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El frustrado regreso a «Calle Mayor»

Juan A. Ríos Carratalá





El tiempo, a menudo, es cruel con los cineastas. Son pocas las trayectorias marcadas por la continuidad o la regularidad en una tarea profesional donde los altibajos resultan tan frecuentes como incontrolables por parte de quienes los padecen. Al igual que los intérpretes1, los directores pueden estar en la cresta de la ola durante un período y comprobar, algunos años después, lo efímero de su éxito o su reconocimiento crítico. El teléfono también deja de sonar para ellos y su nombre sólo es motivo de recuerdos, retrospectivas y estudios académicos. Ese silencio, ese quedarse al margen en contra de la propia voluntad, resulta más o menos cruel según las circunstancias y el talante del individuo. Algunos se adaptan, otros se rebelan, unos pocos aprovechan la ocasión para reflexionar con sentido crítico acerca de lo realizado, muchos se sienten perseguidos por los más variados enemigos, confabulados para negarles lo que les corresponde... Las reacciones son múltiples, también las consecuencias derivadas de las mismas. Frustración, desesperanza, escepticismo, paranoia... forman parte de las experiencias de quienes se enfrentan a este difícil reto. Superarlo o llevarlo con dignidad distingue a unos pocos, capaces incluso de enriquecerse gracias a un trance casi siempre amargo.

Juan Antonio Bardem vivió, en sus últimos años, algunos momentos difíciles. Estaba acostumbrado, pero en el origen de los mismos había una realidad más desagradable que la de sus enfrentamientos por motivos políticos y cinematográficos. La noticia de su fallecimiento el 30 de octubre de 2002, tras haber recibido pocos meses antes un homenaje con motivo de los Premios Goya, sacó a relucir circunstancias personales y económicas que fueron presentadas por los medios de comunicación con la habitual falta de respeto. Ignoro su posible fundamento y tampoco me interesa indagar en el porqué de unas prácticas periodísticas demasiado frecuentes. Mis dudas giran en torno a la relación del director con la figura del «juguete roto». No con el patetismo mostrado por Manuel Summers en su magnífica película -Juguetes rotos (1966)-, sino como una posible consecuencia del prolongado declinar de un cineasta que vivió su mejor época, desde un punto de vista creativo, en los años cincuenta y principios de los sesenta. Poco más de una década, un período de esplendor cuya duración es normal para un creador de primer orden. Más allá de esa cumbre queda el trabajo bien hecho, la experiencia capaz de asegurar una dignidad en las tareas de un creador y, a veces, el repunte que nos hace recordar mejores momentos. Pero cuando el éxito ha llegado pronto queda, sobre todo, demasiado tiempo en blanco y de difícil comprensión para quien ha trabajado a ritmo de vértigo entre aplausos. La sensación de pertenecer a otra época, de no poder revalidar aquello que se ha convertido en un referente cada vez más lejano, debe ser poco soportable en algunas ocasiones.

Juan Antonio Bardem no consiguió controlar su trayectoria como director cinematográfico. Su espíritu planificador y sus objetivos iniciales quedaron a menudo a expensas de decisiones y circunstancias que apenas le dejaron un margen de actuación. Él mismo lo explicó -con reservas- y lamentó en unas memorias2 más noticiosas que reflexivas y fidedignas, demasiado reivindicativas de su protagonismo como para establecer el necesario distanciamiento con respecto a otros colegas y su propia obra. Algunos historiadores del cine han analizado las razones de tan espectaculares altibajos en diversas monografías, menos de las que merecería un director de su talla. Y, por otra parte, no es ahora el momento de recordar una carrera de obstáculos como la que padeció para sacar adelante las películas. Admira, en cualquier caso, su tenacidad para no sucumbir ante poderosos enemigos: la censura del franquismo, el comportamiento de algunos productores y colegas, la discriminación sufrida por razones, o sinrazones, políticas y un largo etcétera que frustró buena parte de su trabajo.

Los enemigos, en el momento de la lucha, hasta cierto punto consuelan; al menos en el sentido de que justifican nuestro empeño. Lo malo es cuando a la batalla, sin desenlace nítido, sucede una desconcertante soledad, cuando ni siquiera queda claro quién es el misterioso caballero que nos mantiene encantados. Entonces surgen de la imaginación otros poderosos enemigos, reales en parte, pero también encubridores de la propia incapacidad para adaptarse a una nueva realidad. Creo, sinceramente, que el Juan Antonio Bardem que escribió sus memorias, dirigió Resultado final (1997) e intentó regresar a Calle Mayor en un frustrado proyecto cinematográfico sufrió esta experiencia, tan humana como comprensible.

Nadie está obligado por ley a adaptarse a la evolución de su presente, aunque parezca a menudo lo contrario y sea arriesgado recordarlo en voz alta. De hecho, numerosos paladines del cambio continuo viven anclados en la más reaccionaria tradición, dispuesta a ser manipulada para mantener lo fundamental. También es verdad que, al margen de lo que suceda en nuestro hipotético mundo interior, ese rechazo del presente contribuye a una marginación que cuesta considerar como voluntaria. No lo fue en el caso de Juan Antonio Bardem, siempre inquieto, incansable y repleto de iniciativas propias de un luchador. Pero esa marginación existió sin duda, fue injusta a veces y también voluntaria, al menos en la medida que la evolución del director, o la falta de la misma, le llevó a un callejón sin salida. En esos callejones se suele conservar la dignidad que aporta la coherencia de toda una trayectoria, el protagonista se puede convertir en el último faro en tiempos de naufragio. Ahora bien, ¿ese faro está en tierra firme o es una quimera? Una pregunta inquietante y, por supuesto, difícil de responder, sobre todo cuando la citada coherencia tal vez fuera una forma de encubrir debilidades incompatibles con la imagen del berroqueño luchador comunista.

Tuve la oportunidad de conocer personalmente a Juan Antonio Bardem con motivo de la presentación de sus memorias en Alicante. Ya había, por entonces, publicado mi monografía sobre Calle Mayor3 y la ciudad provinciana, que leería -supongo- sin acusar recibo de su envío. Tampoco me dijo una sola palabra al respecto cuando coincidimos en la citada presentación, prologada por una conferencia en la Universidad de Alicante y una sesión de grabación para preparar las ediciones digitales de dos de sus guiones, que se pueden consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com)4. Conocía la existencia de un proyecto suyo en torno a la citada película, sabía de las dificultades para sacarlo adelante y le pedí el texto del guión para que, al menos, quedara constancia pública de cómo había imaginado, cuarenta y cinco años después, el regreso a Calle Mayor5. Nos lo cedió y mostró su conformidad con unas ediciones digitales que, desde entonces, ya han tenido más de 25.000 consultas.

La lectura del guión de Regreso a la Calle Mayor me defraudó. Después de haber publicado varios trabajos sobre Carlos Arniches y La señorita de Trevélez (1916) -la tragedia grotesca que sirvió de inspiración a Juan A. Bardem6- y mi monografía dedicada a Calle Mayor -película que analizo en mis clases desde hace más de quince años-, era lógico el deseo de conocer qué había sido de los personajes de aquella ciudad provinciana tantas veces visitada. Como cualquier otro espectador, había imaginado la posterior suerte de Isabel, Juan, Tonia, Federico y los demás personajes que coinciden en un conflicto que, de una u otra manera, les tenía que dejar marcados. Mis deducciones eran tales; no elucubraciones que habrían sido improcedentes cuando se cuenta con unos personajes bien perfilados y coherentes. Los resultados no diferían demasiado de lo presentado por el guionista, que combina el recuerdo de la película original -aproximadamente, ocupa la mitad del hipotético metraje- con una encuesta realizada por una joven licenciada en Ciencias de la Información, Rosa, que pretende escribir su tesis doctoral: «Mi investigación consiste en conocer qué ha sido de esa pequeña ciudad de provincias en estos últimos cuarenta y cuatro años, qué ha sido de sus gentes y, por encima de todo, qué ha sido de usted, Isabel Castro». Con tal motivo y con la colaboración de un joven cámara, Rosa entrevista a Betsy Blair y los demás intérpretes supervivientes de aquel rodaje de los años cincuenta. Los mismos vuelven a encarnar sus respectivos personajes, convertidos ahora en unos ancianos que recuerdan lo sucedido y apuntan lo esencial de sus trayectorias personales. Al margen de la limitación que supone el fallecimiento de buena parte de los intérpretes de Calle Mayor, se desecha así otra posibilidad: la construcción de un verdadero documental, reemplazado por una ficción que se sostiene sobre una base argumental un tanto débil y artificiosa.

Supongo que somos muchos los que habríamos disfrutado escuchando a Betsy Blair7 en una entrevista que le permitiera recordar aquellos días en una ciudad provinciana. ¿Qué pensó la actriz norteamericana, recién separada de su marido Gene Kelly, en la Cuenca o el Logroño de 1956? ¿Por qué decidió arriesgarse en una película que le llevó a un país por entonces encerrado en sí mismo? ¿Sólo fue necesario un encuentro en la playa de Cannes con el joven director español? ¿Hasta qué punto buscó una oportunidad para dejar atrás el ostracismo causado por su presencia en las listas negras del senador Joseph McCarthy? ¿Cómo se entiende la paradoja de que encontrara un papel de protagonista en la cinematografía de un país por entonces paladín del anticomunismo? ¿Cómo consiguió captar con tanta expresividad y acierto lo que representaba Isabel? ¿Qué sensaciones le provocaba el contraste radical entre su trayectoria y su personaje? ¿Qué recordaba de las gestiones realizadas para liberar a un director detenido por razones políticas a mitad del rodaje? Son algunas de las posibles preguntas8, algunas contestadas en sus memorias9, que también le podía haber realizado Rosa, una joven cuya tesis se limita a esbozar la posterior suerte del personaje de ficción, una solterona marcada por la cruel burla.

De acuerdo con la continuidad imaginada por Juan Antonio Bardem, Isabel escapó de la soledad y hasta de la muerte gracias a los niños, que acogía en una casa convertida en una especie de jardín de infancia. Con ellos se ganó la vida quien no estaba preparada para una actividad laboral, cobró fuerzas para resistir y hasta, poco a poco, se transformó en una mujer consciente y solidaria, capaz de ayudar a otras maltratadas en un apunte que revela, de manera harto explícita, la mano del guionista: «Sobreviví por los niños y gracias a ellos también perdí el miedo a vivir. Ellos me hicieron darme cuenta de que mi dolor no era especial y único. Hay muchas mujeres que sufren y no por una broma...». Isabel no volvió a enamorarse. Era un sentimiento asociado a una experiencia demasiado amarga, pero tomó conciencia de la realidad, el proceso clave en tantos otros protagonistas de las películas de Juan Antonio Bardem.

Las imágenes finales de Calle Mayor ya sugerían esa transformación, al menos en lo fundamental. Nos importa poco, en mi opinión, la concreción a la hora de imaginar el futuro de la protagonista. Basta con observarla mientras camina con paso firme, bajo la lluvia y por en medio de la calle. Su rostro ha perdido la sonrisa capaz de iluminar toda una pantalla, la sonrisa que evocaba un primer encuentro con Juan en el cine mientras estaba tumbada en la cama y metafóricamente juntaba las entradas de aquella sesión10. También han quedado atrás la dulzura y la ingenuidad de quien hasta entonces se había limitado a esperar. Isabel se ha endurecido y, mirándola, sabemos que nunca volverá a la inocencia que la convirtió en víctima de los burladores. El trabajo con los niños en la guardería, los movimientos feministas a los que se suma con la llegada de la democracia, su fugaz y ya tardío descubrimiento de la sexualidad durante un viaje a Madrid... son detalles secundarios. Isabel, como personaje, terminó tras la ventana, con la mirada fija e impenetrable, en un día lluvioso cuyo lento transcurrir estaba marcado por las campanas de la catedral.

«No salí de casa en muchísimo tiempo. Tenía miedo a la gente, de todo el mundo. Esperaba.» Así lo recuerda una anciana Isabel que todavía imaginamos delgada y discreta, pero los espectadores ya sabíamos que esa espera implicaba una posible evolución gracias a la toma de conciencia de la realidad. Aquella solterona nunca fue un tipo grotesco, sin capacidad para reaccionar y cambiar, al modo de la Florita de Trevélez creada por Carlos Arniches y ya modificada por Edgar Neville en su primera adaptación cinematográfica, estrenada en 193611. No era fea ni cursi, ajena en su ignorancia a todo lo que sucedía, como aquella ridícula enamorada que en el desenlace teatral pretendía encerrarse en un convento de capuchinos para así dar pie a un nuevo juego de palabras propio del humor arnichesco. El rostro y el comportamiento de Isabel no invitan a la risa del espectador que se siente superior. Su destino, por absurdo e inmotivado, resulta más cruel. Y, además, la experiencia de la burla le permite comprender lo que representaba vivir en la calle Mayor. Nada en el futuro podía seguir igual. Tampoco ella, aunque dejara partir un tren de incierto futuro para quien, hasta entonces, sólo se había atrevido a pisar los andenes como la mujer que se aproxima a la frontera, a una nueva ventana donde asomarse.

La feliz longevidad de Manuel Alexandre permite a Juan Antonio Bardem imaginar la siguiente entrevista realizada por Rosa y el cámara que le acompaña. Su personaje, Manolito, ahora vive en un asilo, entre piropos a las enfermeras y la conformidad de quien no se siente molesto con su pasado. Si Carlos Arniches creó un ingenioso Guasa Club en La señorita de Trevélez, el director de Calle Mayor lo transformó en un grupo violento, machista e incluso cruel en su desdén por los sentimientos de sus víctimas. Esos rasgos permanecen y hasta se exageran en los retratos de Manolito y Pepe el calvo12, convertidos en ancianos incapaces de reconocer la crueldad de un episodio que marcó las vidas de Isabel y el propio Juan: «La Isabel esa era una gilipollas, una estrecha, una beata y nunca más volví a verla. ¿Sentirlo? ¿Por qué? Si acaso lo sentí por Juanito, que era amigo mío y luego desapareció. Por mí ¡que la jodan!», afirma el personaje de Manuel Alexandre, que lo interpretaría dejando de bromear con su peculiar sonrisa para recordar aquel episodio. Su violento fondo de señorito, aquel que le llevaba a golpear una y otra vez la pianola de madame Pepita, emerge de nuevo. «La broma salió bien y ella se lo merecía. ¿Por qué? Pues porque sí. ¿No tengo razón?», así habla Pepe, que sigue tan calvo y facha como en la película, aunque ahora se nos explica esto último de forma más detallada. No ha evolucionado, ni siquiera por simples razones biológicas. Juan Antonio Bardem rechaza esa posibilidad en unos personajes cuya adscripción social e ideológica, sabiamente apuntada en Calle Mayor con unos bien seleccionados rasgos, se hace más explícita en su frustrada continuación. Ya sabíamos que eran unos señoritos bien situados en los centros de poder de la ciudad provinciana, también representantes del Movimiento y de las fuerzas vivas, capaces de reaccionar violentamente al menor atisbo de oposición a sus caprichosos designios. Confirmar con rotundidad innecesaria lo apuntado con tanta inteligencia creativa es una forma de redundancia que, en mi opinión, empobrece a los propios personajes, les resta un posible conflicto interior más interesante que la confirmación, tan previsible, constatada en el guión. Tal vez tuviera razón Juan Antonio Bardem al imaginarlos incapaces de cualquier evolución, que podría ser considerada como una quimera fruto de un bienintencionado idealismo que le repugnaba. De acuerdo, pero lo obvio de la opción contraria apenas estimula nuestra atención.

La entrevista a Tonia, interpretada por una Dora Doll cuyo rotundo físico contrasta con el de Betsy Blair, reviste más interés13. Tal vez porque su futuro, marcado también por una espera tras la ventana, tenía un mayor grado de incertidumbre. Juan Antonio Bardem desecha cualquier sorpresa en este sentido14. Confirma el retrato positivo ya presente en Calle Mayor y nos la presenta ahora como propietaria de un club de alterne15 cuyo carácter explícito poca relación guarda con el de madame Pepita, donde a tenor de lo visto se jugaba a las cartas y las mujeres hacían punto. Todo lo demás era imaginación, despierta gracias a las bien seleccionadas y sugerentes imágenes de una película capaz de sortear los obstáculos de la censura.

Tonia todavía es una mujer de carácter, recibe a Rosa y le cuenta hasta qué punto le defraudó Juan, del que estaba enamorada sin confiar demasiado en una posible correspondencia. Era el más apuesto de sus clientes y parecía diferente, con un fondo más sensible y respetuoso. Se equivocó: «Yo estaba coladísima por él. Me gustaba como hombre y, desde luego, se lo hacía gratis. Sin embargo, se fue de la mui y empezó a contarme lo de la broma. Me di cuenta de que él también podía ser tan hijo de puta como los otros. Entonces empecé a desilusionarme de él». Como venganza y afirmación de sí misma, Tonia decidió no «ocuparse» con quienes protagonizaron aquella cruel broma, mientras iba sabiendo de la suerte de un hombre que optó por huir. No por la vía del suicidio. Era demasiado cobarde y mediocre. Su salida se la facilitó el banco donde trabajaba: pidió el traslado a otra ciudad. Allí se casó -con una mujer no tan rica como la que imaginaba en sus diálogos con Federico- y tuvo tres hijos. Ni siquiera llegó a ser director de su oficina y envejeció sumido en una vida gris, sin necesidad de volver la vista para encontrarse con un pasado que prefería ignorar. Tonia lo supo gracias a otras prostitutas y guardó silencio, con la dureza de un oficio que encallece cualquier posible sentimiento. Al fin y al cabo, su destino como mujer era esperar: «En eso ella y yo éramos iguales [...] Sigo creyendo que las mujeres sólo podemos hacer una cosa: esperar»16.

Ningún otro personaje parece haber tenido demasiada curiosidad por saber de Juan, ni siquiera su amigo Federico. Ya conocíamos que el nombre de este último era el utilizado por Jorge Semprún, por entonces en la clandestinidad como uno de los máximos responsables del PCE17. ¿Prueba de amistad, referencia en clave para iniciados, homenaje...? En este último caso, era un homenaje no agradecido que, cuarenta y cinco años después, Juan Antonio Bardem ya no compartía por razones políticas donde era difícil evitar lo personal. Y se evidencia hasta la caricatura en el guión, donde se supone que Rosa y su cámara se trasladan a París para entrevistar a un Federico que no es el Yves Massard -murió en 1996- que con tanto vigor interpretó el papel. Ahora aparece el verdadero Federico: un Jorge Semprún alejado del partido, rodeado de un exquisito lujo, un tanto cínico y ex ministro; no de los socialistas, sino de los felipistas18. Quienes hemos visto Calle Mayor en repetidas ocasiones podemos sorprendernos al conocer el tratamiento que recibe este personaje en el guión. Todos imaginamos que Federico aprovecha la visita a la ciudad provinciana donde vive su amigo para realizar gestiones y entrevistas, como la mantenida con el viejo «filósofo» en el casino19. Lo que ignorábamos es que ese encuentro tenía una finalidad más partidista que cultural y era el único objetivo de su desplazamiento. El responsable político en la clandestinidad, para disponer de una coartada ante la policía, instrumentaliza la amistad con Juan, un tipo por el que su supuesto amigo no recuerda haber sentido demasiado interés: «Me pareció un chico buenazo, algo brutote, limitado intelectual y culturalmente, con cierta curiosidad por la poesía»20. El propio Federico se lo explica así a Rosa y en sus intervenciones evidencia un despego que pocos habrán captado al ver la película. ¿Cabe imaginar tanta firmeza e interés en quien tan sólo ha buscado una coartada? ¿Concibió Juan Antonio Bardem el comportamiento de su personaje como el de un tipo calculador, frío e impasible para protegerse en la clandestinidad? Lo dudo, puesto que en esa nueva imagen del personaje resulta determinante la opinión acerca de la trayectoria de Jorge Semprún que por entonces tenía el guionista. No hace falta insistir en su condición de renegado un tanto ególatra, lúcido cuando supera la obcecación y ajeno a la discreción de Fernando Claudín. El siempre ortodoxo militante que fue el director le manda a un purgatorio donde resulta complicada la expiación. Otros muchos corrieron la misma suerte en sus memorias. ¿Ajuste de cuentas? Tal vez; no sería el único que intentara plasmar en la pantalla. Tampoco niego su posible justificación, comprensible en la medida que se comparta una determinada línea política. Incluso me parece lícito. Pero, en cualquier caso, el presente ha traicionado al pasado, donde el Federico de la ficción mezcló militancia y amistad en un sincero intento de solucionar el conflicto mediante la verdad. Palabra clave para quienes defendían los presupuestos de un realismo crítico cuyo objetivo final era la toma de conciencia.

Ignoro si Juan Antonio Bardem se puso en contacto con su antiguo amigo Jorge Semprún, que por entonces residía en Francia, o pensó en algún actor profesional. En el primer caso, nos habríamos encontrado ante un episodio tan curioso como imposible, digno de un humor del que, hasta donde llegan mis conocimientos, nunca hizo gala. ¿Se habría prestado el ex ministro a encarnar su propia caricatura? Cuesta mucho imaginarlo, pues ya había amortizado el recuerdo del verdadero Federico Rivas, el Federico Sánchez o Artigas de la clandestinidad, y no sería oportuno, en su opinión, reavivarlo en una película de alguien tan contrario a su posterior trayectoria. Era un encuentro, en definitiva, difícil de imaginar a tenor de la pasión con que ambos defendían sus contrapuestas posiciones políticas.

El nuevo Federico en el guión de Regreso a la Calle Mayor completa la caracterización de Juan, nos aporta algunos datos sobre el período en que compartieron una superficial amistad y nos invita a pensar en un protagonista ausente. También lo habría sido aunque José Suárez (1919-1981) hubiera llegado vivo al momento del rodaje. El burlador de la solterona es tan mediocre como cobarde. Siempre se muestra incapaz de imponer su criterio y afrontar una situación conflictiva. Juan teme quedarse solo, descolocado en una ciudad donde ya hay, como él mismo señala, «un tipo raro que anda solo por las calles». Prefiere escudarse en el gregarismo y, cuando le fallan los supuestos amigos, huir hasta perderse en el anonimato de otra ciudad, probablemente igual de gris y provinciana.

Juan se esfuma y, con él, otros personajes pronto sumidos en el silencio por razones de edad. Son la madre y la chacha de Isabel -tan amargadas como ella después de conocer la falsedad de un noviazgo que les iba a deparar los ansiados nietos-, el filósofo ya sentado definitivamente tras el ventanal del casino mientras transcurren sus últimos días, madame Pepita siempre preocupada por el negocio y hasta el cura de la Gran Pensión Castilla, que imaginamos moriría satisfecho con la confianza de que los jóvenes de la ciudad -«siempre trasnochadores y depravados»- no le impidieron tomar su cotidiano vasito de agua. Queda alguna amiga chismosa, ahora con responsabilidades políticas como concejala del PP, pero su innecesaria intervención en el guión de Juan Antonio Bardem apenas merece un comentario aparte. Era un papel de reparto en una película de protagonistas claros y netos.

Una vez finalizadas las distintas entrevistas para la tesis doctoral, sólo resta la presentación de las conclusiones ante el tribunal de los espectadores. Rosa, la joven investigadora, había justificado su trabajo con una premisa que comunica a su ayudante en las primeras escenas: «Cuando aparece el letrero de fin y la película se termina, los personajes mueren, desaparecen... Pero en algunas películas, muy pocas, lamentablemente, esos personajes siguen viviendo, existen. Ese es el caso de Calle Mayor». Esta premisa es también una conclusión y un juicio de valor. Aparte de informarnos, a través de la misma Rosa, de que el paso del tiempo ha convertido la película en un documento sociológico, testimonial y político de aquella época -¿por qué no moral también, si fue la perspectiva que hizo viable la autorización por parte de la censura?-, se nos avisa de que, «lamentablemente», su realidad persiste en el presente. La pregunta es inmediata: ¿para qué sirve, pues, la encuesta si ya sabemos la conclusión y nos parece lamentable?

Juan Antonio Bardem en su guión se limita a justificar lo anunciado por boca de Rosa. No hay un trabajo de búsqueda donde se puedan entrecruzar diferentes perspectivas críticas. Todos los testimonios se encaminan en una misma dirección: nada ha cambiado, al menos en lo fundamental. Y, por si hubiera dudas, al final Luis, el cámara, nos confirma «la persistencia de la España eterna en el presente». Como es previsible, recurre a la consabida máxima lampedusiana -«Hagamos todos los cambios necesarios para que nada varíe»-, cuya original lucidez no ha evitado que aparezca en numerosas mistificaciones. El joven habla en nombre del guionista, que expresa la misma opinión en la entrevista que nos concedió en la Universidad de Alicante y ahora se puede consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

¿Dificultades para observar la realidad sin anteojeras ideológicas, pesimismo, desencanto, rechazo de un presente que no se entiende, vejez...? En una conclusión tan rotunda y sorprendente cabe todo esto y algo más, pero lo lamentable es que determina un guión donde se desaprovecha una oportunidad de indagar sobre el pasado que representa Calle Mayor. ¿Qué ocurrió durante el accidentado rodaje? ¿Cómo respondieron los verdaderos vecinos y las autoridades de aquellas ciudades provincianas?21 ¿Cuál fue la reacción del público? ¿Cómo veían los actores sus propios personajes? Y, desde luego, si se pretendía confrontar el pasado con el presente, se podría haber comenzado por preguntar a los jóvenes como Rosa y su cámara hasta qué punto identificaban lo visto en Calle Mayor. Conviene ser precavido cuando un guionista de casi ochenta años habla a través de unos jóvenes. El riesgo de la suplantación aumenta si, además, ya se conocen todas las posibles respuestas.

Mi actividad docente me ha permitido realizar la citada pregunta en numerosas ocasiones a lo largo de unos quince cursos. Ningún joven estudiante me ha contestado en el mismo sentido que Juan Antonio Bardem. Mis alumnos, tanto españoles como extranjeros, se interesan por Calle Mayor, pero para conocer una realidad que la encuentran anclada en el pasado. Siempre cabe alguna similitud parcial o anecdótica. También es evidente que persisten relaciones de dominio donde a la mujer le corresponde la peor parte. Y, por supuesto, hay viejos que no se arrepienten de su pasado, así como jóvenes que ejemplifican nuevas formas de señoritismo y hasta de chulería con una impronta machista. Lo sabemos y nos preocupa, pero sería absurdo negar el abismo que nos separa de la España de 1956. El simple hecho de contemplar a mis alumnas, sentadas en los pupitres de una universidad, ya representa un dato en este sentido. Y ellas, a las que necesito explicar circunstancias que les parecen sacadas de la noche de los tiempos, son las primeras en respirar aliviadas al comprobar que Isabel tan sólo es una referencia cuya existencia deben cotejar con sus abuelas. Su espera tras una ventana forma parte de un pasado que ha ido cambiando, aunque no fuera en el sentido previsto desde los presupuestos ideológicos de Juan Antonio Bardem y sus camaradas.

¿Por qué el guionista dejó intacta la película original y nos presentó tan desesperanzada visión del presente? ¿Por qué prescindió de los testimonios y las opiniones de los demás en un ejercicio que se puede calificar como de soberbia intelectual? Para encontrar una posible respuesta conviene volver a lo dicho al principio. En el año 2000, el recuerdo de las películas realizadas en la década de los cincuenta era un motivo más de afirmación que de indagación. Calle Mayor es una presencia, troceada en las imágenes que generosamente se intercalan en la encuesta de Rosa, pero nunca un verdadero motivo de análisis expuesto a perspectivas críticas ajenas al autor. Juan Antonio Bardem podía hablar en 1956 a través de personajes como Federico -era un portavoz cuyo código ideológico resulta nítido-, conocería a muchos individuos simbolizados en un personaje común como es Juan y hasta se conmovería al saber de mujeres como Isabel, cuyo rostro enamora a una cámara que no permanece impasible. Todo eso sucedió a mediados de los cincuenta, en un momento de vitalidad creativa acorde con los tiempos, pero cuarenta y cinco años después el cineasta tenía verdaderas dificultades para imaginar lo pensado por Rosa y su ayudante. ¿Por qué renunció a su propia voz, a una perspectiva que combinara el alejamiento en el tiempo con la proximidad con respecto a su creación? ¿Por qué no dio paso a otras voces cuando Calle Mayor ya se había convertido en un patrimonio común, en una referencia compartida por muchos? ¿Por qué el anciano guionista intenta hablar a través de unos jóvenes tan poco creíbles en sus conclusiones? Tal vez la respuesta a esta última pregunta la encontremos en una ingenua, y no confesada, concesión para una hipotética salida comercial del guión. Juan Antonio Bardem pudo pensar que el papel de Rosa, interpretado por una joven y bella mujer como la Mar Flores22 de Resultado final, interesaría a un productor avispado como Enrique Herreros (hijo), que había conseguido financiación, con una simple sinopsis, para la citada película. El inventor de memorias paternas y detractor de Sara Montiel23 también confiaría en la modestia de los gastos de producción, ya que en la película se suceden las entrevistas intercaladas con imágenes de la de 1956. La estrategia del posibilismo con estrella femenina como gancho comercial no resultó, fue inútil para salir del ostracismo y, sobre todo, se perdió una ocasión de reflexionar sobre un pasado personal y cinematográfico.

Creo, sinceramente, que a Juan Antonio Bardem le faltó flexibilidad para comprender un presente tan alejado del futuro imaginado en numerosas reuniones clandestinas. Y lo consideró necesariamente peor por diferente, hasta el punto de descalificar o menospreciar cualquier posibilidad real de mejora. Calle Mayor es la radiografía crítica de una sociedad que se pretende cambiar. Nos ha llegado como una magnífica película capaz de ocupar un destacado puesto entre nuestros clásicos cinematográficos y, al mismo tiempo, como un documento de indudable valor para conocer diversas realidades de una España que, toda ella, era por entonces provinciana. El problema es que la posible evolución de la misma deparó notables sorpresas no previstas en los manuales de los teóricos del marxismo. Tampoco en una imaginación que no resultó tan dialéctica como la supuesta por Alfonso Sastre en sus dramas y ensayos. Y, sobre todo, se comprende una dosis de resentimiento al comprobar que pronto esa evolución dejó atrás o al margen a muchos que habían peleado en solitario y en primera línea para que fuera posible. ¿Una injusticia histórica y, al mismo tiempo, personal? Indudablemente, también dolorosa como pocas por el desconcierto que genera en quienes, al final del trayecto, se aferran a su pasado para no encontrarse desasistidos. Pero, como ya sabemos, las víctimas no suelen caracterizarse por su ecuanimidad. Cargan las tintas, se relamen en sus heridas y casi nunca se asoman al abismo de un presente donde confunden el cambio con la traición.

Los últimos años de Juan Antonio Bardem fueron, supongo, difíciles. Y no sólo porque en los entierros de los camaradas tuviera la única oportunidad de sentirse partícipe de una colectividad. Los ejemplares de Mundo Obrero cada vez traían más necrológicas, escritas sin apenas trascendencia al margen de un círculo progresivamente despoblado. Y le dolía, como reconoce en sus memorias. Hubo, además, una generalizada falta de generosidad con quien había levantado una espléndida filmografía en los años cincuenta y principios de los sesenta, completada después con meritorias producciones cinematográficas y televisivas. Siempre había otro a quien homenajear, tal vez porque resultara más simpático y menos comprometido. Tampoco quedaba hueco para un director de su edad, una circunstancia que constituye un verdadero obstáculo en una cinematografía como la actual que, a menudo, parece haber renunciado a un público adulto. Todas estas y otras muchas más son razones objetivas que conocemos, pero también sospecho que por parte de Juan Antonio Bardem hubo una progresiva marginación, tal vez en nombre de lo que consideraba fidelidad a la coherencia, a la integridad que tanto le singularizaba. De acuerdo; fue subrayado con motivo de su fallecimiento y honra su memoria, pero también supuso un obstáculo para buena parte de sus creaciones durante los últimos años de su trayectoria. El guión de Regreso a la Calle Mayor es un buen ejemplo.

¿Tiene sentido ese regreso? Por supuesto, siempre que lo emprendamos desde una perspectiva más plural que deseche apriorismos como los del citado guión. Al margen de las cuestiones estrictamente cinematográficas, conviene contemplar las imágenes de Calle Mayor para conocer un pasado común. Su posible correspondencia con el presente supone, en mi opinión, una circunstancia secundaria. Debe prevalecer una curiosidad más libre, que se deje seducir por una ficción capaz de iluminar aspectos fundamentales de aquella realidad histórica. Juan Antonio Bardem la captó y comprendió gracias a sus dotes de observador crítico. También la convirtió en una ficción imperecedera, un clásico de nuestro cine capaz de interesar a un público de diferentes generaciones y por distintos motivos.

El problema, tal vez, radique en llegar a ver la propia obra convertida en un clásico, con lo que esta categoría tiene de enajenación con respecto al autor. En el último tramo de su vida, Juan Antonio Bardem todavía consideraba que Calle Mayor le pertenecía. Ya era, sin embargo, un patrimonio común dispuesto a ser recreado desde diferentes perspectivas. Aceptarlo habría sido un ejemplo de humildad y relativismo, dos rasgos poco habituales en la trayectoria del cineasta. Tampoco estaba obligado a comportarse de manera diferente para satisfacernos. Incluso le supongo un sincero convencimiento de actuar en el sentido correcto, entre la incomprensión de la industria cinematográfica y la hostilidad de otros caballeros con no menos poderes de encantamiento. Un convencimiento tal vez necesario desde un punto de vista psicológico, comprensible a poco que imaginemos la experiencia personal de Juan Antonio Bardem. El resultado fue un proyecto frustrado que convendría recuperar con otro enfoque.

El problema es encontrar una verdadera Rosa o un Luis dispuesto a indagar cámara en ristre. Todavía quedan ancianas como Isabel, abuelos como Manolito o Pepe el calvo, políticos como Jorge Semprún, escritores y cineastas que recrearon experiencias similares, espacios ciudadanos que, milagrosamente, han quedado a salvo de la fiebre especuladora y nos permiten imaginar lo que era una ciudad de provincias que, como es lógico, no estaba en un país cualquiera en contra de lo dicho por imposición de la censura... Y nos queda, sobre todo, el deseo de indagar en un pasado común. No sólo para lamentar las heridas provocadas por la persistencia de una España eterna en el presente -una variante masoquista tan mistificadora como el dolor por los males de la patria-, sino también como una forma de comprender una evolución que, entre otras ventajas, hoy nos permite hablar en libertad de una película realizada bajo la férrea censura de una dictadura. Gracias, entre otros, a Juan Antonio Bardem, al que le sobró un punto de soberbia intelectual para compartir con nosotros una película convertida en una obra clásica de nuestra cultura.





 
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