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ArribaAbajoJorge Luis Borges en la excavación de Augusto Roa Bastos36

El relato «La excavación» de Augusto Roa Bastos es síntesis de una multiplicidad de fuentes e influencias. Aparecen en él dos túneles, uno cavado durante la guerra del Chaco, en el sector Gondra, desde la trinchera paraguaya hasta un poco más allá de la trinchera boliviana; otro, desde la cárcel de Asunción hacia el barranco del río Paraguay. El primero de estos túneles tuvo realidad histórica. Su excavación, empezada el 28 de abril de 1933 y terminada el 9 del siguiente mes constituye una hazaña memorable de la guerra del Chaco. Así lo demuestra Alejo H. Guanes en un minucioso artículo publicado en La Tribuna de Asunción el 28 de abril de 1970, o sea al cumplirse treinta y siete años desde el comienzo de los trabajos de zapa en Gondra. Roa Bastos se inspiró en este episodio bélico que debió de haber oído contar a veteranos desterrados, como él, en la Argentina.

Ignoramos si el segundo túnel de «La excavación» tiene o no un antecedente tan rigurosamente histórico como el primero. Lo que nos interesa determinar, empero, no es una cuestión de carácter histórico sino de carácter literario y ver cómo Roa Bastos utiliza «elementos» que podríamos llamar extraños a los que habitualmente integran sus ficciones y los asimila adecuadamente a sus propósitos.

Aquí nos proponemos mostrar la influencia de Jorge Luis Borges en la elaboración del cuento arriba mencionado.

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El argumento

Perucho Rodi, ex combatiente de la guerra del Chaco, ha sido encerrado, a raíz de una guerra civil terminada hace seis meses, con casi un centenar de presos políticos, en una celda que, en tiempos normales, alojaba a sólo ocho presos por delitos comunes. De las ochenta y nueve víctimas de la prisión política en esta celda (la Celda 4) ya han muerto diecisiete: once de enfermedades, cuatro en la cámara de torturas y, los demás, por su propia mano. Uno de los suicidas se ha abierto las venas con un plato de hojalata, cuyo borde ha sido afilado contra la pared de la celda.

Al empezar el cuento Perucho Rodi, que ha estudiado ingeniería y que, además, tiene experiencia anterior en excavaciones subterráneas, cava un túnel que ha de comunicar la Celda 4 con el barranco del río Paraguay. Cava este túnel con el mismo plato de borde afilado con que uno de sus camaradas, poco tiempo atrás, se quitó la vida.

Como se ve, Roa ha elegido una situación extremadamente dramática, con un cúmulo de detalles truculentos: prisión atroz, enfermedades, torturas, suicidios.

Faltan cinco metros de zapa para terminar el túnel. Esto significa veinticinco días de semiasfixia para llegar al barranco del río. Hay, pues, posibilidad de fuga. Durante cuatro meses Rodi y sus compañeros han cavado con método y cautela. Ahora, no obstante, al iniciarse el relato, se produce un desprendimiento de tierra. Poco después, un segundo desprendimiento. Esta vez el excavador queda enterrado desde la cintura hasta los pies. Perucho Rodi está perdido. No hay manera de volver a la celda; la distancia hasta el barranco es todavía muy larga. Pero esto deja de ser claro en la mente de Rodi porque, precisamente cuando comienza la asfixia, el ex combatiente del Chaco comienza a recordar:

Durante la guerra del Chaco, en el frente de Gondra, paraguayos y bolivianos, en trincheras paralelas, combatían a cincuenta metros de distancia. Había que poner fin a este tipo de lucha. Entonces Rodi, con catorce voluntarios, cavó un túnel que de la trinchera paraguaya salió a la retaguardia del enemigo. Cavó un túnel de ochenta metros en dieciocho días. En la noche, en el silencio, en el sueño, la sorpresa fue total. Ametralladoras y granadas liquidaron al enemigo.

La recordación de Rodi pronto se convierte en alucinación. O, mejor, es a la vez, lúcida y delirante. Rodi sale del túnel de Gondra. Sale, sigiloso, con la automática lista. Ve a los enemigos dormidos. Ve a uno que se retuerce en una pesadilla. Y la matanza comienza. Cuando la ametralladora se le recalienta y atasca, la abandona. Ahora tira   —49→     —50→   granadas de mano. Frenéticamente, hasta «que los dos brazos se le duermen en los costados».

Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges

[Página 49]

Pero, ¿qué sucede, de pronto, en aquella noche azul de Gondra, no en esta negra, tenebrosa y húmeda del túnel de Asunción? Rodi ve con asombro que los enemigos que acaba de matar son ochenta y nueve, exactamente el número original de los presos políticos de la Celda 4. Y esos hombres de Gondra tienen las caras de sus compañeros de celda: las de los muertos y las de los vivos.

«Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre los muertos. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba».

Y ahora, aquel soldado a quien había abatido con su ametralladora, aquel soldado inmerso y convulso en la pesadilla, lo abate a él, con aquella misma ametralladora. Y este soldado se le parecía tanto a él, a Perucho Rodi, que se lo hubiera tomado por su hermano mellizo.

Rodi muere asfixiado. Los guardianes descubren el agujero en la Celda 4. Esto los inspira: a la noche siguiente, los presos hallan, asombrados, descorrido el cerrojo de la puerta. Salen. Desierto está el patio. Desiertos los corredores. Huyen entonces. Huyen todos por una puerta que inexplicablemente entreabierta, da a una callejuela. En la calleja, un súbito fuego cruzado de ametralladoras los aniquila.

La explicación oficial de los hechos es satisfactoria. El túnel existe. Los periodistas lo examinan. La tentativa de evasión es irrefutable.

Claro está que, «la evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada».

Cegaron luego el agujero del túnel. Y la Celda 4 «volvió a quedar abarrotada»37.

Escenario. Situación extrema

La situación del protagonista no puede ser más angustiosa. El cuento es la historia de una asfixia. El escenario, un túnel. O, mejor (muy borgianamente), dos túneles que son uno solo, como se verá después. La historia de esta asfixia va tejida a una serie de horrores que destilan sangre, que hozan en excrementos, mientras el odio triunfa, en insaciable sadismo. «La excavación» es, pues, un relato epitomador de la ficción de Roa.

La protesta, cuya ira se expresa en una minuciosa denuncia de atrocidades, logra una virulencia apenas tolerable. En este cuento, en suma, está todo Roa.

Ahora bien, esta protesta que, en otras ficciones suele adscribirse   —51→   al ámbito nacional paraguayo, trasciende las fronteras, tiene por blanco un sistema de opresión internacional.

Cuando Perucho Rodi, atrapado en el túnel de Asunción, evoca el otro túnel, el del frente de Gondra, el que llevaría el exterminio de la trinchera paraguaya a la trinchera boliviana, Roa escribe:

En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla (paraguayos y bolivianos) canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras. El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de sus cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con quel otro aliento melodioso que subía desde la muerte...38



Como se ve, tanto bolivianos como paraguayos aparecen como seres vejados, explotados, perseguidos. Mas estos pueblos hoy en lucha, que en horas de tregua se hermanan en la expresión melodiosa de sus vidas aciagas, no son los únicos pueblos perseguidos de este continente o aun de otros continentes. Sigamos leyendo:

Y así sucedía -agrega Roa- porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadísticas y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.39



La alusión a los intereses económicos de América y de Europa no puede ser más evidente.

Horror por un lado; protesta, por otro: he aquí las dos caras de la ficción de Roa. Son inseparables porque el horrores el lenguaje de la protesta, y la protesta arraiga en horror.

En cuanto al horror mismo, destaquemos los detalles más escalofriantes que exacerban la truculencia del relato. Roa no escatima estos detalles porque su arte persigue la expresión más cabal posible de la angustia de sus criaturas en situaciones extremas.

Cuando se produce el segundo desprendimiento de tierra y el protagonista queda atrapado en el túnel, incapaz de volver a la horrible celda, leemos:

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No le quedaba más recurso que cavar hacia adelante. Cavar con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizás no eran cinco metros los que le faltaban; quizás no eran veinticinco días de zapa los que aún le separaban del boquete salvador en la barranca del río. Quizás eran menos; sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia...40



¿Qué acontece, ahora, cuando la muerte está más próxima? Roa no va a escatimar pormenores de horror. Explica:

Un poco de barro tibio entre los dedos, lo hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca...41



No trataré de elucidar si lo que narra el autor es psicológicamente posible. Ni si un plato de hojalata puede excavar un túnel en la tosca. (El historiador Alejo H. Guanes enumera las herramientas que cavaron el túnel de Gondra: cuatro palas, cuatro machetes, dos hachas, dos zapapicos, cuchillos, bayonetas...) La verosimilitud o inverosimilitud no es problema que aquí interese. Lo que sí quiero destacar es lo horripilante de la descripción.

Roa, empero, no está aún satisfecho con lo ya dicho. No va a poner todavía un punto final y terminar el atroz episodio de la asfixia. El proceso de la asfixia debe coincidir en la mente del protagonista con la evocación del otro túnel: ha de ser, además, una alucinación.

Volvamos ahora al protagonista:

Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó en el vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un   —53→   río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar...42



Experimento borgiano

Así termina la segunda parte del cuento, el cual, dividido en siete partes señaladas por espacios en blanco, es, a partir de la cuarta, un experimento borgiano.

Trataré de definir en qué consiste este experimento. Antes, sin embargo, oigamos al mismo Roa hablar de Borges: «Admiro mucho a Borges y por eso soy capaz de llegar, como él dijo de Macedonio, hasta el plagio. Pero en ese cuento («La excavación») no creo que la influencia sea directa, estilísticamente al menos. Como es obvio, contenido y forma, tema y expresión son muy distintos y hasta contrarios al módulo borgiano. Probablemente, diría yo, haya más bien una mimesis de tipo sintáctico en algunos fragmentos, de mecanismos verbales similares en la progresión de la acción narrativa. Ten la seguridad de que si me hubiera apoyado más en Borges, el cuento de seguro hubiera sido mejor; y conste que también para mí una "influencia" no es grave sino en los hurtos menores. El que roba en grande y a lo señor hace una buena acción»43.

Roa, como se ve, profesa ser gran admirador de Borges. Roa ha leído a Borges y ha aprendido de Borges como el mismo Borges ha leído a Kafka, a Chesterton, a Wells, a Stevenson, y ha aprendido de ellos y de tantos otros.

Es curioso, sin embargo, que en «La excavación» no recuerde Roa una influencia directa del maestro argentino. Subraya que «contenido y forma, tema y expresión, son muy distintos y hasta contrarios al módulo borgiano». Y Roa está en lo cierto en mucho de lo que afirma, bien que admita «una mimesis de tipo sintáctico en algunos fragmentos, de mecanismos verbales similares en la progresión de la acción narrativa». Esto sí es enteramente cierto.

Sin duda es cuento típico de Roa: en él, como se ha dicho, está todo Roa, por las razones ya anotadas y aún por otras más. Pero «La excavación», en la cuarta, quinta y séptima parte, asimila no sólo mecanismos verbales sino «ideas» que Borges ha llevado a su ficción con enorme eficacia poética. Tratemos ahora de elucidar en qué consiste lo borgiano del cuento en cuanto a estilo, por una parte, y en cuanto a «ideas», por otra.

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I. ESTILO

A. El uso de la anáfora.

Borges emplea la anáfora con sumo efecto expresivo. En el cuento «La escritura del dios», el sacerdote dice:

...soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres.44



Y más abajo, refiriéndose a su prisión exclama:

Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.45



Sin embargo, donde el anaforismo borgiano es mucho más abundante es en «El Aleph»: el protagonista -que es Borges mismo- cuenta lo que vio en el sótano de Carlos Argentino, primo hermano de su Beatriz:

Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto... vi interminables ojos... vi todos los espejos del planeta... vi en un traspatio de la calle Soler...46



Esta técnica enumerativa que Borges aprendió de Walt Whitman; este procedimiento anafórico que vemos en «El Aleph» continúa a lo largo de tres páginas. «Vi... vi... vi...», dice Borges y repite el verbo treinta y siete veces.

Demos un ejemplo más del anaforismo borgiano en que el verbo repetido es «recordó». Lo extraigo del cuento «Emma Zunz», y del pasaje en que la protagonista, enterada de la muerte de su padre, evoca su vida con este. Borges escribe:

Recordó veraneos en una charca, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos.47



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Ahora bien: de modo parejamente anafórico, Roa hará recordar al personaje de «La excavación», momentos antes de morir en el túnel, su aventura en el otro túnel, el cavado en días de la guerra del Chaco. En efecto, Perucho Rodi, en la cuarta parte del relato,

Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre... Recordó un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían... Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado... Recordó haber regresado...48



B. Aclaraciones parentéticas.

Todo lector de Borges sabe que el uso de aclaraciones parentéticas es rasgo característico del estilo del maestro. Ya citamos un ejemplo de aclaración parentética en el párrafo de «Emma Zunz»: «Recordó (trató de recordar) a su madre». Ana María Barrenechea cita muchos más y nos ofrece un admirable análisis de la función estilística de los paréntesis en Borges49.

En la cuarta parte y también en la quinta de «La excavación» Roa emplea construcciones parejas, con insistencia semejante a la de las construcciones anafóricas.

Leemos que Perucho Rodi:

Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa... Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga y ráfaga...50



Y en la misma página hay un uso de paréntesis no sólo borgiano como mecanismo estilístico, sino como, digamos, «ingrediente ideológico»: Perucho Rodi, súbitamente advierte que los enemigos que ha masacrado son ochenta y nueve y los reconoció:

Esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirían siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión...51



Esa eternización de lo más instantáneo -el fogonazo fotográfico- es de estirpe borgiana. Pero no nos anticipemos, ni mezclemos el análisis de procedimientos estilísticos con el de la influencia ideológica.

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II. IDEAS BORGIANAS

A. Identidad de lo diferente: hechos y lugares.

En Borges, afirma Ana María Barrenechea:

La infinita multiplicidad de las acciones puede perder sus diferencias por diversos motivos y concentrarse en la unidad52.



Y cita varios ejemplos de la obra borgiana en que muchos días eran uno solo, en que nueve años son «una sola tarde», y agrega:

Estas fórmulas de lo múltiple igual a lo uno tienen la estructura mental de la unidad estirada monstruosamente sin fin; también, en otras circunstancias, las presenta (Borges) como un repetido volver al mismo momento y al mismo lugar: «... es ilícito inferir que para Joyce, todos los días fueron de algún modo secreto el día irreparable del Juicio; todos los sitios, el Infierno o el Purgatorio»53.



En «La excavación» de Roa acontece algo muy parejo. El túnel del Chaco y el túnel de Asunción son un solo túnel. Toda la biografía de Rodi se reduce, por otra parte, al único hecho de haber estado siempre en esos dos túneles que son un solo túnel.

Véamoslo:

Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; ese túnel y aquel eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida54.



En suma, todos los sitios son para Rodi uno solo: el infierno, es decir un túnel.

También los cuarenta años de vida que tiene Rodi, son cuarenta años en ese único túnel:

Un agujero negro recto -que a pesar de su rectitud, le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemoria55l.



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¿Cómo se explica que Rodi no haya salido nunca de ese túnel? (Olvidemos el hecho de que Rodi está delirando en la agonía de la asfixia, y que en el delirio, cualquier figuración es posible). En Borges tenemos la explicación. Cuando él evoca sus primeras lecturas de niño en la biblioteca de una casa de Palermo, escribe:

Han transcurrido más de treinta años, ha sido demolida la casa en que me fueron reveladas esas ficciones, he recorrido las ciudades de Europa, he olvidado miles de páginas, miles de insustituibles caras humanas, pero suelo pensar que, esencialmente, nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín56.



Comentando este párrafo afirma la profesora Barrenechea que ese no haber salido nunca de la biblioteca tiene «sugestiones de laberinto del que no se sale, de cárcel en la que se vive prisionero; también de hechos fundamentales que dan la clave de un destino, de actos que agotan la historia y el tiempo y que por tanto nos colocan fuera del tiempo, en la eternidad; siempre de algo mágico o como de sueño y de pesadilla cuyo encantamiento no se puede romper»57.

Pues bien: al personaje de Roa le acontece no haber salido nunca de su único (aunque doble) túnel. Es más, ese túnel tiene una sugestión de laberinto. Muy claro lo dice Roa: Aunque recto, «lo había rodeado como un círculo subterráneo». Está en él preso; lo había estado siempre.

Si en Borges la insinuación panteísta «de que cualquier elemento del universo encierra a todos con la noción del círculo infinito donde cualquier punto es el centro»58, en Roa acontece lo mismo. Allí está Perucho Rodi en su túnel-laberinto, allí está en su prisión inmemorial, descubriendo la clave de su trágico destino.

B. Identidad de victimario y víctima.

En «Los teólogos» Borges dramatiza en forma ejemplar (a los efectos de este trabajo) uno de sus temas favoritos: el de la identidad del victimario y la víctima. Aureliano, el protagonista, ve el suplicio de su rival en la hoguera y el rostro de su víctima «le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién». Al final del cuento, donde el escenario es el cielo, y donde, por consiguiente, «no hay tiempo», tal vez conversó Aureliano con Dios mismo, y Dios creyó que el recién venido era Juan de Panonia, el teólogo sacrificado en la hoguera. Pero como esta suposición implicaría una imposible confusión en la mente divina, Borges remata el cuento diciendo:

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Más correcto es decir que en el paraíso Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona59.



En «La excavación» también hallamos una identidad de matador y de víctima. El boliviano dormido a quien da muerte Perucho Rodi en el frente de Gondra, resucita y mata, a su vez, a Rodi. Y, al ser muerto Rodi, advierte que la cara de su matador es la suya propia.

Era, en efecto, tan parecido a Rodi el soldado boliviano que lo abatía con la ametralladora, «tan exactamente parecido a él mismo, que se hubiera dicho que era su hermano mellizo»60.

Sentido de «La excavación».

Establecida la fuente borgiana del relato, cabe ahora elucidar cómo Roa incorpora a la economía de su arte esos «ingredientes», digamos, peculiares al arte del maestro argentino, y les hace desempeñar una función estética conforme a una manera personal de concebir la vida humana y la ficción artística.

Ya hemos visto que «La excavación» es un relato típico de Roa por el tema trágico y por la iracundia de la protesta social en él implícita y explícita. Este propósito denunciador de la injusticia nacional e internacional es ajeno al arte de Borges y esencial en el de Roa.

¿Cómo puede asimilar el paraguayo -en cuanto las ideas borgianas- un modo de ver la realidad arraigado, sí, en una angustia metafísica y traducido siempre, no en un afán de mejorar el mundo sino en el sutilísimo juego mágico que caracteriza la ficción borgiana?

Esto debemos verlo con algún detenimiento. Pero antes de hacerlo, consideremos cómo aprovecha Roa rasgos puramente estilísticos de Borges y les hace servir propósitos artísticos en el caso particular de «La excavación».

El anaforismo y el procedimiento de aclaraciones parentéticas utílizados en las partes cuarta y quinta del relato, son de gran eficacia estilística. Roa dramatiza la alucinada recordación de su personaje y, gracias a la anáfora, confiere al proceso mental de la evocación una potenciación patética, haciendo que las varias etapas del fenómeno síquico se organicen, se concatenen. En efecto, merced a la repetición de aquellos «recordó» y «recordó» se agrupan hechos e imágenes en una serie de progresiva intensidad trágica. El lenguaje así se hace más claro, más enérgico y hasta asume no se sabe qué efecto de incantatio.

Por otra parte, el uso de aclaraciones parentéticas facilita la fluencia   —59→   de la narración, la cual no se detiene para «aclarar» aquí y allá, con una frase más o menos larga, lo que una palabra basta, entre paréntesis, para poner en claro.

Tocante a las ideas borgianas de la identidad de lugares y de la identidad de victimario y víctima, Roa las utiliza con acierto y les hace servir un propósito conforme a las exigencias dramáticas del cuento, por un lado, y a su actitud ideológica, por otro.

En efecto, el hecho de estar en un túnel que de pronto se convierte en otro túnel, exacerba la angustia del protagonista. Estos dos túneles resultan ser uno solo, pero cada uno de ellos ofrece sus horrores para sumarlos en la tremenda realidad alucinada de ese «laberinto subterráneo» en que deviene, a la postre, la trampa inmemorial en que ha caído el héroe.

Ahora, pensemos en este, esto es, en Perucho Rodi y no en su «laberinto». Pensemos en lo que hizo Rodi tras cavar el primer túnel. E inmediatamente caemos en la cuenta de que Perucho Rodi, ha sido un instrumento, un agente del mal. Él ha matado, él ha masacrado a esos hombres dormidos en el silencio azul de la noche inolvidable. Y si hoy, en el túnel de Asunción, es víctima del crimen de lesa humanidad en que su atroz prisión consiste, ayer fue el victimario, el que mató, el que masacró, a los hombres cuya música triste solía hermanarse a las melodías paraguayas. En él, pues, se dan Caín y Abel en una misma persona. Él fue un traidor a la causa sagrada de la fraternidad humana. Por eso, oscuramente, en la negra tiniebla del túnel, se siente culpable61. La vieja culpa, acaso reprimida durante años en una zona crepuscular de la conciencia, asume abrumadora claridad y eficacia pungitiva. Es por esto por lo que él ve a la más inolvidable de sus víctimas resucitar y, con la ametralladora de Gondra, abatirlo con ráfaga fragorosa. La muerte, pues, en el segundo túnel, se nos aparece así, a la luz de esta interpretación, como reconocimiento de una culpa antigua, y, también como castigo, como expiación.

Pareja identificación de victimario y víctima hemos comentado en «Los teólogos» de Borges. Roa, en «La excavación», al utilizar el tema borgiano lo amplía, si puede decirse así, haciendo que las supuestas ochenta y nueve víctimas bolivianas del primer túnel reaparezcan, en número igual, y con rostros paraguayos ahora, en el segundo. Y lo hace muy conforme al pensamiento y al sentimiento de protesta y rebeldía que anima su ficción, y no con ese ya aludido espíritu de juego mágico con que triunfa el arte refinado de Borges62.

Helmy F. Giacoman, Homenaje a Augusto Roa Bastos, Long Island city, Nueva York, págs. 221-23563.



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ArribaAbajoMocedades de Augusto Roa Bastos (apuntes de prehistoria literaria)64

La última Edad Media... creó un género literario aparte para cantar la prehistoria... de los grandes hombres. Llamósele «mocedades»; así «Les enfances Guillaume», «Las mocedades del Cid».


José Ortega y Gasset                


Augusto Roa Bastos fue alumno del Colegio San José de Asunción. Hacia 1933 él y yo nos hicimos amigos. No en las mismas aulas ni en el mismo patio de recreo, porque él entonces terminaba los cursos primarios y yo andaba en los secundarios, y, por lo tanto, estábamos en alas distintas del gran edificio.

Era una época de exaltación patriótica. Las armas paraguayas ganaban batalla tras batalla en la Guerra del Chaco. Mi iniciación literaria fue por eso «épica». Casi todos los domingos publicaba yo poemas de tema heroico en El Liberal. Era ya «un poeta consagrado», en la sección «Plumas jóvenes» de ese periódico, amparador de inepcias quinceañeras de algunos escritores noveles. De vez en cuando llegaba a El Liberal una carta de Argentina, Chile, Uruguay, en que se felicitaba al autor de los poemas heroicos. Eran cartas de partidarios de la causa paraguaya en el Chaco. El poeta épico no podía menos de sentirse muy satisfecho, sobre todo cuando sus corresponsales creían que él era «un hombre grande», o mejor, un poeta de verdad, no un principiante imberbe.

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Una siesta de primavera de 1933 me recuerdo vívidamente caminando con Augusto Roa Bastos por la avenida Colombia (hoy Mariscal López). Íbamos despacio rumbo al Colegio San José. Roa era un adolescente discreto, bien educado, fino, pulcro en extremo. Vestía un traje claro sin una arruga; sus zapatos brillaban. Peinábase el cabello negrísimo y abundante con una raya bien trazada que lo partía en dos secciones desiguales, la de la izquierda muy inferior en volumen a la de la derecha. Me parece estar viéndolo.

Sus ojos grandes, algo melancólicos y de brillo inteligente, lo observaban todo con serena atención. Ahora oteaban el panorama de la avenida bañada en sol esplendoroso. Eran como los ojos de un pintor que trazara croquis mentales para un paisaje futuro. Entre los árboles que daban sombra a las aceras en dos hileras paralelas separadas por la ancha calzada, se destacaban lapachos en flor. Lapachos amarillos y lapachos rosados. En los naranjos municipales, infinitos azahares comenzaban a perfumar la ciudad produciendo en nosotros una suave embriaguez. Fulgían al sol de septiembre los rieles del tranvía y blanqueaban las lajas gastadas de la trotadora sobre la cual los ciclistas de aquel tiempo solíamos ir hasta más allá de la Recoleta. Era la única manera de evitar el arduo empedrado, porque la hermosa avenida no estaba aún asfaltada.

El cielo, muy azul, era aún más azul hacia el confín de aquel paisaje urbano, es decir, sobre la cumbre de la colina allá a lo lejos, donde se erguía un palacete de redondas torres muy estilo belle époque. La avenida, detrás de la colina, se extendía cada vez más arbolada hasta el fin de la ciudad. Pero los ojos no llegaban hasta tan lejos, ni en aquella siesta de 1933. Hoy tampoco.

Ahora Roa Bastos y yo pasamos trente a la residencia de los Battilana Peña. Tras la verja de altas lanzas se ven rosales llenos de rosas blancas, rojas, amarillas. Una hiedra muy verde trepa por altos muros medianeros. Ya estamos cerca de la esquina que hemos de doblar a mano izquierda para andar, calle San José abajo, las dos cuadras que faltan para llegar al colegio. Es entonces cuando Augusto detiene el paso un minuto, clava en mí sus grandes ojos tranquilos en los que advierto cierta timidez, y me hace una revelación importante. ¡Él también escribe versos y me los va a mostrar! Yo, que también he detenido el paso, lo miro con sorpresa y alegría. ¡Tener un amigo poeta era tan insólito en aquella generación de adolescentes bullangueros, dados a deportes violentos y riñas aún más violentas! Pocas veces se ha dado el caso de una generación menos literaria que la nuestra.

Augusto, que como ya dije es bien educado y discreto, para corresponder amablemente a mi gozosa reacción, me dice que ha leído con   —65→   placer mis versos, que le gustan mucho y que, por eso, está ahora escribiendo un poema en elogio de los míos.

Yo, encantado le pregunto: -Y ¿dónde está ese poema?

-En casa. Pero lo sé de memoria -me responde-. Mejor dicho: sé de memoria lo ya escrito porque no está terminado. Comienza así:

¡Oh, tú que sigues la encantada senda!

Hemos en este punto llegado a la esquina misma, y estamos frente a la casa de balcones bajos en que vive mi tocayo Hugo Ferreira. Doblamos la esquina y tomamos la calle San José. Allá al final de la calle se entrevé, cerrándola, el muro blanco de los Vargas Peña.

¡La encantada senda! En verdad, en aquellos días felices para nosotros, gloriosos para el Paraguay triunfante en el Chaco, cada uno seguía la senda encantada de la adolescencia. (Una senda que pronto se iba a torcer abruptamente y conducirnos a aquel Chaco donde verdeaban ya selvas de laureles).

Mientras Augusto Antonio (estos son sus nombres de pila) recita con voz grave sus bien medidos endecasílabos, ambos, al mismo tiempo columbramos unas maravillosas nubes blancas, aborregadas, con no sé qué reminiscencias de estatuaria griega intuida gracias a un libro de historia antigua -Oriente, Grecia, Roma- que es mi texto en el colegio.

-¡Qué nubes -exclamo yo, no sé si para disimular la grata turbación que en mí suscita el rimado panegírico de mis versos, o realmente maravillado por el hermoso espectáculo. Roa también admira la extraordinaria belleza de las nubes y sus diseños de algodonosos relieves, y, casi extático a su vez exclama:

-¡Qué nubes!

No sé hoy por qué razón nunca obtuve el manuscrito de aquel poema del que sólo recuerdo el primer verso. Tampoco nunca supe qué me anticipaba el futuro gran poeta a lo largo de aquella senda simbólica del primer verso. Mis recuerdos al llegar a este punto se desvanecen como las nubes blancas de aquella siesta remota se disiparon en el añil primaveral.

Pero casi cuarenta años después, todavía recordábamos él y yo las nubes de nuestro asombro adolescente. En 1970, estando Augusto en Buenos Aires y yo aquí, en Riverside, le pedí un prólogo para un nuevo poemario, Palabras de los días, publicado dos años después en Venezuela. Al principio Roa se excusó con su habitual cortesía arguyendo que hacía mucho tiempo que no tenía que ver con versos, que él no los escribía más. Yo insistí.

-«Vos viste» -le escribí- «las mismas nubes sobre la calle San José en contemplación paralela a la mía, hace casi cuarenta años». Roa,   —66→   que en rigor no es amigo de prólogos propios y ajenos, se sintió desarmado. No pudo resistir este argumento e inmediatamente trazó el hermoso prólogo que hoy lleva el libro.

«Cómo pues resistirme» -dijo en el prólogo- «enemigo como soy de explicaciones fútiles e inútiles frente a la desnudez o al secreto de un texto, a esta "meditación paralela"?»65.

¡Tanto han podido aquellas nubes en el cielo lejano de la adolescencia!

A sus quince, dieciséis años Augusto era apasionado lector de los poetas clásicos castellanos. Su tío, el culto latinista Monseñor Hermenegildo Roa -el entonces futuro protagonista del cuento «El viejo señor obispo»- tenía entre sus libros de devoción libros de poesía. Pero solamente libros de poesía del Renacimiento y del Barroco.

En el Paraguay de los años treinta pocos leían la literatura del siglo XX. La cultura literaria se había detenido en el siglo XIX. Los poetas a quienes, por ejemplo, don Adolfo Aponte sabía de memoria, eran Espronceda, Bécquer, Campoamor, Núñez de Arce. El hombre de mayor cultura de la generación de 1900 -Manuel de Gondra- había publicado un largo y erudito ensayo para negar originalidad a Rubén Darío. Si esto sucedía entre los intelectuales de lengua española, entre los de lengua francesa, que eran nuestros maestros del Colegio San José, grandes conocedores de letras griegas, latinas y, claro está, francesas, acontecía algo parejo. El Padre Alexis Marcelin Noutz, poeta del Colegio, que sabía de memoria a Horacio, Virgilio y a infinitos poetas franceses, a los que recitaba de continuo, jamás siquiera citaba a Mallarmé, a Verlaine, a Laforgue, a Valéry y mucho menos a Apollinaire o Breton. Su gran cultura literaria se detenía en Vigny, Víctor Hugo, Gautier y los parnasianos.

Roa Bastos era en aquel entonces «clásico». Para él la verdadera poesía de nuestra lengua la habían escrito para siempre los grandes líricos de los siglos XVI y XVII. Con asombrosa facilidad que prefiguraba el talento verbal del autor de Moriencia, Roa dominó cabalmente el lenguaje poético del Renacimiento y del Barroco. Vocabulario, sintaxis, fábulas mitológicas, de todo se apodera Roa hasta convertirse en algo así como en un contemporáneo lírico de Fray Luis, Rioja, Góngora, aunque con tres siglos de retraso. Pero lo más sorprendente en sus poemas era lo que Borges ha llamado «la entonación de los versos», porque aquella entonación era auténticamente arcaica. Su arcaísmo era sincero e inocente. A nadie se le ocurría aconsejarle entonces que estudiase a los poetas vivientes, actuales, como por ejemplo Lugones,   —67→   Machado, Juan Ramón. (Lorca, Neruda, Alberti, eran desconocidos). El Paraguay estaba en guerra con Bolivia y lo único que entusiasmaba a la gente eran las noticias del Chaco, los partes de las victorias del General Estigarribia y del pueblo en armas. Además, en la formación de un poeta, ¿no es de rigor un buen conocimiento de los clásicos?

Por mucho tiempo perdí contacto con Augusto; los dos partimos para el Chaco y no nos volvimos a ver hasta después de la guerra y dos revoluciones. En 1938 tuve ocasión de leer casi todos los poemas del amigo, copiados por él mismo en cuartillas de prolija, impecable mecanografía.

Escritor fecundísimo, Roa tenía material suficiente para un par de poemarios. -Hay que publicar una selección de estos poemas en El Diario- le dije ya una tarde, en casa de mis padres, Eligio Ayala 384.

Era director de El Diario, Pablo Max Ynsfrán, hombre de gran cultura, poeta en su juventud; ensayista, historiador y futuro editor de las memorias de su amigo el vencedor del Chaco. Yo era el más joven de los redactores del viejo periódico.

-Don Pablo -le dije una mañana en que vociferaban grupos de políticos en las oficinas de El Diario- este amigo mío, Augusto Roa Bastos, es un poeta notable. Escribe como se escribía hace tres siglos, pero lo hace con increíble maestría. Don Pablo Max leyó uno, dos poemas y luego quiso leerse todos los que le traía. Noté que le temblaban las manos; que los ojos negros le chispeaban tras sus lentes norteamericanos. Don Pablo había residido mucho tiempo en Washington, y conocía muy bien a los metaphysical poets, esto es, a contemporáneos ingleses de los modelos de Roa.

-¡Este muchacho es un prodigio! -exclamaba el director- ¡Un caso extraordinario!

En cada poema Ynsfrán detectaba influencias, identificaba algún modelo ilustre.

-¡Notable, notable! -repetía. Yo vi en el brillo intenso de los ojos de aquel hombre diminuto y enérgico, la adivinación de un gran escritor en cierne.

Al domingo siguiente se publicó en El Diario una selección de los poemas de Augusto. Yo mismo cuidé de la composición de la página consagrada al novel escritor. En la literatura paraguaya de la época colonial, siglos XVI y XVII, hay una gran laguna; ausencia de poesía lírica. Ahora en la tercera década del siglo XX, un poeta joven escribía aquella poesía no escrita entonces. Era esta fiel al convencionalismo renacentista: verdes prados, arroyos cristalinos, nieve y rosa en mejillas virginales; campiñas nemorosas y apacibles, trinos de Filomena   —68→   en altas ramas, y en el silencio de la verde umbría, la queja de unos rústicos rabeles. Todavía recuerdo yo algunos versos, muy pocos, que son estos:


De paso, cantó el ave,
y en su garganta de cristal, el trino,
con acorde argentino,
tembló un instante y desmayó en el grave
silencio, de la tarde que moría...



Había en aquella lírica un prurito de embellecimiento de lo real, una exaltación de las maravillas de un Universo perpetuamente primaveral. (Después de su conversión a la estética de vanguardia, desapareció para siempre de las páginas de Roa el entusiasmo por la belleza del mundo, y el exaltado optimismo de su iniciación).

Habiendo Augusto abandonado sus estudios en el Colegio San José, tenía ahora un empleo en el Banco de Londres y América del Sur. El edificio del banco ocupaba una esquina de la céntrica calle Palma, no lejos de El Diario. Yo solía entrar en el banco, de paso para El Diario, y conversaba con él a través de una ventanilla. Recuerdo un libro enorme en que con su prolija escritura, Roa trazaba guarismos lentamente. Una mañana me dijo con excitación jubilosa: -Estoy leyendo a Juan Ramón Jiménez. Te prestaré después el libro. Es un poeta formidable...

El descubrimiento de Juan Ramón fue un acontecimiento importante en su formación. Solíamos discurrir sobre poesía. Él defendía su posición clasicista; yo, muy «romántico» entonces, con sólo un siglo de retraso estético, criticaba sus tres siglos de arcaísmo. En aquellos días comencé a escribir los poemas del libro Estampas de la guerra; advertía yo que para describir escenas del Chaco debía podar mi anticuada retórica y ejercer una lírica desnuda, ascética, desechando alaridos románticos.

También fue entonces cuando publiqué en La Democracia una epístola en tradicionales tercetos y con fraseología deliberadamente arcaizante. Le puse a la epístola esta dedicatoria: «A un poeta de estilo arcaico». ¿Creía yo que la alusión pasaría inadvertida? No lo recuerdo. La epístola era una parodia amable del léxico y versificación de Roa y exhortaba al poeta aludido pero no nombrado a cambiar de estilo, temas y lenguaje:


El tu arcaico rimar y tu lenguaje
que evocan áureos tiempos y pasados,
a la usanza del siglo son ultraje.
—69→
Aquesto dijo porque mis cuidados
nacen del noble afán de ver tu gloria
y tus sueños de artista realizados...66



La epístola, pues, decía en endecasílabos, lo que en prosa verbal solía yo repetir a Augusto en aquel tiempo. Estábamos en agosto de 1938. Mi amigo se sintió aludido sin ofenderse en lo más mínimo. Y acaso sobre el mismo pupitre del banco, furtivamente, trazó también en tercetos una respuesta a mi crítica y a mi exhortación. Los tercetos tenían una dedicatoria clara e inequívoca: iban dirigidos a mí, con mi nombre y apellido. El modelo de Roa en que se inspiró la respuesta, no podía ser más ilustre: nada menos que la «Epístola moral a Fabio», atribuida a Francisco de Rioja por Pedro Estala, atribución que entonces Roa no ponía en duda. Augusto agradecía mi consejo con su habitual bondad:


Gracias te doy rendidas noble amigo,
por los consejos que en mi bien me ofreces;



ero él no renunciaría a su forma de poetizar. Sería fiel a su estética actual. No tenía, por otra parte, ambiciones de gloria; no pactaría, pues, con ningún estilo ajeno a su estética:


No quiero yo oropel ni quiero honores,
que escribo sin cuidarme del presente
y del futuro ingrato en sus favores...



Como en el modelo clásico, informaba la epístola de Augusto una filosofía de inspiración estoica. Y terminaba así:


Yo digo con Rioja solamente:
«Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama»67.



Una semana después apareció en El País otra epístola mía. Comenzaba juguetonamente con una broma impuesta por la rima o una rima impuesta por la broma:


Lo que tus versos dicen, Roa Basto
-perdóname la ese que te omito
—70→
y que echo, por licencia en el canasto-
me deja casi exánime y contrito...



y luego volvía a repetir, con nuevas imágenes, mi crítica a su arcaísmo poético tres veces secular:



Esos versos que cual las carabelas
hoy marchan lenta y armoniosamente
con grandes ripios como las estelas,

son ecos del pasado. Otra corriente
de ondas sonoras en las liras canta
que anuncian otro sol en el oriente.

Nueva voz, nuevo cántico levanta,
y vuélvete reformador, forjando
tu lira para la cruzada santa

de abrir otro horizonte nuevo. ¡Cuando
se lucha por abrir senderos
es necesario comenzar cantando!68



La exhortación se hacía ahora más vehemente y perentoria demandando la destrucción de la lira arcaizante:



¡Rompe tu lira, y cuando su «cordado»
cruja entre la madera destrozada,
forja una lira nueva! En tu pasado,

quedará como alondra desolada
la musa de tu clásica poesía,
e irradiará en tu mente una alborada
de nuevos versos para el nuevo Día.



Esta vez Augusto reaccionó con energía y se explayó en un chisporroteo de imágenes. Si en la primera epístola la bastaron 28 versos para expresar sus ideas, la segunda le exigió 64:



Permíteme, poeta, que yo guarde
intacta y sin romper mi lira amada,
que quebrar el acero es ser cobarde,
—71→

ya que bien dices que es luciente espada
la lira con que cantan los poetas
el triunfante llegar de otra alborada.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo en tanto quiero retrasar mi paso,
que no tengo premuras, y más precio
probar mi lira al son de Garcilaso,

que en «neo-sensible» estilo imitar necio
la jerigonza de las artes nuevas:
el «cubismo», la «jazz» de estruendo recio.

A que a ellas abdique no me muevas
con versos por tu ingenio concertados,
que a errada parte tus afanes llevas:

mi plectro no nació para criado,
y sin fuerzas tampoco para tanto,
puede ya libre en modo nunca usado
rebelde alzar el son de un nuevo canto.69



Y, en efecto, Roa ya estaba listo o casi del todo listo, para «alzar el son de un nuevo canto». Ya estaba entonces descubriendo a los más altos poetas de la vanguardia hispánica. Y a él mismo -con Josefina Plá y Hérib Campos Cervera- le tocaría ser uno de los tres renovadores de la poesía de nuestro país.

Y se dio el caso de que a mí, el «crítico» que le había exhortado a superar su arcaísmo literario, me tocara presentarlo un día como a un brillante adalid de la renovación poética en el Paraguay.

En 1946 ejercía yo la cátedra de literatura hispanoamericana en la Escuela de Humanidades de Asunción. Tuve entonces la idea de invitar a los poetas más representativos de la nueva estética a definir su poética y a leer sus propios poemas ante los estudiantes de mi curso y en presencia del Director de la Escuela, Dr. Osvaldo Chaves, profesores de la institución y otros intelectuales entre los que recuerdo al Agregado Cultural de la Embajada Argentina. Y aconteció que frente al Colegio San José, en la residencia de una de mis estudiantes, la señora Asunción Riera de Codas, y muy cerca de aquella calle desde la que   —72→   «en contemplación paralela» habíamos los dos admirado unas nubes inolvidables una lejana siesta de primavera, Augusto Roa Bastos leyó una brillante disertación sobre la nueva poesía.

La crónica de aquella reunión fue escrita por Roa y publicada en El País el 16 de julio de 1946. En ella, con característica modestia, el gran escritor ni siquiera alude a su propia participación en el acto que definió como de «exclaustramiento cultural». Subraya, sí, la significación de aquel encuentro de universitarios y poetas, y ofrece una síntesis del diálogo en que intervinieron los demás participantes. Pero los que oyeron al poeta, este ya en la plenitud de su talento, aquella tarde de julio de 1946, no olvidarán nunca el ardor de su entusiasmo y la brillantez de su exposición70.

Era el fin de sus mocedades. Su prosa deslumbrante prefiguraba ya la del autor de Hijo de hombre y de Yo el Supremo.





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