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ArribaAbajoSobre las muchas «especies de hombre» en El águila y la serpiente

«...los fulgores de sus ojos me revelaron de súbito que los hombres no pertenecemos a una sola especie, sino a muchas, y que de especie a especie hay, dentro del género humano, distancias infranqueables...»


Martín Luis Guzmán                


Martín Luis Guzmán y otros muchos intelectuales entre los que se destaca la poderosa figura de José Vasconcelos, en 1913, horrorizados por el crimen del general Victoriano Huerta, se lanzan a la guerra civil para derrocar al asesino de Madero.

El general Huerta manda sobre el Ejército Federal, «un ejército profesional -subraya Jesús Silva Herzog- numeroso y perfectamente equipado y municionado»145. El 19 de febrero de 1913 el general traidor comunica telegráficamente a los gobernadores de los Estados que él ha asumido la presidencia de la república. Los gobernadores de los Estados aceptaron al nuevo presidente, salvo el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza. Poco después, el gobernador de Sonora, siguió el ejemplo de Carranza.

La aventura a que se precipita el joven escritor Martín Luis Guzmán parecía entonces insensata y temeraria. ¿Quién era el gran caudillo militar capaz de improvisar un ejército de parejo poder al federal?

Hacía falta un hombre y este hombre -o estos hombres- no serían ni generales de escuela ni ateneístas, licenciados, o intelectuales de habilidad y prestigio políticos. Serían, sí, individuos analfabetos o casi analfabetos, hombres rústicos bestiales, verdaderas fuerzas de la Naturaleza cuya prodigiosa vitalidad deslumbraría a los licenciados, a los pensadores, a los prosistas y poetas alzados en armas. El deslumbramiento   —168→   de un Guzmán, de un Vasconcelos, sin embargo, era sólo un aspecto de la reacción del civilizado ante el bárbaro: el terror, la repulsión, la ira, la resignación ante crímenes atroces soportados en consideración de un ideal de posible redención, atormentaban a aquel grupo de intelectuales embarcados en la sangrienta aventura. Mucho de lo que relata El águila y la serpiente es testimonio de esta admiración del hombre culto hacia el hombre de instintos, de ese terror del civilizado ante las atrocidades del bárbaro y de esta repulsión del hombre de ley ante los desmanes de asesinos portadores de la insignia del águila de oro.

Vale la pena, pues, que se considere un aspecto importante del libro: el que podríamos llamar diálogo entre el hombre idealista de cultura superior y el hombre primitivo y violento, dueño de vidas y haciendas, con el que hay que contar para que triunfe la Revolución.

«¡Ya tenemos hombre!»

«Ahora sí ganamos, ya tenemos hombre», gritó el futuro filósofo José Vasconcelos en San Antonio de Texas al recibir al futuro autor de El águila y la serpiente. Martín Luis Guzmán venía huyendo de la capital de México, tras larga odisea y, pronto, cruzando la frontera, iba a conocer al salvador que Vasconcelos anunciaba. Este no era otro que Pancho Villa, el guerrillero de Durango. No hay personaje del drama revolucionario que haya impresionado más a los intelectuales de aquella etapa de la lucha que Doroteo Arango, alias Pancho Villa146. Guzmán no sólo le dedicaría capítulos inolvidables de El águila y la serpiente, sino que redactaría las monumentales Memorias en que el mismo gran escritor asume el lenguaje del guerrillero, habla en primera persona y relata las hazañas de aquél como si fueran suyas propias147.

Poco después de escuchar el entusiasta enuncio que Vasconcelos le daba, Guzmán cruza la frontera y, en Ciudad Juárez, ya en dominios de Pancho Villa, tiene de este su primera vislumbre.

Es noche cerrada. Guzmán y Alberto Pani, guiados por Neftalí Amador, marchan por la ciudad apenas iluminada hasta llegar a la guarida del guerrillero. Esta apenas se adivina en las tinieblas. Está en un paraje en que se presiente una esquina. Una partida de revolucionarios monta guardia. Grandes sombreros, cananas con centenares de cartuchos, cruzadas sobre el pecho. Brillos de rifle. Sarapes sobre los hombros.

La guardia deja entrar a los visitantes tras un diálogo más o menos incoherente en que se verifica de manera vaga la identidad de Amador, Pani y Guzmán. En un oscuro rincón, recostado en un catre, todo   —169→     —170→   vestido y además cubierto con una frazada, está Francisco Villa. Junto al guerrillero, las siluetas de dos oscuros individuos, sentados sobre cajones se perfilan en la penumbra. Nadie se levanta al entrar el ex-subsecretario de Instrucción Pública de Madero y sus acompañantes. A Villa le han anunciado la visita de unos menistros.

Martín Luis Guzmán

Martín Luis Guzmán

[Página 169]

Villa tiene el sombrero puesto, Guzmán colige que también tiene ceñido el pesado cinturón con brillantes cartuchos sujetos al duro cuero y, en la funda, la pistola inseparable. «Los rayos de la lámpara venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos y del esmalte de la dentadura. El pelo, rizoso, se le encrespaba entre el sombrero y la frente... el bigote, de guías cortas, azafranadas, le movía, al hablar, sombras sobre los labios»148.

Es entonces cuando el gran escritor en cierne tiene la intuición de hallarse ante una temible fiera humana, terrible como aquel Tigre de los Llanos que a otro gran escritor inspiró, en 1845, un libro imperecedero. «Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en su cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar»149.

Guzmán estudia muy atentamente el cuadro. Uno de sus amigos -Alberto Pani- narra al guerrillero el fin del mandatario asesinado por Victoriano Huerta.

-¿Cómo no le metió usté un balazo a ese jijo de la tiznada de Victoriano Huerta? -interrumpe Francisco Villa.

Más abajo, comenta Guzmán: «...Por más de media hora nos entregamos a una conversación extraña, a una conversación que puso en contacto dos órdenes de categorías mentales ajenas entre sí. A cada pregunta o respuesta de una u otra parte, se percibía que allí estaban tocándose dos mundos distintos y aún inconciliables en todo, salvo en el accidente casual de sumar sus esfuerzos para la lucha...»150.

El contacto de estos dos mundos distintos y aún inconciliables, tiene sus antecedentes en la historia política y en la literatura de nuestra América. Si a principios del siglo XX dialogaron, en México, licenciados y guerrilleros, un siglo antes, en la Argentina, para dar un ejemplo, entraron en contacto doctores y montoneros. Recordemos lo que nos cuenta Sarmiento acerca de las guerras civiles de su tierra, acerca del temible personaje que fuera el Comandante de Campaña y, en especial, el más famoso, especie de Pancho Villa de la Pampa: «El abismo que mediaba entre él (Facundo) y los Ocampo y los Dávila era tan ancho, tan brusca la transición, que no era posible por entonces hacerla   —171→     —172→   de un golpe; el espíritu de ciudad era demasiado poderoso todavía para sobreponerle el de la campaña; todavía un doctor en leyes valía más para el gobierno que un peón cualquiera...»151.

Pancho Villa en una de sus incursiones

Pancho Villa en una de sus incursiones

[Página 171]

Volvamos a Guzmán y a la página en que nos cuenta sus primeras impresiones del célebre «montonero» -llamémoslo así- de la División del Norte: «Nosotros, pobres ilusos -porque sólo ilusos éramos entonces-, habíamos llegado hasta ese sitio cargados con la endeble experiencia de nuestros libros y nuestros primeros arranques. Y ¿a qué llegábamos? A que nos cogiera de lleno y por sorpresa la tragedia del bien y del mal, que no saben de transacciones: que puros, sin mezclarse uno y otro, deben vencer o resignarse a ser vencidos»152.

El penoso conflicto entre licenciados y guerrilleros se dramatiza aún más elocuentemente en el párrafo siguiente: es el conflicto que exacerba la intensidad de los mejores capítulos de El águila y la serpiente: «Veníamos -recuerda Guzmán- huyendo de Victoriano Huerta, el traidor, el asesino, e íbamos, por la misma dinámica de la vida y por cuanto en ella hay de más generoso, a caer en Pancho Villa, cuya alma, más que de hombre, era de jaguar: jaguar en esos momentos domesticado para nuestra obra, o para lo que creíamos ser nuestra obra; jaguar a quien, acariciadores, pasábamos la mano sobre el lomo, temblando de que no nos tirara un zarpazo»153.

Y, en rigor, más de una vez, aquel jaguar domesticado estuvo a punto de aniquilar de un zarpazo al jovencito inerme ante la fiera; al jovencito que, años más tarde, haría de Villa una imponente figura literaria tan célebre o aún más, que el Tigre de los Llanos de la diatriba romántica de Sarmiento.

Otro felino

Los intelectuales amigos de Guzmán admiran a otro caudillo, menos feral que Villa; otro general improvisado a quien el escritor detesta y contra quien, en 1929, dará a luz una novela estigmatizadora encarnando en él al caudillo siniestro por antonomasia. Veamos cómo retrata a Álvaro Obregón en El águila y la serpiente, en días en que el divisionario sonorense acababa de ganar una gran victoria:

«De sus ojos -de reflejos dorados, evocadores del gato- brotaba una sonrisa continua que le invadía el rostro. Tenía una manera personalísima de mirar al sesgo, como si la mirada riente tendiese a converger, en un punto situado en el plano de la cara, con la sonrisa de las comisuras de la boca»154.

La calidad felina del general improvisado queda disminuida al rango de la del gato, aunque no por eso fuera este caudillo menos peligroso:   —173→   «Obregón no vivía sobre la tierra de las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado... Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante»155. Pero, en la novela de Guzmán, La sombra del caudillo, que es una diatriba contra el régimen de Álvaro Obregón, el felino sonorense asciende al generalato de los félidos, si se permite la expresión. Dice Guzmán: «El caudillo tenía unos soberbios ojos de tigre, ojos cuyos reflejos dorados hacían juego con el desorden, algo tempestuoso, de su bigote gris». (Y no olvidemos que el Tigre de Sonora fue el vencedor, en batallas campales, del Jaguar de Durango).

La orgía en las tinieblas y sobre el fango

En el capítulo 2 del libro quinto, relata Guzmán una noche de atroz embriaguez en Sinaloa: una masa oscura de revolucionarios, en las tinieblas de calles viscosas de fango, celebra una victoria reciente. Eran tropas del general Juan Carrasco, hombre ignorante y bestial. El capítulo, admirable, casi parece una alegoría de la Revolución en lo que esta tuvo de no adulterada barbarie, de sombría irracionalidad, de impulso ciego y orgiástico. A Guzmán le interesaba el guerrillero sinaloense, «como tipo representativo de uno de los aspectos de la revolución»156.

Juan Carrasco consagra cinco, seis o más días seguidos con sus noches a celebrar victorias. De día, en carroza abierta, acompañado de su séquito y de su querida -la güera Carrasco- recorre las calles de Culiacán: le sigue una charanga que toca sin cesar. De noche, no en carroza sino a caballo, a oscuras por las calles, marcha al frente de sus tropas, en incansable juerga. Todo el mundo ebrio.

Guzmán decide presenciar la fiesta nocturna. Culiacán ofrece en aquellos días un espectáculo desolador. La ciudad ha caído en manos de Carrasco y sus hombres tras terrible sitio. Ha sido, pues, saqueada dos veces: Primero, por los Federales vencidos al emprender la fuga; luego, por los insurgentes, al entrar vencedores. Guzmán, a las diez de la noche, comienza a recorrer la población. Cuanto más se aleja del centro, tanto más oscuras son las calles. Una hora dura ya su recorrido por la ciudad saqueada, cuando el curioso escritor piensa que debe ya renunciar al espectáculo. No hay nadie en las negras calles. Pero de pronto suenan disparos de pistola desde una casa invisible en la oscuridad. Estos disparos estallan sobre un confuso rumor de voces. Siguen a estos disparos detonaciones de otras armas.

Deben de ser, sin duda, el general Carrasco y sus hombres de aludos sombreros, pesadas cananas, mugrientas ropas y carabinas ciegas en sus fogonazos. Los pies de Guzmán, en la calle negra, se hunden en   —174→   el barro. Las calles se han convertido en lodazal. Guzmán no se arredra y avanza cada vez más hacia las detonaciones y las voces. Como camina en las tinieblas, tropieza de improviso con algo que no ve, que no puede ver. ¿Serán las piernas de un cuerpo recostado contra la pared? Él no lo sabe, mientras ahora, cae, de bruces hacia el fango. Mas su caída se detiene porque, «al extender los brazos... mis manos, abiertas en anticipación del suelo, dieron milagrosamente en la ropa de otro cuerpo, al que me agarré...»157.

Tiene, sí, las rodillas hundidas en el lodo, cuando lo iza una mano fuerte. De pie ya, Guzmán siente que un brazo poderoso le rodea los hombros. Este brazo no es hostil: al contrario. Le aprieta «el cuello con inesperado afecto»158. Y entonces lo envuelven un olor de sudor, de suciedad y un tufo de mezcal. Intenta, con gran esfuerzo, separarse del cuerpo invisible que, maloliente y cariñoso, lo estrecha. Inútil esfuerzo. El oscuro salvador es mucho más fuerte. En eso un rayo de luz salido de una puerta que se ha abierto no muy lejos, permite ver al escritor quién es el que lo abraza y atrapa: es un soldado cubierto de andrajos. «El sombrero, de palma, le caía hasta media nariz, al grado de que el ala, ancha y colgante, venía a tocar el cuello de una botella que tenía empuñada con la otra mano y apoyada, por el fondo, en el ángulo que las dos cananas hacían sobre la camisa mugrienta»159.

Otros muchos, muchísimos sombreros como los del soldado andrajoso se dejaron ver a la luz venida de la puerta. ¿Cuántos guerrilleros? Imposible calcular su número. De la puerta iluminada sale ahora una figura inconfundible: el general Carrasco. No cabe duda.

Y ahora la masa humana oscura y fétida comienza a moverse, a bambolearse sobre el lodo que, pegajosamente, acolchona la calle tenebrosa. Racimos de hombres abrazados estrechamente integran esta masa que se agita lenta y ebria. Cuando Guzmán intenta una vez más zafarse del abrazo opresor, oye una risita que no indica maldad sino divertida satisfacción de ebrio, de un ebrio amable que se siente superior a su presa. La boca de vidrio de una botella de mezcal pugna por introducirse en la del escritor. El líquido se derrama sobre el pecho de este. La botella se dirige entonces a los labios del guerrillero, el cual absorbe en grandes tragos el alcohol barato.

La columna tenebrosa, entre tanto, se mueve y agita con susurros, canciones apenas tarareadas y estampidos de armas de fuego. Llamas rojizas coronan, intermitentemente, como fuego de San Telmo, la mole humana en movimiento.

Y Guzmán comenta: ¡Extraña embriaguez en masa, triste y silenciosa como las tinieblas que la escondían! Embriaguez gregaria y lucífera, como de termites felices en su hedor y su contacto! Era, en pleno,   —175→   la brutalidad del mezcal puesta al servicio de las más rudimentarias necesidades de liberarse, de inhibirse. Chapoteando en el lodo, perdidos en la sombra de la noche y la conciencia, todos aquellos hombres parecían haber renunciado a su humanidad al juntarse. Formaban algo así como el alma de un reptil monstruoso, con cientos de cabezas, con millares de pies, que se arrastraba alcohólico y torpe, entre las paredes de una calle lóbrega en una ciudad sin habitantes...»160.

Nunca pudo determinar Guzmán cuánto tiempo duró el abrazo hediondo en las tinieblas. Más que de la opresión de un brazo hercúleo, le pareció haber sido víctima, durante un tiempo de pesadilla, del peso de un inmenso dragón que lo arrastraba sobre el fango.

¿No parece ser esta triste fiesta de noche negra, mezcal, estampidos y lodo, una alegoría, repito, de lo que en la Revolución hubo de más bárbaro, de más zoológicamente irracional y orgiástico? Guzmán, testigo lúcidamente objetivo, no nos lo dice.

Discípulo literario del iliterato

Una hermosa noche de otoño, en el pueblo de Guadalupe, Zacatecas cenaron con Villa, Vasconcelos, Guzmán y Enrique Llorente, en el saloncito del vagón que el guerrillero usaba durante sus campañas y viajes. Esa noche, dos de los más distinguidos miembros de Ateneo de la Juventud, iban a tener una razón más para admirar al gran estratego improvisado. Aunque no ya sólo por su talento militar ni su valor temerario, sino por lo que podrían llamarse «dotes literarias».

En efecto, Villa era un conversador admirable, «aunque rudo e ignorante, que ni siquiera hablaba bien el español, pues cometía numerosos errores substituyendo unas letras por otras»161. A Guzmán le gustaba oír las aventuras del guerrillero contadas por él mismo. Y cabe aquí una digresión que tiene interés literario. En el extremo sur del Continente, otro gran escritor de la misma generación americana que Guzmán, el argentino Ricardo Güiraldes, fue durante años amigo y admirador de un campesino ignaro, analfabeto o casi analfabeto, cuyo arte de hablar y de contar historias le parecía maravilloso. Este campesino no era otro que don Segundo Ramírez, modelo de carne y hueso del gaucho inmortal don Segundo Sombra. Güiraldes decía ser discípulo literario del gaucho y, ante todas cosas, discípulo del gaucho ejemplar don Segundo, tal como en la ficción, lo fue su héroe Fabio Cáceres.

Bien, Martín Luis Guzmán, el ateneísta, el escritor de refinada cultura y de espléndida prosa, también se ha declarado discípulo literario del campesino Doroteo Arango, convertido por la Revolución en el general   —176→   Francisco Villa. Oigamos una confidencia de Guzmán al crítico Emmanuel Carballo: «Villa era un fabuloso conversador; yo, público entusiasta... Algunos de mis giros más castizos, de mis palabras preferidas, se las debo a Villa. Su lenguaje campesino, viejo de siglos, daba la impresión de estar recién acuñado: se advertían en él los cantos, los relieves, las efigies...». Pero donde el discipulado del gran prosista debe ser descubierto es en los escritos sobre el maestro casi analfabeto162.

Volvamos, pues, a El águila y la serpiente.

Aquella noche de otoño, Pancho Villa se negó a recogerse temprano como era su costumbre y, con insólita amabilidad insistió en acompañar a los amigos catrines que, varias horas después, deberían emprender viajes, cada uno con rumbo diferente. Como Villa, a quien Guzmán ya muy bien conocía, «no guardaba cortesías con nadie», el escritor no las tenía todas consigo y estaba lleno de recelos. Estos recelos no se justificaban: Villa acompañaba a sus amigos y no se recogía temprano porque esperaba a una mujer joven que llegaría, en tren, tarde, aquella noche...

Villa evocó ante los tres amigos un episodio de su juventud, en tiempos en que lo acosaban los rurales y él huía, sin descanso, día y noche, por la sierra de Durango. La evocación de Villa está reproducida, con todo el arte de que es capaz la pluma de Martín Luis Guzmán. Pero no es aventurado afirmar que en el relato escrito por este, hay fuerte influencia de aquel:

Villa y su compadre Urbina están rendidos de cansancio. No les dan sosiego los rurales. Pero, por fin, una mañana, los acosados llegan a un paraje que les parece seguro. Desde ese paraje, alto en la montaña, se puede atalayar una extensa región por la cual nadie puede acercarse sin ser visto, en seguida, desde muy lejos.

Villa le dice a su compadre Urbina que ambos, a la vez, no deben entregarse al sueño; que es necesario que uno de ellos vele. Y Villa consiente en velar él, primero, mientras Urbina, más cansado, se rinda confiadamente al sueño. Luego su compadre podrá velar, y él, Villa, tranquilo, dormir a su vez.

Casi toda la página consiste en la descripción del sueño de Urbina. El compadre es un espectáculo de absoluta placidez. Su rostro, tan sosegado, tal calmoso, parece no haber sido jamás turbado por un sobresalto. Los pliegues de su camisa rosada se abren y se cierran, «casi imperceptiblemente, al compás de la respiración»163. Una extraña fascinación va apoderándose de Villa. No puede hacer otra cosa que mirar, fijamente, los pliegues de la rosada camisa, abriéndose y cerrándose en apacible ritmo. ¿Ha de dormirse también él, profundamente, como Urbina, y quedar ambos así a merced de los rurales?

  —177→  

Lejos, muy lejos, montaña abajo, algo diminuto se columbra sobre el horizonte moviéndose. Aquello que se mueve, se agranda y se hace claramente perceptible. ¡Son los rurales!

-¡Compadre, compadre! ¡Despiértese...!

Imposible turbar la placidez de aquel sueño, imagen, no espantosa y sí apacible de la muerte. A pesar de los gritos y sacudones de Pancho Villa, persiste, inalterable, el ritmo tranquilo de los pliegues de la camisa rosada, abriéndose y cerrándose.

Villa tiene que ensillar los dos caballos, recoger armas y sarapes, liar las alforjas. Mientras tanto, insiste en sus llamadas:

-¡Compadre! ¡Despiértese! La potencia sonora de sus propios gritos asombra al perseguido. Desconoce su altísima voz. «Yo nunca me había oído aquella voz, ni me la he vuelto a oír». Sin embargo, Urbina continúa, totalmente ajeno al peligro, durmiendo a pierna tendida.

«Cogí su pistola, le levanté la cabeza con la mano que me quedaba libre y disparé dos veces junto a su oído... Mi compadre siguió durmiendo»164. No hubo más remedio que alzar el cuerpo durmiente y colocarlo, bien atado, boca abajo, sobre el caballo. Y huir, huir cuanto antes, por la sierra.

«Aquella fue la jornada más dura de mi vida. Necesitaba ir metiéndome por las peores quebradas, para despistar a los rurales, y al mismo tiempo cuidar que en los pasos difíciles mi compañero no se hiriera contra las peñas o los troncos...»165.

La fuga en estas condiciones ya ha durado cinco, seis, siete, ocho horas. El cuerpo del compadre Urbina sigue, dormido, indiferente, sobre el caballo jadeante. Al fin el perseguido y el durmiente arriban a un lugar más o menos seguro. Villa descabalga, desata y baja a tierra a su compadre. Urbina continúa, plácidamente, su sueño ininterrumpido, mientras Villa, exhausto, concilia el suyo...

Ahora es menester subrayar el impacto que sobre los hombres ilustrados produce el relato del feroz guerrillero, el testimonio conmovedor de su abnegación, de su generosa, caballeresca amistad. Guzmán se esmera en hacernos ver la impresión profunda que en los catrines se suscita: no en vano gran parte de su gran libro consiste en un diálogo entre los hombres brutales que mandan ejércitos, ganan batallas, conquistan pueblos y ciudades, saquean y fusilan, y los hombres cultos que quieren encauzar la fuerza bruta de sus aliados para hacer triunfar la Revolución.

Oigamos a Guzmán:

«Un largo silencio prolongó en nuestros oídos las últimas palabras de Villa. Llorente, en quien nada igualaba el sentimiento de admiración hacia el guerrillero, había dejado que se dibujara en sus labios una   —178→   sonrisa entre conmovida y triunfante: "He aquí mi hombre", parecía decirnos. Vasconcelos, propenso siempre a la simpatía, y respetuoso de los fulgores, persistentes o fugaces, de auténtica humanidad, había palidecido...»166.

¿Y qué impresión ha recibido el propio Guzmán? Muchos años después de aquella noche de otoño que resultó inolvidable, Guzmán contó que él, siempre, después de cada conversación con Villa, escribía, con fidelidad, lo que había escuchado. Era ya en aquel entonces, en cierne, el novelista, el historiador, el ensayista de la Revolución167. Por eso, mientras Llorente, conmovido, se sentía orgulloso de la grandeza de su héroe y, mientras Vasconcelos, no menos conmovido, palidecía, Guzmán tomaba mentalmente notas. «Yo observaba», nos dice. Esto es, yo era testigo de ese encuentro «de dos mundos distintos y aún inconciliables en todo, salvo en el accidente casual de su sumar sus esfuerzos para la lucha»168.

Pero, acaso Guzmán pensara entonces, que aquel caudillo, hombre natural, primitivo, merced a las indudables virtudes reveladas en el relato de la fuga, ofrecía la esperanza de una posible transformación en hombre capaz de afirmar, con magnanimidad creciente, los altos valores anejos a la redención de México.

Lo que entonces, en aquella noche de otoño, no sabían ni Llorente, ni Vasconcelos, ni el propio Guzmán, era que el jaguar de las quebradas de Durango iba a dar un zarpazo mortal como para borrar con él la magnanimidad de aquella fuga heroica con el amigo ineluctablemente dormido: el general Francisco Villa mandó fusilar, no muchos años después a su tan querido compadre Urbina. Y esta vez el sueño del compadre Urbina fue un sueño más profundo...

Una broma del jaguar domesticado

Si la actitud de los hombres cultos ante el guerrillero fue, de sincera admiración, aquella noche de otoño, lo cual nos sirve de ejemplo para ilustrar parte de lo que es tesis de este trabajo, conviene ahora recordar otro episodio de El águila y la serpiente en que el «jaguar domesticado», movido por irracional impulso, suscita, con igual intensidad, el terror y la ira en el más elocuente de sus admiradores.

Por razones políticas, bien antes del triunfo de Carranza, Guzmán decide aproximar a Lucio Blanco y a Francisco Villa. A estos dos generales revolucionarios disgustaba el autocratismo de don Venustiano. Lucio Blanco y Pancho Villa no se conocen, no se han tratado nunca. Para la deseada aproximación, era indispensable que los ligara un «lazo   —179→   sentimental directo»169. Y entonces se le ocurre sugerir a Villa que este, en amistoso ademán, envíe a Blanco, como regalo, su pistola.

Guzmán titula el capítulo: «La pistola de Pancho Villa». Para potenciar el dramatismo del relato, nos traza un vívido perfil del guerrillero poco antes de formular la idea del regalo y establece un paralelo de Villa y Lucio Blanco. Villa es «un formidable impulso primitivo -arguye- capaz de los extremos peores, aunque justiciero y grande, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se le colaba en el alma a través de un resquicio moral difícilmente perceptible»170. Como se ve, aquí se nos subraya la dualidad anímica del caudillo, a un tiempo temible y necesario; temible, por sus impulsos bárbaros; necesario por su valor, sí, y también por otras cualidades positivas que suscitan la admiración de los hombres portadores de espíritu idealista. Lucio Blanco es, por contraste, «tan noble, que despreciaba hasta la gloria... y tan humano, que el horror a matar paralizó gran parte de su acción después del primer arrebato contra Huerta», el asesino usurpador171.

Detengámonos ahora en el retrato físico del guerrillero. Este, en aquel setiembre de Chihuahua, aparece ante los ojos del narrador y de su acompañante de aquel día, el coronel Carlos Domínguez, en camisa. Villa «tenía puesto el sombrero... su forma robusta, envuelta en caqui, se destacó con fuerza sobre la pintura blanca de la puerta. Le salían por debajo del sombrero, orlándole la frente, unos cuantos rizos azafranados... Pero al volverse a medias, nada resaltó tanto en su figura como el enorme pistolón que le bajaba desde la cadera hasta lo hondo de la funda holgadísima»172.

Detalles muy bien recogidos, tales como la pintura de los cartuchos que brillaban en la canana, completan la descripción física del guerrillero. Luego escribe Guzmán lo que podría llamarse una «Meditación de la pistola». Vale la pena transcribirla íntegra: «Este hombre no existiría si no existiese la pistola -pensé). La pistola no es sólo su útil de acción: es su instrumento fundamental, el centro de su obra y su juego, la expresión constante de su personalidad íntima, su alma hecha forma. Entre la concavidad carnosa de que es capaz su índice y la concavidad rígida del gatillo, hay una relación que establece el contacto de ser a ser. Al disparar, no será la pistola quien haga fuego, sino él mismo: de sus propias entrañas ha de venir la bala cuando abandone el cañón siniestro. Él y su pistola son una misma cosa. Quien cuente con lo uno contará con lo otro, y viceversa. De su pistola han nacido y nacerán, sus amigos y sus enemigos»173.

Pancho Villa consiente en regalar su pistola a Lucio Blanco, y, desciñéndose el cinturón, la pone en manos de Guzmán. Pero dejemos que el mismo Guzmán nos relate el suceso:

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«...En medio de un silencio general -cuenta el escritor- me entregó la pistola con canana y todo. Al sentir yo en mis manos aquel peso, tibio aún, me estremecí, y se lo pasé inmediatamente a Domínguez. No me parecía sino que el contacto de la pistola me quemaba. Villa, entretanto, agregó:

-Nomás dígale al general Blanco que la cuide, poque es pistola muy chiripera.

Pero antes de terminar la frase se le demudó el rostro. Se llevó las dos manos a las caderas con un movimiento brusco. Se revolvió mirándonos a todos, e impulsado como por el instinto, se puso de espaldas contra la pared.

-¡A ver! -exclamó con precipitación-. Déme alguien una pistola, que estoy desarmado!».

El secretario de Villa, Luis Aguirre Benavides, ofrécele la suya, disculpándose por ser ella muy chica y, además, tipo escuadra, que el general no ha de conocer bien. Villa se apodera del arma afirmando que él conoce todos los tipos de pistola. Para demostrarlo, vacíala, con destreza, de todos sus cartuchos arrojándolos uno tras otro al piso. Obsecuente, el secretario los recoge y se los devuelve. Entonces Villa, tras cargar de nuevo la pistola y dejarla lista para hacer fuego, la esgrime apuntándole a Guzmán en la frente.

-Ahora, dígame cualquier cosa -ordena.

Hemos llegado aquí al punto culminante del relato, momento en que también culmina la belleza de la prosa:

«La boca del cañón estaba a medio metro de mi cara. Por sobre la mira veía yo brillar los resplandores felinos del ojo de Villa. Su iris era como de venturina: con infinitos puntos de fuego microscópicos. Las estrías doradas partían de la pupila, se transformaban hacia el borde de lo blanco en finísimas rayas sanguinolentas e iban desapareciendo bajo los párpados. La evocación de la muerte salía más de aquel ojo que del circulito oscuro en que terminaba el cañón. Y el uno y el otro no se movían un ápice: estaban fijos, eran de una pieza. ¿Apuntaba el cañón para que disparara el ojo? ¿Apuntaba el ojo para que el cañón disparase? Sin apartar de la pistola la vista, me percaté de que Aguirre Benavides sonreía tranquilo y seguro, de que los militares presentes observaban fríos y curiosos y de que Domínguez respiraba apenas...»174.

He aquí la fiera humana a quien se le ha pasado la mano sobre el lomo, acaso con excesiva confianza, y que cruel, irritada, espeluznada, se disponía a dar un zarpazo...

Guzmán tuvo que ocultar tanto el miedo como la violenta indignación que lo embargaban.

  —181→  

¡Oficio peligroso era aquel de disfrazado domador de fieras para hacer triunfar la Revolución merced a la enorme fuerza zoológica de los guerrilleros ignaros! En este episodio, el consejo del hombre culto contrarió al semianalfabeto, y, en este, se irguió el jaguar amenazante...

*  *  *

Una revelación axiológica

Esta conjunción de hombres ilustrados y de hombres primitivos cuyos conflictos dramatiza admirablemente El águila y la serpiente, suscita otra escena que voy a recordar aquí. La intervención del hombre culto en las reacciones del primitivo, despierta en este -Pancho Villa- la noción de justicia, vierte un rayo de luz radiante en el alma oscura del guerrillero, y la hace trascender en súbita intuición espiritual hacia un valor no sospechado.

Me refiero al episodio narrado en el capítulo 6 del libro IV, bajo el título de «Pancho Villa en la cruz»:

Villa recibe un parte de victoria por telégrafo. Fuerzas de Maclovio Herrera han sido derrotadas. Ciento sesenta prisioneros han sido capturados. ¿Qué hay que hacer con los prisioneros?

Villa se pone furioso. Vociferando, ordena al telegrafista que al tal por cual le conteste que fusile inmediatamente a los prisioneros y que, si en una hora estos no han sido ya pasados por las armas, él, Villa, irá personalmente a fusilar a su subordinado.

Guzmán está con Enrique C. Llorente a pocos pasos del guerrillero. Este de pronto pregunta a ambos amigos qué opinan de su orden. Llorente responde que la orden no le parece bien. Los prisioneros se rindieron, deponiendo sus armas y, por tanto, hay que respetar sus vidas. Guzmán apoya a Llorente. El que se rinde, renuncia a matar. Entrega sus armas. Ya no mata ni debe ser matado.

Las páginas de este capítulo son de las más intensas de Guzmán. Villa, a quien dominaba incontrolable furia, de pronto advierte que esta no se justifica, que él va a cometer un horrendo crimen. Y se angustia con violenta compunción. Villa ha intuido un valor y a gritos desesperados da una contraorden para suspender la ejecución. Villa ha trascendido de su ceguera moral hacia una alta esfera ética. En suma, ha sido vencido el jaguar; se ha encendido en él la llama del espíritu.

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Conclusión

Como se puede colegir merced al significativo episodio evocado arriba, el diálogo de cultos e ignaros no ha sido estéril durante la Revolución. Ciento sesenta vidas fueron salvadas gracias a la valiente intervención de dos hombres ilustrados. Sin duda, en lo que atañe a la totalidad de la lucha, las luces de los ilustrados y la fuerza bruta de los primitivos dieron, de una parte, ideas a la Revolución, y, de otra, el impulso arrollador que llevó al triunfo.

Para terminar, subrayemos que el dictamen espiritualizador de Llorente y Guzmán produjo efecto en las circunstancias menos propicias para ablandar el corazón del guerrillero. El escritor nos deja un testimonio magistral de la ira que dominaba a Villa y del terror que este, aquel día, infundía en su derredor:

«Lo encontramos -cuenta Guzmán- tan sombrío que de sólo mirarlo sentimos pavor. A mí los fulgores de sus ojos me revelaron de súbito que los hombres no pertenecemos a una sola especie, sino a muchas, y que de especie a especie hay, dentro del género humano, distancias infranqueables, mundos irreductibles a común término, capaces de producir, si de uno de ellos se mira al fondo, el vértigo de lo otro. Fugaz como estremecimiento reflejo pasó esa mañana por mi espíritu, frente a frente de Villa, la marea del horror y del terror»175.

Sin embargo, a despecho de esta terrible revelación, ese mismo espíritu embargado por el horror y el terror pudo iluminar el alma tenebrosa del furioso guerrillero con un rayo de luz humanizadora176.



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