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Libro II


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Capítulo I

Donde se da cuenta de algunas cosas que sirven para que se comprendan muchas otras y entretenimiento del lector


Tranquila al parecer quedaba Castilla con el avenimiento de los dos prelados; tranquila debía seguir, pues que se había encontrado el medio de halagar los intereses de los hombres prepotentes del estado. Gozaban por fin la apetecida calma, y aunque su dulzura fuera momentánea, y una tregua más bien que una sincera y estable reconciliación el convenio de Perales, la monarquía necesitada de reposo y aprovechaba ávidamente el intervalo que se le concedía para descansar de las pasadas fatigas y zozobras, en medio del placer y la alegría.

La poderosa grandeza del reino, reunida por los acontecimientos en rededor del trono, desplegaba su fastuoso lujo y su ostentosa magnificencia en justas y torneos, en cacerías y festines.

Olvidando el pueblo las pasadas borrascas, corría presuroso al palenque a celebrar con entusiasmo el valor y la destreza de los paladines que lidiaban, o se agrupaba en torno del palacio del festín para recoger ansiosamente los ecos armoniosos de la música y los cantos de los trovadores que perdidos y a retazos llegaban hasta sus oídos entre las risas, los murmullos y los resplandores, sin acordarse de lo pasado, sin pensar en lo futuro y sin cuidarse de sí mismos.

Arrastrados por el ejemplo Enrique III y Catalina de Lancaster, habían escitado a su vez el entusiasmo popular recorriendo las inmediaciones con el venablo o el azor en la mano. Doña Leonor de Castilla, Doña Beatriz de Portugal, el duque de Benavente y la grandeza, hacían una corte asidua a los reyes; y mientras los gobernadores se repartían como despojo las rentas de su pupilo, la Reina gozaba un luminoso rayo de felicidad que se reflejaba en su apacible semblante.

A la sazón se hallaba reunida en Burgos a la flor de la nobleza de Castilla y León, la más escogida de Aragón y Navarra para tomar parte en un torneo famosísimo que hacía el duque de Benavente en obsequio de Catalina de Lancaster, y al que debía concurrir el Rey, la Reina y la corte.

Grandes preparativos se habían hecho, desplegando un lujo y magnificencia asombrosa el poderoso magnate que pretendía ser el primero en Castilla; terminando tan espléndida y brillante fiesta con un festín, en el cual la reina de Navarra concedía a los vencedores el honor de recibirlos.

La primavera embellecía la naturaleza; las perfumadas brisas de mayo habían sustituido a los fríos vendavales de diciembre, los prados se tapizaban de flores; todo renacía, todo se vivificaba a los dorados rayos del sol, y el cielo, terso y puro, hacía olvidar las nubes y las tempestades.

Era la víspera del torneo. Muy de mañana salió de Burgos Enrique III con el arzobispo D. García, el mayordomo mayor Juan Hurtado de Mendoza y un numeroso séquito a caza de cetrería, proponiéndose pasar una parte del día en el monasterio de Santa María de las Huelgas y no regresar hasta la noche.

La reina Doña Catalina, Doña Beatriz de Portugal, los duques de Benavente y Alburqueque, el conde de Monte-Alegre y el de Medina de Pomar, los maestres de Calatrava y Alcántara, el alférez mayor Rodrigo López de Ayala, la condesa de Alburquerque, la de Cintra Doña Guiomar de Leiva, la joven Elvira Manrique y otras muchas damas y caballeros de la servidumbre regia, se hallaban reunidos esperando la vuelta de D. Enrique en una espaciosa galería, por cuyo fondo una dorada y tallada puerta daba paso a los jardines, sobre el que caían todas las ventanas cubiertas a la sazón con pesadas cortinas de seda color de perla.

La tarde era magnífica; sentíase el calor grato y suave de un día de estío templado por una brisa ligera y perfumada con el aroma de las flores que penetraba por las entornadas puertas de la galería.

El sol desaparecía del horizonte disminuyéndose la luz; la Reina mandó abrir todas las ventanas y descorrer las pesadas cortinas que las cubrían.

Imposible es describir el encanto de aquella tarde de primavera en su último periodo, tan imposible como pintar las encrespadas olas del mar, o sus rizadas y quietas ondas; el pincel y la pluma es insuficiente siempre para copiar o describir a la naturaleza en su hermosura, su grandeza, o su armonía; a esa naturaleza tan rica y eterna que forma la mano de Dios y que no es dado a la del hombre imitar.

El cielo estaba de un azul diáfano y trasparente. Un aura suave y murmuradora jugueteaba entre el oscuro y frondoso ramaje; millares de flores de variados y finos matices, entreabriendo sus perfumados cálices, embalsamaban el ambiente con sus penetrantes emanaciones; las saltadoras aguas de las fuentes unían su murmullo a los últimos y melodiosos trinos de las aves saltando de rama en rama antes de esconderse entre sus hojas.

La Reina abarcó de una mirada toda aquella gala y hermosura del jardín, y volviéndose con viveza a Doña Beatriz que estaba a su lado, le dijo:

-Doña Beatriz, ¿sois de parecer que en tanto que viene D. Enrique disfrutemos la brisa de la tarde que nos está brindando en el jardín?

-Sí por cierto, contestó la viuda de D. Juan I con prontitud; y además os daré las gracias por ese pensamiento que nos va a proporcionar no poco solaz y placer.

Levántose, pues, Catalina de Lancaster, invitó a los que la acompañaban con un gracioso ademán a que la siguieran, y bajó la primera al jardín con Doña Beatriz que no se separaba de su lado un punto.

Iban, pues, las dos reinas una junto a otra, y a su lado los duques de Alburquerque y Benavente. Seguían después las condesas de Cintra y Alburquerque con la favorita Elvira Manrique, y confundidos y en rededor de las damas, venían los maestres de Calatrava y Alcántara y los demás que en la galería se hallaban.

Al salir de un bosquecillo de mirtos, descubriéronse caprichosos y bien cortados cuadros de lindísimas y frescas flores, llamando su atención uno de azucenas que, medio inclinadas sus cándidas corolas, se mecían débilmente a impulso de la apacible y espirante brisa.

Descollaba entre todas una que, doblándose su delgado tallo al peso de la increíble porción de flores que sostenía, parecía ocultarse con modestia a las miradas que su hermosura atraía.

-Mirad, exclamó con admiración Doña Beatriz descubriéndola; mirad esa frágil vara que multitud de flores tiene; miradla tocando casi la tierra a poco que el viento la sacuda.

Inclinóse sobre ella Catalina de Lancaster, pasó sus dedos de rosa por uno de sus frescos y blanquísimos pétalos una y otra vez, y enderezándose después de acariciarla, dijo con entusiasmo:

-Eso es un prodigio en verdad; ¡oh, vara fecunda! tan apiñadas están las flores que apenas pueden abrir confundiéndose unas con otras.

Cruzó D. Fadrique por detrás de la Reina, bajóse como para examinarla y cortando la flor que Catalina de Lancaster había tocado, la ocultó rápidamente en el lazo de su banda.

Esto fue hecho con tal prontitud como disimulo; sin embargo, no lo fue tanto, que la mirada indiscreta o curiosa de la favorita Elvira no sorprendiese su acción; y como el Duque lo notara y ella lo apercibiera, se enrojeció como la escarlata la altiva frente de la hermosa dama.

En cuanto a los demás, nadie notó aquel incidente sin interés ni consecuencias aparentes para ellos.

-D. Sancho, dijo de pronto Catalina de Lancaster diringiéndose al duque de Alburqueque, ¿qué nos contáis de ese astrólogo famoso, que tan maravillosamente posee el conocimiento de los astros y los arcanos del porvenir?

-Señora, que a creer a los que le consultan, y son muchos, tiene a su disposición el libro del destino.

-¿Y no sois vos uno de esos? replicó la Reina sonriéndose.

-No, señora, contestó el duque de Alburquerque con gravedad. A los ancianos sólo les guarda el porvenir la muerte; y para recibirla bien, no necesito saber la hora en que ha de llegar.

-De manera que no conociéndole, no nos podéis hablar de él; veamos si con el duque de Benavente tenemos más fortuna, pues lo es satisfacer la escitada curiosidad.

Y volviéndose al Duque que iba junto a su cuñada Doña Beatriz, le dijo con un acento dulce y afectuoso:

-D. Fadrique, ¿conocéis vos a ese astrólogo de quien tan estraordinarias cosas se cuentan?

-Sí, señora, contestó el Duque con tanto respeto como complacencia.

-¿Y justifica su fama?...

-¡Y mucho más!

-¿Os ha hecho vuestro horóscopo? le preguntó la reina Doña Beatriz sonriéndose con malicia.

-No, señora; quiero saber mi felicidad de otros labios que los de un astrólogo; y en cuanto a la desgracia, si estoy destinado a ella, tiempo de sobra tendré para savorearla.

Y el Duque contestando a su cuñada, miraba a Doña Catalina por cuya frente pasó una sombra de tristeza.

-Maestre, dijo la Reina volviéndose y llamando al de Calatrava; ¿habéis consultado a ese astrólogo asombro de Burgos?

Dio D. Gonzalo Núñez de Guzmán un paso para colocarse a su lado, honra que le cedió el duque de Alburquerque, y con su acento franco y decidido respondió.

-Yo, señora, no consulto a otro que mi honor, porque a decir verdad, no creo más que en Dios, ni fío de nadie sino de mi espada y la razón. Lo que hace la corte, es confiarle sus secretos por querer penetrar los del Altísimo.

-La ciencia humana es un destello de la sabiduría de Dios, dijo D. Fadrique con altivez, y resplandece en la inteligencia privilegiada y portentosa del astrólogo Ben-Samuel para quien no hay secretos ni en la tierra ni en el cielo. Sin embargo, Maestre, yo si alguno tengo lo recato de él como de todos. Soy para ellos un avaro.

Y esto diciendo, clavó una mirada melancólica y profunda en la Reina que no la observó atendiendo al Maestre que repuso con su ruda franqueza:

-Hacéis bien, Duque, por lo que toca a vos; en cuanto a lo del astrólogo, os diré que es difícil convencerme haya hombres, y ese en la raza maldita, con los cuales comparta Dios uno de los atributos de su omnipotencia.

-Si el marqués de Villena se lo propusiera, le dijo el duque de Albuquerque al maestre de Calatrava, seguro estoy D. Gonzalo que lo había de conseguir.

-Sin duda alguna, D. Sancho, dijo la Reina sonriéndose, si no miente la fama, que atribuye a nuestro tío D. Enrique de Aragón un tan profundo conocimiento de los astros y de los Oscuros misterios del porvenir escritos en las constelaciones celestes por el mismo dedo de Dios. ¡Oh, Maestre! añadió Catalina de Lancater pretendiendo atraer a D. Gonzalo a la opinión de D. Fadrique, ¿por qué no habéis de creer que los hombres puedan descifrarlos? El que conoce al Criador, bien puede comprender la creación.

-Os confesaré, señora, replicó el Maestre que la había escuchado con visible complacencia, os confesaré, repito, que oyéndoos dudo de mis propias convicciones.

-Pues para concluir de persuadiros, nos hablará D. Sancho del sabio marqués de Villena, a quien deseo vivamente conocer; y D. Fadrique de ese astrólogo que trae a Burgos admirado y a toda la corte suspensa.

Y esto diciendo, entró en un gracioso y rústico pabellón, sentándose con Doña Beatriz en un asiento de verde musgo, dispuesta a continuar la comenzada plática; no sin brindar antes a la numerosa comitiva, la libertad de seguir el paseo que ella terminaba, y con ella los duques y el maestro D. Gonzalo Núñez de Guzmán.

En el mismo instante, ora en pequeños grupos, ora en parejas solitarias, se esparció la concurrencia por los anchos jardines, departiendo los ilustres paladines de la guerra del moro granadino, a quien se pensaba escaramuzar sobre Antequera o del próximo torneo; y las damas de fiestas y de amores.

Quiso Rodrigo López de Ayala aprovechar aquel movimiento general para reunirse a su hermosa prometida, mas al incorporarse con ella, se interpuso la portuguesa Doña Guiomar de Leiva, que le detuvo diciendo:

-Señor Alférez mayor, ya que tengo el gusto de encontraros os haré, si me lo permitís, una pregunta.

-Decid y tendré el honor de contestaros, respondió Rodrigo saludándola cortésmente y ocultando el disgusto que le inspiraba tal contrariedad con mesurada galantería.

-Pues está reducida a saber si justáis mañana, o no hacéis más que tomar parte en el torneo.

-Pienso quebrar tres lanzas en las justas, contestó lacónicamente Ayala, mientras su mirada buscaba por todas partes a Elvira que había desaparecido a su vista.

-En cuanto a colores no os pregunto cuál llevaréis, porque son conocidos los vuestros, prosiguió diciendo la buena condesa de Cintra entrando por una calle de rosales dispuesta a proseguir paseo e interrogatorio; pero como las empresas y divisas varían a capricho, os he de pedir noticia de la que ostentaréis para reconoceros en cuanto entréis en la liza.

Rodrigo dio un suspiro, y le contestó resignándose a sufrir su compañía y sus preguntas:

-Ostentaré la que ha tiempo procuro ilustrar; una azucena al natural en campo de oro.

-¡Azucenas! exclamó la Condesa pasando de una idea a otra como una mariposa de rama en rama; ¡qué magníficas la tiene este vergel! ¿las habéis visto señor Alférez mayor?

Ayala hizo un signo negativo con la cabeza, y su compañera de paseo hizo otro de admiración.

-Parece imposible, esclamó, si os parasteis como todos cuando Doña Beatriz, mi señora, las mostró a la Reina.

-Y sin embargo, Condesa, os juro que no las vi, digo mal, que no las miré.

-Mirad, señor López de Ayala, exclamó nuevamente la voluble portuguesa; mirad a Leonor de Guzmán que por aquel bosquecillo cruza ligera y alegre como un pájaro. ¿Quién va en pos, no lo veis?...

-¿El qué, Doña Guiomar? preguntó a su vez Rodrigo que, distraído profundamente, no había visto a la rica hembra de Alburquerque ni oído más que la última palabra de la Condesa.

Paróse ésta, y mirándolo de hito en hito entre burlona y ofendida, dijo:

-Señor Alférez mayor ¿estáis en vos? ¿Os han encantado?... ¿Qué os absorve hasta ese estremo?...

López de Ayala se sonrió, y reconociendo su descortesía contestó:

-Perdonadme Doña Guiomar, y no me tengáis por encantado, como no sea por vuestras gracias; pero vagaba en este instante mi pensamiento por otro jardín más ancho, más florido, más ameno, y las visiones que flotaban por mi mente rodeadas de purísima aureola, se han interpuesto momentáneamente entre mis ojos y el objeto que me mostrabais, no siendo sensible sino al eco de vuestra dulce voz.

-¡Vamos! ya os voy comprendiendo, replicó la portuguesa maliciosa y risueña, estáis soñando con los ojos abiertos; os doy mi parabién por esa doble existencia que gozáis de lo positivo y lo ideal, con lo cual sois completamente feliz, pues suple lo uno lo que de lo otro falte cuando la realidad no os satisfaga.

-No tanto como se os figura, Condesa; el sueño es sueño y nada más, luego que cuando se despierta y se palpa el desengaño a la impresión del placer, se sucede la amargura de no poderle gozar.

-¡Oh! y cuanto siento, señor Alférez mayor, el haberos despertado, dijo la condesa de Cintra afectando pesadumbre; y pues que hacia aquí viene Doña Inés de Osorio, os dejo con vuestro pensamiento, para que entregándoos a él, tornéis a adormeceros y a soñar.

Y saludándolo, esto dicho, se alejó dirigiéndose a recibir a la dama que venía. Cuando las dos se reunieron preguntó la castellana a la portuguesa:

-¿Qué os decía tan melancólicamente el Alférez mayor, mi Guiomar?

-Me hablaba de sus visiones, le contestó la portuguesa a la castellana, con singular gravedad.

¡Qué me decís! exclamó asombrada la crédula dama. ¿Y cuándo las ha tenido?

-Según se ha esplicado, ahora mientras paseaba.

-¿Y qué ha visto, Guiomar mía!...

-Visto ¡¡nada!! ni de cerca ni de lejos, ahí está el mal Doña Inés.

-No os entiendo, Condesa; dijo atónita la dama mirando a la imperturbable portuguesa.

-Pues hablo claro y os digo cuanto sé; pero dejemos esto y paseemos por entre esos hermosos cuadros.

Y las dos se dirigieron a ellos, variando discretamente la conversación la buena condesa de Cintra.

Entretanto seguían Doña Catalina y Doña Beatriz bajo la fresca enramada conversando con los Duques y el Maestre; y su brillante servidumbre, y las damas y los apuestos y nobles cortesanos, seguían asimismo recorriendo el jardín, reuniéndose y dispersándose, según se les antojaba, ocupándose de sí mismos unas veces, y otras veces ocupándose de los demás, y con el aroma de las flores se elevaban en el espacio las risas y los murmullos de dulces conversaciones.

Elvira, que había desaparecido a los enamorados ojos de Rodrigo; Elvira, que no tomaba parte en diálogos ni paseos; Elvira, que sola y silenciosa se recostaba en uno de los rústicos pilares que sostenían el pabellón, realizando bajo aquel cielo de diáfana transparencia el ideal más perfecto y acabado de la mujer, ni veía las flores ni las damas ni los galantes cortesanos; toda su atención estaba fija en los coloquios que dentro del pabellón se tenían, y adonde solía dirigir furtiva y penetrante mirada.

Solo también, y a corta distancia de la peregrina dama, estaba Rodrigo López de Ayala; el cual, así que se desembarazó de la Condesa, buscó a su prometida y hallándola en el sitio que hemos dicho, se paró primero a contemplarla en su graciosa actitud frunciéndose sus negras cejas cuando notó su abstracción y sus rápidas miradas al interior de la rústica enramada.

Y cosa singular, Elvira que no tenía más que alzar los ojos para encontrar a Rodrigo, que había cuidado de colocarse delante de ellos, tan distraída estaba, que no se fijaban en él jamás sus miradas, a pesar de vagar a veces en torno suyo.

Mas fuera que Rodrigo cediese involuntariamente al influjo de irresistible atracción que ejercía sobre él su hermosa prometida, o bien que quisiera romper aquella situación violenta en que la distracción o la indiferencia de Elvira le había puesto, ello fue que se dirigió a ella derechamente; y asimismo también Elvira al verle por un movimiento irreflexivo y pronto, dejó su sitio, y echando por la calle más próxima se alejó fruncidas las negras cejas arrancando entre pensativa y despechada los pétalos de una rosa.

La acción de Elvira brusca y marcada por su inipaciencia, hizo que Rodrigo resentido y confuso se parara un instante como si tratara de retroceder o retirarse; pero cambiando súbitamente de idea, siguió en pos de ella acelerando el paso hasta que la alcanzó. Entonces con un acento que no era de reconvención ni de sorpresa, sino respetuoso y sentido, le dijo:

-¡Elvira! huyendo así de mí, me obligáis a que aparezca a los ojos que nos miran, como un perseguidor osado e importuno.

-No huyo de vos, señor Alférez mayor, contestó orgullosa y fríamente su prometida; ni los que nos ven y me conocen, pueden creer que haya nadie tan audaz que me imponga su presencia.

Las morenas megillas de Rodrigo se enrojecieron al oír la dura réplica de la hechicera y altiva favorita de Catalina de Lancaster; y después de una corta pausa, durante la cual Elvira arrancó los últimos pétalos a la flor, y en que Ayala consiguió dominar la desagradable impresión que había recibido, la dijo con resolución y firmeza:

Escuchad, cara Elvira, escuchad, y no os ofendáis por lo que os diga, siquiera por el profundo sentimiento que va a dictar a mi lengua las palabras que profiera.

Os oiré Ayala, dijo su prometida seria y glacial; y si no lo hago con placer, de vos será la culpa que tan mal me prevenís.

-Si os he prevenido mal, replicó Rodrigo con amargura, ha sido por un esceso de respeto. He temido que mi espansión os fuese enojosa vista vuestra helada acogida, y conozco que aunque os pese ya no soy dueño de contenerla.

-Señor Alférez mayor, repuso Elvira con desabrimiento; no comprendo vuestros temores, y encuentro un poco atrevida, para blasonar de tanto respeto, la imposición de vuestra presencia y de vuestras espansiones, péseme o no, el que las tengáis.

Con mucha crueldad me tratáis, Elvira, pero no importa; paso por todo y aprovecho la ocasión de hablaros; porque haya días que vuestra indiferencia y mi silencio están alzando entre nosotros una barrera que más tarde ya no podré destruir.

La contrariedad que sufría Elvira, era tan visible, como la impaciencia que la devoraba; sin embargo que procuraba ocultar la una y la otra con un esterior frío y reservado.

-No sé, le dijo después de un momento de silencio, que os inspira esos recelos a que de seguro falta causa.

¡Ay! ¡Desgraciadamente no, Elvira! replicó con vehemencia Rodrigo clavando sus rasgados ojos más negros que el azabache en el rostro seductor de su prometida; sobran para mi devoradora inquietud. Ya no comprende vuestro corazón al mío, ya no encuentran nunca mis ojos vuestra mirada, ya me veis en horas de celos y desaliento, dudar de mi ventura, y no os dignáis afirmar la fe que vacila con una palabra de seguridad, ni disipar la tempestad de mi alma con una sonrisa de vuestros labios...

-Disimulad, Ayala, que os interrampa, dijo Elvira con resolución; pero ahora que me ofendéis, ya no debo escucharos por mi propia dignidad.

-Nadie la respeta cual yo, replicó tristemente Rodrigo; pero no es faltar a ella el deciros que desde la hora fatal que os trajo a Burgos, comenzó a eclipsarse mi estrella, y que ya apenas si por intervalos me envía un trémulo y fugitivo destello, no de vuestro amor, Elvira, que no he sido tan feliz que lo posea, sino de vuestra antigua preferencia, que tanto me prometía y halagaba.

Encogióse de hombros con un gracioso movimiento de desdén la orgullosa dama, y nada contestó.

Por su parte Ayala, serio, pero fuertemente impresionado, prosiguió diciendo:

-Hubo un día, Elvira, que no se borrará de mi memoria, un día que decidió mi suerte, un día en que se me reveló súbitamente la felicidad, no sé si del cielo o de la tierra; el día que os vi, Elvira, por primera vez, tan hermosa que me maravillasteis fascinándome. Ora os lo recuerdo, porque sensación por sensación, necesito manifestaros la inmensidad de un amor que o no comprendéis o rechazáis; de un amor que ha vivido de sueños y esperanzas, que se agita y estremece hoy con tormentos que no podéis comprender, vos tan ciegamente idolatrada, y que ha llegado a ese punto en que no basta un corazón solo a contenerlo, y necesita que otro corazón lo participe.

-Sois elocuente, Ayala, para hablar de vuestro amor, dijo Elvira siempre glacial; y eso que la ocasión no es oportuna, y que veis me resiente el que lo hagáis.

-Lo confieso, Elvira, me oís contra voluntad; pero yo necesito hablaros, porque he conocido harto bien por mi mal, que el silencio me ha perjudicado con vos, me ha hecho estraño a vuestros sentimientos, relajando el único lazo que existía entre nosotros, al confianza que da una mutua seguridad. He aquí por lo que a riesgo de desagradaros, que es lo que más siento, prosigo con obstinación mi propósito.

A esa época dorada de magníficas ilusiones, de dulcísima felicidad, de inefables esperanzas, ha sucedido otra bien inquieta y desdichada, y hay momentos, Elvira, en que creo que hay a mis pies un infierno, en el que voy a caer si vos no me arrancáis de su orilla.

Burgos, Burgos me ha sido funesto. El primer día que lo pisé sorprendí sobre vos la mirada de un hombre, y en aquel instante sentí la cólera enrojecer mi frente, el temor asaltar mi espíritu, la hiel inyectar mi corazón... desde ese día tengo celos, pero celos que no matan, sino que acrecen mi amor.

Me he dicho que dudar de vos era ofenderos, y he comprimido mi sufrimiento que no ha tenido ni desahogo, ni consuelo, nada, ni aun ha sido comprendido.

Devorándolo en silencio, muchas veces el hálito inflamado de mis suspiros ha rezado vuestra sien nacarada sin que lo hayáis percibido en vuestra profunda distracción.

Muchas otras os ha dado a conocer mi tristeza, que se va haciendo habitual y el interno penar que me consume... pero vos, cuando no estáis preocupada, os mostráis tan tibia, tan indiferente, tan alejada de mí... que no le mitigáis jamás con ese poder que Dios o mi desgracia os han dado sobre mí; y Elvira, perdonadme que os lo recuerde, pero yo os he entregado mi albedrío, mi vida, y de vos esperé ¡orgullo es! primero, una preferencia; luego, una dulce confianza, y después ¡el amor! con todas sus supremas delicias.

-Señor Alférez mayor, dijo Elvira con tono breve y seco; nuestra mutua situación es ésta, no la desconozcamos ni tergiversemos. Vos me visteis y os agradé; no procurasteis agradarme, sino que solicitásteis mi mano con empeño, y mi padre os la concedió. Entre ambos existen convenios, promesas, una palabra empeñada y aceptada; pero yo soy estraña a todo, porque conmigo no contasteis en vuestras pretensiones. Vos tenéis derecho para llevarme al altar, y yo tengo el deber cuando esto suceda de consagraros mi vida; antes no tengo ninguno, Ayala, lo que haga será deferencia y nada más, ya que me obligáis a decirlo.

-Elvira, si no estáis dulce conmigo, habláis con franqueza, lo aprecio; dijo Ayala sin insistir en sus quejas; todo ha sido creer yo, lo que no es; y esperar, lo que quizá no será tampoco. Un error merece indulgencia, y si me atreviera a exigir algo de vos, sería el que la usarais conmigo.

Por primera vez alzó Elvira los ojos y los clavó en el Alférez mayor, que sostuvo su mirada sin que de sus ojos destellara la pasión que se enseñoreaba en su alma, ni entreabriesen sus labios la sonrisa que siempre la acariciaba; y, cosa inesplicable, la frente de la joven se inclinó plegada y triste.

-Rodrigo, le dijo tras un corto espacio de silencio con dulce y melancólica espresión; cada corazón tiene sus misterios, cada felicidad sus sombras. No os alarméis por la vuestra, ni queráis profundizar los míos; yo misma no los comprendo, y vos os perderíais en su fondo.

No dudéis en creerme. Nadie, y esto os lo juro, está más alto que vos en mi aprecio; lo demás... su día tendrá.

-Gracias, Elvira, gracias; dijo Rodrigo volviendo a manifestar en su rostro serio pero espresivo una ternura apasionada y loca; perdonadme mis celos y amadme... ¡Oh! Elvira... ¿me amaréis... ese día que es mi sueño? ¡Mirad, sois para mí el aire que respiro... la vida... más, el alma también.

-Rodrigo, exclamó su prometida afectada y ruborosa; os lo suplico; no hablemos de amor; sufro al hacerlo.

-Pues bien, no hablemos; pero permitidme que me acerque a vos cuando mi ventura nos reúna, sea en el alcázar, o en los festines, o donde quiera que os halle. Permitidme que mañana os repita mi pregunta en el palacio de la Reina de Navarra, y que antes en el torneo os pruebe que soy tan fuerte para pelear como débil para resistiros.

-Sé que sois un héroe, dijo Elvira sonriéndose y suspirando; pero sin concederle su demanda ni negársela tampoco.

-Seré invencible si me concedéis como talismán una prenda vuestra. Entonces la victoria será mía...

Elvira tuvo un momento de indecisión, de lucha; pero se resolvió, y quitándose el guante de la mano derecha, se lo entregó diciendo:

-Tomad, y acordaos mañana en el palenque que vuestra gloria es mi orgullo.

Rodrigo lo tomó, lo llevó a sus labios, y después de imprimir en él un ardiente ósculo, lo guardó apresuradamente porque sintió pasos a su espalda.

Apenas tuvo tiempo de ocultarlo, cuando adelantándose el que venía hasta nivelarse con ellos, saludó respetuosamente a Elvira, y con altivez a Rodrigo.

Elvira le contestó con frialdad, Rodrigo con mesura; pero los labios de aquélla temblaron ligeramente, y las cejas de éste se fruncieron con despecho.

El importuno era el duque de Benavente.

-Señor Alférez mayor, le dijo con intención; suplico me perdonéis que os interrumpa, pero deseo saber si mañana me haréis el honor de justar conmigo antes de tomar parte en el torneo, ya que no pude hacerlo en las famosas de Palencia y de Segovia.

-Mía será la honra, señor Duque, contestó Ayala con perfecta cortesía. Mañana nos mediremos lanza a lanza y cuerpo a cuerpo.

Cambiadas estas palabras, Elvira, que había estado esperando a que Rodrigo las terminara, lo saludó con un gracioso ademán, y bajando apenas la cabeza al Duque, se alejó dirigiéndose hacia la condesa de Cintra y Doña Inés de Osorio, que a su encuentro venía saludándola.

Entretanto la noche comenzaba a estender sus negro velo sobre el animado vergel.

La diáfana claridad de la luna sustituía la incierta luz del crepúsculo vespertino, añadiendo la vaguedad poética y misteriosa de sus blancos resplandores un encanto más a aquel elíseo donde no faltaba calma, flores, aroma y sombra que lo poblaran.

El Rey había vuelto al alcázar. La Reina pues, y con la Reina todos se apresuraron a dejar el jardín para ir a su lado, y abandonando el pabellón y los bosquecillos se encaminaron a la galería, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Elvira se había separado nuevamente de la condesa de Cintra y Doña Inés, y deteniéndose un momento en el pabellón que Catalina de Lancaster acababa de abandonar, dejó que la comitiva, que no iba muy ordenada, se adelantara.

El murmullo de las voces se perdió; Elvira estaba sola y contemplaba aquel oscuro y perfumado recinto con una espresión triste y amarga.

Por su parte D. Fadrique, que iba con el maestre de Alcántara, echó una rápida ojeada en derredor suyo, y no encontrando lo que buscaba, separándose de D. Martín se arrimó a su lado, y recatándose en la sombra que proyectaban los árboles, vio desfilar a toda la corte escepto a Elvira que, como hemos dicho, se había detenido en el rústico pabellón.

Así que pasó el último, se deslizó con disimulo, y retrocedió cuidadoso y resuelto.

Mientras que el Duque volvía, Elvira emprendía lentamente el camino del Alcázar.

Llevaba las manos cruzadas sobre su seno de alabastro, y la cabeza baja entregada a una de aquellas distracciones que eran el tormento de Ayala.

O no vio, o se desentendió del Duque, a cuyo lado pasó rozando la seda de su vestido la espada de D. Fadrique; éste por el contrario, colocándose a su lado le dijo en voz baja pero impregnada de amor y de despecho:

-Elvira, si apreciáis en algo mi ventura, ocultad de mi vista esa mano sin guante.

Sintió la joven y hermosa dama de Catalina de Lancaster un brusco estremecimiento nervioso que agitó todo su ser: nada respondió, redobló el paso, pero ocultó maquinalmente la mano bajo los encajes de su otra manga.

El Duque, que la seguía, añadió aún más bajo, aproximando su cabeza a la de la prometida de Ayala:

-¡Por mi vida o la suya! la que os sea más cara, os lo suplico, Elvira; que oiga yo esta noche vuestra dulce voz, que vibre para mí solo, que me estasíe al escucharla pronunciando mi nombre...

Elvira se sonrió con una espresión tristísima y orgullosa, se apretó el corazón y guardó silencio.

-¿Bajaréis a vuestro jardín, Elvira?... ¿Sí? ¡Habla! ¡decidme que sí!

-Eso es lo que no haré, dijo Elvira con acento breve y decidido.

-¿Por qué, luz mía...?

-Porque sería un proceder tan liviano como traidor, y ni debo ni quiero tenerlo.

-Poco y mal me conocéis, Elvira, repuso el Duque con energía; si a media noche no habéis bajado a la berja del jardín, o estrello mi frente contra sus barras, o escalo las tapias yéndoos a buscar hasta vuestro aposento, suceda lo que suceda.

-¡Dejadme en paz! D. Fadrique, exclamó la joven con amarga impaciencia.

-Volvedme vos antes mi calma perdida, mi libertad, mi sosiego.

-Eso es un sarcasmo, Duque, que merecía una estrepitosa carcajada.

-¡Elvira, eso respondéis a mis ansias! le dijo D. Fadrique reconviniéndola con indecible amor.

-¡Vuestras ansias! repitió Elvira sonriéndose amargamente; la burla es tan calculada como cruel. Id con Dios, señor Duque, y dejadme seguir mi camino.

-¡¡Elvira!! ¿qué os ha dicho ese hombre que así os ha cambiado? exclamó con violencia el Duque.

-¡Él! no me ha dicho nada; respondió Elvira con su tono breve y orgulloso; no he llegado aún al estremo que un hombre me convenza de que otro no me ama.

-¡¡Que no os amo, Elvira!! ¡¡Que no os amo cuando daría mi vida por vos!!

Y D. Fadrique envolvió a la prometida de Ayala en la luz que despidieron sus inflamadas pupilas.

-No, Duque, no; no me amáis, replicó Elvira con una concentración amarga y fría.

-Mi Elvira, estáis delirando y haciéndome sufrir. ¿Qué os sugiere esas ideas? ¿Dónde hallaréis la prueba de lo que afirmáis...?

-Me las sugiere mi propia convicción; ¡la prueba!... ¡oh! vedla en esa flor que le dais culto porque la han tocado los dedos de la Reina... a quien amáis.

-No, exclamó el Duque y con viveza, con emoción; os engañan... ese es un mal pensamiento, ¡os lo juro, Elvira, por mi esperanza de felicidad!

-¡Oh! no juréis, D. Fadrique, dijo Elvira con amargura. Yo os amo y sabéis la inteligencia del corazón.

-¡¡Elvira!! dijo el Duque enorgullecido y feliz; esa palabra debía ser contestada de rodillas.

Y luego con vehemencia añadió deslumbrándola con el fuego de su mirada:

-Id a la berja, Elvira, ¡prometédmelo! que viva esas horas de esperanza, aunque luego muera de placer.

Elvira estendió su nevada mano hacia la flor un poco ajada que medio cubría la banda, y clavó sus ojos brillantes de fiebre con una asiduidad que el orgullo quería disimular en los ojos destelladores del Duque.

Éste la comprendió, y fascinándola primero con su mirada, dijo después a su oído:

-¿La quieres, estrella de mi vida...?

Elvira no respiraba, no hablaba; pero continuaba mirando al Duque y teniendo estendida su blanca y bonita mano para recibir la flor que escitaba sus celos.

-¿Irás, Elvira, irás? le preguntó D. Fadrique más exigente, más apasionado que antes.

-Iré, contestó la prometida de Ayala con un arranque febril.

Hecha aquella promesa, puso el Duque la perfumada azucena entre los dedos de la joven con una suave presión.

Elvira ocultó la flor en su fino cendal, y ligera como una sílfide echó a correr hacia el alcázar después de darle un adiós al Duque que permanecía inmóvil en el mismo sitio hasta que la perdió de vista.

-Señor López de Ayala, dijo a éste la portuguesa condesa de Cintra, subiendo anhelante la última grada de la escalera, ¿os van dejando vuestras visiones?

-Doña Guiomar, ¡sois implacable! contestó sonriéndose el Alférez mayor.

-¿Pero os han dejado el uso de vuestros ojos?

-¿Queréis ponerlos a prueba?...

-¡Cabalmente!

-Pues decid en qué os servís emplearlos.

-Solamente en mirar si está por aquí el duque de Benavente que se ha perdido a los míos.

Ayala dirigió una rápida ojeada en torno suyo buscándolo ávidamente, pero fue en vano, porque como saben nuestros lectores permanecía en el jardín.

-Se ha eclipsado, señora, le dijo a la condesa con tono tranquilo y ligero, sin embargo que su frente se nubló.

En aquel instante resonó en su oído la respiración ajitada de Elvira, que tan alucinada iba, que pasó por su lado sin verlo.

-Elvira, exclamó Doña Guiomar deteniéndola, ¿dónde estábais que no os he visto? venid a mi lado si os place, ya que no he gozado este placer sino momentáneamente.

-Doña Guiomar ¿qué decís? si estaba ahí, cerca de vos.

-Y yo sin encontraros desde que salieron las reinas del pabellón...

-Condesa, dijo Ayala con una amarga sonrisa; ni vos encontráis lo que queréis, ni yo veo lo que debiera.

Y se separaron entrando en la iluminada galería.

Una hora después el duque de Benavente se paseaba agitado y pensativo por sus aposentos, parándose unas veces delante de las abiertas ventanas para recoger los rumores de la calle, y otros delante de la puerta como si quisiera percibir el andar de una persona que esperara con impaciencia.

Oyó por fin unos pasos tardos y pesados que se acercaban lentamente a la puerta. Una mano seca y arrugada la entreabrió, y una voz áspera y cascada dijo:

-¿Se puede entrar...?

-Pase la dueña, contestó el Duque viendo una estantigua rebujada en un ancho manto aparecer en el dintel de la puerta.

Obedeció la vieja, y llegando al Duque le hizo una profunda reverencia.

-¿Me traéis lo que os he pedido? le dijo D. Fadrique con interés.

-Y lo que no se puede pagar con todo el oro del mundo, dijo la dueña con zalamería.

Y sacó de debajo del manto una llave bastante grande, que entregó al Duque.

Brillaron los ojos de éste con siniestra alegría y tomándola respondió:

-Por eso, dueña, se os pagará en perlas.

Y puso a su vez en manos de aquélla un riquísimo collar.

-No descubráis nunca que yo os la he dado, dijo la vieja guardando la joya con tanto afán como gozo.

-Perded todo temor, que no lo sabrá jamás, contestó Don Fadrique tranquilizándola; pero decidme, ¿bajará vuestra señora esta noche...?

-Sin duda alguna; primero faltará al día la luz que ella a su palabra.

-Pues idos, señora Mencía, y velad porque nada la suceda.

-Decís bien, señor Duque. Voyme pues. Quedaos con Dios y no olvidéis a quien bien os sirve y muchos os quiere.

Fuese la dueña.

Entonces el Duque sacó de una caja de nácar la banda de Rodrigo López de Ayala, la desdobló y dirigiéndola una mirada de intenso odio exclamó:

-Voy a vengarme de ti, traidor Ayala, destruyo tu felicidad, te hiero en el corazón y en tu orgullo; tu azucena tan pura, tan fragante, tan hermosa que enloquece, ¡¡¡es para mí!!! y cuando mi aliento la seque te la arrojaré a la frente.




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Capítulo II

Donde se cuentan las aventuras del torneo y cómo el prez se partió


Al tomar la pluma para dar principio a este capítulo vienen a nuestra memoria los lindos y sentidos versos de Jorge Manrique, cuando al recordar la corte de D. Juan II dice:


    ¿Qué s hizo el rey D. Juan
Los infantes de Aragón,
¿Qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
Como trajeron?
¿Las justas y los torneos,
Faramentos, bordaduras
Y cimeras,
Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
De las heras?



Y después de pepetirlos no podemos menos de preguntarnos si esos cuadros magníficos que la edad media nos legó fueron fielmente copiados; si esas escenas caballerescas donde se desplegaba tanto valor y bizarría, tanto denuedo y arrogancia, han tenido realmente lugar en esos llanos de nuestra vieja y leal Castilla; si las coronaciones de Alfonso XI y de su nieto Juan I hechas en Burgos con tan brillante aparato, en las que tantos donceles fueron armados caballeros, celebrándolas con tantas justas y torneos, tantas fiestas y alegrías, no son visiones deslumbrantes evocadas por nuestra imaginación ávida de gloria y grandeza, que se lanza a buscarlas a través de los siglos y las generaciones que nos precedieron y pasaron.

Pero no podemos dudar de ellas; hémoslas visto trazadas en la historia: ella nos dice que existieron esas fiestas no compradas de asombrosa magnificencia; los galantes paladines cuyo tipo representaba la bella y noble figura de Suero de Quiñones; los reyes que armados de una fuerte coraza justaban de aventureros en los palenques ganando fama de valientes y caballeros; esa sociedad, en fin, vestida de hierro, ceñida de espada, sedienta de gloria, que no teniendo enemigos en la península que combatir y vencer, fue a conquistar con su valor y heroísmo un nuevo mundo a sus reyes, llenando su ancho ámbito con la fama de sus proezas inmortales.

Y naturalmente debían ocurrírsenos estas dudas y reflexiones al echar una ojeada sobre la vieja crónica que vamos siguiendo, la cual describe minuciosa y detalladamente el torneo que dio en Burgos a la Reina y la corte el poderoso duque de Benavente, cuadro admirablemente concluido y que nosotros sólo intentamos delinear.

Fuera de Burgos y en sitio aparente para ello, se había construido una anchurosa liza capaz de contener veinte mil espectadores. Cómodas y espaciosas graderías circulares cubiertas de matizadas alfombras servían de zócalo a una cubierta, dilatada y elegante galería, adornada de colgaduras de seda verde y blanca prendidas con guirnaldas de rosas; elevándose en el centro de ella un estrado sobre gradas, y en medio de éste, bajo un recamado dosel, el trono que debían ocupar el rey Enrique III y la reina Catalina de Lancaster.

Lujosos asientos cubiertos de blandos almohadones de terciopelo estaban dispuestos para el infante D. Fernando y la reina de Navarra, y después de éstos seguían los de los gobernadores, las damas y la corte.

En los estrernos del palenque, uno frente de otro, se alzaban dos tablados que figuraban ser almenadas torres, destinadas para los jueces que habían de presidir, y sobre un almohadón de terciopelo carmesí, bordados en sus esquinas los castillos y leones brisados del duque de Benavente, había una bandeja de oro primorosamente cincelada, que contenía una banda de seda azul celeste bordada de plata y perlas, destinada como prez al vencedor.

Espléndidos pabellones levantados en el campo para los combatientes les proporcionaban reposo y comodidad, mientras que los de los mantenedores situados en la liza ondeaban sobre ellos las blasonadas banderas de sus dueños, que tremolaban desde la mañana. En sus puertas pendían colgados sus escudos, ostentando empresas, divisas y motes que los laureles que recogieran habían de darles la celebridad que les faltara.

Interiormente los decoraban armas y trofeos y algunos escabeles para descansar, alzándose además de los pabellones una multitud de tiendas para albergar la concurrencia y los pajes y escuderos que cuidaban de los caballos que piafaban con impaciente ardor.

Desde mucho antes de la hora señalada para empezarse la justa, acudían en tropel los habitantes de Burgos y de muchas leguas en contorno para situarse cómodamente en las graderías, apiñándose poco a poco hasta cubrirlas del todo la numerosa concurrencia.

Las damas y caballeros iban ocupando a su vez los asientos que en la galería les estaban destinados; los tañedores hacían oír los ecos de sus alegres añafiles y tambores, y el sol, elevándose en el horizonte, doraba con su espléndida luz tan variada perspectiva.

Pronto el movimiento y el ruido se aumentó; entraron los mantenedores en sus pabellones; los pajes y escuderos, los heraldos y farautes cruzaban yendo de acá y acullá; los palafreneros conducían de la brida arrogantes y fuertes caballos de batalla, y los jueces del campo subieron a lo alto de sus torres con la vara de oro en la mano.

En medio de aquel estruendo marcial y de la confusión que lo motivaba, entraron en el palenque el rey D. Enrique, Doña Catalina, Doña Leonor de Castilla y el infante D. Fernando, seguidos de una numerosa comitiva y saludáronlos con entusiastas aclamaciones la inmensa multitud que de pie agitaba sus bandas y cendales enviando al espacio sus alegres vivas.

Entonces presentó la liza un aspecto de mágica animación.

En la galería, a do quiera que la vista se volviera, no encontraba para fijarse sino plumas, flores, galas y pedrerías que ostentaban las damas en sus trajes y tocados que realzaban a lo sumo su hermosura.

A sus pies se estendía el pueblo llenando el ancho círculo de la gradería, y engalanado, airoso y contento saludaba con entusiasmo a los paladines, agitándose y formando las mismas ondulaciones que las ondas del mar cuando se rizan.

En la arena del palenque seis cuadrillas de a treinta combatientes cada una, armados de punta en blanco, con dalmáticas de vivos colores sembradas de flores y ostentando preciados blasones, luciendo en los bruñidos yelmos airones y penachos de largas y rizadas plumas, se adelantaban a saludar a Enrique III y a las reinas de Castilla y Navarra, lo cual hicieron bajando las puntas de sus lanzas; y la presencia de aquéllas, la hermosura de las damas, la alegría del vulgo que seguía victoreando, y el lujo y la gallardía de los paladines, formaban un todo de estraordinario y fascinador efecto.

Y ya que imperfectamente lo tenemos bosquejado, entraremos en algunos pormenores que a nuestro propósito conviene y son necesarios para inteligencia del lector.

Las seis cuadrillas reconocían por jefes al duque de Benavente, al conde de Trastámara, al de Medina de Pomar, al maestre de Alcántara, a Ruy López Dávalos y a D. Alfonso Enríquez, señor de Rueda y Melgar, nieto del maestre de Santiago D. Fadrique de Castilla, y uno de los más valientes y apuestos caballeros de la corte de Enrique III.

Cada cuadrilla usaba un mismo color que era el de su jefe, y cada guerrero su divisa propia; tres debían combatir con otras tres en el torneo, y en las justas, que eran antes, estaban de mantenedores D. Fadrique y D. Pedro de Castilla con el maestro de Alcántara.

En los capítulos del torneo se establecía romper solamente tres lanzas, no pudiendo entrar nuevamento en combate el que una vez fuera vencido.

En cuanto al prez, se declaraba pertenecer al que quedando dueño del campo en el torneo no hubiera sido vencido en la justa; prez que necesariamente había de otorgarse a uno de los seis jefes o de los caballeros que formaban las cuadrillas.

Después de saludar a Enrique III y las Reinas, levantó el duque de Benavente la lanza y dirigió una mirada al trono que compartían el niño Enrique y la joven Catalina de Lancaster, deteniéndola en ésta un breve instante. Descendiendo de la Reina, la clavó en Elvira, que estaba a su lado, y la contempló otro instante.

En aquel instante aquella mirada reveló un loco engreimiento de sí mismo, las pasiones satisfechas, el corazón rebosando vida y felicidad.

Y fue tal su arrogancia, y tan manifiesto el convencimiento de su poder, que inducía a suponer estaba dispuesto a tocar las nubes con su altanera frente.

Llevaba un coselete de bruñido acero con relieves y filetes dorados; cubría la coraza una dalmática de brocado verde salpicada de capullos de rosa bordados de oro; el yelmo con follajes dorados de un trabajo de estremada delicadeza, sujetaba en su cimera un penacho de blancas y finísimas plumas que bajaban ondulando hasta sus hombros; montaba un caballo de raza color de perla, y la rica mantilla que lo cubría estaba bordada de oro, y engastado en el mismo metal el pretal y las armas.

La divisa de su escudo era un mar embravecido de plata y azul, y entre nubes sombreadas de sable salía una mano de encarnación estendiéndose sobre las agitadas ondas con este mote: «Su influjo lo calma.»

Dieron los caballeros dos vueltas en la liza, y retirándose las cuadrillas se apearon los mantenedores entrándose en sus pabellones; los jueces del campo, que lo eran el maestro de Calatrava y el Adelantado mayor, se pusieron de pie haciendo una señal con sus varas, y en el mismo instante sonaron las trompetas, y abriéndose el palenque entró en la liza un paladín armado de punta en blanco, esmaltada de negro la armadura, un negro penacho ondeando sobre su cimera, la visera calada y por divisa un cometa de oro en campo de gales con este mote: «Aparezco y destruyo»; el cual, dirigiéndose al pabellón del maestre de Alcántara, tocó en el escudo con el cuento de su lanza, retirándose hecho esto al centro de la palestra.

EJ buen D. Martín Yáñez de la Barbuda montó en un arrogante alazán cubierto de una rica mantilla de seda blanca bordada con jazmines de oro. Llevaba una coraza lisa y brillante, una dalmática blanca, y blancas las plumas de la cimera, que por cierto aumentaban su colosal estatura; y tomando en su robusta mano cubierta por la fuerte manopla la lanza que le dio un escudero, y asegurando en la otra el escudo cuya empresa era un león rapante de oro en campo de gules sosteniendo en su garra el peral y la cruz de la orden en un escudete con este mote: «Yo lo defiendo», se dirigió a su contrario con arrogante continente.

-Por San Julián del Pereiro, mi patrón, señor caballero del cometa, que venís fatídico y espantable, dijo el maestre mirando al enlutado incógnito de alto a bajo.

-Eso ya lo veredes cuando tengáis la punta de mi lanza en vuestro pecho, respondió con tono presuntuoso el encubierto paladín.

-Vive Dios, que si hacéis la mitad no más de lo que decís, os proclamo la mejor lanza de Castilla, replicó en tono burlón el valiente D. Martín.

Y enristrando su lanza volvió grupa para tomar campo.

Toda la atención estaba fija en los dos campeones, los cuales, volviendo a escape se encontraron con tal furia que rompiéndose la lanza del incógnito en el pecho del Maestre como si fuera contra una roca, saltaron por el aire las astillas a la vez que el de la negra armadura, perdiendo los estribos al terrible ímpetu de la de D. Martín, rodó por la arena mientras que un estrepitoso aplauso partió de todos los ángulos del palenque celebrando el pujante bote del vencedor.

-Caballero del cometa, le dijo D. Martín con sorna; ya hemos visto vuestro influjo, que no es tan grande, vive Dios, que alcance a estorbar quedéis rendido a mis pies.

-Lo confieso, contestó con sordo acento el malparado caballero.

-Pues alzad, y llevad entendido que así acostumbro a devolver las amenazas; repuso el Maestre satisfecho retirándose con esto a su pabellón.

Levantóse el vencido, y ayudado de los escuderos que le presentaron su caballo, montó dejando la palestra confuso y avergonzado.

Tornaron a tocar las trompetas, y abriéndose el palenque entró en él un paladín montado en un caballo tordo, cubierto de una mantilla azul oscuro con rapacejos de plata.

Traía puesto el ginete un coselete de luciente acero con esmaltes blancos, y lo mismo que el escudo sin empresa ni blasón: llevaba la visera calada, llamando la atención, tanto por su marcial gallardía, como por la gracia y la flexibilidad de todos sus movimientos.

Cruzando la palestra fue a herir el escudo del Maestre, retirándose luego a su sitio.

Inmediatamente subió D. Martín en su alazán, y acercándose a su retador le dijo examinándolo con cierto aire desdeñoso:

-Pardiez, señor caballero, que si no mirara las espuelas de oro que calzáis, no sabría qué pensar viéndoos sin blasón y sin empresa.

-Qué queréis, valiente Maestre, contestó con calma el del blanco esmalte, no a todos les es dado el poner en su escudo un león como el que estiende su garra en el vuestro; y a los que esto les acontece, reservan sus blasones para cuando puedan añadirles por orla una palma o un laurel.

-Lo que a mi entender significa, que la modestia que tal confiesa, tiene más pretensiones que el valor de sus seguros alardes.

Y esto diciendo se separaron para tomar campo y entrar en lid.

Igual denuedo mostraron entrambos paladines en el primer encuentro; la misma actividad y destreza en el segundo, y en el tercero saltaron en mil pedazos las lanzas: los caballos a su rudo empuje tocaron la arena con las ancas, pero los dos ginetes los enderezaron con fuerte brazo sin perder ninguno los estribos.

Una salva de aplausos saludó a los que tan bien habían justado. El Maestre alargó su ancha mano al del escudo sin divisa, y le dijo con arrogante superioridad:

-Digno sois, caballero, de lidiar con el más valeroso, y por mi vida os aseguro que sois tan buena lanza como el que más.

-Poco es eso, Maestre, mientras no sea la mejor no habré conseguido lo que anelo.

Y separándose de D. Martín fue a tocar en el escudo del conde de Trastámara, con quien justó con conocida ventaja.

Rota, pues, la última lanza entre el caballero sin divisa y D. Pedro de Castilla, un faraute del Duque fue a pedir por cortesía al paladín de parte de su señor que dejase ver su rostro o digera su nombre, ya que con él no quería combatir; oído lo cual por el del blanco esmalte, levantó la visera de su yelmo y mostró a las curiosas miradas de los espectadores el bien proporcionado rostro de Gonzalo de Figueroa, brillantes de marcial fuego sus ojos garzos, y su hermosa frente iluminada con el placer y la satisfacción que esperimentaba siendo reconocido por uno de los mejores brazos de Castilla; y mientras de la liza se alzaron mil voces para victorearle, él se volvió hacia el estrado, saludó a Enrique III y a las reinas con indecible gracia, luego a las damas que agitaron sus cendales, y por último, al pueblo que lo aclamaba saliendo en seguida del palenque.

Otros paladines entraron en la liza después que Figueroa se retiró, justando ya con D. Fadrique, ya con el conde de Trastámara, o bien con D. Martín; mordiendo unos la arena como el malaventurado caballero del cometa, sosteniendo otros los encuentros con destreza y fortuna como Figueroa, pero sin vencer ninguno a los mantenedores; hasta que presentándose Rodrigo López de Ayala fue a tocar en el escudo del Duque, retirándose a la palestra a esperarle, apoyándose con gracia en su poderosa lanza en tanto que D. Fadrique venía.

Tenía Rodrigo alzada la visera, dejando ver su rostro serio, sus mejillas sin color, su frente noble, sus cejas más negras que el azabache, y sus ojos de profunda y espresiva mirada. Por lo demás, no revelaba ninguna emoción, era un justador frío, cortés, seguro, pero sin arrogancia.

Traía un coselete negro con relieves dorados; el yelmo, del mismo color que la armadura, sostenía en la dorada cimera un rico penacho de finísimas plumas de un amarillo caído y delicado. Montaba un soberbio caballo cordobés que de ébano parecía, enjaezado con una mantilla de escarlata con flecos y bordados de oro; y en el escudo llevaba por divisa una azucena al natural en campo de oro rodeada de laureles con este lema: «Por ella, y para ella.»

Montó el Duque prontamente en su mejor caballo de batalla que le tenían de la brida dos escuderos, tomó la lanza, embrazó el escudo, y marchó derecho a encontrar a su adversario.

En aquel instante estaba el Duque ligeramente encarnado, lo que hacía resaltar el brillo de su mirada, embelleciendo de un modo admirable su varonil fisonomía.

Al acercarse D. Fadrique, el Alférez mayor se inclinó sobre el cuello de su negro corcel en ademán de acariciarlo, pero al enderezarse miró al estrado donde Elvira se hallaba, deteniendo un brevísimo espacio la vista en la peregrina faz de su prometida, qua ligeramente palideció al notar su profunda y esploradora espresión. De Elvira llevó su mirada al Duque que llegaba con la venganza en el pensamiento y la arrogancia en la frente.

Sin trocar una palabra hiciéronse un saludo cortés, y bajando en seguida la visera se apartaron para tomar campo.

Un silencio profundo reinaba en la animada concurrencia, claro indicio del interés que despertaba en la fama del Alférez mayor, y las altas pretensiones que el poderoso mantenedor sostenía con brillante éxito en aquella mañana que había para él amanecido feliz.

En el primer encuentro la lanza del Duque se quebró contra la bien templada armadura de Rodrigo, saltando la suya en tres pedazos al chocar en el escudo de su contrario. Los escuderos les dieron otras, y los dos adalides se lanzaron a la carrera por segunda vez con un brío que redoblaba el orgullo, el odio y los celos; encontrándose con tal ímpetu que la lanza de Ayala dirigida al pecho del Duque se quebró, a la vez que éste alzando la suya asestó con toda la fuerza de su brazo un furibundo golpe en la cabeza de su rival, que abollando el yelmo se la hizo doblar con violencia.

Fuego destellaron los negros ojos de Rodrigo a través de las aceradas barras que los defendían; pero se mantuvo firme en el arzón, y recibiendo nueva lanza tornó por tercera vez a tomar campo.

Con la velocidad del rayo se lanzó a rienda suelta el negro bridón de Ayala hacia el Duque, que con no menos furia avanzaba; y dirigiendo Rodrigo la embotada punta de su lanza a la cintura de su contrario, le dio un bote con tan seguro y pujante brazo, que retrocediendo el caballo hizo rodar al ginete sobre la removida arena.

Unánimes y estrepitosas aclamaciones saludaron la victoria del Alférez mayor; las damas agitaron sus bandas y cendales, y los ministriles tañeron sus instrumentos mezclando sus alegres sonidos a los aplausos, de la multitud.

Púsose el Duque de pie ocultando su ira y sonrojo entre las caladas barras del yelmo, ira que subió de punto cuando Ayala le dijo con ironía:

-Os debo el honor del triunfo, D. Fadrique, y os aseguro por mi vida que le aprecio en tanto, que no encuentro una palabra a propósito para daros las gracias por habérmele dispensado.

Asestóle el duque de Benavente una de sus más altaneras miradas y le contestó con sardónica sonrisa mirando mientras hablaba a la hermosa dama de Catalina de Lancaster.

-Aunque eso sea así, creedme, señor Alférez mayor, harto pagado me encuentro.

-Sé muy bien, replicó Ayala con calma glacial a pesar que su sangre subió hasta su frente como una llamarada de fuego, que siempre con vos quedo deudor, y que mi deuda no data de este momento; pero tengo la esperanza que me haréis la justicia de creer que Rodrigo López de Ayala sabe y procura pagarlas.

-Pues hasta el torneo, caballero, contestó D. Fadrique con arrogancia amenazadora.

-No tomo parte en él, repuso Rodrigo con firmeza; pero aunque el mundo sea muy ancha liza, no lo es tanto, señor duque de Benavente, que no nos encontremos otra vez.

-Y para que yo os reconozca, si alguna vez os place cruzarlo de incógnito, id a recibir la banda que os podéis ceñir en lugar de otra que quizá deis por perdida, dijo el Duque roto el dique de su cólera y resentimiento.

-Sí haría a necesitarla, porque me sobra brío para disputarla y fuerza para conseguirla, pero no la he menester, contestó Ayala con suprema altivez, porque siempre será conocido quien como yo no oculta jamás su cara, su blasón y su divisa.

Y saludándole como se saluda a un vencido, le dejó para llegar al pabellón de D. Pedro de Castilla, en cuyo escudo golpeó con el cuento de su lanza, tornando a la palestra, que ya había despejado el duque de Benavente.

No se hizo aguardar el conde de Trastámara por cierto, sino que al instante, cabalgando con gallardía en su blanco corcel, fue a buscar a Rodrigo, puesto en hacerle pagar su victoria obligándole a morder la arena; mas no fue así, sino que a pesar de sus esfuerzos para vencer al Alférez mayor, fue vencido por éste, que con uno de sus buenos botes lo sacó del arzón y lo arrojó a la arena, midiédola mal su grado.

Nuevos y repetidos aplausos resonaron en el palenque celebrando al vencedor; y así que el conde se retiró, López de Ayala hirió con un fuerte golpe el escudo del valiente maestre de Alcántara, espectador de sus anteriores triunfos.

El famoso hidalgo de Galicia, que según dejó asegurado en el epitafio que compuso él mismo para su sepulcro, no conoció nunca el miedo, se adelantó con imponente ademán hacia el Alférez mayor que en la palestra le esperaba.

-Señor Rodrigo López de Ayala, le dijo con desdeñoso compasivo acento, muy codicioso, pardiez, os mostráis hoy de laureles; cuidad por vuestra vida de conservar los que en otras lides lleváis cogidos, atendiendo al refrán de vuestra sentenciosa Castilla, que dice: «Rompe la codicia el saco.»

-Si tal creéis de mí, valiente Maestre, estáis en un error gravísimo, respondió Ayala con indiferencia; sólo me falta en esta lid uno que coger desciñéndole a vuestra sien, tan profusamente coronada de ellos.

-Muy jactancioso estáis, señor Alférez, dijo el Maestre midiendo su delgado y elástico talle que no envaraba el hierro que vestía, y no os sienta bien, porque aun la victoria está por decidir.

-En todo os equivocáis, D. Martín; no conozco la jactancia, y si no ved que hago siempre la mitad más de lo que digo.

-No soy el Duque ni el Conde, replicó ofendido el gallego.

-No he tampoco olvidado que sois el hidalgo D. Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de la orden de Alcántara.

-Pues así como conocéis su nombre, prosapia y condición, vais a sentir lo que puede la fuerza de su brazo, que no ha descargado hasta hoy sobre vos.

Y clavando el acicate a su alazán partió a galope para tomar campo.

Igual fue el ímpetu del primer encuentro y tan terrible, que los dos caballos clavaron las ancas en la arena al chocar las lanzas en los escudos, cayendo éstas de sus manos quebradas en dos pedazos.

Tornaron otras nuevas, volvieron grupas los caballos para tornar a embestirse, y las lanzas fueron rotas del mismo modo, y con igual violencia.

-Ya no os queda más que una lanza, señor Alférez del rey, dijo con triunfante acento el Maestre que dio la victoria por suya.

-Con eso sobra para venceros, respondió con calma y seguridad Rodrigo blandiendo la que el escudero le alargaba.

Y con una soltura que revelaba su destreza, revolvió sobre el atlético D. Martín, y de un bote le arrancó de la silla lanzándolo como una montaña a la arena, pero con tal prontitud y facilidad, que sólo podía darla una agilidad y fuerza sobrehumana.

Ya no fue una aclamación, fueron mil las que celebraron su triple victoria. Los heraldos lo proclamaron vencedor en la justa, y en tanto que su nombre por ellos pronunciado, era repetido con entusiasmo pasando de boca en boca, Rodrigo saludó a Enrique III y a las reinas, inclinó su lanza delante de la palpitante Elvira, y saliendo del palenque, tomó sin detenerse el camino de Burgos.

En tanto que los guerreros se preparaban para empezar el torneo, Enrique III, la reina Catalina y la de Navarra, se retiraron a un pabellón ricamente adornado, para tomar un necesario refrigerio y descansar un corto espacio; pero la impaciencia del niño D. Enrique no los dejó sosegar, aprovechando la esquisita galantería del Duque que todo lo había prevenido, y volvieron en breve a la liza ocupando el estrado como antes.

Y conociendo que el capítulo se haría interminable, si detalláramos los varios y brillantes lances del torneo, todos los gloriosos hechos, y los increíbles esfuerzos para vencer y no ser vencidos de los ciento ochenta caballeros, flor y nata de los paladines castellanos que en él tomaron parte, hemos pensado omitirlos, diciendo para satisfacer a nuestros lectores, que hicieron maravillas de fuerza, destreza, agilidad y cortesía; particularmente los tres vencidos mantenedores que a toda costa querían borrar con sus proezas las de Rodrigo López de Ayala.

La innata y desmedida presunción del hidalgo D. Martín estaba empeñada en triunfar a todo trance de D. Alfonso Enríquez, con quien ora combatía, porque el arrogante Maestre había mordido la arena por primera vez en justas, y era tal su coraje y humillación, que le parecía poco para vengarla vencer a los ciento setenta y nueve caballeros que había en la palestra. No pudo suceder así, porque estaba en un mal día, y el ilustre descendiente de D. Alfonso XI lo sacó por segunda vez del arzón; y como para probar que no hay dicha cumplida en este mundo, el bizarro Gonzalo de Figueroa tuvo la honra de hacer perder los estribos al vencedor de D. Martín, contribuyendo poderosamente en unión de su amigo Juan de Velasco, a que el duque de Benavente quedara dueño del campo, terminando el torneo que fue, al decir de los que a él asistieron, el más fecundo en aventuras y lances peregrinos.

Así que vencidos y vencedores despejaron la palestra, bajaron los jueces de sus almenadas torres y se dirigieron adonde la reina Catalina estaba, como que era la que debía dar el prez, aumentando con esto su valor y decidir una duda que a los jueces ocurría.

Seguíanles cuatro escuderos del Duque con dalmáticas verdes y blancas, colores del mismo en el torneo; presidiendo a igual número de pajes que conducían con gran majestad la bandeja de oro en su rico almohadón cerrando la marcha otros cuatro escuderos vestidos como los primeros en un todo.

-Maestre, esclamó Enrique III así que el de Calatrava estuvo a distancia de poderle oír, ¿quién ha sido el más valiente de todos los paladines que han justado y combatido?

-Valientes lo son todos a cual más, señor, contestó D. Gonzalo con noble orgullo; pero el más diestro, el más esforzado de todos ellos, es sin duda alguna vuestro alférez mayor, Rodrigo López de Ayala.

-¿Lo veis?, dijo D. Enrique gozoso dirigiéndose a su tía, ¿veis como afirma el Maestre lo que yo os he dicho antes? ¡nada resiste a su lanza!

-¿De modo que a él le adjudicáis el pez?, le preguntó Doña Leonor al Maestre ligeramente resentida, porque había enaltecido con su ruda franqueza la destreza y pujanza de Rodrigo.

-Eso es, señora, lo que venimos a consultar con la Reina que lo es del torneo; porque según lo establecido en los capítulos de éste, hay dos vencedores y un solo prez impartible.

Atentísimamente escuchó la joven y hermosa Catalina de Lancaster a D. Gonzalo, y viendo que de ella se esperaba el fallo, dijo después de reflexionar un breve instante.

-El Alférez mayor ha vencido a los tres mantenedores, su triunfo es grande, y tiene muy buen derecho al prez, ¿no es verdad D. Alfonso?...

-Innegable, señora, contestó el Adelantado mayor, inclinado visiblemente hacia Ayala.

-Y según las condiciones que en sus capítulos puso el Duque, tiene también derecho nuestro D. Fadrique como dueño que ha quedado del campo ¿no es así, Maestre?

-Sí, señora, así es.

-Pues es mi parecer que reciba el Alférez mayor la banda que ha ganado y a toda luz le pertenece...

-Pero ¿y D. Fadrique, señora?, le preguntó con viveza Don Gonzalo.

-D. Fadrique quedará harto pagado, esclamó la reina de Navarra tomando la iniciativa en la cuestión, con una flor de vuestro ramillete.

-Yo os lo aconsejaría también, señora, si no temiera el ofenderos, añadió el Maestre con su franqueza habitual.

-Lejos de ofenderme, Maestre, aprecio en todo vuestro parecer que sigo, ora por insinuación de nuestra tía Doña Leonor, ora porque vos lo aprobáis.

Y desprendiendo de su vestido un broche formado de un magnífico zafiro, lo puso en la bandeja de oro que le presentaron los pajes de rodillas.

Dos farautes fueron a llamar al Duque y al Alférez mayor; presentóse el primero, pero no el segundo con no poca sorpresa de los espectadores que no podían adivinar el motivo de tan singular modestia. La Reina lo esperó hasta que los jueces la digeron había vuelto a Burgos; entonces tomó el broche con su blanca mano y mirando al Duque que de hinojos ante ella se había hincado, le dijo:

-Hanme dicho los jueces del torneo, y yo lo he visto, que habéis lidiado con sin igual denuedo y que sois vencedor en éste como nuestro Alférez mayor en la justa, por lo que hemos venido en dar la banda, que ahí está, al valiente Rodrigo López de Ayala, y este zafiro, que aquí veis, a vos que tan bien le habéis ganado.

Y clavó el broche un poco trémula en la fuerte dalmática del Duque.

-Señora, respondió D. Fadrique que sentía con delicia rozar los suaves dedos de la Reina en la seda de su dalmática, nada he hecho que merezca tan alta prez ni tan lisonjeras palabras; pero eso mismo servirá para que en más le tenga y no olvide nunca que en su lenguaje esta rica piedra significa recompensa, y la he recibido de vuestra mano

-Don Gonzalo, y vos D. Alfonso, prosiguió diciendo la Reina después de haber escuchado al duque de Benavente con apacible semblante, cuidaréis de entregar esta banda al alférez mayor del Rey Rodrigo López de Ayala, ya que su modestia nos priva de que la pongamos sobre sus hombros; y podéis decirle que hoy ha desplegado con la bizarría y la destreza de un castellano la pujanza tan celebrada de los Douglas de Escocia, siendo nuestra admiración y la de la corte entera que justamente le ha aplaudido.

-Siento que el valiente Alférez mayor no esté aquí para escucharos, respondió D. Alfonso Manrique prontamente y con mesura; pero tengo orgullo en deciros que lo que le habéis visto ejecutar en el palenque es el preludio de lo que suele hacer en las batallas. Por lo demás, serán fielmente ejecutadas vuestras órdenes trasmitiéndole vuestras lisonjeras palabras.

Concluidos tan comedidos y discretos razonamientos diose la orden de marchar, abandonando la liza el Rey, que estuvo complacidísimo, las Reinas y la corte; se dirigieron por el camino de Burgos, seguidas de los paladines de más pro que habían tomado parte en la justa y el torneo, esperando tenerla asimismo en el festín de la reina de Navarra.




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Capítulo III

Cómo la estrella de Rodrigo López de Ayala siguió oscureciéndose a pesar de sus esfuerzos


Todos los prestigios de una fiesta real de la edad media circundaban poco después del torneo el palacio de Doña Leonor de Castilla.

La esclarecida nobleza del reino que en Burgos se encontraba a la sazón, los valerosos paladines que más bizarramente habían justado, las bellísimas damas por ellos celebradas, la corte, en fin, con la reina de Castilla, que lo había sido del torneo, se encontraban en la encantada mansión de la reina de Navarra. Tan brillante reunión justificaba aquel famoso lema de «Guerra a los héroes y amor a las damas» que inmortalizó la edad en que fue proclamado.

¡¡Amor!!, hermosa y delicada flor que exhala su embriagante aroma sobre la juventud que la aspira con delicia y avidez. ¡¡Amor!!, vida del corazón que contigo se dilata, se ennoblece, se purifica y sublima, ¿por qué como para la beatitud ha de haber para ti predestinados que arrulle tu aliento vivificante...?

Y éstos lo son, y muy dichosos, aquellos para quien sólo tiene luz, calma y goces; aquellos que pueden besar uno a uno los pétalos de la flor; aquellos para quien no tuvo espinas, que la conservaron fresca y perfumada sobre el corazón que hizo feliz...

Pero los que no son elegidos para saborear tamaña ventura, los que la ven siempre ante sus ojos sin alcanzarla su mano nunca, los que ven con la frenética angustia de los celos que otra mano la corta y la marchita... para esos el amor es un tormento y la vida un preludio del infierno.

Y perdónennos nuestros lectores la digresión a que nos ha conducido el principio que proclamaban nuestros antepasados; porque aunque no lo parezca, atañe grandemente a esta verdadera historia harto impregnada de esa emanación de la vida, de esa centella de fuego divino que los paganos deificaron con el nombre de Amor.

Mas volviendo al festín de la reina de Navarra, daremos una idea de él diciendo que ardían millares de luces en los vastos salones del palacio, haciendo resaltar los vivos colores de las alfombras que tapizaban el pavimento; y reflejando en los florones del artesonado se amortiguaban en los profundos y elegantes pliegues de las colgaduras de raso carmesí que espléndidamente los adornaban. Esto en cuanto al local.

Por lo que hace a la concurrencia la formaban numerosos grupos de caballeros con tostada faz y negra melena, de altivo continente y penetrante y fiero mirar, vestidos de terciopelo y brocado con espada ceñida y zapatos un tanto puntiagudos; y las encumbradas damas de la corte, tan bellas, tan elegantes y seductoras como lo son las morenas hijas de la privilegiada España, ostentando galas y diamantes que deslumbraban menos que sus fascinadoras miradas.

La noche por sí era digna del día. El cielo estaba de un azul oscuro sembrado de apiñadas y rutilantes estrellas, que no se cuidaban de mirar por cierto ni los afortunados participantes del festín ni los escluidos de él, que en grupos murmuradores circulaban en rededor para recoger algunos ecos vagos y perdidos, o contemplar suspirando a las damas y caballeros que solían acercarse a las abiertas ventanas, presentándose como una aparición en el foco de luz que despedían.

Sin embargo, una mujer, o más impresionable a su encanto, o cansada de homenajes y placer, se dirigió a la más distante; y afirmando en el alféizar su desnudo brazo, clavó sus ojos con una atención profunda en el riquísimo manto que Dios estendió sobre los hombres.

Era esta Elvira Manrique de Lara, cuyas emociones desde la víspera eran tan violentas y variadas, que fatigada de reprimirlas, de ocultarlas, sentía la imperiosa necesidad de un instante de calma y de soledad; de un poco de aire que refrescara su abrasada frente.

Llevarnos dicho, y no una vez sola, que la prometida de Ayala era sobre manera hermosa; pero en el instante en que pensativa y nebulosa elevaba al cielo una mirada fija y profunda, rayaba en ese punto que no se puede describir, sin saber si aquel indefinible encanto provenía de sus ojos que rodeaban un ligero círculo azulado, de sus labios rojos y entreabiertos o de las sombras que cubrían su frente alabastrina, velando con la tristeza el orgullo.

Y luego la embellecía poetizándola su blanco y vaporoso traje, el rico collar de perlas que adornaba su descubierta garganta, y los negros y undosos rizos que acariciaban sus mórvidas y redondas megillas, el cuello y los hombros y cuya tersitud y blancura hacían resaltar.

El Alférez mayor que la seguía por do quier, como sigue el satélite a su astro, la vio irse a la apartada ventana, la vio astraerse y concentrarse en sí misma, dirigir al cielo su mirada y acaso su pensamiento, y apartado y respetuoso la estuvo contemplando un no corto espacio con estática admiración.

Pero Elvira continuaba siempre abismada en su pensamiento, inmóvil, interrogando con su mirada tenaz a Dios o a sus constelaciones celestes; y Rodrigo, no pudiendo resistir al deseo de oír su dulce y vibrante voz, y ansioso de que aquellos ojos tan brillantes y fascinadores se fijaran en los suyos, se acercó, y pasando a su lado la dijo:

-¿Qué enviáis al cielo con vuestra fija mirada, hermosa Elvira? ¿Es acaso un recuerdo, o más bien una esperanza?...

-Ni lo uno ni lo otro, Ayala, respondió su prometida sin variar de postura ni mirarle; busco tan sólo mi estrella.

-¿La conocéis por ventura?...

-¡No, y daría por ello... mi vida!

-¿Queréis que os la muestre?, le preguntó Rodrigo complaciente y galante.

-¡Oh!, sería singular favor; pero no os tengo por astrólogo muy sabio, noble Ayala.

-Es que no se necesita serlo para conocer la vuestra, replicó el Alférez mayor con galantería; ¿la queréis ver?... pues miradla, y la mostró con el dedo el más brillante de cuantos astros fulguraban en el azul manto de los cielos enviando a la tierra sus trémulos y suaves destellos; ésa es la vuestra Elvira, ésa tan resplandeciente y bella. Cuando estoy en el campo ansío la noche por verla; sólo de ella me cuido, sólo a ella miro, porque sus luminosos reflejos semejan los de vuestros ojos sin par como ella.

Sacudió Elvira sus elásticos y sedosos rizos con un movimiento de indefinible significación, y mirando a Rodrigo, le dijo con brusca entonación.

-Empiezo a creer Ayala que me queréis estremadamente.

-¿Empezáis ahora Elvira...?, yo creía que lo teníais ya olvidado, contestó Rodrigo sonriéndose.

-¡No! Nunca había pensado en ello hasta hoy que me he puesto a reflexionarlo.

-¿Y por qué hoy más que ayer, se ocupa vuestro pensamiento en medir mi amor?

-No os puedo esplicar la razón...

-Será porque anoche oísteis a mi propio corazón perceptiblemente, que lanzándose hacia el vuestro os dijo, rompiendo la reserva que lo comprime, ¡¡yo os amo!!

-¡Oh!, no, no es eso, Rodrigo...

Y Elvira apoyó maquinalmente su cabeza en el marco de piedra que guarnecía la ventana, tornando a clavar sus ojos con una espresión inquieta y aflictiva en el estrellado firmamento.

Era Rodrigo López de Ayala una de esas organizaciones rectas y nobles, inaccesibles a la sospecha, lo mismo que a la traición, que concentran sus sentimientos vehementes siempre por una delicadísima susceptibilidad, que rara vez rompen su natural reserva, pero que cuando lo hacen salen de sus labios las palabras hirvientes como la lava contenida de los volcanes.

Rodrigo conoció desde el momento en que el duque de Benavente principió su obra de venganza y seducción, que pretendía robarle su felicidad; pero dueño de sí, no dejó entrever sus celos sino después que se desbordaron en el jardín del alcázar. Hasta el instante en que Elvira no le reveló con la profunda tristeza de su réplica, que su corazón lo rechazaba, no creyó que pudiera D. Fadrique arrebatárselo.

Aquella idea despertó su egoísmo, su energía; le sublevó ante la posibilidad de perder la ventura que había soñado, y resuelto a luchar y a defenderla, le dijo tras un corto intervalo de silencio, empleado en calmar su violenta y amarga impresión.

-No sé lo que debo pensar de cuanto habéis dicho, Elvira; os obstináis en ser impenetrable para mí, y sin embargo, me dejáis entrever repulsiones y afecciones que me han de herir y atormentar. Yo también en el largo día de hoy llevo hechas muchas, muchísimas reflexiones; yo también he pensado que se aventura en una lucha encubierta debida a un misterioso y perverso influjo, el éxito de mi amor en sus más risueñas esperanzas, y que es necesario que combata ese influjo, y que termine con perseverancia y energía esa lucha de mala ley.

Elvira se sonrió con le espresión de la duda, pero una duda inquieta y triste; y Ayala continuó diciéndola con fe y pasión:

-Cuando salí de la liza esta mañana, rota mi última lanza, me puse a sondear con mano firme mi corazón y ¡el vuestro, Elvira!, que si no se me revela, yo lo adivino con mi afán de interesarlo. He podido conocer la ciega idolatría que me inspiráis, y he medido después en su ancha estensión la ventura que me podéis dar con sólo una caricia, con una palabra de afecto y venevolencia. Y luego, recordando lo pasado, os he considerado tan pura, tan noble, tan leal, que me he vuelto al porvenir con suprema confianza.

Escuchadme, Elvira. Cuando un amor es profundo, vehemente, intenso, noblemente sentido, ese amor es irresistible, y más pronto o más tarde se hace participar del que lo inspira; pues bien, ese amor es el mío, ese amor que en breve os rodeará completamente os atraerá hacia el que lo siente, y que os consagra su vida desde ahora...

Delante de esta esperanza... no retrocedo por nada, no, por nada, Elvira, no lo dudéis... porque si llegara a convencerme que tenía un rival... lo mataría y lucharía con su recuerdo sin ceder hasta que lo arrancara de vuestro corazón.

Elvira se estremeció con un sacudimiento nervioso, lo miró con ansiedad y le preguntó con un ligero viso de reproche.

-¿Aunque lo destrozarais, Ayala...?

-¡No, así no!, jamás podría hacerlo mi mano a pesar de su firmeza, respondió Rodrigo mirándola con delirante ternura.

-¿Y qué haríais, Ayala, si adquirierais, esa certidumbre?

-Nada, Elvira, contestó el Alférez mayor visiblemente afectado con la exigente pregunta de su prometida.

-Pero decidme, insistió ésta con nerviosa impaciencia, ¿es verdad que me aborreceríais?...

-No, Elvira, mientras aliente mi corazón latirá por vos.

-¿Pero qué haríais?, porque así no se puede vivir, esclamó Elvira con acento febril.

-Ya os lo he dicho ¡¡nada!!

-Figuraos que no os amara, al contrario, que me inspirarais una aversión insuperable ¿me amaríais?

-Ya veis que sí, y eso que no me dejáis ninguna ilusión sobre los sentimientos que os dominan.

-Pues bien, demos un paso más; suponed que amara a otro... como vos me amáis a mí...

-¡¡Elvira!!, esclamó Rodrigo poniéndose pálido y chispeando sus ojos, ¡por favor! no repitáis eso nunca.

-Pero ¿y si sucediera?...

-¡¡Aun!!

-Sí, respondedme, dijo Elvira que parecía resuelta a llevar sus suposiciones hasta el fin por más que Ayala se resistiera a fijar término a su amor.

-Si adquiriera ese amargo convencimiento... os devolvería vuestra libertad.

-¿Y ya no me amaríais, Rodrigo?

-Siempre os amaré, Elvira, siempre, ya os lo he dicho, respondió Ayala impresionado y sombrío; sólo una cosa os podría arrancar de aquí.

Y se llevó la mano al corazón.

-¿Cuál?, preguntó Elvira obcecada en sus indagaciones y diríase que vertiginosa.

-Que el ángel se elevara a la mansión de donde vino, y dejara una mancha en la frente de la mujer; contestó Rodrigo enardeciéndose la suya fuertemente a sólo aquel pensamiento.

-¡Oh!, esclamó Elvira pasándose la mano por la frente con un movimiento indeliberado y brusco; no os daré el derecho de que la despreciéis, ¡¡basta de prueba!!

-Muy ruda es a la que me habéis sujetado, replicó Ayala con despecho; no estrañéis que su impresión sea tan violenta que me saque de mí mismo.

-Mía es la culpa, pero no la cometeré más; repuso Elvira con altivez. Descuidad.

-Poco generosa sois conmigo, dijo Ayala con amargura; nada me perdonáis después de haber herido todas las fibras de mi ser. Dejadme creer, dejadme esperar, dejadme el porvenir ya que el presente así se ha sobrecargado de nubes.

-Nada os vedo, Ayala, creed, esperad y amadme; perdonad que os atormente; es... yo no sé cómo os lo esplicaría que pudierais comprenderme, porque la palabra sufrimiento es muy vaga para esplicarlo.

Y dos lágrimas gruesas y brillantes se suspendieron en las negras pestañas de Elvira, revelando, no la emoción, sino la pena.

Dio Rodrigo un paso más, puso a su vez el codo sobre la repisa de la ventana y la megilla en la mano, fijó sus ojos con inmenso amor en los ojos que deslumbraban con el brillo de sus lágrimas; y con ese acento de dulce y condescendiente espresión que sólo tiene el cariño cuando es infinito y profundo le dijo:

-Elvira ¿me tenéis por caballero?...

-Cumplido y sin tacha.

-¿Creéis que os amo?...

-No puedo dudarlo.

-Que nada, ni aun la mía, y soy egoísta, me interesa tanto como vuestra felicidad?...

-También, Ayala.

-Pues bien, decidme qué es lo que atrae esas lágrimas que cubren vuestros ojos y caen en mi corazón; sed franca conmigo que seré para vos tan benévolo, tan delicado como un hermano.

-Rodrigo, contestó Elvira medio volviéndose para enjugar las que corrían por sus megillas sin que nadie lo advirtiese; ¿me concederéis un favor si os lo demando?

-Sí, y haré todo lo que queráis, como pueda disipar vuestro enojo o vuestra pena.

-Pues siendo así, prometedme olvidar que las he vertido, y no pensar en lo que ha podido arrancármelas en tan inoportuno momento.

-Eso es imposible, Elvira, y no puedo prometerlo, pero sí que no os las recordaré nunca. ¿Os basta?

-Sí; porque sé que vos cumplís lo que ofrecéis, y no os permitiréis ni una alusión jamás.

-Así es como lo decís, nunca os la haré en ninguna circunstancia. Pero para lo sucesivo permitidme que yo también os pida una gracia.

-¡Hablad!

-Que me concedáis vuestra confianza, Elvira; ¡eso no es amor!

-No, pero es un alto aprecio y me complazco en aseguráoslo.

-Y que mañana os vea sonreír cuando entre en la cámara de Doña Catalina.

-¿Mañana y no esta noche?, replicó Elvira sonriéndose dominada por la abnegación de Ayala.

-Esta noche y siempre, contestó el Alférez mayor feliz con aquella sonrisa.

-Y ahora, señor Alférez mayor, ¿me queréis dejar sola con mi estrella y mi pensamiento?

-Os obedezco con pesar, pero os obedezco; respondió Rodrigo suspirando.

-No os pese tanto, porque ved, la Reina se va, y yo lo hago en su seguimiento.

Y saludándolo fue a reunirse con Doña Catalina, que con efecto cruzaba el iluminado salón acompañada de la reina de Navarra y seguida de sus damas para retirarse del festín.

Ya estaba en las últimas gradas de la escalinata del palacio, cuando el duque de Benavente, que le había cedido al conde de Trastámara el honor de conducir a la Reina a su litera, poniéndose junto a Elvira la dio la mano para ayudarla a descender diciendo en voz sólo para ella perceptible:

-Ni una palabra, Elvira; ¿por qué empeñáis mi ventura?

No la articuló la prometida de Ayala, pero alzó hasta él sus negros ojos que revelaron, en sólo una mirada, todo el amor que es capaz de sentir un corazón.

-Decidme como anoche: ¡¡os amo!!, decídmelo, Elvira mía, murmuró el Duque estrechando su mano orgulloso y desatinado.

-Más, mucho más que mi vida; contestó la peregrina Elvira en voz sumamente baja, trémula y conmovida.

El Duque oprimió nuevamente la mano que temblaba en la suya, y sin añadir uno ni otro una palabra más, aquél condujo a ésta a su litera, la ayudó a subir, y con un lacónico, pero espresivo adiós, se despidió llevando su inmensa ventura que saborear; mientras que Elvira, en el fondo de su litera, cerrando los ojos se apretaba el corazón con ambas manos, porque sus latidos la estremecían.




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Capítulo IV

Que la vida como el cielo, tiene nubes y tempestades


No todo en el mundo es fiesta, así como tampoco placer lo que en la vida se goza.

Las tan animadas y brillantes de Burgos habían cesado; ya en razón del tiempo que era en estremo caloroso, ya porque la salud de suyo frágil y delicada del Rey se hallaba quebrantada y débil con el rigor de la estación, ya en fin, porque de nuevo comenzaban a hervir sordamente las pasiones contenidas en la apariencia, pero siempre violentas y dominantes.

Dos meses habían transcurrido desde el famoso torneo del duque de Benavente; durante ellos, el alcázar cerrado, escepto a los regentes y a las reinas Doña Leonor y Doña Beatriz, no había oído resonar en sus espléndidas cámaras una risa, pues ni Enrique III dejaba el lecho, ni la joven y hermosa Catalina de Lancaster su cabecera.

Por su parte, D. Fadrique, apurando a grandes sorbos la ancha copa de la felicidad, se entregaba sin reserva a las deslumbrantes ilusiones de una insensata esperanza, basada en la muerte del doliente D. Enrique.

Los arzobispos de Toledo y Santiago no habían perdido el tiempo en la inacción. Según lo que en Perales convinieran habían convocado a cortes generales que debían reunirse en breve para sancionar y jurar lo allí pactado, mandando a Rodrigo López de Ayala sobre Antequera para refrenar la audacia de los moros, quien habiéndolos arrollado en un encuentro y deshecho en otro, escaramuzando con los de Baeza y haciéndolos retirar con pérdida de sus más arrojados caudillos, regresó a Burgos con un laurel más y el mismo amor en el corazón.

En esos dos meses, Elvira había perdido la paz de su corazón y la serenidad de su frente.

Veía acercarse el día en que había de entregar su mano al Alférez mayor, fijado irrevocablemente por su padre, y veía al duque de Benavente postrarse a los pies de Catalina de Lancaster, y a ésta poner en él su confianza, con una inquietud creciente y angustiosa.

Y sin embargo, sus angustias, sus celos, sus temores, no asomaban ni a sus ojos ni a sus labios, todo lo ocultaba, todo lo devoraba en silencio; y el orgullo le ponía a su rostro una máscara, y a su lengua una mordaza.

Era de tarde, Elvira no había ido al alcázar, sino que se hallaba en un aposento de su palacio, ricamente amueblado, sentada en un alto sillón de terciopelo carmesí, los codos apoyados a una mesa, y la frente a entrambas manos que a la vez la sostenían y la apretaban.

A pocos pasos de distancia, sentadas delante de unas pintadas vidrieras abiertas de par en par, dejando paso a un ancho balcón con balaustrada de piedra, estaban cuatro dueñas, tres de ellas tiesas como si fueran de palo, flacas como heremitas y viejas a cual más, tenían una labor sobre las rodillas, las manos en actitud de coser y los hundidos ojos fijos en la cuarta; la cual, montando unos anteojos en su larga y afilada nariz, leía pausadamente con voz alta y cascada.

Cuatro doncellas bonitas y graciosas, frescas y airosas en estremo, con sus corpiños escotados y sus blancas gorgueras, bordaban con ligereza sin alzar los ojos de su trabajo; y detrás de ellas un page de talle tan delgado y elegante como una dama, vestido con una ropilla de seda azul celeste, miraba a la dueña con espresión burlona y picaresca, escuchando mal su grado la lectura que a todas tan sabrosa parecía, a juzgar por la atención con que era oída.

Deteniéndose la lectora un instante para volver la hoja, lo cual hizo muy torpemente, las dueñas oyentes parpaguearon, y el page inquieto como un pájaro, dejó su sitio por otro, mientras la altísima dueña, continuando su lectura, prosiguió diciendo con tono lento, sostenido y de una igualdad pasmosa:

«Y entonces Carlo Magno dijo a grandes voces, aquí caballeros, que ahora es tiempo de emplear vuestras fuerzas, y...»

-Doña Mencía, dijo el page interrumpiéndola, ahí debisteis dar una gran voz, porque el señor Carlo Magno, no lo diría así tan quedo y de seguido como nos lo estáis leyendo, que no parece si no que nos encomendáis el alma como si fuéramos difuntos.

-Por lo menos, page lenguaraz, os encomiendo el silencio, que yo bien me sé cómo lo dijo y cómo lo he de leer, y vamos callando que la aventura es fuerte.

Y tornando a la interrumpida tarea, siguió leyendo en el mismo tono, diciendo de esta manera:

-«Y dicho esto, se adelantó a los suyos, y empezó de hacer tales cosas que a todos hacía estar espantados; así sus caballeros, como sus enemigos; y puesto a su lado Fierabrás, Recarte de Normandía y el duque Regner, y dieron tanta priesa a los paganos, que les fue forzado meterse en la villa, y pensaron alzar una puente levadiza, mas Fierabrás la tuvo que no la pudieron alzar, y dijo a los otros que entrasen en la villa con buena ordenanza, sin dejar de herir varonilmente a sus enemigos. Y en la entrada hubo gran mortandad de cristianos, la de las ventanas y las torres los mataban a pedradas; y viéndose Carlo Magno en tan gran afrenta, dio una voz diciendo, socorrer caballeros...» Y Doña Mencía la dio tan grande, que dueñas y doncellas la miraron entre sorprendidas y espantadas, escepto el page, que tornando de nuevo a interrumpirla, la preguntó con serena faz:

-Decidme, Doña Mencía, ¿descendéis en línea recta de Fierabrás, o de rama colateral?

-Yo desciendo de los Pérez de León, contestó la dueña quitándose los anteojos después de poner el libro sobre las rodillas; ¿por qué lo preguntáis, Fernando?

-No es sin misterio, Doña Mencía, replicó el page burlón, os lo pregunto porque en todo tenéis trazas de ser su hija o cuando menos su prima hermana, y quise saber si lo erais por línea recta o trasversal, porque de su casta sois.

-Y vos de la de Lucifer, atrevido rapaz, esclamó la dueña encendida en cólera.

-Prosapia regia, replicó el page sin turbarse; ¿sois de la servidumbre suya, anciana dueña?

-Soy quien os ha de sacar la lengua por descomedido, cortándoos las alas que no os corresponde tener.

Iba a replicar el page, y la dueña a ponerse los anteojos, cuando la que a su lado estaba, tocándola en el codo con el suyo, los hizo caer de su mano en el punto de colocarlos en su larga nariz, dejando a la vez con la palabra en los labios a Fernando, porque tomándola ella sin cortesía, la preguntó a la iracunda lectora con acento meloso y compungido.

-Doña Mencía de mi alma, ¿duerme mi señora Doña Elvira?...

-¡No lo sé!, respondió la interpelada con aspereza.

-Pues podríais callar por si acaso, repuso la interpelante con tono blando y amistoso; pero en realidad temerosa de que un nuevo apuro de Carlo Magno arrancase otro grito a la lectora asustándola otra vez.

-Quien ha de callar sois vos, Doña Gómez de mis pecados, replicó aquélla agriamente, ya que os ha hecho nuestro Señor parladora como una urraca.

-Me estáis sofocando, Doña Mencía, y bien sabéis que nunca me dejáis hablar, porque todo os lo queréis charlar vos, que parece que lo tenéis por abasto, y con abrir la boca os defraudamos.

-¡Y si nunca decís nada a tiempo, como decía vuestro difunto marido!

-Viviérame él, y yo hablaría de sobra sin que nadie me pusiera coto.

-Por no oíros se murió, con que no os pongáis a llorarlo por eso, respondió impaciente Doña Mencía.

Y acabando de promediar los anteojos en su nariz, se disponía a proseguir el cuento de Carlo Magno, anudando el hilo tantas veces roto de sus aventuras, lo que hiciera seguramente si otra dueña que no quitaba los ojos de su señora desde la interrupción de Doña Gómez, tirándole de la manga, no le dijera:

-Miradla qué pensativa y qué triste está, ahora que se levanta para venir al balcón la podemos ver la cara.

Efectivamente, Elvira, triste y pensativa como su dueña había dicho, cruzó en silencio por entre ellas y fue a recostarse en la balaustrada del balcón, tornando a poner su sonrosada megilla en la palma de la mano.

Durante un corto espacio tuvo elevada su vista, fija en la bóveda celeste con ferviente y afligida espresión como si formulara una súplica al que sustituye con su voluntad poderosa la brisa al huracán y la luz a las tinieblas; y luego sin que en aquellos ojos, que demandaban auxilio con una ansiedad angustiosa, brillara la luz de la esperanza, descendieron de la región de los ángeles para vagar por la mansión de los hombres.

El balcón caía a un florido y estenso jardín; por un momento y siempre distraída paseó su mirada por los caprichosos cuadros cuajados de olorosas flores, siguió el incierto vuelo de los pájaros que se escondían entre las frondosas copas de los árboles, fijándose, por último, en el horizonte, donde se amontonaban densos y oscuros nubarrones.

La mirada oblicua y disimulada de Doña Mencía la siguió, pero en vano; porque su señora, vuelta de espaldas a ella, permaneció inmóvil y abstraída.

-¿Qué la traerá tan preocupada y melancólica?, dijo con la espresión de la más ardiente curiosidad la dueña mirona a Doña Mencía.

-Nada sé, respondió hipócritamente la cómplice de D. Fadrique; pero presumo que será su próxima boda, que sin duda es lo que más impone a una doncella.

-Pues debía estar a mi entender muy contenta, porque el señor Rodrigo López de Ayala es un cumplido caballero, con unos ojos que hablan y un talle que da gloria el mirarlo, y a más a más, que la quiere estremadamente.

-Qué queréis Doña Suera, pero el mudar de estado, no es el mudar las tocas.

-Así será, pero para mi santiguada no es motivo ése para acuitarse a tal punto.

Vino el page de puntillas adonde las dueñas estaban, y acercando su cara fresca y sonrosada a la fea y arrugada de la curiosa dueña, le dijo terciando agresivamente en la conversación:

-¡Ay, Doña Suera de mi alma!, yo creo, así os asista el arcángel San Miguel en todas las tentaciones y flaquezas de vuestra vida, que vos sois la causa de su tristeza.

-¡Yo! Pues mísera de mí, ¿qué es lo que he hecho? ¿En qué la he ofendido?, preguntó estupefacta la dueña.

-Vos en nada, Doña Suera; pero teniéndoos delante piensa en lo perecedero del mundo.

-Vaya enhoramala el page bellaco, dijo la dueña tan mortificada como ofendida.

-Perdonad, repuso Fernando, haciendo un gesto provocativo y burlón; perdonad; pero lo he dicho, porque cuando uno os mira no puede menos de esclamar: ¡¡¡y esto ha sido una mujer!!!

La más cumplida bofetada que dio jamás la mano descarnada de una dueña, resonó en la llena megilla del page, quien de un salto se refugió junto a su señora, sacándola de su enajenamiento.

-¿Qué hacéis, Fernando?, esclamó Elvira mirando alternativamente a las dueñas y a su page predilecto, en cuyo rostro estaban estampados los secos dedos de la vieja.

Pero antes que aquél respondiera, todas las otras, de pie y alborotadas, lo acusaban con increíble enfurecimiento, pidiendo castigos para el delincuente.

-No quiero oír denuestos, dueñas, dijo Elvira frunciendo el ceño; si él ha hecho una travesura bien os habéis propasado en el castigo. Con que basta, callad y sosegaos; dejad vosotras esa tarea, y vos Fernando, dadme el cendal que dejé sobre la mesa y seguidme, que voy a pasear al jardín.

Todas las personas a quien se dirigían sus órdenes las cumplieron sin replicar. El page la precedía para abrir la puerta a su tránsito; y cuando pasó la última se colocó a su espalda respetuosamente.

Cada vez más preocupada Elvira recorría las arenadas calles del jardín sin pararse a coger una flor, ni decir una palabra al mudo y solícito Fernando.

A veces su frente se plegaba con una tristeza profunda; a veces una alegría inmensa, inefable y dulcísima se desprendía como un relámpago de sus ojos, y a poco el orgullo y la impaciencia se revelaba en el fuerte arqueamiento de sus cejas.

Todo esto indicaba una lucha interior que agotaba su fuerza, porque ya no la podía ocultar a pesar de sus esfuerzos, y dominarla mucho menos.

Llegó, por último, a la berja de hierro por donde se salía a una angosta y desierta callejuela formada en parte por la cerca del jardín.

Aquella berja estaba impregnada con los suspiros del Duque, puso Elvira contra ella su frente nacarada, absorviéndose muda y palpitante en sus recuerdos.

Así pasó un largo espacio; durante él, Elvira tomó una resolución.

Afirmándose en ella, levantó la cabeza, miró a Fernando, y le dijo con febril precipitación:

-Tengo un proyecto, Fernando, ¿me quieres ayudar a realizarlo?

-¿Si quiero?... pues si brincaré de alegría sólo con pensar que os puedo complacer.

-Por eso lo fío de ti, porque sé que me quieres algo y no me pondrás obstáculos.

-Permitid que os diga, que en lo de algo os engañáis, si hubierais dicho mucho, la calificación sería más propia; por lo demás, para el page Fernando de Bobadilla, no hay dificultades que no venza, tratándose de servir a su señora.

-Pues pruébamelo, Fernando.

-¡Hablad!

-¿Sabes dónde vive Ben-Samuel el astrólogo... ese que la corte celebra tanto?

-Sí, señora, como que he ido hasta la puerta con Gonzalo Arias, el escudero de D. Alfonso.

-Entonces sabrás guiarme, porque quiero consultarlo.

-Cuando queráis.

-¡Oh!, pero lo has de tener tan en secreto que no se sepa jamás.

-Primero me dejaré matar que descubrirlo.

-¡Jurámelo, Fernando!...

-¡Lo juro por el santo nombre de Dios y por el alma de mi padre que esté en el cielo!

Aún tuvo Elvira un instante de indecisión, pero venciéndola, le dijo:

-Pues bien, esta noche iremos; así que todos se acuesten vienes aquí a esperarme. Ve encubierto.

-¡Oh!, de tal modo me he de poner que no me conozca nadie.

-Ninguna precaución es sobrada, porque te repito que no quiero que nadie lo sepa. Yo vendré a buscarte cuando sea tiempo, y saldremos por aquí.

-Vos dispondréis, y yo obedeceré en todo.

-Eso quiero, y ahora volvámonos, y sé discreto si apreciáis mi favor.

Dicho esto, tomó la resuelta Elvira la calle más corta que conducía a su espléndida morada, donde empezaban a brillar las luces en salas y galerías, resbalando su resplandor sobre los emparrados que sombreaban las ventanas con los flexibles vástagos cuajados de jazmines y madreselva.

Elvira, en una de esas horas en que el corazón se deshace en las alternativas de la incertidumbre, quiso ponerle término conociendo la realidad, sin comprender ni pesar las graves consecuencias que podrían seguirse de su irreflexiva acción.




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Capítulo V

En el que se demuestra cómo el libro en que leyó el astrólogo Ben-Samuel no se apolillará jamás


Serían las diez de la noche, cuando la imprudentísima Elvira y su page se deslizaron como dos sombras por la berja de su jardín abierta traidoramente al duque de Benavente por la dueña, y ahora por la trémula mano de su desaconsejada señora.

D. Alfonso Manrique, después de rezar sus oraciones y bendecir a su hija, acababa de acostarse tranquilo y confiado, creyéndola entregada al sueño de la inocencia y a los cuidados de sus dueñas.

Y mientras el Adelantado mayor se dormía murmurando quizá el nombre de Elvira, ésta, recatada en un ancho manto, caminaba de prisa por las solitarias calles de Burgos al lado de su fiel page.

El cielo estaba tempestuoso; las nubes corrían empujadas por fuertes ráfagas de un viento seco y caliente que levantaba torbellinos de polvo, y la luna, velada a veces por densos nubarrones, iluminaba otras con sus pálidos rayos la confusa masa de edificios y el intrincado laberinto donde se alzaban, y que seguía con ligera planta y sin estorbo alguno la silenciosa pareja.

Así atravesaron gran parte de la ciudad, y en uno de los intervalos de luz que iban siendo más cortos, mostrando el page con su dedo una torre cuadrada de ladrillo que en la parda bóveda se recortaba, rompiendo por primera vez el silencio, lo dijo:

-Ahí vive el astrólogo, señora.

Alzó Elvira la cabeza que llevaba siempre baja, y la vio dibujarse informe y negruzca en el fondo oscuro en que se levantaba aislada y sombría. Una luz viva y encarnada salía por una estrecha ventana, proyectando como una llamarada en el muro de un convento fronterizo de la torre. Las demás, lo mismo que la puerta, estaban cerradas.

El primer movimiento de Elvira fue detenerse; pero había avanzado mucho y muy inconsideradamente para retroceder, le parecía que una mano más poderosa que su voluntad la empujaba, y cediendo a su impulso irresistible, dijo a su page con decisión:

-Quédate aquí, Fernando, y espérame; si tardo acércate y llama, pero no entres, desde fuera me guardas mejor que acompañándome. Cúbrete bien que nadie te vea si acaso por aquí pasa, y observa.

-Entrad sin temor, que yo quedo aquí vigilando y guardándoos, respondió el page mostrando en su confianza un alto concepto de sí mismo. No separaré mi vista de la torre, y a la más leve señal que me hagáis, o que note alguna novedad, estaré pronto para todo.

Y esto diciendo, se embozó en la capa, se recostó en un hueco de la pared, quedándose tan inmóvil cual si fuera una estatua de piedra en ella incrustada.

Elvira se acercó a la puerta, cojió un enorme llamador que a la altura de su mano estaba pendiente sobre una plancha de hierro, y dio dos golpes que fuertemente resonaron, y transcurrido un corto espacio sin que nadie contestara, los repitió más fuertes y retumbadores.

Desde donde quedaba Fernando, vio asomarse, por la ventana de donde salía la luz, una cabeza cubierta con un blanco y voluminoso turbante, y Elvira oyó una voz de sonoro y varonil timbre que de lo alto descendía preguntando con acento de duda:

-¿Es a mi torre donde llaman?

-Sin duda alguna, si es la del astrólogo Ben-Samuel; respondió Elvira palpitando.

-La misma es, replicó el astrólogo cambiando su acento de duda por otro de sorpresa; ¿pero quién sois que a esta hora venís a ella?

-Una dama que gusta de hablaros, contestó la prometida de Ayala procurando tranquilizarse.

-Sea bien venida, repuso el astrólogo cortésmente; voy a abrir, esperad un instante mientras bajo.

Y Ben-Samuel se retiró de la ventana prontamente.

Poco esperó Elvira, la puerta se abrió y apareció ante sus ojos Ben-Samuel con su larga túnica verde, su blanco turbante y una lamparilla de hierro en la mano, a cuya luz parecía aún más pálido y demacrado, más salientes los arcos de sus cejas, y más penetrantes sus ojos de un brillo sombrío.

Si Elvira hubiera, por una repentina inspiración, sabido ante quien se hallaba; que aquel astrólogo a quien iba a consultar, a quien le iba a pedir luz para fijarse en el caos en que rodaba, era el depositario de todos los secretos del duque de Benavente, y al cual toda la corte había corrido presurosa a enterarle de los suyos; que aquel astrólogo en su intenso odio y en su tenebrosa venganza la había envuelto con Rodrigo, habría temblado huyendo precipitadamente; pero por desgracia ignoraba el funesto influjo que había ejercido en su suerte la banda fatal de Ayala, y ni aun un presentimiento se insinuó en su corazón al encontrarse rostro a rostro con él.

No vaciló, pues, entró en el antro de su enemigo, lo siguió por la estrecha escalera penetrando en el aposento principal de la torre donde Ben-Samuel tenía su laboratorio.

Ocupó Elvira un ancho sillón de baqueta que el astrólogo la presentó; y éste permaneció de pie delante de ella los brazos cruzados y ademán respetuoso.

Bien es verdad, que puesta en ella los ojos, la contemplaba demasiado ávidamente.

Por instinto, Elvira se recataba en su manto.

Ben-Samuel permanecía callado, y su hermosa visitadora ordenaba sus ideas agitadas y descompuestas.

-Sabio Ben-Samuel, dijo Elvira rompiendo el silencio con su dulcísima voz no muy segura; vengo a buscaros a vos que leéis en el porvenir, para que levantando una punta del velo que cubre el mío, le hagáis visible a mis ojos, ansiosos de conocerlo.

-Sí haré, respondió el judío inclinándose gravemente. Preguntad y sabréis.

-Quiero saber, repuso Elvira con emoción, lo que siente un corazón por mí, pero en su desnuda realidad. Quiero saber hasta qué punto es sagrada la palabra de un caballero espontáneamente empeñada.

-¡Dios de Jacob, lo que pide!, esclamó Ben-Samuel con énfasis, ¡lo que siente un corazón, y lo que vale una palabra!

Incorporóse Elvira con viveza, y arrojando a los pies del astrólogo una bolsa de seda carmesí primorosamente bordada de oro y bien repleta de doblas que despidieron un argentino son al caer, replicó:

-Poco es eso para lo que podéis, sabio Doctor.

-Poco es sin duda para lo que puedo deciros, respondió el astrólogo con acento profundo, sin tocar la bolsa caída a sus pies; pero mucho para que vos lo escuchéis. De ese corazón se alimenta vuestra vida, como la planta del jugo de la tierra donde brota; de esa palabra está pendiente vuestra felicidad y acaso vuestra honra; la duda es un compuesto de fe y esperanza que vacila, que desmaya, pero que sostiene en sus varias alternativas... y tras de la realidad no hay nada que esperar y mucho tal vez que temer.

Creedme, para leer en el destino se necesita mucho valor o mucha desesperación; y aún os queda para lo último dulcísimas ilusiones que perder.

-Tenéis razón, dijo Elvira tristemente, hay realidades que conocidas no queda más consuelo que el de morir; pero hay circunstancias en la vida que es preferible conocerlas a vagar en la horrible incertidumbre de la duda. Yo no puedo temer más de lo que temo, y si puedo afirmar mi fe y tranquilizar mi espíritu con lo que me digáis, mostradme, pues, el libro abierto, y estad seguro que leeré con avidez y valor.

-Pedís resueltamente vuestro horóscopo ¿no es eso, señora?...

-Lo pretendo, sí; por eso he venido. Pero lo que deseo, sobre todo, es conocer su corazón, y no digo su pensamiento, porque es tan móvil y beleidoso que nada le puede sujetar, ni el poder de la ciencia, ni el influjo de la pasión.

-Dadme una prenda de ese hombre y vuestra mano, dijo el astrólogo; que si realmente no sabía los misterios del porvenir, conocía los del corazón humano, y los conocía tanto que podía predecirle sus dolores y alegrías sondeando sus heridas y pasiones, que comprendía con una sola palabra, y más que con ella, por el modo de modularla.

Tiró Elvira de una cinta que rodeaba su cuello, y en cuyas puntas estaba sujeto un medallón de oro guarnecido de rubíes, lo abrió y sacó los pétalos de una azucena cuidadosamente conservados, pero secos y sin perfume.

-Es lo único que he recibido de su mano, dijo alargándolos cuidadosamente a Ben-Samuel.

Los ojos del astrólogo destellaron un vívido y ardiente relámpago que deslumbró a Elvira aturdiéndola; aquella flor que sus dedos estrechaban, le revelaba que la venganza del Duque iba a recibir el complemento.

-La mano, si os servís, dijo tendiendo la suya para recibirla.

Elvira se la alargó con decisión.

-Sin guante, si gustáis.

La prometida de Ayala se lo quitó con prontitud.

El astrólogo la tomó, la observó un instante, y reteniéndola en la suya, clavó sus ojos con irresistible fijeza en la medio velada faz de su consultadora, y dijo acentuando lentamente:

-Aquí está escrito ¡Rodrigo López de Ayala!

Un estremecimiento nervioso de la mano que en la suya tenía le probó a Ben-Samuel lo que aún dudaba, y era que podía devolver en veneno la sangre que Ayala le había hecho verter.

En aquel momento el rostro del judío estaba demudado, una espresión siniestra y feroz animaba sus facciones pronunciadas y angulosas; y Elvira, cuya mano abandonó, palpitaba creyéndole entregado a una misteriosa inspiración.

Ben-Samuel, con efecto, estaba preocupado, no en buscar los secretos del destino, sino sitio en que herir a la que quería conocerlo. Fue a la mesa y removió los libros, los abría y aparentaba leer; después tomaba la esfera y compases y hacía como si trazara líneas y figuras en un pergamino, se iba a la ventana a contemplar el firmamento cruzado de ardientes relámpagos, y por último, yendo a Elvira que seguía todos sus movimientos, la dijo:

-¿Queréis conocer lo futuro? ¡Venid!

Abandonó Elvira el sillón y fue a colocarse al lado del judío delante de la estrecha ventana. Ben-Samuel estendió su brazo flaco y musculoso señalando con su dedo al cielo, y dijo:

-Mirad ese gran libro.

-Le veo, respondió Elvira clavando en él sus ojos con ansiedad.

-¿Sabéis lo que forma la tempestad?

-No.

-Pues es los vapores de la tierra.

-¡Bien!

-El corazón, como el cielo, tiene sus tempestades, las pasiones producen en aquél lo que los vapores acumulados en éste. Tenedlo presente.

-¡Continuad!

-Fijad ahora vuestra atención en esa rica alfombra, sobre la que el Eterno sienta su pie. ¿Qué veis en ella?

-Nubes que quieren cubrirla.

-Poned la mano en vuestro corazón.

Elvira la puso, y sintió cómo la rechazaba con sus violentos latidos.

Ben-Samuel prosiguió diciendo:

-Esas nubes que corren en pos unas de otras henchidas de electricidad, van a chocar en breve, y entonces retumbará el trueno y bramará la tempestad con furor. He aquí de presente la fase de vuestra vida ¡seguidla!

No era ya atención la que prestaba Elvira, era una avidez ardiente que devoraba el cielo con sus miradas.

-Desde el Oriente, siguió diciendo Ben-Samuel con acento profundo, avanza como un gigante, rodando sobre las otras, una nube más densa, más oscura que todas; es la última, y trae en su seno el rayo que se desgajará dentro de pocos instantes sobre la aguja más alta de Burgos. ¡Miradla y decidme lo que notéis!

-Que se estiende con rapidez como un manto que se desplega.

-¿Y ahora?

-Cubre enteramente el disco de la luna.

-¿Qué veis del firmamento poco ha tan terso y azul?

-Nada.

-¿Y en rededor de esta torre?

-Tinieblas, vacío...

-Ya tenéis vuestro horóscopo trazado, dijo Ben-Samuel, con implacable y frío acento, eso es vuestro porvenir de alma y de posición.

-¡Sea!, repuso Elvira agitada y sombría. De mí nada tengo ya que preguntaros, pero de él sí; él también tiene su página en ese libro terrible, mostrádmela, quiero leerla como la mía.

-¿Aún queréis saber más?

-Sí, ahora más que antes; véanlo mis ojos todo claro, todo distinto, todo verdad; no haya duda sobre nada, y pues que todo lo penetráis, decidme ¿a quién ama?, ¿a ella, o a mí?

-A ella, antes, ahora y después.

Dos gruesas gotas de sangre saltaron de los labios de Elvira, en los que clavó su blancos dientes al oír la respuesta del astrólogo, dada con profunda convicción y una complacencia feroz.

-¡Siempre a ella!, dijo Elvira con amargura.

Y se limpió con el cendal los labios bajando con abatimiento su orgullosa frente.

-¿Pero por qué mentir ese falaz amor que me ha perseguido en todas partes?, esclamó dudando aún de tan villana traición; lo pasado es más fácil de esplicar que lo presente y lo futuro; hacedlo.

-Es tan fácil, que no sé cómo no lo adivináis. Quería vengarse, y lo ha hecho gozando como un bienaventurado la más suprema felicidad.

-¡Vengarse!, repitió Elvira asombrada, ¿de quién?, ¿por qué?

Cruzó los brazos Ben-Samuel, y mirándola con vengativa y sardónica espresión, la dijo:

-Es una historia, señora, que os la voy a contar en resumen, como acaba de revelárseme; un hombre agravió a otro; los nombres los conocéis; lo agravió robándole una prenda que apreciaba, y aquel que había sido agraviado juró vengarse robándole otra más preciada si la tenía; no fue una cosa, porque éstas no podrían satisfacerle, fue un sentimiento, fue todo lo que vos sabéis, y se saldó la cuenta por completo. Si me preguntáis qué le falta para terminar su obra, os diré que tan sólo rechazar el instrumento con su pie, y arrojarlo a la frente de su enemigo.

-¡¡No lo hará!!, esclamó Elvira con fiereza, ¡¡no lo hará, lo juro por mi nombre!!

Tres golpes, dados con fuerza en la puerta, hicieron retumbar la torre y a Elvira quedarse sin acción.

La tempestad empezaba a mugir sordamente, y los relámpagos inundaban la torre de luz.

El astrólogo se asomó a la ventana, y preguntó:

-¿Quién llama?

-¡Castilla!, respondió una voz masculina, clara y armoniosa.

-¡Esperaos!, respondió el astrólogo retirándose.

-¡Abrid, voto al diablo, que yo no espero nunca, y a vuestra puerta menos!, añadió otra voz más robusta y sonora, con acento iracundo y amenazador.

Era aquella voz la del duque de Benavente.

Al oírla, sintió Elvira una reacción violenta; toda la sangre que circulaba por sus venas refluyó al corazón, y del corazón se agolpó al cerebro, que le pareció iba a estallar y romperse.

Se avalanzó a Ben-Samuel, lo cogió convulsivamente del brazo, y con acento resuelto y de febril energía, le dijo:

-Decidle a ese hombre que se vaya.

-Ni yo puedo decírselo, ni él lo hará; contestó el astrólogo sin tituvear siquiera.

-Escuchad, Ben-Samuel, repuso Elvira sin soltarle ni perder su acento imperioso y decidido; quiero salir de aquí sin que me vea... ¿lo oís? ¡Vamos a ver cómo me sacáis!

-Venid, dijo el judío llevándola hacia la puerta.

-¡Oh!, aún tengo que decíros, replicó impetuosa y altaneramente Elvira, retrocediendo hasta el fondo, y arrastrándolo tras sí: atended; ahora dudo de vuestra ciencia, y no estoy segura si realmente penetra en lo futuro, o sólo conoce lo pasado, o si todo lo que habéis dicho no son más que palabras, casualidad y mentira; tampoco lo estoy de si me conocéis, pero en todo caso sabed que no me habéis visto nunca, que no he pasado jamás los humbrales siniestros de esta torre, en una palabra, que sólo sabrá mi venida Dios, vos y yo; ¿entendéis?

Y acercándose a la mesa y tomando la seca azucena, añadió en la espansión de su orgullo.

-En la inteligencia, sabio astrólogo, que si descubrís mi secreto, os destrozará mi venganza de la misma manera que mi pie esta flor.

Y dejándola caer la deshizo pisoteándola.

Votos, golpes y juramentos resonaron en la puerta con más fuerza.

-¿Y si no quisiera dejaros salir de este recinto?, dijo Ben-Samuel con fría y desdeñosa calma, ¿y si me pluguiera guardaros en rehén para mí? y si, por último, os entregara al que espera mal su grado en esa puerta? ¿De qué servirían vuestras amenazas, débil y seductora beldad? ¿De qué serviría vuestro poder, orgullosa descendiente de los Manriques y Laras?

-Serviría para predeciros vuestra muerte, replicó Elvira con energía. ¿Creéis que he venido sola? ¡Pues os engañáis torpemente! Hay quien me espera, hay quien a un solo grito que dé, a un movimiento que note, a una tardanza no convenida, caerá sobre vos, pidiéndoos cuenta del ultraje que reciba.

Un golpe tremendo que pareció sacar la torre de quicio, y un dúo de injurias sazonadas de imprecaciones se hicieron oír, cubriendo las últimas palabras de Elvira.

-Estoy hecho a prueba de dagas, replicó el astrólogo con amarga sonrisa pasándose la mano por la garganta; pero no quiero deteneros más. Venid y saldréis sin que os vean, puesto que así lo deseáis.

Y precediéndola la condujo a la escalera acaracolada y medio derruida, por la que bajaron sin luz.

Abrió la puerta Ben-Samuel, y tras ella empujó a Elvira que contenía su agitada respiración.

-Ganas me dan de ahogaros, Ben-Samuel; dijo el duque de Benavente entrando con los brazos estendidos para no tropezar rezando cuasi su mano con el manto de la palpitante Elvira.

-¿Por qué diablos no bajáis luz esta noche? ¡Creéis que tenemos la de los relámpagos en los ojos!, esclamó el que primero llamó.

-¡Señores míos, perdonad! No tengo más luz que la lámpara, y ésa está colgada de la bóveda.

-Así debíais estar vos, Ben-Samuel; replicó D. Fadrique empezando a subir por la escalera.

-Duque, si estáis en puerto de salvación alargadme caritativamente una mano, pues por más que estiendo mis remos no toco una orilla que seguir, que no parece sino que floto en el caos.

-Dadme acá la diestra si atináis, Día, que no haréis poco si lo conseguís.

-¡Perdón, señores, perdón!, repitió el astrólogo humildemente, dando tiempo a que pasaran.

-Eso es, ahora quedaos en el portal para si caemos que no sea sobre vos; dijo el Duque tomando la primer vuelta de la escalera.

-Voy a seguiros, señor Duque, contestó Ben-Samuel con tono deferente y respetuoso.

Y tomando la mano de Elvira, la hizo pasar con estremada ligereza por delante de sí, la sacó de la torre y cerró la puerta.

En tanto seguían lentamente su ascensión por la angosta y empinada escalera, el Duque votando a maravilla, su compañero resvalándose a cada paso, y el judío repitiendo de tanto, en tanto:

-¡Perdón, señores, perdón!

-¡Bendita sea la luz, si puede serlo la que aquí arde!, esclamó D. Fadrique al poner el pie en el estrecho y ennegrecido laboratorio del astrólogo, dirigiéndose seguidamente al sillón que ocupó Elvira, único de su especie en el escaso ajuar que lo amueblaba.

Pero antes de posesionarse de él, tropezó con un objeto que despidió al moverse un metálico sonido.

-¡Pese a tal!, dijo el Duque bajándose y cogiéndolo, he aquí por lo que maese Ben-Samuel nos detenía. Le sorprendimos contando su tesoro, y no quiso abrirnos hasta guardarle.

-Os engañáis, contestó el astrólogo con intención; aún no han contemplado mis ojos esas monedas, que presumo han de ser de oro.

-Y de buena ley, según lo argentino del son que despiden, y muchas por el peso de la bolsa.

Alargó el judío la mano como para tomarla así que concluyó el Duque de hacer su observación, más éste que la tenía suspendida en la diestra y los ojos puestos en el astrólogo, los fijó al alargársela en ella, y retirándola bruscamente fue a examinarla a la vacilante luz de la lámpara; y enarcando las cejas súbitamente, como si le causara su vista admiración o sorpresa, se volvió al astrólogo interrogándolo con visible interés, diciendo:

-¿Cómo ha venido a poder vuestro esta bolsa?

Una alegría siniestra brilló en los ojos de Ben-Samuel, que contestó:

-Por mano de una dama, la más blanca y bella de cuantas en Castilla se celebran.

-¿De una dama?

-¿Qué os admira?

-¿A mí? ¡nada! ¿Y sabéis su nombre?

Sonrióse con sardónica espresión el astrólogo, y respondió:

-Poco alcanzaría mi ciencia, si no me lo hubiera revelado.

-¿Sobre qué ha venido a consultaros, que tan espléndidamente os ha pagado?

-Me ha pedido su horóscopo.

-¿Se lo habéis hecho?

-Ligeramente se lo he trazado.

-¿Y no figura mi nombre en él?

-Tanto, por lo menos, como el suyo en el vuestro.

Durante este breve diálogo, sostenido con viveza, y en el que el Duque mostró tanto interés como Ben-Samuel impasibilidad, el tercer personaje silencioso, pero atento desde que en el laboratorio entrara, esclamó al oír la contestación del astrólogo:

-¡Hola! D. Fadrique, decidme, en nombre de la amistad que nos une, ese que así se enlaza con el vuestro.

Perdonad, Día Sánchez de Rojas, contestó el Duque gravemente; perdonad que no os lo diga, pero es nombre que, por pronunciarlo de cierto modo al oído de un hombre en este mismo instante, daría el mejor de mis estados, un número no escaso de los días de mi vida; mas porque no resuene unido al mío en los de otro alguno, derramaría si fuera menester toda la sangre de mis venas. Tanto, que para borrar el único vestigio de sus huellas, voy a guardar esta bolsa que lo atestigua.

Y añadiendo la acción al anuncio, la vació en una punta de la mesa, dejando amontonadas las doblas que contenía, y doblándola la guardó.

-Esa bolsa, dijo el astrólogo que mientras el Duque la desocupaba había estado mirándola con escudriñadora y penetrante atención; esa bolsa me ha sido dada, y yo la aprecio en mucho más de lo que contiene.

-¿Es que la queréis vender?, replicó D. Fadrique con desprecio. ¡Pardiez, Ben-Samuel, no desmentís vuestra raza! Yo os la pagaré como acostumbro.

Y sacando una escarcela verde, bordada en plata, la vació con prontitud sobre las áureas monedas.

No había aún cesado de oírse el ruido que hacían al caer las unas sobre las otras, cuando retumbó un trueno sobre la misma torre que la hizo estremecer desde el cimiento.

-Muy mala noche hace, D. Fadrique, dijo Día Sánchez así que dejó de resonar el terrible estampido sobre su cabeza; mucho me temo que no acuda a la cita Juan de Velasco, ni Diego de Andrade.

-Lo que quiere decir, que deseáis retiraros, contestó el Duque visiblemente admirado.

Asomóse el astrólogo a la ventana y miró al cielo, cuya negrura resaltaba al surcarlo los relámpagos que se sucedían casi sin interrupción. Acercóse también el Duque, y al apercibirlo Ben-Samuel, murmuró como hablando consigo mismo.

-Fortuna es que no tardará en llegar.

Púsole D. Fadrique la mano en el hombro bruscamente, le preguntó en voz baja, pero con imperio:

-¿Quién, y adónde? Ben-Samuel.

-Ella, a su palacio.

-¿Ella?

-Sí.

-¿Elvira?

-Elvira.

-¿Pero cuándo la habéis visto?

-Poco ha, ella salía en el instante que vos entrabais.

-¿Con quién ha venido?

-Sola y encubierta.

-Día, dijo impetuosamente el Duque de Benavente; vámonos.

-¡Qué me place!, contestó el caballero con prontitud.

-Lo creo, dijo el judío con sarcasmo; porque hay quien asegura que el mayor placer de vuestra vida es oír tronar en el lecho.

-Y no se engañan, si añaden, que lo que más siento en el mundo es oírlos en la torre de un astrólogo adivino, replicó Día Sánchez fruncido el ceño.

-Ben-Samuel, dijo el Duque con autoridad revelando su rostro espresivo una resolución generosa y noble; si viene Juan de Velasco, o Diego de Andrade, decidles que mañana, después que salga del alcázar, los veré, y decididamente les daré una cita donde se arregle todo lo que definitivamente se ha de hacer para la reunión general de cortes.

-Está bien, respondió el astrólogo sin quitarse de la ventana; se lo diré si vienen.

-Alumbradnos, añadió D. Fadrique encaminándose a la puerta.

-Escuchad antes, dijo Ben-Samuel que con la cabeza inclinada y los párpados medio cerrados no se movió de su sitio.

-¿Qué me queréis decir?, respondió el duque retrocediendo un paso.

-Una observación que muy de cerca os interesa.

-Manifestadla, pero muy brevemente...

Y D. Fadrique dio algunos pasos más hacia el judío.

Día Sánchez de Rojas se detuvo en el humbral.

El astrólogo se acercó al Duque, y clavando en él una mirada donde brillaba un odio intenso y un vengativo fuego, como si quisiera inoculárselo en su alma, con sus ojos, con su aliento, con sus palabras, le dijo cargando cada una de ellas de despreciativo desdén.

-El testamento de D. Juan I será puesto en vigor, y lo será por vos.

Una llamarada de ira coloró el rostro del duque de Benavente que contestó con violencia:

-¡Mentira, Ben-Samuel, mentira!

-Tan cierto como que el alférez mayor Rodrigo López de Ayala será Regente en lugar vuestro.

-Os aseguro que no me sustituirá, respondió D. Fadrique con siniestra espresión.

-Y yo os aseguro que sí; lo he visto en las estrellas antes que la tempestad las cubriera con sus velos, repuso el judío incitando con un conocimiento infernal todas las ardientes pasiones del Duque; así como dejaréis escapar vuestra venganza, y no la lograréis a pesar de cien ofensas recibidas y brindaros la ocasión a consumarla.

-¡Que no me vengaré!, repitió el Duque, destellando sus ojos sombríos amenazadores reflejos. ¡Bah! si lo dicen las estrellas, respondedlas que se engañan... ¡o que mienten!

-Ni se engañan ni mienten; ¡¡no!! no os vengaréis ni de él, ni de ella.

-¡Ella!.. ella está todavía al alcance de mi mano, esclamó con terrible energía el Duque; y él muy cerca de la punta de mi puñal.

Y sin querer oír lo que Ben-Samuel le replicara se lanzó a la escalera por la que descendió con ligereza haciendo lo propio su compañero.

Descolgó el astrólogo la negra lámpara de hierro para alumbrarles, y así que pasaron el dintel de la puerta, la cerró subiéndose al laboratorio, por la ventana del cual se puso a contemplar la tempestad que bramaba con furor, sin perder por eso el diálogo siguiente tenido a media voz al pie de ella cuando el trueno calló:

-Día Sánchez, dijo el Duque con tono al parque comedido, resuelto; os voy a pedir un favor.

-Decid, contestó aquél un tanto sorprendido de la solicitud y el modo con que la presentaba.

-Que os marchéis por esa parte, mientras yo sigo por ésta.

-Concedido, dijo Sánchez de Rojas embozándose en su capa. Id con Dios, Duque, y sin mi compañía.

-Él sea en la vuestra, Día, y ¡perdonad!

Y con esto, tomando como quien la conoce la misma dirección que llevaba Elvira echó a andar tan velozmente, que no parecía sino que le habían puesto alas en los pies.

-¡Andad!, dijo el judío cuando se perdió el ruido de sus precipitados pasos. ¡Andad! y cruzaos cual los relámpagos que os guían, estrellándose los unos en los otros como el granizo que arroja la tempestad.

Y apoyando los codos en el alféizar, y su luenga y rizada barba en las manos, añadió contemplando la negra bóveda:

-Sólo es grande tu cólera, ¡Señor! Sólo tu aliento amontona las olas en montañas. Sólo tu voz es la que resuena potente y atronadora haciendo enmudecer el orbe, que tiembla de pavor al escucharla...

La cólera del hombre, pequeño en todo, es parecida al fuego de una hoguera, que se estingue si no se la remueve y alimenta.




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Capítulo VI

Cómo los relámpagos sirvieron para más de lo que el page necesitó


Cuando Elvira sintió el aire cargado de eléctricas emanaciones, pero libre, rozar su frente, y oyó la puerta rechinando sobre sus goznes al cerrarse, conoció de lleno todo lo imprudente de su acción y el peligro de que acababa de escapar por un milagro de su energía, energía ficticia como todo lo que es violento y que desapareció con lo que la había escitado.

Así, que su primer pensamiento fue huir; pero se detuvo un instante sin saber hacia dónde dirigirse por entre las densas tinieblas que habían invadido la calle con sus tenebrosos velos, sin dejarla reconocer dónde la aguardaba Fernando.

Pero éste que no había quitado ojo de la torre desde que su Señora entró en ella, salió de su escondite a el oír llamar al Duque, y cruzando la calle, de puntillas y recatándose, se acercó a ellos deslizándose como una sombra hasta situarse a cortísima distancia de la puerta que se abrió para que entraran los importunos visitadores y saliera Elvira después.

Por fortuna, Fernando estaba ya acostumbrado a la oscuridad, merced a lo cual, distinguió claramente a su Señora, y viéndola parada se acercó, y cogiéndola respetuosamente del manto le dijo:

-Aquí estoy, señora mía.

-¡Ay! Fernando qué pena tenía no viéndote, esclamó aquélla reconociéndole.

-No es estraño que os haya sucedido, porque no estaba en donde me dejasteis, y la noche de bonísima, hase tornado negra y horrible. Con que si os parece, paso y andemos.

Levantó Elvira la cabeza y al ver tan negro y amenazador el cielo, imagen de su destino, un estremecimiento nervioso recorrió sus miembros que sintieron un frío intensísimo.

-¡Horrible es! dices bien, murmuró con una agitación estremada; horrible, muy horrible, pero vamos de prisa y mucho más que hemos venido.

-La primer vez, sin duda, que los relámpagos sirven de algo, dijo el page que se hizo la señal de la cruz al darle uno en el rostro tan ardiente y largo que lo deslumbró.

-¿Oyes?, esclamó Elvira asustada, pareciéndole oír ruido de pasos.

-¡Brama la nube sordamente! pero si caminamos ligeros, aún podremos llegar al palacio antes que la tormenta rompa su seno estallando.

Y redoblando el paso, apenas rozaba la tierra con su ligera planta.

Ya llevaban andadas un no corto número de calles y callejuelas, cuando al volver una esquina, la silenciosa y preocupada Elvira dio de bruces con un hombre que la doblaba igualmente distraído, pero con tal violencia que se le descompuso el antifaz arrancándole una interjección.

-¡Perdonad!, dijo con voz de varonil y simpático timbre el que acababa de recibir tan recio golpe que lo hizo retroceder un paso.

Dio al decir esto un inflamado relámpago, a cuya viva luz conoció Elvira que era nada menos que Rodrigo López de Ayala a quien encontraban en tan mal punto y sazón.

Sin embargo, dueña de sí en aquel crítico instante contuvo el grito que articuló su garganta, no hizo siquiera un gesto, y torciendo sin responder palabra a su escusa dobló la esquina y continuó más rápidamente su marcha.

Muy de prisa iba, y mucho terreno ganaba; pero a poco sintió tras sí pasos, no menos veloces que los suyos, y que parecían venir en su seguimiento.

A pesar de su diligencia sólo estaban a la mitad de la calle, que lo era muy larga y estrecha, y a cuyo fin había un nicho en la pared de una casa, donde se veneraba una tosca imagen de la Virgen que alumbraban dos pequeños faroles, iluminando un corto trecho que hacía parecer más lóbrego el resto a donde no llegaban sus vacilantes y opacos resplandores.

El que los seguía, muy en breve los alcanzó, y al nivelarse con ellos los dirigió una detenida y penetrante mirada; pero era tal la oscuridad, que no pudo distinguir sino dos bultos, y siguiendo adelante ligero como una exalación, fue a colocarse bajo el nicho de la Virgen.

Era patente para Elvira, que no había perdido ninguno de los movimientos de Ayala, pues no era otro el que la seguía, que la esperaba para verla a la menos incierta luz que la de un relámpago y acabarla de reconocer si abrigaba alguna duda.

Y como mil veces hubiera preferido morir a que esto sucediera, trató de esquivarlo a todo trance, para lo cual se paró antes de entrar en el radio de la luz, y le dijo a su page que también había reconocido a el Alférez mayor:

-Fernando, ¡yo no quiero pasar por esa luz!...

-Pues volvamos y haremos un pequeño rodeo para evitarla, respondió el page con serenidad.

Mas apenas habían desandado veinte pasos, percibieron otros en el estremo opuesto de la calle. Detúvose nuevamente Elvira y le preguntó a Fernando con ansiedad:

-¿De dónde vienen ésos?

-De donde nosotros, y si mi oído no me engaña, creo distinguir el sonido de las espuelas del que entró en la torre cuando vos salisteis.

Un sudor frío cubrió la frente de Elvira, que cruzando las manos esclamó espantada:

-¡Dios mío!, ¡¡¡los dos!!!

-¿Qué hacemos?, preguntó Fernando, que a pesar de sus diez y seis años no le faltaba ni resolución ni energía.

-Yo no lo sé Fernando, dijo Elvira, trémula y sombría, mi cerebro está como la tierra, cubierta de tinieblas.

-Pues entonces dejadme obrar, replicó Fernando que comprendió de repente todo lo delicado y espuesto de la situación de su Señora. Sigamos andando y hablemos al mismo tiempo.

Y ligeros como el pensamiento tornaron para donde Ayala los esperaba.

-¿Vos no queréis que os vea el señor Rodrigo López?

-No, Fernando, de ningún modo.

-No os verá por vida mía. ¿Oís?, los pasos se detienen; todo es tiempo que ganamos.

Ahora escuchadme con atención. Para llegar al palacio hay que concluir esta calle, andar toda la que sigue a la derecha, luego volver a la misma mano, después seguir la cerca del jardín hasta llegar a la verja. Tomad la llave.

-¿Me vas a dejar sola?, esclamó Elvira con terror.

-Sí señora, respondió el page tan resuelto como sereno, porque yo necesito adelantarme para desembarazaros el camino.

-¡Fernando!, ¿olvidas que eres un niño y que es Ayala quien lo ocupa?

-No señora, dijo el page tranquilo.

-¿Que te matará si lo intentas?

-Dios me preserve de dudarlo, pero para matar a un pájaro que es menos que un niño se necesita tiempo y que se deje coger; lo primero se lo haré perder y ganar a vos, y con él estáis salvada, porque no necesitáis otra cosa. Lo segundo, procuraré que no lo consiga.

-Además, te conocerá probablemente, y es igual que vea a entrambos o a uno.

-Con mi cinturón tengo ya hecho mi antifaz, replicó Fernando haciéndole como lo decía; y descuidad, si él es fuerte yo soy ágil, y la lucha cuando menos será igual.

-Tomad, tomad la llave; se abre a la derecha empujando.

Elvira la tomó con mano trémula, porque llegando al fin de la calle estaba a cortísima distancia de Rodrigo, oyéndose nuevamente los pasos del que presumía ser el Duque.

-En cuanto volváis la esquina corred con toda la ligereza que podáis, siempre tomando a la derecha y burlaréis al que nos espera y al que nos sigue. Hasta entonces, serenidad.

Era tanta la que el page tenía que se la infundió a Elvira, de quién se separó; adelantóse y se dirigió audazmente hacia el Alférez mayor quien había ido y vuelto de la misma manera que ellos.

Viole venir Rodrigo, y adivinando por su decidido talante, lo hostil de sus intentos; se adelantó a recibirle situándose en medio del arroyo para que no se le escapara la que a todo riesgo quería reconocer, pero el page con sin igual prontitud y atrevimiento se arrojó sobre él, le agarró la gorra de terciopelo con que se cubría, y tirándola a larga distancia, variando la voz le dijo apostrofándolo.

-¡Mal caballero!, a las damas se las saluda, se las socorre, pero no se las espía.

Empujarle violentamente contra la pared y desnudar su daga fue obra de un segundo para Ayala, pero ese segundo bastó para que Elvira pasara, y doblando la esquina escapara de su vista.

Locura era sólo pensar en resistir ni luchar con Rodrigo, y no lo imaginó siquiera Fernando que conservaba su serenidad y su astucia reveladas en aquel instante con un valor y una resolución singulares. Así fue, que sin intimidarse al ver el acero dirigirse a su pecho, lo desvió con su diestra, de la cual saltó la sangre sin que una arruga de dolor se marcara en su mal cubierta y hermosa frente.

La mano de hierro de Ayala oprimió su brazo, y arrastrándolo adonde estaba la gorra, con voz que alteraba la cólera le dijo:

-De rodillas, ¡villano, traidor! ¡y coge mi gorra!

Sintió Fernando una eléctrica sacudida que le duplicó su energía, y olvidándose de fingir la voz que la cólera hizo vibrar con aspereza dijo:

-¡No se doblan las mías sino para Dios!

-¡Y para Rodrigo López de Ayala!, replicó éste con altanería haciendo doblar el frágil talle del page que se encorvó bajo su vigoroso brazo como el flexible vástago de un árbol con la ráfaga de impetuoso viento.

-Mirad como no, esclamó enderezándose bruscamente.

Y escurriéndose de su mano como una elástica serpiente, ganó lo largo de la calle con tal ligereza que Rodrigo tuvo por vano el perseguirle.

Todo esto fue tan rápido, que apenas dio tiempo para que Fadrique, que tras Elvira venía, entrando en el círculo que iluminaban los faroles, conociera a Rodrigo y viera huir a Fernando, y doblando la esquina prosiguiera su marcha en pos de la fugitiva, deseoso más que antes de encontrarla.

También Rodrigo conoció al Duque, y sus sospechas fueron más atroces, por cuanto las apariencias eran más culpables y acusadoras; y cogiendo su gorra apresuradamente, maldiciendo al insolente que lo había insultado y detenido, se lanzó en pos del Duque y de Elvira delirando de celos y ciego de ira.

Saliendo de la luz fue más completa la oscuridad que lo envolvió; nada distinguía por más que sus grandes ojos desmesuradamente abiertos pretendían con una insensata avidez penetrar en la profunda masa de tinieblas que lo rodeaba.

Caían algunas gotas de agua, los truenos resonaban a lo lejos, y los relámpagos no eran tan continuos. Rodrigo seguía adelante con ansiedad frenética.

Y no era estraño, porque veía lo que hubiera sido un crimen el suponer horas antes, a pesar de sus celos, de sus temores y de sus sospechas.

Sentía con desesperación que su más hermosa, su más acariciada ilusión moría, y moría ennegreciendo sus recuerdos, como ennegrece el veneno todo lo que toca.

Pensaba con furor que Elvira, su Elvira, aquella Elvira tan idolatrada, tan rodeada de respeto, de incienso, de adoración, marchaba sola en medio de la noche con una tempestad deshecha, siguiendo el antojo liviano de un hombre que la infamaba sin amarla.

La sangre hervía en sus venas a esta idea; se mordía los labios con inmensa rabia, y acariciando su daga redoblaba el paso para cerciorarse plenamente de la traición de Elvira, o convencerse claramente de que sus ojos se habían engañado.

Uno de aquellos relámpagos que rompían las nubes rápidos y descoloridos alumbró la desierta calle adonde daba el jardín de Elvira, y a su luz, vio Rodrigo a su prometida apoyada en el brazo de D. Fadrique.

Aún dudaba, aún quería oír; y para conseguirlo se acercaba con precaución conteniendo su respiración fuerte y agitada, atentísimo para sorprender una palabra que no llegaba a su oído, y que sin embargo latía su corazón, como si distintamente la oyera.

Ya no los separaba más que algunos pasos, cuando los vio pararse, el Duque abrió la verja, se inclinó hacia Elvira, sonó el ligero ruido de un beso, y después la voz de D. Fadrique diciendo:

-¡Adiós, Elvira!

Ésta entró en su jardín, el Duque esperó un instante, dándola tiempo para que lo cruzara, y después volvió por los mismos pasos.

Ya no dudaba Rodrigo, pero le parecía ser presa de una infernal pesadilla.

Dos veces pasó la mano por su frente, y se oprimió las sienes que latían con una precipitación espantosa.

Parado como estaba cuando sintió que el Duque se acercaba sacó su daga y la empuñó; pero sonriéndose con amargura la guardó murmurando:

-Quédese para ese bastardo todo lo que es traidor y villano. Yo me vengaré con luz, y me vengaré de otra manera.

Haciendo este corto soliloquio se afrontaron el Duque y Rodrigo, un relámpago iluminó sus rostros, el del primero espresaba el gozo de una venganza satisfecha; el del segundo, pálido hasta la lividez, la calma de una concentración poderosa.

Siguió D. Fadrique su camino, y tomó el inverso Ayala; caía el agua en gruesas gotas, y para que su frescura calmara el fuego de su frente, se quitó la gorra cuya pluma estaba manchada con el lodo de la calle.

Pensando en Elvira y en el Duque, en su amor y en su desengaño, en lo presente y lo futuro, se plegaba más y más su frente con iracunda y sombría espresión, entreabriéndose a veces sus labios con una sonrisa de sardónica amargura.

-Si alguien me lo dijera le respondería que miente, decía Ayala allá para sí andando a pasos lentos y desiguales; pero mis ojos lo han visto y mis oídos lo han escuchado. «¡Mañana descubriré en su impura frente la huella de su beso!

¡Cuándo me parecía poco el mundo para ponerlo a sus pies!

¡Cuándo en mi fascinación y en mi credulidad la conceptuaba superior a mí mismo, incapaz de un pensamiento doble, pura como el cáliz de una flor, digna como la pureza!

¡Cuándo era tal mi ceguedad que su mismo desvío era para mí una garantía de su franqueza y su lealtad!

¡Y ellos se habrán mofado de mi amor, de mis sueños de infalible ventura, de mi confianza tan loca, tan necia! ¡Oh! ¡¡Elvira!!, él se vengaba, pero tú, ¡tú a quien tanto he amado! ¡Todo acabó!, el amor y el engaño, ¡porque yo no te amo ya!, la predicción del festín se cumplió.»

Mentía Rodrigo al decir esto, y mentía por engañarse. Verdad era que Elvira había caído del alto pedestal en que hasta allí la contemplara, pero al precipitarse había destrozado su corazón, grabándola más en él.

Pero en tanto que haciendo mentalmente este razonamiento y otros muchos más amargos si es posible, se encaminaba a su casa después de vagar como una sombra por las desiertas calles de Burgos, Elvira, que no le vio, preocupada con D. Fadrique, atravesó el jardín como un ave perseguida, penetró en las espléndidas habitaciones, y llegó por último a su aposento débilmente iluminado por una lámpara de plata.

Sin tomar aliento ni pararse, se dirigió a la luz y miró un objeto que en la mano traía.

Era la bolsa dada al astrólogo.

A su vista sus manos se crisparon, dos lágrimas brotaron de sus ojos, y arrojándose en un sitial esclamó:

-Dios mío, el mundo se desploma sobre mi cabeza para abatirla.

-¿Estáis ahí, señora mía?, preguntó la voz fresca y agradable del page introduciéndose por la juntura de la puerta.

-Sí, Fernando, estoy rato ha, contestó su señora iluminando su bellísimo semblante con un fugitivo rayo de alegría.

-¡Loado sea Dios! Entonces voy a cerrar la verja, y ya podréis dormir tranquila.

-No lo haré por cierto hasta no saber si Ayala te conoció.

-No le di tiempo para ello. Así que conjeturé estabais a salvo, me escurrí bonitamente, y haciendo un rodeo para desorientarle si acaso me perseguía, acabo de llegar ahora sin que nadie me haya visto.

-Mañana te daré las gracias que mereces, replicó Elvira más tranquila, ahora márchate, no sea que alguien pueda oírte aunque tan quedo hablas.

-Eso haré, pero antes permitidme que os asegure no he hecho cosa que las merezca de vuestro labio; y que os avise además no me pidáis mañana la mano para ninguna cosa aunque se os ofrezca su uso.

-¡Te han herido!, esclamó Elvira sobresaltándose.

-No más tengo que un arañazo, pero como las dueñas son tan maliciosas y habladoras y todo lo van chismeando; es menester que no lo noten, porque llenarían el mundo con sus sospechas e indagaciones.

-Tienes razón y has hecho bien en avisármelo. Ve, pues, cierra la verja y recógete que ya es bien tarde y no tendré sosiego hasta que lo hagas.

-Pues voy en un vuelo. Hasta mañana.

Y retirándose el dispuesto y despejado page, fue al jardín, cerró la verja cuya llave dejó puesta el Duque cuando entró Elvira, tornó al palacio que cruzó silenciosamente y a tientas, entró en su aposento, y desnudándose apresuradamente, y metiéndose en el lecho esclamó con la sonrisa y la espresión del que está altamente satisfecho de sí mismo:

-¡Ahora que truene!



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