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Capítulo XIX

Cómo vinieron a recordar a D. Fadrique de Castilla que hay algo más poderoso que la propia voluntad


Si al lector le place el seguirnos, lo que sí esperamos, porque no ha de costarle gran trabajo el hacerlo; le conduciremos a través de la bruma de la noche, por señas, muy elevada y nebulosa, como suelen serlo en Castilla la Vieja las más del invierno, y lo son siempre todas aquellas en que han de acontecer ciertas aventuras estrañas, cual la que vamos a referir.

Por una calle estrecha y larga, cuyo nombre calla la crónica con gran sentimiento nuestro, pero que dice se hallaba desierta, porque el frío era mucho, y los burgaleses procuraban, disminuir su rijidez junto al fuego de sus hogares, iba solo y sin séquito ninguno el poderoso duque de Benavente, andando a largos pasos, asaz melancólico y pensativo el rostro, en el que hubiera podido leerse, si la noche no fuera tan oscura, y hubiese quien lo observara, el despecho y una anelosa inquietud.

Y aquí será bien dejar apuntado que entre las emociones de su venganza, las turbulencias de su ambición, y los infinitos cuidados que lo cercaban, vivía su amor a Catalina de Lancaster, amor que lo dominaba y que ya no podía como en otro tiempo contener.

Las horas de esperanza, esas horas supremas del amor habían pasado para el Duque. Conocía con desesperación que entre Catalina y él se interponía un influjo misterioso, que no sabía lo que era ni de dónde dimanaba. En vano investigaba en la vida de la Reina y en el corazón de la mujer: alarmado y celoso, no descubría en aquélla una distracción, un misterio; en éste una afección, una preferencia, una confianza.

Catalina de Lancaster no la tenía por nadie, vivía en sí misma.

Cuando D. Fadrique se cercioraba de aquella verdad que la corte entera proclamaba; cuando descubría en sus dulces y lánguidos ojos un destello de luz suavísima, reflejo de un pensamiento de amor, el Duque enloquecía en su insensato orgullo, la tenía por suya, y confundía en sus deseos, en sus esperanzas y en su porvenir una existencia con otra.

Y cuando dominado por aquella impresión trataba de revelar su pasión, y hacer comprender sus ansias, Catalina le imponía silencio con resolución y dignidad. Si insistía era perdido, porque la Reina se retraía y el indiferentismo más abrumante sucedía a la cordialidad y la dulzura.

Entonces, las últimas ilusiones caían desechas y un pesar acerbo y amargo lo devoraba a pesar de su orgullo, a pesar de su fuerza. Tras estas impresiones se reproducían las de amor, las de esperanza, y lo enajenaba de nuevo y más profundamente que nunca.

Sin embargo, el Duque sufría un tormento que sólo en instantes calmaba la Reina con su sonrisa, como sólo se calma por instantes la sed, que no le dan para satisfacerla más que una gota de agua.

Como quiera que sea, andando como iba, distraído y triste, dudando y temiendo y raciocinando allá en su pensamiento, irguió de pronto su cabeza con audaz arrogancia, y fijando en el alto cielo su calenturienta mirada, esclamó en un arranque de su impetuoso y sobervio carácter:

-Me amará porque quiero me ame, y cual su dama vendrá a colocar su frente sobre mi pecho. No ha mucho, Ben-Samuel leía en los astros que no me vengaría y que no sería regente: aquella noche me vengué, y las estrellas mintieron; ¡¡regente soy!! ¿Y en dónde está Rodrigo López de Ayala! Insepulto o desesperado ha desaparecido de Castilla.

-¡¡¡Mentís!!!, dijo a su espalda una voz trémula de ira a la vez que una mano, sentándose pesadamente sobre su hombro, lo sujetó haciéndolo detener.

Sacudir el hombro con fuerza, volverse con airado semblante, y sacar la espada, fue una cosa misma en D. Fadrique; pero el que tan bruscamente lo interrumpía en su soliloquio abandonó su hombro para apoderarse de su brazo, y lo dijo con resuelta espresión:

-Téngoos que hablar: seguidme a paraje donde no seamos interrumpidos como aquí puede suceder.

-¡Haceos cuenta que no quiero!, respondió el Duque con iracundo acento, forcejeando por dosasirse de la mano que le tenía fuertemente sujeto.

-Mirad que soy Rodrigo López de Ayala, replicó sardónicamente el que acababa de escucharle en tan malditísima sazón.

-Sólo por presentimiento os respondí como lo he hecho, contestó el Duque ardiendo en cólera; figuraos lo que os diré sabiéndolo de vuestra boca.

-Sois poco cortés, repuso Rodrigo con desdén insultante; se conoce que habéis nacido de la parte afuera del alcázar, y que a la bastardía del nacimiento, añadís la del corazón.

-¡Insolente!, mal caballero de daga y traición, gritó el Duque fuera de sí, voy a arrancaros la lengua después de partir el vuestro con mi acero.

Y precipitándose de un salto sobre Rodrigo añadió la acción a la amenaza.

Mas éste, pronto como el relámpago, desvió el cuerpo, y lanzándose sobre su acometedor lo empujó con tal violencia que le hizo retroceder tres pasos. Luego, tornando a cogerle el diestro brazo, le dijo con sombría espresión que hacía más notable la calma con que acentuaba:

-Duque de Benavente, como a fementido traidor que sois, os podría enterrar mi daga en la garganta sin que Dios me tomase de ello cuenta; pero soy caballero, y como tal, ofendido por vos de un modo infame y desleal, os reto a muerte con todas armas, y os cito para mañana la corte, donde me presentaré para arrojaros mi guante y pedir campo y plazo a los regentes.

-A mí el guante, Rodrigo López de Ayala; respondió D. Fadrique con insultante altanería; ¡a mí vos! ¿Os olvidáis que soy hermano de Juan I y os halláis muy bajo para que caiga a mis pies?

-No lo estoy tanto que no alcance a vuestra cara y la cruce como ahora, esclamó con fiereza Rodrigo estampando su mano en la pálida mejilla del Duque.

Al ruido seco de la bofetada, que resonó a larga distancia, se unió un grito ronco, semejante al rujido de un tigre, que lanzó D. Fadrique al recibirla, el cual se arrojó con frenético arrebato a su acometedor para vengar su afrenta con su sangre, pero Ayala abrió los brazos, y cogiéndole en ellos lo estrujó con sus músculos de acero. Luego rechazándolo con furor, le dijo con sarcasmo:

-Hermano de Juan I, ¡hasta mañana!

Y le volvió la espalda con profundo desprecio.

Pasó el Duque la crispada mano por su megilla que ardía, siguió por entre la densa niebla con una mirada feroz a Rodrigo, y murmuró cuando sus ojos que destellaban fuego le perdieron entre la sombra:

-¡Mañana no vivirás!, ¡¡ni Dios es bastante a librarle de mi venganza!!

Y subiéndose la capa hasta las cejas, la mano puesta sobre las encarnadas señales que en su rostro marcara la de Ayala, se dirigió a su casa con paso precipitado.

Los soldados de su guardia, los pages, los escuderos, sus muchos servidores, en fin, que desde la puerta hasta sus habitaciones encontró, callaron al verle suspendiendo sus alegres conversaciones; tan siniestra era la espresión de su rostro, tan pálida su tez, tan chispeante su mirada.

-Bertrán, seguidme, dijo a su escudero con acento breve, indicio en él nunca desmentido de violentas y desordenadas impresiones.

Siguióle en silencio el hidalgo Bertrán de Troncoso que nada bueno presagiaba de aquel aspecto y de aquella orden, y llegando ambos al aposento del Duque, entró éste que dijo al otro antes que pasara el dintel:

-Decidles a los ballesteros Lovete y Castillo que vengan.

-Está bien, respondió afectuosamente el escudero.

Y se fue a cumplir su nada difícil comisión.

Por lo que hace a D. Fadrique, en tanto que los que mandaba llamar no venían, se paseaba por la estancia con desesperados pasos, la frente plegada y sombría, la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho que fuertemente oprimían.

Poco tiempo era pasado, cuando Bertrán de Troncoso tornó seguido de dos ballesteros que a su espalda venían al parecer confusos de la honra que les hacía su señor.

Éste los miró y pareció satisfecho de su presencia, que en ambos era imponente. Ostentaba el uno una corpulencia jigantesca, y la cual debía el renombre que llevaba; la nariz era larga y corva, muy ancha la cabeza, y la barba y el mirar torcido y traidor. Tenía el otro la mitad menos de estatura, unas cejas espesas y casi unidas sombreando los ojos que brillaban escondidos en sus órbitas; la frente torva, y una boca enorme guarnecida de agudos y blancos dientes le daba un aspecto de ferocidad que le asemejaba a una fiera.

Iban vestidos con coletos de piel de gamuza ceñido con un cinturón de cuero, y en él brillaba el puño de metal de un largo cuchillo de monte.

-Troncoso, dijo el Duque a su escudero cuando entraron, retiraos y no volváis hasta que os llame.

El escudero lo saludó y se fue. Entonces hizo una seña a los ballesteros para que se acercaran; tomó una llave y sacó de una caja que con ella abrió una banda doblada.

Era la de Rodrigo López de Ayala, que en tan mal hora dejó al astrólogo Ben-Samuel.

Teniendo en la mano la prenda que tan fatal había sido para Elvira, se volvió a los ballesteros:

-Hay un hombre en Burgos, les dijo con una concentración terrible, que acaba de insultarme; ese hombre está sentenciado.

Oíd, ahora mismo os vais a la puerta de su casa... en cuanto salga le seguís, y así que le tengáis al alcance de vuestro puñal, clavadlo pronto y hasta el puño.

-¿Cómo se llama ese hombre, señor?, preguntó Castillo fijando en el Duque su oblicua y fiera mirada.

-Rodrigo López de Ayala, contestó D. Fadrique alterándosele la voz al pronunciar aquel nombre aborrecido. Escuchad, prosiguió tras una ligera pausa, antes de herir le diréis: justicia del Duque de Benavente, y le arrojaréis esta banda a los ojos.

Salió Lovete de la sombra en que lo envolvía su atlético compañero, y acercándose a su señor tomó la banda, y contestó con alarde brutal:

-Sólo vivirá el tiempo que nuestros ojos tarden en verle; y luego vendremos aquí, Sr. Duque, porque la justicia de Diego Zúñiga nos perseguirá por hacer la vuestra en Rodrigo López de Ayala.

Andad, dijo con altanera sobervia el Duque; ejecutad lo que os encomiendo, que ni la de Enrique III os alcanzará a mi sombra.

Y haciéndoles un gesto significativo les señaló la puerta que tomaron en silencio entrambos ballesteros.

No había pasado una hora cuando ya estaban apostados delante de la casa de Rodrigo. A poco vieron venir un escudero llevando de la brida una jaca torda en estremo hermosa, y que se paró a la puerta, llamó, la abrieron, entró, cerraron, y todo quedó en silencio.

-Lovete, dijo Castillo a su compañero, ¿conocéis al sentenciado?

-Yo no ¿y vos?

-Yo sí creo que lo he de conocer; a lo menos en Portugal lo conocía.

-Entonces no hay más que decir.

Y los dos quedaron en acecho.




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Capítulo XX

En el que se da cuenta de dónde venía Rodrigo López de Ayala, y con quién tropezó impensadamente, y de lo que le sirvió tropezar


Antes de proseguir el cuento de los sucesos que del que antecede se originaron llenando a Burgos de turbación y sobresalto en el término de algunas horas; necesitamos retroceder hasta el día en que Rodrigo López de Ayala, exánime y sin sentido, fue recibido, puesto en el lecho y vendadas las heridas por el caritativo ermitaño de nuestra Señora de los Haces.

Comprendiendo el santo varón por las incompletas pero terribles revelaciones de su delirio que había dado la muerte a uno que a veces llamaba padre, que ansiaba darla a otro que no nombraba sino impersonalmente, que huía para siempre de Burgos, que en su frenesí estrechaba o rechazaba una imagen a que daba cuerpo y nombre acusándola y acariciándola alternativamente; resolvió ocultar su presencia hasta el momento en que vuelto en su acuerdo no vendiera los secretos que tan fatales podían serle; y ni lo vieron los pocos que llegaron a visitar la imagen de nuestra Señora, ni le dio noticia de él, ni indicio alguno a los emisarios de Pedro López de Ayala, que palmo a palmo recorrieron las inmediaciones de Burgos.

Quedó, pues, Rodrigo en la estrecha y solitaria celda del prudente monge ignorado de todos e ignorante de todo; entregado a su mal y a los cuidados más que paternales del anacoreta, que si no tenía dulzura le sobraba paciencia y abnegación.

Pronto hubiera sanado de sus heridas, que aunque muchas y profundas no eran mortales, pero en los accesos de fiebre que lo acometían, se quitaba los vendages y las desgarraba con sus dedos, quedando nuevantente bañado en sangre, perdido el aliento y sin fuerza.

Necesitóse, pues, toda la paciencia del monge, sus muchos conocimientos en el entonces necesario arte de curar las heridas, sus incansables y asiduos cuidados para sacar a vida al malaventurado Ayala. Mas hubieron de pasarse días y meses antes que dejara su lecho de dolores.

Durante el sueño interrumpido de sus noches, en las vagas meditaciones de sus días, en su corazón, en sus labios, estaba siempre Elvira, fantasma seductor que acariciaba con ternura o rechazaba con desdén amarguísimo, pero que vívia a su lado sin abandonarle jamás.

Cicatrizábanse en tanto sus heridas, y la razón restableció su imperio absoluto sobre él, y el primer esfuerzo de su voluntad se dirigió a contener el torrente desbordado de ilusiones y delirios que lo traía envuelto por tanto tiempo, luchando con una constancia sombría con sus recuerdos que indelebles estaban en su memoria, y la imagen de Elvira que a su pesar la llenaba.

Más lejos de conseguirlo, a medida que el nuevo soplo de vida que se difundía en su ser circulaba por sus venas vigorizando su cuerpo desfallecido, se aceleraba también el latir de su corazón y despertaban sus pasiones y pensaba con desesperación que para él no había felicidad, ni esperanza, ni placeres, ni ilusiones. Con Elvira todo lo había perdido.

Volvía a menudo los ojos hacia su espada roja aún con la sangre de D. Alfonso, y tornábalos hacia el Occéano en cuyas tempestades quería morir u olvidar las que habían agitado y agitaban aún su vida.

Ya no nombraba a Elvira; por la sangre de su padre le había hecho el sacrificio de la del Duque, resuelto a no ver más en la tierra a una ni a otro e hizo propósito en su triste soledad de abandonar a Castilla y reclamar la promesa del Almirante, reuniéndose con él donde se hallara. Ése era su proyecto, y a su proyecto estaba reducido su porvenir.

No doraba su acerba melancolía un solo pensamiento consolador, nada le sonreía, todo lo miraba muerto, y en aquella disposición de espíritu, encontrándose con fuerza para trasladarse a Burgos donde necesariamente tenía que ir para hacer sus escasos preparativos de viage, se despidió del piadoso monge, se ciñó la espada y emprendió su camino lentamente; camino sembrado de recuerdos, que en vano su memoria quería olvidar.

De noche ya entró en Burgos; huyendo los sitios frecuentados hizo un rodeo para evitarlos, y cuando se dirigía a casa de su hermano Pedro López de Ayala, única persona a quien contaba y quería ver, la casualidad le hizo seguir los pasos del Duque y oírle en su presuntuoso y sobervio monólogo.

Al escuchar el nombre de Elvira en los labios que lo mancillaban, refluyó su sangre al corazón arrebatándose hirviendo a su cerebro; pero cuando oyó el suyo propio y le oyó gloriarse de su desgracia, dándole por muerto a desesperado, se renovó con más fuerza su odio, con más ansia su venganza, con más coraje su ofensa.

Así fue el mentís, así fue la bofetada, y así fue el reto.

Al fin Rodrigo iba a satisfacerse con la sangre de su rival que él mismo providencialmente había venido a colocarse al paso de su venganza.

Distraído con los pensamientos que su encuentro promovía, ni más ni menos que el Duque cuando en mal hora y razón soltara el dique a su lengua, no vio a su vez otro hombre que andando aceleradamente para no sentir la cruda acción del frío, o no se pudo contener en su ímpetu, o no reparó en que la misma dirección traía que él llevaba, y tropezaron los dos uno en otro con tal furia que Rodrigo se hizo un paso para atrás arrojando un voto, y el otro se llevó la mano a la nariz, esclamando:

-Torpe sois por vuestra vida.

-¡Y vos más!, respondió Rodrigo con mal humor.

-¿Es la voz de Ayala la que he oído?, preguntó.

-La misma es, respondió el interpelado poco satisfecho de aquel encuentro.

-Pues si es así bendigo mi tropezón, aunque llevo las narices deshechas.

Y tendiéndole la mano que a bulto cogió Rodrigo, añadió con festiva cordialidad:

-¿Salís del otro mundo, Rodrigo?

-Poco menos, Día, si es Sánchez de Rojas quien me habla.

-Y se alegra vivamente de veros, veros no, voto a estas malditas tinieblas que lo impiden, pero de encontraros y oíros, y estrechar afectuosamente vuestra mano cuando menos lo esperaba.

Una sonrisa amarga y triste se dibujó en los labios de Ayala que respondió con intención:

-En Burgos, según voy viendo, no se contaba con que volviera jamás.

-No os asombre, pero hay quien os tiene por muerto, y quien os ha rezado también.

-Eso tengo adelantado para cuando lo sea; pero por ahora, ni soy cadáver insepulto, ni he dejado a Castilla para siempre, como hay quien lo asegure con estraña ligereza.

-¿Qué habéis de ser?, esclamó Día Sánchez de Rojas riéndose. Al contrario, a juzgar por el ímpetu que lleváis, estáis en toda la plenitud de la vida, y no queda duda que a Burgos habéis vuelto, puesto que mano a mano nos encontramos. Mas aunque habéis tardado en cumplir vuestra importante comisión, con tal que hayáis negociado la paz y seáis portador de buenas nuevas, bien se os puede perdonar.

-¿Nuevas yo?, dijo Rodrigo sin poderse contener.

-¡Digo!, pues ¿no venís de Portugal?

-¿Quién os ha dicho tal cosa, Día?

-Vuestro hermano el ilustre corregidor de Toledo, y el mismo día por cierto que dejó a Burgos.

-Día, dijo Ayala que se perdía en un caos de confusiones; si gustáis seguiremos andando hacia vuestra casa, pues quisiera haceros dos preguntas, ya que mi buena suerte os ha traído hasta mí.

-Mejor será si queréis, y eso ha de ser pronto, porque el frío arrecia y yo estoy transido, que nos vayamos a la vuestra y os consagraré la noche entera si me concedéis hospedaje y me guardáis el secreto de habérmelo dado.

-Con el alma, Día, pero ¡por Santiago!, no he de ocultaros que me tenéis suspenso con oíros solicitarle.

-Os diré el motivo para que cese vuestra justa admiración, mas sea andando si no os parece mal.

-Pláceme mucho, porque yo también deseo el llegar más quizá de lo que os parece.

Y con esto echaron a andar con largos y veloces pasos hacia la casa de Ayala, quien no iba muy seguro de encontrarla en el estado que la dejó.

-Esta mañana, dijo Día Sánchez con su tono ligero y jovial, salí de Burgos acompañando a la condesa Doña Isabel que quiere pasar el día de mañana en Santa María la Real. Yo tenía empeñada mi palabra con una dama que me esperaba a sus rejas esta noche, y no pudiendo ni queriendo faltar a ella lo he conciliado todo merced a un escudero fiel y a la ligereza de mi tordilla. Seguro que no me necesitaban en el monasterio, me vine al anochecer recatadamente: mañana al rayar el alba parto, y nadie sabe, sino quien tiene interés o discreción para callarlo, mi ausencia y mi retorno.

-Por mi parte, contad con el secreto, y en cuanto a mi familia no creo que os conozca más que Illescas, que es tan reservado como entendido.

En estas pláticas llegaron entrambos caballeros a la antigua morada de Ayala, tan cerrada y silenciosa, que doblaron los temores de su dueño. Sin embargo, cogiendo el llamador dio dos fuertes golpes que retumbaron como si se hallara desierta, sin que nadie contestara.

-Mucho me temo que Illescas no esté, dijo su señor con embarazo.

-No lo penséis; ayer mismo lo vi yo en el puente, de Santa María hablando con el nuevo doncel del rey Fernando de Bobadilla.

El nombre del page de Elvira hizo cierta sensación en Ayala, y su encumbramiento le chocó, mas no se dio por entendido, sino que cual si no lo hubiera oído dijo:

-Volvamos a llamar.

Y repitió con efecto los golpes, pero tan fuertes y estrepitosos, que a su estruendo se abrió una ventana, y sacando la cabeza un criado de Ayala, gritó con voz estertórea y gran desabrimiento:

-¿Quién diablos llama de ese modo?

-Quien os hará reportar, contestó con autoridad. ¡Abrid!

-¿Sois vos, señor?, preguntó alborozado el que sacaba la cabeza reconociéndolo.

-¡Yo soy, abrid!

-Voy, voy, gritó.

Y retirándose de la ventana comenzó a llamar, a Illescas, y en un momento éste a medio vestir y el otro sin detenerse en más, se lanzaron a la puerta, quitaron los cerrojos, y le recibieron con tanto gozo como sorpresa.

-Hernando, le dijo Ayala a su escudero tendiéndole la mano; traemos grandes necesidades que os vais a cuidar de satisfacer. Dadnos, pues, lumbre con esplendidez; una cena abundante si no esquisita, y que aderecen dos lechos. Por lo demás que vayan por el caballo de mi huésped Día Sánchez de Rojas a la posada que os dirá, para que le tenga listo a la hora que le pida, y no dejéis que nadie nos interrumpa, pues queremos estar solos. Nosotros hablaremos luego.

Pronto y bien fueron ejecutadas las órdenes de Rodrigo; a poco un fuego bien alimentado ardía en la chimenea, se disponía la cena, se arreglaban las camas, y una hermosa jaca ligera y andadora era puesta en la cuadra con los privilegios de huéspeda.

En cuanto a los que impulsaban con su venida todo aquel movimiento, se sentaron en dos sillones al amor de la lumbre y permanecieron callados hasta que quedaron solos.

El hombre que en dos ocasiones distintas y por diferentes personas hemos oído llamar Día Sánchez de Rojas, nombre que la historia ha conservado por enlazarle su desgracia con los disturbios de una minoría azarosa, era joven, de mediana estatura y agradable continente. La vivacidad brillaba en sus ojos pardos, la cordialidad en su boca risueña y un poco grande, su frente era hermosa y despejada, y un tupido bigote castaño daba a su rostro cierto aire marcial, que sin ser bello ni aun regular, parecía, desde que en él se fijaba la atención, interesante y simpático.

Murmurábase en la corte que había puesto los ojos en la poderosa rica hembra de Alburquerque, y decíase de ésta que no desechaba los homenages que le rendía.

Como quiera que sea, arrellenándose en su sillón se entregó por de pronto al placer que le producía un calor grato y general que facilitaba la circulación de su sangre medio paralizada por el frío, y después rompiendo el silencio dijo a Rodrigo:

-Creo, Ayala, haberos oído decir que teníais que preguntarme.

-Y no os equivocáis por cierto. Deseo que me digáis lo que haya ocurrido de notable desde que falto de la corte.

-Mucho pedís, amigo mío, y es poco menos que imposible el complaceros, porque es tanto y tan imprevisto lo que se ha ido sucediendo en Burgos, que se necesita largo espacio para contarlo, y no se ha de pecar en prolijo.

-¿Tan fértil en sucesos ha sido el tiempo en mi ausencia?

-Tan abundante que asombra. Sabéis que años ha estaba en prisión D. Alfonso Enríquez de Noroña por rebeldías contra su hermano D. Juan. Olvidado de todos, no tenía esperanza de recobrar su libertad; pues bien, esa libertad le fue alcanzada por el influjo del arzobispo de Santiago, y con ella el goce de sus estados, rentas, títulos y privilegios. Mucho sorprendió, pero nadie se opuso, y vino a la corte, donde completó sus conquistas con la gracia de Catalina de Lancaster. Del Rey no se hable, pues el Arzobispo lo domina. Las cortes se reunieron para sancionar el convenio de Perales, y el reverendísimo D. García se negó a ratificarlo si no se añadía por décimo tutor y gobernador al Conde, a lo que se opuso el Primado con toda la firmeza de su carácter.

Si yo os hubiera de contar todos los lances de tan reñida contienda, no acabaría nunca: básteos saber que tuvo que mediar la reina de Navarra, D. Enrique, Doña Catalina, y que ceder a ese triple influjo D. Pedro Tenorio, el duque de Benavente y todo su bando, aceptando a D. Alfonso por tutor y regente sub conditione, como dice el arcediano de Santa Leocadia, de gobernar cinco cada seis meses.

-Ahí tenéis, Día, las vicisitudes de la suerte. D. Alfonso, condenado por su hermano D. Juan a morir en una prisión, es hoy tutor de su hijo y gobernador del reino, y tal vez la torre de Monreal reciba en su recinto a los mismos que en ella le han tenido.

-Qué queréis, Rodrigo, ésos son los vaivenes de la suerte; a unos abate y a otros ensalza. Mas tened por cierto que como la fortuna es una rueda, suele acontecer que conforme suben bajen. Ya tiene D. Enrique trece años felizmente; hasta que cumpla el que le falta irán subiendo los regentes; después sólo Dios sabe quién se conservará ese día a la altura a que han trepado, y quién dará la vuelta descendiendo, y acaso precipitándose.

-Tenéis razón; pero dejemos esto por ahora aunque tenga sobre ello algo más que preguntaros, y esplicadme otra cosa que os he oído. Me habéis dicho acompañasteis esta mañana a las Huelgas a la condesa Doña Isabel, que supongo será la altiva bastarda de Portugal; ¿la servís acaso?

-No a ella, sino a su esposo; pero no pudiendo éste acompañarla me ordenó lo hiciera en su lugar.

-¿Y a qué va tan ilustre dama al monasterio?, dijo Ayala dando a la conversación un giro más apropósito para lo que anhelaba saber y no quería preguntar.

-¿Pues qué, Rodrigo, lo ignoráis?, dijo Día Sánchez con sorpresa volviendo pregunta por pregunta.

-De todo punto, como os podéis figurar siendo llegado a Burgos una hora ha, respondió Ayala sonriéndose.

-Siendo así siento ser yo quien os lo diga.

-¿Por qué, Día?, preguntó con indiferencia Rodrigo.

-Porque no puedo creer nunca, aunque mis ojos lo vean, que presenciéis con calma la ceremonia que allí se prepara.

-¿Son acaso mis funerales?, dijo Rodrigo tornando a sonreírse.

-¡Lo son de vuestros amores!, respondió su huésped perdiendo el tono de ligereza que le caracterizaba para tomar un acento de gravedad inesperada.

Sintió Ayala latir su corazón con una fuerza atroz, pero dominándose con su incontrastable voluntad repuso con entereza entrando de lleno en la materia:

-Esplicaos sin rodeos, Día, ¿qué hay mañana en Santa María?, ¡hablad!

-La toma de hábito de una dama de las más elevadas de la corte, y tan hermosa que los trovadores la han celebrado llamándola sol, perla, portento, y todos la han confesado sin par, porque no lo tiene en efecto.

-¿Habláis de Elvira?

-Sí.

-¡¡Monja Elvira!!, esclamó Rodrigo dejando entrever su agitación. Yo creí que hubiera preferido otro refugio a un convento.

-¡Y todos esperaban que se le hubieseis dado en vuestros brazos!

Pasó la mano Rodrigo por su frente noble y hermosa, cuya palidez era estremada, y contestó con gravedad:

-Ella los ha rehusado, y yo respeto su decisión, como respeto todo lo que emana de una dama.

-¡Rodrigo!, dijo Día Sánchez con interés, ¿y si os hubieseis equivocado al juzgarla?

Una sonrisa de suprema amargura asomó a los descoloridos labios de Ayala, que contestó con acerbo despecho:

-Si pudiera dudar de lo que he visto... de lo que he oído, esta noche me hubiera convencido nuevamente.

-He aquí los hombres, esclamó Día Sánchez con energía, ¡para condenar infalibles!

-Estáis tocando una cuerda muy elevada, Día, dijo Rodrigo levantándose como si un resorte le impulsara; cuidad por vuestra vida como la herís.

-Lo haré con delicadeza, porque para hablar de una dama y de un sentimiento que fue muy profundo, para que no sea muy durable, la tendré siempre. Si queréis oír una esplicación os la daré, y tomadla por una prueba de la amistad que siempre os tuve; si no queréis, terminemos la conversación.

-Eso no puede ser; puesta en los labios la hiel, quiero saborearla; hablad.

-En una época no lejana, comenzó a decir Sánchez de Rojas apoyando amistosamente su mano en el hombro de Rodrigo, que le escuchaba atento hasta la avidez; le hicisteis una ofensa al duque de Benavente, ofensa que él caracterizó de traición; y añadisteis la imprudencia de dejarle prenda de ello en una banda bordada con vuestro nombre y divisa. ¿No es esto cierto, Rodrigo?

-Sí lo es, proseguid.

-La venganza es uno de los instintos del hombre; a ella propende todo lo que alimenta, y rara es la que en su nobleza desecha el medio mejor de conseguirla porque no es digno ni leal. El Duque, con la comprensión del odio, conoció todo lo que Elvira era para vos, y quiso robaros su amor, porque su amor era vuestra felicidad. Si lo consiguió no lo sé, porque Elvira, toda recato y dignidad, no ha revelado ni en una mirada su amor si logró inspirárselo; y D. Fadrique, que es violento y vengativo, es también muy caballero para no respetar altamente la honra de una dama, reservando su predilección o favores.

Diréis que mis revelaciones son incompletas, no lo niego, pero os aclararán algunos puntos que una fatalidad incomprensible debe haber ennegrecido a vuestros ojos de celos y de pasión.

Yo vi a una dueña de Elvira salir del palacio del Duque; vi vuestra banda en sus manos, y comprendí sus intentos, porque sabía todo lo grande de su resentimiento con vos. Su esplendidez había comprado una voluntad en la servidumbre de vuestra prometida, que era estraña a todos estos manejos.

Una noche que Dios señaló con una tempestad, visteis entre sus furores a Elvira cruzando las calles de Burgos, ¿no es verdad, Rodrigo?

-Sí, Día.

-¿Con el Duque?

-¡Con el Duque!

-Y sin embargo, Elvira no era culpable ni de liviandad ni de traición. Elvira, inocente e inesperta, sólo había cometido la imprudencia de ir en hora poco apropósito a consultar a un astrólogo que toda la corte había consultado y pedirle su horóscopo; y el astrólogo, impulsado de no sé qué sentimiento, tan oculto como siniestro, lanzó en su pos a D. Fadrique, señalándosela como víctima y escitándolo a la venganza: venganza que se cumplió de un modo terrible y tan misterioso, como incomprensible para todos, merced al silencio con que ha sido ejecutada, y al silencio que han guardado los que ha derribado o herido.

La obra de vuestra desgracia es una obra de apariencias, Rodrigo, pero apariencias que han habierto el sepulcro al honrado Adelantado mayor; que llevan a su hija a sepultar su dolor y su belleza en el claustro, y que a vos os han hecho encanecer los cabellos como pudieran treinta de fatigas: y creedme, por mi fe de honrado y caballero, no hay de verdad en todo eso más que vuestro agravio y su venganza y los inconsolables pesares que sobre Elvira han caído.

-Pero, Día, esas apariencias han sido tales, que no permiten dudar; ante ellas no hay fe que desista por firme que sea, y la mía me abandonó aquella noche funesta.

-Pero entonces, Rodrigo, ignorabais lo que he tenido la honra de aseguraros; que lo que vierais era mentira, falacia y atrevimiento.

-¡Día!, esclamó Ayala con esplosión, no quiero ocultaros que me estáis desgarrando todas mis heridas, y que sufro la reacción de pasiones cuya violencia aún puede arrollarlo todo. Sobre lo destruido no puede crearse, pero... ¡oh! los abismos se salvan con voluntad, y a mí me sobra para todo.

Día, ¡con verdad!, ¡por vuestro honor!, por vuestras esperanzas de felicidad, ¿puedo creer lo que me aseguráis? No os ofenda mi insistencia, respondedme.

-Ayala, os he dicho lo que sé, lo que he visto y lo que creo; y esto es tan cierto, como que mi mano, que es la de un verdadero amigo, estrecha en este instante las vuestras.

Y diciendo esto tomó con las dos suyas las de Rodrigo, y las oprimió con efusión.

A su vez Ayala apretó algo convulsivamente las de Día Sánchez; después tornó a sentarse en su sillón, y apoyando la sien en la palma de la mano, dejó pasar un breve espacio y le preguntó:

-¿Digisteis, Día, que toma el hábito mañana?

-Por lo menos así está dispuesto. Hoy fue el obispo de Burgos, que ha de dárselo, para hacer la esploración; y como son tan en uno el conde de Gijón y D. García Manrique, Doña Isabel precedió al Prelado, y a esta Doña Leonor de Arellano, su tía. A la sagrada ceremonia asistirá el Rey, Doña Catalina y gran parte de la corte.

-¿Y él?, preguntó con un arranque de celos Ayala; ¿y él qué ha hecho por ella en su duelo?

-Compadecerla en público, y supongo que en su interior acusarse de haberla sumido en él.

-¿Hace mucho tiempo que dejó el alcázar, Día?

-Horas después que vos. Allí supo la muerte de su padre, y cayó desplomada a los pies de la Reina. En su litera se la llevaron, y después de una larga enfermedad que ha sufrido, se retiró a Santa María resuelta a tomar el velo. Los que aquel día la vieron, que no fue más que Dávalos, a quien la Reina envió para que la acompañara; el maestro de Calatrava, que le ha dado grandes muestras de interés, y sus deudos, dicen que está tan variada que apenas se la reconoce.

-¿Y de mí, qué ha dicho la corte?

-Que habíais partido a Portugal a una importante y secreta comisión.

-¿Y de su padre?

-Se ha dicho que murió asesinado.

-¡Asesinado!

-¡Vaya! Tal ha sido la opinión general, que por esta vez se ha deslumbrado, gracias a la cordialidad de vuestro hermano y el suyo.

-¿Y mi hermano no está en Burgos?

-Le ha dejado dos meses ha, hay quien dice que después de protestar en vuestro nombre a la toma de velo de vuestra prometida.

-¿Y él qué ha dicho de mi ausencia?

-Que no volveríais a Castilla profesando vuestra amada.

-Todos se han engañado y él más, dijo Rodrigo con energía; mañana lo probaré cumplidamente.

Aquí llegaban las esplicaciones y preguntas de Ayala y su huésped, cuando fueron interrumpidos anunciándoles que la cena los esperaba, lo cual ellos no consintieron, sino que haciendo el primero los honores al segundo con perfecta cortesía, lo precedió a la mesa, cubierta de sabrosos y humeantes manjares, de los cuales sin embargo no probó, ni acercó tampoco a sus secos y descoloridos labios las anchas copas rebosando aromático y espirituoso vino, con que Día Sánchez recreaba el paladar y reforzaba el estómago.

Así que fue concluida la sólida refacción de éste, y cambiadas entre ambos algunas frases indiferentes o corteses, como ya la noche iba adelantando, condujo Rodrigo a su amigo a un aposento contiguo al suyo, donde le dejó para entregarse a las dulzuras del sueño, retirándose así que le dejó instalado en él para hablar con Illescas, que moría de impaciencia por saber lo que había sido en tanto tiempo de su señor, presumiendo al ver su palidez, lo crecido de su barba y los cabellos blancos que como hebras de plata caían sobre sus sienes, junto con el descuido de su trage, que en su larga ausencia no había gozado salud, reposo, ni solaz.

Pero en lo que menos pensaba Ayala era en satisfacer la curiosidad de su escudero; de manera que así como entró en su aposento, dejándose caer en su sillón junto al fuego, le dijo:

-Retiraos, Hernando, a descansar, y entregaos al sueño, que yo he venido a interrumpir. Cuidad que nada falte a mi huésped cuando se levante, y mandad que le llamen apenas despunte el alba. Si por acaso me he dormido me despertareis a hora competente para despedirlo, y que me tengan un caballo ensillado en cuanto luzca el sol.

-Descuidad, respondió Illescas con su respetuosa soltura; todo se hará conforme deseáis, escepto que en vez de ensillar un caballo serán dos los que esperen a la puerta.

-No necesito ni he pedido más que uno.

-Lo sé; pero el otro es para mí.

-¿Pensáis?...

-Seguiros como una sombra adonde quiera que vayáis.

-Illescas, dijo melancólicamente Rodrigo, por ahora no tengo más que un deseo, y ése me retiene en Burgos. Seguidme o quedaos, pero esta vez sí volveré.

-Os seguiré, es lo seguro, replicó el escudero animado con la condescendencia de su señor.

Y despidiéndose se fue a reposar lo que de la noche faltaba.

En cuanto a Rodrigo, así que se vio solo, dando rienda suelta al pensamiento, se sumergió en un éstasis profundo, y el fuego de la chimenea se consumió, convirtiéndose en ceniza, y la luz que ardía en el aposento se apagó, y aún permanecía absorto en sus reflexiones.




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Capítulo XXI

De cómo cumplieron los sayones del duque de Benavente lo que su señor les encomendara, y lo que de resultas pasó en el camino de las Huelgas y en el alcázar del rey Enrique III


Comenzaban los primeros albores del día a iluminar con su vaga claridad las caladas agujas de la catedral de Burgos, los torreones y almenas del castillo, y las torres de sus iglesias.

Recostados en un oscuro portal los ballesteros del duque de Benavente habían pasado toda la noche en vela, entregados a su siniestro espionage, y con los ojos clavados en la puerta se frotaban las manos amoratadas con el frío intenso que las penetraba.

Suspendió de pronto Lovete su ocupación para tocar con la diestra el desarrollado y ancho hombro de su compañero, y con la espresión maliciosa de la zorra le dijo:

-Vaya una idea que acaba de ocurrírseme.

-Decidla al punto si es buena, respondió el símil de ave de rapiña de Castillo arrojando ruidosamente la respiración a sus dedos entumecidos.

-Eso haré de buena gana, pues cada vez me bulle más en el magín.

-Pues hablad, no se os hiele en la mollera, que todo puede esperarse del gran frío que se deja caer.

-¿Anoche no vimos entrar a un escudero una cabalgadura del diestro?

-Cierto; y por más señas que fue una tordilla, y no mala.

-¿Y no os parece que si al tal caballero a quien estamos haciendo la batida se le pusiera en mientes, que bien puede, salir de su casa a caballo, no podríamos seguirle ni menos dar al traste con él?

-Tanto que sí.

-Con que ved mi idea. Soy de parecer, salvo sea el mejor, que traigamos dos y los tengamos ocultos en un cobertizo que a la vuelta de la calle está.

-Habéis hablado ni más ni menos que un preste. Lo apruebo todo, y más aún si lo ponéis por obra prontamente, no haga el diablo que se nos escape el pájaro después de pasar toda la noche, y de las largas, acechando su jaulón.

-Pues alerta, y no quitéis ojo, que ya va amaneciendo y puede querer huir si presume lo que le guarda el enojo del Duque mi señor.

Y sin más, enderezándose echó a andar velozmente por las desiertas calles, donde empezaba a difundirse la semi-claridad del crepúsculo matinal.

Aún no era vuelto, si bien había pasado algún tiempo, cuando las pesadas y fuertes puertas de la casa de Rodrigo López de Ayala se abrieron de par en par sin ruido, y un escudero apareció en ellas llevando de la brida una preciosa jaca torda.

En pos de uno y otro venía Día Sánchez de Rojas, ocupado en cruzar bien su oscuro tabardo para resguardarse del frío penetrante de la mañana, y luego que lo hubo hecho a su satisfacción, montando con tanta ligereza como gallardía, dijo al escudero antes de partir:

-En vos fío, Nuño. Nadie sepa que he venido.

-Id seguro que nadie lo sabrá, respondió el escudero cortésmente.

Y clavando ligeramente la espuela partió tranquilo y descuidado, mientras que el escudero entrándose con gran prisa volvió a cerrar la puerta del mismo modo que la abrió.

-Bien pensó Lovete, pero tarde, murmuró su compañero que todo lo había visto y oído; la res se nos escapa.

Y saliendo de su escondrijo echó a correr en su seguimiento con una ligereza que redoblaba la largura de sus piernas.

Llevaría apenas doscientos pasos andados, cuando vio venir a Lovete con dos caballos de los buenos de D. Fadrique. Verlos, abalanzarse, montar y seguir al inocente Día Sánchez, fue obra de momentos para los dos ballesteros.

El día seguía aclarando, y el sol anunciaba su salida con ligeras nubes de color de rosa.

Las mismas puertas que dieran paso a Día tornaron a abrirse, saliendo por ellas Illescas con dos caballos de la brida.

Tras él salió Rodrigo, llevando impreso en su amarillo y ajado semblante el sello de una noche de lucha y cavilaciones, y saltando sobre su corcel tomó la misma dirección que su huésped, siguiéndole Hernando que empezaba a cumplir lo que a su señor anunció.

La mañana era serena; el sol, mostrándose en Oriente entre doradas nubes, iluminaba con sus tibios rayos las amenas y deleitosas orillas del Arlanzón, y una ligera niebla que empezaba a deshacerse con la brisa de la mañana y el calor del astro del día asemejaba un velo de vapor de que la naturaleza se despojaba para saludar a su vivificador.

Refrescábase la frente ardorosa de Rodrigo con el aire que la rozaba, respirábalo con ansia, y se dilataba su corazón como se dilataba el horizonte a sus ojos, y alejándose de Burgos, ciudad funesta para él, corría por el camino de las Huelgas sin reparar en el hielo que lo cubría.

Las revelaciones de Día Sánchez de Rojas habían cambiado completamente sus resoluciones. Admitiendo la posibilidad de la inocencia de Elvira, todo cambiaba de aspecto. En aquella noche de amargo recuerdo que había decidido de su suerte, quedaba todo esplicado, desde su presencia en las calles, hasta aquel beso que lo había desesperado. Antes y después también, Rodrigo no veía en Elvira horas hacía sino una víctima de que habían sido verdugos el Duque con su venganza, y él con su insensato amor.

Rodrigo sentía renacer todo su amor, toda su abnegación; comprendía como un deber una reparación generosa y grande. Examinándose a sí mismo reconocía una superabundancia de ternura capaz de llenar el vacío a que había reducido su condición, y se decía que él la amaría por su padre y la amaría por sí mismo.

Abríase, pues, el porvenir ante sus ávidos ojos, y todo lo veía vago, todo incierto, todo melancólico, pero dulce. Mil proyectos informes pasaban uno a uno por su fantasía sin analizarlos, sin admitirlos: arrancarla del convento, hacerla feliz a fuerza de cuidados, de atenciones, de delicadeza, como un padre, todo generosidad y nada egoísmo era su pensamiento; y su corazón latía, y sus ilusiones lo acariciaban, y procuraba olvidar que la mano que pretendía tender estaba manchada de sangre.

Y ensimismado, distraído, no paraba mientes ni en las lindísimas perspectivas que a cada paso se desplegaban a su vista, ni en los pocos campesinos que cruzaban por las sendas de las granjas y molinos. Ayala estaba entregado a su pensamiento, y su pensamiento no veía más que a Elvira.

Llevarían andado escasamente dos tercios de camino, cuando llamó la atención de Illescas un grupo de gente parada a una orilla de él, mirando un objeto que por estar sobre el suelo endurecido con la nieve le cubrían con sus cuerpos, a la vez que algunas de ellas hablaban acaloradamente haciendo grandes estremos.

Como Hernando no iba pensando en amores, venganzas ni devaneos, picó su curiosidad lo que aquello pudiera ser, y sin decir palabra a su señor, lo dejó correr sin reparar en ello, y él tirando de la brida a su caballo se acercó a ver lo que miraban.

Un grito azorado de Illescas hirió los oídos de Rodrigo, articulando su nombre con tal espresión de horror el escudero, que sacándolo de su distracción le hizo volver la cabeza cuidadoso, sorprendiéndose al notar su palidez. Deteniéndose, pues, le preguntó esforzando la voz, porque ya los separaba una distancia, si bien corta:

-¿Qué es eso, Hernando? ¿Qué os sucede? ¿Por qué estáis tan demudado?

-No he de estarlo, voto a Caín, respondió Illescas que se acercaba apresurado; si está ahí tendido sobre la nieve el cadáver de Día Sánchez de Rojas, a quien acaban de asesinar.

-¿A Día?, esclamó Ayala tirándose prontamente del caballo. ¿Dónde está?

-Vedlo, dijeron algunos de los que le cercaban, dejándole sitio para que lo mirara.

Acercóse Rodrigo y vio al infortunado Día Sánchez tendido sobre la nieve, que hacía resaltar la sangre que como en un lago nadaba. Aún tenía los ojos y la boca entreabiertos, espresando la angustia de su instantánea agonía, y entre sus manos se enredaba una banda, como si con ella hubieran querido atárselas.

El rostro serio de Ayala reveló la impresión de una viva pesadumbre y de una compasión casi tierna; poniendo una rodilla sobre la nieve se inclinó sobre su amigo, le tocó la frente que aún estaba tibia, le puso la mano sobre el corazón, que había cesado de latir, fue a cogerle una mano para buscar una pulsación a sus arterias, y cerciorarse completamente que no quedaba un álito de vida en aquel hombre que su techo había cobijado la noche antes, y pretendiendo separar la banda que las sujetaba, vio en una de sus vueltas la azucena y los laureles de su célebre divisa.

A su vista se levantó de un brinco, lívido y descompuesto, destellando fuego los ojos, se volvió al grupo que lo rodeaba, y preguntó con voz de trueno:

-¿Quién ha sido el infame malsín que ha muerto a Día Sánchez de Rojas?

-Dos ballesteros del duque de Benavente que lo venían siguiendo desde Burgos, respondieron a coro tres o cuatro burgaleses en unión de otros tantos labriegos.

-¿Hay alguien que los conozca?

-Yo.

-Sí.

-Nosotros, gritaron simultáneamente los más de los que allí estaban.

-Pero ellos no tienen culpa, añadió un anciano que parecía el de más autoridad, porque yo lo he presenciado detrás de ese seto. El uno lo derribó traidoramente del caballo, eso sí, y los dos cayeron sobre él con los cuchillos, y al darle el uno gritó: ¡¡Justicia del duque de Benavente!!, y el otro le arrojó esa banda que el difunto, en la angustia que ha tenido para morir, se la ha rollado en las manos.

-¡¡Justicia no!!, esclamó Rodrigo con desesperada ira. ¡¡Venganza!!, pero venganza desleal, cobarde, propia en un todo de bastardo. Venganza que resbala sobre mí para devorar lo que me rodea.

Y separándose bruscamente del cadáver de Día y de los que lo rodeaban, montó a caballo, volvió grupa, y le dijo a Illescas mientras doblaba la banda perdida que al fin volvía a su poder.

-A Burgos.

Desandaron el camino hecho con notable celeridad, sin que cambiaran una palabra, hasta que entrando en Burgos y llegando al alcázar, donde se apeó, le dijo a Hernando lacónicamente:

-Esperadme.

Y entrando en la regia mansión, cruzó sin detenerse las antecámaras, henchidas de damas y ricos-hombres de la corte, reunidos y dispuestos para acompañar a D. Enrique y a Doña Catalina a Santa María la Real, sin reparar en nadie, ni advertir lo mucho que en él reparaban, y causando con su súbita aparición no poco asombro, dando todos por suspendido el viage, y no llevada a efecto la toma de hábito de la ilustre y peregrina Elvira, siguiéndole todos con la vista hasta que penetró en la cámara de la Reina, donde Enrique III acababa de entrar con el obispo de Cuenca y Ruy López Dávalos, que ya empezaba a insinuarse en la privanza del Rey.

No es la memoria la que según fama distingue más a los que habitan en tan elevadas regiones, pero en aquella ocasión no fue así, porque a pesar de lo mucho que había variado el Alférez mayor, de lo largo de su ausencia, de lo descompuesto de su semblante, fue reconocido en cuanto apareció, recibiéndole ni más ni menos que el día en que vencedor de los moros de Baeza se presentó en el alcázar a recibir el parabién de su victoria y los elogios de su valor.

La primera que habló, y diz que lo hizo tan pronto como fijando en él la atención lo conoció, fue Catalina de Lancaster, quien volviéndose a la dama de Osorio que había sustituido en favor a Elvira, le dijo con aire triunfante:

-¿Veis como ha vuelto, Isabel?

Y en seguida, adelantándose a su encuentro, le dijo a Rodrigo con alborozo:

-¡Loado sea Dios!, señor Alférez mayor, porque venís a tiempo de interponeros entre el claustro y vuestra prometida, devolviendo a la corte su astro, y a la Reina su dama muy querida.

-No sé, señora, si lo conseguiré, respondió Ayala fuertemente impresionado; pero no dudo asegurar a V. A. que haré para lograrlo todo lo que a un caballero le está bien el intentar, aunque sea suplicarlo de rodillas.

-Mas nuestro descuidado tutor, dijo Enrique III afectuosamente; debe antes darnos cuenta de lo que ha hecho tanto tiempo lejos de sus pupilos, y sin cumplir ninguno de los cargos que sobre él pesan, llenándolos el corregidor de Toledo, que cumplidamente lo hace, en particular los que atañen a la guerra, pero que no ha hecho olvidar a quien ha sustituido.

-Una sola palabra lo esplica, D. Enrique, contestó Ayala con un laconismo nervioso: ¡¡¡sufrir!!!

-Ésa es la suerte común por lo que veo, dijo la Reina con amargura; también en Burgos hemos sufrido desengaños, antojos y tropelías.

-Que cesarán desde hoy que se ha cometido la última, añadió Rodrigo con una energía que revelaba no conocer obstáculos ni consideraciones.

-¡Hoy!, esclamaron a la vez Enrique III y Catalina de Lancaster.

-¡¡Hoy, sí!!

-¿Qué es Ayala? ¿Qué sucede?, le preguntó Ruy López Dávalos dando algunos pasos hacia él.

-Sucede que a los primeros albores del día salió Día Sánchez de Rojas de Burgos; que dos asesinos le siguieron; que le acometieron traidoramente, y le mataron en nombre del que los mandaba. ¡He aquí su sangre!

Y desplegando la banda la mostró a las miradas de Enrique III, de la Reina, del obispo de Cuenca, de Dávalos, de las damas, que sorprendidos, confusos y afectados, contemplaron las manchas que la cubrían, frescas aún y denunciadoras del crimen.

-Y he venido aquí, prosiguió diciendo Rodrigo con ímpetu no reprimido, no para que me hagáis justicia, D. Enrique, porque aún no ha sonado para Castilla esa hora; sino para pediros que reunáis el concejo en vuestra propia cámara, hoy, al momento, y yo la pediré para la sangre vertida con la iniquidad del crimen, y le pediré campo y plazo para castigar a un alevoso, y le arrojaré mi guante a los pies, y si no lo coge, publicaré que es un cobarde y le mataré donde le encuentre, aunque sea en el sagrado del templo.

-Hijo mío, dijo el buen obispo de Cuenca afligido; la sangre no borra la sangre, sobre todo la que hace verter la pasión. Dejadlo a la justicia del reino, y si faltara, a la de Dios.

-Es que, la de Día, la de ese desventurado Día, pesa sobre mi corazón, lo comprime, lo ahoga; y luego, que esa frente, marcada con todas las bajezas de una villana venganza, tengo que abatirla, que pisarla; es mi deber y lo haré, porque yo cumplo los míos como honrado y caballero. Entre él y yo hay una cuenta muy larga, y llegó el día en que se cierre, día que no dejaré pasar.

-¿Pero quién ha muerto a Día Sánchez de Rojas, Ayala? ¿Quién es ese hombre a quien acusáis y retáis?, le preguntó Ruy López Dávalos tomando oportunamente la iniciativa.

-Ese bastardo que se titula duque de Benavente; ese que tiene sayones que acometen con cuchillo a los que su venganza señala. Ese que en su perfidia todo lo destroza, todo lo aja, todo lo mancha.

-¡Habláis de mi tío!, esclamó Enrique III fijando en él sus ojos con espanto.

-Sí, de él hablo, a él acuso, a él, a él...

-¿Y él ha muerto a Día Sánchez de Rojas?

-No. Ha tenido miedo porque sabía que arrostraba la muerte, y ha mandado dos de sus satélites que la dieran, pero en su nombre, en su justicia, en su desafuero insolente.

-Rodrigo, calmaos, dijo Ruy López Dávalos viendo a la Reina pálida como la cera y a Enrique trémulo y conmovido.

-Que me calme, repitió Ayala con una sonrisa amarga; luego, Ruy, luego que haya terminado mi obra, cuando haya dado satisfacción a la sangre de mi amigo y a los agravios que me ha hecho.

-Pero y si el Duque no fuera culpable, dijo el Obispo interviniendo nuevamente; porque los que han asesinado a Día han podido escudarse con un nombre y matar por su propia cuenta.

-No, la voluntad que ha muerto ha sido suya; el brazo estaba a sus órdenes; las palabras que han proferido las ha dictado su lengua.

-Y si os engañarais, hijo mío.

-No me engaño, y a Dios someto mi causa; a juicio de Dios lo reto; ya veis que estoy convencido.

-Ayala, dijo la Reina conmovida y preocupada, no volváis entre nosotros para llenarnos de luto, siquiera por la alegría con que os hemos recibido.

-Señora, en el desorden de mi espíritu no os he dado las gracias por la buena acogida que os he merecido; no os las he dado tampoco por el interés que mi prometida os merece; y estad segura que muy grande debe ser el motivo que me impulsa, cuando sabiendo que os da pesar insisto en pedir al concejo campo y plazo, rogando a D. Enrique que lo reúna antes de partir para las Huelgas.

-Castilla, señor Alférez mayor, repuso la Reina severamente, no os dará campo para que lo reguéis de sangre, ni el concejo, estad seguro, fijará plazo para un combate entre dos de los que le componen.

-Entonces, señora, repuso Rodrigo con firmeza, lo buscaré fuera de ella, y de donde le encuentre le traerá mi guante un heraldo.

-No tengo ningún poder, replicó la Reina tan afectada que apenas podía reprimir el llanto que asomaba a sus ojos; soy una Reina que está en tutela como su esposo, y es inútil que mande a los que saben que están eximidos de obedecerla. Pero soy una dama, soy Catalina de Lancaster, y creo que merezco ser atendida de quien como vos, señor Alférez mayor, blasona de caballero.

-Doña Catalina, dijo Rodrigo con tanto respeto como entereza; estoy en haber probado que para mí sois la Reina y la señora. Si no lo he conseguido, lo protesto, y juro que mis esfuerzos, mi voluntad, mi sangre, mi vida, están consagrados a V. A. Pero porque soy caballero, porque a la faz de Castilla he alzado mi voz para proclamar su crimen y su felonía, porque soy defensor de los débiles y amparo de los ofendidos, tengo el deber, la precisión de castigarle, sometiendo, empero, mi razón al fallo que Dios pronuncie.

-Vos obráis en pro de los débiles constituyendoos defensor de los ofendidos, repuso Catalina de Lancaster con visible y creciente emoción; y yo os hablo en nombre de Castilla que también merece consideraciones; de Castilla, que aunque quebrantada y empobrecida, hoy está quieta y mañana puede alzarse a la voz del que queréis castigar. En nombra de ella os pido que desistáis de vuestro intento, señor Alférez mayor, paz entre los gobernadores.

-Yo no la tendré nunca con él, pero prescindo de mí, señora. Mas y Día Sánchez que acaba de morir sobre la nieve de un ribazo, ¿ha de quedar impune?, ¿ha de quedar sin venganza sólo por un temor que puede desaparecer hoy mismo con quien lo inspira...?

-No lo vean mis ojos nunca, dijo la Reina estremeciéndose con aquella terrible suposición, y si son una verdad las protestas que habéis hecho, dejadle a Diego de Zúñiga la justicia, y a la de Dios el castigo. ¿Me lo prometéis, señor gobernador de Castilla?

Rodrigo cruzó los brazos, bajó los ojos y guardó silencio.

-¡Son de hierro!, esclamó Catalina de Lancaster desalentada y amarga dirigiéndose a un sillón para sentarse.

-No lo son, señora; a lo menos uno, dijo Rodrigo adelantándose; pero ése ha sufrido mucho y mucho tiempo, y tiene el derecho de ser inflexible.

-Para consumar una venganza, repuso la Reina volviéndose; sin tener en cuenta que hartas se han desarrollado y cumplido; sin quererse persuadir que cada una de ellas ha traído en pos un cúmulo de infortunios, un torrente de lágrimas, porque en un solo ser se nutren cien afecciones, y aquellos que las sienten la perpetúan volviendo golpe por golpe.

-Ante esa consideración no retrocedo, señora; por miedo no deja nunca de hacer Rodrigo López de Ayala.

-Pero por generosidad, por nobleza sí, dijo Enrique III dando un paso y colocándose en el centro.

-Y por respeto también, añadió Ruy López pasando junto a Rodrigo.

-Mi valiente Alférez mayor, dijo Enrique III con indecible gravedad y aplomo; el duque de Benavente es nuestro deudo, tiene nuestra sangre y le amamos. Nos haréis, pues, el sacrificio de esa ofensa y no lo retaréis a muerte aunque mil veces la mereciera, porque la Reina os lo ha pedido, y porque yo os lo suplico.

-Sea así, pero es amargo que el que ha derramado el mal a manos llenas quede ileso para continuar en su obra. Que no haya justicia para sus crímenes ni coto a sus desafueros.

-A Día Sánchez de Rojas se hará justicia, que en Castilla ha de haberla para todos, replicó pronta y resueltamente Don Enrique. Nosotros la pediremos, como hemos pedido antes avenimiento y paz, y creemos que el concejo nos atienda, porque la demanda lo exige por sí. En cuanto a vos, regente sois, hacedla, pero sin vengaros ni hoy ni nunca de mi tío, ¿me lo prometéis así?

-Hace algunas horas que cité al Duque para retarlo ante la corte; no hacerlo es una retractación a que penosamente me resigno, pero lo haré para probar que respeto la voluntad que se confiesa sin derecho de imponerse, haciéndole un sacrificio que sólo Dios puede apreciarlo, porque es el único que conoce en su estensión lo que me cuesta.

Y Rodrigo miró a Catalina de Lancaster, que debido a las revelaciones de Doña Isabel de Osorio, comprendió una parte de su valor.

-Gracias por él, le contestó; y no os pese, porque mucho os realza. Ahora id al concejo, tomad posesión de vuestro cargo, y sed allí tan generoso y tan prudente como aquí habéis sido caballero.

-¡Dios me ayude!, dijo Ayala, que por la primera vez de su vida dudó de sí y de sus resoluciones.

Conociólo Ruy López y le dijo:

-Sobreponeos a vuestra personalidad, Ayala, y sed regente antes que todo.

-Sabrá serlo, contestó Rodrigo alzando la frente con nobleza y sin jactancia, y lo mostraré en este día que lo es de prueba para mí.

Enrique III le alargó su diminuta y delgada mano, diciendo:

-Y yo cuando sea mayor os probaré que hay recuerdos que no se olvidan jamás.

Doña Catalina le dio la suya también; una y otra besó Rodrigo, y despidiéndose lacónicamente salió de la cámara y en seguida del alcázar, no sin que tuviera que contestar antes a los infinitos saludos, bien venidas y preguntas con que en su tránsito por antecámaras y galerías le abrumaban. Verdad es que lo hizo tan deprisa y tan amablemente como el tiempo y su impaciencia permitió.

-A las Huelgas, y ojalá no hubiéramos vuelto; dijo a Illescas así que se reunió con él.

-Adonde gustéis, respondió el escudero dándole la brida; y dad al olvido lo que aquí haya pasado.

-¡Oh! si perdiera la memoria...

Y sin añadir ni un gesto siquiera a lo dicho, tomaron nuevamente el camino del monasterio con tal diligencia, que no tardaron en divisar la masa informe del edificio recostándose, en el azul del claro y despejado firmamento.

Poco después se apeaba al pie de la severa torre de Alfonso XI; dio el caballo a Illescas que con el suyo fue a esperarle a una de las granjas del Compás, y él se dirigió derechamente al locutorio.




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Capítulo XXII

Cómo Rodrigo López de Ayala sólo pudo decir su resolución a Elvira, pero no cumplirla como se había prometido por un obstáculo que no pudo vencer a pesar de su energía


Rodrigo estaba impresionable y febril cuando entró en el locutorio. Dudando de sí, dudaba de todo; y así como veía escaparse su venganza cuando se dirigía a descargarla, le parecía que iba a sucederle con su reparación, que a todo trance quería hacer.

Aquellas bóvedas, aquellas paredes, aquel silencio, aquella luz lo entristecía, sentía una opresión indefinible y angustiosa, y pensando si llegaba tarde latía su corazón de sobresalto y ansiedad.

Después de esperar un cuarto de hora que se le hizo un siglo, salió a la reja la tornera, anciana sectuagenaria, pero derecha y diligente como una joven pudiera serlo.

-Madre tornera, dijo el Alférez mayor que por la primera vez de su vida su hallaba frente a las rejas oscuras y tristes de un locutorio; hacedme el favor de avisar a Doña Elvira Manrique que un caballero solicita verla antes que se efectúe la ceremonia preparada.

-Imposible, respondió la anciana religiosa; sor Elvira está con nuestra madre Abadesa, quien no la dejará hasta que el reverendo señor Obispo avise para empezar.

-No obstante eso, decídselo, y añadid que es de sumo interés lo que tiene que comunicarle.

-Perdonad, caballero, pero no lo haré, porque sé de cierto que no quiere ver a nadie, y además, yo no puedo infringir la orden que he recibido de la misma superiora.

-Mi nombre os disculpará con la superiora, y estoy pronto a decíroslo en el momento que la aviséis.

-Ni aun así lo haré, señor mío, contestó la religiosa impasible; pecado sería distraerla, y yo me guardaré de cometerle.

-Es que yo necesito hablarle, replicó exaltándose Rodrigo.

-Pues esperad que acabe la ceremonia.

-Quiero verla antes, replicó impetuoso e impaciente el Alférez mayor.

-Eso es fácil, a la iglesia han de bajarla...

-No, no; antes, antes; llamadla.

Y Rodrigo, para persuadir a la anciana monja, se valió de súplicas, de promesas, y no pudiendo obligarla, la amenazó despechado y colérico, pero sólo adelantó el que se entrara haciéndose cruces escandalizada y temerosa.

Perseverando en su propósito rodeó el monasterio una y otra vez, resuelto a introducirse en su recinto a todo riesgo, pero su decisión se estrellaba contra aquellos espesos muros y fuertes y dobles rejas, sin que alcanzara a ver ni la sombra de una religiosa.

Entonces pensó en presentarse a la Abadesa, para lo cual llamó nuevamente a la tornera; pero ésta, fuerte tras de sus rejas, ni aun quiso acercarse a oírlo, y acertó, porque esta vez Rodrigo maldijo con rabia a las rejas y a las monjas que encerraban.

Desesperado de ver la impotencia de sus esfuerzos, enardecido su ánimo con los obstáculos, y comprendiendo que a pesar de su energía, de su poderosa voluntad, no podía superarlos; se fue a la iglesia donde la tornera lo mandara, y afirmándose al sepulcro de una de las primeras abadesas, esperó con los brazos cruzados el acontecimiento que no le era dado evitar.

La llegada sucesiva de Juan de Velasco, enviado por la Reina, y de Carlos de Arellano, por el arzobispo de Santiago, hicieron saber a la Abadesa que Burgos estaba en conmoción, revuelto y agitado el vulgo, y el concejo reunido en sesión por lo que no podían asistir al acto sagrado como habían ofrecido, ni los Reyes ni el Arzobispo, ni la corte.

Con estas nuevas, deseoso el obispo de Burgos de dar la vuelta lo más pronto posible, y siendo de su opinión la Abadesa, resolvieron dar principio inmediatamente a la ceremonia, para lo cual todo estaba preparado.

Tañeron las campanas en tristes y prolongados sones, salió el Obispo vestido de capa pluvial, asistido de los diáconos y subdiáconos competentes, y entró en la iglesia Elvira acompañada de la condesa de Gijón y de Doña Leonor de Arellano, y cruzando lentamente toda la nave, vino a postrarse de rodillas en un almohadón de terciopelo al pie de las gradas del altar.

Sobre éste se veía en una bandeja de plata el hábito que iban a bendecir.

Para Rodrigo dejó de existir desde aquel punto Burgos, el duque de Benavente, Día Sánchez de Rojas, su venganza, lo pasado, en una palabra, todo escepto lo que veía.

Elvira estaba vestida de desposada. Un velo blanco y transparente cubría su cabeza y se desprendía sobre sus hombros, una corona de flores ceñía su frente de diáfana y alabastrina blancura, el oro brillaba en su recamado vestido, que ceñía un talle tan leve, tan frágil, tan delicado que admiraba y sorprendía.

Enflaquecida al estremo podían contarse los huesos y los nervios de sus manos blanquísimas que cruzó al arrodillarse y que no separó en toda la ceremonia, ni alzó sus ojos del suelo donde los clavó.

Rodrigo la devoraba con sus ojos divinizándola con sus horribles amarguras. Veía destruida aquella belleza de que no quedaban más que rasgos, muerto aquel porvenir que tan ancho y rico se presentaba a su vida en flor, y notaba que aquella vida se estinguiría como la luz con un soplo.

Y al verla triste y resignada, rezando con la cabeza baja, acaso por los que todo se lo habían arrebatado, sentía una emoción profunda y dolorosa, sentía un remordimiento amargo.

Dio principio el reverendo obispo a la bendición que hacía más solemne el prelado que la daba y la magestad del sitio en que se hacía. Concluida la ceremonia se levantó la novicia, los capellanes del monasterio con velas encendidas precedían su marcha en ordenada procesión, dirigiéndose a la puerta reglar, el Obispo la llevaba a su lado, y delante el diácono conducía la bandeja con el hábito, y detrás venían la condesa de Gijón Doña Leonor de Arellano, damas, caballeros y pueblo, cerrando la marcha los caballeros y comendadores de Santiago del hospital del Rey.

Después de ver desfilar la procesión, Rodrigo se incorporó con ella, y sin pararse en ningún obstáculo, logó situarse junto al mismo arco de la puerta reglar.

Abierta se hallaba ésta ya; la numerosa comunidad con belas encendidas en las manos formaban dos largas y alineadas filas que se prolongaban al interior, y a la cabeza de ellas tres monjas tenían la cruz en medio de dos ciriales.

Los sacerdotes se acercaban a paso lento cantando el himno con que la Iglesia celebra sus alegrías, causando sus ecos perdidos bajo las altísimas bóvedas una piadosa impresión en cuantos los escuchaban.

Adelantóse la venerable Abadesa hasta el humbral de la puerta; llegó Elvira sola al mismo sitio, y arrodillándose delante de la anciana Prelada, dio ésta principio a la última esploración.

Rodrigo oyó al fin aquella voz de dulcísimo y armonioso timbre, pero más débil, y tan impregnada de sentimiento que hería el corazón así que penetraba el oído.

A las primeras preguntas de nombre, religión y propósito hechas por la ilustre Abadesa en alta voz, respondió la interrogada con la acentuación del que tiene prevista la pregunta y aprendida la contestación.

-¿Habéis dado palabra de matrimonio?, le preguntó la Abadesa siguiendo el orden establecido.

-Sí señora, respondió la novicia sobreponiendo la verdad a su orgullo, pero estremeciéndose al beber la última gota de hiel haciendo pública la humillación de un desaire; mas me ha sido esplícitamente devuelta por el que la recibió.

-¡¡No!!, ¡¡cien veces no, Elvira!!, esclamó Rodrigo atropellando por todo ciego y desesperado; no fue esplícitamente, y en prueba de ello, ¡héme aquí para reclamarla!

Al oír aquel grito del corazón articulando un ¡no! enérgico y resuelto, Elvira alzó los ojos buscando al que lo lanzaba, y viendo a Rodrigo, que loco y fuera de sí al encontrar su mirada le tendió los brazos desatinado y delirante, se llevó las manos a la frente, y sin poder proferir ni un ¡ay! cayó tendida a los pies de la Abadesa.

El primero que se precipitó a socorrerla fue Rodrigo, sin reparar en nada, ni hacer caso de nadie.

Levantando el cuerpo que inerte yacía, lo recostó sobre su hombro, mientras que con trémula mano soltaba el cinturón que ceñía su endeble y delgado talle, sin oír ni responder, ni a la Abadesa ni al Obispo, ni a las monjas ni a las damas que cercado lo tenían.

Apesadumbrada la Abadesa tanto por lo menos como ofendida de su acción, estendió con un ademán lleno de autoridad sus dos manos arrugadas y transparentes sobre su sobrina y le dijo severamente:

-Entregad mi sobrina a las damas, caballero, y retiraos de un sitio donde habéis traído el desorden y el escándalo. Apresuraos, ¡entregadla!

Doña Leonor de Arellano se acercó con otras damas y estendió los brazos para recibirla; pero Rodrigo que ya no era dueño de sí oprimiendo a Elvira contra su pecho esclamó rechazándola bruscamente:

-¡Ni a Dios!

Las damas retrocedieron. La Abadesa, trémula de indignación, tornó a decirle, no ya con autoridad sino con imperiosa espresión:

-Mando que la dejéis, ¿oís? Aquí es mi voluntad soberana; ¡obedeced!

Rodrigo no la miró ni pareció oírla; no se ocupaba más que de Elvira, a quien llamaba en voz baja.

-¡Caballeros!, esclamó la Abadesa dirigiéndose a los de Santiago que miraban aquella escena conmovidos; reclamo vuestro auxilio, apoderaos de ese hombre y volvedme mi sobrina.

Un movimiento impetuoso del Alférez mayor probó que estaba decidido a rechazar la fuerza como las súplicas; al hacerlo, el rostro de Elvira, que reposaba medio oculto sobre el pecho de Rodrigo, quedó descubierto, y Doña Leonor dio un grito doloroso.

Entonces el buen Obispo de Burgos levantó su báculo, y tocando con él el hombro de Ayala le dijo con dulzura:

-¡Dejadla, hijo mío!, ya no pertenece a nadie, porque Dios se la ha llevado para sí a más tranquila mansión. ¡En ella que os compadezca!

-¡Pero está muerta!, esclamó Rodrigo anudándose su garganta.

-¡Muerta está! ¡dichosamente! Respeto a su despojo que la muerte hace sagrado.

-¡La he muerto yo para que nada me falte!, dijo Rodrigo con intensa y sombría amargura.

Y mirando el semblante que revelaba en su contracción la última impresión que había sufrido, impresión que la había muerto, murmuró un ¡adiós! tras del cual estampó un beso en su frente húmeda y fría, y con una resignación sumisa la depositó en los brazos de Doña Leonor que la recibió sollozando, hecho lo cual, salió de la portería con la cabeza baja.

Dos lágrimas, las primeras que en treinta años brotaban de sus ojos, rodaron por sus mejillas, y cuando se reunió a Illescas le dijo con desolada convicción:

-Aquí está terminado todo, volvamos a Burgos donde aún queda algo que hacer.

Y montando a caballo tomó al paso el camino que trajera.




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Capítulo XXIII

Cómo los ánimos se alteraron en Burgos con el homicidio de Día Sánchez de Rojas, y cómo Enrique III pidió justicia cumpliendo lo que al Alférez mayor prometiera


Burgos amenazaba, tomando una actitud imponente, juzgar por sí y castigar a los asesinos de Día Sánchez de Rojas. Poco le faltaba para rebelarse contra los gobernadores, notándose siempre creciente una general y pronunciada efervescencia.

Ricos hombres, infanzones, hidalgos y pecheros participaban de ella. Por doquiera no se hablaba sino de la desgraciada muerte de Día Sánchez de Rojas, la mayoría de los ánimos estaba contraria al duque de Benavente a quien de público se acusaba, no dudando nadie fuese el autor de tan atroz desafuero.

Exasperado el vulgo de antemano por las vejaciones de los regentes, murmuraba en corrillos que no había seguridad ni justicia en un reino, cuyas principales cabezas obraban tan desatentadamente, hollándolo todo a capricho, y menester es confesar que la razón les asistía.

Eso era en las calles y en las plazas, pero penetrando en el alcázar, aún el disgusto y la indignación aparecía más pronunciado.

Tras de Rodrigo López de Ayala, se presentaron el conde de Gijón y el arzobispo de Santiago, y la vehemencia de sus apasionados discursos añadieron su impresión a la ya recibida con la vista de la banda empapada en la sangre fresca aún de la víctima inmolada por el Duque.

Los recuerdos de los desmanes pasados, evocados en la regia cámara, le daban más realce a la fechoría presente, y temerosos de lo futuro se buscaban con afán modos de ponerle coto.

En cuanto a la Reina, lo condenaba enérgicamente al par con el corazón y la cabeza, con la razón y el sentimiento; y pensando en Ayala comprendía su falacia, tomando por engaño un amor que era real y profundo, acaso porque no era ostensiblemente pagado.

Después de contener la venganza del Alférez mayor que pretendía sangre por sangre, saciándose en la del Duque, Catalina de Lancaster, inquieta, pensativa y afectada, permanecía con D. Enrique, quien después de recibir las inspiraciones de los que le rodeaban se entregaba a las suyas propias, tal vez más acertadas y rectas a pesar de sus pocos años.

Había mandado a llamar al Primado y lo esperaba para pedir justicia contra el asesino de Día Sánchez de Rojas, como le ofreciera a Rodrigo López de Ayala, preparándose a exigirla con resolución y energía.

Presentóse, pues, el arzobispo de Toledo en la cámara, donde tantos sentimientos habían exalado su fuego aquella mañana, y acercándose con su apacible gravedad y su impenetrable aspecto los bendijo en silencio ocupando el asiento que el Rey le señaló a su lado.

Sabía D. Pedro Tenorio lo ocurrido con más exactitud que otro alguno en la corte, y presumía fundadamente que así él por su alianza particular con el Duque como el concejo por la alta categoría del que en plazas y calles acusaban, y ser a la vez miembro suyo, iban a encontrarse en un estraño conflicto.

Empero, como el atentado de D. Fadrique era privativamente suyo sin que afectara lo más mínimo ni la honra, ni el poder, ni el influjo del Primado cualquiera que sus consecuencias fuesen, ni cubría sombra alguna su frente venerable, ni era turbado su espíritu con temor de ninguna especie.

Enderezando D. Enrique su frágil talle, y sacudiendo ligeramente sus rubios cabellos para despejar la graciosa y descolorida faz, le dijo al Primado con la espresión que según llevamos dicho revelaba por sí solo al Rey, haciendo olvidar que el que hablaba era un niño.

-Os aguardábamos con impaciencia, padre mío, para deciros que ha sido asesinado en las inmediaciones de Burgos uno de los más honrados y mejores vasallos de nuestra corona.

Mi tío D. Alfonso Enríquez de Noroña, como de su casa que era el desventurado Día Sánchez de Rojas, ha venido a pedir justicia. Hala también demandado nuestro noble y leal Alférez mayor que está en la corte horas hace, y clama por ella con sus sordos murmullos el vulgo que en vista de lo que sucede no se contempla seguro. Y ya que por desgracia no podemos concedérsela aunque nuestro deseo sea grande, ¡nos!, Enrique III de Castilla, unimos nuestra voz a la voz de nuestro pueblo para pedirla al concejo.

-¡Se hará!, respondió el Prelado con mesura; se hará, tenedlo por seguro si la mía es escuchada.

Vamos a reunirnos ahora mismo en sesión plena, y se pedirán los reos que se han acogido a su Señor.

Sonrióse el Rey como lo hubiera hecho diez años más tarde y replicó con ironía:

-¿Y os parece eso bastante, reverendísimo padre, para la desgracia ocurrida y los males que nos amenazan?

La réplica de Enrique III paró un instante al Primado; y conociendo que estaba prevenido y que aquel acontecimiento se iba a esplotar por el contrario bando, reflexionó lo que iba a decir, cuidando de no soltar una prenda en tan delicada cuestión.

-Cuando un hecho está consumado, dijo el Primado gravemente; si admite reparación, se la da cumplida; mas si es tal como el que hoy deploramos, sólo es posible a nuestro limitado poder castigar a los perpetradores. Esto intentamos; pero si otra cosa hay posible que compense el daño irreparable que se llora, si algún medio veis que prevenga el que se reproduzca en otro; decid1a al punto señor, y yo me consagraré a ponerlo en egecución.

-Si resueltamente os consagrarais, reverendísimo padre, replicó Enrique III animándose conforme hablaba, no volvería a suceder lo que de muy atrás venimos viendo con muchísimo dolor.

-No sé a qué aludís, señor, repuso D. Pedro Tenorio fijando en su pupilo una penetrante mirada.

-Pues os lo manifestaré en brevísimas palabras, dijo Don Enrique con el tono del que está convencido de su razón. Desde que murió mi padre vemos que se están cometiendo desmanes y tropelías que nacen de parcialidades y rencores; y éstos si quisierais hoy mismo se concluirían.

Vemos que la vida de nuestros vasallos está a merced de una voluntad irascible, y esa voluntad, aunque sea la de nuestro tío, debía de estar enfrenada donde hay ley y quien represente al Rey.

Vemos llevar el desafuero hasta el crimen, porque no hay quien le ponga coto, porque emanan del abuso que hacen cada uno de su poder; porque se hacen mutuamente concesiones los que en una misma esfera giran, porque no hay quien no necesitando indulgencia, pueda ser severo con los demás.

Vemos que no reina la justicia porque la ahoga el interés personal, el odio, la venganza que hora domina en mi infeliz Castilla; y no hay quien niegue que nacen tamaños males de esas alianzas de grande a grande que liga a los unos contra los otros, dando los resultados que amargamente tocamos.

Que se rompan, formándose sólo de reino a reino; que el concejo de gobernadores, así como no representa más que un Rey, no tenga más que una sola voluntad; y estad seguro, padre mío, que no se reproducirán alevosías como la de hoy; porque lo es y sin escusa la que ha dejado sin vida a Día Sánchez de Rojas. Esto creo que, para ponerlo en egecución, no se necesita otra cosa, padre mío, que resuelta voluntad.

Oyendo los severos cargos de D. Enrique se enrojeció como el fuego la respetable faz del Primado, encontrándolos justos en el fondo de su conciencia, y, comprendiendo con la rapidez de su pensamiento siempre profundo aunque sujeto a culpables aberraciones de su razón que no era fácil ni aun posible contener la borrasca desencadenada por el Duque, formó el propósito de que pasara sin tocarle y respondió con tanta energía como dignidad:

-Hoy probarán los que tan mal juzgáis, no su lealtad a V. A., que eso bien notorio es, sino su solicitud por el reino que han salvado una vez, aunque su menguada estrella haya querido que lo hayan olvidado o no comprendido aquellos por quien lo hicieron.

-Os engañáis, reverendísimo padre, replicó el Rey con prontitud; ni está olvidado ni nunca lo estará. Todos los días recuerdo que el primer consuelo que recibí cuando Dios me dejó huérfano vino de vuestros labios; sé también, porque hay quien me lo diga todo, que hace años consolidasteis mi trono; que después le prestasteis apoyo, que fuisteis el primero a proclamarme y rendirme pleito homenaje; pero luego echasteis a un lado los deberes de tutor y gobernador para ser jefe de un bando que divide mis estados.

-No creí que llegara un día tan amargo para mí que escucharan mis oídos de boca de V. A. tan inmerecida inculpación, replicó hondamente herido el Primado; y si me sostiene la íntima convicción de no merecerla, duéleme con estremo que el soplo infecto de la calumnia desdore hechos que son justos y acciones que son dignas, aunque las desnaturalicen y tuerzan los que tienen interés en hacerlo.

-No os alteren mis palabras, dijo Enrique III cediendo al prestigio omnipotente del Primado; presérveme Dios de decir una que os ofienda aunque me ofendierais a mí. Sólo os exijo que llevéis al concejo mi solicitud y que vos la apoyéis para que se haga justicia a los manes de Día Sánchez.

-Es un deber que llevaré sin consideración alguna, contestó D. Pedro Tenorio levantándose, y pronto tendréis la prueba, pues con vuestro permiso voy a presidir el concejo.

-Id con Dios, padre mío, repuso con tibieza D. Enrique, en él hallaréis a nuestro Alférez mayor, que desde hoy forma parte, y si no la más elevada, por lo menos muy leal.

-En buen hora sea, replicó el Primado con mesura.

Y despidiéndose de la Reina que no había desplegado sus labios para proferir un solo acento, salió de la cámara, donde a continuación entraron el infante D. Fernando y el obispo de Cuenca, compañero inseparable de los niños que le habían encomendado años hacía.

Corrió el Infante apresuradamente hacia su hermano, y después de acariciarle con sus pequeñas y lindas manos el rostro, saltó sobre las rodillas de su cuñada, y ciñéndole el nevado cuello con sus dos brazos, unió su fresca megilla a las megillas enardecidas de la Reyna, en las que dos lágrimas resvalaban lentamente.

Advirtiólo el Infante, y llenándosele los ojos de ellas le preguntó compungido:

-¿Por qué lloráis, hermana?

-Sonrióse la Reina mientras que otras dos lágrimas sustituían a las primeras, y le contestó:

-Porque hoy, Fernando, he suplicado como mujer, he sufrido como Reina, y tengo que llorar como débil el sacrificio que he hecho.

Enrique III clavó en ella sus ojos con espresión más que de niño, y con una gravedad harto precoz le dijo:

-Os prometo Catalina que os lo compensaré cumplidamente cuando tenga veinte años como vos.

-Estoy compensada, Enrique, replicó la Reina enjugándose los ojos; sólo que lloro porque el corazón revosa.

-No os aflijáis por lo que sucede, añadió sentenciosamente el buen Prelado; a veces de un gran mal suele brotar un gran bien, y quizá ora nos hallemos en este caso.

-Pedídselo a Dios, padre mío, porque a veces no basta que las intenciones sean rectas para que el bien se consiga, repuso Catalina de Lancaster con una espresión que ninguno de los que allí estaban les era dado descifrar.

-Si se lo pedimos todos nos oirá mejor, hija mía, porque las voces de los ángeles llegan primero que las de los hombres a su oído.

Dio Catalina de Lancaster un suspiro, y fijando los ojos en las flores de la alfombra, guardó silencio que no fue interrumpido durante un buen espacio de tiempo.




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Capítulo XXIV

Que fue guardado el testamento de D. Juan I, con la resolución que tomó el Duque de Benavente


A San Pablo dirigió el Primado sus pasos así que salió del alcázar. Apiñábase el vulgo en su entrada llenando las inmediaciones, y tanta mella hizo en su ánimo sus murmullos, como las duras y decididas razones del Rey.

Ya le había precedido el conde de Gijón y el de Trastámara, el arzobispo de Santiago, los dos maestres y el concejo de diputados.

Inmóviles y silenciosos todos procuraban ocultar sus alterados pensamientos bajo un esterior impasible o severo; y sin embamgo, a pesar de aquella reserva se conocía claramente que sólo esperaban para mostrarse que se profiriese una palabra; palabra que, una vez allí el Primado, no podía tardar en pronunciarse.

En efecto, así sucedió: Don Pedro Tenorio manifestó en frases muy pensadas y comedidas la muerte de Día Sánchez de Rojas, el disgusto que había causado, la petición que D. Enrique dirigía al concejo demandando justicia, y el compromiso contraído por él y a su nombre en hacerla pronta y severa.

Preparábase a contestar D. García; y ya la palabra en sus labios y fija en él la atención pendiente hasta allí de los del Primado, los ugieres, que en los estremos estaban, volviéndose a la preocupada asamblea interrumpieron el comenzado debate diciendo:

-El Alférez mayor del Rey, tutor de S. A. Don Enrique y rejente de Castilla.

-Aquí tiene su sitio, contestó el Primado sin titubear, dejándoselo a su mismo lado.

Adelantóse Rodrigo López de Ayala con grave y triste continente, y saludando con una silenciosa y profunda cortesía se sentó junto al arzobispo de Toledo.

Gran sensación produjo aquel incidente inesperado en los más de los que lo presenciaban. Todas las miradas se clavaron con interés o curiosidad en su semblante descolorido y visiblemente afectado. El arzobispo de Santiago sintió a su vista una tan profunda y dolorosa impresión; fueron tan tumultuosos y violentos los sentimientos que le asaltaron, que a pesar de un esfuerzo de su poderosa voluntad, no fue dueño de reprimirlos paralizándose instantáneamente, y abatiéndose hasta el punto que pálido y sin fuerza tornó a sentarse en el escaño que acababa de abandonar.

Por su parte, la única mirada que el Alférez mayor buscó en el círculo donde estaban fijas en aquella hora todas las de los habitantes de Burgos fue la de D. García, mirada que solicitaba con la angustia suprema del remordimiento, y que tenía para él la importancia inmensa del perdón.

Pero el Arzobispo la huía. En aquel instante crítico se hallaba ante sus ojos atraído por sus recuerdos el yerto cadáver de D. Alfonso, tal cual lo había tenido en sus brazos cuando lo encontró la tarde funesta de su duelo bajo las arboledas del Arlanzón; y sus labios contraídos se apretaban para no dejar escapar el grito de la naturaleza formulando una maldición.

Sin embargo, la magnética mirada de Rodrigo atrajo a su pesar la del anciano, la absorvió con el poder irresistible que la irradiaba, y bajó la cabeza como si le dirigiera una súplica.

Entonces D. García se elevó a esa altura adonde es menerter que Dios acompañe para llegar, y alzando su diestra lo bendijo en silencio.

Todo esto pasó sin que nadie lo notara, o por lo menos lo comprendiera, como sucede siempre a todo el que está embebido en un pensamiento que le preocupa; y como quiera que el interés general vivamente escitado con la inusitada aparición de Ayala fuera digámoslo así secundario, se volvió pasada la primer impresión al primer objeto que lo atraía y fijaba, objeto de una incalculable trascendencia según el giro que las cosas tomaban.

Difícil era la situación del concejo, y mucho más cuando el arzobispo D. García presentó la acusación del Duque con lisura y dignidad.

No negando el hecho el Primado, porque era imposible el hacerlo, salió a su defensa, haciéndolo de la parte que se le atribuía a D. Fadrique, justificándole con su casi íntima amistad al infortunado Día Sánchez; pero los testigos que habían presenciado el asesinato estaban conformes en quién eran los matadores y las palabras que en su siniestra egecución habían vertido.

Guardando un absoluto silencio presenciaba Rodrigo López de Ayala la animada discusión sostenida por los dos prelados; prestábale sí una profunda atención, sólo que a veces un vértigo de dolor se apoderaba de su alma, y entonces se doblaba su hermosa y altiva frente, y se humedecían sus negras y brillantes pupilas.

En tanto el maestre de Calatrava, sentado en su escaño, medio caído el manto de los hombros, daba muestras de una marcada impaciencia que crecía a medida que los prelados se engolfaban en réplicas y acriminaciones.

Tanto que D. Lorenzo Suárez de Figueroa advirtiéndolo le dijo:

-¿Qué tenéis, D. Gonzalo?

-Las manos atadas, ¡Maestre!, respondió bruscamente el de Calatrava.

-¿Y quién, o qué os las sujeta?, tornó a preguntarle el orgulloso y severo D. Lorenzo.

-¡Vos! y la voluntad de Juan I que me nombró Rejente en lugar vuestro.

-Sin duda fue para darme la gloria de terminar las discordias cuyo fruto empezamos hoy a coger.

Levantóse esto diciendo el maestre de Santiago, y dirigiéndose a los prelados y al concejo alternativamente, les dijo con su acento rígido y enérgico:

-Señores, en nombre de Dios y por el bien de Castilla os pido que vengáis en lo que os voy a suplicar, y se cortará de raíz esa desavenencia fatal, causa única de éste y todos los males que deploramos.

-¡Decid!

-¡Esplicaos!

-¡Proponed!, contestaron los arzobispos y los diputados.

-Pues bien; convenid en que se separen del cargo de gobernadores a los tres tíos del Rey y a mí, y sea guardada en todo y para todo la voluntad previsora del difunto monarca que en mal hora no se ha seguido.

-Don Lorenzo ha presentado mi pensamiento; mi voto está con el suyo, dijo D. Gonzalo resueltamente.

-Y el mío, añadió Rodrigo López de Ayala con amargura recordando cuán caro le costaba el guardado testamento.

-¡Y el de Castilla!, esclamaron los procuradores de las ciudades que pertenecían al concejo levantándose simultáneamente de sus asientos.

-Siempre fue ése mi deseo, dijo D. García Manrique que necesitó todo el dominio que sobre sí ejercía para contener la esplosión de su gozo al ver logrado de tan estraño modo lo que tanto había trabajado y tan inútilmente por conseguir.

-Guárdese en buen hora, añadió D. Pedro Tenorio, cediendo a las circunstancias que tan imperiosa se mostraban.

Dos personas quedaban por hablar, y a quien no convenía por cierto lo que acababa de resolverse. Era la una el conde de Gijón, la otra el de Trastámara. Acercóse éste al Primado y le dijo:

-Reverendísimo padre, yo no me conformo a una determinación que así me perjudica.

-Sí haréis, respondió D. Pedro con intención, mucho más si pensáis que todo tiene una compensación, y que en este juego, tal como se presenta, el que pierde gana más.

Oído lo cual por el Conde, y después de cambiar una mirada que encerraba una promesa por parte del Arzobispo, se volvió al concejo, que ostentaba una actitud digna y resuelta, diciendo:

-Me someto a lo dispuesto por el reino y los rejentes.

Y dejando en el acto su sitio, fue a tomar otro en los bancos destinados a la grandeza en las recientes sesiones de cortes.

No había sido necesario hablar para entender a D. García Manrique y D. Alfonso Enríquez de Noroña. Con una sola mirada del Prelado bastó para que el Conde comprendiera que no importaba nada a su fortuna y poder el no ser gobernador; así fue que añadió tan pronto como concluyó el conde de Trastámara de manifestar su decisión:

-Resigno los poderes que las cortes me confirieron y me aparto del concejo ofreciéndole mi apoyo.

-Queda establecida para lo sucesivo la rejencia designada por el testamento de D. Juan I, que gloria haya, dijo el Primado en alta voz, con indecible aplomo y majestad.

-¡La aceptamos, la aceptamos!, respondieron a la vez gobernadores y diputados.

-Sin alteración ninguna, por ningún caso, ni bajo ningún pretesto, añadió con su vigoroso acento el arzobispo de Santiago. D. Juan I dejó nombrados sucesores a los que muriesen; si tal sucede reemplacen éstos a los que fallezcan, guardándose su voluntad en todo y por todo.

-Sí; sí; guárdese en toda su estensión, respondieron todos a una voz.

Resonando todavía el eco de la postrer aprobación, apareció D. Fadrique de Castilla en San Pablo, avanzando por la ancha nave que recorría su altanera mirada examinándolo todo; pero al reconocer a Rodrigo López de Ayala, que maquinalmente se puso de pie clavando en él sus ojos con una fijeza fascinadora, sintió una impresión semejante a la que debió esperimentar Atlas a la vista de la fatal cabeza de Medusa mostrada por Perseo, quedando mudo y petrificado faltándole voz y acción.

Rendido su culto de sangre a la venganza se halló cuando los ballesteros se la dieron por cumplida; no tranquilo, porque no podía estarlo quien así procedía, pero sí satisfecho de haber lavado el insulto que Ayala le hiciera con su vida. Retraído completamente en el fondo de sus aposentos sólo supo que Burgos estaba conmovido, y que el concejo iba a constituirse en sesión, para asistir a la cual le llamaban.

Por lo demás, era tan grande su poder en Castilla, estaba de ello tan convencido, y tan seguro se hallaba de la impunidad, que oía rugir la tempestad popular con una indiferencia que rayaba en desprecio.

Salió, pues, de su palacio para ir al concejo con el aparato de un Rey, y cruzando con desdeñoso y fiero continente por entre aquellas ondas movibles que le abrían paso apresuradas para luego murmurar y maldecirle a su espalda, llegó a San Pablo erguido y amenazador.

Mas ora rodando su pensamiento por la sima sin fondo donde se precipitaba perdido, miraba rostro a rostro a Rodrigo López de Ayala, sin comprender otra cosa sino que aún vivía el hombre que lo había tan injuriosamente afrentado, siendo vendido o engañado por los que le habían mostrado los cuchillos tintos con la sangre de su enemigo.

Había algo tan estraño y terrible en aquella doble mirada, y en aquel silencio mutuo y sostenido, que el arzobispo de Toledo, queriendo romperle temeroso de su prolongación, se levantó, y dirigiéndole la palabra le dijo:

-Señor Duque, ha sido perpetrado un homicidio cobarde y alevoso por dos criados de vuestra casa, en la persona del caballero Día Sánchez de Rojas, al servicio de vuestro hermano el conde de Gijón...

De pálido que el Duque estaba pasó a rojo, igualando su tez encendida al color de la escarlata, y al notarlo cuantos le miraban, se convencieron plenamente de su crimen, reinando en algunos instantes un silencio profundo, pero violento. El Primado prosiguió después de una breve pausa acentuando fuertemente cada una de sus palabras para trazarle la única salida que espedita le quedaba:

-Hay quien dice que por orden vuestra, y lo sostienen con pruebas que se sustentan en las palabras que los asesinos han vertido en su atroz ejecución. Probad que mienten o se engañan, entregando a los homicidas que se han refugiado a vuestra casa, invocando pérfida o neciamente vuestro nombre.

-¡Juro a Dios!, contestó el Duque puesta la mano en el pecho, que no he mandado matar a Día Sánchez de Rojas, que siempre fue mi amigo.

-¡Yo lo afirmo!, añadió Rodrigo haciendo un esfuerzo sobrehumano para elevarse sobre sus pasiones y rencores.

Creció de punto la sorpresa al oír al Alférez mayor, de quien, así como del Duque, nadie desviaba sus miradas, queriendo penetrar en la severa impenetrabilidad del uno y en la estupefacción sombría del otro su secreto.

En cuanto a D. Fadrique, atónito miró a Rodrigo, no comprendiendo en su odio y su alucinamiento la grandeza sublime de aquella afirmación.

También puso en él su vista el arzobispo de Santiago, y no pudiendo leer el pensamiento que se encerraba tras de aquella frente tan noble y hermosa, sobre la cual el dolor batía sus alas, le dijo, cambiando con él por primera vez la palabra:

-Aducid una prueba de lo que aseguráis, tan poderosa como las que existen en contrario.

-De las convicciones morales no las hay, o por lo menos no puede dárseles forma positiva y palpable, respondió Rodrigo López de Ayala con grave y altiva dignidad; pero repito que lo afirmo por mi fe y por mi honor, y creo que basta; porque no hay quien dude del uno ni de la otra.

-Tal no se duda, contestó el Primado que se apresuró a asir la tabla que aún podía salvar al Duque del naufragio que le amenazaba; que seguros con ella se da por calumniosa la voz que se alce para acusar a D. Fadrique de Castilla de ser parte en la muerte del sin ventura Día Sánchez de Rojas. Por lo que a mí hace, le suplico que entregue los reos para que espíen el horrendo atentado que ha conmovido a Burgos.

-¡Nunca!, respondió el Duque que devoraba el tormento más atroz que es dado sufrir a un ánimo altanero; ¡la humillación! Son vasallos míos: hanse acogido a mí, y no los entregaré, juzgándolos yo según mi conciencia y fueros.

Levantóse D. García Manrique implacable y severo como la justicia humana, y le dijo:

-La muerte violenta e inicua del malogrado Día Sánchez de Rojas es una cuenta que Dios ajustará en su día con su asesino. Poco importa que escape hoy del castigo; sólo conseguirá diferirlo, porque lo que se hace se paga. Júzguelo, pues, Diego de Zúñiga o vos; sea duro o leve el castigo que se le imponga, el concejo se separa de tan odioso litigio. Lo que cumple a su deber es deciros que los gobernadores y el concejo de diputados ha decidido que se cumpla la voluntad de D. Juan I, gobernando a Castilla desde hoy su regencia, ayudada del concejo de seis diputados, que lo son por Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba y Murcia.

¿Os conformáis con su determinación?

Antes de responder D. Fadrique miró fijamente al arzobispo de Toledo, pero éste sostuvo su larga mirada sin perder un átomo de su impasible gravedad. No encontrando un signo de oposición en la frente del Primado hacia la resolución que Don García le participaba; no encontrando su mirada una ligera demostración que le probara ser comprendida, dio por disuelto el lazo que lo unía con él, y se volvió fieramente contra todos.

-¿Quién ha propuesto, preguntó con sardónica sonrisa, esa medida que me despoja de la tutoría de mis sobrinos y mi participación en la regencia? ¡Qué lo diga!

-Yo, Lorenzo Suárez de Figueroa, respondió el Maestre con su absoluta y orgullosa espresión.

Tornó a mirar D. Fadrique al Primado, arrojándole a la cara con sus ojos destelladores la acusación de traición y el resentimiento de vencido. Después giró en derredor su chispeante mirada, y tornó a preguntar:

-¿Y ha sido aceptada?...

-Por unanimidad.

-¡Por todos!, esclamaron a la vez gobernadores y diputados.

-Bien, muy bien pedido y mejor conformado. Siento no haber estado presente para celebrar tanto desprendimiento, tanta lealtad, tanta armonía como de tal acto y tal unanimidad se desprende.

Y después de lanzar con calma sus cortantes sarcasmos, añadió con soberana altanería:

-Yo podría, si quisiera, protestar y sostener mi protesta en este terreno y en otro; pero no lo hago porque así me cumple. Resigno, pues, y me separo de regencia y tutoría.

Y saludando ligeramente volvió la espalda abandonando aquel sitio.

-Señor Duque, una palabra, dijo el Alférez mayor levantándose y siguiéndole.

Abrumado D. Fadrique por la muerte de Día Sánchez; por la amarga decepción que había sufrido, y la pérdida de un poder que era su ambición, su satisfecho deseo, pero inmensamente más con la generosa conducta de Rodrigo, comprendió al oír su voz que su fuerza cedía a tan violentas emociones, y parándose en el crucero por donde iba para esperarle, le contestó:

-Decidla, y por Jesucristo sea la última que crucemos.

-Así será, si no está escrito que nos volvamos a encontrar en el camino donde uno de nosotros no estará nunca bien, replicó Ayala con una calma mesurada y fría que contrastaba de un modo terrible con el fuego que brotaba de sus negras pupilas, y las hondas arrugas que unían sus estrechas y aterciopeladas cejas. Antes, pues, de que nos separemos, quiero deciros que la voluntad del hombre ni da ni preserva de la muerte, puesto que los dos vivimos y Elvira Manrique de Lara y Día Sánchez de Rojas han hoy comparecido ante Dios.

El Duque se estremeció, y Rodrigo más grave, más severo aún, continuó diciendo:

-Quiero asimismo deciros, porque me está bien que lo sepáis, que antes de venir al concejo he prometido solemnemente mi palabra de no vengarme de vos hoy ni nunca, y lo he prometido a ruegos que no debía resistir quien se precia de muy caballero y se tiene por más fuerte y más valiente que vos. Quiero deciros también que cuando aseguré que no habíais mandado la muerte de Día Sánchez de Rojas, que la pasada noche fue mi huésped, era porque estaba convencido íntimamente que la que habíais ordenado era la mía.

Ahora idos si os place, señor Duque, mi espada está embotada para heriros, por lo pasado no recibiréis de mí una agresión; pero que no nos volvamos a ver, siquiera hasta que se seque la sangre de que mi banda está empapada, y se endurezca la tierra que mañana cubrirá a mi prometida.

No hay, o no encontramos una frase que signifique lo que el Duque sentía conforme iba hablando Rodrigo, mezcla amarguísima de sensaciones crueles y vivas entre las que sobresalía una más punzante de mortificadora humillación, comparando odio con odio y venganza con venganza.

Iba a responder, casi se entreabrían sus labios para dar paso a una palabra, y la palabra a una de sus pasiones, cuando resonó en su oído la fuerte y sonora voz del Primado diciendo con el acento que revelaba la alteza de su dignidad y la convicción de su poder.

-Señor Alférez mayor, antes que os retiréis venid a prestar el juramento.

Una puñalada no hubiera herido tan profundamente el corazón de D. Fadrique como la voz del Prelado y la orden que dictaba en su misma presencia y tan espontáneamente.

Sin pronunciar lo que iba a decir, se volvió y echó una última mirada a los hombres que rompían el pacto que por dos años los había tan estrechamente unido, sosteniéndose con su apoyo en sus pretensiones de preponderante mando al recinto donde tan omnipotente había sido el influjo de su voluntad; y retirándola henchido de amargura intensísima, la fijó en Ayala, que doblando con orgullosa mesura la cabeza, se dirigió al altar donde acababan de colocar el libro de los evangelios.

Primero se sonrió Don Fadrique con desdén predominando su arrogancia que le impulsaba a despreciar, sobreponiéndose luego que miró al altar donde se encontraba el Primado y al que se dirigía Rodrigo con paso lento a prestar el juramento que a él relajaban, su altanera frente se anubló, su fisonomía se contrajo y murmuró:

-¡No mintieron las estrellas!, realizada está la predicción de Ben-Samuel!

Y volviendo bruscamente la espalda salió de San Pablo, atravesó por entre la compacta multitud con frente alta, pero sombría, y se fue derechamente a su palacio.

-Troncoso, dijo a su escudero así que entró; ahora mismo con todos los hombres de armas de mi casa os vais a poner en camino para Benavente custodiando como presos a Lovete y a Castilla. Hacedme el favor de decir a mi mayordomo Nuño Ramírez que cuide de hacer todos los preparativos para seguirme mañana al amanecer con cuantos pertenecen a mi servicio.

-Todo estará hecho por mi parte en el momento, ¿mandáis otra cosa?

-Nada, sino que no se reciba a nadie, y mucho menos si alguien viene de la casa del arzobispo de Toledo aunque fuera él en persona.

-Está bien.

-Cuando venga Figueroa enviádmelo, que deseo verlo.

-Así que se presente le avisaré.

-Y ahora dejadme, Troncoso, que harto tenéis en qué ocuparos y yo asimismo en qué pensar.

Horas muy terribles había pasado D. Fadrique desde que la mano de Rodrigo López de Ayala había señalado su mejilla, pero ninguna lo fue tanto como la que siguió a su vuelta de San Pablo.

Paseábase por su cámara con los brazos cruzados y la cabeza baja, entregado a pensamientos que en su tumultuoso jiro o lo hacían enrojecer de ira, o estremecer de rabia, o inquieto morder sus labios, o suspirar ofuscado.

Pasó algún tiempo de aquel modo; todo en derredor suyo estaba en movimiento; estábanlo más que nada su sangre y su imaginación; estábanlo sus pasiones todas exacerbadas a la vez, sólo era igual y lento su paseo en el que no cesaba un punto.

Así le encontró Gonzalo de Figueroa que, cuando fue entrado en el palacio, le avisó Troncoso y se apresuró a ir al aposento del Duque.

-¿Me esperábais, D. Fadrique?, le preguntó su joven y gallardo Alférez trocando en interés su indolencia.

-Sí, Gonzalo, como que tengo muchas cosas que deciros.

-Tenéis toda mi atención, repuso Figueroa parándose frente a frente del Duque.

-¿Sabéis que ya no soy rejente?

-Tan lo sé, señor Duque, que en este momento os acaban de quitar la guardia con singular apresuramiento, dijo Gonzalo serio y visiblemente disgustado.

-Así nos ahorran el trabajo de despedirla, replicó D. Fadrique sonriéndose sardónicamente; ¡tenemos mucho que agradecerles! También sabréis que nos vamos dentro de algunas horas...

-Después de suponerlo, he visto los preparativos que afanan a vuestra servidumbre.

-Pero lo que no sabéis es que en saliendo de Burgos vamos a enarbolar nuestra bandera cruzando por Castilla como por país estraño y enemigo.

-Lo adivinaba, señor Duque, desde que entré en el palacio, replicó Gonzalo retorciendo su rubio bigote.

-Ahora bien, Gonzalo, entre vos y yo se pueden colocar muchas consideraciones que nos pueden separar, la primera mi enemistad con vuestro tío que desde hoy será profunda.

Gonzalo dio un suspiro.

-Por otra parte, declarándome en abierta rebelión con el concejo voy a arrostrar todos los azares que puedan sobrevenir; mi estrella está hoy en conjunción, puede eclipsarse, puedo sucumbir, y puedo también triunfar imponiendo condiciones; no os quiero asociar a mi destino cuando presenta peligros, no os quiero separar de vuestra familia, de la corte, de vuestros amores, quedaos si queréis con el Maestre, os aviso y no os obligo, pensad lo que mejor os esté, y decídmelo con franqueza.

-Si tuviera padre y rompierais hoy con él, por deber me separaría de vos; pero no teniéndole, ni mi familia, ni la corte, ni mis amores, ni los peligros, ni los azares me retraerán de seguiros. Parto con vos, señor Duque, y vuestro porvenir sea el mío.

-Gracias, Gonzalo, por esa decisión; sois un afecto con quien he contado siempre, y del que probablemente abusaré porque tengo esa fatalidad. Empiezo aceptando todo ese cúmulo de sacrificios, y en seguida os diré que me vais a preceder a Portugal, con quien voy a hacer alianza.

-¿Cuándo parto?

-Esta tarde, yo lo haré mañana, porque antes quiero saber lo que dejo y conocer lo que me queda.

-Pues con vuestro permiso voy a dar algunas órdenes, y volveré a recibir las que me deis.

-No volváis, Gonzalo, ni me digáis adiós, porque no nos separamos.

-Pues hasta Lisboa, señor Duque.

-¡Hasta Lisboa, Gonzalo!

Y apretándose las manos se separaron en silencio.




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Capítulo XXV

Cómo D. Fadrique de Castilla se despidió de la reina Doña Catalina y de Doña Leonor su hermana


Todos los preparativos ordenados por el duque de Benavente fueron hechos con tal prontitud que en el corto transcurso de algunas horas quedaron de todo punto concluidos. Antes que el sol tocara a su ocaso salió Troncoso con algunos hombres de armas en dirección de Benavente, conduciendo, o más bien escoltando a los dos ballesteros que tan mal habían llenado los deseos de su Señor, y el resto de su servidumbre esperaba con los caballos embridados el instante de partir.

Sin embargo, el duque de Benavente que había roto con Castilla no se había desprendido de su amor. Él hacía latir su corazón pensando en el día que iba a lucir separándole de la Reyna, él iluminaba sus sombríos pensamientos, él derramaba una consoladora esperanza para el porvenir, él con sus ilusiones templaba la amargura de lo presente. Quería verla antes de partir, quería dejarle un recuerdo y llevarse una esperanza, quería como le dijera a Gonzalo conocer lo que le quedaba, y resuelto a profundizarlo aprovechando la ocasión que tan crítica y aparente se presentaba, ahora que Catalina de Lancaster se hallara sola con sus damas fue al alcázar, cuyas elevadas puertas pasó, la audacia y la altivez en la frente, la emoción y el sobresalto en el corazón.

Sin entrar en la cámara de D. Enrique se dirigió a la de la Reina, haciéndose anunciar en ella osadamente. Sus puertas se abrieron y el Duque penetró en su recinto.

Catalina de Lancaster estaba sentada en su sillón: tres damas sentadas también al rededor le contaban la muerte de Elvira con todos sus tristes detalles, y las narradoras se enternecían, y la Reina derramaba algunas lágrimas pensando allá para sí en las que habrían llorado los ojos que se habían cerrado aquella mañana para siempre.

Bajo aquella impresión entró el Duque: Las damas interrumpieron su relato y se separaron colocándose a respetuosa distancia, la Reina volvió la cara para ocultar su sensación, y D. Fadrique se adelantó conmovido, acercándose a Doña Catalina, a la cual saludó con más ceremonia, con más espresión que acostumbraba.

Afectada Catalina de Lancaster con la memoria de Elvira, convencida del influjo funesto que el Duque había ejercido en su destino; su presencia que le recordaba la sangre de Día y la desesperación de Ayala la produjo una sensación violenta, tan violenta que no pudiendo ocultarla ni dominarla durante algunos momentos hizo que prolongándose el silencio la acogida de D. Fadrique fuera tan fría que le ofendiera.

Sin embargo, pasada la primera impresión, la Reina fijó en él sus dulces ojos azules cuyas lágrimas le habían prestado más brillo y le dijo con más tibieza que afecto:

-¿Qué os trae a nuestra cámara, Duque?

Hay pequeñeces que desgarran el corazón: la Reina destrozó el de D. Fadrique con retirarle el título de gobernador con que le nombraba siempre, más, mil veces más que el concejo con quitárselo, y como en momentos dados es difícil, si no imposible, el sobreponerse a la impresión de ciertos golpes, el Duque irguió la frente con altivez y respondió con glacial y acre ironía.

-¿Lo ignora V. A., señora?, pues me trae el que como hoy el reverendísimo arzobispo de Toledo no querría como en otro tiempo traeros mi despendida, vengo yo mismo, aunque me cueste mucho, a presentárosla en persona.

-No sabía que partieseis, replicó Catalina de Lancaster trémula pero severa, y me admira que me la presentéis a mí en vez de dársela a D. Enrique antes como era debido.

-Os lo esplicaré, señora, repuso el Duque exaltado y audaz. Ver o no ver a D. Eurique, ser antes o después que a vos, es una cuestión de ceremonia de que prescindo en momentos tan críticos como éstos. Veros a vos era mi afán, porque antes de deciros un adiós que debe ser para siempre, pretendía preguntaros si se han roto todos los lazos que tan fuertemente me han unido a Castilla; si no queda alguno solo, único, velado y puro; uno tan fuerte, tan poderoso e indisoluble que me retenga en su seno y encadene mi brazo y mi voluntad.

-Yo creía, dijo la Reina con emoción que no se había quebrantado ninguno, y que el día de hoy os había arrebatado un título solamente.

-No es un día el que va pasando, muy propio para alusiones, replicó D. Fadrique con melancólica y altanera sonrisa. No vengo tampoco a ocuparme de un título y algo más que en sus horas he perdido. Tan sólo me trae a vuestra presencia el deseo de recordaros un tiempo, un día, una hora, un instante que pasó, pero que no se borrará nunca. ¡¡Oh!!, jamás, jamás de mi memoria.

Catalina de Lancaster bajó la cabeza; recordaba harto bien aquel tiempo, aquel día, aquella hora, aquel instante, y latía su corazón, porque aquel recuerdo era bello y se confundía en dos emociones que se reproducían magnéticamente en ambos del mismo modo que entonces.

-Fue un día, prosiguió diciendo el Duque en voz más baja con acento más dulce, con tono lento, con rostro espresivamente insinuante; fue un día en que oí de unos labios que adoraba dos palabras; solas es verdad; balvucientes más que pronunciadas, pero que en su dulce vaguedad formaba una esperanza que ha sido la estrella de mi vida, mi luz, mi fe. Dos palabras que fueron dichas en el palacio de Valladolid, y cuya esplicación vengo a buscar en el alcázar de Burgos. Dos palabras que se han hecho, pasando tiempo, un problema a mi razón, y cuya solución necesito conocer; ¿lo resolveréis, señora? Con él se resuelve mi destino, y ya conoceréis la ansiedad con que lo espero.

-Lo resolveré, dijo Catalina de Lancaster levantando bruscamente la cabeza. Proponedlo Duque, y termine esa ansiedad que os aqueja.

-Hago más me dijeron, señora, repuso D. Fadrique con audacia, y me lo dijeron cuando yo no demandaba sino un generoso y sincero perdón. Ese más alentó mi esperanza, dio pábulo a mi ambición, lo devoró mis pensamientos como devora el deseo aquello que lo satisface.

Catalina de Lancaster se estremeció, pensó en Elvira, y fuerte con el recuerdo de su desventura, arrostró su mirada fascinadora, y sacudiendo sus blondos rizos le dijo:

-La que os dijo en un inolvidable día de transación y avenimiento, de reconciliación y paz, en el palacio de Valladolid, hago más, estaba ofendida como dama y ultrajada como Reina. Generosa con el rendido le demandaron perdón y hago más respondió, porque perdonando sinceramente olvidaba lo pasado desterrándolo de su memoria. Ésa es la significación de esas dos palabras fe y luz de vuestra vida: si no las comprendisteis así, le pesará grandemente a la que las profirió.

D. Fadrique vio morir a su vez su dulce y acariciada ilusión, pero siempre altanero, siempre arrogante hasta para la mujer de su amor, Reina y señora suya, le dijo con glacial ironía:

-Gracias, señora, por la esplicación, y gracias por el perdón y el olvido. Uno y otro quedan grabados en mi corazón desde este momento en que puedo apreciarlos en su legítimo valor, porque con efecto es grande conceder aún más de lo que se solicita.

-¿Quiere V. A. algo para la Reina de Portugal?

-¿Vais a ver a mi hermana?

-Cuento ser admitido a su presencia.

-Pues decidle que echo muy de menos su cariño y nuestros tranquilos días de Inglaterra.

-¿Y para el Rey D. Juan?

-¡Nada!, contestó altivamente la Reina, porque Castilla sólo habla con él por embajadores, y ésos los envía el concejo.

Se mordió los labios el Duque y contestó inclinándose profundamente:

-¡Adiós! Señora, ¡adiós!

-Él os acompañe, Duque.

Y le alargó su mano de alabastro.

Miróla D. Fadrique con orgullo y entereza, retrocedió un paso sin tomarla, y saludándola nuevamente salió de la cámara sin volver la cara cuando pasó sus humbrales.

Si lo hubiera hecho habría visto correr dos lágrimas por las mejillas de la Reina, disipando una parte de la amargura que devoraba en el fondo de su corazón, sin permitir que asomara ni a sus ojos ni a sus labios.

No recibía Enrique III más que a sus tutores a aquella hora, ni el Duque tuvo ánimo de presentarse a él tampoco, sino de abandonar el alcázar donde acababa de sufrir la última decepción de aquel día.

Casi de noche era cuando lo dejó: No tenía, pues, necesidad de ocultar con la máscara del disimulo sus sensaciones, así fue que su fisonomía contraída dejaba conocer la tempestad de su alma en el momento que volviéndose a la regia mansión esclamó:

-¡Catalina!, ¡porque te amo, no me amas!, ¡porque he caído, me rechazas! ¡Adiós!

Y tomando la dirección que al palacio de la Reina de Navarra conducía, atravesó algunas calles desiertas ya y abandonadas al viento Norte que silvando las recorría, y se encontró en la opulenta morada de Doña Leonor que se reflejaba sobre las aguas del río.

Habían sido los sucesos de aquel día tan impensados, habían seguido a ellos las consecuencias tan de cerca, que la reina de Navarra no había podido tomar parte en ellos, ni poner en juego su influjo tan poderoso y su mediación tan atendida con los reyes, los arzobispos y las cortes representadas en el concejo de diputados de las ciudades. Éstos fueron los que tomaron la iniciativa desde el instante que resonó en el alcázar la enérgica acusación de Rodrigo López de Ayala, y en las plazas de Burgos los violentos murmullos del vulgo, conmovido por la alevosa muerte del desdichado Día Sánchez.

Noticiosa, sin embargo, de cuanto había ocurrido, esperaba con vivísima impaciencia a D. Fadrique, ansiando saber sus proyectos, pues harto conocía su carácter para no presentir que nuevas convulsiones iban a estremecer a la infeliz Castilla a impulso de su resentimiento y venganza.

Tendióle, pues, la mano acompañada de su seductora sonrisa en cuanto a su presencia estuvo, y le dijo:

-¡Impaciente me teníais por veros, hermano!

Pero como el Duque no le devolviera su sonrisa, apenas tocara su mano, y no desarrugara su frente sombría, añadió con espresión de sorpresa:

-¿Nada me decís, Fadrique?

-Lo que os importa, señora, debéis de saberlo ya, dijo al fin el Duque con una brevedad seca y amarga. ¡No soy rejente ni tutor!

-Poco da cuando triunfáis, replicó Doña Leonor, halagando una pasión para calmar un sentimiento, con vos sale el conde de Gijón cuya entrada resististeis, y queda en mayoría vuestro amigo el arzobispo de Toledo.

Soltó el Duque una carcajada nerviosa, y repuso cuando de repente cesó el acceso de su amarga hilaridad.

-Ya otra vez os oí decir que sucumbir es triunfar: no me es nuevo lo que os escucho; de ese modo he triunfado hoy, y he triunfado por completo. Celebradlo si os place, hermana, al par con el Arzobispo que me ha vendido por la otra mitad que quedan de las rentas de su pupilo.

Frunció Doña Leonor sus bien cortadas cejas y replicó con viveza:

-Lo que yo os dije, Fadrique, fue que ceder era triunfar, y en cuanto al Primado os prometo que si eso ha hecho, muy caro lo ha de pagar.

-¡Palabras, señora!, repuso D. Fadrique con su sardónica aspereza; y palabras que he oído muchas veces para que me deslumbren de nuevo; ¡ah!, conozco ya muy de sobra con la esperiencia del desengaño lo que me dijisteis en el campamento del Pisuerga: «aquí cada uno va a su interés.»

-¡¡Fadrique!!, esclamó la reina de Navarra con su simpática voz notablemente alterada; mucha, muchísima amargura se encierra en vuestro corazón en este instante.

Clavó el Duque su mirada arrogante y fría en Doña Leonor, y viendo asomar las lágrimas a sus pardos y bellísimos ojos, vencido por aquella prueba de cariño, por aquella muestra de sentimiento, le dijo con amarga y violenta espansión:

-Hay tanta, que se ahoga entre las ondas de su hiel.

-¡Ah! sí, replicó Doña Leonor con acento de reconvención, lo conozco al veros dudar de vuestra hermana, olvidando que esta alianza no se rompe nunca.

Y al decir estas palabras, con un arranque de sentimiento, Doña Leonor le mostró con un ademán espresivo las delgadas y azules venas de sus lindísimas manos.

-Mi Leonor, ¡perdón!, esclamó el Duque perdiendo sus fibras una parte de su terrible tensión; pero pensar que hoy ha sido un día para mí en que todo lo he perdido!... ¡todo se ha escapado de mi mano, haciéndome dudar de las cosas, de los hombres, de mí mismo, y hasta creo que del cielo!

-Pues bien, dijo la Reina de Navarra tomando una de las manos del Duque y apretándola entre las suyas; si hay algo que dilate y engrandezca la ternura que os profeso es sin duda la desgracia, aquí tenéis, pues, mi corazón y mi poder; ponedlo a prueba, hermano, y ya veréis que no os falta. ¡Refugiaos aquí Fadrique!

Y levantándose Doña Leonor tocó su corazón y le abrió los brazos.

D. Fadrique la estrechó en los suyos con un movimiento convulsivo, apoyó la frente en la cabeza de su hermana y se escapó un sollozo de su pecho.

-¡Calmaos, Fadrique!, le dijo la reina de Navarra que sintió correr sus lágrimas sin pensar en detenerlas.

-¡Ay!, no puedo Leonor, ¡es imposible! Tanto vale decirle a mis pasiones ¡calmaos! como a la tempestad, callad. Están desencadenadas, ¡no!, están en agonía y sus convulsiones me agitan.

Acostumbrada Doña Leonor a ver en el Duque los ímpetus de la altivez, de la ambición, de la ira, de la venganza, pasiones predominantes de su alma, y a las que por desgracia se entregaba en demasía, no había imaginado siquiera pudiera dar cavida a un sentimiento tan profundo y amargo como el que lo oprimía. Habíase desprendido de sus brazos y miraba con asombro aquel semblante que revelaba un pesar agudo y desesperado a través de la altanera espresión que pronunciadamente lo caracterizaba.

Ambiciosa, propensa a las intrigas que sabía manejar mejor quizá que los que vivían en su foco, aprovechando en su pro siempre que la ocasión se presentaba los más opuestos elementos, tan sólo veía en los hombres instrumentos, y en el Duque uno de inmensa valía; pero era mujer y abrió su corazón al corazón que veía sufrir.

Dejándose caer en un sitial, y haciendo sentar junto a sí a D. Fadrique, le dijo después de un corto intervalo de silencio pasado en tranquilizarse un tanto de su emoción:

-Vamos a hablar, hermano, a ponernos de acuerdo y a obrar, porque aún puede remediarse todo.

-Es tarde ya, Leonor, respondió el Duque con una melancólica sonrisa.

-Os engañáis, Fadrique, tarde será para lo hecho, pero sazón para lo futuro.

-Tampoco hermana. Creedme, nunca he visto tan bien ni tan pronto las cosas como desde que no soy rejente. Figuraos que no hay quien me las oculte y tengo al desengaño por guía.

-Mirad por Dios no os estraviéis.

-No lo temáis, ahora en abrazándoos me voy. ¡He concluido en Castilla!

-¿Pues qué, vais a partir?

-Sí, hermana, necesito movimiento, agitación, combatir, y más que todo olvidar.

-Fadrique, dijo Doña Leonor con energía; no hagáis tal; no deis más armas a vuestros enemigos, que como veis les sobran con las que ya tienen. Ahorcad a esos hombres de una almena y no salgáis de la corte.

-Eso no puede ser, replicó el Duque sombrío.

-¿Por qué, Fadrique?

-Por muchos conceptos, y el primero porque tienen mi palabra como prenda de seguro.

-¡¡Hermano!!, esclamó la Reina de Navarra fijando una mirada escudriñadora y penetrante en el rostro impresionado y pálido del Duque, ¿es verdad lo que han dicho?, ¿habéis hecho matar a Día Sánchez, vuestro amigo?

-No, Leonor, os lo aseguro.

-Pues entonces, ¿qué os detiene?

-El que lo han hecho por mí.

-¡No os entiendo!, dijo atónita Doña Leonor.

-No lo pretendáis, hermana.

-¡Pero eso de ser y no ser!... ¡no mandar y haber mandado!

-Ésa es la fatalidad, Leonor; ésa es mi estrella maldita que así lo tenía dispuesto.

-Pues ahorcadlos de todos modos, replicó la reina con tono brusco y resuelto. Vale más vuestro honor comprometido, que todos los ballesteros de Castilla.

-Señora, contestó D. Fadrique con dignidad y altivez; antes que todo, es mi palabra, he dicho mal, mi conciencia. Por mí no sufrirán pena.

Y levantándose le alargó la mano añadiendo:

-¡Adiós, hermana, adiós! y no os olvidéis de mí.

-Os lo prometo, Fadrique; dijo Doña Leonor abrazándolo, y os lo probaré si Dios me ayuda. Pero ya que os vais, pese a mi ruego, decidme cuándo volvéis.

-¡¡Nunca!!, a lo menos mientras él sea rejente.

-¿Quién es él?

-No me lo preguntéis, hermana, porque he jurado no pronunciar su nombre sino el día que lo encuentre frente a frente en el combate.

-Poco queda a los rejentes que gobernar, pero de cualquier modo, si acorta eso vuestra ausencia, yo procuraré que sea menos. En cuanto al Arzobispo, dejádmele a mi venganza, y no olvidéis que aquí os espera mi afán.

-Sólo os respondo que las venganzas se escapan aun a las manos más fuertes, y que con Castilla he roto hoy todo pacto. No sé si volveré, acaso demasiado pronto, acaso demasiado tarde, porque somos como los aristas que el viento lleva donde sus ráfagas van; mas lo que sí os aseguro es que ni me dejo una ilusión, ni me llevo una esperanza. Se asemeja al partir mi corazón a esos campos sobre los que ha derramado sus cataratas el cielo en un día de tormenta; va arrasado, mi Leonor.

Doña Leonor le miró, le alargó la mano nuevamente, y le dijo con profunda intención:

-¡Hermano!, en esos campos es más vigorosa la reproducción. Lo que cae en ellos arraiga y se desarrolla y crece con más lozanía que antes, porque está mejor fecundado. Hasta la vuelta, Fadrique.

-Hasta que nos volvamos a ver, Leonor.

Y el Duque besando la mano de Doña Leonor salió de su cámara, y pasadas algunas horas, de Burgos, de donde llevaba recuerdos muy difíciles de olvidar.




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Capítulo XXVI

En el cual se da fin a esta entretenida y verdadera historia


En la noche de aquel día tan borrascoso y ajitado no se contaron en Burgos sino estupendas novedades.

Ocupáronse de ellas desde las viejas comadres que sentadas en el rincón de su hogar hilaban a la luz de un negro candil, hasta las que frecuentaban las más elevadas regiones de la corte.

Motivo había en verdad para aquello y mucho más; pues la muerte de Día Sánchez de Rojas, la de Elvira Manrique; la súbita aparición de Rodrigo López de Ayala cuando nadie le esperaba, creyéndole cada cual donde mejor le parecía; la resolución de guardar el testamento de Don Juan I, y la salida del enojado duque de Benavente para sus estados, eran cosas cada una de por sí y todas juntas para dar qué sentir, qué pensar, y qué decir por un largo espacio de tiempo cuanto más una velada.

A la siguiente mañana doblaron todas las campanas de Burgos por los que en la anterior habían fallecido, hiciéronseles fastuosos funerales, presididos los de Día por el conde de Gijón, y los de Elvira por su tío D. García Manrique, y el sepulcro encerró las dos víctimas de la venganza del Duque.

Enrique III y Catalina de Lancaster la pasaron ocupados, aquel en escribir de su propia mano sendas cartas al marqués de Villena y al conde de Niebla, residentes a la sazón en Zaragoza aquél y en Sevilla éste; llamándoles para que viniesen a gobernar en Castilla lo que de su menor edad faltaba; y la Reina en oír a sus damas y en disponer una peregrinación.

Por su parte, el arzobispo de Toledo hacía suya la situación como decimos en nuestro siglo XIX.

Concedióle el concejo el voto de los gobernadores ausentes hasta tanto que viniesen, y el cobro de las rentas reales para que se indemnizara de los gastos ocasionados en la jornada de Valladolid. Entregóse con ardor a ordenar lo que, por la salida de unos rejentes y la ausencia de otros, era necesario, sirviéndole la caída de D. Fadrique para su mayor engrandecimiento y poder.

El arzobispo de Santiago le dejó por entonces hacer, pues profundamente afectado con la muerte de su sobrina, así que salió del concejo el día anterior, se trasladó al monasterio de las Huelgas, de donde no salió hasta que la dejó sepultada en el claustro donde se habían deslizado los últimos días de su vida.

Algunas horas después que el Duque de Benavente salió de Burgos, el Maestre de Santiago D. Lorenzo Suárez de Figueroa, encaminándose a Vélez centro de sus estados para olvidar allí, sin duda alguna, la soberanía real de que voluntariamente se había desprendido en un instante que aparecían convertidos los desafueros en crimen. D. Gonzalo Núñez de Guzmán salió cortésmente a recibirlo, y apretándose cordialmente las manos al separarse, convinieron en conservar las espadas que trocaron en Valladolid como un recuerdo de fidelidad al juramento que los unió.

Sólo Rodrigo López de Ayala no se ocupaba de lo pasado, de lo presente ni de lo futuro; pues por efecto de las multiplicadas y violentas emociones que sufrió en algunas horas, fue acometido de la fiebre que tan mal parado lo tuvo en Nuestra Señora de los Haces, la cual no lo abandonó sino después de muchos días de sufrimiento.

Cuando más tarde se vio libre de ella, se entregó a sus recuerdos, que eran acervos, y cayó en una melancolía que el tiempo dulcificó, pero que no le abandonó jamás. Rejente de Castilla, y tutor de D. Enrique, cumplió lealmente su doble cargo, y cuando el Rey, declarado mayor antes de la edad prefijada para cortar las banderías de los dos prelados, se coronó en Santa María de las Huelgas, Rodrigo tomó el hábito de San Juan de Jerusalem, de cuya orden era maestre Frey Juan Fernández de Heredia.

Embarcándose en cuanto hizo su profesión, abandonó a Castilla para añadir la gloria de un héroe a la gloria de una orden cuyo recuerdo será eterno.

Hernando de Illescas no quiso abandonar a su señor y lo siguió al Asia, participando fielmente de sus triunfos y de sus penalidades. No así Ben-Samuel, el astrólogo, que enriquecido y con gran fama quedó en Burgos sin querer acompañar al duque de Benavente a Portugal, y en la noche memorable del 5 de agosto fue muerto a puñaladas por el vulgo amotinado que se levantó contra la judería, y la quemó asesinando a todo el que no pidió el bautismo.







Hemos terminado nuestra tarea. Nos propusimos al emprenderla bosquejar las pasiones que agitan y estremecen el corazón que las abriga y la existencia que combaten; sus delirios sus violencias, sus estragos, las hemos enlazado a un hecho histórico y hemos dado vida a una novela.

Cada una de sus páginas revela que es la primer obra que ha salido de la mano del autor. Con sus incorrecciones, con sus defectos, manifiesta su inesperiencia y el entorpecimiento de la timidez. Sólo nos satisface el que hemos respetado la verdad histórica, que hemos elevado los caracteres, y que hemos ennoblecido las pasiones, demostrando con hechos que como los torrentes, a quien aquéllas se asemejan, necesitan un fuerte dique que las contenga, ya se llamen odio, venganza o amor.




 
 
FIN
 
 



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