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ArribaAbajo- XXXII -

¡Floja, era una floja, una cobarde! -exclamaba Genaro enrostrando a Máxima sus recelos, sus temores-; ¡qué le daba por vivir así temblando, muerta de miedo! ¿Si nadie nunca había llegado a saber, si nada había sucedido hasta entonces, por qué había de suceder?

Bien lo veía ella que la señora se pasaba los años adentro, que valida de la confianza que le habían dado a él en la casa, hasta solía no salir ni a recibirlo, y que ahora especialmente, en la ciudad, era mil veces mejor, más seguro que en la quinta, más difícil que metidos allá, en los fondos, fuesen a espiar los sirvientes.

Dueño del campo; pudiendo hacerse fuerte con   —198→   los viejos, se decía Genaro, siendo querida suya la muchacha, lo que era a él... ¡qué le importaba, a ver cómo no los pillaba el mismo padre, mejor, cuanto antes!

Justamente se iba quedando sin un cristo, iba corriendo burro todo cuanto tenía, con la vida de vago que llevaba; dos mensualidades había dejado ya de enviarle a la madre, y muy bien que le vendrían, como a un santo un par de velas, los pesos de su suegro.

Hasta ganas le daban de ponerlo él mismo en el secreto, de escribirle él un anónimo para que reventase la bomba de una vez.

Sin duda, faltaba el rabo por desollar, había un peligro: corría el riesgo de que en un primer impulso, en un ímpetu de rabia fuese a romperle el alma el otro, aunque... ¿ni quién sabía tampoco, porque qué iba a sacar, qué iba a salir ganando, en fin de cuentas?

Tal vez no dejara de comprenderlo, lo pensase, lo meditase, lo mirase por ese lado y se viniese a las buenas.

Sobre todo, bien valía eso el bocado, la tajada   —199→   que le iba a tocar a él... ¡eso y mucho más!

Pero, ciega la madre y descuidado, ausente casi de continuo el padre, idéntica entretanto la situación se prolongaba, libremente Máxima y Genaro se veían, en la casa, en la sala, solos, ocultos a los ojos de todos el secreto de sus amores.

Había llegado a notarla preocupada él, sin embargo, triste, callada, abatida por momentos, como cavilosa, como dominada por un íntimo y penoso sentimiento.

Había tratado de indagar de ella la causa: ¿no tenía nada, qué iba a tener? Estaba como siempre, cosas de él, se imaginaba no más.

La encontró pálida una vez y ojerosa, más pálida y ojerosa que de costumbre, hinchados, abotagados los ojos, los párpados encarnados, acababa evidentemente de llorar:

-No me sostendrás que no, no podrás negármelo ahora... pero ¿qué hay, dime lo que te pasa... qué, no tienes acaso confianza en mí y en quién mejor puedes tenerla?

Sabes que tratándose de ti, como si se tratara   —200→   de mí mismo, que lo que directa o indirectamente a ti te afecta, me afecta a mí, que tus penas, tus pesares son los míos, que te quiero, que te adoro, en fin, con toda mi alma y que, ligados tú y yo, por el vínculo que nos une, estamos llamados destinados ambos a correr la misma suerte.

Vaya, mi hijita, prosiguió Genaro, ocupando un asiento junto a Máxima, tomando a ésta de la mano, acariciándosela:

-¿Qué es lo que le sucede?, dígaselo a su viejo... Te lo ruego, te lo suplico... por el cariño que me tienes... ¡no puedes figurarte lo que me aflige verte así!

Lo dejaba hablar ella, inmóvil en silencio, la vista baja como si nada oyese, como si nadie allí a su lado estuviese:

-Es menester, es fuerza que concluya esto, sin embargo -con un vivo movimiento de impaciencia, exclamó Genaro, y de pronto, levantándose, púsose a recorrer a largos pasos la sala-, es ridículo, absurdo que te obstines de ese modo; sobre todo, necesito yo, quiero saber y no pido, exijo, que hables... ¿qué es lo que tienes?, contesta.

  —201→  

-¿Lo que tengo?... es que no tengo lo que tienen las mujeres -terminó por decir bruscamente Máxima, como haciendo un enorme esfuerzo, cubriéndose con el pañuelo, el rostro, ahogada la voz entre sollozos.

-¿Lo que no tienen las mujeres?...

-Desde... hace... tres meses.

-¡Acabáramos!... ¿eso es, eso no más? -y sin poder contener un gesto de íntima alegría-: Me lo figuraba -murmuró, como hablando consigo mismo Genaro.

-¿Cómo?

-Claro, pues -prosiguió tranquilamente, con aplomo-, tenía que suceder, estaba viéndolo venir yo...

-¿Tú?... ¡me habías asegurado que no, sin embargo, me habías dicho que tuviera confianza en ti, que sabías, que harías tú...! ¡qué sé yo!... que viviese tranquila y sin cuidado, que era imposible, en fin...

-Es que lo deseaba, que con todo el ardor de mi alma lo anhelaba... ¿Te parece poca dicha, poca felicidad la mía, ser padre de un hijo tuyo,   —202→   imaginarme que vas a ser madre y madre de mi hijo tú?

-¿Mentías entonces, a sabiendas me engañabas?

-¡Oh!, con la más santa de las intenciones mi hijita, sólo por ti, en obsequio tuyo, por no alarmarte, por no asustarte.

Había alzado los ojos sobre él, lo miraba con asombro, con un asombro profundo, como si un velo acabara de descorrerse ante su vista, como si se le revelara otro hombre Genaro en ese instante:

-Pero... ¿y yo?

-¿Crees acaso que no conozco mis deberes, que no he de saber cumplir lo que mi conciencia de hombre honrado me dicta, que soy un miserable yo, algún canalla?...

Estoy pronto a responder como caballero de mis actos; te casarás conmigo, serás mi mujer tú.

Guardó de nuevo silencio ella, de nuevo el llanto bañó su rostro:

-Sabes que hasta derecho tendría para enojarme, para resentirme contigo seriamente, que hasta una falta de cariño podría ver en tu conducta, en tu aflicción, en tus lágrimas... ¡estoy de veras   —203→   por creer que no me quieres, por lo menos como te quiero yo a ti!...

-¿Qué hacer, mi Dios, qué hacer?

-¿Qué hacer?

Iba a decírselo él, tener ánimo, valor, resolución, hablar, confesar todo a la madre que era una santa mujer y que era madre, que acabaría por abrirle los brazos a ella, y por encargarse de obtener el perdón de su marido...

No, no, Dios la librara, se le caía, sólo de pensarlo, la cara de vergüenza, era mejor ver, esperar, ¿quién sabía? Podía ser otra cosa, una indisposición pasajera, algo de enfermedad, podía quedar en la nada todo al fin...



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ArribaAbajo- XXXIII -

Corrió un mes; se lo había dicho: inútilmente, era vano obstinarse, esperar aún, seguir haciéndose ilusiones, había preguntado, lo había consultado con un médico amigo suyo, todo el cuadro de síntomas de la preñez se presentaba, era indudable, evidente que, estaba ella embarazada.

La situación se agravaba entretanto, bien pronto le sería imposible disimularla a los ojos de la madre, del padre; para ante la familia, para ante el público mismo, ¿cómo más tarde, de qué manera ocultarla si salía de cuidado antes del tiempo?

Un mes... dos meses... todavía, era más fácil eso, podían decir que había nacido a los   —206→   siete el chiquilín, podían, yendo a residir temporalmente en la campaña, en una de las estancias del padre, retardar, ocultar la fecha verdadera del nacimiento.

Pero que se resolviese ella de una vez, cada día, cada hora que pasaba, era un tiempo precioso que perdía. No por él, personalmente a él, qué se le daba... ¡era hombre él!... por ella, por su hijo, en nombre de su reputación comprometida, en el interés de la pobre, de la inocente criatura era que hablaba, que encarecidamente le suplicaba.

Consiguió al fin, obtuvo de Máxima lo que pretendía; instada por él, apremiada, obligada, además por la fuerza misma de la triste extremidad a que se viera reducida, arrancó Genaro de ella la promesa, de confesar todo   —207→   dado esperar no siendo así, nada resuelto por lo menos habría aún.

No durmió, en efecto, agitado, calenturiento, revolviéndose en la cama sin cesar, le fue imposible conciliar el sueño un solo instante.

Pensaba, preocupábase de Máxima, sufría por ella, un sentimiento de cariño y de lástima a la vez llevábalo a condolerse de su estado, ¡víctima suya la infeliz! ¿Acaso llegó a decirse, reducida, violentada, en cinta de él, ante sus mismos padres arrastrada ahora a hacer la confesión tremenda de su vergüenza, y sola, sin defensa, sin protección ni amparo en el terrible y azaroso trance?

Miedo era lo que tenía, un pensamiento egoísta y cobarde lo que ocupaba su mente, la idea de peligro que corría lo que bruscamente lo asaltara y llegara a dominarlo.

Miedo por él, por él mismo, por él solo, miedo de otro, miedo de arrostrar la cólera del padre desatada contra él en un arranque ciego de despecho.

Cómo hiciese ella, cómo viese de salvarlo y se acusase ella sola, dijese que era ella sola la única   —208→   ¡culpable, que lo había buscado, provocado... con tal de que tratara en fin de dejarlo de algún modo bien parado, cosa que no fuese el viejo a dar contra él!...

Eso, eso debía hacer; eso tenía derecho a esperar de ella, a exigir de su cariño, si era que en efecto lo quería.

Levantose al aclarar, echó los pasadores a la puerta, cerrada ya con llave. El vaivén de la gente de servicio, el despertar de los otros locatarios, el continuo transitar en la escalera, en los pasillos, todo ese ruido diario del hotel, a que se hallaba desde meses antes habituado, llenábalo, sin embargo, de involuntario terror; tendía el oído azorado y palpipante a cada paso; alguien subía, alguien se acercaba, ¿irían a detenerse y a golpear?

Pensó en comprar un revólver y en echárselo al bolsillo, conforme saliese, allí a la vuelta, en la armería de Bertonnet.

Penetró antes de bajar a una de las habitaciones del frente, acababa su dueño de ausentarse, un mozo la ponía en orden. De allá, arriba, oculto, escondido, estirado el cuello, perfilado el cuerpo   —209→   espió, registró la cuadra; podía estar esperándolo el otro en la vereda y cazarlo a la salida.

Informose del portero si alguien había ido en su busca y atropellado, de prisa, corriendo casi, salió y dobló en la bocacalle.

¿Compraría revólver?... Plata tirada, pensó luego... ¡para qué, si se conocía, si sabía que no iba a hacer uso de él, que era muy capaz de caerse de susto no bien de manos a boca se le apareciese el padre!...

Cruzó la calle de la Piedad, siguió en dirección a la Plaza da la Victoria, miró el reloj: las nueve.

Desde la vereda de la Catedral observó con detención la larga fila de coches de alquiler, quería uno de stores en los cristales.

-Al Retiro, derecho por San Martí -dijo al cochero, y subió.

Bajas, corridas las persianas, todas. ¿Qué habría habido, hasta dónde podía haber ido el bárbaro ése?...

Le pareció como si recibiese al pasar una impresión de luto, como si respirase una atmósfera de muerte, como un sepulcro mudo, helado la   —210→   casa, y, de súbito conmovido, una palabra de compasión asomó sólo entonces a su labio:

-¡Pobrecita!... -murmuró-. ¡Aunque, no, estúpido, zonzo! Estaba abierta la puerta, las dos hojas, de par en par; nada de lo que se imaginaba podía haber, nada grave, grave en ese sentido por lo menos...

Se habría Máxima arrepentido, habríase sentido arredrada, intimidada en el último momento y no habría hablado... ¿qué era lo que adentro sucedía, qué?...

Llegó el carruaje al Retiro; paró junto a la reja de la Plaza:

-Espere -ordenó Genaro. Volvería más tarde, pensó; ¿dónde iría entretanto; era hora de almorzar, a la calle de Moreno? No; sabía el portero que comía en esa fonda él; podía andar buscándolo el individuo, preguntar y dar con él, encontrarlo allí...

¡Maldito el apetito que tenía tampoco!

Varias veces, durante el curso del día, en carruaje cerrado recorrió la calle; nada; pasó de nuevo a la oración, a las nueve, a las doce, nada, siempre nada.

  —211→  

Otra noche de agitaciones y de insomnios, otra como la anterior, otra en blanco, otra noche peor le esperaba...

¡Malhaya!, a qué se metería a zonzo, en honduras él... una y mil veces como un negro crimen sobre la conciencia le pesaba... feo, muy feo, tremendo estaba poniéndose el negocio... alguna barbaridad y barbaridad mayúscula, alguna de bala y de puñal, algún sangriento drama iba a salir resultando al fin.

Bastaba verle la pinta, no era tipo, no era hombre de dejarse manosear impunemente; sus antecedentes, su modo de ser, su vida entera lo estaban revelando, perseguido por Rosas, emigrado el año 40, antiguo oficial de Lavalle en sus campañas...

Imposible que se quedara con el entripado, que no estallara; que no hiciese explosión el viejo... ¡podía contarse entre los muertos él!...

Hasta las dos y media de la madrugada, dejose estar en el café, en el local de los Tres Billares.

Conservábanle cariño algunos a la casa; recordando antiguos tiempos, solían celebrar allí sus reuniones, y había ido también él, huyendo de   —212→   hallarse solo, en horror a su cuarto del hotel, llevado por una brusca necesidad de aturdimiento y de ruido.

Distraído, preocupado, como un imbécil, pensó, había sacado su dinero del bolsillo y despedido el coche al llegar. No se atrevía, no se arriesgaba ahora a volver solo a su casa, y uno de los que allí se encontraban, un conocido suyo, que vivía en la calle de la Defensa y lo dejaba en la esquina, caliente, trenzado con otro en un partido a los palos, ni mención hacía siquiera a retirarse... ¡Paciencia, lo esperaría!...

Ambos al separarse, en la escasa media cuadra de camino que alejaba a Genaro del hotel, tres veces, evitando éste el encuentro de otros tantos bultos, cruzó a la vereda opuesta. Tipos mal entrazados, sospechosos; uno de ellos emponchado, creyó ver, y que parecía haber querido seguirlo, acercarse a él por detrás, como buscarlo a traición.

¡Por fortuna acertaba a pasar un vigilante!...

Con mano trémula y nerviosa pegó un tirón de la campanilla, empujaba entretanto la hoja de   —213→   la puerta; entró como sin pisar, como una sombra que cruza.

¿Nadie había estado, no había llegado carta para él? Como caballo que busca de qué espantarse, subió Genaro la escalera y allá arriba, entre las cuatro paredes de su mismo cuarto, sobrecogido aún de terror, entrecortado el resuello y afanoso, miró, buscó, registró bajo el sofá, bajo la cama, tras de la puerta, en los rincones, palpó la ropa colgada de las perchas del armario.

Tarde ya, arrojose de la cama en la mañana siguiente; el sueño lo había vencido, había dormido, había soñado; lo habían muerto primero, resultó falso después, querían casarlo, casarlo con otra, con una mujer vieja que era la madre de Máxima y que era su misma madre; y de miedo, de cobarde, lo iba a hacer, decía que sí.

¡Qué sabía él!... ¡un cúmulo de disparates, despropósitos sin cuento, un mundo de desatinos y siempre y en todas partes, clara, potente, como viva, como real, la figura del padre airado persiguiéndolo con el espectro de su venganza!...

Sentía pesada ahora y dolorida la cabeza, la   —214→   lengua seca, mal gusto, un dejo en la boca, un dejo amargo a tabaco, revuelto, sublevado en ansias el estómago, y nada sin embargo, casi nada había comido:

-¿Eh?... con mil demonios al fin... -en un arranque exasperado de cobarde, vociferó renegando, no era vivir aquello, era sufrir, era matarlo a fuego lento, era sufrir mil muertes, ¡que se acabara cuanto antes, que lo mandase asesinar, que lo hiciese apuñalar el muy salvaje de una vez!...



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ArribaAbajo- XXXIV -

«Necesito hablar con usted; tenga a bien pasar por mi casa hoy a las cuatro.»

Estaba como tuto el individuo, se le conocía. Con todo... variaba de aspecto eso ya... buena diferencia... ahora sí... ¡le había vuelto el alma al cuerpo a él! No era, de seguro, con la intención de enderezarlo al otro mundo, que, a las cuatro de la tarde y en su misma casa, iría el viejo a darle cita... pero ni para agarrarlo a besos tampoco... ¡hum! ¿qué querría, con qué embajada le saldría?

¿Iría él? Sí, haciéndose una violencia bárbara, pero iría... Lástima que no fuese asunto de algo en que pudiera un tercero intervenir, para largarlo   —216→   antes de carnada, como de personero suyo, para mandarlo en lugar de él, por las dudas...

Recibiolo en su escritorio el padre; con ademán seco y glacial, indicó a Genaro una silla:

-Ha sido usted un gran canalla, mocito, y yo, yo un gran culpable...

Debo, mal que me pese, sin embargo, y por desgracia mía, resignarme a ver en usted al marido de mi hija...

-Señor...

Deteniéndolo, cortando a Genaro la palabra con un simple gesto de la mano:

-Sírvase evitarme la molestia inútil de escucharlo -prosiguió-, sólo a efecto de hacerle conocer mis órdenes, es que se encuentra usted aquí, y entiendo que sean ellas al pie de la letra ejecutadas, sin observaciones de su parte y sin que absolutamente por la mía, tenga en cuenta ni me importe lo que usted piense, quiera, o diga.

Máxima, repito, se casará con usted, dentro de un mes, sin ruido, sin misterio, simplemente; usted nos la ha pedido, ella quiere; deseando no contrariarla, su madre y yo hemos consentido; ante   —217→   mi familia y ante el público, será esa la explicación de lo que es difícil de explicar: que le dispense yo el honor de aceptarlo como yerno.

Nada me resta que agregar, puede retirarse o pasar si quiere a la sala.

-¡Ah, Piazza, nunca lo hubiera dicho de usted..., yo que lo creía tan caballero, tan decente, tan incapaz... en la confianza que le habíamos dado, abusarse así, engañarnos de ese modo y usted, usted tan luego!...

Sufrirlo primero al otro, cada una de cuyas palabras había sido un bofetón, un latigazo en la cara, una escupida en la frente, tolerar de él en silencio que lo hubiese puesto overo, y como si no bastara todavía, como si aún no fuese suficiente tener que aguantar a la vieja ahora, verse obligado a estar oyendo con una paciencia de santo sus pavadas, los lloriqueos, las jeremiadas de la muy tilinga... ¡Uf!...

Quedáronse solos por fin Máxima y él; no faltaba sino que ésta también empezase a romperle el forro...

Ocupó un asiento junto a ella, sobre el sofá, quiso precipitarse, estrecharla contra su pecho,   —218→   calorosamente, efusivamente, en un abrazo casto, como ajena en ese instante de él, remota de su mente toda idea de sensualismo. Solícito, amante y cariñoso, pidió saber, informarse, que le dijese, que le contase, cómo debía haber sufrido la pobre... y él... ¡ah! él... no había cesado de pensar en ella un sólo instante, en su china, en su chinita querida. Habría querido tener alas, poder volar, deslizarse como una sombra al través de las paredes, aparecérsele, entrar de noche a su cuarto, estar allí al lado suyo, consolarla, enjugar sus lágrimas, reanimar su espíritu abatido, comunicarle nueva fuerza, infundirle nuevo aliento al calor de sus caricias...

Pero reducido a debatirse él mismo en la impotencia, a agitarse estérilmente en las congojas de la duda, en la angustia de la espera, nada le había sido dado hacer en obsequio a ella... nada... Y su hijo, la criatura que Máxima llevaba en sus entrañas, su sangre de él... ¡Ah! podía creérselo, sí, le decía la verdad, se lo juraba, no había vivido en esos días, jamás había pasado, no llegaría nunca a pasar horas tan crueles, momentos tan acerbos de desesperación y de dolor.

  —219→  

Contestaba brevemente, por monosílabos, asentía ella apenas, de vez en cuando, con un ligero signo de cabeza.

Habríasele creído penetrada, penetrada íntimamente, de que le mentía su amante, de la falsedad de las palabras de Genaro, del doblez, de la impostura de sus protestas; se la habría dicho al contemplarla, sombría, abatida y como insensible en su asiento, presa de uno de esos desengaños que dejan hondo surco en la existencia.

Iba a casarse con él, iban a casarla a ella; y bien, sí, se casaría, no decía que no, no se rehusaba, no podía rehusarse, ni quería tampoco. Perdida, deshonrada, en camino de ser madre, la ley social, los hechos mismos, fatalmente, la arrojaban en brazos del padre de su hijo. Por éste, por ella, por su familia, por todo en fin, comprendía, veía la necesidad de que llegase a ser Genaro su marido.

Pero, ¿era el anhelo de la amante, o era la conformidad de la mujer, el deber imperioso de la madre, la resignación de la víctima?

Sentía un vacío, como un frío en lo íntimo de su alma, en lo profundo de su corazón; no, no lo quería, no, no tenía cariño, nada, ni un poco por él.   —220→   El remordimiento la obsedía, el pesar de la falta cometida la aquejaba. ¡Oh! ¡si el pasado se olvidara, si pudiera borrarse de la vida como por efecto de la sola voluntad podía cambiar el porvenir, si le fuese, como antes, dado ahora mirar sólo a un ente extraño en su querido, a un desconocido, a uno de tantos en Genaro!...

Pero no, como reatada y presa, hallábase en presencia de lo fatal, de lo irremediable; había sido culpable ella y nadie en el mundo podía hacer que no lo fuese... ¡sí, había sido culpable, día a día, hora por hora, más y más!...

¿Y cómo, por qué había delinquido, cómo y por qué, sin amor, había tolerado, soportado ella que se enseñorease Genaro de su ser hasta consumar el acto torpe de la violencia, hasta llegar a la posesión brutal de su persona?

¿Cómo... lo sabía ella?... Irreflexivamente, sin mínima conciencia de la ligereza con que obraba, incapaz de medir el alcance del peligro a que se exponía.

La buscaba, la seguía, no le quitaba los ojos él, en la calle, en el teatro, en los paseos siempre, en todas partes lo veía, mostrábase enamorado,   —221→   perdido, ¡loco por ella el pobre! Ella misma se decía, lo pensaba, lo creía, a la vez que en el halago de su infantil amor propio, movida por un sentimiento de secreta simpatía, que era sólo en el fondo un sentimiento de compasión.

¿Por qué?... porque sí, por seguir, por imitar, en su vano y pueril aturdimiento, el ejemplo de las otras, de sus conocidas de la escuela, de amigas, de primas que tenía, mujeres a los doce años que jugaban a los novios como jugaban a las muñecas.

Sí, bien lo comprendía ahora, como si una venda le hubiese sido arrancada, habíase revelado a sus ojos la verdad, había podido leer en el fondo de ella misma.

Nacido del primer momento de arrebato, mezcla de asombro y de despecho y de repugnancia y de asco a la vez, en presencia del hombre convertido en bestia, un retraimiento instintivo, involuntario, habíala insensiblemente alejado de Genaro. Y no era sólo indiferencia la suya, no era esa indiferencia que empieza donde el desencanto concluye, era algo más,   —222→   era algo peor, era un encono persistente, un invencible rencor que, harto por desgracia suya lo tenía, en la conciencia que del valor moral de su querido, hora por hora desde la noche maldita de Colón había llegado a formarse, amenazaba convertirse en odio y en desprecio.

¡Odio, odio y desprecio por el padre de su hijo: a eso veíase ella condenada, tal era el porvenir, la vida que la esperaba, tal la horrible magnitud de su desgracia!...



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ArribaAbajo- XXXV -

Pasarían en el campo la luna de miel, lejos, en una de las propiedades del padre de Máxima, fronteriza, al Sud.

Poco después de celebrado el matrimonio, pretextando razones de salud, iría a reunírseles la señora. Quería encontrarse junto a su hija, que no estuviese ésta sola, avanzada como se hallaba en su embarazo; acompañarla, atenderla, prodigarle, en el angustioso instante del parto, sus cuidados solícitos de madre.

Y llegó así el mes de noviembre, habitando bajo el mismo techo los tres; viviendo no obstante como extraños entre sí.

Máxima siempre en casa, con la madre, ocupada   —224→   en alistar, en preparar de antemano la ropita necesaria al chiquilín, atareada en su labor, noche y día dominada por la idea única de su hijo.

¿Su marido?

Poco, nada casi lo veía; al almorzar, al comer a veces, si era que no pasaba ausente aún esas horas Genaro, que no había, desde temprano, salido al campo a caballo o en carruaje.

Mejor, sí, mil veces mejor, mil veces preferible vivir así, uno del otro alejados. Era el sosiego, la calma, la paz por lo menos, ya que no la dicha a que ella, como las otras, habría tenido derecho de aspirar sobre la tierra.

Su hijito, en él, en eso desconocido aún y misterioso, querido, adorado, sin embargo, que llevaba, sentía palpitar en sus entrañas, concentrábase su ser, su anhelo, su aspiración se cifraba; se daría a él en cuerpo y alma, toda entera se le consagraría, suyos, de la tierna criatura serían todo su afán y sus desvelos...

Y en el inquieto y caprichoso vuelo de la fantasía, como descontando con la mente el porvenir, veíalo nacido ya, contemplábalo crecer, hacerse   —225→   un hombre al lado suyo, al amparo de su custodia maternal, un hombre bueno, generoso, noble, lindo, más lindo, más bueno, más noble y generoso que los otros; sí, todas las prendas, todas las dotes, todas las humanas perfecciones, llegarían a encontrarse en la cabeza de su hijo reunidas; y en el caudal de su amor de madre, inmenso, inagotable, hallaría ella como una justa compensación del cielo a su infortunio de mujer, como un consuelo, como un bálsamo supremo que derramara sobre su dolorosa existencia la misericordia infinita del Señor.

Otro era entretanto el motivo, el constante objeto de las preocupaciones, de los pensamientos que traían absorta la mente del marido. Como dueño ya, mirábase Genaro en la estancia.

¿No debían morirse los viejos un día u otro, no era hija única su mujer? Eso, eso y lo demás, campos, haciendas, casas en la ciudad, la enorme, la pingüe fortuna de su suegro sería suya con el tiempo, podía decir que lo era desde luego.

¡Oh! ¡pero a la hora que llegara a entrar en posesión, el día que manejase él los títeres, otros   —226→   gallos cantarían, le había de sacar el quilo al negocio, lo había de hacer sudar!...

Era deplorable el estado de abandono en que todo se encontraba, una desidia, un derroche escandaloso, no había orden allí, ni administración, ni un demonio, a la de Dios que es grande andaba todo, porque parían las vacas era que producía, pero si daba uno, podía dar diez, sólo con medio hacer entrar las cosas en vereda...

Distraídas las fuerzas vivas de su naturaleza por las hondas agitaciones del último período de su vida, como sofocados un instante en él por la violencia misma de los acontecimientos que trasformaron la faz de su existencia, sus instintos de nuevo ahora se revelaban, las innatas tendencias de su ser, vuelta a su espíritu la calma, más netamente cada día, a cada instante llegaban a acusarse.

¿No era una picardía, por ejemplo, un abuso que no merecía perdón de Dios, se decía, que estuviese la carne a disposición de todo el mundo, colgada allí bajo el ombú, que cada chusmón de ésos, agregados que habían elegido domicilio en la cocina porque sí y que vivían a   —227→   costillas del patrón, fuera y agarrara y cortajeara y churrasqueara a su antojo, como si se tratara de bienes de difuntos?

Bajo llave debían tenerla, pasarles a los peones la ración, dos veces por día y gracias; nada de asado; puchero con coles y zapallo, con bastante, con mucho zapallo, que el zapallo no costaba.

¿Galleta, fariña, yerba a los puesteros?

¡Azotes, veneno les había de dar él...! un par de capones cuando mucho, cuando más y que compraran sal y los salaran, que sembraran... haraganes, zánganos... se lo pasaban todo el día panza arriba, tirados a la bartola. Ahí tenían tierra, tierra de balde, que agachasen el lomo y la rompiesen, que sudasen si querían...

Una perrera era la estancia; ¡qué sabía él... diez, veinte, treinta de esos bichos había... bocas inútiles, gastadero de carne, magnífico para sacudirles en el mate!...

Otra cosa que se le había metido entre ceja y ceja a él, la lanita de las descascarriadas que quedaba desparramada por el suelo, en el corral y que se desperdiciaba toda, ¿por qué no había de poder aprovecharse, qué les costaba juntarla y lavarla?   —228→   se trataba de libras, de arrobas al cabo del año.

Lo mismo las garras, cortaban por donde caía y dejaban en las patas un jeme de cuero, de cuero que se vendía al peso; parecía nada, pero buena plata era la que se iba a la larga, así, como quien no quería la cosa...

¡Y eso de agarrar y tirar las achuras en la carneada, el hígado, los bofes, el corazón, el mondongo... eso y quinientas otras cosas y todo últimamente, fiebre le daba, lo enfermaba estar presenciando impasible semejante despilfarro!...

¡No reventar el viejo de una vez y que tuviesen que habérselas con él... ya verían quién era Calleja!...



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ArribaAbajo- XXXVI -

Matando caballos llegó de noche un chasque desde el pueblito. Anunciaban por carta de Buenos Aires hallarse enfermo el padre de Máxima, grave.

Ni remota posibilidad, ni que pensar había en regresar los tres a la ciudad. Esperaba salir aquella por momentos de cuidado; no le permitía moverse su estado.

¿Emprender viaje sola la señora? Fue su primera inspiración. Pero, cómo, por otra parte, separarse de su hija, resignarse a dejarla así, en el azaroso trance de su parto, de un primer parto especialmente, lejos de todo centro de recursos abandonada a los cuidados del marido, de un   —230→   hombre... ¡qué entendían los hombres de estas cosas... y luego, él, Genaro... ¡Ah! bien se hacía cargo ella de la situación de su pobre hija, bien veía el cariño que profesaba aquel a su mujer, el interés que le demostraba, cómo vivían los dos, había tenido por desgracia suya ocasión de estudiarlo, de observarlo, sabía de lo que era capaz su yerno...

Hallábase, era cierto, prevenido el médico del pueblito; acudira, había prometido acudir al primer llamado, pero... y la distancia, las leguas de distancia que había que recorrer... ¿hallaríase en su casa, darían con él en el momento oportuno, tendría Máxima esa suerte?

Aun en el supuesto de que sucediese así; no bastaba, no, no era lo mismo; ni el médico, ni nadie, nada en el mundo, reemplazaba la presencia de la madre en tales casos... Por mucho que la fatal noticia la afectara, por más que quisiese regresar ella volando a Buenos Aires, imposible, no, no se resolvía, cómo había de ser... ¡su hija, Máxima ante todo!...

¿Qué hacer entonces? Acabó su yerno por ofrecerse. Inmediatamente partiría, iría él a la ciudad.

  —231→  

Si bien le era sensible, doloroso en sumo grado separarse de Máxima, en momentos semejantes, no dejaba de comprender, por otra parte, la urgencia de la situación, de explicarse la aflicción de la señora de reconocer la necesidad de que un miembro cercano de la familia, un hijo como era él, se encontrase junto al lecho del enfermo.

Estaba pronto a marchar; lo haría tranquilo y sin temor, dejando a Máxima con la madre, sabiendo que no podía quedar mejor acompañada, mejor cuidada que por ella.

Vería al médico además, de paso por el pueblito, le hablaría, consultaría con él y, en todo caso, lo enviaría, le pediría que permaneciese noche y día, viviendo en la estancia hasta después del parto.

Todo remoto asomo de peligro desaparecía así y costara lo que costara... en cuestiones de salud, poco importaba, nada eran los sacrificios de dinero.

Fue su ofrecimiento aceptado por la señora, quedó concertado al fin que se pusiese en viaje Genaro; quiso él hacerlo ya, inmediatamente, sin pérdida de momento, el tiempo indispensable a   —232→   echar caballos y atar el coche; tal llegó a mostrarse de empeñoso, fue tanta su voluntad, el cariñoso interés de que, en obsequio a su suegro, manifestose animado.

Era que tenía su plan él, su idea que lo llevaba, sus ocultas intenciones, lo que no decía, lo que bien se guardaba de decir.

Convenía, era prudente, desde luego, era más urgente no dejarlo solo al viejo, en manos de los parientes. ¿Quién sabía?... alguna picardía, alguna trastada, podían hacerle hacer, algún testamento o codicilo o algo así, favoreciendo a terceros, favoreciéndose ellos mismos, y en que él, Genaro, saliese al fin con una cuarta de narices... ¡lucido, divertido iba a resultar... ¡nada era, una miseria, el quinto de que le daba el Código facultad de disponer al otro libremente! Y tanto que lo quería su suegro... el quinto, reflexionaba, se repetía, si no hubiese sido sino el quinto, pensaba luego, pero quedaba el rabo por pelar, las embrollas, las ventas simuladas, las escrituras falsas, las quinientas cábilas, los quinientos mil enredos de que, obrando de mala fe, era posible siempre echar mano para saquearlo a   —233→   uno, para robarle lo que legítimamente era suyo.

Cuando pensaba en lo que le había costado a él, el tesón, la constancia, la paciencia de que se había armado, ¡los bochornos que había sufrido, los julepes que había pasado, lo que había vivido muerto de miedo, soñando con asesinos, viéndolos en cada esquina, contándose entre los difuntos ya!...

¡No faltaba sino que fuera a dejarse soplar la dama ahora como un gran zonzo!...

La posibilidad, la sola idea lo calentaba, le hacía arder la sangre, bastaba a ponerlo fuera de sí...

Pues no que se iba a quedar en la estancia... mucho más, cuando, mandándose mudar, se veía libre de la jarana del parto, lo que no era chica ganga; del embeleco del muchacho, del barullo, de los llantos y los gritos, de todas esas historias de las mujeres... ¡ya se figuraba él la música que debía ser!



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ArribaAbajo- XXXVII -

Dos días después, sin detenerse un instante en el camino, llegó Genaro a Buenos Aires, y llegó tarde no obstante; acababa su suegro de morir.

Acusando en la expresión de su semblante uno de esos sentimientos de profunda pena, de mudo y ensimismado sufrimiento, penetro a la habitación, detúvose frente a la cama, inmóvil largo rato, en recogido silencio, el pañuelo sobre los ojos, oculto el rostro en presencia de otros miembros de la familia que rodeaban el cadáver caliente aún.

Despidiéronse más tarde los que habían asistido al muerto; un hermano, una hija de éste, una tía vieja, otro sobrino de otra hermana.

  —236→  

Volverían a velar el cuerpo en la noche; se brindaron, hallábanse dispuestos a prestar su ayuda, sus servicios, en todo lo que al entierro y demás aprestos de la fúnebre ceremonia se refería, quedando luego Genaro, por razón de la tácita autoridad que su carácter de hija político, de marido de Máxima le atribuía, en posesión de la casa, dueño y solo por fin... era tiempo.

Llamó al hombre de confianza de su suegro, a un pardo viejo, asistente de aquel en sus campañas, y ordenole la entrega inmediata de las llaves, las que usaba, las que tenía costumbre de usar su patrón. ¿Dónde se encontraban? debía saberlo él.

Sí, junto a la cama, dentro del cajón de la mesa de luz, como asimismo el reloj, como los botones de puño: dos gruesas piedras enzarzadas en medallones de oro mate.

Estaba bien, no lo necesitaba ya, podía no más retirarse.

Al bolsillo con todo por pronta providencia... ¡no fuera el diablo, que se traspapelara en el barullo!...

Púsose, sin más demora, a recorrer Genaro   —237→   los otros muebles del aposento, el lavatorio, un estante para camisas... no había dinero junto con el reloj y las llaves en la mesa de noche, ocurriósele de pronto, y, sin embargo, imposible que no tuviera su suegro consigo en momentos de caer enfermo... a no ser que hubiese quedado olvidado, metido en algún bolsillo... fácil era... ¿qué traje había llevado puesto aquel ese día?

Intrigado, prosiguió buscando, registrando la ropa del armario, las levitas, los pantalones, los chalecos; ¡nada dejó por revolver, nada había, nada encontró!

Claro... ¡tantos habían estado entrando y saliendo... los parientes eran los peores!...

Paciencia, lo habían madrugado los otros... unos cuatro o cinco mil pesos, por la parte que menos, debían haberse soliviado. Era rumboso el viejo, como todo los criollos de su tiempo, le gustaba andar platudo, jamás se le caía el rollo del bolsillo.

Pero en el cuarto del zaguán, en la salita de recibo de su suegro, era donde debía estar lo gordo, la hueva.

¡Cómo no hubiesen andado los indios por ahí también!...

  —238→  

Llevó luz, se encerró, dirigiose a abrir la mesa de escritorio -un escritorio-ministro, macizo, de caoba. Temblaba al meter la llave; inseguro el pulso, sonaba, repiqueteaba aquella en el silencio de la pieza, chocando al penetrar contra la boca de la cerradura.

Un obstáculo imprevisto luego de poder abrirlo detuvo; no cedían los cajones superpuestos en el interior del mueble; inútilmente tironeaba, forcejeaba, y, curioso... no se veía que tuvieran llave... debía haber algún secreto, era indudable, ¿pero cuál?

Tomó, a fin de alumbrar mejor, la vela del candelero y encorvado el cuello, agolpado el flujo de su sangre, a uno y otro lado, hacia arriba, hacia abajo, hasta el fondo, trabajosamente alargaba, introducía la mano. Había de dar, lo tenía clavado entre las cejas, se había encaprichado, había de encontrar, y se empeñaba, se obstinaba, se enardecía, no sin repetidas veces, con una emoción malsana de ladrón, volver azorado la cabeza creyendo oír ruidos, ver cruzar sombras, escuchar que llamaban a la puerta y la empujaban.

Fatigado después de largo rato de infructuosas   —239→   tentativas y al tratar de darse Genaro un momento de descanso, vio con sorpresa, incorporándose, que se abrían de pronto, en un ruido seco los cajones, todos.

El azar acudía en su auxilio, acababa de apoyar al acaso el codo sobre un resorte disimulado en la madera misma del mueble.

Había papeles dentro, muchos, unos nuevos, amarillentos de viejos otros; recibos, escrituras, títulos de propiedad. Y había algo más en el cajón del medio, algo que a los atónitos ojos de Genaro, fue lo que a los ojos de un ciego la caricia inesperada de la luz, ¡oro, dinero, rollos de libras esterlinas, paquetes de billetes, papeles de cinco mil pesos del Banco de la Provincia, una cantidad, un alto de «Velez» nuevitos, dobladitos, azulitos, de un color azul de cielo!...

En un brusco manotón de gato hambriento, alargó de instinto el brazo; crispados los dedos, como clavada la garra ya sobre el montón de billetes, repentinamente, luego, se contuvo.

¿Le pertenecía, era suyo, realmente suyo todo eso, había derecho en él para atribuírselo así, de   —240→   propia autoridad, a puerta cerrada y nada más que porque sí?

¡Bah!... tenía pacto hecho con su conciencia... historia antigua... ¡hacía fecha que entre los dos se entendían, que entre ella y él había pasado en autoridad de cosa juzgada, lo de los puntos que calzaba en achaques de moral!

Él escrúpulos... los del padre Gargajo... ¡así le hubiesen asegurado el resultado, garantido la impunidad!...

Pero ahí estaba, era que no podía contar con ésta, que no podía partir de tal base... ¿y si llegaba a saberse, si algún indicio lo vendía, si luego alguna prueba salía a luz y lo dejaba colgado?

No se trataba de cuatro reales, era morrudo el negocio, era un platal... difícil que por muy dejado, por muy abandonado que, como buen hijo del país, hubiese sido su suegro en asuntos de dinero, tuviera una punta de miles guardados, como quien guarda pesos sueltos para los gastos de la casa.

¿Por qué no los habría llevado al Banco el muy zonzo, ganándose el interés?

  —241→  

Alguna entrada de esos días sin duda, algún negocio, venta de haciendas o de campo...

Tal vez no había llegado a darle tiempo la enfermedad y nada más fácil, siendo así, que haber después hecho mención el viejo, querido antes de morir dejar constancia, acaso en su testamento... su testamento...

¿Existiría el dichoso testamento, su eterna pesadilla, su bestia negra, pensaba, preguntábase Genaro, doblemente ante esa idea preocupado ahora y caviloso, existiría... de fecha antigua o reciente, tendría a todo evento el suegro tomadas de antemano sus medidas, o sólo después de enfermo y de sentirse grave se le habría ocurrido hacerlo?

Probablemente lo primero en odio a él, su yerno, por mezquinarle, como quien decía, el bizcocho, por quitarle, ya que no todo, parte de lo que la ley le daba, de los derechos que, como a marido de la hija, el Código le acordaba... Tal vez dejando a ésta su legítima pelada y disponiendo del resto en favor de otros... algo así, alguna jugada por el estilo... mucho se lo temía, tiempo hacía que andaba con esa desconfianza, con ese temor y tenía   —242→   como hambre de salir por fin de dudas y saber a qué atenerse.

Un pliego abultado y largo fijó la dirección de sus miradas, precisamente llegó a llamar en ese instante su atención. Diose prisa Genaro a apoderarse de él; dos únicas palabras había escritas en el anverso del sobre: mi testamento. En el reverso un sello grande de lacre colorado lo cerraba.

¡No tenía derecho a quejarse, poco le había costado encontrar, ni por arte de encantamiento, ni que el mismo diablo hubiese metido la mano!...

Y, en el sordo malestar que la pérdida de una latente y última esperanza le causaba -la de que allá, por acaso, hubiese su suegro podido morir abintestato- volvía meditabundo el pliego entre sus dedos, atenta y minuciosamente lo observaba, acercábalo a la luz, lo elevaba a la altura de la llama, empeñado en leer, buscando sorprender, a favor de la trasparencia del papel, el secreto que encerraba.

Inútilmente, nada se traslucía, nada alcanzaba Genaro a distinguir; opaco aquel y duro y grueso   —243→   como pergamino, imposible de ese modo descubrir su contenido.

Pero debía, evidentemente, ser ológrafo el documento, por el aspecto del pliego, de puño y letra del autor, sin más formalidad ni requisitos, sin testigos... Quedaba acaso un segundo medio.

O había dejado dos ejemplares el padre de su mujer, otro en manos de tercero, o no existía sino uno solo, el que tenía él, Genaro, en su poder.

Si lo primero, bastaba buscar un sobre igual, dar con el sello, por ahí, en alguna parte, dentro de algún cajón, encima de algún tintero indudablemente lo hallaría, y ver por último de imitar la letra.

Si lo segundo, era más sencillo aún; con romper lisa y llanamente el sobre, estaba del otro lado... y así hubiera pretendido el individuo despojarlo a él de un solo peso, de un cuartillo partido por la mitad... ¡ni rastros, ni cenizas iban a quedar!...

Confiado en sus deducciones, tranquilo ahora y sin recelo, respecto a las posibles consecuencias del acto que meditaba, con mano segura y brusca   —244→   rasgó el papel, púsose a devorar con avidez su contenido.

Era primero la enunciación de los bienes, una larga lista de propiedades urbanas y rurales, varias casas en la ciudad, la quinta de Belgrano, otros terrenos más, tres estancias pobladas en Buenos Aires, campos en Santa Fe, valores, acciones, títulos de renta, etc.

Ni mención siquiera, ni palabra se decía del hallazgo que acababa él de hacer, con íntima satisfacción y mientras, sin desviar los ojos del papel, continuaba su lectura, observó de paso Genaro.

Seguía luego la parte dispositiva del acto. Declaraba el testador ser gananciales los bienes, pertenecer la mitad a su mujer.

Dejaba la otra mitad, disponía de todo lo suyo, en favor de Máxima, pero no sin una expresa condición: sólo al fallecimiento de la madre, entraría aquella en posesión del quinto, cuya administración y usufructo debía corresponder exclusivamente a la señora.

Y era su voluntad, acababa por declarar, su voluntad terminante, dado caso de sobrevivir ésta   —245→   a su hija, que distribuyese en vida o legase al morir el referido quinto a los pobres.

¡Los pobres!... ¡Mucho se lo iban a agradecer los pobres... ni mucho le importaba de los pobres... con tal de poder fregarlo a él... viejo crápula, ruin, ladrón!...

Y, obedeciendo a un instantáneo y ciego movimiento de despecho, disponíase ya Genaro a destruir el testamento, a hacer añicos el papel, cuando, trazadas allá, en lo bajo de la página, dos solas líneas fijaron su atención:

«Queda otro de idéntico tenor en la oficina del escribano Cabral.»

Fue como si se le hubiese, de golpe, acalambrado la mano.



  —246→     —247→  

ArribaAbajo- XXXVIII -

Quince millones a pesar de las porquerías de su suegro, de los tres que le habían machado, quince millones como quien no decía nada... suyos... ni por la del Papa habría cambiado su suerte, y, curioso sin embargo... no acertaba él mismo a darse cuenta, sentía un vacío en el fondo, un hueco, poco a poco había ida dominándolo el fastidio, se aburría atroz, espantosamente, andaba como bola sin manija, no sabía qué hacer a ratos de su bulto...

¿Vivir la vida íntima del hogar, consagrado a su hijo y a su mujer? ¡Bonito entretenimiento... con Máxima que era un hielo, que parecía no tener más oficio que ponerle cara de palo, y la   —248→   música del mocosuelo por su lado, berreando noche y día, como un marrano, que ni dormir siquiera lo dejaba!...

Con la renta, con menos de la renta de su fortuna, se decía Genaro, habría podido nadar en la opulencia, vivir en un palacio, gastar en palco y en carruaje, dar comidas, reuniones, bailes en su casa convidando a medio Buenos Aires. Y habían de ir, se habían de juntar, de amontonar al ruido de los pesos, como se amontonaban las moscas al olor de la carne... así hubiese tenido el cielo tan seguro... los mismos que lo habían mirado como a un animal sarnoso siendo pobre, ¡cómo era que habían cambiado después, por qué acababan de aceptarlo los muy mandrias, de aceptarlo sin discusión, de abrirle de par en par el Club como a muchacha bonita... los orgullosos, los de copete alzado, adulándolo y sacándole el sombrero, teniendo a honra ser recibidos por él, en su casa, en casa del tipete de marras, del tipo del gringo tachero!...

Sí, indudablemente, no dejaba de ser halagüeña la cosa, tentadora, de hacerle el negocio como cosquillas en el amor propio. Era el reverso de la   —249→   medalla, la compensación a los vejámenes sufridos, como si se la pagaran con rédito los otros, era saborear como a tragos el delicioso placer de la venganza, su revancha, como el coronamiento de la obra, como una especie de apoteosis de su triunfo en fin.

Pero, y... yendo a cuentas, ¿cuánto le habría costado la fiesta, cuántos miles, a ese paso, se le habrían salido del bolsillo al cabo del año... y todo en suma, a qué y para qué, por vanidad simplemente, en obsequio a un mezquino sentimiento de vanidad? ¡Bah!... los tiempos habían cambiado, no era el mismo hombre de antes, no le hacían mella ya esas cosas, lo que pudieran pensar o decir de él, a golpes había aprendido y tenía la epidermis dura, se había vuelto muy filósofo y muy práctico...

¿Por divertir acaso a los demás iría a echar la casa por la ventana? ¡Cómo no... volando... que se costearan si querían la diversión con toda su alma... no estaba para mantener zánganos él!

¿Asunto de rodearse él mismo de lujo y comodidades? Bombo, miserias, ostentación. ¿Qué más tenía habitar en casa propia que en casa alquilada?...   —250→   lo mismo se dormía en una cuja de fierro, que en una cama de caoba y nada había mejor, reflexión hecha, más sano ni más higiénico, que el ejercicio a pie y el bravo puchero del país.

Por eso se había ido a vivir con su mujer a una casita de dos ventanas que le había sido adjudicada a ésta en la herencia. Modestamente; muebles del país, baratitos, comprados en la calle de Artes y cocinera criolla de doscientos pesos.

¿Ocuparse, llenar su tiempo, a ratos solía decirse, aplicar en algo sus facultades, alguno de los ramos, de los mil ramos de la actividad, de la labor o del saber humano, tener un objetivo, un norte que perseguir, ambiciones, la vida pública, la política, por ejemplo?...

Sí, le habría quedado ese recurso a falta de algo mejor, dedicarse a la política, embanderarse en cualquier partido, podía, con sus pesos, hacerse de influencias en la campaña, venir de diputado por donde tenía la estancia que le había tocado a Máxima en la herencia, ser Ministro y hasta llegar a Gobernador, ¿qué extraño? Otros más brutos que él lo habían sido...

Pero no le daba por ahí, no entraba en su reino,   —251→   no era su fuerte la política, polainas, bromas de otra clase, quebraderos inútiles de cabeza... ¿con qué necesidad?

¿Por él, por él mismo, porque le naciese aspirar y le sonriese el poder, los públicos honores, las altas dignidades, las posesiones encumbradas, porque hubiese alguna vez ambicionado, acariciado la idea de hacer de su nombre un nombre ilustre, inmortal que, grabado en la historia de su país, pasase a los siglos venideros? Algo más positivo y eficaz que toda esa vana hojarasca de las humanas grandezas, había sido siempre el sólo anhelo de su vida, algo mejor y más sustancioso que la gloria: los pesos, el dinero...

¿De patriota entonces, de puro patriota, como quien decía de puro zonzo, iría a andar metido en danzas, arriesgando a que el día menos pensado le agujerearan el cuero de un balazo en los atrios, o de una estocada en algún duelo?

Se reía él cuando los oía hablar de patria a los otros, de patria y de patriotismo, decir con orgullo, llenándoseles la boca, que eran argentinos...   —252→   ¿Qué más tenía ser argentino que cafre, haber nacido en Buenos Aires que en la China?... ¡La patria... la patria era uno, lo suyo, su casa, la mejor de las patrias, donde más gorda se pasaba la vida y más feliz!...

Negociar más bien, llegó a ocurrírsele, emprender algo que pudiera producirle, entrar en especulaciones... estaban de moda las de tierras, a la orden del día, no se oía sino de miles, de fortunas improvisadas comprando y vendiendo lotes, se citaba casos de individuos que habían sacado en horas el vientre de mal año, con sólo un traspaso de boleto.

Eso sí, que le hablaran de eso, enhorabuena, era honra y provecho, merecía siquiera la pena...

Sin duda, no tenía gran necesidad él, siendo rico, desde que Máxima lo era, pero nunca había de sobra, lo que abundaba no dañaba. Le probaría así a toda la parentela de su mujer que no estaba atenido a lo que recibiera ésta de sus padres y que era muy capaz él como cualquiera... No, no le desagradaba, lejos de eso, la idea de unos cuantos milloncitos irás en la faltriquera...   —253→   y hasta un deber podía ser reputado de su parte, un deber de padre, aumentar el patrimonio de su hijo, contribuir a dejar, con su trabajo, asegurado el porvenir de su familia.

Vería primero, haría la prueba, con tiento, con prudencia, a no precipitarse, a no irse de bruces, algo como una simple bolada de aficionado, un simple picholeo para empezar.

Calladito la boca, tenía metido en el Banco lo que le había pispado al viejo en el escondite de su escritorio, la suma que había encontrado y de la que no se decía jota en el testamento, ni se había dicho después.

Todo el mundo ignoraba, al parecer, que existiese tal dinero y no sería él, seguramente, quien desplegara los labios para sacar a la suegra y a la mujer de la ignorancia en que se hallaban.

Justamente, venía bien; para ensayo, con retirar del depósito del Banco un par de miles de duros, le bastaba; ni necesidad tenía de hacer uso de su crédito, de pedir a nadie nada.



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ArribaAbajo- XXXIX -

Había sido como verle las patas a la sota, como jugar con dados cargados; seguro, fijo, infalible, se compraba en diez para vender en veinte, todo, lo que se presentaba, lo que caía, con todo se hacía negocio, para todo había comprador, no ganaba plata a rodo el que no quería.

Con cincuenta miserables mil pesos había empezado y tenía en tres meses un millón de utilidad.

Y se había cebado, le había seguido entrando no más, de firme, sin mirar para atrás; se había metido hasta la masa, una porretada de lotes, cerca, lejos, al Norte, al Sur; hasta por el bañado de Flores y los tembladerales de la Boca, había   —256→   tratado de asegurarse con tiempo, manzanas enteras se había comprado que ni pensaba en largar, mientras no le pagasen lo que se le había antojado pedir por ellas.

¡Claro, a la ocasión la pintaban calva, más zonzo de no aprovecharse hubiese sido!

Una vaga y sorda inquietud sin embargo, una mal definida desconfianza, llegó a posesionarse, en día cercano de la mente de Genaro. No era tan así no más, tan fácil, tan sencillo dar uno siempre con la horma de su zapato, encontrar aficionados, quien estuviese dispuesto a hacerle el gusto, a decir amén a sus antojos. Medio parecían escasear los candidatos, acusarse en el público una especie de enfriamiento, como querer retraerse, acobardarse la gente, iba viéndolo él, desengañándose... ¡no, no era el frenesí, la locura, el furor de antes... ni cerca!...

Sin duda, aunque no ya con las ganancias bárbaras del principio, habría podido vender, deshacerse con ventaja de lo que había adquirido y, el que viniese atrás que arrease, que corriesen atrás el albur... la prudencia acaso, la sana prudencia se lo aconsejaba así...

  —257→  

Pero era que tenía sus vistas, sus cálculos, su plan combinado de antemano; que se había fijado un límite, se había propuesto llegar a cierta cifra, a una suma redonda, alrededor de diez millones para liquidar y retirarse, libres de polvo y paja.

Y le era duro, se le volvía cuesta arriba resolverse, renunciar de sopetón a lo que había mirado como cosa hecha, como suyo, para el caso como si lo tuviese ya en el bolsillo.

¿Quién sabía tampoco, quién iba a poder asegurar que no eran simples alternativas, fluctuaciones pasajeras, subas y bajas del momento como sucedía en toda clase de negocios?

Nada justificaba, no había razón para que habiendo valido hasta entonces, de la noche a la mañana, se viniera barranca abajo y dejase de valer la tierra. ¿Por qué? Cien mil inmigrantes desembarcaban por año, el país se iba a las nubes, marchaba viento en popa...

¡Qué diablo... quién decía miedo... pecho ancho!... estaría a las contingencias, se aguantaría uno o dos meses más.

Recobrando, salvando apenas su dinero, no sin   —258→   dificultad, poco después, conseguiría Genaro realizar una pequeña, una mínima parte de las sumas por él comprometidas.

Bajo la impresión del pánico, en plena crisis luego, una crisis general, repentina, desastrosa, esperar, soñar tan sólo en vender, habría sido soñar en imposibles. Nada, a nadie, por nada, ni aun a costa de pérdidas enormes, a trueque de inmensos sacrificios.

Fuerza le era atender, preocuparse entretanto del cúmulo de compromisos en los Bancos, en plaza, dinero tomado a premio, mucho, todo el que le había sido ofrecido, todo lo que había podido obtener y que en la fiebre, en el delirio de especulación y de lucro de que llegara a sentirse poseído, habíase dado prisa a convertir en tierra, como si lo hubiese contemplado, por ese hecho solo, convertido en un manantial inagotable de riqueza.

¿Qué temperamento adoptar, a qué arbitrio sujetarse, cómo cumplir, cómo salir de aprietos... hacer entrega, largarles todo a sus acreedores, meterles el clavo, hasta la última pulgada de la inmundicia esa de sus terrenos, como quien largaba una brasa... decirles: ahí tienen, carguen ustedes   —259→   con el perro muerto y entiéndanse como puedan... o, lo que venía a ser lo mismo, no pagar, declararse liquidado, en bancarrota, quebrar, hablando en plata?...

Sí, era una idea, una idea como cualquiera otra, lo más práctico sin duda, lo más cómodo y eficaz para quedar de una vez a mano con todo el mundo.

Pero, no tan calvo... era mostrarse muy enteramente sin vergüenza, muy de una vez ya... ¡En bonito punto de vista se pondría, acreditado iría a estar!...

No, hasta por ahí no más, todo tenía su límite... por mucho que no le faltaran ni ganas ni agallas, y cuidado que no era un nene él, que era hombre de pelo en pecho para esas cosas; no se animaba, no se avenía a pegar semejante campanazo.

Del mal el menos; si hubiese podido disponer a su antojo de lo de la mujer... pero ni eso, no señor, la ley lo obligaba a pedir a ésta su acuerdo, su venia, a su excelencia, él, el marido, el jefe de la familia, como si supieran, como si algo entendieran las mujeres de esas cosas...

  —260→  

¡Y eran los hombres los que fabricaban las leyes... imbéciles, cretinos!...

Maldito el estómago que le hacía, la gracia que le causaba, pero no le quedaba más remedio que amujar y hablar con Máxima para que lo autorizase ésta a vender o hipotecar.

Se mostraría muy fino con ella y muy amable, derretido, le pasaría la mano, vería de envolverla, de engatusarla. Bien sabía él cómo había de manejarse...

Se guardaría, desde luego, de decirle la verdad, de confesarse fundido; le mentiría, la engañaría: estaba ganando un dineral, una fortuna; era precisamente con el fin de no dejar pasar una espléndida ocasión, una verdadera pichincha que se le presentaba que necesitaba el empleo inmediato de mayores capitales.

Y no por él lo hacía, no de fijo, ¡a Dios ponía por testigo! Era de él de quien menos se preocupaba, sino sólo en obsequio al chiquilín, en bien de éste, en su interés que se desvelaba trabajando, porque quería que fuese rico, inmensamente   —261→   rico, su hijo, el hijo de ella, de ambos... No, no era un móvil mezquino y egoísta el que inspiraba sus actos, su amor de padre únicamente lo impulsaba, despertaba en él la ambición.

  —262→     —263→  


ArribaAbajo - XL -3

Una primera, una segunda vez, luego tres, cuatro veces halló a Máxima dispuesta, pronta a acceder a los deseos por él manifestados.

Sin observación alguna ni reservas, sin indagar, sin saber a punto fijo, sin idea clara del alcance de sus actos, buenamente escribía ésta su nombre, prestaba a ciegas su firma.

Papel sellado, rúbricas, escribanos, testigos.

Nada comprendía ella de todo eso, ni hacía por comprender, ni le interesaba tampoco.

¿Qué podía importarle un puñado de dinero a trueque de que la dejara en paz, de que la librase de su presencia Genaro? Sí, que para nada se ocupase, que nunca llegase a acordarse de ella él,   —264→   como si ni existiese en el mundo tal mujer, vivir tranquila, retirada y sola era lo único que pedía, lo que sí entendía que fuese así, lo que sí exigía de su marido.

¡Con tal de tener a su hijo allí, a su lado, de que el cielo se lo conservase!...

En presencia, sin embargo, de crecientes exigencias por parte del primero, de nuevas demandas de dinero, reiteradas sin cesar, y habiéndole anunciado su marido un día que algo le llevaría más tarde a objeto de ser firmado por ella, quiso al fin, despertándose en su alma una sospecha, cavilosa y alarmada, tratar de darse cuenta, de ver, de cerciorarse por sus propios ojos.

Era la escritura de venta de la de la casa calle San Martín:

-¿Cómo, pretendes, vas a venderla?

-Sí, mi hijita; ofrecen por ella un precio loco y he creído no deber vacilar.

-¡Pero vender eso tan luego, la casa paterna, nuestra, de mi familia, donde tantos años hemos vivido con papá y mamá!...

-Son zonceras, hija, preocupaciones; ¿qué más   —265→   tiene ésa que otra cualquiera?... paredes viejas, ladrillos al fin.

La cuestión, lo que debe interesarnos, es el precio, saber si conviene, lo que se puede sacar, y se trata, te lo repito, de un espléndido negocio.

-Todo lo que tú quieras Genaro, no lo dudo, así será. Pero, francamente, te declaro que me contrariaría sobremanera, que mucho me disgustaría, ver en poder de extraños la casa donde he nacido yo y a la que tanto cariño tenía mi padre.

-Debo prevenirte que no es una venta definitiva, que he puesto una condición, que hay una cláusula que establece lo que llaman pacto de retro-venta, un artículo del contrato que nos da acción a quedarnos de nuevo con la finca, dentro de cierto tiempo y por el mismo precio.

Ya ves que nada se pierde y que estaríamos siempre en tiempo de recuperarla, si quisieras.

-¿A qué venderla entonces? No es tan bueno el precio, tan espléndido el negocio como dices, cuando te reservas tú mismo la facultad de deshacerlo...

-¿Eh?... este... es que nunca puede uno contar   —266→   sobre seguro, de una manera absoluta, tú comprendes y, por precaución nada más, por un exceso de prudencia, he juzgado conveniente dejar esa puerta abierta...

Pero, en fin, si te fastidia, si tanto desagrado te causa, doblemos la foja y que no se hable más. Buscaré comprador para alguna de las otras propiedades.

-Lo que quiere decir que necesitas dinero aún, más dinero todavía...

Oye Genaro, escúchame. No estoy al cabo de tus cosas, ni menos te pido ni pretendo que me impongas de ellas. Repetidas veces ya, me has visto ceder sin resistencia a tus deseos, me he mostrado contigo sumisa y complaciente, he firmado lo que ha sido tu voluntad que firme, sin preguntarte siquiera por qué, ni para qué.

¡Pero hasta cuando por Dios!... todo tiene su límite y me parece que basta ya.

No extrañes que te hable así, ni te sorprenda mi actitud resuelta y decidida... A qué querer intervenir, a qué mezclarme en lo que es ajeno a nosotras las mujeres, en asuntos de ustedes los hombres, dirás tú y acaso no carezcas de razón. Es   —267→   cierto, no paso de ser una pobre muchacha ignorante yo; pero una cosa sé, sin embargo, es que soy madre, que pesan, en tal carácter, deberes agrados sobre mí y que eso me basta.

Lo que he recibido de mi padre, quiero dejárselo a mi hijo, es suyo, le pertenece, y, sin que importen mis palabras un reproche, permíteme que te recuerde que estamos tú y yo en la obligación de conservar y trasmitirle intacto el patrimonio que le viene de su abuelo.

-Cualquiera que te oyese, mi hija, creería que trato de despilfarrar yo, de tirar a la calle lo que tenemos... que soy un miserable o un loco, un inconsciente por lo menos...

-No, no digo tanto, no digo eso; pero lanzado en los negocios como te hallas, pueden salir errados tus cálculos, puedes llegar a equivocarte por desgracia, sufrir pérdidas, reveses y aun animado de las más sanas intenciones, comprometer así con tu conducta la fortuna y el porvenir de tu hijo.

-¡La fortuna... la fortuna... -exclamó Genaro con un vehemente gesto de impaciencia-, como si fuese todo la fortuna, plata únicamente   —268→   lo que debe uno dejar a sus hijos!... ¿Y el nombre que heredan éstos de sus padres, y si no se tratase sólo de dinero, si hubiese una cuestión más seria de por medio, una cuestión de honor y de decoro para mí, de llenar ineludibles compromisos bajo pena de faltar a mi palabra y de comprometer mi crédito, de aparecer como un tramposo ante el público, como un ladrón?

-¡Tú!...

-Es lo que no sabes y lo que conviene que sepas sin embargo, lo que te hago saber ya que me pones en el caso de decírtelo, ya que me obligas con tu necio y mezquino proceder para conmigo, tu marido al fin.

Sí, yo, debo, debo mucho. Largo sería explicarte por qué. Negocios, operaciones en que he entrado, que tienen forzosamente que producirme, de un día a otro, cien veces lo que en ellas he invertido pero que no me conviene por lo mismo realizar, mientras no llegue el momento y un cambio no se opere; algo con que cuento de una manera indudable que no   —269→   puede dejar de producirse, que es seguro, fijo, infalible.

Ahora, resuelve tú misma, elige tú. La riqueza por un lado, ya que tanto hablas de riqueza y de fortuna; la ruina y la deshonra por el otro, si te obstinas y persistes en negarme la miserable suma de dinero que solicito de ti.

Hubo un momento de silencio entre ambos. Iba y venía Genaro a lo largo de la pieza, una violenta agitación al parecer lo dominaba.

Como si la duda hubiese surgido en su espíritu y la hiciese a pesar suyo vacilar, obstinadamente Máxima lo observaba.

¿Mentía su marido, era farsa la de aquel hombre, comedia como otras veces, o llevaba impreso su acento el sello de la verdad, qué creer, qué pensar? llegaba ella a preguntarse, poseída, a la vez que de una tenaz y sorda desconfianza, de un extraño sentimiento de compasión:

-¿Cuánto te hace falta en suma, cuánto dices que necesitas? -bruscamente acabó por exclamar.

-Con trescientos mil pesos me bastaría.

  —270→  

-¡Tómalos y quiera Dios que sean los últimos!

¡Había caído en el garlito, se la había pisado, le había pegado en el codo y hecho abrir la mano a la muy pava!... Pava... pava... aunque no tanto, no tenía trazas de haberse quedado tan convencida que se dijera... Más bien por verse libre de él, como de un dolor de muelas, se conocía que había aflojado.

¿Ni cuándo era tan mentira, tan cuento tártaro lo de los montes y maravillas que le había pintado? Él mismo conservaba una esperanza, estaba en el fondo penetrado de que, tarde o temprano, un vuelco se operaría, llegaría a producirse la reacción consiguiente a toda crisis.

¡Pues no que, de no ser por eso y de no creerlo así, se habría mostrado tan listo, se habría puesto tan en cuatro él por pagar!... Como no hubiese ido hasta echarle la capa al toro... Estaba muy bueno, muy bonito, sonaba muy bien lo de la honra, pero el provecho quedaba en casa...

En fin, lo que por el momento interesaba, eran los trescientos mil de la otra, vería de brujulearse, de maniobrar con ellos.



  —271→  

ArribaAbajo- XLI -

Pero una a una, como las cuentas de un rosario, nuevas obligaciones se sucedían, nuevos plazos se cumplían. Un vencimiento, entre otros, de treinta mil duros y pago íntegro, traía a Genaro preocupado.

Se le venía encima en esos días... ¿A qué santo encomendarse, apelar a Máxima haciéndole otra entrada?

Mansita la había largado, como para salirle con ésas ahora y tener una de a pie los dos, y volverse él con una mano atrás y otra adelante, que era lo más probable, lo más seguro, dada la actitud de su mujer, según se había mostrado de cocorita, el modito que había tomado, el geniecito   —272→   que había revelado tener, ¡el mismo genio del viejo su padre!...

Nada, friolera, una zoncera, treinta mil pesos fuertes...

Pero, estúpido pensó, llegó a ocurrírsele de pronto, ¿a qué ponerse a hablar de fuertes, con qué necesidad? Bastaría decirle, hacerle creer a la otra que eran pesos papel, pesos moneda corriente. ¡Medio embarullaría el signo $ él al llenar la letra, leería pesos ella; o ni eso, ni leería, ni se fijaría y más que mala, más que perra se portara, yendo a negarle su firma por semejante bicoca!...

Era indudablemente un buen golpe el suyo, se decía Genaro con íntima alegría, satisfecho del expediente por él imaginado, orgulloso de su idea, de la peregrina y feliz inspiración que había tenido.

Viose con todo y, a despecho de la confianza que en el éxito abrigara, obligado a protestar, reducido a empeñar la garantía de su palabra, a jurar por su honor, por el afecto que profesaba a su madre, por la vida de su hijo que nunca, jamás, tomaría a solicitar, a implorar de su mujer   —273→   favor alguno de dinero. Todos los medios, los arbitrios, los resortes que una suprema extremidad sugiere al hombre, fueron tocados por él, a todo recurrió, a la súplica, a la astucia y al engaño, a la amenaza, a una amenaza de muerte, de suicidio. ¡Sí, estaba desesperado, loco, no se le ofrecía otra vía de salvación para salir de la situación tremenda en que se hallaba, que acabar por levantarse la tapa de los sesos!...



  —274→     —275→  

ArribaAbajo- XLII -

Recibió Máxima, días después, la visita de un hermano de su padre. Deseaba verla, hablarle en reserva de algo serio que había llegado a su noticia y que, en su carácter de tío y dado el cariño que le profesaba, creía de su deber no dejar pasar en silencio... porque, en fin, era mujer ella, una mujer joven, una niña sin experiencia y no siempre podía hallarse por lo mismo en situación de apreciar bien, de pesar con madurez las consecuencias de sus actos en la vida.

Se trataba de su marido. Un amigo, miembro del Directorio del Banco, habíasele acercado y lo había impuesto a él de los asuntos de Genaro. Debía éste en plaza fuertes cantidades de dinero;   —276→   era de pública voz que, habiéndose lanzado en las pasadas especulaciones de tierras, la crisis producida le ocasionaba pérdidas enormes, se hablaba de él, del mal estado de sus negocios, de su crítica y precaria posición, como de una cosa notoria, sabida y averiguada; por todas partes se aseguraba en suma que era un hombre completamente arruinado.

Agregaba la persona en cuestión, que numerosas letras y pagarés, entre otros uno de data reciente y treinta mil fuertes de valor, circulaba con su nombre, el de Máxima, llevaba como garantía su firma al pie.

Se explicaba, se comprendía que, obedeciendo a impulsos del corazón y animada por un noble sentimiento, acudiese en auxilio de su marido, le brindase los medios de ponerse a salvo, de conservar, ya que no ilesa su fortuna, su reputación y su nombre por lo menos.

Pero, ¿a dónde iba ella, por otra parte, comprometiendo así lo suyo, entregando, ciegamente, a manos llenas, la herencia de su padre, lo que debía pertenecer un día a sus hijos; hasta qué punto podía Genaro reputarse autorizado a reclamar   —277→   de ella tan costoso sacrificio, las propias necesidades de éste, sus apremios, las exigencias de la situación porque pasaba, qué término tendrían, qué límite reconocían?... Ni él mismo habría sabido acaso decirlo...

Debía pensar Máxima, reflexionar seriamente, hacerse cargo de que se trataba no sólo de su presente bienestar, sino que comprometía también con su conducta imprudente el porvenir y la suerte de su hijo. Que lo quisiese ella a su marido y mostrase todo su anhelo de ayudarlo, santo y bueno, abogaba en su pro, hablaba bien alto en su favor eso; pero convenía con todo no olvidar que, antes que esposa, era madre.

-¡Treinta mil pesos fuertes!... le consta, ¿está seguro usted tío de lo que dice?

-¿Y cómo no quieres que lo esté? Sé por lo menos, recuerdo perfectamente que el hecho me ha sido referido por quien se encuentra en situación de conocerlo y no tiene interés en faltar a la verdad.

Había abusado de su confianza, había sorprendido   —278→   su buena fe, le había mentido, la había engañado, la había robado indignamente, era un infame su marido, era ella la mujer de un falsario y de un ladrón.

  —279→  


Arriba- XLIII -4

Como ve el animal desbocado que corre a estrellarse contra un muro, va y se estrella, así y no obstante sus solemnes juramentos, acudió Genaro a su mujer en demanda de nuevas sumas de dinero:

-¿Pero dime, qué no tienes ni pizca, ni un poquito de vergüenza tú, ni una gota de sangre en las venas... y te atreves, después de lo que has hecho, a venir a verme todavía y a pedirme?...

-¿Qué sucede, qué pasa hija, di, a asunto de qué me sales a mí con eso?

-¿De qué? ¡de todo, de tus embrollas, de tus enredos y ruines trapisondas, de tu última hazaña,   —280→   sobre todo, de la conducta pérfida que conmigo has observado, de la iniquidad que has cometido arrancándome lo que, como un estafador vulgar, como un bribón me has arrancado!

-¿Qué, sabes, te han dicho? Y bien, sí, es cierto, he faltado, me he conducido muy mal, lo confieso, te he engañado... pero también ponte en mi caso tú... ¿qué querías que hiciera, qué habrías hecho tú misma en mi lugar?

-¿A mí me lo preguntas?

-Cargado, acribillado de deudas, perseguido a muerte por mis acreedores, con tres letras protestadas ese día, amenazado de verme hundido en la opinión como insolvente, señalado acaso con el dedo como quebrado fraudulento; y sabiendo que nada de otro modo habría obtenido de ti, que nada me habrías dado tú, tú que habías sido mi ángel tutelar, sin embargo, mi única providencia hasta entonces...

¡Ah! ¡perdóname, soy antes un culpable, un pobre hombre desgraciado, más que tu enojo y tu despecho, merezco tu compasión, perdóname!...

-Se acabaron ya esos tiempos... he aprendido,   —281→   me has enseñado por mi mal a conocerte y sé quién eres. ¡No esperes llegar a persuadirme con embustes y nuevos artificios, ni que me deje yo ablandar ahora como antes, por esos aires de hipócrita que afectas, farsante, cínico!

Estaba que trinaba su mujer... era claro, era evidente, nada iba a conseguir, ni medio de ella iba a sacar tocándole esa cuerda.

-¡Máxima! -exclamó Genaro entonces cambiando de tono bruscamente, brillando el fuego de la ira en su mirada, acusándose en los pliegues de su labio-, no me insultes, no me ofendas sin derecho ni razón... quiero ser, me ves resuelto a mostrarme contigo bueno y tolerante, a no salir de la calma y la templanza que me he impuesto; acabo de soportar de ti palabras duras que persona alguna en el mundo otra que tú, osara impunemente dirigirme...

¡Pero cuida de lo que haces, reflexiona, mira de no poner a prueba mi paciencia, que podría tal vez costarte caro!

-¿Con ésas me vienes, con amenazas ahora? Pierdes, te lo prevengo, lastimosamente tu tiempo -repuso ella provocante-, inventa algo mejor   —282→   -y clavando en su marido la mirada, una mirada de encarnada y profunda hostilidad-, ¿qué más, dime, qué desgracia mayor puede llegar a sucederme a mí que la ignominia de tener un marido como tú?

-¡El remordimiento de haber sido la causa de mi muerte!... -a la vez que echaba mano a la cintura y con trágico ademán empuñaba un pequeño revólver de bolsillo, como fuera de sí, vociferó Genaro.

-¿Matarte tú?... ¡no eres capaz... los cobardes no se matan!

Con la expresión de quien se siente vacilar y no acierta en la duda a resolverse, permaneció inmóvil él, de pie, un instante.

¿Qué diría, qué haría, qué le quedaba que hacer o que decir, por dónde era mejor que reventase? y sin articular palabra al fin, atropelladamente salió.

Había alcanzado a pisar el umbral de la puerta de calle; detúvose de pronto. ¿Llevaba puesto su sombrero? Sí, lo tenía. Dirigió hacia adentro la vista y esperó, trató de oír.

Nada, un completo silencio en la casa; ningún   —283→   ruido se percibía, ninguna voz, nadie lo llamaba.

¿Lo dejaría salir así su mujer, sería capaz, habiéndole dicho él que iba a suicidarse nada menos, tan a fondo lo tendría calado que le había conocido el juego y ni duda siquiera conservaba de que fuese una grotesca farsa la suya... o tanto lo aborrecía, era tal y tan profunda su aversión, que llegaba acaso hasta alegrarse, hasta felicitarse en el fondo de que cargara el diablo con él?

Maquinalmente cruzó Genaro la calle, por la vereda opuesta avanzó con lentitud en dirección al Norte.

Y miraba, volvía a cada paso la cabeza esperando alcanzar a distinguir, a la incierta luz del gas, la silueta de Máxima en la puerta, ver que asomaba la sirvienta, salía corriendo en su busca, lo chistaba, lo alcanzaba y lo llamaba azorada en nombre de la señora.

Fiasco, había dado fiasco, un fiasco completo... ni más ni menos que como a perro lo miraba... y era un hombre, sin embargo, el que acababa de anunciar su resolución de matarse y a su propia mujer era a quien se lo   —284→   había dicho, y de su propia casa, del seno mismo de su hogar, que esa prueba de helado desafecto le llegaba...

Solo, solo, lo había estado, lo estaría toda su vida, siempre, era fatal... Indiferencia, cuando no alejamiento, repulsión, era lo que había encontrado él, lo que había cosechado a lo largo de su camino...

-Solo, solo - repetíase Genaro tristemente, dominado, a pesar suyo, por una extraña y afligente impresión de desamparo, como sintiendo que zozobrara su ser en las tinieblas de un vacío inconmensurable.

No; era injusto, la vieja, la pobre vieja, ella sí, ella únicamente...

Y años enteros hacía que ni palabra le escribía a la madre, y, muchas veces, ni el trabajo de leer sus cartas se tomaba... Siempre la misma historia, también, la misma música, el sempiterno estribillo... que no quería morirse sin verlo, que fuese a Europa él, que ella enferma, paralítica, tullida como estaba de pies y manos, ni pensar podía en moverse.

¡Eh!, su madre, prorrumpió Genaro, con desesperado   —285→   gesto de rabia y desaliento, dejándose caer sobre uno de los bancos de la Plaza del Parque, los codos en las rodillas, la frente entre las manos; su madre y su hijo y él y su mujer y todos y todo... ¡empezaba a tener hasta por encima del alma ya, a estar harto!

¿Qué halago, qué aliciente la existencia le ofrecía, qué vínculos a la tierra lo ligaban?

¿El deber?... ¿y el deber, qué era, qué lo constituía, quién lo fijaba, qué autoridad lo demarcaba... por qué no había de consistir eso, lo que llamaban deber, en agarrar cada cual por donde más le cuadrara y mejor le conviniese?

¿La ambición lo haría vivir, el anhelo de ser o de hacer algo? Todo su afán, su solo sueño había sido el dinero, lo había tenido y para perderlo y perderse él era para lo que le había servido...

¿Acaso la voz del corazón, la fuerza, la vehemencia del sentimiento, amor, cariño por los suyos, por alguien en el mundo? No sabía lo que era querer él, a nadie quería, jamás había querido... ni a su hijo, ni a su madre...   —286→   ¡hallábase a punto de creer que ni a él mismo!

Y si tal había nacido, si así lo habían fabricado y echado al mundo sus padres, ¿era él el responsable, tenía él la culpa por ventura? No, como no la tenían las víboras de que fuese venenoso su colmillo.

Pero, ¿qué misión en la vida era la suya, cuál su rol, qué hacía, para qué demonios servía entonces?

¡Oh! para nada, pero nada bueno, ni útil, ni digno, ni justo de seguro.

Podía cuanto antes llevárselo la trampa, un mandría, un trompeta menos...

Y de él tan sólo, de él únicamente dependía; bien sencilla era la cosa.

Allí, por ejemplo, en aquel instante mismo, solo, de noche, en una plaza... Sentía el bulto, el peso del revólver sobre su muslo; dentro del bolsillo del pantalón... cuestión de un minuto, de un segundo, de meter la mano, llevarse el arma a la sien y apretar luego el gatillo bruscamente, como quien pega cerrando los ojos un tirón.

Sí, pero no lo haría, estaba a mil leguas de   —287→   hacerlo, se necesitaba ser un hombre para eso y él no lo era, había dicho una gran verdad su mujer, era un cobarde, un collón él.

No, no lo haría, de pensarlo nada más, de llegar a figurárselo siquiera, sentía que le temblaban miserablemente las carnes...

¿Matarse él, matarse por bellaco y por canalla, sentenciarse él mismo a morir y escapar de ese modo a su vergüenza?... Nunca, jamás... ni de ese triste rasgo de nobleza, ni de esa última, ni de esa única prueba de valor y de entereza era capaz.

¡Pobre, miserable, cubierto el cuerpo de andrajos y de lacras, comiendo cáscaras, pudriéndose en un calabozo de la cárcel sin esperanza de salir de él, había de querer vivir todavía, viviría, seguiría prendido con dientes y uñas a la vida, como los perros a las osamentas!...

No enloquecerse el soldado, el centinela ése que se paseaba de guardia frente al portón del Parque... ¡no antojársele agarrarlo a tiros, voltearlo a él de un balazo por detrás, sin que sintiese!...

Semejante a algún animal enorme y monstruoso   —288→   algo a la vez como de serpiente y de ballena, escupiendo entre las sombras altos chorros de vapor, un tren cruzaba, silbaba, se arqueaba, crujía en la brusca curva de la plaza, al penetrar en la estación.

¿Qué hora era ya? Sacó Genaro su reloj: las doce y media de la noche.

¿Y tendría alma de presentarse, de volver muy suelto de cuerpo a su casa... en puntas de pie iría a meterse, corrido, abochornado, con el rabo entre las piernas, como un pichicho?...

Lo que se reiría Máxima de él, el gesto que haría, un soberano gesto de desprecio, si no de repugnancia, un gesto de asco al oírlo entrar... ¡Ahí estaba el farsante ése, el muerto, el suicidado, sano y bueno... degradado... inservible!...

¡No; era mucho, demasiado eso ya, como para que se le cayera la cara, la jeta de vergüenza!...

¿Qué se había figurado la muy cangalla, que iba a poder ponerlo como un trapo, como un suelo, así, sin más ni más? ¡Ya vería si se había de jugar con él, si era hombre él de dejarse manosear impunemente por una mocosa como ella!

Y sin darse cuenta exacta del propósito que   —289→   lo guiaba, incierto de lo que haría, ignorando aun a qué iba y para qué a punto fijo, sabiendo sólo que la idea de dañar, de causar mal, la necesidad, una necesidad imperiosa y repentina de vengarse lo impulsaba, emprendiendo a pasos precipitados el camino de su casa, acababa Genaro de abandonar su asiento.

¿Qué se había creído su mujer?... la había de parar de punta, varas la había de levantar, las hechas y por hacer le había de pagar... ya vería, ya iba a saber lo que era bueno... qué se había figurado, qué se había creído, rabiosamente murmuraba, repetía entre dientes al andar.

Llegó dando de empujones a las puertas, cerrándolas a golpes, con estrépito, como cantan los cobardes para infundirse valor. Entró a la sala, pasó por la antesala, penetró hasta el aposento de su mujer despierta aún:

-¿Me firmas el pagaré, me entregas el dinero, sí o no?

-No.

-¿No?

-¡Una y mil veces no!... soy la dueña yo, me parece...

  —290→  

-¿La dueña dices? ¡de tu plata, pero no de tu culo... de ése soy dueño yo!...

Y arrojándose sobre ella y arrancándola del lecho y, por el suelo, a tirones, haciéndola rodar, dejó estampados los cinco dedos de su mano en las carnes de su mujer:

-¡Miserable! -gritó Máxima corriendo desaforada, yendo a ocultar su vergüenza-, ¡miserable! -oyósela que exclamaba desde la habitación contigua-, ¡miserable, miserable! -repetía más allá, brotaba palpitante esa única palabra de su labio, como sangre que fluyera de la herida mortal de su pudor.

Él, entretanto:

-Andá no más, hija de mi alma... no son azotes... -gruñó-, ¡te he de matar, un día de éstos, si te descuidás!




 
 
FIN