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Las imágenes zoomorfas y sexuales en la obra de Eugenio Cambaceres (1992)1

Claude Cymerman





A medida que el autor de Potpourri se va alejando de los valores de la ciudad cosmopolita y de la «civilización» y se va acercando al campo purificador y a la tradición argentina, deja el humor corrosivo de su primera novela por el empleo recurrente de metáforas o de comparaciones que encuentran en la naturaleza las fuentes de su inspiración. Esto no significa que estén totalmente ausentes de su imaginativa y de su obra imágenes relacionadas con el mundo que rodea al autor, considerado temporal y espacialmente. La política (que abrazó un tiempo Cambaceres), la religión (que combatió en la Cámara de Diputados), el foro (que muy pronto dejó por la vida ociosa), las ciencias y las técnicas (de tanta importancia en un mundo industrial incipiente) dejaron forzosamente una huella en la obra del autor que nos ocupa. Pero las imágenes relacionadas con el campo representan, singularmente en Sin rumbo, el cuerpo principal de la imaginería cambaceriana. Entre ellas, destacaremos, por su importancia cuantitativa y cualitativa, así como por su simbólica asociada con el hombre y la mujer, las imágenes animales2 y sexuales, a menudo relacionadas entre sí.

La importancia muy especial concedida por Cambaceres a las referencias zoomorfas merece que nos detengamos en ellas. Podemos atribuir esta predominancia a muchas razones, sin descartar forzosamente la interpretación psicoanalítica que quiere ver sobre todo ahí «la figura de la líbido sexual»3. Gilbert Durand observa -y su tesis encuentra confirmación en los testimonios de numerosos psicólogos y psicoanalistas- que «de todas las imágenes, son las animales las más frecuentes y las más comunes. Podemos afirmar que, desde la infancia, nada nos es más familiar que las representaciones animales4. La causa reside, según él, en el hecho de que «la mitad de los títulos de libros para niños están dedicados a los animales». No nos olvidemos de las mascotas y los juguetes de felpa propios de nuestra infancia... Y tengamos presentes los cuentos fantásticos, en los que los animales más familiares o más extraños desempeñan el papel principal, que las madres o las nodrizas suelen contar a los niños para que se duerman... No cabe duda que Cambaceres fue mecido en su niñez por esas dulces leyendas, cuanto más presentes y obsesivas que aquéllos o aquéllas que las cuentan se encuentran más cerca de la naturaleza y de lo fabuloso... Eugenio, al crecer, debió de familiarizarse con los animales -los verdaderos- en sus largas estadías en la estancia paterna. La evocación precisa en él de aves o de roedores típicos del campo son un signo probable de una observación personal y atenta. La cultura adquirida con el tiempo, el conocimiento de refranes y dichos populares en los que entran un número considerable de referencias a los animales, la frecuentación de los fabulistas que, como La Fontaine, «se valen de los animales para instruir a los hombres», todo esto debió de desempeñar un papel importante en la predilección del escritor por los temas y los símbolos animales. Subrayemos por otra parte el hecho de que la determinación o la connotación del animal -familiaridad, mobilidad, plasticidad, vida...- hace de éste un inductor de imágenes y de símbolos absolutamente privilegiado. De las cuatrocientas treinta o cuatrocientas cuarenta metáforas o comparaciones que hemos totalizado desde Potpourri hasta En la sangre, más de ciento cincuenta remiten a animales, o sea, grosso modo, treinta y cinco por ciento.

Las tendencias fuertemente satíricas de Potpourri condicionan la visión del animal, tal como aparece en la novela y, hasta cierto punto, en la obra completa. El mundo se nos muestra aquí como una jungla en la que la supervivencia de unos significa la muerte de otros. En este aspecto, el maniqueísmo de Cambaceres no deja de evocar el pesimismo de Mateo Alemán que hace suya la parábola de las Sagradas Escrituras: «La vida del hombre en la tierra es un combate.» Para el picaresco como para nuestro naturalista, la conducta humana viene condicionada por el medio y la herencia: «la sangre se hereda y el vicio se contrae.» Uno y otro convergen hacia un «existencialismo» fundamentalmente pesimista, muy diferente del concepto zoliano del mundo que veía en la ciencia una posibilidad de redención. Para el autor del Guzmán de Alfarache, el hombre, como el animal, es malo para su prójimo: «Todos vivimos en asechanza, los unos de los otros, como el gato para el ratón, o la araña para la culebra...»

La imaginería de Cambaceres hace eco a los ejemplos del picaresco. Podríamos establecer, casi, una cadena de verdugos y de víctimas, ya que el que aplasta a unos queda a su vez aplastado por otros. El ave rapaz se abalanza sobre la serpiente, la cual se traga al pajarito. El escuerzo, otra víctima habitual de la serpiente, se mantiene -como el protagonista de Potpourri frente a sus interlocutores- en acecho, dispuesto a atrapar las moscas de un lengüetazo, las cuales, a su vez, se echan sobre un terrón de azúcar como, en días de carnaval, las lindas máscaras sobre el papanatas todo confuso...

En esta asimilación del hombre al animal, hay, voluntaria o no, consciente o no, una degradación del primero que, de «animal superior», se rebaja al nivel de la bestia. Parece como si el hombre abandonase su inteligencia y su sensibilidad para conservar tan sólo sus sentidos y sus instintos primarios. Las palabras «bruto», «bestia» vuelven a menudo para calificar al hombre o a la mujer. En una primera aproximación, Cambaceres pondera -como la hará más tarde Louis-Ferdinand Celine- todo lo que hay de pesado, de primitivo en el ser humano. En un segundo momento, destacará su hostilidad y malicia. Asistimos así a una zoomorfización del hombre, a una especie de «transmigración» en el hombre del animal, a imagen del «alma del desgraciado», que, al casarse su dueño, se malogra, «yendo a habitar el cuerpo de algún animal cornudo»5. En esta «metempsicosis en vida» del hombre, éste pierde así su identidad y adquiere los caracteres y los símbolos del animal. La inversa no se produce nunca. Una sola vez, el animal se compara al hombre: es cuando el gato de Andrés araña a su dueño. «¡Te pareces a un hombre, tú!» Y es que el hombre se ha perdido ya al adquirir los peores instintos de la bestia. En este isomorfismo del hombre y del animal, volvemos a encontrar el pesimismo y el desencanto que acompañarán al autor desde su primera hasta su última obra.

Este pesimismo tiene sin embargo su jerarquía, en función de la reducción a tal o cual tipo de animal. El escritor, en regla general, reparte igualmente las metáforas referentes a animales domésticos y salvajes. El número de los primeros, en el conjunto de la obra, representa aproximadamente la mitad (veinticuatro frente a cuarenta y cinco) del número de los segundos. Pero su presencia constante en el universo humano hace que la cantidad de imágenes construidas sobre animales caseros o de corral (sesenta y cuatro) es sensiblemente la misma que la de imágenes elaboradas a partir de los demás animales (sesenta y seis).

La asimilación del hombre -en este caso, del sexo masculino- al animal se hace en primer lugar, lógicamente, con los compañeros habituales del pampeano, o sea, el perro, el gato y el caballo. De cada uno, el escritor saca sus caracteres más notables, lo que no deja de implicar el uso frecuente de clichés o de tópicos.

Del perro, retiene sobre todo la vigilancia, el sacrificio, la condición degradante; del gato, la pereza o la ingratitud; del caballo, el amor a la libertad (la del potro suelto en la pampa), pero también, la resignación o, inclusive, la rabia. De los otros animales domésticos, el autor señala igualmente el rasgo tradicional, a veces más mítico que real: la estupidez del burro, la paciencia del buey, el orgullo del pavo real, la suciedad del cerdo. Generalmente, lo vemos, es el aspecto despreciable o ridículo del animal, y sobre todo su carácter más instintivo, el que subraya el novelista para simbolizar al hombre. Pero el animal doméstico no escapa de la maldad o de la ferocidad: el perro, mastín o cuzco, se dispone a morder, el gato saca sus uñas a traición, el caballo muerde o da coces. En la fiera o la alimaña, la estupidez desaparece para dejar paso únicamente a la crueldad o al instinto de muerte. El hombre-animal de la imaginería cambaceriana viene descrito así como una «creatura» -si se me permite el neologismo- nefasta, repelente, agresiva, marcada por su herencia de un signo negativo. Sólo el «animal político», alternativamente ave de presa, zorra, langosta o sanguijuela, lo sobrepasa por su aspecto odioso u horrible. En su desprecio o su odio por el hombre, Cambaceres señala así unas diferencias, las que le inspiran su experiencia y su resentimiento político.

La misantropía profunda de Cambaceres tiene su correspondiente: la misoginia del autor que se expresa sobre todo en Potpourri. Al hombre-animal corresponde en efecto la mujer-animal.

Desde siempre la mujer ha sido comparada, en sus características fundamentales, con el gato. Nada extraño por lo tanto si Cambaceres invierte en el felino algo de su simbolismo femenino. Expresa así, recurriendo a una serie de refranes o dichos populares, el misterio turbio, la disimulación, el engaño que evocan las artimañas de la infiel María o las actitudes y las posturas sensuales de otra mujer adúltera, la Amorini.

La asimilación a los otros animales no reviste la relativa benevolencia que inspira el símbolo del gato, el animal familiar del que se subraya el aspecto solapado, ingrato o sensual. La violenta misoginia que señala la primera época de Cambaceres sugiere a éste unos símbolos sacados de animales salvajes o dañinos. Hay, en la simbología cambaceriana de la mujer-animal, una adecuación perfecta entre, por un lado, el grado de la sátira y, por otro, la crueldad, la ferocidad o la nocividad del animal. La mujer es así, con palabras del satírico, un «camaleón doméstico» (lo que conserva a la imagen su carácter de doblez o de mutabilidad) y, sobre todo, un «bichito dañino» que engloba en su genericidad el conjunto de los defectos que nuestro misógino le atribuye al sexo femenino.

La animadversión del escritor contra el bello sexo se resuelve curiosamente, sintomáticamente, tal vez, en símbolos nutritivos, en imágenes de mordedura, de succión, de salivación, de manducación o de ingestión. La mujer-víbora encaja así sus colmillos en su presa y la envenena con su baba, la mujer-ratón devora los millones de sus amantes, la mujer-sanguijuela succiona al paciente hasta dejarlo enjuto, la mujer-fuina deja asomar en sus dientes y labios sus apetitos carnales, la mujer-chacal se ceba en los cadáveres y la mujer-rapaz espera la muerte de su marido, «como los chimangos espían la muerte del cordero para devorarle los ojos»6. La crítica psicoanalítica no dejaría de ver en estos símbolos el reflejo de un complejo de castración asociado a un complejo de Edipo muy aferrado en un autor que, cuando joven, privilegiaría en su amor filial a la madre con relación al padre. Este desciframiento, por más atractivo que aparezca, no debe ser excluyente de otras posibilidades interpretativas. Si ahondamos en la confrontación de los extractos aludidos, nos damos cuenta, en efecto, de que la noción de muerte -y de muerte ineludible- acompaña casi siempre el esquema de manducación o de ingestión. La víbora mata con su veneno sin que sus víctimas puedan escapar de su baba ponzoñosa, las sanguijuelas no sueltan al paciente sino en estado de consunción, las aves de rapiña espían la muerte de su presa, los chacales engordan con los cadáveres. Como se ve, la metáfora «obsesiva» -por su recurrencia- de la mujer-animal va acompañada casi siempre del esquema de nutrición y de muerte, creando así una «red» coherente de metáforas que desembocan en un «mito personal» del autor7. Este mito personal es, creemos, el producto de una asociación inconsciente entre dos obsesiones: por una parte la obsesión de la muerte, propia de su pesimismo suicidario; por otra parte la asimilación de la mujer al demonio responsable de la caída del hombre, característica de la misoginia de la primera época del escritor (la de Potpourri y Música Sentimental), a la cual pertenecen todos los pasajes referentes al complejo temático. La mujer-animal, mujer devoradora o castradora o victimaria es el exacto equivalente del hombre-animal, pero infinitamente más temible que él por lo que su necesaria complementaridad con respecto al hombre tiene de ineludible.

Las otras metáforas sacadas del mundo animal no se reducen tan llanamente al hombre o a la mujer y no se resuelven en categorías tan contrastadas.

Así, por ejemplo, el pájaro cobra una significación diferente según su tamaño. El vuelo del ave de rapiña, lleno de elegancia y de amplitud, evoca irresistiblemente el espíritu del novelista, llevado por las alas de su imaginación como el cóndor que «[no necesita] otro impulso que sus alas para cernirse en las nevadas cimas»8. A la inversa, la pequeñez de la avecilla le confiere un valor irrisorio que se expresa tanto en su debilidad frente al hipnotismo de la serpiente, cual el orador que se deja arrastrar por su propia elocuencia9, o en su impotencia para despegarse de la liga, como el hombre incapaz de librarse del atractivo de la mujer o, más precisamente, con palabras del novelista, de las «trampas de enredar maridos, pegapega untada por la naturaleza para cazar chingolos con barba»10. Si el pájaro, en este último caso, viene comparado al hombre, víctima de las añagazas de la mujer, en otro hace pensar en la misma mujer, por su instabilidad caprichosa que lo mueve a revolotear de rama en rama, como Loulou desflora, inconstante, los placeres de la vida11. El ave, que antes, por su tamaño y la amplitud de su vuelo, llevaba un signo positivo, por simbolizar ahora lo voluble queda negativizado, tal vez porque dicha actitud implica una falta de personalidad o de rectitud que desagrada al escritor.

A esta propensión a la rectitud se opone la categoría antinómica de lo tortuoso encarnada en el reptil. De la serpiente -símbolo verdaderamente privilegiado ya que aparece nueve veces en la obra-, el novelista recuerda menos el veneno que el hipnotismo o la reptación, la contorsión o el escurrimiento, eminentemente maléficos o temibles. Además, es la kinestesia de su sinuosidad la que comunica a estos símbolos su carga negativa. Así, la mujer maldiciente, herida en su vanidad, se revuelve «como culebra a quien le pisan la cola12. Y Pablo, inmovilizado en la cama por la enfermedad y el sufrimiento, arquea el cuerpo «en bruscos retortijones de serpiente que tiene aplastada la cabeza». Más adelante, la tentativa de violación de Pablo sobre Loulou se asemeja al movimiento de una serpiente que se enrosca en el cuerpo de su víctima13.

El mismo tren, comparado alternativamente con una anguila enorme, una serpiente o una ballena, adquiere una valoración negativa. Aquí, la contorsión aliada al gigantismo tiene como resultante la monstruosidad temible. Y la penetración en el túnel, la gruta, el valle o la estación inclusive (de evidente simbolismo sexual generador de ansiedad14), asociada a las nociones de tinieblas y de fragor, negativas las dos15, refuerza el esquema de misterio inquietante y maléfico sugerido por el símbolo16.

Por su parte, el saber y la ciencia, para el espíritu rebelde y poco receptivo de Genaro, se desvanecen «en una ilusión de caprichosas curvas, de eses escurridizos de culebra». Y el joven ambicioso, al acercarse a la casa de Máxima, «sugiere en su ademán la idea del andar escurridizo de las culebras17.

La sinuosidad y el movimiento, considerados separadamente, no tienen el carácter nefasto o pernicioso que les confiere su conjunción. Como dos elementos químicos simples que, aislados, son inofensivos pero provocan una reacción violenta en cuanto se les asocia, lo tortuoso que se pone en marcha y el movimiento que se contorsiona prefiguran una penetración insinuante, pérfida, traidora. Compárese ahora a los ejemplos anteriores la siguiente cita: «Junto a las eses de plata del arroyo, el rancho de Donata coronaba una eminencia, quebraba en su blanco mojinete los últimos rayos de la luz crepuscular18. Las eses de plata que se oponen a las eses escurridizas de más arriba comunican una poesía brillante a una descripción de la cual se desprende una impresión de dulzura y de serenidad. Como se ve, la sinuosidad participa, según está o no animada, de dos caracteres antinómicos de los cuales aparece como el eje o la línea divisoria.

Y es que la sinuosidad estática no es arquetipo de perfidia maléfica contra la cual conviene precaverse, sino, al revés, de ambiente mullido y acogedor como pueden serlo la curva suave de un paisaje o la comba delicada de un cuerpo de mujer. La descripción edénica de Monte-Carlo presenta así al lector las «curvas fantásticas de un parque», los retratos que el narrador hace de Loulou ponen en evidencia las sinuosidades armoniosas de su cuerpo y la alianza del paisaje y de la mujer inducen en el escritor una imagen sensual en la que las curvas femeninas quedan voluptuosamente sugeridas: «La pampa [...], desamparada, sola, desnuda, espléndida, [sacaba] su belleza, como la mujer, de su misma desnudez

Al maleficio del movimiento reptante responden el hostigamiento del enjambre, los estragos de la nube viviente, la podredumbre y la destrucción relacionadas con el hormigueo de lo que bulle, la muerte, en fin, como resultante de la invasión y de la agresión de lo infinitamente pequeño. Cambaceres proyecta en los insectos toda la nocividad pérfida y a menudo fatal que asocia a la noción de pequeñez. Loulou, por ejemplo, intenta deshacerse del abrazo de Pablo como una mosca trata de escapar en una convulsión suprema de la trampa tendida por la araña. Los amigos interesados le hostigan a uno como moscas atraídas por el olor de la carne. Y los pilluelos, al treparse a un duraznero, lo dejan maltrecho como si le hubiera caído encima una manga de langostas19.

El hormigueo que siente Pablo en sus miembros inferiores le causan la impresión de que «un nido de hormigas coloradas le habían sepultado la pierna como el tronco podrido de una mata de paja; [...] las hormigas le devoraban la carne y le roían el hueso20. En otra descripción, aún más naturalista, de la sífilis de Pablo, el novelista alude a «la carcoma del pus» o a esas plantas que «tienen el corazón podrido, taladrado por bichos que las devoran21 El hormigueo viene asociado, pues, con las nociones, vecinas y unidas entre sí, de dolor, de sumersión, de podredumbre y de muerte.

Estas imágenes cambacerianas nos inspiran de inmediato dos reflexiones. La primera es que, por su vigor y su expresividad a la vez que por su valor plástico y estético, hacen de Cambaceres un extraordinario pintor de animales. La segunda es que, por bellas y admirables que aparezcan, son casi todas imágenes agresivas en las que el autor parece haber cargado sus pulsiones sádicas. Ya notaba Gilbert Durand que «la mayor parte del tiempo la animalidad, después de simbolizar la agitación y el cambio, reviste la forma de la agresividad y de la crueldad22. Hay más: la predominancia de símbolos de animales aparece bien, como lo ha señalado la teoría psicoanalítica, como la «figura de la líbido sexual».

Las metáforas de la agresividad animal, en particular las que sugieren un esquema de penetración -colmillos de la serpiente, dardo del escorpión, etc.- se relacionan con la simbólica del arma blanca cuyo filo cortante e hiriente expresa más o menos conscientemente, con más o menos fuerza expresiva, las pulsiones sadomasoquistas del autor23. Es en efecto por el esquema del corte y, más aún, por el de la penetración como el escritor traduce y descubre sus pulsiones. Así, por ejemplo, Blanca, personaje de Música sentimental que se presenta como víctima de los hombres y del destino, «la echa de mártir inocente [...] guadañada como pasto tierno por la herramienta de la adversidad24. Andrés, por su parte, con un beso dado a la Amorini, «unos de esos besos que se entran hasta lo hondo, sacuden y desarman a las mujeres, cortó de pronto la palabra en los labios de la artista.» Para Loulou, por fin, cuya angustia llega a su paroxismo ante el duelo que se libran Pablo y el Conde, «cada latido de [su] pecho era un dardo que se [le] encajaba en la sien.» Resulta evidente, a la vista de estas tres citas25, que la penetración y el agente de aquella -arma o utensilio- tienen una significación implícita, de carácter netamente erótico.

Pero el erotismo subyacente de algunos pasajes cambacerianos resalta de algunos símbolos asociados al esquema de la luz, de la cual no debemos olvidar el carácter sensual -«la caricia inesperada de la luz»- e hiriente. Así, el rayo de sol que filtra a través de las nubes tiene la tenuidad acerada del arma blanca y la connotación sexual de los rejones que las estrellas clavan en el agua gris de la simbólica lorquiana26.

Los símbolos eróticos son mucho más visibles en la imagen de las piedras preciosas que brillan «como dos pedazos de sol entrando por el agujero de una llave27.Al esquema de la penetración, íntimamente vinculado con la idea de luz, se añaden aquí dos símbolos cuyo carácter sexual no parece contestable, el brillo, que volveremos a encontrar, y la llave.

Fijémonos ahora en la frase «La boca de un balcón, chupando el día, encuadraba, en un golpe crudo de luz, su cuerpo de sapo sentado al sol28. A todas luces, el primer miembro de la frase sugiere una felación en la que el sujeto, el verbo y el complemento expresan, respectivamente, el órgano bucal, el acto sexual y el miembro viril29. En la segunda parte de la frase, los símbolos de la luz del sol, del golpe y del cuerpo, aunque menos figurativos, son igualmente eróticos.

Terminaremos con una última imagen que nos parece condensar todo el erotismo implícito -¿e inconsciente?- del que es capaz Cambaceres.

...en un rincón, partiendo la penumbra, un rayo brusco de sol semejaba el filo lustroso de una daga que [...] hubiera querido hundir la luz en las entrañas de la sombra.30



La primera parte de la frase es muy semejante a la de la cita precedente. Sujeto, verbo y complemento traducen un acto que, aunque distinto al anterior, no es menos erótico. La «penumbra», el «rincón» con su connotación no menos oscura, representan sin lugar a dudas el pubis, la «rosa azul» del vientre lorquiana31. En cuanto al rayo de sol, penetrante, filtrante o cortante, es, lo sabemos, el pene. Pero aquí el símbolo viene precisado por el inciso. La daga confirma la interpretación por la «acepción fálica» asociada al arma, mientras se va aclarando el lustre entrevisto más arriba: remite obviamente al falo, y su «filo» no hace más que reforzar el esquema del corte o de la penetración. Y si subsistiera aún una duda en el espíritu del lector no iniciado, los términos «hundir» (variante de «partir»), «luz» (calco de «rayo de sol»), «sombra» (eco de «penumbra»), terminarían de instruirlo mientras que, a modo de colofón, la voz «entrañas» -única referencia de tipo anatómico-sexual que hemos notado hasta ahora- es el eje que une la conciencia y el inconsciente y la llave que nos permite ... penetrar en el mundo de los símbolos eróticos del autor.

Si le aplicamos a Cambaceres el método psicocrítico de Charles Mauron, superponiendo las últimas citas -como se superponen fotos para crear efectos especiales-, nos encontramos con las asociaciones siguientes:

AGENTE: sol, llave; día, luz; sol, luz, filo, daga.

DETERMINACIÓN DEL AGENTE: brillaban; luz [violenta]; lustroso.

ACTO: Entraban; chupando, golpe; partiendo, hundir.

OBJETO: agujero; boca, cuerpo; rincón, penumbra, entrañas, sombra.

Las «redes asociativas» que unen unas con otras las «metáforas obsesivas» hacen salir a flote las pulsiones inconscientes del autor, en este caso sus pulsiones sexuales. Este es un primer punto.

En segundo lugar, esas mismas «redes» hacen resaltar la relación que une los impulsos sexuales con el esquema dicotómico de la luz y de la sombra.

Esta doble constatación acarrea a su vez una doble interrogación. ¿Por qué esa obsesión de la luz y de la sombra? y ¿por qué esa asociación con imágenes sexuales?

La obsesión cambaceriana -su «mito personal», si se quiere- debe interpretarse, a nuestro juicio, como la lucha permanente del novelista por el bien y contra el mal, por la honradez contra la hipocresía, por la justicia contra la iniquidad. Constantes demostraciones de esa posición filosófico-moral encontramos en la valerosa actuación política del autor. Al mismo tiempo, este impulso hacia la luz es la expresión de una búsqueda constante de la verdad, en una óptica masónica, contra las tinieblas del oscurantismo y la incoherencia del caos. En la relación estrecha, a la vez que inconsciente, entre el impulso hacia la luz y la pulsión sexual, creemos que se encuentra, por otra parte, la necesidad íntima y visceral de alcanzar la luz (analogón o correlato de la verdad o la pureza) y de vencer, en una posesión sexual, la sombra o las tinieblas (o sea, la mentira, la hipocresía, etc.). Las redes asociativas de Cambaceres revelan así su mito personal, o sea, su yo profundo, el que, por otra parte, coincide con la claridad de sus posturas conscientes en el terreno social, político o literario.





 
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