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Esteban Echeverría

Vida y obra de Esteban Echeverría

Trayectoria vital y literaria

La vida y la obra de Esteban Echeverría (1805-1851), poeta cívico comprometido tanto con la renovación de la literatura, como con la «regeneración» de la sociedad, fueron condicionadas por la época turbulenta que le tocó y que aparece en sus textos, exacerbada y contradictoria, como la rescata la Historia.

Su trayectoria abarca tres momentos sobresalientes de la Argentina de la primera mitad del siglo XIX: la Revolución de Mayo, el período ilustrado encabezado por Bernardino Rivadavia y la etapa federal bajo la hegemonía de Juan Manuel de Rosas, que coinciden con su infancia, su formación, y su madurez cívica y literaria, respectivamente.

Infancia. La revolución

José Esteban Antonio Echeverría nace en el barrio porteño del Alto, hoy San Telmo, en 1805, durante las turbulencias previas a la Revolución de Mayo de 1810 que culminará, años más tarde, con la libertad de las colonias españolas de Sudamérica.

Justamente es en la escuela de San Telmo, que dependía del Cabildo revolucionario, donde Esteban y su hermano José María reciben las primeras letras junto con el credo de libertad e igualdad de los ideólogos de Mayo, inspirados en las doctrinas del iluminismo y la Enciclopedia. No es casual que, cuando escriba el Código, sea «Mayo» una de las «Palabras simbólicas» de sus mandamientos políticos.

Aunque el adulto adjudicará luego las falencias de su educación formal a las contingencias revolucionarias, hay que añadir causas personales como la muerte prematura de su padre y las desavenencias con el padrastro, así como los cuidados maternos por su frágil salud y la muerte de ésta, que agudizan una enfermedad cardiaca y dolencias nerviosas sufridas de por vida y tipificadas como neurastenia por alguno de sus biógrafos.

Formación. Buenos Aires y París

La primera etapa de su formación transcurre en el Buenos Aires ilustrado y la segunda en el París del romanticismo.

Su juventud porteña coincide con el protagonismo público de Bernardino Rivadavia, político ilustrado que llegará a ser el primer presidente de la flamante Nación (1826-27) aunque su influencia abarcó un período más amplio, desde 1821, cuando asumió como ministro de gobierno.

En la conformación del país, en la pugna entre las provincias del interior y los porteños, la derrota militar de Buenos Aires en la batalla de Cepeda (1 febrero 1820) supuso paradójicamente su prosperidad, gracias a la autarquía federal que la benefició con los recursos de la aduana y el puerto.

Las ventajas económicas y las políticas progresistas del gobierno unitario impulsadas por Rivadavia, desarrollan y modernizan la ciudad. Se adoptan una serie de medidas de gobierno entre las que destaca el apoyo a la educación: se crea la Universidad de Buenos Aires en 1821, el Departamento de Primeras Letras, al que concurrirá Echeverría, el Colegio de Ciencias Morales, y se implementa un sistema de becas para formar en Europa a los profesionales que necesitaba la nueva Nación. Para contrarrestar la herencia universitaria de orientación escolástica y la enseñanza en manos de la Iglesia, se impulsa la escuela pública y se modernizan los contenidos de acuerdo con las doctrinas del cientificismo laico de la Ilustración.

La formación porteña de Echeverría, que había comenzado en la escuela del Cabildo, continúa en el ambiente liberal del Departamento de Primeras Letras, del que fue alumno, y con las prácticas en los almacenes del Lezica y Piñeyro, ambos personajes del entorno rivadaviano, impulsores del viaje a París del joven aspirante, que estudia francés entre los despachos del almacén, y adhiere a la estética neoclásica de sus maestros.

El viaje a París

El joven talentoso viaja a París ayudado por la política rivadaviana que tenía comisionados en algunas capitales europeas (Londres y París) para acoger y orientar a los jóvenes argentinos enviados por el gobierno para completar sus estudios en los centros de avanzada de la época.

Zarpa de Buenos Aires en octubre de 1825, y después de cuatro meses de accidentada travesía, desembarca en Le Havre y se instala en París en marzo de 1826. En esta ciudad, durante algo más de cuatro años, transcurre la segunda fase de su formación, y la de mayor importancia literaria, hasta su regreso a la Argentina a fines de junio de 1830, tras breve paso por Londres.

Cuatro años en los que no sigue una carrera regular, sino que toma cursos de distintas asignaturas en la Sorbona, el Ateneo y también con profesores particulares. Es época de ávidas lecturas en las que tercia «las más serias» sobre política, filosofía, sociedad, legislación –según la valoración de quién aún no ha asumido su vocación-, con las literarias: «Shakespeare, Schiller, Goethe y especialmente Byron me revelaron un mundo nuevo».

París vive por esos años el punto máximo del romanticismo que supuso no sólo un cambio radical de estética literaria sino una revolución cultural que involucra a la sociedad. La envejecida Ilustración y el neoclasicismo son defenestrados por el movimiento romántico que tendrá su manifiesto en el prefacio a Cronwell (1827) de Victor Hugo, su joven conductor de veinticinco años. La victoria de la nueva estética ocurre en 1930, en el estreno de Hernani en el teatro Odeón, donde se da la conocida batalla entre clásicos y modernos. Ese mismo año, Lamartine publica Harmonies e ingresa a la Academia, lo que significa la institucionalización de la nueva estética.

Si bien no se tiene puntual noticia de la participación de Echeverría ni de sus relaciones con los protagonistas del momento, no es difícil suponer que aspiró el intenso clima de cambio cultural de la ciudad y que adhirió al nuevo credo romántico por flechazo generacional.

A su regreso a Buenos Aires lleva en la maleta, no sólo los saberes teóricos aprendidos con sus profesores franceses y la nueva sensibilidad que ha triunfado en la ciudad, sino una consecuencia que el transtierro y la toma de distancia despiertan en el joven argentino: la certeza de una pertenencia americana, la conciencia de identidad.

Ambas etapas, la rivadaviana y la parisina, son decisivas para el desarrollo futuro del conductor y del literato. Su formación en Buenos Aires, había combinado el conocimiento directo de la realidad, adquirido en el trato con los gauchos en la estancia pampeana de Los Talas y en sus andanzas juveniles por el suburbio porteño, con la interpretación teórica de esa realidad hecha de espaldas al país real, desde las cátedras europeizantes de la Universidad. En París se desprende del legado de los claustros rivadavianos (más exactamente, de la parte envejecida de ese legado) y, por empatía generacional, adhiere a las nuevas doctrinas del romanticismo en el propio teatro de su gestación, y toma conocimiento del socialismo utópico que terminará de profundizar con lecturas recomendadas por sus amigos en Buenos Aires.

El equipaje de un precursor

Mientras el joven becario estudiaba, leía y aspiraba los aires nuevos de la capital francesa, en su tierra se profundizan las diferencias ideológicas que llevarán al país a una división en dos grandes partidos, pronto irreconciliables. El unitario, heredero de los principios revolucionarios de Mayo y del racionalismo ilustrado de sus ideólogos, vigorizado por la gestión de Rivadavia, pero que no logra extenderse al interior y atiende fundamentalmente los intereses de Buenos Aires. Y el federal, al que responden la mayoría de las provincias, aliadas o enfrentadas entre sí.

Este último tiene el apoyo de los federales porteños que, luego de distintos avatares (ente ellos, la ejecución de Manuel Dorrego –federal moderado, gobernador de Buenos Aires– por orden el general unitario Juan Lavalle), verá surgir entre sus filas a Juan Manuel de Rosas, elegido gobernador de Buenos Aires en 1829, que controlará el poder en las Provincias Unidas hasta 1852, un año después de la muerte de Echeverría.

Cuando en Junio de 1830 Echeverría regresa de París, Rosas gobernaba con facultades extraordinarias, delegadas por las provincias, que se prorrogarán indefinidamente; y el exilio de los unitarios, sus antiguos maestros, benefactores y amigos, había comenzado: «al volver a mi patria ¡Cuántas esperanza traía! Pero todas estériles: la patria ya no existía».

Efectivamente, la situación política del país había cambiado; pero también los cuatro años en París habían cambiado al propio Echeverría. Es significativo que cuando el joven dependiente de los almacenes de Lezica embarcó rumbo a Europa se registra como «comerciante» y al regresar a su país figura como «literato». El viaje, sin dudas, le aclaró su destino.

Por otra parte, en su equipaje de ida, llevaba un ejemplar de La lira argentina, compendio de poesía neoclásica, compilada por iniciativa gubernamental cuando Rivadavia era ministro de gobierno, para legar a la posteridad la poesía patriótica de la gesta de Mayo. El libro, publicado (y censurado) en París luego de curiosas peripecias, había llegado a Buenos Aires en 1924, meses antes de la partida a Francia del joven Echeverría, que lo incluyó en su escueto equipaje bibliográfico como quien lleva al partir una síntesis de sus adhesiones: Mayo y la poesía neoclásica. Pero la experiencia en el París bullente de la revolución romántica opera un cambio de mentalidad y, a su regreso, será intangible pero muy otro el equipaje intelectual que introduce en el Plata.

La búsqueda de libertad, el ideal de independencia, la revolución política de los poetas próceres de Mayo, aún encorsetados en los moldes neoclásicos de La lira argentina, encontrará en el desborde romántico un formato a su medida. En esa turbulencia intelectualmente fecunda e incentivadora, Echeverría descubre no sólo su destino de poeta, sino su identidad de poeta cívico americano; y encuentra también el instrumento nuevo, el lenguaje, para ejercerlo.

El romanticismo era algo más que una escuela literaria; aunaba en un mismo impulso la revolución estética y el cambio social. El historicismo, la construcción de la nación, una religiosidad laica y anticlerical, el individualismo y el socialismo utópico del movimiento romántico eran una reacción contra el universalismo estático y el racionalismo cientificista de la ilustración, de los que el joven rioplatense se apartaba a medida que avanzaba su conversión al nuevo credo. Conversión que continuará y se afirmará a su regreso, en el ambiente abierto y receptivo del Buenos Aires poscolonial, por influencia de las lecturas que le recomiendan sus amigos, sobre todo Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento, admiradores de Saint Simon entre otros pensadores franceses del momento.

Buenos Aires: el éxito literario. La conciliación imposible

Echeverría vuelve a su tierra con el ímpetu y la orientación necesarios para iniciar la etapa más fecunda de su vida: la década porteña en la que adquiere su madurez literaria y ejerce su liderazgo intelectual.

Conduce un movimiento de renovación estética y compromiso político que adjudica a la poesía una función social y hace del poeta un sacerdote laico. Inaugura en narrativa un realismo comprometido y testimonial que será constante en la literatura latinoamericana y que enlaza con la necesidad de denuncia de un continente sometido.

En 1830, recién llegado de París, recibe los elogios de Pedro de Angelis, el crítico más serio partidario de Rosas, por «Regreso» y «Celebración de Mayo», dos composiciones que publica, sin firma, como «un joven argentino». En septiembre de 1832 aparece, también anónimo, Elvira o la novia del Plata, un libro-poema de 32 páginas que tiene el mérito de inaugurar la poesía romántica en lengua española, ya que se anticipa en un año a la publicación, en París, de El moro expósito del Duque de Rivas, primera obra romántica de la poesía española.

Nuevamente de Angelis lo destaca, señalando la novedad métrica y el uso del octosílabo, verso popular, para una temática elevada, habitualmente en endecasílabo.

Al cabo de dos años aparece Los consuelos, con el nombre del autor y la edición a cargo de Juan María Gutiérrez; es el primer libro de poemas de un argentino publicado en Buenos Aires y causa sensación en la pequeña elite intelectual rioplatense. La prensa destaca su novedad literaria y se hace eco del suceso social. Con certero ojo crítico, Florencio Varela, representante de la envejecida poesía neoclásica que esta obra venía a superar, la saluda generosamente desde Montevideo, y comunica su entusiasmo a Juan María Gutiérrez en una carta fechada el 1 de diciembre de 1834: «...el señor Echeverría es un poeta, un poeta. Buenos Aires no ve esto hace mucho tiempo: ¿Quién sabe si lo ha visto antes? Estoy loco de contento: he comunicado mi entusiasmo a cuantos he podido, haciéndoles leer el precioso libro».

El caldo de cultivo ya estaba a punto en el Río de la Plata y la obra atrapa a los lectores. La fama del autor crece en los salones, pero su consagración llegará en 1837 con «La cautiva», poema en nueve cantos y un epílogo, incluido en Rimas.

El autor mira con ojos renovados su propia tierra y descubre las posibilidades estéticas del paisaje y el conflicto americanos; instala en el texto ese «desierto, inconmensurable, abierto...», en el que hay que construir una nación. Toma conciencia de esa naturaleza ignorada y la convierte en paisaje, en hecho cultural.

El público y la crítica advierten el «carácter propio y original», de una poesía que «reflejando los colores de la naturaleza física que nos rodea, sea a la vez el cuadro vivo de nuestras costumbres y la expresión más elevada de nuestras ideas dominantes», según el propósito esbozado por el autor en el epílogo a Los consuelos, incluido como advertencia en la edición de Gutiérrez.

Este compromiso de la obra con el medio natural y social en el que surge, y del escritor que se vale de la poesía para el alegato y la denuncia, será una constante del romanticismo americano en el que la situación poscolonial recarga al escritor de responsabilidades políticas. Echeverría consigue su lugar como poeta cívico. La cautiva lo consagra como poeta romántico y como líder del grupo de jóvenes que será denominado generación del 37.

Algunos de los cantos de este poema ya habían sido anticipados en las lecturas del Salón Literario, de breve pero intensa vida (junio de 1937 a enero de 1938), cenáculo que reúne a escritores y artistas en la librería de Marcos Sastre. En estas reuniones convocadas por los jóvenes intelectuales, Echeverría ejerce su magisterio oral. Aboga por la «regeneración» de la sociedad que emerge del oscurantismo colonial, señala la importancia de los Cabildos, donde se practica el consenso público de los vecinos como base de la democracia y, en un principio, defiende una postura conciliadora entre los grupos antagónicos de unitarios y federales.

Rosas, que con pactos o coacciones ha conseguido la unidad nacional como jefe del partido federal aunque sigue defendiendo los intereses del puerto y de la provincia de Buenos Aires, desconfía de los jóvenes y exige adhesiones incondicionales. La Mazorca, su policía política, avanza en la intensidad de la represión. Con el mote de «salvaje unitario» se desacredita, no sólo al adversario político, sino a todo aquél que no se somete con obsecuencia a los dictados del Restaurador de las Leyes, título que se adjudica. Sus logros indudables en política exterior quedan empañados por la intransigencia y el autoritarismo con que ejerce el poder y la manipulación del resentimiento popular contra todo libre pensador ilustrado, que será denostado como elitista, afrancesado, ateo o anti-criollo. En estas circunstancias, ser tildado de «romántico» también supone un riesgo.

Algunos miembros del Salón Literario son perseguidos y tienen que exiliarse; ya nadie puede pensar en una postura conciliadora. La prudencia aconseja el cierre del Salón, pero algunos de los jóvenes, convocados por Echeverría, continúan reuniéndose en forma clandestina en una logia, La Joven Argentina, rebautizada luego como Asociación de Mayo, inspirada en las logias carbonarias italianas. En la primera reunión se leen las quince Palabras simbólicas que resumen el ideario del grupo y se encarga a Echeverría la redacción del programa, discutido en las reuniones y denominado Credo, catecismo o creencia de la joven Argentina, o Código. Alberdi, que marchará pronto al exilio, lo publica en Montevideo, el 1 de enero de 1939, con el título de Código o declaración de principios que constituyen la creencia social de la República Argentina.

Los miembros de la Asociación lo difunden entre sus correligionarios de las provincias. Años más tarde, en 1846, se reeditará en Montevideo una versión actualizada por el propio autor con el título definitivo de Dogma socialista de la Asociación de Mayo. A pesar de sus deudas y transcripciones literales de autores europeos, será la obra cumbre del ensayo político del autor y motiva una fructífera polémica recogida en las Cartas a de Angelis, que afinan y desarrollan el ideario político del grupo del 37.

Una denuncia pone fin a la Asociación y sus miembros deciden dispersarse. Algunos dejan el país y engrosan el grupo de los proscriptos; otros se recluyen en el exilio interior, como en un principio Echeverría, que opta por Los Talas, la estancia de la familia en la provincia de Buenos Aires donde había buscado remedio a sus crisis nerviosas y calma para escribir.

En estas circunstancias, conmovido por las noticias que llegan desde la ciudad sobre los atropellos de la Mazorca y de la brutal represión de los hacendados en Chascomús, inicia la redacción de ficciones de tema netamente político: el poema La insurrección del sud, que terminará y publicará luego en Montevideo, y el cuento El matadero, redactado entre 1839 y 1840, obra cumbre que se anticipa a la época y que permanecerá inédita hasta 1871, cuando su fiel amigo Juan María Gutiérrez, emprende su publicación póstuma en la Revista del Río de la Plata.

Obligado moralmente a apoyar la fallida expedición del general Lavalle, reconocido guerrero unitario que había desembarcado en la costa bonaerense para liderar el levantamiento de los hacendados contra Rosas, Echeverría se ve forzado a refugiarse en Uruguay; primero en Colonia del Sacramento y, desde 1841, en Montevideo, donde desarrollará la última etapa de su producción hasta su muerte.

Montevideo: el proscripto

Si en su etapa porteña el poeta romántico había conseguido no sólo la fama, con la que no se conformaba, sino la gloria literaria tan ansiada, durante la década del destierro uruguayo conocerá también la pobreza, la enfermedad, la ingratitud y finalmente la muerte en 1851, a los 45 años, sin haber podido ver a su patria libre de Rosas, que será derrotado por el general Justo José de Urquiza, un año más tarde, en la batalla de Caseros en 1852.

En su salida apresurada hacia el exilio tuvo que dejar a Martina, su pequeña hija de unos cuatro años, a la que nunca volvería a ver, y que murió anciana, en Buenos Aires en 1922, sin haber prácticamente conocido a su padre. Junto a sus libros, casa y demás pertenencias, tuvo que abandonar el original de La insurrección del sud, poema fechado en Los Talas en noviembre de 1839 sobre el levantamiento de los hacendados, que se salvó de la destrucción gracias a «una patriota de San Andrés de Giles» que lo ocultó entre sus ropas junto a otros papeles y, años más tarde, lo hizo llegar a su autor.

Llega a Montevideo requerido por correligionarios y amigos exiliados, en especial por Alberdi, que reclama la necesidad de su influencia en el grupo de opositores para debilitar, desde fuera, el poder del caudillo federal.

Sigue escribiendo sin descanso prosas de distinta índole y sus poemas de más largo aliento que, sin embargo, no alcanzan los logros anteriores. En los años siguientes, compone Avellaneda, (sobre el trágico episodio del prócer tucumano, dedicado a Alberdi, también tucumano), y La guitarra que, al igual que La insurrección del sud, no serán publicados hasta 1849. Intenta completar con Pandemonio, sin lograrlo, el tríptico compuesto por La Guitarra, poema autobiográfico, y El ángel caído, el más extenso y ambicioso, sobrecargado de doctrina política, en el que trabajará hasta el fin de sus días y que aparecerá póstumo en las Obras Completas.

En Montevideo sus condiciones de vida y su participación pública ya no son las mismas; tuvo que vender parte de su biblioteca para mantenerse y en su correspondencia se ven reflejadas las necesidades económicas, la preocupación por la venta de sus obras y hasta el pedido de ayuda a algún amigo. La pobreza lo retrae y tiene menos protagonismo público, pero no deja de escribir; y aunque su obra tiene menos difusión por su voluntaria distancia hacia ambos grupos enfrentados, hay dos sorprendentes reediciones en Buenos Aires de Los consuelos y Las Rimas, en 1842 y 1846 respectivamente, en plena etapa federal.

Continúa su labor de incentivador intelectual en conversaciones con los uruguayos y los compatriotas exiliados en la Banda Oriental, como Alberdi y Gutiérrez, con los que mantiene fluida correspondencia cuando estos emprenden viaje a Europa y Echeverría no puede acompañarlos por falta de dinero.

Su preocupación por la educación se acentúa, y rompe su aislamiento cuando se trata de colaborar en instituciones educativas; participa en la fundación del Instituto Histórico Geográfico Nacional, es miembro del Instituto de Instrucción Pública y del primer Consejo de la Universidad de Montevideo. A pedido de Andrés Lamas, romántico uruguayo, escribe un Manual de enseñanza moral para la educación primaria.

Durante el sitio de Montevideo (1843-1851) por parte del general uruguayo Manuel Oribe, aliado de Rosas, Echeverría quiere sumarse a las filas de la Defensa, en las que también participaban los argentinos exiliados y legiones extranjeras de Francia, España e Italia, pero su salud precaria no se lo permite. Sin embargo, su interés por la política no decae ni tiene fronteras, y analiza la llegada de la segunda República Francesa en La revolución de Febrero en Francia, un trabajo inconcluso, publicado en 1848.

Sigue escribiendo y los originales se van acumulando «como en un sarcófago». Estos inéditos y otros escritos de distintas épocas aparecerán reunidos en el último tomo de sus Obras Completas, publicadas después de su muerte, en Buenos Aires entre 1870 y 1874, compiladas y anotadas por Juan María Gutiérrez. El tomo V recoge, entre otros materiales dispersos de y sobre Echeverría, Cartas a un amigo, sus primeras prosas escritas entre los 17 y 18 años, en las que el paisaje ya ocupa lugar destacado; Peregrinaje de Gualpo de tema autobiográfico; Apología del matambre, definido por el compilador como cuadro de costumbres, prosa de gran fuerza expresiva en la línea temática de El matadero; Mefistófeles, «drama joco-serio, satírico político», sin mayor interés literario, y un conjunto interesante de notas en las que expone sus puntos de vista literarios y teoriza sobre arte, poesía, modos expositivos, estilos, movimientos estéticos, y temas afines a la teoría y la crítica, que el compilador agrupa con el título de Fondo y forma de las obras de imaginación.  

Sin embargo, como ya fue dicho, la producción más importante de la etapa uruguaya es su prosa política, cuyo núcleo es el Dogma socialista de la Asociación de Mayo, que se reedita en Montevideo en 1846, acompañado por dos añadidos que lo amplían y actualizan: la Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año '37, que lo precede, y la Respuesta al escritor español Dionisio Alcalá Galiano, incluida como apéndice. Aunque no tiene la difusión esperada, la obra llega a destinatarios claves, y provoca la polémica ideológica más interesante de la época, recogida en las dos Cartas a de Angelis, que afinan y completan el pensamiento político de su generación. Como opina Alberto Palcos «un hilo sutil vincula el Dogma socialista con las Bases, y otro, muy notorio, a las Bases con nuestra Carta Magna», en referencia a la obra de Juan Bautista Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, de 1852, y a la Constitución liberal de 1853.

Es una obra decisiva del ensayo político a pesar de los préstamos de escritores europeos, relevados por sus exégetas, y de las limitaciones ideológicas o las omisiones analizadas por parte de alguna crítica actual que derrocha erudición para extraviarse en conclusiones: se devalúa a estos liberales del pasado con el fin de criticar los vicios del neoliberalismo presente, sin reparar en el error de descontextualizar los hechos para responsabilizar a aquel movimiento, revolucionario en su origen, de los extravíos y contradicciones de su desarrollo muy posterior.

Los logros de esta prosa directa y combativa están en la adaptación de las nuevas ideas «prestadas» a nuestra realidad y en el coraje de arriesgar juicios en el momento mismo en que se producían los hechos, al señalar los aciertos y los errores de los partidos de su época y avizorar las vías fundamentales de la construcción nacional.

Como visionario, Echeverría anticipa uno de los grandes escollos en los que tropezará una y mil veces la política nacional: aboga por las plataformas de partidos en contra de los personalismos, en una nación manejada desde sus inicios por caudillos y militares. Destaca el valor del gobierno municipal que se ejerce en los Cabildos, única institución que queda en pie del antiguo régimen colonial, verdadera escuela de práctica política, en la que los vecinos ejercitan su responsabilidad de participar. En este punto el error de Echeverría al defender el voto cualificado, señalado con razón y con machacona insistencia, no puede ser juzgado fuera del contexto de su tiempo, en el que las prácticas democráticas eran precarias y cuando aún faltaban muchas décadas para la Ley Sáenz Peña (1912) del voto universal y secreto (sólo para varones), y aún un siglo para el voto femenino (1947) en la Argentina.

Entre otros aciertos remarcables Echeverría, proclive a conciliar el anticlericalismo ilustrado con la religiosidad romántica, anticipa la necesidad de la separación de la Iglesia y el Estado (que se logrará recién durante la primera presidencia de Julio A. Roca, 1880-1886), y orienta el sentimiento religioso hacia la fe patriótica, consciente de la necesidad de crear en el pueblo fundamentos sólidos para la nueva nación. Ve en «Mayo» el símbolo unificador que arraiga en el pasado y crea una continuidad histórica, y lo propone como eje de los distintos proyectos nacionales. Insiste en la necesidad de «no perderse en abstracciones» y de gobernar con «el ojo clavado en las entrañas de nuestra sociedad».

Esta obsesión del pensador por realizar sus proyectos teniendo en cuenta la geografía y el modo de ser local, se cumple tanto en su prédica política, como en su obra literaria.

Son tantos los aportes y el compromiso de Echeverría con su país y su época, que resulta inútil, o al menos mezquino, señalar las omisiones de una vida entregada con pasión a construir denodadamente una nación por medio de las nuevas ideas, la fe en la palabra literaria y el magisterio oral.

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