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Capítulo primero

Origen y progresos de la historia de España

     La historia particular de España, quiero decir la noticia de las cosas que conciernen a esta nación considerada como una sociedad civil independiente de imperio o dominación extranjera, tuvo principio en el mismo tiempo en que se echaron los cimientos de su monarquía. Mientras duró sujeta al gobierno de los romanos, aunque participó de la cultura e ilustración que éstos comunicaron a las provincias bárbaras que ataron a su imperio, no pudo referir a sí sola los efectos de la enseñanza que recibió.

     La política de la metrópoli procuró uniformar las provincias a la constitución, costumbres y usos del Lacio, librando en esta providencia la solidez y duración de un edificio tan vasto y de tanta distancia en sus partes. Nadie era español, francés, germano, griego o asirio, sino por la casualidad del nacimiento; todos en el mundo eran romanos en cuanto al interés, al modo de pensar, al saber, al obrar, al mandar o servir. Subyugada Grecia, sus historiadores y oradores fueron romanos en lengua griega. España Francia y Alemania olvidaron las suyas por la latina, y sus escritores enlazados a Roma con el vínculo del interés común trataron las cosas generales al imperio sin cuidarse especialmente de las de sus provincias, como que no consideraban en ellas sino a Roma misma. Comenzaron a ser sabias estas naciones cuando cayeron en la esclavitud, y trabajaron en honor y utilidad de sus dueños refiriendo a ellos hasta el peculio de su constitución privativa. Así, su historia antigua no se escribió, porque en los tiempos primitivos eran bárbaros sus naturales, y en los posteriores cuando fueron sabios, eran ciudadanos de una nación extranjera en cuya gloria y grandeza debían interesarse general y particularmente.

     Sucedíale entonces a España lo que sucedió a Nápoles a Navarra y Aragón en la España moderna desde que Fernando el Católico unió aquellas provincias a la Corona de Castilla. Sus historias son, digásmoslo así, subalternas y como accesorias a la de la metrópoli; dependen de ella, y, aun cuando se escriben con separación, no forman más que un miembro, retazo, o pieza separada que en su contexto, fondo, giro y materia, conserva la figura del Estado a que pertenece. Tal es el libro último en el compendio que hizo Floro de la Historia omnímoda de Trogo Pompeyo; Josefo, súbdito de Roma, pudo escribir la historia peculiar de la nación judaica porque los judíos eran ya sabios cuando aún no había romanos en Italia y la religión era entre ellos la depositaria de sus orígenes y antigüedades. España abrió los ojos en la esclavitud, y no vio en sí más que la forma que había dado Roma a sus territorios, a sus pueblos y a sus gentes.

     La irrupción de los godos, dando en España origen a una monarquía independiente del imperio, dio también ocasión a que se tratase con independencia el nuevo estado de las cosas. El cronicón de Hidacio es en el lienzo de nuestra historia el matiz o media tinta que da tránsito desde la dominación romana a la monarquía independiente. En este cronicón (que para los que leen la historia con ojos gramáticos no ofrece apenas sino datas) se ve representado vivísimamente aquel estado de turbulencia en que agitado y combatido por todas partes un vasto imperio, se hace pedazos con lastimoso estrago, apoderándose aquí y allá de sus fragmentos el que con más vigor se ase de ellos y arredra furioso a los demás que se arrojan a la rapiña. Ya no es Roma aquí el centro del orbe, la ciudad que autorizaba a un tirano para que postradas a sus pies las regiones del mundo que entonces se conocían, obedeciesen sus decretos, temblasen a su ceño y contribuyesen a la profusión abominable de sus delicias. Es ya aquí un pueblo débil, enflaquecido con su disolución pródiga e insensata, entrado a saco sin resistencia por la codicia de bárbaros advenedizos, y sujeto a la miserable calamidad de que sobre sus antiguos dominios echasen suertes los mismos bárbaros que se disputaban su conquista. De entre estos destrozos va sacando la cabeza y levantándose la monarquía goda española, informe y desproporcionada a los principios, y vacilando entre la ambición de muchos dueños que con recíproca repulsa trataban de poseerla cada uno solo. En esta situación dejó a España Hidacio, y su cronicón copia con admirable sencillez la fatal ruina y desmembración que produjo en los tiempos siguientes la multitud de gobiernos en que se dividió Europa. Este pedazo de historia, aunque escrito para continuar las cronologías de Eusebio y san Jerónimo, no es como en éstos un miembro subordinado a la historia de Roma, sino un trozo intermedio que ni aun toca a España del todo, ni a Roma del todo. Contiene los primeros lineamientos de nuestra monarquía bosquejados por manos bárbaras entre la sangre y la mortandad sobre un terreno usurpado con violencia a otros antiguos usurpadores.

     Consolidada la monarquía en el reinado de Leovigildo, comunicó a su historia no sólo el carácter de su independencia, pero también el de las nuevas gentes que la dominaban. Había ya desaparecido casi del todo el esplendor de las letras, y quedó sólo aquel resto de cultura que bastó para hacer menos bárbaros a los godos y menos sabios a los antiguos habitantes de la península. Disminuyéronse o se perdieron las ideas de la belleza en las artes, ya por la turbulencia de los tiempos que no permitía cultivarlas con el conveniente conato, ya por ser desconocido su precio y uso a los que tenían en su poder el de remunerarlas y promoverlas, ya por mezclarse entre sí costumbres, lenguas, estilos e instrucciones contrarias. Esta misma confusión destruyó de suyo la belleza que residía en la lengua, institutos y estilos romanos derramados y adoptados generalmente en España. Las letras se refugiaron a los templos como para salvarse de la destrucción universal en que perecían la antigua gloria y esplendor. El clero, obligado a aprenderlas y cultivarlas para desempeñar las funciones de su ministerio, conservó los residuos de la sabiduría del modo que lo consiguió la bárbara constitución de los tiempos, tratando no de saber bien, sino de saber algo de cualquier modo. El arte poética se redujo entonces a hacer versos de depravadísima construcción y nada más. La oratoria a acumular frases y locuciones con afectación semibárbara. La historia, a apuntar noticias sueltas por el orden de los años en que acaecían los hechos, o a formar crónicas secas, áridas, toscas, llenas de inepcias, sembradas de fábulas, abundantes en pequeñeces, y esterilísimas en aquellas cosas que constituyen la grandeza, esplendidez y utilidad de la narración. Aun así, debemos agradecer a los eclesiásticos que se ocupasen en este género de escritura, porque si aquella edad fértil en preocupaciones hubiera aplicado alguna especie de profanación a la ocupación de escribir los acontecimientos civiles o seculares, hoy irremediablemente nos serían desconocidos los siglos godos como los del tiempo mítico. El clero conservó las ciencias del modo que pudo conservarlas. El escaso juego que mantuvo de ellas entre las cenizas de la grosería goda, animado después por la aplicación de mejores siglos, ha producido la luz de que hoy goza Europa, la cual paga quizá con ingratitud a los que la salvaron de la absoluta barbarie y selvatiquez que trajeron a ella sus últimos usurpadores.

     Fue pues ya en estos tiempos nuestra historia propiamente historia de España, pero dejó de serlo en cuanto a las calidades que constituyen su amplitud, artificio, belleza, utilidad, grandeza y energía; el método que se adoptó comúnmente fue el que siguió en su crónica Eusebio Cesariense, y lo que éste hizo para facilitar el conocimiento de los tiempos, reduciendo los hechos a un índice cronológico que comparase entre sí las épocas gentílicas con las hebreas, fue en España por más de cinco siglos el carácter y forma principal que se aplicó a la historia, como si el arte de escribirla no suministrase otra disposición que la simple y desnuda memoria de los hechos más públicos dispuestos y ordenados cronológicamente. Con brevísima concisión se apuntaban los sucesos debajo del número de cada año, interpolando tal cual exclamación sobre las calamidades de la edad en que se escribía; o si se trataba separadamente de cada época o principado (como lo hizo san Isidoro en su historia de los godos, vándalos y suevos) se ceñían las cosas a sumarios reducidísimos, bien así como si se escribiese un índice algo extenso y metódico, sin apartarse por esto del estilo y forma de cronicón que entonces venía a ser como el molde o turquesa de la historia. La pérdida que ésta padeció por haber preferido y seguido semejante método, no se puede fácilmente ponderar; para desentrañar el estado público de aquellos siglos, el origen de los institutos que trajo consigo la forma de la nueva monarquía, y el individual y extenso conocimiento de las cosas en tanta alteración como recibieron con la entrada de los bárbaros, ha sido preciso acudir a las actas de los concilios, a los cuerpos de leyes, a las bulas de los pontífices, a las cartas y opúsculos de los prelados, a las memorias sueltas que se escribían con otros intentos, a las inscripciones y medallas, a los fragmentos de los historiadores de otras naciones; en suma, ha sido preciso leer cuanto en aquellos tiempos se encomendó a la escritura de cualquier calidad, y sobre cualquier asunto; porque en Hidacio, en san Isidoro, en san Julián, en san Juan de Valclara, y su continuador, en Wulsa, en el Pacense, que son los únicos historiadores contemporáneos de la España gótica, se leen menos noticias útiles que las que pueden inferirse de las memorias y escritos que se formaron con diferentes fines. En aquéllos consta ciertamente la serie de los príncipes, cómo murieron y cómo subieron a la soberanía, las épocas en que se celebraron los concilios, las guerras, batallas y rebeldías, cuándo floreció tal prelado, qué progresos hizo tal herejía, qué estrago causó tal peste, y cuándo se encendió y apagó tal sedición. Pero estas apuntaciones cronológicas, si aprovechan para no trastornar la sucesión y serie de las edades, son de poquísima importancia para conocer los hombres y sus establecimientos. Por los cronicones que entonces se escribieron, nadie podrá formar concepto de lo que fue la nación goda en España; mucho menos de las alteraciones que con su dominación introdujo en el estado público y privado de sus habitantes. Estas noticias quedaron impresas en los actos y acaecimientos mismos que por su calidad exigían encomendarse a la escritura, y esta circunstancia las salvó del olvido en que cayeron para siempre los hechos que no se autorizaron con memoria pública o instrumento solemne. En resolución, España no tuvo historia propiamente tal en tiempo de los godos. Tuvo apuntamientos cronológicos que quisieron conservar por este medio la serie de los sucesos más notables que iban ocurriendo en sus días. Ni logró otro semblante nuestra historia en el espacio de los tres siglos que corrieron desde la irrupción de los sarracenos hasta el reinado de D. Fernando el Santo. El cronicón del Pacense es la media tinta o color intermedio que enlaza entre sí la ruina del imperio godo y la dominación mahometana. Los sucesos posteriores hasta los felicísimos días de aquel admirable santo rey, subsisten en sumarios breves que formaron también algunos obispos y monjes por el mismo método de Eusebio y san Isidoro, su utilidad es muy grande si se atiende a lo mucho de que careceríamos si aquellos buenos eclesiásticos no aplicaran su curiosidad a conservar aun por mayor los acontecimientos públicos y la memoria de los hombres señalados por su dignidad o ilustres por su mérito; pero cuando se tocan los inmensos vacíos que hay en el progreso de nuestros anales, la esterilidad de muchos trozos de este terreno, que por no haberse cultivado han ocasionado grande y lastimosa penuria en los puntos más importantes a la república, se echa de ver que España fue tan desgraciada en su historia como en su gobierno y estado público, rica y próspera pocas veces, las más escasa y oprimida.

     La esclavitud que padeció debajo del poder de los moros, alteró por tercera vez el estado general de la península en las formas de su gobierno, costumbres, lenguas, y usos de su habitantes; y esta alteración mezclando entre sí los institutos romanos, godos y árabes, produjo en todas las cosas la misma estructura e índole que se observa en el idioma que hoy hablamos, cuya composición se debió a la confusa y cruel mezcla de tres lenguas de carácter diverso. En tiempo de los godos habían ya quedado los conocimientos científicos al solo estudio y uso de los eclesiásticos, personas únicas que estaban exentas del servicio de las armas, y que por la necesidad de instruir al pueblo, la tenían de conservar las doctrinas cuanto bastase para distribuir el pasto y defender el dogma. Las escuelas públicas para los seculares habían cesado enteramente, y se conservaban sólo las que los obispos mantenían en sus palacios o seminarios, los párrocos en su casa y los monjes en sus conventos. Los padres de familia ponían en estas escuelas a los niños que querían consagrar al ministerio de la Iglesia; y aunque no siempre llegaban a ser eclesiásticos los alumnos, sucedía esto muy rara vez y el número de los que se restituían al siglo con las luces de la instrucción que habían recibido no era de tanta consideración que pudiese formar clase de sabios con independencia de las doctrinas sagradas. El atraso que progresivamente iban padeciendo las letras, redujo estas doctrinas a una instrucción limitadísima en lo general del clero, porque si bien entre sus individuos sobresalió tal vez algún hombre de mayor saber y elocuencia según la barbarie de la edad, esto no era efecto de la enseñanza que se recibía en las escuelas sino del estudio privado que en las bibliotecas de las iglesias o monasterios adquirían por sí los que por celo o por inclinación deseaban distinguirse. Comúnmente se dedicaban éstos a escribir, y aunque no carecían de alguna tintura en la instrucción o sabiduría profana, la miraban con odio, parte porque el mayor estudio lo empleaban en la Escritura y Santos Padres, dirigiendo siempre sus escritos a las materias eclesiásticas, o si escribían cosas profanas, imitaban toscamente el modo con que las habían tratado algunos de los antiguos escritores de la Iglesia. No hay duda que el horror con que los eclesiásticos de la Edad Baja miraban los asuntos en que se había ocupado la instrucción de los gentiles, influyó mucho en la ruina del buen gusto y en el olvido en que quedaron sepultadas casi totalmente las buenas letras. Apenas se halla memoria de un filósofo gentil en los escritos de aquel tiempo, y si alguna se halla es para abominarlo y hacer odiosa su lectura. Así, todo el saber se redujo a lo que se necesitaba para resolver en los concilios los puntos del dogma y de la disciplina y para comunicar al pueblo la doctrina catequística o rudimentos de la religión.

     Los cristianos que permanecieron en los pueblos conquistados por los mahometanos, conservaron este orden de enseñanza del mismo modo que conservaron el estado de la jerarquía eclesiástica según la institución antigua, y hubo en esto tanta facilidad que los que querían consagrarse al ministerio de la Iglesia no hallaron embarazo alguno de parte de los moros para asistir a las escuelas eclesiásticas que se conservaban en los pueblos dominados por ellos; así, vemos que el abad Espera in Deo mantenía en Córdoba a la mitad del siglo IX una escuela célebre de la cual salieron el mártir san Eulogio y su íntimo amigo Pablo Álvaro con gran caudal de doctrina; y vemos también que de otros pueblos de la península acudían a las escuelas eclesiásticas de Córdoba los que en su patria no hallaban proporción para recibir la enseñanza que requería el ministerio del altar. De las cartas que Pablo Álvaro escribió a Juan Hispalense, se puede inferir el estado que entonces tenían las letras en España, y por consiguiente el de las escuelas que subsistían en medio de la cautividad. En una dice que Juan sabía la retórica y la dialéctica, los preceptos de los filósofos, y que poseía el conocimiento de muchas artes. En otra nombra a Platón, Tulio, Demóstenes, Aristóteles, Crisipo con bastante conocimiento, y da alguna idea de la retórica y dialéctica; tal vez cita a Virgilio con muestras de haber leído la Eneida, y en otra parte nombra a Tucidides, Livio y Salustio, no tanto por necesidad como por ostentación de doctrinas. Hay motivos para creer que estos escasos conocimientos duraban aún generalmente en España como resto de la antigua sabiduría. En las bibliotecas de las iglesias y monasterios se conservaban los libros para el uso común de algunas de sus escuelas.

     El mismo Álvaro refiere en la vida de san Eulogio que cuando éste volvió de su viaje de Pamplona trajo consigo la Eneida de Virgilio, las Sátiras de Juvenal, los poemas de Horacio, las obras de Porfirio, las fábulas de Avieno, y los himnos católicos. Libros, dice, que no reservó para sí, sino que los condujo para la común utilidad de los estudiosos. Tal vez nació de aquí la mayor cultura con que se distinguieron las escuelas cristianas de Córdoba en aquel siglo, y acaso a ejemplo de ellas se renovó entre los cristianos algún gusto a las buenas letras.

     Por lo menos consta que san Eulogio restauró en Córdoba la poesía latina olvidada ya enteramente en España. De él la aprendió su amigo Álvaro, y a ejemplo de éste la cultivaron algunos otros eclesiásticos de quienes ha quedado escasa memoria en los códices que se han salvado de la ruina de los tiempos.

     Esta instrucción fue poco durable por las grandes ventajas con que los moros excedían a los cristianos en el cultivo de las letras. Como éstas en la España cristiana estaban sólo limitadas al conocimiento y uso de los eclesiásticos, los legos mozárabes, cuando por medio del trato con sus conquistadores adquirieron la inteligencia de su lengua, se entregaron con suma afición a la lectura de sus libros, y fue esto con tanto extremo que, según el testimonio de Álvaro, apenas se hallaría un cristiano entre mil que pudiese escribir racionalmente una carta de cumplimiento en la lengua latina que era entonces la peculiar de España. El abad Sansón se queja también del absoluto abandono que padecía la gramática latina aun entre las personas eclesiásticas, y no debe extrañarse porque obligadas éstas no sólo a defender la fe de sus mayores contra las befas de sus enemigos, pero principalmente a dar al pueblo la instrucción conveniente para que perseverase en la religión, por necesidad tenía que dejarse llevar hacia la senda donde se inclinaba el mayor número, cosa que previó con mucha anticipación Juan, arzobispo de Sevilla, el cual trasladó y comentó en árabe las santas escrituras «para uso de los venideros» como adivinando lo que se verificó puntualmente en los tiempos de San Eulogio. Esta mayor cultura fue creciendo y propagándose sucesivamente con grandes progresos en toda la nación, y de ella resultó no sólo el que los cristianos españoles adquiriesen de nuevo el conocimiento de muchas artes que o habían olvidado, o nunca habían conocido, pero que también excitando generalmente el gusto a las letras se renovase entre los eclesiásticos el estudio de la literatura latina que había perecido casi del todo. Los frutos de esta restauración empezaron a dejarse ver en el reinado de D. Fernando el Santo. Los escritores de aquel tiempo son los mejores que conoce España desde los fines del siglo IX.

     La emulación y el trato, tanto con los árabes como en las escuelas que ya se habían consolidado en Francia e Italia, despertaron el gusto a los estudios y resucitaron la literatura romana que, o subsistía lánguida y moribunda, o yacía muerta y olvidada entre el polvo de las bibliotecas. De la mezcla de la grosería goda y la sutileza árabe resultó ciertamente la monstruosidad escolástica que triunfó por tanto tiempo en las universidades. Pero es muy cierto también que esta monstruosidad fue como el conducto por donde se derramó hasta nuestros tiempos el conocimiento de las letras y el amor a la sabiduría. Se escribían entonces malos libros, pero sin ellos nuestra edad los estaría escribiendo tan bárbaros como los que produjo en aquellos siglos la complicación de lenguas, ideas y costumbres repugnantísimas. Es sabia hoy Europa porque entonces no fue idiota y rústica del todo. La afición al saber se comunicó a los reyes; conocieron éstos lo mucho que importa el cultivo del entendimiento en los que han nacido con racionalidad, aplicaron su favor a los estudiosos, erigieron escuelas, admitieron en su compañía hombres sabios y se fijó en Europa la fortuna y permanencia de los estudios.

     Desde entonces empezó a prosperar la historia adquiriendo el carácter y forma de tal, que nunca había tenido en España. Su restauración se debe toda a la inmortal reina doña Berenguela y a su santo, grande y memorable hijo Don Lucas de Tuy por orden de aquélla, y don Rodrigo Jiménez de Rada por mandato de éste, formaron las dos primeras historias dignas de este nombre entre las que poseemos. Es verdad que uno y otro fueron meros censoristas y compiladores, especialmente don Lucas de Tuy, el cual no hizo más que coser entre sí los retazos que antes andaban sueltos y derramados, poniendo de suyo sólo lo perteneciente a su tiempo. Pero se ve en ellos a lo menos una imagen de la amplitud, gravedad y buena distribución que corresponde a la historia, y sus trabajos sirvieron de norma para que en los tiempos siguientes recibiese la mayor dignidad en su constitución y estilo. En uno y otro se advierte aquella complicación en que incurren los que por primera vez solicitan tomar nuevos caminos y dar a las cosas diverso giro del que antes tenían. Conservaron la forma de crónicas porque era el rumbo por donde hasta entonces se había dirigido la historia de España, pero imprimieron diverso carácter a esta misma forma, dilatándola, engrandeciéndola y procurando adornarla con la elegancia que daba de sí la ilustración del siglo.

     El deseo de tratar la materia con la extensión que requería el fin y objeto que se propusieron de formar una historia general de España, los obligó a buscar cuidadosamente libros, memorias y documentos que ya entonces duraban apenas, olvidados, oscurecidos y entregados al destrozo en los rincones de las bibliotecas, y de este modo nos conservaron muchos sucesos cuya memoria no existiría ya por la ruina total que padecieron al fin muchos de los documentos de que se valieron.

     La idea que entonces se tenía en cuanto a las cosas que debe comprender la historia no es fácil determinarla; sin embargo en la del arzobispo don Rodrigo se conoce ya la naturaleza de los estados políticos que produjo en España la irrupción de los moros. En don Lucas de Tuy no se logra tanto conocimiento porque materialmente copió la mayor parte de sus narraciones y las que le sirvieron de originales contenían pocas noticias concernientes a los progresos del estado político de nuestras gentes. En suma, nuestra historia escrita con arte y con la dignidad que corresponde a este ramo importante de la literatura, comenzó en estos dos grandes prelados por impulso de una reina prudentísima y de un rey santo y admirable en las empresas de la guerra y en el sabio reposo de la paz; escribiéronla dos hombres doctos en las especulaciones de la escuela e íntimamente ejercitados en los negocios de la corte, autorizados para escribirla, y con el fin de satisfacer el estudio o la curiosidad de sus príncipes. Las artes prosperan así y producen los frutos convenientes. La barbarie es hija del disfavor. A la sombra del trono y de los honores renace la ciencia, crece, prospera y produce los frutos que ennoblecen el hombre y le felicitan.

     En este mismo tiempo había adquirido ya la lengua castellana (formada de la latina y de la goda corrompidas y mezcladas entre sí) la determinada forma y genio que la ha caracterizado hasta nuestros días. Era ya el idioma común en el labio de los españoles y no lo era en la escritura o por deferencia a la antigua costumbre, o porque los eclesiásticos que en los siglos X, XI y XII eran los únicos que escribían, procuraban conservar así el lenguaje de la Iglesia latina empleándole en la exposición de las ciencias, en las solemnidades del culto y en la celebración de los actos públicos tanto civiles como eclesiásticos. Parecióle a la política del santo rey que una legislación escrita en latín para un pueblo que ya no entendía esta lengua y hablaba otra diferente, era el desacierto más irracional, más injusto y más pernicioso que podía durar en el gobierno de sus estados. Las leyes son las reglas de la vida y, si estas reglas no son entendidas de los que deben observarlas, no sólo se faltará a ellas con daño de la república, sino que se faltará con acción u omisión inculpable.

     Esta reflexión sencillísima inspiró al santo monarca la determinación de que el idioma corriente en el habla de los españoles fuese asimismo el idioma en que se hiciesen saber las leyes y se solemnizasen los actos civiles entre los ciudadanos. Por esto hizo traducir el Fuero Juzgo para dárselo a Córdoba y otras ciudades; por esto dio a Sevilla en castellano los fueros que Toledo tenía en latín; por esto empiezan en su tiempo las escrituras públicas castellanas, y por estas máximas que bebió en la educación de tan gran padre, formó su sabio hijo el famoso código de las Partidas. Aplicado el uso de la lengua a la escritura de las cosas públicas, fue fácil trasladarle a las materias literarias, y como ha sucedido siempre, la poesía y la historia fueron juntamente con la legislación los instrumentos de la instrucción que necesitaba el vulgo para cumplir con las obligaciones a que le ligaba la naturaleza y la sociedad. Los primeros libros de todas las naciones han sido los poéticos, históricos y legislativos. El entendimiento en las inspiraciones de su primer instinto no parece que conoce otros medios para la instrucción necesaria al hombre. La legislación le enseña a vivir en religión y justicia. Con la poesía desempeña las magníficas solemnidades del culto que debe a la divinidad, corrige los vicios de la depravación humana, ensalza las virtudes despertando la emulación con elogios magníficos, y la historia, conservando el origen y progresos de las instituciones humanas, expone a los siglos venideros la memoria de los pasados para que, en las revoluciones de las cosas, conozcan los hombres lo que han sido y lo que deberían ser.

     La lengua española empezó a hablar en los libros donde la hebrea, la árabe, griega y romana. Un código de leyes, poesías sagradas o heroicas y la historia de la nación desde su origen más remoto.

     Este principio de cultura es obra toda del grande afecto que la profesó aquel monarca tan benemérito de la sabiduría española, el sabio y siempre digno de memoria don Alonso X; deseoso de derramar en sus pueblos el conocimiento de las ciencias, por una parte trasladó al habla de Castilla lo mejor y más útil que se sabía en Oriente (a donde ahuyentadas de Europa se habían refugiado las letras), y por otra trabajó por sí e hizo trabajar a otros para que la lengua castellana se enriqueciese con el artificio y lustre de las artes latinas, del modo que éstas resplandecieron en los tiempos prósperos de su mejor cultivo; y entonces fue cuando nació en España la historia verdaderamente española, quiero decir las cosas de la nación referidas en su idioma común y expresadas con dignidad y orden artificioso, cual corresponde al objeto del arte y calidad de las materias. La Crónica General que escribió por sí mismo el rey don Alfonso, excedió en las galas de la narración a todos los monumentos históricos de España que la antecedieron, y tal vez a cuantos se escribieron después de ella, hasta que el padre Juan de Mariana quiso dar a su patria una historia con todos los requisitos de tal. Esta crónica, venerable por la antigüedad del lenguaje, y por ser parto del estudio de un rey, atendida la diversa condición de los tiempos, puede competir en elegancia y artificio con las mejores historias antiguas y modernas. Muy poco se echa menos en ella de cuanto sirve para representar con belleza los hechos de los hombres y las revoluciones de los imperios. Su forma o constitución, por lo mismo que sigue la serie cronológica de los sucesos, es metódica de suyo, clara, desembarazada, noble por su sencillez, y muy conforme al instituto de representar en grande y por mayor «el fecho de España que pasó por muchos señoríos para que fuese sabido el comienzo de los españoles, y de cuáles gentes fuera España mal trecha, y que supiesen las batallas que Hércules de Grecia fizo, etc.». Esta es la proposición de la crónica y éste es el objeto a donde conspiran todas las narraciones que comprende, con un sistema nada inferior a los que alabamos en las historias escritas con mayor artificio en la disposición, orden o economía. En la expresión de los caracteres y en la descripción de los lugares y de los sucesos es maravillosa, tanto que en ningún poeta de aquellos tiempos se hallan imágenes más vivas y enérgicas que las que aparecen en ella; cuyo autor, instruido ya en los medios de que se valió la antigüedad docta para hacer agradables las áridas producciones del entendimiento, supo representar la verdad con todas las galas de la fábula para que a vueltas del deleite se bebiese la utilidad a que enderezaba su escritura. En la «moción de las pasiones» no cede tampoco ni aun a las novelas más poéticas escritas de intento para conmover el corazón humano, y esto lo reconoceríamos sin dificultad si la alteración que ha padecido el lenguaje no hubiera hecho para nosotros menos significativas las voces y locuciones que entonces se usaban; porque como para mover las pasiones es menester emplear las palabras y expresiones de mayor fuerza y evidencia, tales que correspondan a la fuerza y energía con que obra el ímpetu de las pasiones mismas, alterada la fuerza y propiedad del lenguaje, pierde su vigor la expresión; y éste es el caso en que se hallan para nosotros todos los escritos ingeniosos de aquellos siglos. Nos parecen fríos y rústicos porque para nosotros son ya distintos todos los instrumentos destinados a producir el fuego y la elegancia. Sus «oraciones» son muchas y ajustadas no sin estudio a las clases diversas de las personas, conformándolas al genio, situación y estado de cada una. Son cortas porque el historiador (semper ad eventum festinat) va siempre acelerando las narraciones con ahorro de episodios y aun de expresiones; frecuentemente usa del diálogo, y esto, en la naturalidad sencilla de aquellos tiempos, añade mucha gracia al estilo. Este en el todo es noble, elegante en cuanto daba de sí la simplicidad en que aún se hallaba la lengua; se levanta o se humilla conforme lo requiere el asunto. En las descripciones es inimitable por la verdad y propiedad con que representa las circunstancias, usa con templanza de las figuras que presta la poesía a la historia y en ellas se entrevé que el historiador poseía genio verdaderamente poético, sin el cual es difícil pintar ni referir bien. Escasea mucho las sentencias morales y advertimientos políticos porque los deja casi siempre a la penetración de los lectores, propiedad que prefiero yo a la molesta malicia de Tácito cuando los hechos se proponen de modo que dejen ver con facilidad el documento o doctrina a que pueden aplicarse o que deba inferirse de ellos. En suma, la Crónica general es un «libro de ingenio», una historia escrita con todos los adornos que comunica la imaginación a las materias áridas y desnudas por sí, una obra en que se ven los conatos del entendimiento para sobreponerse al desaliño rústico de la edad anterior, procurando emular las bellezas que el cultivo de las artes imprimió en los buenos escritos griegos y romanos. Tal es el mérito de la Crónica general, que debieran haber reconocido y confesado los que con tanto rigor se han cebado en notar los defectos de sus fechas y relaciones. En ella empezó nuestra «historia elegante» porque en aquel siglo se dejaron ver en España las primeras vislumbres del buen gusto en las letras, y no empezó en ella la «historia desnuda de fábulas» porque el carácter de aquel siglo era inclinado mucho a la credulidad, a los prodigios y a las aventuras caballerescas; se desconocía la crítica, y las obras se escribían más con el ingenio que con el estudio.

     Los franceses habían ya comunicado a Europa la raza de los «trobadores» y con ellos la afición a las fábulas, o por mejor decir a las patrañas portentosas con que desfiguraban la verdad de las historias y hacían ridículos a los personajes y héroes más conocidos por la grandeza y gloria de sus acciones. Este abuso llegó a tanto que, como ya lo observa el docto obispo de Avranches Pedro Daniel Huet, los historiadores de aquellos tiempos degeneraron en escritores de fábulas caballerescas, diferenciándose muy poco entre sí las historias fundadas en hechos ciertos de las que inventaba la desconcertada imaginación de los trobadores. Ningún héroe fue más desgraciado en esta parte que el inmortal Carlo Magno, y poco menos el triste Artur, antiguo rey de Inglaterra. En las personas de estos dos grandes monarcas y de su caudillos y próceres se fraguaron del siglo IX en adelante mentiras disparatadísimas, cuentos descomunales y ficciones tan descabelladas y absurdas que al cotejarlas con la historia verdadera de sus reinados, se haría incomprensible la repugnancia y contrariedad que hay entre lo verdadero y lo fingido si la limitación del entendimiento humano no estuviese acostumbrada a dar ejemplos muy frecuentes de la facilidad con que pasa de la sabiduría a la extravagancia, y del recto modo de pensar a los delirios y despropósitos. Los poetas, a cuyo ministerio toca principalmente, autorizaron las fábulas y representaron los héroes cuales ni fueron ni pudieron ser, se apoderaron con ansia de un terreno que realmente debían mirar como suyo y, cultivándole bien, por el mucho caso que entonces se hacía de los que escribían versos y los cantaban, a las fábulas que ya corrían en prosa añadieron ellos circunstancias nuevas y nuevas fábulas de propia invención por no parecer estériles o simples copiantes. Toda Europa se inundó de juglares y cantores de gesta; el discernimiento de la verdad estaba desconocido, ya por las tinieblas en que yacía la sabiduría, ya porque siendo rarísimos los que leían y muchos los que oían cantar, la historia se redujo casi toda a lo que escribían los juglares. El giro del siglo, como ya dije, inclinaba a la credulidad de los portentos, encantos, valentonadas, amoríos y aventuras extrañas y quijotescas; todo se creía indistintamente porque la ignorancia es crédula por sí, y entonces cree más cuando más ignora. El rey D. Alfonso el Sabio escribió su crónica cuando la credulidad estaba en su mayor vigor, tanto por el gusto a las patrañas que nos había comunicado la Francia a favor de la barbarie de los tiempos, como por el género de saber que se nos pegó del trato con los moros aficionadísimos también a las ficciones prodiogiosas y andantescas. Los juglares de España, por no ser en todo deudores a los de Francia, inventaron su Bernardo del Carpio para contraponerle a Roldán, digno Aquiles de tal Ectón. Después, echando mano a los héroes verdaderos que más sobresalían en las guerras contra los moros, hicieron con ellos lo que Homero con Aquiles y Ulises, Virgilio con Eneas y Dido, y lo que todos los poetas han hecho en todas partes con los personajes que han sometido a su jurisdicción. Trastornaron los tiempos, desfiguraron las acciones, variaron las circunstancias, fingieron accidentes maravillosos para complacer y embelesar al vulgo. Memorias extensas y circunstanciadas de las acciones que realmente ejecutaron los héroes no se escribieron en mucho tiempo, porque sólo los eclesiásticos sabían escribir y éstos se contentaron con apuntar en crónicas muy breves los acontecimientos más notables, comprendiendo a veces en cuatro líneas vagas lo que en mejor edad hubiera dado materia a un justo volumen. Tal era el estado de los materiales para la historia cuando escribió la General de España el gran monarca a quien debe la nación los primeros impulsos para el restablecimiento de las letras. ¿Qué mucho, pues, que en ella aparezca perturbada la cronología y se hallen interpolados algunos cuentos, si la ignorancia de los siglos anteriores había reducido la historia al arbitrio de los poetas, cuyo ministerio ha sido siempre ajustar los hechos a su imaginación y presentarlos no a la creencia, sino al deleite? En todas las naciones que han poseído historia ha adolecido ésta del contagio de las fábulas de la poesía, porque generalmente en los siglos poco estudiosos han sido los poetas los únicos escritores estimados, o tal vez los únicos que han escrito. De los tiempos medios de España se puede decir sin impropiedad lo mismo que dijo Livio de los primitivos de Roma: poeticis magis decora fabulis, quam in corruptis rerum gestorum monumentis. Faltó poco para que aquella edad volviese a la barbarie de las más remotas, y por necesidad hubo de acaecer en sus noticias mucha parte de la perturbación que se advierte en las de los siglos antiquísimos, cuando introducidas apenas las letras estaban en manos de los poetas el culto, la historia y la enseñanza. No puedo leer sin indignación las expresiones duras con que algunos escritores modernos se ensangrientan en la Crónica general, olvidando con torpe ingratitud los conatos del docto y celosísimo monarca autor de ella para formar el sistema de ciencia o literatura española propiamente tal. Los varones de mayor talento y saber caminaban entonces entre sombras que les obligaban a tropezar y perder el tino con frecuencia, y los mismos que culpan hoy los desaciertos de aquella edad lóbrega hubieran quizá caído en errores de mayor bulto con menos disculpa. Harto merecieron los que trabajaron para desvanecer las sombras y hacer tratables las sendas que conducen a la ilustración de las artes. Sin estos esfuerzos, ¿qué sería hoy la sabiduría? Pero si los defectos de la Crónica General son disculpables por la poca luz de los tiempos en que se escribió, lo son aun mucho más si se considera que fue ella como el despertador que excitó en los monarcas de España el deseo de fomentar la historia verdaderamente española. Las ciencias subieron al trono desde entonces con los príncipes que le ocuparon, propagada en ellos la afición con que las cultivó el ilustre Alfonso; y como la historia es propiamente el arte de los reyes y la enseñanza más provechosa a la sabiduría, fue natural que la prefiriesen a los demás estudios; y la prefirieron de tal modo que, aunque las ciencias y artes se fueron propagando y perfeccionando en la nación por el celo con que las promovieron nuestros monarcas, los progresos de la historia los tomaron a su cargo sin fiarlos al cuidado o dirección de manos subalternas. D. Alfonso el Conquistador fue el émulo de su bisabuelo en la grandeza de ánimo y en el amor a los estudios útiles, renovó el designio de perpetuar la historia de España y, para asegurar su duración, creó oficio público que tuviese a su cargo conservar los sucesos de la patria y que, reduciéndolos a un cuerpo continuo, igual y proporcionado, resultase una historia general, extensa, individual, cumplida y en que nada se echase menos de cuanto pudiera servir para el aprovechamiento de los príncipes y conservación de los casos memorables. Florián de Ocampo, Esteban de Garibay, el obispo Sandoval, D. Nicolás Antonio y otros escritores hacen memoria de esta Historia General que mandó escribir D. Alonso XI, y Florián de Ocampo especialmente da indicios de haber visto y disputado.

     De ella no he logrado otras noticias que las vagas y perplejas que constan en estos escritores. Pero yo tengo pruebas harto fundadas para creer que las muchas traducciones que se conservan manuscritas de la historia del arzobispo don Rodrigo, la continuación española que se añadió a esta traducción desde donde concluyó el arzobispo hasta la muerte de don Fernando el Santo, y las tres crónicas de don Alonso el Sabio, don Sancho su hijo y don Fernando su nieto, componen el cuerpo entero de la Historia o Crónica General de España que mandó formar don Alonso XI, y perseveraré en esta opinión mientras no vea por mí mismo otra crónica general atribuida a los impulsos de este rey, diversa de la que consta en el códice que describo en la nota del margen. Como quiera que sea, la grande época de nuestra historia comienza en el reinado de este prudente y venturoso monarca porque a él se debe realmente la creación de los cronistas que sin interrupción continuaron en España como oficio y cargo público (y de gran lustre) hasta el establecimiento de la Academia de la Historia que se los absorbió, no sé si con más perjuicio que utilidad. Don Enrique II, hermano de don Pedro el Cruel, encargó a Juan Núñez de Villaizán la crónica del reinado de su padre, y la de su hermano a Pedro López de Ayala, el cual prosiguió la serie de los demás reinados que alcanzó, no sólo por inclinación y estudio privado, sino en fuerza del cargo público de cronista que obtenía. Don Enrique IV le mandó escribir en latín la historia general a Rodrigo Sánchez de Arévalo, y eligió a Alvar Díaz de Santa María para que sucediese a Pedro López de Ayala y escribiese la crónica de don Juan II, en cuya composición pusieron después la mano varios cronistas elegidos para continuarla, hasta que la perfeccionó últimamente Fernán Pérez de Guzmán, hombre célebre por su calidad, su prudencia, su ingenio y su saber, no menos que por haber sido bisabuelo del dulcísimo y elegantísimo Garcilaso de la Vega. En estos últimos reinados habían ya recibido grande aumento las artes cultas, aquéllas que mezclan la dulzura con la utilidad, esto es el deleite con la enseñanza. Estos progresos se debieron al mayor cultivo de la poesía, cuyo principal oficio ha sido siempre embellecer y dar lustre a los idiomas y a las doctrinas. Hízose galantería su estudio entre los principales señores de la corte y, a vueltas de ella, cogieron la instrucción general que engrandece el entendimiento y perfecciona el recto uso de sus potencias. Los principales señores eran entonces los principales sabios. Las artes tornaron otro semblante a favor de la esplendidez y aun lujo con que eran tratadas. La historia se entonó, digámoslo así, y viéndose admitida y favorecida en los palacios largo tiempo había, cayó en la cuenta de que debía escudriñar sus méritos, y empezó en efecto a atisbar las conferencias de los gabinetes y los designios que en ellos formaban la ambición, el capricho, el interés y la necesidad, para hacer felices a los hombres degollándolos en las campañas, u oprimiéndolos en los poblados. «Es menester (decía Hernando del Pulgar a la Reina Católica, dándole cuenta de su historia), es menester asentar los propósitos que obistes en las cosas; asentar asimismo vuestros consejos, vuestros motivos». El reinado de los Reyes Católicos fue más que otro alguno de España abundantísimo en tramas y negociaciones políticas, no menos que en empresas grandes y revoluciones extraordinarias. La historia, más despierta ya, más perspicaz, más observadora por las luces que había adquirido en los progresos de la literatura, logró materia oportuna para ejercitar felizmente su penetración; y de aquí procedió el nuevo modo de historiar que se nota en los cronistas de aquellos monarcas.

     Las crónicas más antiguas, limitadas a la simple y desnuda relación de los acaecimientos, pueden compararse a una compilación de efectos u operaciones que se exponen a la vista para alimentar la curiosidad con exclusión del entendimiento; omitidas las causas son de poquísimo provecho los ejemplos de la historia, porque la instrucción de ella no resulta de lo que se obra, sino del acierto o desacierto con que se obra, y la felicidad o desgracia de las empresas, la utilidad o perjuicio de los establecimientos, la justicia o injusticia de los designios en tanto enseñan o escarmientan, en cuanto descubren los motivos que las ocasionaron y los medios que se pusieron para su ejecución. Ninguna acción es buena ni mala en el efecto, sino en el intento y en el impulso. Obrar por mero instinto o movimiento maquinal de la naturaleza es propio de los irracionales y, a mi vista, se diferencian muy poco de la historia natural las que copian las obras o movimientos de los hombres sin expresar el uso que hicieron de su racionalidad para ejecutarlas. Mucho de esto hay en las crónicas que antecedieron a los tiempos de don Enrique IV y los Reyes Católicos, y aún por eso quizá las tuvo en poco el severo juicio del marqués de Mondéjar. Los pocos retratos que Fernán Pérez de Guzmán y Hernando del Pulgar hicieron de los principales señores de su tiempo, muestran que historiaron las cosas de aquellos reinados con grande uso de la filosofía práctica, quiero decir, dejando entrever en los hechos las causas y los impulsos por la expresión de los genios, inclinaciones o intereses de las personas. Antonio de Nebrija, en las dos décadas que escribió de suyo sobre la conquista del reino de Navarra hecha por el Rey Católico, de historiador se convirtió en controversista, filosofando y teologizando más de lo que es lícito en tal género de escritura. Se ven ya en estas historias los adelantamientos de la sabiduría en la sustancia y en los accidentes. Las cosas son otras y son también otros los modos de expresarlas y representarlas.

     A estas mejoras que consiguió la historia por las que progresivamente habían logrado las letras, se añadió en los tiempos siguientes mayor seguridad de sus noticias por las resoluciones que tomaron los reinos de España para conservar inviolable su veracidad en lo posible. El tiempo de los Reyes Católicos estaba apoyado en sólo el uso, el oficio de los cronistas. Los reyes elegían entre los de su corte hombres que creían aptos para el intento sin que los reinos pusiesen en esto atención ni consideración particular. Estos historiadores, pendientes de la voluntad de los soberanos, escribían las más veces por contemplarlos, y en esta esclavitud (que trae siempre consigo el depender con demasiada inmediación de los príncipes) redundó las más veces en detrimento de la verdad y justicia. Para este daño, no había otro remedio que el de arrancar la historia de entre las prisiones espléndidas de los palacios y esto fue lo que hizo la Corona de Aragón en el año 1495, creando cronista que escribiese las cosas de aquel reino con independencia de la corte. Después, en el año de 1547, celebrando cortes en Monzón el príncipe Don Fernando por hallarse el emperador en Alemania, estableció aquel reino el famoso acto para que se diese un salario, cual parecía a los diputados, a una persona experta, sabia y próvida en crónicas e historias, natural del reino de Aragón, la cual tuviese especial cargo de escribir, recopilar y ordenar todas las cosas notables de Aragón, así pasadas como presentes, según que a crónicas de semejantes reinos conviene. La elección recayó en la persona de Jerónimo de Zurita, y España experimentó en las tareas de este grande hombre y de sus sucesores los buenos efectos de esta acertadísima providencia. Las coronas de Castilla, reconociendo (por estos ejemplos o por impulso propio) la utilidad de concurrir juntamente con los monarcas a la continuación de las historias, pidieron por tres veces al emperador Carlos V las mandase escribir e imprimir para que se supiese la verdad de las cosas pasadas, y acaso por haberse mezclado las cortes en este asunto quedó desde entonces establecido lo que dice Fr. Jerónimo de San José en su Genio de la historia, a saber «que en Castilla con particulares consultas de los consejos y decretos de S. M. se nombran los historiadores y cronistas generales de aquellos reinos». En las cortes celebradas en Valladolid, año de 1555, pidieron los procuradores al emperador que facilitase una pensión a su cronista Florián de Ocampo para que pudiese evacuar libremente y sin otro cuidado la conclusión de su crónica, y el emperador remitió al Consejo el examen de este negocio para que le informase. Esteban de Garibay afirma que Florián escribió con estipendio real, que debió sin duda a las instancias de las cortes. Lo cierto es que desde el reinado de Felipe II hubo en España cronistas de los reinos diversos de los cronistas de los reyes, si bien estos dos títulos recayeron muchas veces en un mismo sujeto, o lo que es más cierto, se confundieron y mezclaron, contentándose los reyes con los historiadores de los reinos sin tenerlos como antes privada y peculiarmente para sus personas. La historia prosperó así increíblemente, tanto por el favor que mereció a la nación toda como por haber sacado de la servidumbre áulica a los cronistas. Cada reino quiso tener su historiador y esta emulación hizo general el cultivo de la historia y aseguró al mismo tiempo la verdad de las narraciones, no fácil de conservar cuando se vive a costa de quien tiene interés en que se disfrace. ¿En qué nación del mundo antigua o moderna se han visto jamás determinaciones más sabias ni más acertadas para perfeccionar el estudio principal de los reyes? ¿Ni qué otros reyes ha habido que con más constancia, más afición ni más conocimiento hayan promovido la historia? Carlos V encomendó la General de España a Ocampo y Garibay, y la suya propia a Fr. Antonio de Guevara y al doctísimo Juan Ginés de Sepúlveda. Felipe II favoreció en tan alto grado este estudio que sus cronistas son los más doctos y elocuentes que posee la nación; fue el primero en España que cuidó de conservar los monumentos históricos haciendo viajar sus cronistas para registrar los archivos y recoger de ellos los papeles y libros de importancia que después hizo colocar en la fortaleza de Simancas y Biblioteca del Escorial, depósitos inmensos donde por la próvida disposición del perspicacísimo monarca se salvaron los documentos más sagrados de la monarquía y los restos de la antigua literatura española, latina, árabe y castellana. Felipe III, aunque con más tibieza, continuó el favor a los cronistas que sobrevivieron a su padre y aun se valió de la mucha doctrina de Juan Bautista Labaña para que no se interrumpiese la sucesión de nuestra historia. En su tiempo (a lo que yo entiendo) se crearon o a lo menos se consolidaron las plazas de «Cronistas Mayores», cuyo cargo principal era examinar y corregir las historias que ordenaban los cronistas particulares. Felipe IV, muy inclinado por sí a los estudios amenos, promovió cual ninguno el de la historia; y ojalá hubiera perseverado en sus días el buen gusto a la literatura como duró en el monarca el propósito de alentar las letras con el ejemplo y con el favor. Honró extraordinariamente la grande erudición de D. José Pellicer, ya mandándole escribir contra los enemigos de la monarquía, ya leyendo y guardando entre sus papeles muchas de las obras que publicó aquel varón laboriosísimo. Su reinado fue la época en que amaneció para España el extenso y universal conocimiento de la crítica histórica aplicada a las cosas de la nación, por haber sido entonces cuando con más vigor se combatió en defensa y en oposición de los monumentos de Granada y de los cronicones atribuidos a Dextro Máximo, Luitprando, Braulio, Julián Pérez Zajón y Heleca; comprendían estas ficciones los puntos más importantes de nuestra historia eclesiástica y secular, nuevos santos, nuevos prelados, nuevos concilios, nuevas diócesis, reyes inaudito, familias ignoradas, regiones incógnitas, provincias y pueblos incógnitos en la geografía, batallas, conquistas y sucesos notables no referidos ni indicados en ningún escrito antiguo ni moderno, derechos y prerrogativas desconocidas en los archivos de las iglesias y palacios, fundaciones y peregrinaciones, establecimientos, tradiciones, actas y hasta idiomas no sabidos en los tiempos a que se referían. En suma, el P. Higuera y sus coadjutores en patrañas se propusieron nada menos que la empresa de falsificar lo más santo y respetable de la historia verdadera de la nación, y de hacer que se adoptasen en su lugar las ficciones e imposturas que en la austeridad de un claustro fraguaba a su antojo un ministro del Dios de la Verdad. Las disputas literarias producen de ordinario muy buenos efectos para la instrucción común. La inclinación a la discordia es como ignénita en la corrupción humana. Los hombres en todas partes se combaten y pelean recíprocamente, en guerra abierta con las armas, en la paz con los odios, los intereses encontrados, las envidias, la malignidad y la prepotencia a que todos aspiran. De aquí es que en las parcialidades, de cualquiera clase que sean, todo el mundo toma interés, y de este interés resulta el mayor conato que se pone para sostener el empeño. Hombre habrá que no leerá una línea reinando la paz en la república literaria y devorará con ansia libros y volúmenes de enorme bulto cuando, perturbada la paz, se disparen las doctrinas envueltas con los dicterios, los motes, los gracejos, la detracción y la declamación ardiente y vigorosa. La animosidad desaparece al fin, colma el hervor del encono o emulación, y, restituido el reposo, se gozan los frutos de la doctrina que produjo la controversia. Así sucedió en la de que vamos hablando. Se ventilaban puntos en cuya verdad y subsistencia hallaban mucho interés y mucha gloria la religión, el trono, las clases principales de la nación, y la nación toda en general. Los debates fueron reñidísimos, las parcialidades vehementes y porfiadas. Los defensores y los impugnadores de las fábulas hubieron de entregarse igualmente al estudio y examen de toda la antigüedad española, sagrada y profana, porque sin este aparato no era fácil tratar con dignidad cuestiones tan oscuras y de tan remota y oscura averiguación; los lectores, para ponerse en estado de juzgar lo que era más cierto y mantener la opinión a que se habían adherido, leían también con más estudio del que suele emplearse por curiosidad ociosa e indiferente. Los impugnadores echaron mano de las reglas críticas que conducen al recto examen de los hechos porque en estas reglas estribaba la seguridad de su vencimiento. Los defensores, conociendo la fuerza incontrastable de tales armas no hallaron otro medio para inutilizarlas que hacer risible y despreciable el estudio crítico. Los lectores se dividieron también para reconocer o repeler la utilidad de este estudio según convenía a su dictamen o interés, y en la misma discordia iba envuelto el logro de una instrucción que antes no tenían. La crítica triunfó por fin y quedó en España reconocida no ya su utilidad, pero su necesidad para desterrar de la historia las fábulas, las credulidades y errores del vulgo vano y supersticioso. La verdad fue la que pasó en estos conflictos, por lo mucho que se purificaron nuestras antigüedades y por la desconfianza y circunspección que inspiró el conocimiento de la crítica para no admitir sino lo bien averiguado o inferido con juiciosa probabilidad. España gozó los frutos de esta instrucción en la Historia de Ferreras, seca y deslucida en el estilo; desnuda de adornos y de aquella pompa y grandeza con que el arte y el ingenio saben representar las cosas sacando de ellas mismas el lustre o comunicándoselo; pero ajustada con singular atención a los preceptos y documentos críticos que dictó e ilustró aquel célebre triunvirato nacido para que no padeciese detrimento la salud histórica: D. José Pellicer, D. Nicolás Antonio y el marqués de Mondéjar. Fue también el reinado de Felipe IV en el que se dejaron ver los bosquejos o primeras líneas de la historia española tratada políticamente. El odio y los celos que toda Europa había alimentado contra la monarquía española desde la política de Fernando el Católico, las prosperidades de Carlos V, y el poder, riquezas y autoridad de Felipe II, descargaron todos de golpe y en tropel sobre Felipe IV, sucesor de su padre, que manejó débilmente las riendas de un imperio enorme que no acabó de consolidar. Conjuráronse los tronos de Europa contra la rama más robusta de la Casa de Austria y tratando de despedazarla o enflaquecerla, quisieron cubrir con pretextos honestos la ambición celosa que los conducía a tomar las armas.

     Valiéronse para esto de los hombres de letras que como, por lo común, viven escasos y desfavorecidos, no se detienen en tomar a su cuenta la abogacía de estos litigios, bien ciertos de que en estas urgencias es cuando los poderosos tributan a las letras las conveniencias y el honor que debieran más bien tributarles para que arraigasen en la tierra los sentimientos de la paz y de la justicia. Se desgajaron sobre España a un mismo tiempo los ejércitos y los libelos con furia tan desesperada que, trascendiendo el mal ejemplo a algunas provincias de la monarquía, trabajaron con la fuerza para desertar de ella y con los escritos para hacer justificables el levantamiento y la fuga. Conoció Felipe IV la necesidad de oponer a los acontecimientos resistencias iguales. Ocupó la pluma de Pellicer, y a su ejemplo se movieron otras muchas a rechazar con réplicas y obras políticas los manifiestos y libelos que disparaba el encono de los agresores. En ningún tiempo se han ventilado con más libertad y generalidad los derechos de los príncipes y los intereses de los estados; tanto que este estudio llegó a hacerse como popular y materia de la conversación ordinaria entre las gentes de mediana educación. Se escribieron entonces obras históricas y políticas que, si como se ciñeron a puntos determinados hubieran abrazado universalmente todo aquello a que se extiende la soberanía en las comunidades, gozaría hoy España algunos trozos de historia no inferiores a los que restan de Tácito. Ni se contentó Felipe con estos combates singulares y divididos. Quiso que las cosas de su reinado se escribiesen con atención a los motivos políticos que las ocasionaron, expresando en su narración las causas secretas de los sucesos y los impulsos verdaderos que movieron la máquina del sistema de Europa en aquel tiempo turbulentísimo. Los muchos y graves encargos que se fiaron a D. Francisco Ramos del Manzano (elegido para aquella empresa) imposibilitaron su ejecución. No diré yo que Felipe IV buscase otra cosa en este designio que una apología de su conducta y una sátira contra las potencias que trabajaron los dominios de su monarquía. Acaso tenía razón en quererlo así, porque, en efecto, sus guerras, aunque desgraciadas, no fueron injustas por su parte; y los males que experimentó, antes fueron herencia que adquisición, a lo menos en lo que toca a las fatalidades externas y aun en gran parte de las internas. Pero siempre será digno de alabanza un monarca que no rehusó poner presentes los misterios del trono, dejando por juez de ellos a la posteridad. Su hijo y sucesor Carlos II apenas conoció otros historiadores que los que le trasladó su padre. El ejercicio de la crítica histórica continuó en su vigor porque a las ficciones antiguas sobrevinieron nuevas patrañas en cuya propugnación se publicaban volúmenes portentosos, cargados de mentiras y de invectivas escandalosas contra los defensores de la verdad. El ejercicio histórico se ladeó hacía esta ocupación y descuidó la parte narrativa. Así hubo entonces críticos tan excelentes como débiles historiadores. Nuestra historia dio sus últimas boqueadas en D. Antonio de Solís, D. Luis de Salazar, D. Juan de Ferreras y el maestro Berganza, de los cuales los dos últimos pertenecen a nuestro siglo. Se creó en éste la Academia de la Historia y cesaron los progresos de la nuestra.

     Generalmente hablando, pueden éstos dividirse en cuatro épocas que sirvan para conocer por mayor el carácter y autoridad de nuestros historiadores. La primera (que puede considerarse como la adolescencia de nuestra historia), comprende el largo espacio que corrió desde Hidacio Lenicense hasta la Crónica General de D. Alfonso el Sabio. La segunda (que es su edad juvenil) desde éste hasta Florián de Ocampo. La tercera (época de su robustez y verdaderamente varonil) desde Florián hasta que D. José Pellicer empezó a impugnar los falsos cronicones, y la cuarta (tiempo de su ancianidad, decrepitud y muerte) desde la guerra de Pellicer hasta el establecimiento de la Academia de la Historia. Como todo en este mundo «empieza, crece, llega a su sazón y después se debilita, cae y perece», no se debe extrañar que comparemos los progresos de nuestra historia con los de las edades del hombre. Nada hay, ora proceda de la naturaleza, ora del artificio, que no los imite en este proceder a que por ley inviolable están sujetas las criaturas, entre las cuales pueden contarse también en cierto sentido las invenciones e institutos humanos. En los escritores que siguieron el método de Eusebio, se ven manifiestamente las calidades de la adolescencia: simplicidad, candor, veracidad e infacundia; ningún artificio en las cosas, ni en las palabras; carecían del conocimiento de las artes, o le omitían de propósito como lo hizo San Isidoro, y trasladaban las noticias a la escritura con la misma naturalidad y buena fe que inspiraba en ellos la rectitud del ánimo o su escasa instrucción. Es verdad que no a todos puede esto aplicarse generalmente, porque así como no todos los «comienzos» son iguales, ni en las criaturas ni en las invenciones, sino que en unos se ve mayor fuerza, mayor prontitud y espíritu más despierto que en otros, así también se notan estas diferencias en aquellos cronistas, precedidas del mayor o menor estudio que en medio de la barbarie habían hecho en las letras humanas cual entonces se conocían. Por ejemplo, el cronicón de Isidoro Pacense y el del monje de Silos se acercan más que ningún otro de aquellos tiempos a la constitución de una buena historia. El mérito de D. Lucas de Tuy está más en la extensión de las cosas que en el artificio de expresarlas; el arzobispo D. Rodrigo procuró aventajarse en ambas cualidades, y en él fue donde la historia pasó desde la adolescencia a la juventud. No hay pues que buscar en las memorias de esta época elegancia, economía artificiosa, amplitud de noticias circunstanciadas, sistemas políticos, influencia de los gobiernos, estado de las costumbres y legislaciones, sino guerras, sediciones, victorias, fundaciones de monasterios, dedicaciones de templos, milagros, prisiones, castigos, pestes, inundaciones; referido todo con brevísima sencillez, pero con certidumbre y verdad exenta de toda sospecha; de modo que en esta parte no hay en nuestra historia noticias más seguras que las que constan en estas crónicas, y como tales son los fundamentos en que está asegurada la memoria de aquellos siglos, escasa porque lo son mucho los escritos que la conservaron.

     La Crónica General que escribió D. Alfonso el Sabio dio ocasión, como ya se ha dicho, para que su biznieto pensase en formar crónicas de cada reinado, de suerte que de la serie encadenada de todas ellas resultase una historia general de España unida, metódica, circunstanciada y completa. Como esta idea resultó de haberse compuesto la Crónica General, se ajustó también el método de ésta al de las demás crónicas; y exceptuando lo que pertenece al ingenio (que nunca se imita porque los talentos grandes son pocos), en lo demás las historias de nuestros reyes, desde D. Alonso XI hasta los cronistas del emperador Carlos V (que forman la segunda época) siguieron constantemente el orden cronológico adoptado en la General; remedaron su modo de referir, y aun copiaron sus locuciones y modismos, especialmente en las entradas de los capítulos. Sin embargo, esta imitación es menos servil y se echa menos de ver en las crónicas más apartadas del tiempo en que se empezaron éstas a ordenar. Si se atiende al arte y elegancia, ninguna de ellas es comparable con la del sabio rey. De ordinario son secas, simples, desnudas de las bellezas que imprime el talento en las narraciones. Si se atiende a su autoridad y fe que se deba dar a sus noticias, Jerónimo de Zurita se explicó de ellas en estos término: «En ningún tiempo se echa de ver que se tuviese en esto (en escribir la historia) mayor atención ni que se tratasen con más consideración los sucesos que acontecieron desde el reinado de don Alonso, hijo del santo rey don Fernando, y de sus sucesores, señaladamente en la historia de los reyes don Pedro, don Enrique su hermano, que llamaron el Mayor y algunos llamaron el Noble, don Juan y don Enrique el tercero, y del rey don Juan el segundo, desde cuando comenzó la historia de aquellos tiempos a extenderse más y mejor si dijésemos a tener más gravedad y punto; porque la memoria de las cosas sucedidas en el reinado de estos príncipes se encomendó a personas de mucha autoridad, como es necesario que sea, y que fueron mucha parte en el consejo de las mayores cosas que por ellas pasaron». Zurita formó un juicio acertadísimo. Las tres crónicas de D. Alfonso el Sabio, D. Sancho su hijo y D. Alonso su nieto son menos puntuales que las posteriores, y por eso Zurita da principio a la certidumbre de nuestras crónicas desde la del rey D. Pedro. Las de aquellos tres reyes no se escribieron por historiadores contemporáneos, circunstancia que se verificó en todas las siguientes. Si la adulación, el miedo o la parcialidad enflaquecieron en parte la verdad de los acontecimientos, los desfiguraron o los adulteraron del todo, es investigación que toca a la diligencia de los críticos. Para mi intento basta observar que ninguna de estas crónicas es de gran provecho para conocer el estado político de España en la totalidad de sus establecimientos e intereses; contienen más hechos que las antiguas crónicas latinas, pero sin otro sistema ni objeto que el de referir las acciones personales de los reyes y de los «ricos homes».

     Con Florián de Ocampo (que abrió la tercera época), se dio principio a la perfección y a la corrupción de nuestra historia. Él la levantó en el artificio, en el estilo, en las cosas; la sacó de la rudeza y la simplicidad árida que contrajo en los siglos pasados; la ennobleció y enriqueció, pero sin pararse en el valor y calidad de los títulos y preseas con que la ennoblecía y enriquecía. Indistintamente acumuló en sus cinco libros las pocas noticias seguras que de nuestros orígenes se conservan en los libros de la antigüedad, y las infinitas, falsas y fabulosas que se fraguaron en Viterbo y otras partes para oprobio y martirio de la profesión literaria. No hay historia de España sin Beroso, decía D. Antonio Agustín. Florián, aunque con desconfianza, autorizó los cuentos Viterbienses, y cundió después tan abundantemente la mala semilla que los críticos se vieron precisados a mantener guerra formal y continua contra sus fautores y propagadores. Por fortuna se salvaron de este contagio los hombres que con más acierto trataron la historia en aquella edad: Morales, Zurita, Sandoval y algunos otros de los que escribieron historias de reinos y provincias particulares, entre los cuales cuento a Esteban de Garibay, excluido el tomo primero de su Compendio. El trabajo de estos hombres es el mayor y más útil que se puede haber hecho jamás para acendrar la memoria de los sucesos. Apuraron la verdad valiéndose de cuantos medios suministra la razón para averiguarla y afianzarla. Describieron nuevos tesoros hundidos y desconocidos en los archivos y bibliotecas. Descifraron letras y guarismos en papeles viejos que yacían tranquilamente sirviendo de pasto a la polilla. Verificaron datas, purificaron hechos, dieron a conocer infinitos que se ignoraban; en suma, barrieron, digámoslo así, cuantas noticias concernientes duraban esparcidas en libros y papeles de todas clases; juntáronlas, y distinguiéndolas después, las ordenaron e ilustraron. Tal fue el trabajo inmenso y utilísimo de los cronistas que crió el siglo XVI, pero como este trabajo se enderezó todo a la averiguación e ilustración de las cosas pasadas, perdió tanto la historia moderna cuanto ganó la antigua por haberla manejado hombres de admirable doctrina y talento. A ejemplo de ellos se derramó por toda España la afición a la historia antigua, de modo que apenas se hallará provincia, ciudad o pueblo notable que no posea historia particular de sus orígenes, establecimientos y casos sucedidos en ella, y esta inclinación ha causado la fatalidad de que hoy nos sean más conocidos los tiempos remotos que los inmediatos, siendo así que en éstos se echaron las semillas de lo que hoy somos, y los remotos es muy poco lo que nos pueden interesar. En esta época, pues, se desenterró e ilustró la antigüedad de España hasta el tiempo de los Reyes Católicos con acierto segurísimo y de todo punto evidente cuanto cabe en la certidumbre humana; pero esta seguridad no se debe buscar como no sea a costa de mucho trabajo y crítica en los que con las cosas verdaderas mezclaron las fabulosas de Viterbo y de nuestros cronicones falsos. Nuestro siglo debía haber suplido el olvido que merecieron el XVI y XVII a los historiadores que los alcanzaron. No lo ha hecho, y por eso son aquellos dos siglos y el nuestro los que más se ignoran en la escritura; aquéllos por lo que va dicho, y el nuestro porque además de estar muerta o aletargada la historia, aun no le ha llegado su vez.

     Si la madurez, la reprensión y el no creer ni ser engañada fácilmente son los caracteres principales de la ancianidad, nada hay que se parezca a estos caracteres como el giro que tomó nuestra historia en su último período. La propagación de las fábulas alteró la complexión de la historia, convirtiendo las narraciones en exámenes, y en discusiones áridas las galas varoniles de la elocuencia histórica. Los que causaron esta revolución merecen el mismo respeto que prescribía para con los ancianos la legislación de Esparta. Su tono, por lo común, es imperioso, decisivo, interrumpido con quejas y reconvenciones desabridas que tal vez hacen enojosa su lectura a la impaciencia de los genios fogosos; pero entre esta sequedad se logran las buenas máximas y los desempeños útiles que aseguran la verdad de los casos, requisito principal de la historia. Estas obras críticas deben leerse para el mismo efecto que se buscan en la boca de los ancianos los consejos y advertencias saludables. Precaven los errores, las vanas credulidades, las imposturas y la porfía de mantener por parcialidad los engaños que en su origen fueron hijos de la ignorancia, de la ambición o de la lisonja. Es verdad que a veces traspasan los justos límites de la desconfianza, y por la costumbre de no aplicar parte a muchas cosas que resultaron falsas en el examen, la niegan a otras muchas con manifiesto abuso de los preceptos críticos de cuyo uso se puede decir lo mismo que de la aplicación de las leyes en la práctica de la judicatura: Sumum jus, suma injuria; la crítica usada con excesiva rigidez puede conducir a una absoluta y general incertidumbre y tan malo es creer lo falso como hacerlo todo dudoso. Crítico ha habido que ha puesto en duda la existencia del rey don Pelayo sólo por no hallarse nombrado en uno o dos cronicones reducidísimos que se escribieron cuando aquel héroe trabajaba en la restauración de España. A este tenor se ha dudado también de la legitimidad de algunos escritos, de la seguridad de algunas tradiciones, de la probabilidad de algunos sucesos, sin más causa ni fundamento que el recelo que ocasionaron las fábulas de los dos siglos anteriores. «Una de las enfermedades de que más adolece nuestro tiempo (decía Mabillon) es la destemplanza de la crítica; porque si a los pasados fue dañosa la nimia y fácil creencia, en el nuestro hay cierta clase de ingenios acres y duros (según ellos mismos se jactan) que nada creen si no lo someten antes a su censura». Cuando en España se dejó ver la crítica, ejerciendo de propósito sus funciones para que las fábulas no se levantasen con el imperio de la verdad, procedió con severidad, sí, pero con rectitud y entereza justificadísima. Después (como sucede en todo) la estrenaron hombres de ingenio nimiamente aficionado a la censura, y el cauterio faltó poco para que se convirtiese en enfermedad. Por desgracia, la aplicación a la historia cesó del todo cuando se erigió un cuerpo público para mantenerla y perfeccionarla; y este golpe mortal, cortando la serie de nuestras historias, atajó también los excesos de la crítica y todo pereció.

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