. Con todo lo cual
daríamos en convenir que las relaciones
de servidumbre sobre las que descansa
el orden establecido se hallan en trance
de mudanza. Y así parece que todo
apunta en el sentido de unas formas más
igualitarias en la distribución de cuantos
beneficios dimanan del trabajo. Y sé que
me hago también reo de traición a mi
señor, como antes me hiciera, por mis
conceptos, culpable de supuesta herejía
ante los inquisidores pontificios. Pero
quede todo ello en el secreto de este
manuscrito, cuya clave se abrirá como
espero, a la luz de una mayor tolerancia
y comprensión.

  —96→  

Tras varios meses de contumaz asedio,
bien que se evidencian estragos y
terrores. Y todo comenzó después de las
intensas lluvias, cuando ya los ejércitos se
apercibían para la lucha y el señor se
juraba las más sangrientas satisfacciones.
De súbito, aquellos apacibles bosques
por los que otrora persiguiera Stephan
y sus invitados al corzo o al jabalí, dieron
en un desmedido crecimiento,
desbaratando alquerías, caminos y
campos labrantíos, de donde no mucho
antes se habían partido a la desbandada
y hacia la floreciente villa, siervos
enajenables adscritos a la tierra y aún
aparceros y campesinos libres. De esta
forma, el formidable castillo de la Gorce
y cuantos en él tenemos lugar quedamos
aislados, por una barrera infranqueable,
del resto del mundo. Pronto
sobrevinieron rumores apocalípticos,
hambres, pánico e incertidumbre. Contra
tan pertinaz y desacostumbrado enemigo,
ha cargado una y otra vez
infructuosamente, el señor al frente de
sus mesnadas y con arreglo a la estrategia
de las artes militares en las que Stephan
de la Gorce siempre se ha mostrado tan
hábil. Mas, en vano. Era vano, porque
desde lo alto de las abruptas cordilleras
continúan descendiendo los robustos
abetos rojos que cercan, con un cerco
inexorable, la fortaleza, aniquilan los
  —97→   ejércitos y humillan a los más egregios
y temerarios caballeros. De continuo, el
señor me urge fórmulas y conjuros que
pongan fin a tan angustiosa situación.
Pero bien sé que ya no hay remedio y
que el plazo expira. Porque en todo
cuanto nos rodea no hallo prodigio ni
encantamiento, sino, como vengo
sospechando,
tan sólo las fuerzas mismas de la historia,
enmascaradas en estas siniestras
escabrosidades, y que se disponen, por
último, a liquidar a quienes pretenden
detener su pujanza y normal desarrollo.
Somos apenas, pues, sombras de una
edad que prescribe. Y puntualmente en
esta hora, cuando ya los bosques han
abatido poderes y vanidades, ambiciones
y prestigios, siento en toda su efímera
grandeza la derrota de Stephan de la
Gorce, señor de la Gorce y de las
cumbres de Vintrec, en cuyo obstinado
empeño se ha fortalecido el germen de su
propia destrucción y de la destrucción de
cuanto en él vivió y, ensoberbecido,
quiso embridar el pulso de los tiempos.
En lo que a mí se refiere, nada temo y
nada deseo más que dar por concluidos
estos pergaminos. Si acaso, debiera
añadir que me consuela y conforta el
hecho que doy por muy cierto de que al
otro lado del caos se inicie una nueva
era más propicia para el común de los
  —98→   hombres que ésta que aquí se inmola.
En viniendo como ya de seguro vienen
las postrimerías, hago testamento de
estas memorias escritas con tanto fervor
como recato, y fío que den en manos
piadosas y sean corregidas y
perfeccionadas como mejor cumpliere a
los intereses generales y pueda así sacarse
algún provecho de ellas. Porque a tal fin
las destinó, con muy recto y cabal
propósito, un humilde servidor de la
verdad y discípulo de todas las artes que,
en el espanto de estas ruinas, espera
encontrar reposo eterno para sus huesos,
por los siglos de los siglos.



  —99→  

ArribaActa de marginales

  —101→  

La batalla se resolvió, al fin, cruenta y enigmáticamente: los ejércitos de Stephan de la Gorce sufrieron una tremenda derrota, sin que las miserables turbas de emboscados llegaran a hacer uso de sus armas. Apenas si pudo indagarse -tanta y tal fue la confusión- qué singular prodigio se operó durante la noche del nuevo apocalipsis; pero allí rindieron su arrogancia, desyelmados ya, desmayados ya, los hasta entonces, imbatidos paladines del poderoso señor, mientras peones y jinetes se abalanzaban unos sobre otros o se sumergían en las espesas selvas quizá para siempre, empecinados en huir de las sombras, de la tempestad que arreciaba por momentos y de todo aquel horror, dejando así el campo talado junto al lentiscal, repleto de cadáveres y estremecido de agonías.

Ya clareaba, cuando Tafur se guareció de las lluvias en un chozo de gañanes. De talante desconfiado, torvo y esquivo, receló de tan deleznable batalla y llegó hasta especular acerca de una posible y sutil maquinación del adversario, para luego precipitarse, por sorpresa, sobre sus compañías mercenarias. Se dijo, sin embargo, que, en   —102→   verdad, muchas habían sido las víctimas como para ofrecerlas al fingimiento de la artimaña; y, de otro lado, se le antojaban las tropas enemigas tan maltrechas y diezmadas ahora que difícil parecía disponerlas de inmediato en pie de guerra. De cualquier forma, el inesperado sesgo de lo que se había jurado definitivo juicio de Dios o de quienquiera que fuese, exasperó, en lugar de aplacar, su profundo odio acuciante, instalado más allá de toda memoria. Y Tafur lo supo otra vez desbordándole los menguados cueros, tan antiguo e inapelable como su propia vida de proscrito, de sicario, de cabecilla de revueltas, de matanzas y saqueos, de punta a punta de muy cristianos reinos y aun de remotos países dichos infieles.

Pero el destino jugaba sus últimos naipes: ahora, Stephan de la Gorce se encontraba a tiro de arco y no habría muralla capaz de contener aquella furia desatada desde el origen mismo de los tiempos. Y si bien la súbita escaramuza nocturna o acaso las endiabladas artes del siniestro mago y alquimista aliado del señor y del que tanto se decía en la comarca, hurtaban a su enemigo de la venganza, sólo se propiciaba así una sumaria prórroga que no venía sino a recrudecer secretas y crueles visiones supliciatorias, cuyo indefectible destinatario no era ni podía ser otro más que aquel maldito Stephan de la Gorce, a quien siquiera había conocido nunca.

Entre tanto, llegó el día y sus hombres se gozaron ultrajando a los moribundos. Tampoco medió Tafur en la espantosa degollina, pues que,   —103→   poco antes, más de ciento de aquellos vagabundos habían perecido despiadadamente -ahorcados o decapitados- a manos de los grupos de castigo que el señor enviara contra ellos. Suya era, pues, la palabra escriturada: ojo por ojo. Como ya la había sido en Damieta, cuando combatió contra los mamelucos, o contra las hordas cármatas, o cuando, enardecido y proclamado flagelo del Todopoderoso y emperador de los Últimos Días inflamó a los desposeídos, a los renegados, a los pobres, y los lanzó, primero, a una violenta masacre de judíos en Spira, para volverlos, más tarde, alucinado ya por un singular engreimiento mesiánico, contra los nobles y propietarios de las tierras y aun contra muchos de aquellos clérigos y prelados tenidos por convictos de simonía, prevaricación y gula. Y así fue como Tafur, confirmado por su celo igualitario en tan interino rango, dio en esgrimir de continuo y frente al derecho de puño de los grandes señores o a la mansedumbre predicada por la impostura, la incuestionable necesidad de los hambrientos.

Y, en verdad, que ya nada le detuvo. Seguido por toda una cofradía de menesterosos y profanadores de cadáveres, de ladrones y asesinos, de herejes y sectarios, de tránsfugas y marginales, asoló las prósperas rutas hanseáticas, las feraces regiones del Mosela, las ciudades y castillos de la Suabia y del Languedoc, sin que ninguna fuerza lograra apartarlo de su camino hacia los remotos valles de la Gorce, hacia las malditas cumbres de Vintrec, de donde, en sus desvaríos, le llegaban por los aires voces y sombras atormentadas, apenas   —104→   identificables, pero imperativas y rotundas en su exigencia.

Tan sólo en ocasiones, aquella muchedumbre de desarraigados rendía transitorios servicios a algún príncipe ambicioso o remiso a cualquier vasallaje, con el que Tafur estipulaba pactos, ya de igual a igual. Luego durante semanas o meses, vivaqueaban en el feudo, hasta que, satisfechos, se partían una vez más o, si acaso estimaban parva la recompensa, por el contrario, asaltaban repentinamente el alcázar, pasaban a cuchillo a nobles y menestrales, y se daban al pillaje, al que Tafur asistía impávido interpretándolo, aun sin beneficiarse en su sobriedad, de todo aquello, como un acto purificador y popular.

A su paso, se soliviantaban los viejos terrores milenarios, y como entonces, se encendían los cielos de ángeles flamígeros y caía sobre las aldeas la fatídica peste negra o el mal que dicen de los ardientes, en tanto una multitud delirante y angustiada pretendía conjurar el azote bíblico con rogativas y sangrientas flagelaciones, sin que Tafur, indiferente a tales disturbios, abdicara de su obstinación. No toleró, en aquel tiempo, flaquezas ni desánimos, ni hubo tampoco capítulo alguno capaz de atemperar el curso de su venganza, pues que hasta cuantos delegados apostólicos y senescales reales trataron de disuadirle con indultos y bendiciones fueron degollados y escarnecidos sus cuerpos. Cumplidos los mil años, pronto Satanás será desatado, se había ya escrito; y he aquí que, de pronto, Tafur engendraba el profético caos. Anticristo para la molicie y el relajamiento   —105→   de los órdenes principales, proscripto por bulas y decretos, se erigía, sin embargo, en jefe y hacedor de aquellas turbas errantes que ahora, por fin, habrían de arrasar los dominios de Stephan de la Gorce.

La noticia estremeció de gozo a mercaderes y artesanos que, con la derrota del señor, y exonerados así de peajes y portazgos, dispusieron las providencias necesarias para obtener del rey, a cuya autoridad se sometían, los fueros que reconocieran sus derechos corporativos, estableciendo simultáneamente las ordenanzas de ligas y gremios. Poco después, y mientras las compañías de Tafur daban cerco a la fortaleza, el gobierno de la floreciente ciudad hizo pública una carta de gracia destinada, muy en especial, a los mercenarios y a cuantos allí buscaron refugio y garantías, bien huyendo como iban de sus amos, bien del rigor jurídico de los padres conciliares, para quienes todo hombre era reo de apostasía, en tanto no probara formalmente lo contrario. En la dicha carta, y entre otras varias indulgencias, se declaraba: «Aquel que haya residido en esta parroquia por el tiempo de un año y un día, sin que se le haya reclamado nada de aquí y que no haya rehusado exponer su causa ante nosotros o nuestro preboste, podrá vivir libremente y sin molestias».

Sólo Tafur no participó del júbilo desbordante con el que se recibió tan generoso documento, ni tampoco en las celebraciones que se siguieron en   —106→   honor de los santos Flavit y Aile, bajo cuya advocación la comunidad burguesa fortalecía la más sólida fe trinitaria y el mayor fervor mariano.

Como de costumbre, Tafur, en solitario, vagó por los extensos bosques de altos abetos rojos, avizorando los bastiones enemigos e inspeccionando rondas y avanzadillas: el asedio podía prolongarse durante meses quizá, pero definitivamente Stephan de la Gorce y cuántos caballeros y gentes de armas que con él se hallaban serían reducidos, y ajusticiados sin apelación aquellos que lograran sobrevivir a la certeza de sus bien amagados arqueros.

De cuando, se ensombrecía aún más su taciturno gesto: las cercanas fragosidades de Vintrec, en cuyas cimas las nieves se hacían de un zarco vítreo, le trasladaban de golpe, entre vientos corales, desgarrados gemidos y la fugaz visión de unos extraños seres planetarios dispuestos para una pausada hecatombe cruel y degradante. Y hasta se le antojaba vislumbrar, entre las brumas o las hilazas de las torrenciales lluvias, allá en los agrestes peñascales, la silueta de un animal quimérico, mitad hombre, mitad hipogrifo. A Tafur, entonces, le entraban tiritonas y convulsiones, babeaba espumajos y en sus delirios, se reconocía a sí mismo, en la profundidad de sabe Dios qué antros, bajo la mirada despectiva y tierna, a la par, de un alguien a quien nunca había logrado identificar.

Cuando se recuperaba de su pertinaz agitación, deambulaba por aquellas selvas, por aquellos oscuros y fríos desfiladeros, esforzándose en reconstruir   —107→   ciertos desvaídos pasajes de su infancia. Porque de allí mismo, perseguido y acosado por leñadores, gañanes y prófugos, salió un buen día, muchos años atrás, muchos, para conocer ocasionalmente el aprendizaje en un taller de talabarteros, merodear aldeas y caminos, luego que fuera repudiado también del oficio, y por último, darse sin tregua, merced a su astucia y natural inclinación por la estrategia, a correrías, devastaciones y guerras.

De la ciudad, vacilantes, ahítos de vino y confiados, subía un grupo de campesinos borgoñones levantados, de valientes «coquillards» -hoces y horcas al hombro- que él reclutara para sus partidas.


Si tienes un ganso o una gallina gorda
o pan de harina blanca en tu arcón,
es siempre tu señor quien debe disfrutarlos.



Tafur los vio pasar muy cerca de donde se encontraba, oculto por el monte bajo. Ahora, y bien que lo advertía, sus gentes, extenuadas por las privaciones, compelidas de por vida al más desventurado nomadismo y sujetas a la zozobra de un incierto futuro, se regocijaban con la magnánima oferta de gracia e indulto formulada por el Consejo de la ciudad.

Tafur, desdeñoso por envilecido y proclive igualmente al recelo, meditó en el recogimiento de su guarida: a dos o tres leguas, aún encastillado,   —108→   el poder, intuido fungible desde siempre, del señor de la Gorce tocaba ya a su fin, incapaz de afrontar el espíritu cambiante de la era que alboreaba; de otro lado, en los ubérrimos valles, al cobijo de la encrucijada de caminos y rutas comerciales y con los favores de la vía fluvial, contabilizado minuciosamente todo con el ábaco de los beneficios exclusivos, se entronizaba el oro acuñado y una nueva estirpe de burgueses, mercaderes y embaucadores rapiñaba, sin escrúpulo ni continencia, privilegios dinerarios y políticos. La dicha Tercera Edad, aquella Edad profetizada para los miserables, para cuantos durante siglos y más siglos habían sido victimados por el expolio y escarnecimiento de los fuertes, de los poseedores, de los purpurados, todavía estaba por llegar. Y entonces decía no, rotundamente no, a una libertad concedida como se concede una dádiva, desde el poder, pues que una libertad que no se conquista jamás alcanza ni su sentido ni su plenitud: y el hombre que acepta tales concesiones, sin arriesgar nada, no es en verdad libre sino para la súplica y el acatamiento.

Divagando acerca de aquellas cuestiones, vino en recordar la leyenda emblemática de muchas villas bávaras: «Stadtluft Mach Frei». Pero ¿cuál era, por ventura, aquel aire henchido de ciudadanía e independencia para el común de la sociedad que tan solemnemente se proclamaba? Por que él había presenciado cómo los menesterosos, emancipados de la tierra, se ofrecían, sin embargo, en jornadas de sol a sol, por una hogaza negra de centeno mal cernido o por una sopa de coles; y   —109→   cómo se pudrían, mendigando en los atrios de las catedrales y cómo se disputaban un desperdicio cualquiera.

Libres, sí, para proveer de brazos, por muy poco, a los enriquecidos comerciantes o a los gremios artesanales; libres, sí, para consumirse de inanición; libres, sí, para echarse a los caminos, al crimen y a la horca. Eso era todo, en definitiva, cuanto taimadamente se les prometía a aquellas turbas de desesperados. Y por tercera vez, a lo largo de sus reflexiones, Tafur dijo no, no a ningún pacto con los burgueses. En consecuencia, concluyó, después de que diera muerte por su propia mano a Stephan de la Gorce, habría de revolverse contra los nuevos señores de mercados y ferias, para demoler todo su creciente poderío montado sobre la falacia y la explotación.


Si tienes un ganso o una gallina gorda
o pan de harina blanca en tu...



Tafur escuchó absorto, hasta que las titubeantes voces de los «coquillards» se disolvieron entre los misteriosos ruidos que exhalaban las selvas.

Durante el crudo invierno, el grueso de las tropas mercenarias acampó extramuros de la ciudad. Periódicamente se rendían los turnos y relevos de los destacamentos que de continuo atalayaban, desde sus enselvados observatorios, la fortaleza y mantenían bajo el más estricto control cuantos caminos y sendas se partían de ella hacia villorrios y valles.

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Conocía Tafur que aquella era la táctica precisa para vencer, por último, toda la soberbia de Stephan de la Gorce. Un ataque frontal hubiera fracasado, sin duda, frente a las formidables murallas del castillo. Pero así, sitiados como estaba, más tarde o más temprano, tanto los egregios caballeros como las tropas de a pie tendrían que abandonar los invulnerables cuarteles, acuciados por el hambre que enloquece, por la incertidumbre y el abatimiento. Y cuando tal hicieran, sus gentes bien apostadas en la espesura y hábiles en el manejo del ligero arco de fresno, darían cuenta de ellos, uno por uno.

De otro lado, los bosques que parecían mismamente crecer y crecer bajo las incesantes lluvias, resultaban inaccesibles; tanto que el propio Tafur llegó a decirse si la progresiva exuberancia forestal no sería obra de los encantamientos que se atribuían a aquel endemoniado alquimista vendido al señor. Mas como quiera que fuese, decidió apelar a la paciencia, convencido de que finalmente sus planes habrían de cumplirse. Sólo era cuestión de esperar. Y Tafur esperó, un día y otro, y meses enteros, siempre en solitario, auscultando cualquier movimiento del enemigo y manteniendo alertados a sus hombres.

Apenas despuntaba el alba, Tafur, desde un elevado roquedal, escrutaba el castillo, entre las pertinaces aguas o envuelto por un viscoso vaho que surgía de las rojas e impenetrables selvas. En ocasiones, le alcanzaban aullidos espeluznantes de naturaleza incierta, y más de una vez, acechando al jabalí en el hozadero, creyó adivinar,   —111→   en la floresta, el paso de algún monstruo herbiforme y precursor. Todos aquellos singulares fenómenos no eran sino otros tantos signos de un tiempo que prescribía.

A lo largo del asedio, Tafur se negó a visitar la ciudad. Parlamentaba con el emisario del Consejo, en las montañas, y allí daba cuenta de la situación, sin entrar en demasiados detalles. Sagazmente, eludía ofrecimientos e invitaciones: era obvio que los notables ya tendrían prevista su sentencia para cuando concluyera todo aquello.

Y así transcurrieron los meses. Hasta que una mañana desvaída de cobalto, se escuchó un prolongado silbido y sobre el lienzo del amanecer se deslizó velozmente un objeto de irisaciones metálicas. Más confuso que nunca, Tafur trepó con apresuramiento a lo alto de las rocas y miró hacia donde se levantaba el castillo y no vio sino extensos bosques de abetos. Agitado, entonces, por un terrible presentimiento, reunió pronto a una partida de hombres y, durante horas, desbrozaron sendas y talaron arbustos y malezas, antes de llegarse a la cima del otero. Y allí sólo hallaron unas ruinas cubiertas por la pálida flor del olvido, la enmohecida hoja de una vieja espada y un manuscrito ininteligible que habría de parar, poco después en los archivos de la ciudad. Pero a Stephan de la Gorce, señor de la Gorce y de las maléficas cumbres de Vintrec, lo había absorbido el aire.

Repicaron a gloria los bronces de todas las campanas y la ciudad desbordó de júbilo con la noticia. Mientras, una multitud de desharrapados   —112→   mercenarios arrojó las armas y descendió de las montañas, en busca de los beneficios e indulgencias que se les prometiera, seguros de que para ellos se cancelaban opresiones y desventuras.

En su amargura, Tafur se retiró a la montaraz guarida. Se supo frustrado y vacío y tuvo conciencia, después de tantos y tantos años, de que, sin Stephan de la Gorce a quien nunca había llegado a conocer, su misma vida carecía de sentido. Y si, pues, la venganza que le nutriera se le hurtaba así tan súbita y enigmáticamente, ya nada, absolutamente nada podía importarle.

Por eso no se defendió cuando los bravos «coquillards», con los que tantas batallas había librado, codo a codo, se abalanzaron sobre él, la siguiente noche, hasta reducirlo y encadenarlo, instigados, sin duda, por el preboste y sus consejeros. Imperturbable, soportó insultos y vejaciones. A su paso por las calles, una muchedumbre delirante y excitada por la presencia de aquel ser torvo, corcovado y deforme, intentó lapidarlo. Pero Tafur tampoco se conmovió, ni aun con la lectura del rollo, en donde se contenía su sentencia de muerte:

«Apelaciones ante los magistrados
para castigar al insurgente llamado
Tafur, traidor a su fidelidad, y por
que traidoramente hizo la insurecci
ón y pasó a cuchillo al señor de es
tas tierras Stephan de la Gorce, a
sus deudos, caballeros y cuant
os con él se habían en la su f
  —113→   ortaleza, y dio muerte sacríle
ga a los religiosos de la abad
ía adscrita el dicho señorío.
Que el mismo a quien llaman Ta
fur, en el tiempo de la insurr
ección, estuvo siempre vagando
armado y con las armas despleg
adas, y requerido negó la pala
bra y con cuyo silencio aprobó
la acusación. E inmediatamente
es constituido un jurado en no
mbre del Señor el Rey y fallan
que aquel a quien llaman Tafur
es culpable de todos los artíc
ulos. Y por descripción de los
magistrados el dicho llamado T
afur es condenado a morir como
mejor cumpla a la autoridad.»



Y pocos días más tarde, en el amanecer de una destemplada mañana del mes de marzo de aquel año de gracia, desde las más altas, frías y abruptas cumbres de Vintrec, Tafur, cubierto de cadenas, fue despeñado, devuelto a aquellas escabrosidades de las que, según dicen, había venido al mundo.







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