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ArribaAbajo- I -

Letras paraguayas



ArribaAbajoEl vanguardismo poético en el Paraguay

...l'idée de surréalisme tend simplement à la récupération totale de notre force psychique par un moyen qui n'est autre que la descente vertigineuse en nous, l'illumination systématique des lieux cachés...


André Breton                


El movimiento de vanguardia no se inició en el Paraguay en la tercera década del siglo, como en los demás países americanos. Circunstancias insalvables lo retardaron unos veinte años. Durante la tercera y cuarta década, el Paraguay pasó por uno de los períodos más arduos de su historia. El país no se había recuperado espiritualmente de la enorme catástrofe de la guerra de 1864 a 1870. La reconstrucción nacional no pudo menos de ser un proceso largo y penoso. El Paraguay había sufrido una devastación casi sin paralelo en la historia militar del mundo2. Cuando sus ejércitos fueron exterminados, las mujeres y los niños hicieron frente al enemigo. Niños de doce a quince años con barbas postizas fueron masacrados en atroces batallas. Al terminar la guerra, el Paraguay era un inmenso osario. Su población quedó reducida a la quinta parte; sobrevivieron apenas veintiocho mil hombres, en su mayoría ancianos, inválidos o lisiados3.

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Los vencedores trataron de imponer al vencido una humillante interpretación de la historia reciente. El Paraguay era, según ellos, un pueblo bárbaro esclavizado por un monstruo. La guerra de la Triple Alianza fue una cruzada de liberación. Ni siquiera se le reconocía al país vencido el prodigioso heroísmo con que luchó hasta el final exterminio de los últimos combatientes semidesnudos, hambrientos, esqueléticos, en un confín del territorio patrio en marzo de 1870. El valor demostrado por el Paraguay no se inspiraba en el patriotismo, sino en el miedo al tirano. El cálculo de la indemnización no fue menos deprimente para la moral de los vencidos: el Paraguay debía a sus adversarios de ayer trescientos millones de libras esterlinas, esto es, diez veces más de lo que Francia debió pagar a Alemania en 18704.

La primera generación de escritores surgida después del gran desastre creyó que era su deber elucidar la verdad sobre la historia de la guerra. El país, según un historiador representativo del nacionalismo vehemente de comienzos del siglo, «necesitaba levantarse y caminar recordando lo que fue y lo que en realidad es»5. De aquí que los escritores de aquella época fueran casi todos historiadores impelidos por un afán polémico de vindicar el honor de la patria vencida. Y hasta las luchas políticas de las primeras décadas del siglo asumieron parcialmente el carácter de una polémica en torno a la interpretación de la reciente historia patria.

La anarquía de la era de la reconstrucción refleja el desconcierto espiritual de un país floreciente y altivo hasta 1865 y totalmente aplastado en 1870. Ahora bien: si durante esa época la inteligencia paraguaya parecía desentenderse del siglo XX para ocuparse de lo que sucedió al país en la sexta década del siglo XIX, una grave cuestión internacional obligaría a esa misma inteligencia a concentrar su atención en los siglos coloniales. Y fue que Bolivia, apenas terminada la guerra de la Triple Alianza, reclamó derechos sobre el territorio del Chaco. Esta reclamación se fue haciendo cada vez más perentoria y peligrosa. Era menester justificar históricamente la soberanía paraguaya sobre la llamada Región Occidental de la república. Y se dio el caso de que los intelectuales paraguayos de tres generaciones -profesores, diplomáticos, escritores, parlamentarios, etc.- se vieron obligados a mirar el pasado aún más hacia atrás, esto es, hacia los mismos orígenes de la nación, porque de los días de la conquista y de la colonia debía de haber en los archivos la cédula real de Carlos V o Felipe II en virtud de la cual se establecían inequívocamente jurisdicciones favorables a los derechos paraguayos.

Por esta razón puede decirse que en el Paraguay de los primeros decenios del siglo XX un pergamino de los siglos XVI o XVI resultaba   —15→   más importante que un tratado de comercio o un contrato de irrigación del territorio nacional.

Por una parte, había que salvar la mitad del territorio patrio de la codicia del vecino; por otra, era menester probar que los caídos en la guerra de la Triple Alianza habían sucumbido en una causa justa y que su caudillo, el mariscal Solano López, merecía un puesto de honor entre las grandes figuras históricas de América.

Estas eran las necesidades inaplazables durante los primeros treinta años del siglo. La atención que exigieron de los intelectuales paraguayos explica no sólo que «la historia devorara la literatura», sino que el país se pusiera como de espaldas a lo porvenir y viviera un tiempo decapitado, sin esa dimensión esencial de la existencia humana que es el futuro. El Paraguay, entonces, en vez de inventarse un plan de vida para el mañana y de ponerse al día en lo atinente a las letras y las artes, regresaba espiritualmente en el tiempo para asistir, imaginativamente, a sus orígenes o para contemplar, con el entusiasmo vindicador de los nacionalistas, el espectáculo de su pasión y muerte entre 1864 y 1870.

Por eso, la generación paraguaya coetánea de los vanguardistas de México, Cuba, Perú, Chile, Argentina, etc., no podía vacar al ocio creador y consagrarse a experimentos literarios.

Bolivia, que después de la guerra del Pacífico (1879-1883) había perdido su litoral marítimo, ansiaba abrirse camino por el Chaco y así obtener un acceso fluvial al Atlántico. Durante la tercera década se intensificó la infiltración militar boliviana en el territorio disputado. A comienzos de esa misma década estalló en el Paraguay una prolongada revolución campal entre los mismos caudillos del partido que ocupaba el poder. En el fragor de la contienda civil, nadie advirtió en el Paraguay que la vecina república jalonaba de fortines la región del Pilcomayo, región peligrosamente cercana al corazón mismo del territorio patrio. La publicación de un mapa boliviano con indicación de los nuevos fortines produjo gran alarma. El gobierno paraguayo ordenó a su vez la fundación de fortines para hacer frente a la furtiva invasión. El ya entonces viejo conflicto internacional pasó a ocupar ahora el centro de las preocupaciones nacionales y a convertirse en arma política de la oposición. Se fundó, en efecto, un nuevo partido -la Liga Nacional Independiente-, cuyo propósito inmediato fue combatir al gobierno acusándolo de lenidad en su diplomacia y de criminal negligencia en cuanto a preparación militar para defender el Chaco.

¿Cómo iba a ser posible una vida literaria activa, renovadora, en aquel escenario de luchas fratricidas, sobre todo ahora, en esta tercera década, en que la amenaza de una guerra internacional se cernía sobre   —16→   el país? Cuando en 1923 apareció en Asunción la revista Juventud, ninguno de sus fundadores, jóvenes prosistas y poetas formados en el Modernismo, sabía lo que, en lo que atañe a las letras, estaba aconteciendo en Buenos Aires. Y no es de extrañar que los mejor dotados en la generación de la revista Juventud abandonaran poco después la literatura de creación para dedicarse, como Efraím Cardozo, poeta en su iniciación, a la historia. El primer libro del joven Cardozo, muy significativamente, se titula El Chaco y los virreyes. La defensa histórico-jurídica del Chaco lo apartó de la poesía y de la narrativa de ficción.

El Paraguay de la tercera década del siglo, tan necesitado de mejorar sus instituciones de cultura, tuvo que sacrificar grandes sumas de dinero para comprar armas y adquirir cañoneras. Al finalizar la década, la guerra se hacía inevitable. En 1931 Daniel Salamanca asumió la presidencia de Bolivia. Este mandatario, obstinado y enérgico, creía que la guerra «era indispensable para la salud moral» de su patria6.

El primer incidente sangriento en el Chaco había ocurrido en 1927. Al año siguiente los paraguayos habían capturado e incendiado el fortín Vanguardia. Los dos países rompieron sus relaciones diplomáticas. Entre tanto, la lucha política en el Paraguay asumía su máxima virulencia. Había huelgas, manifestaciones y continua agitación en todos los sectores políticos. La propaganda comunista se hizo activa y vociferante. El mejor orador parlamentario, Modesto Guggiari, deudo del presidente de la República, fue expulsado del partido con otros miembros del Congreso. En octubre de 1931, una manifestación de estudiantes y políticos que llegó en iracunda protesta hasta el Palacio de Gobierno fue dispersada a tiros. Hubo muertos y heridos. En la Universidad, un comité de estudiantes y políticos opositores proclamó la revolución. El presidente, José P. Guggiari, delegó el mando en el vicepresidente y solicitó juicio político. El ejército permaneció fiel en la grave crisis. El Congreso, por su parte, absolvió de culpa al primer magistrado.

En el hervidero de pasiones políticas que era el Paraguay, un gran militar, al mando de las mejores tropas del Chaco, estudiaba silenciosamente el arduo problema de la defensa. «Discípulo de Foch y precursor de Rommel»7 José Félix Estigarribia tenía una concepción táctica y estratégica original. En junio de 1932 estalló la guerra. La lucha terminaría exactamente tres años después, en junio de 1935, y fue una serie de brillantes victorias de Estigarribia y del pueblo en armas. Durante tres años cesaron las querellas políticas; el partido en el poder y la oposición pusiéronse de acuerdo para la defensa en una «unión sagrada».

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La victoria, más que un éxito militar, fue para el Paraguay el mayor acontecimiento del siglo. Devolvió al país aplastado en 1870 una cabal confianza en sí mismo y lo reafirmó en sus valores tradicionales. En efecto, esta victoria sobre un contendiente varias veces más poderoso económica y demográficamente operó en el Paraguay algo así como un exorcismo en lo que mira al maleficio infundido por el enorme infortunio de 1870.

Pero la exultación de esta victoria fue de muy corta duración. A los ocho meses del armisticio con Bolivia, en febrero de 1936, una revolución derrocó al Dr. Eusebio Ayala (el llamado con justicia «El Presidente de la Victoria») y lo encarceló con otros altos dignatarios. El mismo héroe máximo de la guerra, el general Estigarribia, fue arrestado y puesto en prisión. Presidido por el coronel Rafael Franco, el nuevo gobierno dictatorial derogó la Constitución de 1870, disolvió el Parlamento y declaró por decreto que el Estado paraguayo se inspiraría en principios afines a los de la Alemania nazi y la Italia fascista.

Los encarcelamientos y destierros y demás medidas represivas tenían hondamente conmovido al país. La cuarta década del siglo resultaba aún más crítica que la anterior: a la cruenta guerra internacional sucedía ahora la anarquía, la continua intervención de las Fuerzas Armadas en la política nacional, hasta que al año siguiente otra revolución, en agosto de 1937, derrocó al gobierno del coronel Franco; asumió la presidencia un profesor universitario, el doctor Félix Paiva. Durante su mandato se firmó el Tratado de Paz con Bolivia, tratado que no satisfizo a un sector de la opinión nacional. Por fin se había firmado la paz, pero la paz interna sería logro mucho más arduo. El malestar político y social se agravaba día tras día. La Universidad misma era un centro de agitación y rebeldía. Se creyó entonces que la única solución sería llevar a la primera magistratura al general Estigarribia. El héroe había sido ya desagraviado por el pueblo y el ejército después del infando vejamen de su prisión y destierro. Su prestigio había crecido a los ojos del país cuando en el extranjero fuera aclamado por muchedumbres entusiastas y colmado de honores. En 1939, el general fue electo para la primera magistratura; en agosto de ese año recibió del doctor Paiva las insignias del mando.

El gobierno de Estigarribia apenas duró trece meses: en setiembre de 1940 murió trágicamente el general en un accidente de aviación. A su muerte se inició la dictadura del general Higinio Morínigo, que iba a durar ocho años.

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LOS RENOVADORES

Un mérito singular de los escritores que llegaron a su madurez hacia 1940, y de los que entonces fueron sus discípulos, consiste en que, precisamente entre los años 1940 y 1947, a despecho de las tensiones políticas suscitadas por la dictadura de Morínigo, lograron llevar a cabo una verdadera revolución literaria, cuyo resultado fue un definitivo aggiornamento, particularmente en la poesía y en la narrativa.

Josefina Plá (1909) y Hérib Campos Cervera (1908-1953 fueron en un principio los dos únicos caudillos y doctrinarios de la renovación artística. Muy pronto, un discípulo excepcionalmente dotado, Augusto Roa Bastos (1917), se les unió ya de igual a iguales en una suerte de apostolado, pues, como se verá, el afán renovador de los años cuarenta tuvo algo así como un carácter religioso, y la misma poética de estos escritores cierto carácter «místico». En las tertulias literarias de la Asunción de aquel tiempo intervenían, con o sin la presencia de los tres nombrados, escritores jóvenes unidos en estrecha amistad, que eran Elvio Romero, Oscar Ferreiro, José Antonio Bilbao, José María Rivarola Matto, Hugo Rodríguez Alcalá.

Josefina Plá, dotada de un fino sentido histórico, dueña de una sólida cultura adquirida en varias lenguas y sagaz escudriñadora del alma paraguaya, comprendió muy bien que el público al que iba a dirigirse necesitaba un análisis histórico de lo que el arte ha sido en las sucesivas etapas de su evolución. Merced al curioso fenómeno ya aludido antes, el Paraguay, a consecuencia del trauma de 1870, era una sociedad para la cual el pasado seguía siendo presente8. Un vehemente nacionalismo vindicador -cabe insistir- mantenía viva y obsesionante la visión del pasado heroico. El lenguaje de este nacionalismo era un lenguaje romántico, muy afín en su espíritu al sentimiento nacional nostálgico suscitado por la evocación de una época feliz abolida por el desastre. Literatura y nacionalismo vindicador fueron durante varias décadas la misma cosa. No podía prosperar una narrativa de pura ficción mientras relatos de contenido histórico, como El libro de los héroes de Juan E. O'Leary, fueran la fascinación de un pueblo inclinado hacia un pasado de gloria y de infortunio. Los escritores eran, como queda dicho, historiadores; la historia -muy bien lo comprendió Josefina Plá- «devoraba la literatura». Como el tiempo se había detenido en el año culminante de la catástrofe, la historia ejercía un sortilegio funesto porque el pasado importaba más que nada. El rezagado romanticismo ambiente se explica, pues, como un fenómeno correlativo al anteriormente descrito. Es cierto que la victoria en el Chaco había cambiado la actitud espiritual del país.

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Pero todavía en aquel tiempo hubiera sido estéril postular una renovación literaria tan radical como la del Vanguardismo, merced a la mera preconización de ideas estéticas que para la mentalidad todavía romántica de la época hubieran parecido absurdas. De haber ella simplemente glosado el primer manifiesto de Andrés Breton no hubiese suscitado más que incrédulas, si no burlonas, risas.

A un público «historicista» había que dirigirse «históricamente»:

Ciencia y técnica, que han derrotado el dogma representativo de la poesía clásica y romántica, han nutrido a su vez el germen de la nueva poesía, han ampliado el campo de la visión poética, abriendo al pensamiento zonas desconocidas o prohibidas. ¿Será menester recordar que el poeta, cuanto más personal, más expresa a su tiempo? Él es suma y resultado de las fuerzas subterráneas que confluyen hacia la transformación social... Él es producto tan lógico de su tiempo como otra cualquiera manifestación social o científica. La poesía moderna no es el derivado de tal o cual doctrina o teoría: ninguna poesía lo es. Pero paraleliza el desarrollo intelectual y social: la flor es producto del árbol, pero a su vez suma y compendio de lo que el árbol es y de lo que la especie del árbol será. Y así, la moderna poesía tiene por campo propio, como zona de sus elaboraciones, esa zona psíquica, porción del mundo espiritual, Cenicienta, cuando no ignorada, hasta ahora, de las disciplinas intelectuales: el subconsciente: aquello que Sócrates llamó «su Daimón»9.



Como se ve, la poetisa, a lo largo de este párrafo, hace suya la afirmación fundamental del surrealismo conforme a la cual la «zona prohibida» del subconsciente es campo propio de la nueva poesía. Bien se cuida en subrayar el hecho de que de esa zona han de surgir revelaciones e iluminaciones. No discurre polémicamente acerca de la rebeldía surrealista contra la lógica, la moral social ni las normas convencionales, ni proclama el erotismo como forma de liberación. Ella se propone persuadir en lo que atañe a aquel postulado surrealista y no quiere «escandalizar» con aseveraciones demasiado audaces:

Los poetas modernos parten -agrega-, en su reivindicación de un nuevo contenido, del simple argumento de la evolución. Todo, bajo la mirada de Venus Urania, evoluciona: y la lírica no puede ser excepción, máxime cuando su gráfico histórico obedeció hasta ahora a la ley progresiva. Quedamos, pues, en que la poesía está sujeta a evolución; pero es más: los nuevos poetas afirman que la actual   —20→   época es aquella en que la poesía tiene cargo de arte representativo10.



No hay arbitrariedad alguna en los postulados del arte nuevo. Estos son resultado inevitable de una evolución inflexible: «Cada arte tiene su época climatérica, y mientras el ciclo no se completa, no le llega nuevamente la hora. Porque cada edad, cada civilización, poseen su ritmo espiritual, y las artes son las formas diferenciales de ese ritmo». En Grecia triunfa la escultura, en el Renacimiento la pintura, en el siglo XIX la literatura. «La arquitectura llena el dilatado medievo -arguye la escritora-, porque la arquitectura es el arte de espiritual cohesión, de ideal colectivo o de organización social férrea. La música florece al decaer las artes plásticas y como acompañamiento a la sorda marejada espiritual de la que, agotado ha rato el magnífico impulso renacentista, se prepara a surgir la Enciclopedia».

Como este ensayo de Josefina Plá es un verdadero documento histórico, vale la pena que las citas sean largas. Transcribimos, pues, unos párrafos más, los específicamente relativos a la poesía:

La poesía recibe nuevo empuje en las grandes crisis espirituales de la civilización, cuando el individuo, en el derrumbe de todas las estructuras éticas y sociales, se ve enfrentado de nuevo al cosmos y abocado a reconquistarlo, a rescatarlo, renovándose en una acción fáustica. No es de extrañar, pues, que la literatura sea, desde hace siglos, y en un tempo constantemente acelerado, el arte de elección. La literatura, de todas las artes la más inmediata al cauce primordial de expresión, el lenguaje; que es el mismo lenguaje en culminante valor oracular. ¿Acaso el hondón humano, turbado y removido como nunca, no ofrece hoy una de las más terribles crisis que la humanidad pueda recordar?



A esta altura de los tiempos, «la poesía adquiere rango de liberadora: su misión es "abrir la puerta a las nuevas almas": hacer conciencia lo subconsciente». La nueva poesía, claro está, no podrá verterse en viejos moldes, porque entre la poesía de ayer y la de hoy hay una radical diferencia. La de ayer es concepto, «la nueva es intuición».

Sólo al llegar a esta altura de su discurso y al preconizar una renovación raigal del lenguaje poético, la poetisa asume una actitud un tanto desafiante. Todo el ensayo ha sido un sereno esfuerzo de persuasión merced a un análisis en que cada aserto se apoya en argumentos claramente desarrollados. Ahora la «cortesía» y la «mesura» de la ensayista apuntan un hecho, lo denuncian con cierta dureza y exclaman: «Es la forma   —21→   la que desconcierta al público trotero de la rutina: la ausencia de ritmo pegadizo, de rimas vitalicias, de los símiles repetidos a lo largo de los lustros, como si poseyeran un empleo fijo a sueldo de las musas. "Es una revolución" -dicen-. Sí, una revolución, si así os parece».

La prédica renovadora de Josefina Plá tuvo una insospechable, amplísima difusión. Y es que supo ella comprender, con tino y oportunidad, al público al que se dirigía. Muy especialmente a sus discípulos, porque ella ejercía y sigue aún hoy ejerciendo un múltiple magisterio. Además de poetisa es ceramista, grabadora, dramaturga, cuentista, amén de crítica literaria e historiadora del arte, y ha sido profesora de cerámica, de grabado, de dramaturgia y, sobre todo, animadora de por lo menos dos generaciones literarias.

En su obra lírica dominan dos temas centrales: el del amor y el de la muerte. Acaso uno de sus poemas más impresionantes y mejor logrados sea el primero del libro Invención de la muerte (1965):



Pasos
De noche.
En una noche cualquiera. Bajo la noche.

Pasos
que tendrán la misma medida de tu paso
una ráfaga pasará presurosa
alertando a las hojas para un color distinto...



En todo el poema hay una atmósfera de pesadilla. Esos misteriosos pasos


...Sonarán como reloj que se despierta
con su sueño enmohecido
señalando la hora que ya no es de este tiempo.



¿Desde qué secreto ámbito vendrán sonando estos terribles pasos? El poema lo dice oscuramente:



Los pasos desde un sótano que nunca hemos abierto.
Pisadas por las cuales pasan
de largo todas las visitas que aún se esperan.

Pasos que volverán. De noche. Cualquier noche.
Bajo la noche... Pasos.



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Hérib Campos de Cervera estudió ingeniería en la Universidad de Asunción sin terminar la carrera. Pero utilizó sus conocimientos matemáticos para ejercer la profesión de agrimensor. Como agrimensor pudo conocer gran parte de su país en sus dos regiones, la oriental y la occidental, a ambas márgenes del río Paraguay. Tenía el poeta vocación filosófica y estaba al tanto, según él mismo decía, de cuanto se publicaba en español sobre temas filosóficos. Se afanó en el estudio de varias disciplinas, como, por ejemplo, la etnografía, a la que se consagró en los últimos años de su vida. Sufrió dos destierros, que, como suele ocurrir en lo que mira a intelectuales paraguayos, le fueron muy útiles para su desarrollo espiritual, pues gracias a ellos se alejó de las luchas políticas de su patria y pudo intimar con varios de los mayores poetas hispánicos de aquel tiempo: Lorca, Alberti, Guillén, Neruda. Fue durante la visita de Lorca al Uruguay cuando se convirtió a la nueva estética. En esos días Campos Cervera formaba parte del grupo de admiradores que rodeaban a Lorca. Cuando volvió al Paraguay trajo del destierro un haz de poemas en que se advertía aquella conversión. Entonces fue cuando con Josefina Plá inició el movimiento de renovación literaria. Ambos poetas, casi de la misma edad, iban a atraer a poetas más jóvenes menesterosos de orientación y ávidos de novedades11.

Doctrinariamente, Campos Cervera era un surrealista ortodoxo que hacia 1940 postulaba el automatismo psíquico conforme al primer manifiesto de André Breton. «Hay que escribir sin pensar en lo que se escribe, sin controlar racionalmente lo que vaya saliendo», decía en las tertulias de la confitería Vertúa y en los corrillos crepusculares de la calle Palma. En la práctica, concienzudo artífice, el poeta se desentendía de la escritura automática y estaba adscrito a lo que Paúl Illie llama «el modo surrealista español». En efecto, sus poetas favoritos eran Lorca y Alberti y, en aquel tiempo, el inevitable Pablo Neruda.

Campos Cervera, disciplinado en filosofía, debía de comprender que el surrealismo era una revolución filosófica, una suerte de realismo dialéctico, un monismo mágico y materialista. El poeta había meditado largamente sobre el famoso aserto de Breton: «Tout porte à croire qu'il existe un certain point de l'esprit d'où la vie et la mort, le réel et l'imaginaire, le passé et le futur, le communicable et l'incommunicable, le haut et le bas cessent d'être perçus contradictoirement»12. De aquí que su actitud ante el fenómeno poético asumiera un carácter «místico» y que su discurso tuviera a menudo el cariz sibilino del de un ocultista.

Si Swift, según Breton, por otra parte, era surrealista en la maldad, Sade en el sadismo, Hugo «quand il n'est pas bête» y Rimbaud en la   —23→   práctica de la vida, Campos lo era en este sentido de la manera más cabal. Obseso por sueños propios y ajenos, enamorado de cuanto fuera extraño e insólito, ilógico y alucinatorio, vivía el poeta un tipo de existencia para cuya definición la palabra surrealista resultaba indispensable. Habiéndole yo contado un día una anécdota sin mayor importancia, a mi juicio, el poeta quedó profundamente impresionado: a una estudiante mía, de dicción difícil de entender, le había rogado yo que articulase mejor. La muchacha se disculpó con estas palabras: «No puedo, profesor: tengo la dentadura postiza». Campos Cervera, durante más de una semana, no habló de otra cosa que de esa dentadura postiza. La cual, independientemente de su dueña, decía las cosas más extraordinarias en un verdadero delirio surrealista, y cada nuevo interlocutor del poeta oía una versión aún más alucinada acerca de los prodigios de aquel conjunto de dientes, muelas y colmillos artificiales, agentes de un automatismo psíquico realmente estupendo.

El mayor vituperio en sus labios era el de motejar a alguien de pasatista. No había para él peor infortunio que ser pasatista.

Apasionado admirador de Lorca, Alberti, Neruda, no concebía otra manera de poetizar que la ejercida por estos amigos suyos. A un poeta muy joven entonces -el que ahora traza estas líneas- le dijo una vez, tras leer un poema inspirado en cierto episodio de la guerra del Chaco: «Tu poema no está mal. La versificación es excelente. Pero, mira: cuentas que este chófer tuvo que incendiar el camión para que no cayera en manos del enemigo; que como el fuego produjo un corto circuito, la bocina de tu camión lanzaba un largo y trágico alarido como la queja de un elefante con la trompa lacerada... Bueno, che, no está mal; pero ese camión debería penetrar en el vientre del chófer como Lorca me dijo que los trenes neoyorquinos le pasaban por la mitad del vientre». Inútil argüir que el escenario del poema no era Nueva York, sino el Chaco, y que Lorca podía tener las visiones que se le antojasen sin que eso obligara a los demás poetas, en casos similares, a someterse a tan ardua cirugía


sobre tan dura e inhospitalaria
mesa de operaciones... ferroviaria.



Hacia 1945 Campos Cervera había escrito los mejores poemas de su etapa vanguardista, tales como «Hachero» y «Sembrador». Este último es el más inspirado poema bucólico de la lírica paraguaya. La guerra civil de 1947 le inspiraría, otra vez en el destierro, su famoso «Un puñado de tierra», que pasó a antologías continentales, y unos   —24→   cantos en que glorificaba a los héroes caídos durante la lucha fratricida.

Poemas patrióticos como los de Aragon y Eluard -que eran marxistas como él- no llegó a escribir nunca. Y eso que la guerra del Chaco, en que luchó heroicamente su propia generación, fue un acontecimiento de enorme trascendencia para su país.

La lucha fratricida, sí, le inspiró poemas de resonancia apocalíptica que revelaron en el lírico de los años cuarenta a un poeta de poderosa voz épica.

Vivía el poeta con Mima, su esposa, en una casita linda y muy limpia frente al parque Carlos Antonio López. Tenía una biblioteca de libros nuevos primorosamente forrados por él mismo. Colgaban de las paredes, entre los estantes, telas, armas y máscaras indígenas obtenidas durante sus andanzas de agrimensor por las tribus del Chaco. En esa casita se reunían sus amigos en tertulias literarias. Su predicamento intelectual era grande hacia 1945. El poeta daba conferencias, inauguraba exposiciones pictóricas, ejerciendo con autoridad indiscutida el apostolado del arte nuevo. Sus autores favoritos en otros idiomas eran Faulkner, Joyce, Charles Morgan, Rilke, Paul Eluard, Desnos. Cuando estalló la revolución de 1947, Hérib, en cuya casita había panfletos comprometedores, fue testigo de la lucha en el mismo barrio en que vivía. En un poema escribió:


Yo estaba en el costado de la furia
Cuando ellos manejaban las aristas del trueno;
los he visto poblando de centellas azules
Las heladas esquinas de la noche...



Cuando vinieron a buscarlo los esbirros de la dictadura y llamaron al portón de su casita a culatazos, Campos Cervera, disfrazado de campesino -sombrero de paja sobre los ojos, poncho raído-, salió a recibirlos. «Entren y busquen -les dijo-. Él ya se fue, se escapó por los fondos de la casa». Su guaraní perfecto era convincente. Apenas se fueron los soldados tras inútil búsqueda del supuesto prófugo, el poeta se escabulló por patios vecinos y pudo luego refugiarse en una embajada13.

Ya en el destierro, en Buenos Aires, Campos Cervera escribió su poema más famoso, y no el mejor, sino uno de los mejores. Me refiero a su elegía a la patria perdida, que tituló «Un puñado de tierra»:



Quise de ti tu noche de azahares;
quise tu meridiano caliente y forestal;
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quise los alimentos minerales que pueblan
los duros litorales de tu cuerpo enterrado.
Y quise la madera de tu pecho.
Eso quise de ti,
patria de mi alegría y de mi duelo
¡eso quise de ti!

No tengo ya el remoto jazmín de tus estrellas
ni el asedio nocturno de tus selvas.
Nada: ni tus días de guitarra y cuchillos
ni la desvanecida claridad de tu cielo...



Hérib Campos Cervera falleció en Buenos Aires, en 1953, de resultas de la mordedura de un gato.

Augusto Roa Bastos, que más tarde lograría fama mundial como narrador, autor de las obras más traducidas de las letras paraguayas, Hijo de hombre y Yo, el Supremo, reveló sus excelsas dotes de poeta hacia 1942.

Débole a Josefina Plá, que con Hérib Campos Cervera constituye el vértice más alto e intenso en nuestro país -afirmó en aquella época-, el acceso a una espiritual convicción de lo que el arte nuevo encierra como actitud o estilo fundamentalmente innovados...14.



Los mismos maestros de su mentor y amigo Hérib son los de Augusto Roa Bastos poeta:

Apenas penetran lentamente la comprensión colectiva los poemas situados en la zona templada de esa nueva esfera poética: Neruda, Alberti, Lorca...15.



En un principio Lorca fue una influencia decisiva en el joven Roa, hasta entonces hábil imitador de los poetas españoles del Renacimiento. Sirvan de ejemplo de influencia lorquiana -del Lorca del Romancero gitano- los versos de este romance, ecos de «Preciosa y el aire».


La mano tibia del viento
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
sobre tu espalda morena,
y en tu dormida epidermis
hinca sus dientes de seda...



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Y este poemita, sin duda inspirado en las Canciones del poeta andaluz:


Era un muchacho rubio.
       Triunfo.
Esqueleto amarillo
es ahora en los campos.
       Gusanos.
Y la madre a lo lejos,
       llorando...16



En la misma época escribe su admirable «Lamento de la espiga de la tarde», en el que se manifiesta una originalidad poderosa17.

En su prédica poética hay un fervor religioso. El poeta es para Roa Bastos un profeta; el místico y el poeta coinciden en lo esencial.

El poeta habla siempre, en el dolor de hoy, verbo de mañana. La masa ha de efectuar su conversión hacia la nueva poesía, y ha de realizarla a base de nuevas experiencias vitales... El místico religioso y el poeta no proceden por avances cognoscitivos, sino por levitación intuitiva. Su lógica no es la lógica consciente; es más, se vale de una lógica intransferible, la del sueño, pero, como dice Josefina Plá, tan inflexible como la consciente...



Si merced a la oración el místico se transfunde «en el Océano del Ser Divino», el poeta, merced a la metáfora, accede, si esta «encierra el valor del instante eternizado», a su verdad, «su verdad individual revelada en su creación».

Con extraordinaria rapidez y lucidez se instala Roa Bastos, apasionadamente consagrado al estudio de los «Grandes Nuevos», en la vanguardia de la literatura de su tiempo. Ahora, no sólo fecundo poeta, ensaya la novela, el cuento, el teatro, la crítica literaria. Hacia 1945 su predicamento iguala al de sus mentores de ayer y ejerce una incalculable influencia entre los escritores jóvenes.

En 1947 debe escapar del Paraguay a raíz de la guerra civil. En Buenos Aires publica, seis años después, los primeros relatos que le darán notoriedad internacional: El trueno entre las hojas. Ese mismo año -que es el del fallecimiento de Campos Cervera- el poeta renuncia a la poesía y se despide de ella en una sentida elegía a la muerte de su amigo y antiguo mentor, a quien expresamente reconoce como maestro suyo en poesía:

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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
aquí dejo mi adiós en estos versos
finales que te escribo,
para callar después, para cerrar la puerta
que me enseñaste a abrir
sobre el resplandeciente jardín de la poesía.

Mi mano de poeta
quede clavada aquí, sobre tu cruz,
por siempre.

La vida nos unió, la muerte quieta
no nos separará. Mi pobre sombra
viva atada a tu luz. Y mi silencio
cuelgue su cencerro
de arena
al cuello ardiente de tu melodía...18.



Aunque la guerra civil dispersó el grupo de Josefina Plá, Campos Cervera, Roa Bastos y sus amigos, el triunfo de la nueva literatura era, hacia esa fecha, un hecho definitivo. El impulso dado por aquellos maestros se aceleró, en las décadas siguientes, con el esfuerzo de nuevas promociones. La renovación vanguardista de los años cuarenta fue y sigue siendo el acontecimiento literario de mayor trascendencia en el Paraguay.



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ArribaAbajoVerdad oficial y verdad verdadera: «Borrador de un informe», de Augusto Roa Bastos

Uno de los cuentos en que culmina la maestría narrativa de Roa Bastos es «Borrador de un informe». Roa parece que se hubiera propuesto una serie de dificultades técnicas para exhibir la mencionada maestría, tal como un atleta que, en una carrera de obstáculos, multiplicara el número de estos a fin de hacer gala de la agilidad muscular con que los ha de ir salvando y suscitar el aplauso de los espectadores.

La técnica de «Borrador de un informe» es muy compleja. Hay un solo narrador, pero su narración es doble: una versión de los hechos la destina para un informe oficial, y esta versión es falsa o parcialmente falsa; la otra versión es la verdadera. Hay dos crímenes. Del primero se hace una relación exacta y, del segundo, una relación falsa. En la versión oficial, el autor del segundo crimen no parece ser ninguno de los dos posibles culpables, sino una víbora, una «yarará criminal». Pero, en rigor, el culpable es el narrador mismo, según se desprende de manera intencionalmente oscura de la segunda versión de los hechos, esto es, de la no oficial.

Basta lo dicho para sugerir que la técnica de este cuento constituye un experimento de modernidad narrativa. Roa, en efecto, pugna por lograr aquí un tipo de narración, en que el lector intervenga activamente para entender los hechos, para interpretárselos merced a un esfuerzo imaginativo mucho más «creador» que el exigido por la narrativa tradicional. El narrador-protagonista se desdobla, como queda dicho, para ofrecernos las dos versiones diferentes de los hechos y suscitar, al mismo tiempo, entre una y otra, algo como una zona penumbrosa de ambigüedad y de equívoco. Con el desdoblamiento del narrador, Roa obtiene así efectos muy sugestivos. Se puede decir que nos cuenta su cuento merced no a uno, sino a dos narradores: por una parte,   —30→   el funcionario que emplea para su «informe» un lenguaje oficial y hasta medio jurídico; por otra, el hombre enfermo y perverso que se desnuda ante el lector como en una confesión sin destinatario identificable. Porque, si nos preguntamos a quién habla el narrador en la versión no oficial no podemos hallar respuesta. Roa no nos lo dice. Nunca nos enteraremos de si el narrador, al contar la verdad verdadera, está poniendo acotaciones al borrador del informe en que redacta la verdad oficial, o si solamente está leyendo ante uno o más oyentes aquel borrador y, aquí y allí, agregando párrafos no destinados al superior jerárquico. Tampoco sabemos si el narrador está solo, al componer su informe, y, en un soliloquio secreto, se dice a sí mismo la verdad verdadera.

Desde el punto de vista de la modernidad de la técnica, nos interesa subrayar que el desdoblamiento del narrador resulta en una intrigadora relativización de los hechos, en una querida ambigüedad de lo narrado que el lector debe iluminar con sus propias luces de obligado «coautor». Porque Roa se cuida de que los sucesos no resulten claros y en todo el relato hay como un sutil escamoteo de explicaciones directas e inequívocas de lo que ha pasado o está pasando.

Otro rasgo de modernidad en la técnica que emplea Roa se advierte en el intermitente avance del relato: hay retrospecciones que interrumpen el progreso lineal de lo narrado. Y este recurso narrativo desempeña una función artística muy hábilmente lograda. No se advierte en Roa, como en más de un autor, el prurito, a veces demasiado obvio, de «estar a la moda» con un a menudo arbitrario saltar hacia atrás y luego hacia adelante, o viceversa.

Lo dicho y lo insinuado más arriba tiene por objeto subrayar aquellas «dificultades» técnicas que indicamos Roa se ha puesto a sí propio para convertir su relato en un verdadero tour de force de maestría narrativa.

El análisis que paso a hacer en seguida apunta a elucidar el propósito del relato, el «mensaje» que este encierra, y a determinar si tal propósito se logra plenamente o no. También me interesa hacer hincapié en los aciertos estilísticos más notables de «Borrador de un informe».

II

El propósito de Roa es, sin duda, satirizar una vez más el régimen político de su país. Este régimen político aparece en el cuento como injusto, arbitrario, corrompido.

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Augusto Roa Bastos

Augusto Roa Bastos

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El narrador es un funcionario subalterno a quien su jefe, el delegado civil de Caacupé, nombra interventor con plenos poderes para mantener el orden durante las fiestas de la Virgen de Caacupé, patrona del Paraguay.

Ya al comienzo mismo del cuento se nos revela el desprecio que el interventor siente por el pueblo humilde que va peregrinando hasta el altar de la Virgen. Esta actitud despectiva es simbólica de las de los de arriba hacia los de abajo:

...a estos haraganes cualquier pretexto les cuadra para estarse mano sobre mano papando moscas y pensando en cualquier cosa menos en trabajar... Después se quejan de su suerte. Y así es como también toda esta sangre estancada en la desidia y que va fermentando como las aguas de un pantano, les cría bajo el pellejo malos humores que luego revientan en hechos que ya no se pueden remediar...19.



El país, según el narrador protagonista, se halla en plena prosperidad y progreso. Pero el gobierno tiene enemigos que tratan de derribarlo formando montoneras de agitadores y bandidos. Por eso el interventor ha tomado enérgicas medidas para evitar disturbios durante la fiesta: no sea que los montoneros aparezcan de súbito y hagan de las suyas.

Ahora bien, ¿quién representa a ese «gobierno progresista» en la región de Caacupé? Estamos lejos de la capital y de los ministros del Poder Ejecutivo. Roa entonces debe encarnar en el delegado civil del gobierno el símbolo del poder arbitrario y despótico que desde Asunción desgobierna el país. Este delegado civil, además, ha de ser militar, porque los militares son las bêtes noires contra las cuales el escritor dispara sus más iracundos dardos. Por esto, el delegado civil es un coronel, a quien sólo se llama en el «informe», simplemente, «el señor Coronel».

En la primera «acotación» al borrador del informe -llamémosla así- el interventor nos cuenta cómo el delegado civil le ha conferido plenos poderes: «Lo he designado interventor con plenos poderes. Vaya y tome de inmediato cartas en el asunto, insistió hincándome la punta de la fusta en el pecho»20.

(Esta fusta del «señor Coronel» será mencionada dos veces por el interventor en el relato de la escena de la delegación de poderes. Así Roa no escatima detalle para la figuración más cabal del militarismo mandón que satiriza).

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A renglón seguido el coronel ordena a su interventor que se incaute de todas las urnas de los donativos que en dinero y en especie han de hacer los peregrinos de la Virgen. El lector inmediatamente supone, pues, que lo que iba a ir a la iglesia, va tener diferente destino.

Si el coronel es un mandón sin escrúpulos, el interventor es un funcionario adulón y rastrero. Él mismo nos revela su indigna condición en esa especie de soliloquio en que consiste la versión no oficial de los hechos que narra: cuando el delegado civil da sus órdenes fusta en mano, el subordinado dice que él murmura... «algo, alguna rastrera objeción respecto al procedimiento procesal». Y es entonces cuando la arbitrariedad del sistema satirizado se manifiesta en todo su cinismo:

«Usted va representándome a mí» (contestó el Coronel) apuntándome otra vez con la fusta. «Va como delegado del delegado del gobierno». Y después, para alentarme: «Vaya y no se preocupe. Le voy a dar la tropa que necesite para que me restablezca el orden»21.



No se respeta, pues, procedimiento judicial alguno: es la fuerza bruta la que impone su voluntad con absoluto desprecio de las leyes. Y es ella la encargada de restablecer un orden no turbado todavía. La tropa que va a necesitar el interventor consistirá en doscientos hombres armados hasta los dientes, distribuidos en diez carros de asalto.

Roa, sin duda, recarga las tintas en este como en otros relatos. No parece verosímil que un delegado civil necesite, para el logro de sus fines, humillar así a un subordinado que, por otra parte, no es un soldado raso.

Pero aquí no acaba todavía la «sátira al régimen» que trae «Borrador de un informe»; hay algo más aún contra ese régimen, simbolizado ahora en el juez y en el alcalde de Caacupé, respectivamente. No ha de quedar títere con cabeza. Es lo que sigue:

Dos enmascarados, a altas horas de la noche, entran en la casa del párroco del pueblo para robar las urnas de los donativos antes que estas sean incautadas, según las instrucciones que ha recibido el interventor. El cura párroco, sorprendido a medianoche por los ladrones en la lectura del breviario, coge un rifle y dispara contra ellos. Estos, que apenas han logrado entreabrir lentamente la puerta de la alcoba del cura, caen muertos fuera de la habitación. Cuando, tras el tumulto que sigue a los disparos, se descubren los dos cadáveres enmascarados, nadie puede tocarlos hasta que llegue el alcalde, cuya presencia es legalmente   —34→   necesaria en estos casos. Por consiguiente, bajo sus máscaras, los dos cadáveres quedan sin identificar.

¡Hay que esperar al alcalde! Pero el alcalde no aparece por ningún lado. Entonces hay que ir a llamar al juez. Pero nadie puede encontrar al juez. Pasan varias horas. Por fin, ya en pleno día, el sargento de la policía interviene: arranca los antifaces y todo el mundo ve que nada menos que la autoridad del pueblo, en la jurisdicción municipal y judicial, respectivamente, ha intentado el robo «en la Casa Parroquial, que es como la prolongación de la misma iglesia...»22.

Ahora bien, si todo el mundo se entera hasta de los detalles de la escandalosa intentona que resultó en dos muertes, algo en cierto modo más grave quedará secreto; me refiero a una tercera muerte que ocurre durante las solemnidades de la fiesta patronal. ¿Quién es el homicida? Nadie lo ha de saber, ni el mismo señor coronel. Insistamos aquí en que el criminal es el propio interventor, es decir, el «delegado del delegado del gobierno».

Sinteticemos ahora el relato del segundo de los dos sucesos principales que integran el argumento de «Borrador de un informe».

Entre los peregrinos de la Virgen se destaca dramáticamente una mujer que, vestida de harapos y cargando una cruz tan grande como una de las tres que un día fueron plantadas en el Calvario, llega a Caacupé. El interventor la ve avanzar por el camino, deteniéndose a trechos, como si lo hiciera en las estaciones de un nuevo viacrucis. Al observar de cerca las desnudeces de la mujer, visibles tras los desgarrones de los harapos, el narrador siente un malestar morboso cuya causa específica no se aclara nunca «clínicamente» en el cuento.

La peregrina acontece ser una famosa prostituta. (Nunca Roa nos dirá taxativamente que es ciega, pero varias veces insinúa en forma cada vez más comprensible que es completamente ciega: ver pp. 65, 73 y 74).

He dicho al comienzo de este análisis que la técnica de «Borrador de un informe» es muy compleja. Cabe ahora indicar que el argumento es uno de los más complejos que ha concebido Roa a lo largo de toda su carrera literaria. Veámoslo:

Ya hemos visto que el «informe» versa sobre dos homicidios impremeditados y ya hemos anunciado un tercer homicidio de que es culpable secreto el mismo narrador.

Los dos primeros homicidios no son esenciales en la economía del relato. El tercero, el asesinato de la prostituta ciega, sí lo es. Este homicidio hubiera bastado para argumento del cuento, porque constituye, en rigor, el cuento. Inversamente, los dos primeros homicidios hubieran dado materia suficiente para otro cuento.

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Ahora bien: la habilidad narrativa de Roa hace posible, no obstante, que dos cuentos formen uno solo y que la unidad de este se logre cabalmente.

La ficción de un «informe», en efecto, posibilita que dos o más sucesos asuman la categoría de relatos autónomos según el énfasis que se les dé. Roa aprovecha el «género informe», como género literario capaz de abarcar una multiplicidad de «argumentos» a fin de dar mayor contundencia a su sátira. Visto así, este cuento nos resulta muy sui generis en su rica complejidad. Pero, sin duda, es el arte del cuentista el que convierte en obra de arte, «en género literario» de unidad lograda lo que en un «informe» pueda ser solamente multiplicidad pura, enumeración de hechos inconexos en estilo jurídico-burocrático.

Bien: la historia de la prostituta ciega y su ulterior asesinato exhiben a su vez una complejidad que requiere una síntesis nada breve:

Un vendedor ambulante sirio-libanés, comparece ante el delegado del gobierno para denunciar el robo de una víbora amaestrada gracias a la cual su oficio de mercachifle se hacía antes lucrativo. El interventor se desentiende con fastidio de la denuncia, aconseja al mercachifle que se busque otra víbora y que lo deje en paz. En vista de la indiferencia de la autoridad ante el hurto denunciado, el sirio-libanés sigue aquel consejo y se consigue otra víbora, una venenosa yarará del monte vecino al pueblo.

Todo esto está narrado conforme al procedimiento doble que ha escogido el escritor: una versión oficial para el coronel, y otra, mucho más reveladora, que no ha de incluirse en el «informe».

Efectivamente, hay algo que el coronel no ha de saber nunca, y es que el interventor y el mercachifle se hicieron amigos al poco tiempo y, luego, cómplices. El interventor confiará más de una misión al sirio-libanés. La primera de ellas será traer a la prostituta a la alcoba de aquél...

Hacia el final del cuento muchas cosas oscuras se aclaran casi del todo: el lector cae en la cuenta de que el interventor es impotente aunque se ve poderosamente atraído por la meretriz. Una perversión inconfesable (y no explicada) le exige las caricias de la mujer perdida. Esta, por su parte, al descubrir el secreto del impotente, no le oculta su desprecio. El interventor, humillado por la risa burlona de la mujer ciega, decide que esta muera23. En la penúltima página del cuento nos enteramos de que durante varias noches la prostituta y su futuro asesino tuvieron citas secretas, no en la carpa donde aquella acostumbraba ejercer su antiquísimo oficio, sino -colegimos- en el edificio mismo de la Delegación, en la alcoba del interventor.

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La última cita fue una trampa: llega la ciega, tropieza con muebles puestos exprofeso, camino de la cama, en el dormitorio y, finalmente, cerca de esta, es mordida por la yarará que en una urna ha sido colocada para que le hienda sus colmillos letales24.

Roa no nos cuenta inequívocamente cómo han sucedido las cosas. Es el lector mismo quien debe reconstruir los hechos interpretando alusiones a ellos hábilmente diseminados aquí y allá. Se comprende, sin embargo, que el crimen ha sido una obra de arte tan extraordinaria de previsión y de astucia, que apenas parece verosímil.

He aquí mi interpretación de lo que debió de haber pasado: Mordida la prostituta por la yarará, y acallados los gritos y los golpes y los estertores que el interventor oyera tras la puerta de la alcoba que él había cerrado con llave, el cuerpo ya exánime de la mujer fue llevado a la carpa. ¿Quién lo llevó? ¿El interventor en persona? No lo sabemos. Lo cierto es que el pueblo entero debe de haber creído que la prostituta murió en su propia cama, bajo la carpa.

¿A quién se atribuyó el crimen? A dos sospechosos: al hombre que había robado la víbora al sirio-libanés, y al propio sirio-libanés. Ambos sospechosos niegan su culpabilidad y se acusan recíprocamente del homicidio.

El informe oficial, por otra parte, no incrimina ni al mercachifle ni al ladrón de la víbora. Es la víbora misma -la segunda víbora, porque hay dos víboras, como se recordará: una amaestrada, inofensiva, y otra, la hallada en el monte, con todo su veneno- la verdadera causante de la muerte.

¿Cómo se explica que la víbora pudiera llegar a la carpa de la prostituta? La versión oficial del interventor asegura que el ladrón creyó llevar a la carpa de la meretriz la víbora amaestrada, pero que en rigor no fue así: el mercachifle había cambiado las víboras antes que el ladrón de la sierpe amaestrada tuviera comercio carnal con la ciega en la carpa de esta.

Como se ve, las cosas son muy complicadas. El lector puede imaginarse que no sólo hubo dos cómplices en el asesinato de la prostituta, sino tres, el interventor, el sirio-libanés y el supuesto ladrón de la primera de las víboras. Estos -según ha de leer el coronel en el informe oficial- no merecen más que penas por delitos comunes. No son culpables del asesinato. La culpable es la víbora. Y, la víbora criminal, resulta que no puede ser hallada como «cuerpo del delito» porque ha desaparecido... La justicia, pues, está más ciega que nunca con respecto al crimen de la meretriz ciega.

¿Qué ha acontecido, en realidad de verdad? Este cuento de Roa es tan misterioso o más aún que muchos cuentos misteriosos de la   —37→   nueva narrativa hispanoamericana. Más misterioso que algunos de, por ejemplo, Juan Rulfo. Lo único indubitable es que el interventor, el asesino, es un enfermo, un degenerado. Y esto es esencial en el relato como tal y, especialmente, como sátira.

EL ESTILO

En la segunda parte de «Borrador de un informe» se hallan algunos de los mejores cuadros logrados por el estilo de Roa Bastos. Vale la pena llamar la atención del lector, muy especialmente, sobre la visión que el escritor nos ofrece de María Dominga Otazú. (Tal es el nombre de la prostituta ciega).

Recordemos que ella aparece, por primera vez en el cuento, como contrita penitente. El lector, en la segunda parte aludida arriba, no sabe todavía ni quién es ni qué es la peregrina que ha de ir a postrarse a los pies de la Virgen. El narrador nos la describe así:

Por la cuesta del cerro bajaba la mujer cargando una cruz tan grande como la del Calvario. Avanzaba despacio como una sonámbula en pleno día, despegando con esfuerzo los pies del bleque que el sol derretía sobre el balasto de la ruta en construcción. La negra caballera, encanecida de polvo, se le derramaba por la espalda hasta las caderas. Vista de atrás y encorvada bajo el peso de la cruz en el opaco resplandor, su silueta golpeaba a primera impresión con una inquietante semejanza al crucificado. La desgarrada túnica se le pegaba al cuerpo en un barro rojizo, especialmente del lado que cargaba la cruz, dejando ver las magulladuras y escoriaciones del hombro y del cuello, los senos grandes y desnudos zangoloteando bajo los andrajos. De trecho en trecho se detenía un breve instante, los ojos siempre fijos delante de sí, para tomar aliento y borronearse con el antebrazo el sudor sanguinolento de la cara, pero también como si esas detenciones formaran parte de su espasmódica marcha, las escoriaciones en el extraño viacrucis de ese Cristo hembra...25.



Así comienza a pintar Roa el cuadro que pronto se va a convertir en el blanco de todas las miradas de los peregrinos de la Virgen, especialmente cuando aparezcan por la carretera los diez carros de asalto al mando del interventor, con los doscientos hombres armados hasta los dientes.

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Era algo cercano a un sacrilegio -comenta el narrador- sin duda, pero la gente igual se paraba a mirarla; sobre todo, los hombres que pasaban en los coches de lujo y aminoraban la marcha para observar en detalle a la penitente que descendía en el camino como dormida, abrazada a la cruz, dejando tras ella esa estría brillante y sinuosa en el alquitrán recalentado...26.



¡Qué poder expresivo el del pintor de este cuadro! Todo, o casi todo lo que hasta el último párrafo nos hace intuir Roa es de la más extremada piedad religiosa. ¿Es esta una Magdalena que trae a las solemnidades de la Virgen una edificación sin precedentes en la historia del santuario de Caacupé? El lector familiarizado con la obra de Roa no sabe a qué atenerse. Está, sí, dominado por la potencia sugestiva del cuadro: ve a la penitente, ve la cruz que la agobia, ve el sudor de sangre de este martirio autoimpuesto, ve la estría que el extremo del madero deja en la superficie ardiente de la carretera.

De pronto, la escena cambia ante sus ojos con la llegada del coche de la delegación seguido por los carros de asalto erizados de hombres de armas. (En este vía crucis faltaban soldados, ahora estos llenan el camino). Las bocinas de los once vehículos atruenan bajo el sol de fuego, entre la muchedumbre sudorosa: es una orden perentoria de despejar la carretera, y la multitud obedece, menos la mujer:

La única que siguió impávida en la calzada fue ella, como si no oyera nada, como si nada le importara, los ojos mortecinos, volcados para adentro, absortos en la pesadilla o la visión de su fe, que tenía el poder de galvanizarla por entero en esa especie de trance de loca o de iluminada. Sólo esto podía explicar que por momentos su marcha se desviara hacia la banquina o, en las curvas, avanzara en línea recta como si en realidad no viese la ruta, o tal vez porque en la exaltación que la poseía sintiera que iba caminando a un palmo del suelo, en esa especie de levitación cataléptica de los hipnotizados...27



En el párrafo recién transcrito se insinúa por primera vez, aunque de manera tan vaga que apenas puede llamarse ello insinuación, que la peregrina es ciega. En rigor, lo que se suscita en el lector es la visión de una penitente sincera, trágicamente sincera, agobiada más que por el peso de la cruz, por la compunción de sus culpas.

¿Ha querido Roa dramatizar un paradójico episodio de religiosidad verdadera, o una sacrílega parodia de la marcha al Calvario que ha de servir de anuncio al más infame de los oficios? Hay, de todos modos,   —39→   en la escena, una genuina emoción religiosa que sobrecoge a la multitud de los romeros si no a la ramera:

Las bocinas volvieron a atropellar el aire caldeado, pero ella no pareció darse por enterada; simplemente siguió avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, perseguida por los trazos fulgurantes de los tábanos y moscardones que revoloteaban a su alrededor. Cada tantos pasos, la paradita consabida, alguien se acercaba a darle de beber de una cantimplora, a hacerle rectificar la desviación de su marcha, y otra vez el extremo de la cruz continuaba rayando la estela zigzagueante entre los dos plastos de las sandalias sobre el asfalto...



Como se ve, surgen entre la muchedumbre nuevos Cirineos y Verónicas, porque el pueblo siente el espectáculo en el sentido sublime de su evocación. Entretanto, el interventor se llena de alarma porque teme que la peregrina, cerrando el paso a la autoridad y al escuadrón motorizado, suscite una reacción hostil para su persona y sus hombres detenidos en la carretera. Teme el interventor, como el procurador de Judea, un posible furor multitudinario, aunque por razones diferentes. Entonces ordena que callen las bocinas y que el coche y los diez carros de asalto avancen «por el costado aún no pavimentado del terraplén».

En el silencio que siguió no se oyó más que el plaf... plaf... de las sandalias despegándose una tras otra, sin apuro; y no diré del zumbido de los moscones, pero sí ese otro bordoneo constante, un tono más bajo, que después comprendí era producido por el arrastrarse del palo...28.



Obsérvese cuán hábilmente Roa insiste en mencionar cruz, túnica y sandalias para conferir a su cuadro un patetismo inequívocamente bíblico.

Hasta aquí hemos leído transcripciones de párrafos del «informe». Esto es, de la versión oficial de los hechos, como queda dicho. La versión oficial, por otra parte, debe estar de acuerdo en casi su totalidad con la otra versión, con la verdadera, pues el interventor no puede menos de ser fiel cronista de sucesos que contemplaron miles de testigos. Hay algo, sin embargo, que sólo el narrador sabe y que nadie más debe saber. Por eso, al llegar este algo secreto, el interventor suspende el relato oficial y, entre paréntesis, cuenta lo que aconteció en su intimidad cuando pasó él muy cerca de la peregrina. (El coche en que iba avanzó por el terraplén casi rozando el cuerpo de la meretriz):

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(Fue entonces, al ver moverse las corvas gruesas, las ancas ampulosas bajo el hábito rotoso y empapado que las dibujaba como a pincel cuando comencé a sentir en la boca del estómago algo como un golpe de sed que todavía me vuelve por momentos, me seca y me llena la boca de saliva caliente. Era la primera vez que sentía una cosa así, y ya estaba temiendo que me viniera el ataque, que habitualmente me avisa con otra clase de síntomas. No quería hacer el ridículo delante de toda esa gente. Cuando me di cuenta tenías las uñas clavadas en el tapizado y las rodillas completamente mojadas29).



¡Ahora, sólo ahora, caemos en la cuenta de que el interventor es un enfermo! Al producirse esta revelación, Roa hace que en el cuadro la peregrina de súbito pierda su prestigio bíblico, y aparezca en toda su animalidad carnal: «las corvas gruesas, las ancas ampulosas...».

Y ahora veremos cómo el cuadro que nos pinta el escritor, se dinamiza cinematográficamente, digamos. Esto sucede en el momento en que el automóvil del interventor, evitando la carretera misma y marchando sobre el terraplén, pasa junto a la mujer y la deja atrás. El coche, sobre el terreno no pavimentado, da bruscos barquinazos y, entonces,

en los barquinazos, era la mujer la que parecía ahora encabritarse y avanzar a los brincos con la cruz; unos brincos que aumentaban aún más el obsceno zangoloteo de sus senos, de sus nalgas, y desparramaban la cabellera larguísima hasta taparle toda la cara con un manchón oscuro...30.



La escena de la mujer que de pronto parece dar en su avance brincos violentos con la cruz al hombro está vista desde el automóvil. Está vista, repetimos, como en sucesión vertiginosa de imágenes cinematográficas. ¡Admirable detalle de técnica descriptiva! Roa se identifica con su personaje y desde él nos hace ver lo que pasa en el mundo exterior y en la intimidad de aquel. Porque es el caso que no son sólo los barquinazos los que producen la ilusión de que la mujer marcha «a los brincos». En rigor, contribuye a la visión de estos extraños esguinces en la ramera, la turbación morbosa del narrador, cuya mente anticipa con temor el ataque epiléptico mientras el zangoloteo de senos y nalgas se le vuelve más y más obsceno.

Detengámonos ahora un instante para comentar el estilo de lo que hemos llamado uno de los mejores «cuadros» que ha pintado Roa:

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Hemos subrayado lo vívida que es la descripción de la peregrina. No obstante, notemos que el escritor no ha recurrido a complicados efectos de lenguaje para lograr su propósito pictórico. En otros relatos Roa acumula comparaciones, metáforas y gran variedad de recursos estilísticos que su conocimiento de las posibilidades expresivas del idioma pone a disposición. Aquí no moviliza más que un mínimum de recursos retóricos. En el «cuadro» de la peregrina sobre la carretera y bajo la cruz, lo decisivo es el poder de sugestión de la índole misma de la escena descrita.

Esto y, además, el muy hábil enfoque sobre ciertos elementos constitutivos del cuadro: la cruz, la túnica, las sandalias, por un lado, evocadoras de otro «cuadro» de sublime prestigio; y, por otro, lo que contrasta con la santidad: las obscenas desnudeces de la meretriz.

La «sustancia» misma del cuadro que ha elegido pintar Roa se impone en sí con toda su energía expresiva, evocativa, sugeridora, y le permite prescindir al escritor de sus habituales alardes estilísticos. Sólo de vez en cuando el virtuoso del lenguaje que es Roa da aquí una pincelada, algún toque de gran originalidad estilística, con que enriquece nuestra intuición de la escena:

Recordemos que la mujer se detenía para tomar aliento y para -agrega el escritor- «borronearse con el antebrazo el sudor sanguinolento de la cara». En otra parte, «Las bocinas -leemos- volvieron a atropellar el aire caldeado».

Y poco después se nos hace ver a la peregrina «avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, perseguida por los trazos fulgurantes de los tábanos y moscones».

Ahora bien: recordemos que el narrador no es Roa, sino el interventor, su rastrero protagonista. Veamos cómo el escritor le hace cambiar de lenguaje y tono, según las necesidades de la historia. El interventor nos ha dicho ya que la mujer se detenía de vez en vez como marcando las estaciones de un nuevo vía crucis. En la página 65 se refiere otra vez a esas detenciones. Pero lo hace ahora de manera distinta. «Cada tantos pasos, la paradita consabida, alguien que se acercaba a darle de beber».

«¡La paradita consabida!». ¡Qué expresivo y revelador resulta ese diminutivo, que minimiza ahora el sentido de lo antes manifestado! Roa hizo hablar a su personaje con otro lenguaje y tono en la página 64 cuando «las detenciones» eran como «estaciones». El lector, entonces, captó una visión impresionante de la escena: no sabía él aún que la penitente es una prostituta, ni que iba exhibiendo obscenamente sus desnudeces. El lenguaje del narrador era «oportuno» en la página 64: había de crear un efecto que muy luego sería destruido en la   —42→   mente del lector. Produjo una intuición bien calculada por el autor del relato. Mas, como en la página 65 el relato ya ha avanzado bastante, y ya ha caído el lector en la cuenta de que las apariencias engañaban, ya es también oportuno llamar «paradita consabida» a cada detención de la supuesta penitente. El diminutivo, por otra parte, con la carga afectiva que aquí lleva, prepara lo que vendrá después.

El cuento, como queda dicho, narra dos sucesos, cada uno de los cuales hubiera podido constituir la materia propia de un cuento autónomo. Los dos sucesos han sido inventados para elaborar una acerba sátira. Efectivamente, los dos enmascarados que tratan de robar las ofrendas de los peregrinos en la casa del párroco, son nada menos que el alcalde y el juez de Caacupé. Y la mujer, cuya muerte se relata en el «informe» es víctima nada menos que del «delegado del delegado del gobierno...».

Roa, no obstante, ha querido infundir al segundo suceso un dramatismo más intenso. Los enmascarados aparecen como ladrones y como tales reciben inesperado castigo. Alcalde de monterilla el uno, y mero juez de paz el otro, no tienen la jerarquía del alto funcionario que es el interventor. Aquellos querían robar el dinero y demás ofrendas protegidos por el antifaz y por la noche; este va a robar a plena luz del día lo que los otros no pudieron, y llevará a cabo su propósito por orden expresa del coronel, y en forma «legal». Aquellos fueron ladrones: este será, además, asesino.

De aquí que Roa haga del interventor y de la prostituta los personajes verdaderamente centrales del cuento. De aquí que dramatice la penitencia de la peregrina en forma que va mucho más allá de todo costumbrismo y que la escena se cargue de no se sabe qué misteriosos equívocos.

El vía crucis, la multitud que socorre a la peregrina, la expectativa que esta suscita cuando hace detener el convoy del interventor y sus diez carros de asalto: todo esto se llena de un sentido que el lector no alcanza a penetrar a fondo, pero que le intriga, le interesa, le obliga a concentrar la atención a fin de descifrar un mensaje difícil.

Bien: en las dos últimas partes del cuento, la peregrina aparece como lo que realmente es: «una famosa rea del Guairá». Y es entonces cuando el lector se lleva todas las sorpresas que Roa le ha estado preparando desde el comienzo.

Volvamos al argumento:

El interventor hace una tarde su recorrido habitual por el pueblo y topa con la carpa en que la meretriz ejerce su oficio. (Hemos llegado a la página 73; el cuento comienza en la 61.) Y sólo ahora el narrador   —43→   nos informa de que la penitente ejerce el oficio que ejerce y sólo ahora caemos en la cuenta de que es ciega.

Esa misma noche la prostituta visita al interventor. Viene vistiendo un vestido negro y tocada de un manto también negro. Viene, también, al parecer, llorando. De pronto, ante los ojos atónitos del hombre

entreabrió el manto y con un hábil meneo dejó caer a sus pies el liviano vestido y apareció ante mí completamente desnuda, inundando el despacho con su olor a mujer pública, a hediondez de pecado, a esos pantanos que en ciertas noches nos atraen con su sombría pero irresistible pestilencia...31.



(Hay en Roa un católico que sobrevive a la pérdida de la fe. Es muy posible que el autor de «El viejo señor obispo» -personaje inspirado por el tío (muy real) del escritor, monseñor Hermenegildo Roa-, es muy posible digo, que siga siendo católico en el sentido de haberlo sido antes entrañablemente32. Esto explica en Roa Bastos un sentir profundo de cosas cristianas que en forma sacrílega, para más de un detractor, cristaliza en Hijo de hombre, por ejemplo. También el «cuadro» que hemos estado comentando, con su «Cristo hembra» y su genuino patetismo arraiga en el sentimiento cristiano. Que el escritor de pronto nos convierta el cuadro religioso en sacrílega farsa, no desmiente lo afirmado. En «Borrador de un informe» y otras ficciones de Roa, parece que descubrimos, a pesar de todos los pesares, el cristiano que sobrevive hoy en el escritor rebelde, humanitarista y predicador...)33

Conviene ahora transcribir dos pasajes más para considerar, en sus momentos más felizmente expresivos, el estilo de «Borrador de un informe».

En el primero leeremos el relato de la reacción del interventor ante la súbita desnudez de la meretriz, y calaremos hondo en su sique enferma:

El mareo del ataque de seguro ya me estaba viniendo porque del resto sólo me acuerdo borrosamente. En medio del retumbo que me ponía hueco y de las primeras pataletas, lo último que sentí es que caía a mi vez (como el liviano vestido), que ahora caigo, que seguiré cayendo ante ella, que mi cara golpea contra su vientre, contra sus muslos, como contra una pared, pero infinitamente suave y cálida, que la atravieso de cabeza con un sabor ácido en la boca, que caigo como sobre una blanda telaraña, que me deslizo por   —44→   un conducto cada vez más estrecho hasta perder la respiración y el sentido...

Lástima que sobre esto, no pueda decirle una sola palabra a Taguató (el Coronel, su jefe); no lo comprendería tampoco, aunque le aclararía muchas cosas y de paso le divertiría mucho. Lo haría reír a carcajadas con esa manera que tiene de reírse de los demás, metiendo la mano entre las piernas y expectorando sus graznidos34.



Esta cita, como es obvio, no pertenece al «informe». Es parte, sí, de lo que el narrador se dice a sí mismo.

Ahora leemos otro pasaje. Este también pertenece al «soliloquio» del narrador. Cuenta en él lo que pasó después que la prostituta fue mordida por la yarará junto a la cama en que él y ella solían yacer noche tras noche. (La yarará estaba metida en una de las urnas de las ofertas. El mercachifle se había llevado, en pago de su complicidad, lo que había en ella, y dejando en su lugar la víbora, conforme al siniestro plan de venganza).

Bien: el interventor espera a que la víbora muerda a la mujer y estalle el grito de esta:

Las sordas interjecciones reventaron por fin en un grito, en el estrépito de su caída; escuché su despavorido arrastrarse a tientas rebotando de una pared a otra, los golpes de sus puños en la puerta a la que yo había echado llave, mientras la oía gritar, tal vez más aterrado que ella, pero por primera vez lleno también de una extraña felicidad; sentí que a través de esa pared, de esa puerta, de esos gritos, la poseía ahora de verdad y me encontraba a mí mismo... Pero cómo se puede recordar lo que nunca se tuvo, lo que ha estado muerto en uno desde antes de nacer... Mientras sus quejidos van decreciendo, la veo otra vez avanzando, encorvada, rígida, bajo la cruz, con el manchón de su cabellera tapándole la cara, siento de nuevo llenárseme la boca de este regusto agrio y caliente a cosa quemada, en el relámpago de un ansia que vuelve a crecer, que ocupó a mi alrededor como la materia de mi propia ponzoña...35.



Así termina el cuento. O, mejor dicho, la versión no oficial del cuento, lo que no ha de aparecer en el «informe» al coronel. Las siete últimas líneas, por otra parte, son «oficiales», se destinan al coronel. En ellas el interventor anuncia a su jefe algo que a la codicia de este (y acaso de otros cómplices aún más encumbrados) interesa muy especialmente:   —45→   el envío de un total de 132 urnas y siete cajones con las ofrendas de los peregrinos de Caacupé. Todo bien sellado y lacrado.

Resumen

Tal como se ha dicho, «Borrador de un informe» es un tour de force narrativo. Y, como sátira, de lo más acerbo que ha escrito Roa Bastos. Admiramos en el cuento la sabia elección de lo que hemos llamado el género informe. En efecto, como «informe» el cuento puede contener varios sucesos conexos o inconexos, capaces de convertirse en «argumentos» de relatos autónomos. Los que en este nos ha narrado el escritor proveen la materia de la sátira. Roa Bastos les confiere unidad adecuada merced al hincapié que hace en uno de ellos.

La unicidad del relato, por otra parte, resulta del carácter sui generis que este exhibe, con el desdoblamiento del narrador en dos personajes: 1) el funcionario mendaz; 2) el individuo cínicamente veraz, cada uno con una versión diferente de los hechos. Y, debe agregarse, con un lenguaje y tono diversos: el lenguaje «burocrático» del primero y el lenguaje cínico del segundo. La unicidad del relato reside, pues, en lo que podríamos llamar la elección de un género especial y en la técnica narrativa con el protagonista narrador dualmente presentado.

Con lo múltiple, con lo complejo y con lo no claro -en enfoque, estilo y argumento-, Roa ha logrado una obra de unidad artística y ha pintado uno de los cuadros más impresionantes de toda su ficción.

University of California - 1967.



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